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viernes, mayo 07, 2010

hemos vencido

Ejércitos
Pasaron por el bosque
Pasaron a llevar las ramas
Arrancaron los árboles de cuajo
Seguían al Libertador
Al general

El General
Su guía fue una espada
Iba abriendo el bosque
Con su espada reluciente
Iba cayendo todo lo que su
Espada reluciente
Condenaba

La Espada
Se comentaba en las noches de tormenta
Cuando los soldados se arremolinaban
En torno al fuego como polillas
Murmuraban la espada es el poder y
De sus bocas brotaba neblina

Frías noches lluviosas de tormenta
Las botas en el barro
Las espaldas sobre el barro
Las manos sobre el fuego
Y sobre las espaldas
La Manta

El general fumaba en su aposento
En su tienda de campaña
Una bailarina danzaba para él era una
Prisionera
Tenía labios carmesí
Y le pedía cigarros

Los lobos
Hambrientos desconfiados
Temerosos del castigo Audaces
Gruñendo vociferando reclamando
Su Parte
Los lobos

Al amanecer serían despertados por
Las Voces
Gritos destemplados eufóricos
De sueño de hambre de rabia
Los lobos escondidos
La bailarina guardada en una caja
El General

Ese preciso día
Subió el humo hacia los montes
Se lo llevó el viento a las ciudades
Era una sombra negra
Una frazada de humo
Miedo

Juan Cortés
Tenía un lunar al costado de la frente
Tocaba guitarra, no muy bien
La cara llena de espinillas
No eran tiempos de escribir cartas a las novias
Y qué importa, si no tenía

Pedro Urbina
Pasaba viéndose al espejo
Maricón le decían
Los Soldados
Pero no era maricón
Le gustaba mirarse al espejo

Gustavo Cárcamo Ramírez
Aníbal Escalante Vera
Pablo Quepe Moraga
Cristóbal Muñoz Medina
Ildefonso Miranda Luces
Ramiro Benítez Ochoa

Godofredo Retamales Washington
Misael Vega Nahuilpán
Samuel Chirinos Bedoya
Carlos Pantoja Flores
José Martínez Martínez
Enrique Zañartu Oses

Lautaro Cardemil Inzunza
Sergio Barriga Campos
Octavio Norambuena Inostroza
Patricio Zurita Dalmacio
Boris Vian Beauvoir
Hugo Fantuzzi Meléndez

Cuántos poetas cuántos profesores
Subieron como el humo
Como el Polen
Sin Norte
Las Cruces
Para Siempre

Gustavo Cárcamo Ramírez
Hacía reír
Habló varias veces en un programa de radio
¿Recuerdan?
Tenía mala puntería
Una bala de cañón lo atravesó

Aníbal Escalante Vera
Lo trajeron del campo
A la fuerza No quería morir
Y cuando se dio cuenta
De que se estaba muriendo
Se puso a llorar

Pablo Quepe Moraga
Otro nombre anónimo
Otro entre tantos
Otra cruz al viento
Otro amor correspondido
Otras flores marchitas

Cristóbal Muñoz Medina
Soñaba con una mina de oro
Con las carreras de caballos
Se tenía tanta fe
Un día de estos el menos pensado
Doy el zarpazo se decía

Ildefonso Miranda Luces
Era hijo natural
Le decían Papá Barata
De lo negro que era
En el batallón le tenían lástima
Murió de los primeros

Ramiro Benítez Ochoa
Estudiaba Castellano
Se especializó en las
Llaves de Lenz
A su cerebro lógico
Le entraron balas

Godofredo Retamales Washington
Y Misael Vega Nahuilpán
Se hicieron amantes
En las Trincheras se supo
El General los ubicó
En trincheras Separadas

Godofredo Retamales Washington
Salió a buscarlo de Noche
Le llegó un disparo de cerbatana
Venenoso
Misael Vega Nahuilpán salió a recogerlo
Y le llegó un disparo de cerbatana

Amor de soldado
Hay de varias layas
Recordad el caso de
Juan Cortés no tenía Novia
¿Lo habíais olvidado?
Tan frágil la memoria
Olvida a los 2 minutos

Y hay quienes Pretenden
Vida eterna
Recuerdo eterno
Estar Eternamente en boca
Son los Poetas
Los Egos más grandes del mundo

El Ego es la Conciencia
Había un Ego del porte de un
Huevo
Creció, Nació
Se Multiplicó
Y Murió

Samuel Chirinos Bedoya
Se ganaba la vida de Estafeta
A la orden del sistema
Estafeta 14.784
Samuel Chirinos Bedoya
Corra antes de que cierre el Banco

Llegó al Banco
Justo a las 2
Hizo una larga fila
Contento de servir
Conocía a la cajera
Se comió un Hot Dog

Carlos Pantoja Flores
Arrojado a la
Fosa Común
Sin miramientos Descubrieron
Bajo el Uniforme que
Usaba medias de mujer

José Martínez Martínez
Inventaba tapones
Para las Tinas de Agua
Capaces de Contener
El agua meses
Se llevó el secreto a la tumba

Enrique Zañartu Oses
Venía de una Familia
Acomodada
Venida a menos
Tenía una Bata
Fucsia

Lautaro Cardemil Inzunza
Iba en Quinto de Derecho
Le fascinaba la música
Lo único que hacía
Era escuchar Música
Era un Músico

Sergio Barriga Campos
Era malo para los
Negocios
Sus panaderías
Nunca...
Para qué digo más
Si ya se sabe
Lo que viene

Octavio Norambuena Inostroza
Enseñaba conocimientos
Básicos
A los Niños
Le gustaba Mirarlos
y Tocarlos

Patricio Zurita Dalmacio
Cayó
De un ataque
Al Corazón
Estaba Condenado
De antemano

Boris Vian Beauvoir
Escritor y Poeta
Bellísimo
Amante de una Mujer
Famosa pero también
Figura en la Lista

Hugo Fantuzzi Meléndez
Acostumbraba decir
Que el otoño es la más
Bella
Estación de todas
El Otoño

Todo es así en este mundo
El general anota en su diario
De Vida
8.236 Muertos
711.947 heridos
hemos vencido

El Presidente
Aló General
Aló Presidente
Qué
Misión cumplida presidente
Lo haré saber

El Presidente
Al Pueblo
hemos vencido
Viva dónde están
Murieron
Por qué

El general
Aprendió a leer
A los 2 años
A los 5 años los mayores
Se rieron de su
Pene

El General amó
Amor descabellado
Vómitos nocturnos
Sentía ganas de
Arañar los Vidrios
Saltar por las ventanas

Consumido por Mapas
Y Compases
Mas por la noche
Hacía llamar
Repartido el rancho A
La Bailarina

Mujer Imposible Ilógica
Su padre la mandaba
De Niña
A los Barcos
La seguía por la Casa
Como un Loco

Entró la Bailarina
A un mundo Feliz
Donde nadie ríe
Y todos
Mueren de Pena
Fuman cigarros

Era el Amor
Que despertó una mañana de su Sueño
De Años
Presa de Cólera
Enceguecida
Amó amó amó

Vergel de belleza sin par
La Bailarina
Que hace despierto soñar
Jardín ideal siempre en flor
La Rosa Bailarina
Luz Cielo Amor

Pocas Precauciones
Sublimes Palabras
Besos Ardientes
Nunca dados

Ama al general
Y se consume por
El General
Se consume
Por la
Bailarina

Sin Olvido sin Tiempo
El General La Bailarina
hemos vencido

Fue tan hermoso
Se resistió a morir
En Brazos del General
Que la seguía por sus
Aposentos
Como Loco Enamorado

Le dijo El General hemos vencido
Respondió No
En la otra Página
De su diario de Vida
Escribió de nuevo El General
hemos vencido

El General
El Presidente
Los soldados
El bosque
Los lobos
La Bailarina

lunes, abril 26, 2010

La danza macabra

Durante unos años y por su condición de gruero, mi padre tuvo tres turnos, que le iban cambiando cada 15 días: el de la mañana, que empezaba a las 7 y terminaba a las 3. El de la tarde, entre las 3 y las 11. Y el de la noche, que empezaba a las 11 de la noche y terminaba a las 7 de la mañana y que de repente no desempeñó más, al parecer por un acuerdo que tomó con uno de los damnificados restantes. Cuando quedó con dos turnos nuestras preferencias se inclinaron por el de 7 a 3, porque lo teníamos más en casa. Además, como no salía del trabajo junto con el choclón de las 5 de la tarde había menos posibilidades de que se pasara "a las tomas".
Calculo entonces que cuando bailé la danza macabra él estaba trabajando en el turno de las 3 a las 11, porque si hubiera andado en las tomas, esa noche mi mamá, el Vitorio y yo habríamos estado deprimidos, más bien silenciosos, alertas, sin ánimo de disfrutar de números artísticos, fuese en calidad de protagonistas o de espectadores.
Por esos mismos días mis papás habían estrenado el tocadiscos y en la colección destacaban long plays de Ray Conniff, Bert Kaempfert, Ray Colignon, Ella Fitzgerald y Eugene Ormandy, éste último doble, y el que más me gustaba. Se trataba de una selección de grandes hits de la música clásica interpretados por la Orquesta de Filadelfia, que adoraba escuchar tendido en el sofá, entregado a las más diversas ensoñaciones. Mis temas favoritos eran la Obertura de la ópera Carmen, el Vals de las flores, la Rapsodia húngara número 2, el Aprendiz de brujo y la Danza macabra. El Cisne de Tuonela no le gustaba a nadie. Mi mamá prefería la Toccata y fuga en re menor de Bach; decía que era lo más grande que se había hecho en la música y todos le creíamos, pero ahora intuyo que se dejaba influir demasiado por los comentarios que escuchaba durante los juegos de canasta en la casa de la tía Gloria, a los que acudía lo más granado del magisterio femenino y de la clase media de Rancagua, lo que se sobreentiende que es un decir cargado de piadosa ironía. En fin, y volviendo al disco, cuando el surco llegaba al Cisne de Tuonela nadie decía nada, todos queríamos que pasara rápido.
Hace unos días escuchaba una radio finlandesa por internet y una pieza me estremeció de tal modo por su aire melancólico y delicada belleza -distinguí claramente unos violines angustiados en medio de la niebla- que apreté los audífonos al oído cuando llegó el momento de que el locutor diera su nombre. Era el famoso Cisne de Tuonela, que en esos días rancagüinos yo leía con pertinacia el Cisne de Tuanola.
Siempre me he preguntado por qué me pasmé musicalmente, considerando que tenía tan buen oído. La verdad es que no lo sé, pero sospecho que se debió a que mis papás no siguieron incrementando la colección de música clásica, a que nunca estudié seriamente un instrumento, pero sobre todo a que mi disposición frente a la música y por qué no admitirlo, frente a la vida, es y ha sido más bien pasiva. Por último, tan buen oído no pude haber tenido si me desconcentraba cuando la aguja del tocadiscos llegaba al Cisne de Tuanola.
Esa noche, pues, estábamos los tres en el living y sonaban los temas de la Orquesta de Filadelfia. En un momento me desaparecí y me encerré en el baño. Lo tenía todo calculado. Disponía de dos piezas musicales, alrededor de diez a doce minutos, para disfrazarme de la Muerte. Mi corazón palpitaba mientras me dibujaba ojeras con el lápiz de mi mamá. Con el rouge labial esbocé hilillos de sangre que corrían por las comisuras de mis labios. El disfraz acabó cuando me puse la bata azul de mi papá, que me llegaba al suelo, y un pañuelo de seda de mi mamá en la cabeza. Así esperé hasta que un enérgico violín anunció el comienzo de la Danza macabra. Salté entonces al living y tanto mi mamá como mi hermano se echaron bruscamente para atrás en el sofá de la impresión. Había producido el efecto deseado, pero aún les faltaban largos minutos a mi espectáculo.
Entonces salió a flote lo que doy en llamar "la parte brillante de mi personalidad" o "el aspecto lúdico de mi personalidad", que se exhibe al mundo contadas veces, casi siempre sólo ante los niños, y que consiste en el puro deleite de jugar a vivir la vida. Mientras liberaba una energía esencial, ausente de vergüenza y de prejuicios, y me volvía consciente de la realidad de poseer un cuerpo que se mueve, salta, se estira y se recoge, bailé seis a siete minutos seguidos, lo que dura la pieza musical, improvisando muecas extrañas y pasos nunca dados, aterrorizando a mi hermanito y llenando de un miedo feliz a mi mamá. Les bailaba y les recordaba que la Muerte es un juego que se juega amando, amándose, gozando de las migajas que nos concede el Tiempo. Durante diez minutos fui por fin yo mismo, transfigurado, explorando inocentemente los mismos dominios que con el correr de las hojas del calendario se convirtieron en pecados que hoy me provocan hastío y me llevan finalmente a ser quien soy, aunque trate de disfrazarlo.
Pero la escena había tenido otro testigo: la Tato, hija menor del tío Isidoro.
Días después nos contó que pasaba esa noche por la casa y que antes de tocar a la puerta se asomó por la ventana y miró hacia adentro. Cuando vio a la Muerte salió arrancando, despavorida.
-¡Me dio más susto el Hugo! -dijo.

jueves, abril 15, 2010

Cariño mío...

Angustiado por el taco de las seis de la tarde, pero sobre todo por ignorar dónde dormirían esa noche, Vargas manejaba de mal humor. Llovía intensamente.
En los meses de enero y febrero en Pucón, los veraneantes se ponen tácitamente de acuerdo para sobrepoblar el único camino que une al balneario con los pueblos cercanos. A cierta hora les da a todos por comprar, no en cualquier almacén, sino en el gran supermercado retirado del centro un par de kilómetros, los justos para que se forme el taco. El sólo salirse entonces del camino implica un enorme alivio para los que abandonan la fila o una enorme molestia para los que deben retornar a ella.
Era éste último el caso de Vargas. Se había salido varias veces para hallar siempre la misma respuesta afuera: todo copado, no hay cabañas. Respuestas frías y precisas que a Vargas se le antojaban burlonas, altaneras, insensibles, propias de aquellos que no sirven a los demás, sino que se sirven de los demás para satisfacer sus propias ambiciones.
Volver a entrar, tratar de que le dieran el paso, abrir los vidrios para ver mejor, tener que soportar la lluvia en su rostro, rogar... rogar por un espacio en esa fila de vehículos tan propia de la sicología humana, para cualquiera sería motivo de disgusto. Para Vargas, acostumbrado a ver el lado negativo de las cosas, era lo malo dentro de lo malo.
Su mujer trataba de ayudarlo, sabiendo que la mejor de las ayudas no se la podría brindar jamás: la de cambiarle el carácter y hacerlo un hombre alegre, liviano, descuidado. Se suponía que se habían ido de viaje para "pasarlo bien", para disfrutar de "merecidas vacaciones". Mas, ¿no hubiese preferido ella en ese momento disfrutar un sencillo momento de tranquilidad en un parque de la capital, bajo las hojas de los boldos, los peumos y los castaños? ¿Había que viajar para ser feliz? ¿Y había que viajar con su marido? Cada ciertos minutos Vargas le recriminaba que había dejado pasar una cabaña, que no había visto un letrero, que le cambiaba la radio, que él tenía que hacerlo todo, dios mío, cuánta paciencia, se decía ella y se preguntaba por qué, por qué aguantarlo, por qué seguirlo aguantando...
Casi al final del taco, cuando ya las construcciones de la orilla comenzaban a dar paso a praderas y bosques cercados por montañas, Vargas se salió de nuevo al adivinar un aviso escrito con carbón en un pedazo liso de madera nativa: "Disponible". El letrero, prácticamente imperceptible, se afirmaba en dos pequeños troncos enterrados bajo un conjunto de lengas que adornaban la entrada de la casa. Bajó y tocó la puerta, esperando la respuesta consabida. En el estacionamiento había dos autos: un todoterreno de lujo y una camioneta destartalada. Y arrinconado, un cochecito de juguete con una muñeca de trapo, que causaban tierna impresión. Una mujer lo hizo pasar. Quedaban, no precisamente cabañas, pero sí habitaciones dentro de la casa.
Vargas le hizo un gesto a su esposa y la esperó en el zaguán, bien protegido de la lluvia que caía a baldes, y de los goterones que arrojaban sin piedad los árboles desde la altura. Hechas las presentaciones, la mujer cerró la puerta y les pidió que la acompañaran a subir la escala. Así se hizo, ella adelante, ellos detrás. Vargas no pudo dejar de apreciar el atractivo físico de esa mujer de edad madura, cercana a la de ellos, tal vez con un puñado menos de años. Ya le había estudiado su rostro y había decidido por sobre todo que era fino, aristocrático. Ahora que la veía por detrás podía sumarle naturaleza a su clase.
La casa también tenía clase, estimó de una ojeada: antes de que la subida le quitara la visión del primer piso pudo admirar una sala de estar amplia, con muebles rústicos y a la vez elegantes, revistas de decoración en el grueso vidrio de la mesa de centro y una chimenea de piedra, encendida, frente a los sillones. La misma escala de madera nativa, barnizada, a pesar de ser nueva, no dejaba de poseer ese estilo propio e indefinible de las cosas chic, como dado por el conjunto. Era en síntesis una casa de ricos, concluyó con inusitada alegría, que era la alegría de disponer para sí de los bienes de los ricos con su dinero bien ganado.
El segundo piso, si cabía, resultaba aún más interesante que el primero. Alrededor de las habitaciones se desplegaba un espacio de cómodos sillones, con un librero de pared a pared en cuyo costado lucía un computador encendido. Un balcón dejaba ver la planta baja y todo el piso se regalaba con el calor que se desprendía de la chimenea.
Antes de que les enseñara la habitación ya le habían dicho mentalmente que sí. Cuando cerraron la puerta y se instalaron, ambos se dijeron con la mirada: qué suerte.
La mujer volvió a lo suyo y retomó la conversación con el hombre que la acompañaba. Curioso: con la ansiedad por hallar alojamiento, Vargas no había reparado en su presencia. Ahora que lo sentía desde arriba no pudo dejar de preguntarse quién era, qué relación lo unía a la mujer, en el fondo, quiénes eran ambos.
Ellos dos. Vargas y su mujer.
El hombre parecía estar contento, hablaba sin pausa de muchos temas, de numerosas personalidades que Vargas conocía por los diarios, pero que él parecía conocer personal e íntimamente. Mezclaba sus opiniones informadas, incisivas o piadosas con su desasosiego por tierras aún no arrendadas y observaciones sobre el clima, de tal manera que a Vargas se le antojó de repente que se trataba de un tipo inofensivo y simpático que mataba el tiempo de manera campechana y agradable, como él nunca había sabido hacerlo. La dueña de casa asentía y de vez en cuando agregaba detalles que la ubicaban naturalmente en ese mismo círculo de elite. Hablaban sin apuro y mientras lo hacían ella tostaba pan y lo servía con jamón y mantequilla, acompañado de vino, acciones que Vargas y su mujer adivinaban por el olfato y el oído desde sus sillones del estar superior. De manera que así son los ricos en la intimidad, sencillos como uno, se decía Vargas, con los ojos clavados en una página de la Odisea que se negaba a quedar atrás.
Con los minutos fue reparando, sin embargo, en algo no completamente transparente, en una trizadura de esas que se advierten con asombro al examinarse con cuidado un cristal. Se iba haciendo evidente que el hombre y la mujer no constituían ni un matrimonio ni una pareja, y que el hombre no vivía en la casa, nada dramático dentro de la verdadera conclusión que desprendió de lo que oía. Vargas calculó que la camioneta debía de pertenecerle al hombre y el todoterreno a la mujer, y así lo comprobó dos horas después, cuando éste se despidió y se perdió en la oscuridad de la noche lluviosa entre corcoveos del motor.
La verdadera deducción de Vargas fue que el hombre era una especie de rico empobrecido y ella, una mujer separada que vivía de la insuficiente pensión que le había dejado su esposo, pues se veía obligada a arrendar algunas de las habitaciones de su casa durante el verano.
¿Era eso? ¿Eran amigos, primos? ¿Acertaba en la trama que iba tejiendo su cabeza y que no le dejaba concentrarse en la lectura?
Se oyó entonces el motor de otro auto, que luego se apagó. Sonó el timbre. Vargas lo maldijo. Llegaron otros veraneantes, los traerán arriba, habrá niños, mujeres de conversación superficial, se sentarán con nosotros, se mezclaran con este ambiente refinado que no les pertenece, me impedirán este goce tan ansiado, pensaba con furia real, que disimulaba metiendo los ojos en las páginas del libro. Su mujer parecía seguir concentrada en el suyo y disfrutar del calor de la chimenea.
Pero los visitantes no alcanzaron a subir. Algo sucedió que se fueron de inmediato. Vargas y su mujer se miraron nuevamente: qué suerte.
La tarde se había hecho noche hacía rato, pero no lo suficiente como para que Vargas y su mujer apagaran las luces y se recogieran en la habitación. Con todo cuidado él había entrado a la pieza, para volver con una botella, dos vasos, una tortilla de campo, un trozo de queso y una manzana. Antes de compartir la merienda se detuvo a examinar los libros del estante. Casi sin excepción se trataba de textos científicos relativos a la agronomía, que cubrían temas de aguas, cultivo de bosques, máquinas industriales, libros que se codeaban y se protegían en forma egoísta, sin dejarle el menor espacio a una materia cualquiera intrusa e indeseada.
Comían y bebían, Vargas el pan y el queso con ansiedad y su mujer la manzana, con un placer fresco, ausente de glotonería, cuando desde abajo la mujer pulsó las cuerdas de una guitarra y comenzó a entonar una melodía.

Encontrarnos tú y yo
Es un juego fantástico
El amor es más que amor
Como en un sueño mágico

Cantaba con una voz cristalina, maravillosa entre el murmullo del viento y la lluvia de la noche, una voz sin estridencias, íntima, de café concert. Una voz profesional pero inmaculada, no dañada por las tablas ni por la mentira del backstage.

Descubrirnos, tú y yo,
Palmo a palmo, idénticos
Es vivir más que vivir
Es vivir todo al máximo


Dejaron de comer y de leer y se integraron a la ceremonia de la ofrenda. Sólo podían homenajearla con su silencio y así lo hicieron.

Cariño mío, dos aguas
Van formando un mismo río
Tu sueño se va haciendo
sueño mío
Y ya no hay diferencia entre los dos
Cariño mío, cariño mío
Yo no sé vivir sin ti
No sé cómo decírtelo...

La canción culminó de pronto, bruscamente. La mujer dejó la guitarra, apagó las luces y se fue, atravesando la cocina.
A Vargas y su mujer les dieron ganas de aplaudir, pero sin ponerse de acuerdo no lo hicieron. Terminaron de comer y de beber, se levantaron de sus sillones y entraron al baño a cepillarse los dientes. Qué lindo canta, dijo ella dentro de la cama, bien tapados. Sin notas de guitarra y sin voz humana sólo quedaba el ulular del viento y un murmullo indefinible que sólo entonces se les hizo patente, un murmullo sereno y constante, invencible a los vientos y los truenos.
-¿Escuchas? -dijo Vargas.
-Sí... es como ruido de agua -dijo su mujer.
Vargas se levantó de la cama y abrió la ventana. El viento se coló como perro hambriento y con él, un torrente invisible desde la distancia.
-Hay un río -le informó. Cerró la ventana, volvió la calma a la habitación, se dieron las buenas noches, se besaron y se quedaron abrazados. Cuando ella se durmió él sacó el brazo de su cuello y le dio la espalda. El río seguía su curso en medio de la noche; el viento atenuaba sus lamentos y la lluvia declinaba hasta desaparecer bajo el peso de la imperturbable corriente. Vargas veló el sueño de su mujer hasta que al cabo de una hora logró conciliar el suyo.
Por la mañana todo cambió. Una luz violenta, de día sureño después del temporal, entró desde temprano por las cortinas a medio cerrar; el sol alumbró hasta los rincones más ocultos de la habitación y les obsequió de paso la visión de un paisaje idílico: entre los árboles nativos las aguas transparentes y verdosas del río se desplazaban majestuosamente, sin descanso, invitando a la vida. Las truchas, hambrientas tras una jornada negra sin luna, saltaban de tanto en tanto a capturar mosquitos, y las aves volaban de rama en rama, buscando alimento, trinando, llamándose entre ellas.
Mientras su mujer armaba la maleta, Vargas bajó a pagar la cuenta. La mujer recibió el dinero, casi sin mirarlo, y le agradeció con una sonrisa que Vargas aprovechó para alabar la pureza de su melódica voz. Ella asintió en silencio, bajando la vista. Cuando se marchaban, Vargas no pudo dejar de notar unas fotos sobre la repisa de la chimenea. En todas aparecía una alegre rubiecita, de unos siete años. Se la veía en un columpio, con sus padres, con su mamá, sentada con una muñeca de trapo en la falda en el banco de la terraza que daba al río.
-¡Tengo un hambre! -dijo su mujer, apenas entraron al camino despejado. Vargas permanecía mudo, como siempre. Manejó hasta Pucón, se detuvo en un café y la invitó a desayunar. De nuevo en el camino a Temuco, avanzada la mañana, ella apartó de pronto la revista que leía:
-¿Te acuerdas de la niñita, la hija de ese ingeniero? -le habló.
Vargas sintió un ligero estremecimiento al responder, que su mujer no advirtió.
-Sí, estaba pensando lo mismo.
-¿Hace cuánto fue?
-Hará unos cinco a seis meses. Algo así. Creo que fue para el Dieciocho.
-¿Sería en ese río?
-No creo que haya otro parecido por ahí.
Ella retomó la lectura y se hizo un nuevo silencio. Al mando del volante, Vargas veía abrirse a ambos lados del parabrisas un desfile de árboles, trigales, vacunos, campesinos difusos, un conjunto de verdades que iban naciendo para quedar inmediatamente atrás, muertas como fondo de légamo, recodo pantanoso de río.

lunes, marzo 29, 2010

Crepúsculo

En los minutos previos al anochecer el camino secundario se tiñe de colores melancólicos que lindan con un mundo incierto, que estremece. El paisaje se vuelve azulado y bajo esa tonalidad las paredes del estómago agrédense a sí mismas; una leve sudoración baja del cuello al espinazo y las manos se aprietan, se agarran al volante. Son minutos eternos, allí en el camino nada es seguro y nada se saca con presionar el acelerador; desde cualquier recodo salta un producto de la imaginación al parabrisas y los puños se cierran todavía más al verlo allí, pegado al vidrio como un pulpo. De nada sirve haber encendido los focos, porque los focos no alumbran. Todo lo que se puede ver con lo que se esconde más adentro de los ojos es el canto fúnebre de la naturaleza; ni siquiera la radio ayuda a matar el silencio que hipnotiza a la tierra, a las plantas y a los animales. En ese instante de angustia, lo único que se mueve es el auto.
Entonces se ansía huir, entrar en la noche, protegerse dentro del cómodo vehículo inexpugnable y alumbrar con los focos sólo aquello que resulte necesario.
Pero los minutos no pasan y los modernos tréboles de asfalto que conectan con el camino principal se retuercen en curvas que no llevan a ninguna parte. Es la modernidad que habían prometido y que se ansiaba y se aguardó por tantos años, pero cuando se le exigió utilidad con urgencia, cuando se le rogó que salvara a la mente exhausta, cuando llegó su momento, no sirvió. Los tréboles quedaron plantados en el suelo, como muestra de una civilización extinguida cuyo único sobreviviente, el conductor de un automóvil, se debate en la más espantosa incertidumbre, pues ansía llegar y no llega, ansía entrar al camino principal en el que cientos de focos y motores se le cruzarán a cada momento, lo adelantarán o lo verán pasar; ansía el sonido de las ruedas de goma que se pegan al cemento, las bocinas de los camiones frigoríficos, el silbido de los Mercedes Benz que le devolverán la vida. A cambio de sus esperanzas, pájaros, liebres y zorros son meras figuras de una estampa colgada en la pared, se miran fijamente entre ellos, paralizados, y las hojas mustias de los arbustos que les sirven de fondo transmiten abatimiento, porque no hay comunicación alguna, todo se ha perdido para siempre.
Existe una salida diferente, hay un borde del camino a través del cual se puede acceder a la autopista; ya que nadie lo está usando podría intentarse, es la última esperanza.
Y en efecto, es posible, da resultado, a pesar de la dificultad de la curva tan cerrada, con un declive que le hace al auto apuntar las ruedas hacia el cielo gris sin estrellas.
Se ha entrado, por fin; se ha llegado a las puertas de la ilusión. Y ya que nada allí es conocido, hay que bajarse del auto para saber dónde se está. Hay que pisar esa sustancia azul brillante, húmeda, limitada, plana, plagada de recovecos, como sesos de cerebro.
¿Qué es esto? ¿Adónde vino a dar el auto? Ay, si la vista pudiera elevarse un poco para saberlo. Pues la superficie vibrante y jabonosa pareciera ser la ínfima parte de algo vivo, la milésima fracción de un cuerpo a punto de actuar sobre el ingenuo visitante, el fisgón, el extranjero. Es como una materia alumbrada a ras de suelo, con la textura de una piel de mosca, o de calamar, tal vez de abdomen de araña; en todo caso una piel que alerta y horroriza, y bajo la cual se adivina un corazón que late.
Aún es tiempo de devolverse al auto y renegar de la autopista; de ser posible, volver a los comienzos. Cómo se añora la inseguridad de los campos muertos...

miércoles, marzo 17, 2010

El tren desapareció en una curva

Ella continuó sentada en el vagón. Sería la última vez que la vería. La miró a los ojos; se despidieron, ambos lloraban en silencio, sin escándalo.
Bajó al andén y se ubicó frente a su ventana, sin decirle nada, esperando que el tren se pusiera en marcha. Ella lo miraba, luego desviaba la vista, luego volvía a mirarlo. Él la miraba fijamente; había perdido la vergüenza y no paraba de llorar.
La estación estaba vacía y en el tren no viajaban más de seis pasajeros, ninguno en su carro.
El tren se puso en marcha; ambos jadearon y sintieron deseos de gritar, pero se mantuvieron cada uno en su sitio destinado, y el tren desapareció en una curva.

Hay tantos adioses en la Tierra, uno detrás de otro, sin pausa, segundero de un reloj, aplastándose las palabras y los besos como cadáveres en la fosa común, como la estrella que deja de brillar y se incorpora al firmamento en calidad de jubilada, cumplida su misión. El hombre no repara en lo que fue y cuando llega su momento estelar, lo vive como puede, alumbrado por un foco de circo de provincia, y luego entra al libro empolvado del estante.
Apenas lo tomó en cuenta un leve cortejo fúnebre.
Hubo dos o tres aplausos.
Y fue olvidado.

miércoles, marzo 10, 2010

Café árabe

Dice la señora que anduvo en silla de ruedas cuatro años, que después tomó el bastón y que ahora da pasitos. La anciana toma la palabra para recordar que el del 60 sí fue terremoto y que le extraña que la gente hable del "terremoto de Valdivia" en circunstancias que el mayor daño fue de Valdivia al sur, y que ella puede dar fe de lo que está diciendo porque vivía en Puerto Montt. La señora se va un momento a la cocina y le dice a la anciana que se siente, que es un amigo; la anciana se queda frente al hombre de lentes, quien le responde con monosílabos y le hace preguntas. Mi hijo estaba en el teatro, pero tres minutos antes salió del teatro y desde la calle vio como el teatro se vino abajo con gente y todo, llegó corriendo, su carita blanca, llorando. Qué edad tenía en ese momento. Tenía 15 años. ¡Un niño! Un niño. Todos tienen una fecha de nacimiento y de muerte, no era el día de su muerte; mi hija se afirmó a un árbol porque no se podía parar. El maremoto hizo desaparecer tres islas con gente y todo. ¿Quedó algo en pie? Nada. ¿Fue más grande este o el del 60? El del 60 fue 9,5. Dicen que fue diez veces más potente que el de ahora. Llegó hasta Ancud. ¿Cuánto demoró en reconstruirse? No sé, porque con mi marido nos fuimos a Estados Unidos. Volvimos de vacaciones diez años después y mi marido se emocionó tanto... Ahora se liberó mucha energía y ya no tenemos otro hasta 20 o 30 años. Fue el 22 de mayo, después de almuerzo. Estuvimos dos meses sin luz ni agua, en diciembre de ese año nos fuimos a Estados Unidos con mi marido, llevo 27 años viuda. La señora vuelve de la cocina y le presenta al hombre de lentes, le dice que es profesor de Matemáticas y que gracias a él su hijo que estudia leyes sacó buen puntaje en Matemáticas. Cuando abrió el cuaderno estaba vacío. Le tuvo que pasar toda la materia, de primero a cuarto medio. Cuál es su nombre, le pregunta la anciana. Miguel. ¿Mickel? No, Miguel. Ah, Miguel. Entra una joven y de la cocina aparece el hombre de barba para atenderla. Le pregunta cómo dio con la nueva dirección. Le responde la muchacha que por la peluquera de la mamá. Le dice que allá nadie sabe dónde se han cambiado. El hombre de barba se extraña: ¡Pero si todos sabían! No es tan cierto. La señora le cuenta al profesor que su amiga anciana aquí presente se cayó para atrás y que lo mismo le pasa a su suegra: se cae para atrás como una tabla. La anciana dice que son mareos producto de la presión y del mal caminar. ¿Cuánto hace que está en Chile? La anciana dice que dos años, que se vino de Estados Unidos por dos meses y se fue quedando y cuando quiso volver le negaron la visa. Ahora hay mucho drogadicto y delincuente que se quiere ir a Estados Unidos. Pero a usted, que es una dama, ¡cómo le niegan la visa! La anciana cuenta que se enfrentó al funcionario y el funcionario se ensañó con ella y le dijo en diez años le puedo dar otra visa y yo le dije ¿pero en diez años estará vivo usted?, ironía que la señora le celebra a la anciana con carcajadas. La anciana recuerda que se casó a los 14 años, tengo una hija de 72 años y el hijo de 65 y otra de 68, y cinco nietos y tres bisnietos. El profesor le pregunta de qué edad son los bisnietos. De tres años y un año. Entonces en 15 años más pueden dar descendencia, esos se llaman choznos. Y ahí termina, con la cuarta generación, porque más no se puede. Desde sus páginas, Gorki trata de inflamar mi mente con las gigantescas tareas que le esperan al socialismo, quejándose al tiempo contra la literatura burguesa y contra sus hermanos artistas que buscan refugio en la taberna y el burdel. El calor entra por el gran ventanal y se vuelve sofocante y la sala cerrada amplifica las palabras de la anciana, que cuenta de nuevo su historia de la visa y del terremoto. ¿He de volver a este café o elijo otro para la próxima vez? No puedo concentrarme, recuerdo que a Cheever le encantaba sentarse lo más cerca posible de los parroquianos, para captar sus conversaciones. Lo verdaderamente grande es que allí hay cuatro vidas que se deslizan por el arroyo, cinco con la joven que entró a comprar dulces árabes, comentó algo, pagó y se fue. En cambio yo como araña escucho y me nace la duda de procesar o no, de hacer de este momento un relato o desecharlo y dejar que se pierda en mi memoria y ahora estoy procesando, mejor dicho reproduciendo en bruto. La señora le comenta que por la mañana una amiga le aconsejó que leyera Lucas 18 y que lo tenía abierto en la página para leerlo cuando entró ella. La anciana se levanta y le da sus bendiciones a la señora, quien las replica. Cuidado con el escalón, bendiciones para usted. Cristo Jesús la colme de bendiciones contesta la anciana y al irse deja la puerta abierta. La señora toma asiento en la mesa del profesor, quien aborda el tema de lo ético que resultaría desalojar a los inquilinos del departamento para que lo habite la familia propietaria, que ha resultado damnificada con el sismo. No es un tema legal, es un tema ético. La señora está de acuerdo. Se tratan de tú. Ejemplifica el profesor que por un lado hay una necesidad y por otro un perjuicio y concluye que es como desvestir a un santo para vestir a otro, entonces la señora dice que si es un buen arrendatario la cosa se complica, ambos ríen porque descubren la humana debilidad que encierra ese argumento. Nadie es perfecto, todos estamos llenos de imperfecciones, había profetizado la anciana durante su largo monólogo. El profesor dice que si el vándalo entra y uno lo mata de un balazo y después lo arroja a un edificio vuelto escombros, nadie le va a hacer una autopsia, porque es muy difícil que les hagan autopsias a esos muertos, pero queda el problema ético. La señora recuerda que cuando hizo un curso le recomendaron, pero no está segura, que dejara un pie del vándalo adentro de la casa, porque ahí se prueba la defensa propia. Porque es defensa propia. Sí, es defensa propia, convérsalo. Dice la señora que su papá tenía dos minas de oro en Andacollo y lo estafaron. Su mamá era joven y estaba en la oficina cuando entró un ladrón y ella lo apuntó a los ojos y el ladrón salió arrancando, mi mamá andaba siempre con la pistola en la cartera. Tu mamá era de armas tomar, literalmente, dice el profesor. Una vez entró un joven de unos 23 años, bien vestido, casi buen mozo, y preguntó por Michel. Mi hija le dijo que había salido, tenía 17 años, y el joven dice que lo va a esperar y se ponen a conversar. Como a la media hora le pide un vasito de agua y saca dos aspirinas, ya había visto todo. Mi hija fue a buscar el agua y él cerró con llave, pero había un pasillo lateral, entonces apareció mi hija y lo levantó de la solapa y el muchacho salió disparado, dejó botados los billetes y los cheques, y entró una vecina y dijo yo vi todo, era delgada pero tenía mucha fuerza mi hija. Tiene mucha fuerza, subraya el profesor...

martes, marzo 09, 2010

El Lucho tonto

Mis incursiones a la población Sewell no pasaron de unas cuantas, a pesar de emplazarse apenas a una cuadra de mi casa. Mi mamá nos decía, no recuerdo exactamente sus palabras pero el sentido era ese, que allí vivía gente de inferior condición social. Aunque jamás nos prohibió ir a jugar a sus espacios abiertos de tierra dura, en los hechos su sentencia se nos marcó a fuego en la conciencia y con el Vitorio optamos por el paisaje como de cementerio de la plazuela Simón Bolívar -que se nos parecía- o por la canchita de tierra a orillas de la línea del tren, detrás del quiosco del tío Pablo, en la esquina de Bueras con Millán, donde las clases sociales se unían alrededor de una pelota.
Es difícil concluir, incluso a mi edad actual, si lo de mi madre fue un prejuicio o una verdad, pero aun hoy, por más que trato de desterrar esa idea, pienso que sus dichos sobre ese pequeño mundo encerraban algo de cierto.
En los bloques de tres pisos que conformaban la población Sewell vivían los mineros y sus familias. Mi mamá comentaba al volver de las compras, con una mezcla de burla y pica, que las mujeres de la población Sewell (así las llamaba: "las mujeres de la población Sewell") ordenaban a grito pelado tres kilos de posta en la carnicería mientras ella pedía sólo medio kilo, en voz baja pero digna. La mesura, en todo orden de cosas, fue la directriz que gobernó públicamente su manera de ver la vida; de allí que en privado sus bromas fuesen tan destempladas y hasta vulgares.
Recuerdo que una noche, para darme importancia, fui a la población Sewell a jugar con una araña peluda que habíamos cazado en el cerro San Juan de Machalí, consciente de que en mi propio círculo no tendría público. La saqué del envase de vidrio y la eché a caminar en la tierra, bajo un farol. El sector se llenó en minutos; luego la guié con un palito al envase y me la llevé a la casa. Otra vez seguí toda una mañana a un niño que tocaba la armónica, implorándole que me la prestara un minuto, pero eso ya lo he contado. Y una noche perdí un montón de bolitas de piedra cuando una pandilla pasó por el hoyo gritando ¡Matagato!
La población Sewell de esos tiempos era un conjunto de emociones básicas, instintivas, nacidas del fondo de algo incierto y corrompido que mi sentido de las cosas despreciaba -siguiendo el buen ejemplo de mi madre-. Las mujeres se pegaban a sus novios en rincones sombríos, los borrachos levantaban la mano dentro de sus muros, donde eran amos y señores; los niños se sacaban malas notas y no hacían las tareas. Obedecían no a sus nombres sino a sus apodos, en los que siempre se colaba la letra che. El Muchilo. El Chamelo. El Cochefa. Yo era el Chiruguín. Y estaba el Lucho tonto.
El Lucho tonto poseía una figura alta que a primera vista provocaba un sobresalto. Encontrarse por la noche a boca de jarro con su deficiencia mental, su sonrisa de dientes cariados y bigotillo adolescente, todo enfundando en su eterno abrigo negro, era para salir corriendo. De hecho me costaba mantener el aplomo y responder a su saludo. Parecía que en cualquier momento se me iba a arrojar encima. Pero no había nada que temer. El Lucho tonto era un manso cordero que iba siempre a la saga de los demás, arrastrando su abrigo, riendo burlonamente de cualquier cosa, penúltimo de un grupo que completaba el Terry, el perro de la población. Era extremadamente generoso y más de una vez me convidó un Cabañas, esos cigarrillos ovalados de filtro falso que ya no existen. Religiosamente, cada 1 de enero pasaba por las casas, entre doce y media y cuatro de la mañana, deseando feliz año nuevo a sus vecinos "de la otra población". Daba unos abrazos apretados que los mayores recibían y devolvían con alegría. De llapa le convidaban ponche, y de la última casa lo iban a dejar.
Una inteligencia limitada como esa poseía una memoria extraordinaria para retener los argumentos de las películas mexicanas que veía una vez a la semana en el Teatro Apolo. Solía llenarles tardes completas de tedio a los vecinos que huían de sus casas y se instalaban en el quiosco para enterarse del acontecer del barrio y disfrutar del sol de invierno. Iniciaba su relato con la música que acompañaba a los créditos y lo terminaba cuando el cine encendía las luces para dar paso al intermedio; luego lo proseguía con la segunda película y lo finalizaba con la tercera, todas no resumidas sino contadas en su integridad, magistralmente, con el escaso vocabulario del que era dueño. Los mineros de franco y los jubilados reunidos en el quiosco reían a carcajadas con su estilo y felicitaban a su crédito local.
Acabada la función, cada uno retornaba a lo suyo y frente al quiosco sólo quedaba el Lucho tonto, celebrándose su genio.

martes, febrero 09, 2010

Pequeño cuento sobre la declinación de la poesía

Un cuento sobre la declinación de la poesía requiere de un personaje desfasado en el tiempo, el poeta, y debe centrarse en el momento actual, tan diferente del que nos recuerdan los versos de Homero.
El poeta sería un hombre joven, pero pasado de moda, porque la poesía ha pasado de moda. Imaginémoslo flacuchento, de pelo ensortijado y mirada ida. Y desde luego, pobre. Los grandes poetas siguen existiendo y los grandes poemas también. Mas, ¿quién lee poesía? Una elite cada vez más insignificante y, peor aún, insustancial, enredada en sus propios problemas, de escasa influencia. ¿Cuándo fue la última vez que un libro de poemas cambió a un pueblo?
El poeta de este cuento, que representa a quienes hoy se hacen llamar poetas, lucha contra los titanes que devoran sus metáforas: el cine, la TV abierta, de cable y satelital, la radio, internet, la telefonía móvil, twitter, blog, facebook, I-pod, I-pad, MP-3 y MP-4. Ahora los simples mortales ven, oyen, hablan, escriben y se comunican desde cualquier parte del mundo. Todos saben objetivamente lo que hace y piensa el otro, materia reservada en los tiempos antiguos a la intuición del poeta. Así, sus versos suenan a naftalina o en su defecto no se diferencian gran cosa de las palabras que puede decir cualquiera o a las que cualquiera puede acceder. La carta de estampilla, sobre y esquela perfumada ha muerto.
Una tarde el poeta se declara derrotado y arroja sus versos al río; en este caso, para que el cuento tenga un sabor local, al Mapocho. El río se lleva los poemas y el poeta se marcha con su rabia y su pena, que es una pena y una rabia similar a la pena de Hölderlin, a la pena del Hombre, sentimientos en nada opuestos a los que experimentan sus vástagos, quienes los expresan a la usanza actual, con versos libres, escribir por ejemplo toy achakao, no me dejí, me cagaste weona pero igual te kero, me las vai a pagar yegua culiá, el Jhony lo tiene iñi piñi y otras románticas divagaciones.
Al anochecer, sentado ante una mesa del barrio Bellavista en la que sus amigos beben cerveza Escudo de litro, el poeta sufre una alucinación. Descubre que el único titán contra el que debe blandir su espada es La Máquina que iguala y embrutece, y lo proclama a los cuatro vientos. ¡La Máquina! -grita, desaforado- ¡La Máquina! ¡La Máquina!, hasta que alguien de la mesa de al lado le pide que guarde silencio con un eufemismo expresado en alta voz: hagan callar al loco culiao.
Sus amigos lo dejan en su cuchitril y allí se duerme, completamente borracho.

lunes, febrero 08, 2010

Un hombre de fe, un hombre sin fe

En aquel pueblito destacaba la presencia de dos hombres: un hombre de fe y un hombre sin fe. El hombre de fe consumía cada uno de sus días, con excepción del domingo, en arduo trabajo. Al amanecer se encomendaba a Dios, al atardecer agradecía los dones recibidos y de noche dormía plácidamente. Era un hombre de bien y eso se reflejaba en el aspecto de su casa, en su hacienda, en su familia y en su jardín.
En la propiedad contigua vivía el hombre sin fe. Entrar a su mundo equivalía en la práctica a meterse en un corral de animales: todo se hallaba esparcido, impresionaba la grasa pegada al aluminio de las ollas. Las camas sin hacer y los envases vacíos de sopa instantánea alrededor del cubo de la basura acentuaban el caótico panorama. Allí el atardecer no era diferente de otras horas, y la noche y el amanecer constituían simples fracciones de su jornada. Y era sin duda hombre de bien, pues a nadie hacía daño.
El hombre de fe rezaba por él en las noches, a pesar del desagradado que experimentaba su familia al seguir sus oraciones cuando llegaba ese momento de la plegaria.
Que Dios lo siga protegiendo, rezaba. Amén, remataban a farfullos los demás.
Al momento del descanso junto al fuego los niños solían pedirle a su padre que les contara historias. Esa noche les contó la siguiente:
"Dios expulsó al hombre del paraíso y condenó con feroces plagas al que quisiera volver a levantarlo a partir de sus ruinas. Les mandó insectos que se tragan las cosechas y bacterias que se burlan de los antibióticos, hizo a la especie defectuosa, predestinada, con enfermedades escritas en el organismo al momento mismo de nacer, instaló la rueda de la fortuna en la torre de cada villa que habita, para que el hombre nunca la perdiera de vista; le planteó el espejismo de la libertad, riéndose a mandíbula batiente de sus ideologías, le propuso el hábito que adormece y la acumulación heredada que lo hace zángano, y legó la muerte como descanso".
Los niños lo miraban desde el suelo, angustiados, a punto de llorar. El buen padre continuó:
"Pero Dios se apiada del hombre y de vez en cuando le envía a un santo, que está por encima de la faz de la tierra. Él vive acorde con la naturaleza y habla con los pájaros, y morirá tan pobre como nació".
Los niños se alegraron y la historia terminó. Era tarde; se fueron a dormir, marido y mujer en una cama y cada niño en la suya, cubiertos con pieles de ovejas. Ajeno a todo acontecer, el hombre sin fe permanecía en un rincón de su cabaña, con los ojos abiertos en la oscuridad, y tiritaba de frío.

miércoles, diciembre 30, 2009

¡Puta máquina!

No debe de haber hora más penosa que la de la muerte. Nada ha de compararse con ese momento que alguna vez nos llegará. ¡Pobre entonces de las personas sin fe! La única compañía que tendrán será su dolor. Aunque estén rodeadas de cariño, sólo a aquél atenderán. Reinará en el estómago o los pulmones, el esófago o las vértebras. Hará parecer que la vida entera no tuvo sentido, que absolutamente todo no fue más que una pesadilla y hará abrir los ojos con horror al expirar.
Una noche de invierno comencé a sentir ruidos en la casa de al lado. Primero fue un arrastrar de pantuflas, luego el clic de un interruptor, luego una silla que se corría y luego un murmullo en el teléfono. Toda la cuadra sabía que el vecino se moría de cáncer, menos él. No había sido un hombre santo, pero eso ya no importaba. El pesar del barrio era solidario ante su hora final.
La ciudad dormía en silencio; sólo en aquel hogar se adivinaba agitación. Los pequeños ruidos nocturnos se fueron agregando. Alguien encendió la luz del comedor, otra persona volvió a discar el teléfono y una tercera iba y venía por el pasillo. Una suave llovizna caía del cielo y los pájaros no se movían de sus nidos.
A lo lejos se escuchó el desplazamiento de una ambulancia. Las gomas de las ruedas gimieron al doblar la esquina, el ruido del motor se multiplicó y cuando el conductor aplicó los frenos frente a la casa del vecino parece que lo hubiese hecho con el fin de molestar. Las puertas del vehículo se abrieron. Dos piernas corrieron al timbre, otras dos se dirigieron a la parte posterior de la ambulancia y sacaron una camilla que golpeó brutalmente la acera. Las ruedas chirriaron, subieron por la baldosa del antejardín, y entraron. El motor ronroneaba mientras la camilla corría al dormitorio, como Alien buscando a su presa, cual aplanadora ciega, insensible. Así como entró, salió, encabezando ahora un cortejo de llorosos familiares y llevando a cuestas a la víctima, un hombre que gritaba, angustiado y sin ninguna dignidad: ¡Puta máquina! ¡Puta máquina!
La ambulancia inició su viaje de vuelta, seguida por un automóvil; las cortinas curiosas de las casas vecinas volvieron a su sitio y las luces de las ventanas se fueron apagando, al igual que los murmullos que venían de adentro. En menos de un minuto la cuadra entera estuvo otra vez en silencio.

domingo, diciembre 27, 2009

Debí ser músico

Debí ser músico, pianista. Por las mañanas habría tomado el café en los comedores del hotel, con un diario extranjero en la mano. Perdida la noción del tiempo, de vez en cuando sacaría una servilleta y dibujaría notas en un pentagrama hecho a la rápida. Galoparía con los dedos en la mesa y corregiría algunas de las notas. El café se habría enfriado, pero eso sería lo de menos.
En mi habitación no habría guaguas llorando ni ropa sucia encima de la cama ni habría oscuridad; en la cocina no habría un basurero repleto de envases de yogur, cáscaras de plátano y huesos de pollo y los ángulos de las piezas no estarían blanqueados por telarañas.
Pasaría mis mañanas en el teatro, ensayando frente al piano. De reojo vería desde el escenario la platea vacía, en sombras, misteriosa. Debussy, Bartok, Ligeti significarían la mitad de mi vida y las variaciones Goldberg, la causa de mi frustración. Pasearía a Brahms, Schumann y Chopin por el Metropolitan, el Musikwerein, el Teatro de la Ópera. Sería capaz de retar a duelo a quien sostuviera que Gavril Popov no fue más que un curadito. ¡Ay del que lo diga!
El miedo a la locura, el aturdimiento ante la nada, el amor perdido me sumirían en desgarradora melancolía y de pronto los vuelos entre Lisboa y Buenos Aires se me antojarían vacíos y el marfil de las teclas frío, cruel, burlesco. Querría renegar entonces de la música y huir en citroneta a un pueblito de provincia donde me acogieran una esposa, tres hijos y una nieta. O anhelaría la utopía de una rutina semanal de supermercado y shoping, de visitas al doctor, clases de catequesis, cuentas de Falabella y rojos en las libretas: esos serían los sueños imposibles que soñaría antes de comenzar a estudiar en los ensayos y antes de que mis labios bebieran de la copa de vino blanco sobre el piano.
Luego, seguramente, me reconciliaría con las teclas y las besaría con mis dedos y entonces el pensamiento sería sonido que conduce a unos laberintos sin olores ni sabores ni colores, las tierras del paraíso.
Debí ser músico, pero no lo fui. Dios me expulsó de sus dominios y me ha obligado a trabajar. Trabajar. Trabajar.

jueves, diciembre 24, 2009

Childe, el extra del espacio (cuento corto con epílogo largo)

Un cometa pasó por la Tierra, una filóloga lo descubrió y lo bautizó Childe. ¿Por qué una filóloga? Pudo haber sido una maestra, una sicóloga, una obrera, una estudiante, una dueña de casa. El caso es que fue una filóloga y sobre eso no hay más que hablar. Se amaron con ese amor irracional que se da una vez en un millón entre un cometa y una filóloga. A pesar de ciertos gestos malintencionados, nacidos sobre todo de hombres y mujeres corroídos por la envidia, nadie pudo decir nada. Por las noches ella le tocaba el violín; el cometa le respondía con guiños picarescos.
¿Cuál es tu mayor deseo?
Besarte.
Niña loca.
¡Volaré hacia ti, con o sin Dios que me cuide!
¿Si bajo a tus tierras me amarás allí mismo?
Sí, sí, sí... ven.
El cometa, aunque no quisiera, seguía volando tal como le ordenaba el destino. Luego de orbitar el Sol y de vuelta a la negrura de la elipse, su atmósfera luminosa se empezó a gastar. Apenas hablaba; por cada dos palabras que decía descansaba tres.
Meses después el mundo lo olvidó. Esa última noche, cuando el puntito borroso se perdió en medio de la nada, la filóloga estalló en lágrimas y lo hizo a un lado de su vida, aunque hay quienes creen firmemente que lo sigue amando.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado
Quien me lo contó no es el mismo que este epílogo dejó
El uno vive entre las musas, dichoso y animado
El otro la esperanza en un bolsillo roto se guardó

Epílogo

La vida sigue para todos. Para la filóloga, para el cometa Childe y para el mundo. En secreto, ella dedica cada noche un minuto de su sagrado tiempo a elevar su carita hacia las estrellas. Entonces vuela y sus mejillas se ruborizan con la fricción y el pelo le ondea como bandera en un faro de los mares australes. Con su magia alcanza a su cometa, lo acaricia y se declara su esclava y su dueña, imagina que él la mira y la abraza y hasta la besa y ella se siente acogida, entre algodones, pero también lo recrimina con dulzura, por qué te fuiste, por qué me dejaste, le susurra mientras le besa su cuerpo encendido de cometa furioso, creíste que yo era el Sol, me creíste la Luna y te engañaste, yo sólo era una soñadora que te vio, te descubrió, sólo eso, no más, no soy el Sol ni soy la Luna, sólo te amo mi cometa y te beso y te beso a ti, no a otro, eres tú el que me despierta en este mundo gris y eres tú la belleza y mi Dios, el destino, mi sueño de amor, mi fantasía astronómica, mi cielo y mi rey, y desearía que toda la vida fuese este momento, que no hubiese amanecer y que estos segundos fuesen infinitos como los son en el verdadero espacio.
El cometa, muy lejos de esa imaginación, a años luz de ese instante de dicha melancólica, se sigue alejando de la Tierra, se adentra en profundidades nunca vistas, nunca sentidas por ser alguno, con la oscuridad total y un fondo de estrellas por compañeros, como si fuese volando dentro de un inmenso estómago de paredes de cuero invisible, sin siquiera una ligera brisa que pase por su lado ni un referente que le indique que avanza a una velocidad prodigiosa, de forma tal que vuela la imaginación de la filóloga, se exalta y se estremece, mientras el cometa vuela de verdad pero parece que estuviera suspendido en el infinito, sin ir ni hacia atrás ni hacia adelante, ni hacia arriba ni hacia abajo, porque en el espacio no hay arriba ni abajo ni atrás ni adelante, sólo oscuridad y un frío que al cometa lo reduce y le apaga la pluma de pavo real, dejándolo convertido en una bolita de hielo; avanza solitario por el mismo cielo en que los hombres insensatos imaginan moradas de dioses, almas disfrutando del paraíso, muertos esperando volver a la Tierra, espíritus que nacen y bajan, espíritus que vienen subiendo, fuerzas malignas que gobiernan ciertas almas, fuerzas buenas a las que algunos rezan; mas para el cometa no hay dioses visibles ni almas de difuntos, la divinidad es un concepto que no tiene sentido en este mundo inhabitado, a pesar de que él mismo es un mentís a esa apreciación, pero cómo saberlo si está solo, cómo darse cuenta de su presencia si está solo, cómo explicarse la vida si nada se mueve y nadie le muestra nada, ni siquiera una sonrisa, aunque fuera una sonrisa; pareciera estar hundido para siempre en esa inmensidad negra y absurda hasta que de pronto miles de aerolitos desorientados pasan buscando otros rumbos y el cometa los intuye cuando desfilan a diez mil, a cien mil kilómetros de su ruta y al sentirlos en su loco andar por el firmamento recuerda que está vivo y que se mueve, siente que él mismo va hacia un lugar, hacia alguna parte, eso se lo han indicado los meteoritos, y recuerda vagamente que su existencia tiene o tuvo por unos días una misión, pero bien pronto, en cosa de minutos, vuelve a navegar solo en el vacío, terriblemente único y sin otro destino que dejar atrás Saturno y Urano, Neptuno, Plutón; no hay más destino en su delirante peregrinar, es como un protón girando en torno al núcleo, no hay belleza en su destino, la belleza le es ajena en este éter de angustia metafísica sin parámetros estéticos, muy diferente es el Cielo desde la Tierra que el Cielo desde el Cielo y así lo entiende y por ello nada espera, no enloquece de nada esperar porque en el Cielo es lo mismo un segundo que cien años, todo da lo mismo, su destino inexorable es ir hacia la nada, traspasar los límites del sistema solar hasta que un día cualquiera de un siglo cualquiera su orbitar errante le regale de nuevo la esperanza al mirar de frente al Sol, cuerpo lejano, estrella creciente, creciente, que lo llamará y lo calentará y lo hará revivir, encenderse, le hará renacer su cola gaseosa y será otra vez el cometa alegre y viril que advierte movimiento y vida, cambios, grandes esperanzas, y su rostro se iluminará al divisar la Tierra y su gente, los niños corriendo por las calles mientras elevan sus propios cometas; se iluminará al ver los zorros en los campos, las truchas saltando en los arroyos; buscará entonces irracionalmente la carita de su amada, sus ojos de musa, sus labios húmedos, su belleza infinita, pero allí habrá un vacío inmenso no llenado por nadie, porque el hada que le dio vida a su alma de cometa será un recuerdo, un fragmento de recuerdo, miles de versos en un libro, una efigie, y así aunque habrá visto humanos desplazándose en sus autos y delfines surcando los océanos, para el extra del espacio todo no habrá sido más que un regreso nostálgico, un remake cinematográfico de mala calidad, porque los años no habrán pasado en vano y esa alegría aparente, ese espejismo del paso por la Tierra se diluirá entre vagas sensaciones de tristeza y dolor, de debilidad, de vejez, y su mismo tamaño será más reducido aún, y su cola ya no flameará como lo hacía el cabello de la beldad a quien amó sino que será una cola delgada y corta que irá liberando su energía hasta que a la siguiente vuelta o a la subsiguiente o a la enésima vuelta el cometa furioso querrá proclamar su nombre al divisar la Tierra, querrá saludar desde lejos como lo hacen los grandes cometas pero nadie se asomará a las ventanas, nadie reparará en su imagen, no habrá niños en las calles ni zorros en los campos ni truchas en los ríos, en su lugar efluvios vaporosos, grietas, hedor de volcanes moribundos, caricaturas de bunkers, ruinas de la gran muralla china, y esos pocos meses que han sido últimamente la única esperanza de su vida de cometa, esos meses tan extraños en que pasaba cerca del planeta del amor y de la vida serán tiempo perdido porque sin su amada no hay amor pero sin vida no hay nada, y entonces la turné matemática del cometa se volverá descabellada, necia, incoherente; ni siquiera el Sol se tomará la molestia de tragárselo porque ya no quedará casi nada de su cuerpo de cometa, apenas un kilo o dos de materia que se irá consumiendo con el paso del tiempo, como se consume una enana blanca en la galaxia, un libro en el estante, el metal oxidado, un perro muerto en la basura...

miércoles, diciembre 23, 2009

La multitud

Los rostros desafían a mi memoria en la escalera mecánica del Metro. Mientras la multitud y yo vamos subiendo, otra multitud viene bajando. Los miro uno a uno, hago un esfuerzo por retener todos los rostros. Cuando piso el Paseo Ahumada trato de recordar los que me llamaron más la atención, como tantas veces lo debió de hacer Fellini en las calles de Roma. Surgen uno o dos, tal vez tres. La figura perfecta de un asesino. Un deforme. Un hombre sin dientes. Una dama de lascivia reprimida. Los demás ya han desaparecido, no existen. Y la multitud que venía conmigo se dispersó. De nuevo estoy solo.
Las personas caminan de un lado a otro, como buscando algo de prisa. ¿Quién soy yo para ellas? Al llegar a las esquinas no respetan los semáforos y en el ancho Paseo cada uno construye su propio camino, con senderos, cruces y diagonales invisibles en los que suele triunfar el más rápido, el más fuerte.
Una chica que emerge como una ola atrapa mi atención y mis ojos la siguen hasta que otra ola, la tela de un abrigo masculino, la cubre. Surge de nuevo más allá, desaparece y vuelve a salir de pronto, hasta que el mar se la traga para siempre. Me dejo llevar entonces por un hombre con una cicatriz, por otra chica que dobla hacia Agustinas, por un traje bien cortado, por un perfume, por el acordeón de Enriquito.
Un malestar, producto del exceso de estímulos, se va adueñando de mí. Pienso que si no estuviera aquí y una bomba arrasara con este montón de gente yo no sentiría nada. Descubro que casi lo deseo. Habría menos habitantes y menos problemas. Viviríamos en una ciudad sin esmog, sin tacos, como en las provincias; sin muchedumbre, sin rostros amenazantes, vacíos, violentos. La muerte de mil, de diez mil personas sin nombres y sin historias no tiene mayor importancia.
Yo tampoco importo para ellas. Yo sólo consigo ser alguien en la mesa redonda de trabajo, en el café del frente, en el saludo del quiosquero de la esquina, en las lentejas con queso rallado que me sirve mi mujer y en la ilusión de mi pequeña cuando me pide láminas para su álbum. Aquí en el Paseo estoy solo, pero a mi funeral irán ocho, diez, y eso ya es bueno. Los verdaderos solitarios son los pobres que vagan entre la muchedumbre y hacen de la muchedumbre su hogar. Los locos, los drogadictos, los alcohólicos y los mendigos que duermen a los pies de una iglesia, los que no tienen a nadie y viven del amor que les puede prodigar la multitud.
Sea de ellos el reino de los cielos.

lunes, diciembre 21, 2009

Mirándome al espejo

Tal como lo reflejan ciertos mitos, mirarse al espejo es un acto en último término femenino, porque en su esencia lo femenino es belleza y lo masculino, energía o acción. La belleza es pasiva, ha sido creada, es un fruto que se contempla, se admira y en lo posible se devora; la acción es un toro que acomete, puja y crea, no mira hacia los lados. No por nada el Dios de la Biblia hizo primero a Adán y de su costilla, a Eva. Si la mujer hoy se ha masculinizado y el hombre feminizado, se debe a que la mujer desarrolló su enérgico potencial creativo y el hombre colgó la espada y cayó en la tentación de sentirse objeto digno de contemplación y deseo. Un autorretrato es la síntesis de los géneros.
¿A qué viene todo esto? A que esta mañana asumo mi parte femenina, mi neurótica parte femenina, y parto mirándome al espejo.
Estoy bonito. Me vuelvo hacia un lado y al otro. Me encuentro viril, interesante; si me pintara los labios la imagen sería aún más interesante, por lo grotesca.
El vidrio refleja una mirada certera y la luz del baño no proyecta sombras demasiado intensas bajo los ojos, de tal forma que esas bolsas que me han aparecido últimamente no deforman mi rostro maduro. Definitivamente puedo salir a la calle sin problemas.
En el Metro me veo otra vez y aún me gusto más, porque las ventanas de los carros nuevos proyectan una figura alargada, y yo creo que me veo mejor alargado que normal. Pienso que los obesos tendrán la misma opinión mía al mirarse, castigados como están desde hace décadas por la sociedad.
En el trabajo acudo al baño y al momento de lavarme las manos me topo de nuevo conmigo. Ahora estoy asombrosamente feo, aunque mi esencia no ha variado. Las luces cambiaron, es verdad, y el pelo lavado se me secó. Pero no es eso. Es algo más, indescriptible, lo mismo que hace que no me reconozca en una fotografía o en una grabación con mi voz, a pesar de que todos los demás digan lo contrario. Esto querría decir que yo no soy yo o que el verdadero yo no es tal como yo creo, sino como dicen los otros. Por ejemplo, cuando me miro al espejo ¿soy yo, realmente, o soy quien quiero ser? ¿Esa mirada es la que siempre ando trayendo, o está fabricada especialmente para mirarme al espejo? Yo sé que soy bueno, pero los demás ¿lo saben? ¿Cómo sé con tanta seguridad que los demás son pesados o superficiales, o que son feos? ¿Por qué dictamino sobre la faz de la Tierra y digo este es feo, este es bonito? ¿Acaso los que yo dictamino que son feos se sienten feos? ¿No se sentirán también como yo, bonitos de mañana, feos por la tarde, bonitos en la noche? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan bonitos, bonitas? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan feos, feas? ¿Podría vivir normalmente alguien que siempre se sintiera feo? ¿O la naturaleza impuso para estos casos la fórmula del espejismo? Si fuese así entonces todos, creyéndonos lindos, seríamos realmente feos.
Aunque respondiera a esas preguntas no solucionaría el dilema de este momento. Algo pasó en mi cara que en la mañana era bonito y en la tarde soy feo y posiblemente en una hora vuelva a ser bonito. Los labios sensuales ahora son parte de una boca de poto. Los ojos inyectados de furia se volvieron globos blancos, marchitos, de viejo pusilánime. Las líneas de carácter, huellas de carreta que anuncian la muerte. Y ese pelo, ¡tan blanco!, ya no es el de un galán cincuentón, sino hilos cosidos a una calavera abandonada en un cementerio de provincia.
Tenía nueve años cuando una tarde, apurado entre juego y juego, entré al baño oscuro y me miré al espejo. Anhelaba ser mayor, como los oficinistas del banco, pero nunca crecía: cara redonda, ojos grandes, pelo de chuzo, siempre igual. Chico. Me lavé las manos, me eché agua al pelo y salí de nuevo a correr.
Ese recuerdo me dejó marcado porque logré detener la vida durante unos segundos. Casi cincuenta años después, cumplido el sueño, me pregunto, Hamlet de tercera mano ante el espejo: ¿Era esto a lo que aspiraba de niño?
Pero esa no es la duda. La duda es, llegada la noche, nuevamente solo ante el espejo: ¿Por qué a veces feo y otras bonito? ¿Por qué me miro tanto?

martes, diciembre 15, 2009

¡Huasca atrás!

Por las noches salíamos a esperar las victorias. Subían por Ibieta hacia el centro; venían de la estación, de la Braden, de los bares aledaños a la Braden, de los prostíbulos de Maruri. Me fijaba en sus números, mi favorito era el 53. Cuando cumplí 53 años recordé esos coches de mi niñez y podría decirse que el 2006, entero, fue para mí un año de nostalgia. A los ocho años, mientras esperaba con mis primos la aparición de las victorias, jamás habría imaginado llegar a esa edad. Cuando tuve 18 recuerdo que elaboré una sentencia, nunca supe destinada a qué: vivir más allá de los 40 es gastar oxígeno, todo lo que suceda después de los 40 está de más. Ahora me parece que tener 53 no es ser tan viejo y que los 40 sencillamente son la plena juventud. De haber sabido que los 53 quedarían incluso atrás y se mirarían con envidia y que mis mejores años están siendo precisamente estos, me habría otorgado a mí mismo el título de viejo conformista, que anda demasiado cerca del otro, viejo de mierda. Tal vez con no poca razón.
¿Cuándo se es más feliz? ¿Cuando se aspira a oír el sonido de un huascazo que a la vuelta de la esquina anuncia la aparición de la victoria o cuando se recuerda ese momento?
Hay dos grandes tipos de felicidad. La de una emoción que hace latir el corazón es insuperable, mas la que vivo en este instante, sentado ante las teclas, diría que casi la iguala. Construir frases reviviendo momentos me hace inmensamente feliz, pero esos momentos me recuerdan, oh paradoja, que la vida que provoca emociones está afuera y depende de la relación que surja entre mi persona y las demás, entre yo y los árboles, yo y el lago, yo y el crucifijo, yo y la memoria. Se vuelve entonces al sano aislamiento, lo exterior desaparece y el hombre se consume en sus fantasías.
Sospecho que el lector quiere acción. Y la tendrá. Decía que con mis primos esperábamos a las victorias, de preferencia en las noches de verano. Intercambiábamos frases con el Amadeo y el Mosta, los vecinos de la casa del frente, y nos disputábamos la acera con las cucarachas que salían a ramonear. No nos daba asco pisarlas con las sandalias para ver fluir su sangre blanca, la leche le llamábamos. Sentados ante la puerta veíamos desfilar a los últimos transeúntes con ese paso urgido que suena más fuerte, cuando de pronto nuestro corazón experimentaba un vuelco. Aunque invisibles, las que se oían de lejos eran indiscutiblemente pisadas de herraduras contra el cemento. El destino se decidía al final de la cuadra: el coche podía continuar por San Martín hacia el norte o enfilar por Ibieta hacia el centro. Si pasaba de largo, experimentábamos una ligera frustración; si doblaba, no había tiempo que perder. En segundos estaba ante nosotros y el cochero, que era hombre avezado, adivinaba nuestra intención con sólo echarnos una ojeada. Había que correr detrás, saltar a la suspensión de las ruedas traseras, afirmarse en esa combinación de travesaños y comenzar a disfrutar del viaje hasta un máximo de cincuenta a cien metros, para de allí devolverse al puesto de guardia.
Los cocheros se asemejaban a lo que no debía ser la mujer de César: no eran hombres malos, pero lo parecían. Creo que cuando escuchaban de otros niños el grito "¡huasca atrás!" se sentían obligados a representar su papel. Una de esas noches en que viajaba de contrabando en el soporte, el huascazo me dio de lleno en la cara, pero hasta hoy me suena a un golpe dulce, aunque sorpresivo: el miedo me hizo saltar a la calle y volví lamentándome, sobándome el rostro y haciéndome la víctima, ante la risotada general.
Mi hermano tenía un compañero de curso que era hijo de un cochero. Era como decir el hijo del carbonero. Al hijo del carbonero le decíamos Papá barata y era un niño gordo y feo y extremadamente bueno y dulce, todos lo queríamos. El hijo del cochero creo que se llamaba Toro y su padre lo convertía el día de la fiesta de disfraces en el personaje de la Escuela 1. Lo hacía desfilar sobre un caballo lujosamente ataviado y lo vestía de árabe con joyas y turbante. Los 364 días restantes del año era el hijo del cochero, pero ese día, ante tan desmedida representación, no cabía otra que doblar la cerviz.
Una noche sentimos el ruido de una motoneta. El conductor paró ante nosotros, se sacó el casco y nos invitó a dar una vuelta a la manzana, uno por uno. ¡Era el tío Isidoro!, que pasaba a lucir su nueva adquisición. No era una Vespa ni una Lambretta, sino una más grande, lo que concordaba perfectamente con su estilo.
Cuando llegó mi turno me puse el casco, me agarré a su cuerpo, rugió el motor y salimos disparados. El viento silbaba en torno a mí, la motoneta se tragaba de un bocado al mundo tenebroso que nos rodeaba y amenazaba con matarnos, se inclinaba en las esquinas con real desprecio a las leyes físicas y a la vida, adelantaba fácilmente a las ridículas victorias y de pronto estuve abajo, ante la puerta, intentando pensar en lo que había sucedido.

sábado, diciembre 12, 2009

El hombre mediocre

El hombre mediocre tuvo una casa mediocre, un hogar mediocre, unos hijos mediocres, un trabajo mediocre, un país mediocre. Alguna vez le palmotearon la espalda y lo subieron a un podio, pero cuando miró desde la altura vio a gente como él y no sintió alegría.
Sintió pena.
El hombre mediocre quiso destacar y no pudo, porque era mediocre de nacimiento; le faltaba inteligencia.
Dios, para condenarlo más, le echó algo de sensibilidad en el cerebro y se lo batió bien batido, de tal forma que cuando vino al mundo ya traía una revoltura.
Estaba frito.
El hombre mediocre fue niño alguna vez y como todos sus amigos, soñó con ser grande y luminoso como una estrella. Todos fueron creciendo mediocres y hoy se juntan de tarde en tarde para recordar sus buenos tiempos. Los demás creen que han triunfado, porque son mediocres inconscientes, en estado puro.
Grandes de corazón, ciegos de la mente.
El hombre mediocre está angustiado porque envidia a los famosos y no quiere ser como ellos, porque recibe cariño de su gente pero no se siente bien. Quisiera estrangular a la famosa rubia del Mercedes, pero ¡ay si lo invitara a subir! Desearía comer el pan, beber el vino y luego limpiar la copa con un pañuelo, pero vienen las arcadas.
Está en problemas.
El hombre mediocre hace girar al mundo, levanta las casas, atiende las oficinas, llena los estadios, copa los consultorios y espera en las filas para pagar las cuentas. Desde el púlpito lo intentan convencer de que todos los hombres son hermanos y algo de eso le queda hasta el último cántico, peor, a la salida del templo dos hombres se acuchillan ante la mirada del resto y nadie levanta al muerto; todos huyen despavoridos menos los perros, que hunden sus hocicos en el vientre del cadáver.
El hombre mediocre morirá de una infección al páncreas.

jueves, noviembre 26, 2009

El tablón

A una edad en que aquellos a los que aspiro a imitar ya están consagrados y dedican buena parte de su tiempo a explicar los motivos por los cuales lograron extraer del mundo su merecida cuota de fama, a esa edad, pienso, aún permanezco en el anonimato. Y esta realidad, que podría carcomer mis vísceras, está terminando por provocarme una secreta alegría.
¡Qué desperdicio de tiempo!, me digo, contar lo que uno hace ante un micrófono, ante una cámara, ante la grabadora de alguien que no tiene la más remota idea de lo que uno es, salvo aquello que hizo y plasmó en un producto material. Tratar de convertir esa materia ya muerta en palabras inteligentes, como si las palabras pudieran reemplazar a esa materia. Luego, descubrir que no se ha hecho más que decir sandeces, que esas palabras nunca debieron pronunciarse y que si tenían que existir, su lugar natural estaba dentro del producto del que, paradójicamente, hablaban.
La vida fluye naturalmente; los tropezones de la memoria no interfieren su destino. El timón gira varias veces al día y de manera importante, una o dos veces en la vida. Lo demás es simplemente el fluir de la vida y los recuerdos operan como espejismos melancólicos que lanzan flechas que dan en el blanco del presente.
Mi secreta alegría es el peso de mi obra y la esperanza de que algún día sea descubierta, es mi forma de enfrentar el flujo. Mi obra está constituida por una suma de otros yo, de caricaturas que no se han tomado en serio. Caricaturas a las que amo y protejo. Mi pálida obra es una suma de perdedores cándidos, rabiosos pero inocentes, temerosos de la montaña y del vacío. ElMonito es la fragilidad humana, un títere que nunca tendrá otra edad que siete años y eso lo salva, porque a los 11, a los 25, a los 55 sería uno más en la selva, otro que muerde el polvo, estaría comprando pañales, recibiendo órdenes, soportando humillaciones; lo veríamos al pobre apretujado dentro de una micro del Transantiago, recordando a su tío negligente, centrado en sí mismo, aquél que lo crió de mala gana y le enseñó lo cruel que era el mundo que debía enfrentar. ¡Cuánta razón tenía! ¡Por qué no le hice caso! ¡Por qué no estudié más, no fui mejor! Mi querido tío el señor Lamordes me lo advertía diariamente, me castigaba, me mandaba a dormir al closet para que aprendiera y aún así no aprendía, no aprendí y aquí me ven, viejo y cansado, cuidándome a mí mismo y sin embargo contento al recordar que hubo alguien que me quiso de verdad, en forma tan humana, imperfecta.
El dr. Vicious, un laberinto de odio al poderoso, de fuerza endemoniada, de dominación a la mujer y de lujuria, ¿quién resultó ser ese pobre? ¡Un puñado de papel amarillo en una librería de viejos! ¿Dónde quedaron sus arrestos, esa ampulosidad de ratón, esa soberbia? ¡En la ignorancia de su conocimiento! ¿Y ese pene brutal que exhibía, qué era, a final de cuentas? El mísero llanto del abandono en que vivió, la metáfora del presuntuoso.
Pereptil, hilillo de carne pegada a los huesos, al menos admite la tragicomedia de su destino: nació para el accidente, todo lo que hace desemboca en un accidente, a su pesar. Sus pretensiones de honradez son chistes que pueden hacer reír hasta las lágrimas. Nada le resulta como lo había pensado porque la vida fluye junto a él... a su pesar. ¿Cuándo hizo mal las cosas Pereptil? ¿En qué momento mantuve yo firme el timón, en vez de darle vueltas? ¿Cuando fue la última vez que miré el abismo con la misma intensidad de ese día en que miraba el agua desde el tablón más alto de la piscina, con mi padre instándome a lanzarme de piquero, mis primos dándome la orden desde abajo, desde ese remoto lugar apenas visible en mi sitio vibrante, alargado, húmedo, solo yo ante el azul del agua y mi terror? ¿No fue hace 25 años, hace 14 años, hace seis años, no fue ayer, no fue esta mañana?
Me di la vuelta y bajé los escalones con una inmensa sensación de derrota. Mi padre, que nunca aprendió a nadar, no me dijo nada; mis primos retomaron sus juegos en el césped y luego se zambulleron, felices. Y yo me preguntaba por qué, por qué, ¡por qué no soy capaz!
Pereptil, hilillo de carne pegada a los huesos, al menos admite la tragicomedia de su destino: nació para el accidente, todo lo que hace desemboca en un accidente, a su pesar. Sus pretensiones de honradez son chistes que pueden hacer reír hasta las lágrimas. Nada le resulta como lo había pensado porque la vida fluye junto a él... a su pesar. ¿Cuándo hizo mal las cosas Pereptil? ¿En qué momento mantuve yo firme el timón, en vez de darle vueltas? ¿Cuando fue la última vez que miré el abismo con la misma intensidad de ese día en que miraba el agua desde el tablón más alto de la piscina, con mi padre instándome a lanzarme de piquero, mis primos dándome la orden desde abajo, desde ese remoto lugar apenas visible en mi sitio vibrante, alargado, húmedo, solo yo ante el azul del agua y mi terror? ¿No fue hace 25 años, hace 14 años, hace seis años, no fue ayer, no fue esta mañana?
Me di la vuelta y bajé los escalones con una inmensa sensación de derrota. Mi padre, que nunca aprendió a nadar, no me dijo nada; mis primos retomaron sus juegos en el césped y luego se zambulleron, felices. Y yo me preguntaba por qué, por qué, ¡por qué no soy capaz!

viernes, noviembre 20, 2009

Chile, esa larga y angosta faja de tierra de Arica a Magallanes

Esta introducción, leída hoy, tiene sentido; el tiempo la tornará ininteligible.
Don Eduardo Frei Ruiz-Tagle dice ser Chile y cada uno de los seguidores que aparecen en su propaganda -pagados o no- también. ¿Por qué no habríamos de creerle al señor Frei? ¿Por qué esa insistencia en tratarlo de "fome", de rebajarlo, de asegurar que ya nada puede ofrecerle al país? Don Sebastián Piñera también es Chile; él lo dice de otro modo, pero la mayoría, al igual que sucede con Don Eduardo, no le cree. Es más, la mayoría lo ataca con saña, lo trata de "empresario" y eso quiere decir esquilmador, y los rostros que lo escrutan se refocilan cuando es descubierto en alguna debilidad, como si la debilidad ocultara algo intencionadamente malo.
¿Por qué nos alegran las debilidades de los demás? ¿Es delito ser empresario? ¿No fue el señor Frei un empresario; no lo fue el otro candidato, Marco Enríquez-Ominami? Uno más grande que los otros, pero empresarios al fin y al cabo. Debieran clasificarse, en justicia, como excelente empresario, buen empresario, pequeño empresario. Aun más, si un excelente empresario, no éste sino cualquiera, se dedica a servir al país antes que a ganar dinero, ¿por qué eso habría de ser motivo de desconfianza? ¿No sería más lógico pensar al revés, o sea, que un mal empresario se dedicara a servir al país? ¿No habría allí motivos para pensar que desea enriquecerse a costa de la política? Porque, la verdad, no me imagino cuánto más dinero podría ganar el señor Piñera si es Presidente de Chile.
Del señor Arrate no voy a escribir nada negativo tampoco, salvo recordar ese famoso dicho que alude al infierno y a las buenas intenciones. Pero el señor Arrate, en sí mismo, me parece que es una persona encantadora, con la que me gustaría compartir otra vez una cena. Compartí hace años una cena con él y me quedó la impresión de que es de esas personas con las cuales uno, sin mayor justificación, no teme confesarse. ¿Por qué nadie lo ataca? Porque en Chile no se gasta pólvora en gallinazos, porque los perdedores caen bien; porque cuando el equipo chico va ganando todo el estadio está con él, y hasta se habla de heroísmo en las graderías.
Chile es una larga y angosta y agregaría desconfiada faja de tierra. Aquí a eso le llaman chaqueteo. Quiere decir que cuando alguien sube en la escala de la popularidad, lo tiran de la chaqueta y baja; lo chaquetean. En Chile prima la envidia. La envidia prima cuando no existe verdadera justicia. Si los chilenos estuviéramos conformes con lo que somos, con las oportunidades que se nos han dado, si comprobáramos día a día que todos somos tratados de la misma forma y que al esfuerzo incluso más humilde le llega su recompensa, entonces no seríamos chaqueteros. Pero como no es así, lo somos. La razón de esta conducta es que en los países jóvenes como el nuestro se debe escarbar muy poco bajo la tierra para que aparezcan los esqueletos de las víctimas que generaron la riqueza de los millonarios. De allí la desconfianza, el chaqueteo.
De modo que con toda propiedad Chile es Frei, Chile es Piñera, Chile es Marco Enríquez-Ominami, Chile es Arrate y ¿por qué no? Chile también soy yo, con mis mejores virtudes y mis peores defectos.
Chile es constante. Voy, día a día, construyendo casi nada, edificando pequeños castillos de naipes que no miran a ninguna parte. Me rijo por dos o tres ideas, de ahí no me muevo, con ellas vivo, de ellas me alimento hasta que vienen dos, tres más.
Es honrado, como lo puedo ser yo, dentro de todo; mintiendo algo, robando a veces (casi nunca), traicionando como traiciona el hombre y a pesar, dentro de todo, en el fondo, diría honrado.
Chile tiene algo de hermético. En Chile no hay huracanes ni tornados; los golpes vienen de adentro. Dentro de mí corre un torrente enfurecido de emociones, las mismas que tratan de definir los libros, emociones que se precipitan al mundo a través de la boca, de los dedos, de la mirada, emociones que nacieron, se fueron y volvieron a entrar al instante, transformadas, rejuvenecidas y gastadas; intuyo las mismas en el lustrabotas que me limpia los zapatos cada mañana y que padece de hernia. Una vecina lo sube y lo baja a grito pelado, delante de todos, porque no se ha puesto la faja que le indicó. Él agacha la cabeza y me sigue lustrando. Cuando se va, lanza un suspiro y no sé bien si quiere matarla o lamentarse de su destino.
Se apropia de Chile el miedo. Hay razones de sobra para tener miedo. Están los mencionados azotes de la naturaleza, están las revueltas de los hombres, están los vaivenes del mundo. Mi horizonte ha sido el miedo, cada mañana lo miro a lo lejos. Si duerme detrás de la cordillera hecho una cagarruta, respiro tranquilo y salgo a la calle a vivir la vida; si las nubes lo bajan a la tierra y me lo acercan, tiemblo de espanto. El miedo se apropia de los países cuando en éstos rige la abundancia. Los pueblos ricos son pueblos de poca fe y Chile está perdiendo la fe. El causante del miedo es la riqueza. El antídoto del miedo es la fe. La religión no es, como se dice, el opio de los pueblos. La religión es el sostén y la esperanza de la fragilidad humana.
¿Sigue Chile siendo provinciano? Claro que sí.
De niño me miraba en Santiago: llegué a Santiago. Entonces me miré en Nueva York: nunca he ido a Nueva York, parece título de canción.

Chile nunca ha estado en Nueva York
Pero vendería su alma por unos diitas
Para llegar cantando
Que estuvo en Nueva York
Que los rascacielos eran casi tan altos
Como la Cordillera de los Andes
Y que Broadway, el Metropolitan Opera House
La Estatua de la libertad, el hoyo de las Torres Gemelas
El clarinete de Woody Allen, Studio 54
La Calle 42, la Quinta Avenida, el Central Park
El edificio Dakota donde asesinaron a John Lennon
El Empire State Building, el Carnegie Hall, el British Museum
No, el British Museum está en Londres
Pero igual puede pasar como que estaba en Nueva York
Llegaría Chile cantando, tan feliz, que todas esas maravillas
Son

Todo eso lo sé, y aun así me empeño, me rompo los nudillos, me excito.
Mediocre es Chile, ahí sí que estaría en el mismísimo centro de la lista.
Los genios no son chilenos, son universales. Mi país es el mundo.
Vengo del sur de Río Grande... ¡qué verde era mi valle!
No, los genios viven exiliados en sus cuatro paredes. Los genios, ya lo dije alguna vez, son como los locos: no los soportamos más de cinco minutos.
A nosotros, los verdaderos chilenos, dennos a Elisa, Morandé con Compañía, Carnes Morandé, el Conde Vrolok, la Madrastra, las putas argentinas, Los Buenos Muchachos, Raúl Correa y Familia, la Piccola Italia, La Cuca, la Kmasu de la tía Mané, Larry Moe, Alberto Plaza, el Mall Plaza, Raúl Nosecuánto está aprendiendo inglés, se quema los ojos aprendiendo inglés, ¡y los moteles con cajitas de fósforos!, sin olvidar el consabido espejo que refleja las carnes flácidas que huelen a parrillada y amor eterno, carne mediocre, poto plano, pico chico... y sin embargo se mueve.
La lista es tan enorme. Imagínense, de Arica a Magallanes, pasando por el desierto de Atacama con su Valle de la luna y sus géiseres del Tatio, encanto sin igual, medios aporreados andan ahora los pobres... pero Julito lo dijo mejor en la Segunda Teletón, la del año 79, dijo:

... Desde Arica
Y después ver a Copiapó
Y viene el norte verde
Y viene Viña y la República de Valparaíso
Y viene Aconcagua con sus valles
Y viene la gran ciudad
¡La selva de cemento que es Santiago!
Y viene la manta colchagüina, como le llamo yo al sur de Rancagua, Talca, Curicó
Para llegar al cordón umbilical de las industrias
Donde hay carbón, donde hay loza
Que es Concepción
Y después seguimos con los árboles
Seguimos con los álamos
Seguimos con los bosques
Seguimos con los volcanes nevados
Seguimos con Osorno
Con Valdivia, donde la luna se baña desnuda
Seguimos por Temuco, mi tierra
(Aplausos)
Donde hay un sendero de copihues que llevan al Ñielol
Y seguimos por allá hasta Punta Arenas
Que nos brinda el calor que contrasta
Con la frialdad que le dio la naturaleza
Porque esa ciudad, que podría ser fría, es tremendamente calurosa
Y seguimos hacia Coyhaique
Y seguimos navegando por el mar de Drake
Y llegamos a esas islas que son nuestras
(Aplausos, vítores)
Que significan patria...
(Aplausos, la gente se levanta de sus asientos)

Bah, pensé que había hablado más, no dijo nada de Copiapó ni del sufrido minero ni del Valle de Elqui con su misterio esotérico. Cómo se le pudo olvidar a Julito ese mar que tranquilo te baña, nada que ver con el mar de Drake, y al no incluirlo en su discurso privó de inmortalidad a los sufridos pescadores, a Rolando Alarcón, al minero de Lota, a Sub terra, a Baldomero Lillo, al Cabeza de cobre, al Hijo de ladrón y a la caleta de Maitencillo el día domingo en la mañana, bullente de figuras del mundo del espectáculo y la política. No habló de los cerros de Valparaíso, el cerro Alegre, el cerro Concepción, ¡Lukas y su humorismo señorial!, los ascensores, el reloj de flores de Viña del Mar, el festival internacional de la canción, el traje metálico de Raquel Argandoña, no dijo una sola palabra del Chile pujante, del Hombre Nuevo, de los ingleses de Sudamérica.
La lista es larga, les decía. Se los anticipé.
El rodeo de Rancagua, el aguardiente de Doñihue, el salto del Laja, los indios de Temuco, la zona de los lagos, el indio pícaro, los palafitos de Chiloé, las acuarelas de Pacheco Altamirano, el Festival de coros del magisterio, las torres del Paine, Magallanes... Magallanes... y el territorio antártico. Y puros chilenos metidos adentro.
¡Cáfila de mediocres!
27 mil ombligos.
Así me desprecio y así me quiero. No existe otro sueño ni otra tierra; Perú no es el paraíso. Brasil no es el paraíso. ¿Cancún? Cancún podría ser por unos días, sin el ciclón Eduvigis ni menos el Rosamel.
Me quiero igual como se quieren los judíos, casi con ese mismo sentimiento de culpa, de ansiedad, de estrechez, de ridícula derrota, de eternos terceros lugares, de clasificaciones con calculadora y de triunfos enanos.
¡Oh Plaza Italia! ¡Qué falta que me hacés! Recíbeme una noche en tus brazos, una sola bastaría; endulza mi vida, convénceme de que nada es como lo pensé. ¡Déjame ser! Quiero matar, vomitar mi ombligo, quiero vomitar las torres del Paine aunque sea una vez cada siete años, como fluye la vida.
Ayer entré a mi oficina y amé lo que vi, mis compañeros de ruta. Se fue uno, llegó otro. El amigo Bigote ya se fue, después me tocará a mí. Me voy yo y Chile se va conmigo, así de simple. Cagaron todos. El día que yo deje de ser mediocre, Chile dejará de ser mediocre. Surgirán las oscuras golondrinas y alumbrarán los cielos, susurrarán sus voces no me olvides no me olvides yo también yo también yo también, millones de yo también armando una telaraña en los cielos; levantarán sus alas fantasmales de los escondrijos clandestinos; el buen campesino que durante una borrachera mató a su mejor amigo a hachazos en un arranque de celos desenterrará los huesos de Gabriela Mistral y bailará con ella a la fuerza, ya que Lucila se resistirá, no querrá ni tocar al hombre; el auxiliar de Tur Bus, ese muchacho flaco y moreno que nos controla los boletos, ese se alzará para destronar a Pablo Neruda; y por qué no, la Claudia y la Paty le echarán en cara a la Violeta el desaseo en que vive y terminarán las tres en la cama, tomando café con torta de frutilla y entonando parabienes ante la tierna mirada de Luis Urrutia O'Nell, Chomsky. Qué dirán los escondrijos, los ángulos remotos del salón y qué dirán las termitas, la larva que se asoma, qué pasará con las termitas.

Dentro de mí reposa el germen de la grandeza
Se alimenta de mediocridad
Y como dice el tango que pedimos prestado

Tan tan

lunes, noviembre 16, 2009

El avión

Cuando mi papá nos comunicó con toda naturalidad que viajaría en avión a un congreso en Antofagasta se produjo una ligera conmoción en la familia. Mi papá nunca había viajado en avión y nosotros tampoco, aunque declararlo de este modo no es tan obvio como parece: un par de veces con el Vitorio habíamos declinado ir al afanadero -así se le decía al aeródromo, ignoro la razón- para participar en calidad de pasajeros en el festival de vuelos populares; renuncias, debo admitir, motivadas más por la flojera de caminar tantas cuadras que por el miedo de subir a un avión.
En cuanto al modo en que mi papá nos había hecho el anuncio, todos sabíamos que detrás de su aparente frialdad se escondía una enorme agitación.
La conmoción familiar estribaba menos en el vuelo que en la importancia que significaba para todos nosotros el que hubiese sido seleccionado. Sabíamos que en la Braden se estaba ganando cierto prestigio como delegado sindical, pero nunca pensamos que fuera para tanto. Este viaje venía a confirmarlo, el prestigio, y le daba motivos a mi mamá para echar a volar la noticia a los cuatro vientos: su esposo también figuraba en la nómina del congreso sindical de los trabajadores del cobre y viajaba en avión al hotel de Antofagasta, con todos los gastos pagados.
El día del viaje mi papá se levantó muy temprano, besó al Vitorio en la cara y le hizo entrega de su reloj cronómetro, "por si pasaba algo". El Vitorio se lo puso altiro y siguió durmiendo, pero en el sueño el reloj le bailaba en la muñeca y la correa metálica le rasguñaba el brazo. Minutos después mi papá, con toda delicadeza, se lo retiró y el Vitorio no se dio cuenta. Cuando despertó y se miró la muñeca, estaba vacía.
El párrafo anterior costaría entenderlo si no se explica que mi papá efectivamente volvió a la casa a los pocos minutos, desempacó la maleta y partió al taller con ese aire triunfante y superior, pero también desgarrador, silencioso, humilde, propio de las personas que son víctimas de una injusticia.
Lo que había sucedido lo supimos de labios de mi madre: "A Sergio lo bajaron del avión", le comentó esa misma mañana a su amiga, la señora Ana Fuentes, delante de nosotros. Con el Vitorio tratamos de captar los detalles y descubrimos que al momento de abordar el vehículo que lo trasladaría junto a demás invitados desde Rancagua al aeropuerto de Los Cerrillos, un dirigente de mayor rango le comunicó que él no viajaba. "Mardones, tú no", le dijo, y mi papá lo había tomado con esa misma naturalidad que exhibió cuando nos contó lo del viaje. No era su momento, se había producido un pequeño error en la lista, un exceso en el cupo (después llegué al convencimiento que lo habían citado en calidad de reserva, por si alguien fallaba). Mas para su filosofía, para su forma de ver el mundo, el balde de agua fría constituyó esa vez un aviso del destino: un ángel de bigote fino e insignia en la solapa, un ángel que se las daba de líder de los demás, lo acababa de salvar de una espantosa tragedia aérea. Así de simple. Así lo quiso entender y no hubo quien lo sacara de esa creencia, al menos de la que manifestaba hacia los demás, porque lo que sentía íntimamente se lo guardó.
El congreso se efectuó con toda normalidad y los participantes volvieron renovados, dispuestos a cambiar las cosas, pero las cosas siguieron funcionando como antes, con la vida de mi padre y la vida de nuestra familia y la vida de Rancagua mezclada entre las cosas. Los años pasaron y mi padre viajó varias veces en avión, a veces solo, a veces con mi madre, a veces conmigo. De la crueldad, de la insensibilidad de ese dirigente de terno y corbata que lo bajó del vuelo no quedó más que un recuerdo. Para mí, una amarga sentencia, una lección. Tal como en la suya, en mi vida laboral se filtró una condena: inclinarme ante el mando de mediocres e insensibles, hombres y mujeres, que me han dejado en incontables ocasiones abajo del avión sin jamás detenerse a pensar que eso me ha dolido más por el ejemplo que heredarán mis hijos que por mi propio dolor. Aguanté en silencio y me hice fuerte en ese sentimiento de superioridad que a pito de nada tenemos los perdedores. Desprecié desde el fondo de mi alma a los pechadores, a las guaguas que lloran para mamar y nunca fui parte de ellos. Si alguien desea descubrir y admirar mis méritos, pues que se dé el trabajo. Así me enseñaron.
Mi hermano fue más inteligente: tomó la historia a la chacota y cada vez que la recuerda se lamenta de ese cronómetro que fue suyo durante algunos minutos, para ser exactos, aventuremos unos 33 minutos con 27 segundos, el tiempo que va desde la ilusión de la partida hasta el dolor del regreso.

jueves, noviembre 12, 2009

Guelamino, el hombre que veía el futuro

Cuando de los pantanos emanaban efluvios nauseabundos y la niebla era la señora de la tierra; en esos tiempos de incertidumbre originados en el poder de los planetas y las bestias, de las fuerzas naturales, en esos tiempos en que llovía días enteros y el barro subía hasta las canillas, y durante meses no había nada pero nada que comer y el rayo era la bendición del fuego, hubo un hombre que vislumbró el futuro, Lo Que Sería. Lo llamaban Bastra o Pastra, otros le decían Uzziel y otros Guelamino, y tenía el don de la supervivencia. El hombre, el hombre en general, en ese tiempo caía arrodillado y su tragedia era una de tantas, apenas un entierro para no ser devorado en medio del grupo. Enterrar era un asunto de visión y de olfato, nada de dolores insufribles, había que seguir temiendo. Y los volcanes los despedían de sus reinos, viajaban como semillas al viento.
Guelamino iba con ellos, desprendía soles de sus venas e indicaba el camino; siempre acertando y siempre solo, y al volver la vista, funesta pintura. Fue el primero en prohibir la antropofagia y alertar contra el incesto; pocos le hicieron caso pero el tiempo le dio la razón. La carne humana y el placer sexual no son malos en sí mismos, pero cuántas familias, cuántos pueblos, cuántas razas desaparecieron más tarde al ceder a la tentación de comerse la cola.
Uzziel predijo lo que habría de venir y lo dejó escrito en la piedra; han pasado miles de años y no logran descifrar sus jeroglíficos, que resplandecen, límpidos. El hombre continúa viviendo en las tinieblas, afinando los detalles de su prueba máxima de imagen, la exportación planetaria; a Uzziel lo han contratado para que trabaje en la bolsa y le pagan buen dinero, menos que lo merecido, y los grandes centros militares lo mantienen cautivo en sus oficinas blindadas, sentado junto a un teléfono rojo. Desnudo, Guelamino intuye el tiempo y le cuelga de un banquillo su blanco pene de niño-adolescente; a él no le importan esas cosas, ni la desnudez ni la bolsa ni la guerra. Son preocupaciones históricas, vencidas, que advirtió a su tiempo, hace más de 3533 años. Maravillado, observa el sabor que trasladan las nubes que vienen del Pacífico y de pronto grita, fuera de sí, presa del pánico: ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado!

martes, noviembre 10, 2009

Un ligero destello

Una pequeña explosión sería suficiente, así lo sentía. Bastaría con hacer estallar el rincón, el detalle de un mecanismo y el equívoco se podría arreglar, aunque no habría seguridad completa, la certeza no existe más que cuando se ha dejado de respirar, y aun así hay casos que demuestran que es posible revertir el proceso inevitable. Planteadas las cosas de ese modo, la calle, los vehículos y sus motores, las ruedas forradas en goma que giran sumando su característico sonido al contexto, voces que pasan, que van cambiando de timbre, de tono, de énfasis, voces que hablan sobre pequeñeces, las pequeñeces que conforman la vida, y el espíritu allí, entre ellas, tratando de olvidar el ruido de los motores, imaginando que el estallido de la pieza clave de un mecanismo secreto podría cambiarlo todo. Mas, ¿era eso lo que ansiaba? Porque a fin de cuentas, ¿no se sentía parcialmente conforme con el estado de las cosas? ¿No hubiese deseado, mejor, pequeños cambios de dirección dentro de la gran alameda general? Las masas copan las calles clamando peticiones, la masa herida, humillada, un cúmulo de ideales que se mueve por dinero, la justicia equivale a más dinero, habiendo más dinero se echa a andar la maquinaria y ya vamos yendo mejor por la vida y las protestas se acallan, pensar las vacaciones. ¿Cuándo le dio por amar, por centrarse en el amar? Pero amar tan erradamente, al espíritu del valle. Amar erradamente es oír la propia voz, la orden primigenia. Se coló donde no debía y cuando halló, no era exactamente lo que andaba buscando. El espíritu es, por su naturaleza, egoísta. Al ser no una masa como la que copa las calles, al ser ni siquiera una idea, al ser un sentimiento, menos que una luz, irá siempre a tientas metiéndose en recovecos malsanos y en paraísos oscuros prohibitivos a su esencia, que confunden. ¡Te amo, amor mío! No, no es exactamente eso, debe proseguir el camino, dejar atrás el amor hallado, el verdadero amor que pasó por su lado y sacó los brazos níveos desde las catacumbas y lo llamó ven, espíritu, ven a mi lado, quédate conmigo, no sería capaz de vivir aquí adentro si te vas, no te vayas, ándate si quieres, pero entonces no mires hacia atrás, no hagas la del niño, no te vayas a hacer en los pantalones, un espíritu como tú no usa pantalones, no digiere; el espíritu intenta elevarse un par de metros en la calle para oír mejor aun su voz, como si no la oyera todo el día como oyen voces los locos, sí, la he perdido, he optado por seguir, ¿amar hoy a esta masa enferma de ceguera? ¿Amar de una vez a sus fieles compañeros de ruta, aquellos que lo han acompañado, que en silencio lo han visto sufrir, pidiendo tan poco a cambio, una migaja de atención, una palabra bonita? ¿Amarse de verdad a sí mismo? Eso lleva a la sordera. Espíritu que se ama, esto es que se olvida que es, que flota tranquilo sobre el asfalto caliente y sortea el polen, que ama al Espíritu Mayor, que se guarece del frío con el Manto Sagrado, Manu redivivo, oh, Gran Chaparral, espíritu que se ama tan solo precisaría de un ligero destello y todo podría andar mejor...
A veces, por las noches, salía de la alcantarilla a mirar el cielo; lo que se pudiera ver, alguna estrella que fuese. En su lugar, millones de luciérnagas sobrevolaban edificios y bares, estaciones de trenes, hospitales, comisarías. Quería hacer carne su sueño como el cisne que sometió a la elegida en el río, pero no le salía la voz porque ese tal Odradek no tiene voz, apenas le alcanza para carretilla de hilo.
"Amor... amor... amor...", resuena el trueno; las luciérnagas se esparcen en todas direcciones, son las mismas que por la mañana pedían más dinero.
Momento de bajar al habitáculo viscoso.

sábado, noviembre 07, 2009

Un anciano de ojos claros

¡Cuánta vida ha pasado por el anciano de ojos claros que camina por Alameda, en dirección a República! El peso de los años le ha ladeado la cabeza y le ha encadenado una bola de fierro a sus pies, de tal forma que para él caminar no es caminar; es morir en cada paso, de muerte natural o aplastado por la lava humana que vomita mecánica y religiosamente la boca del Metro, lo más probable esto último, sabe Dios cómo ha escapado tanto tiempo de ese final.
Ha de haber avanzado una pizca de legua en línea recta, el hombre tortuga, mientras nosotros, los hombres liebres, recorríamos callejuelas, subíamos y bajábamos peldaños, comprábamos en tiendas, leíamos los titulares en los quioscos, pasábamos a la fuente de soda, hacíamos una cosa y otra hasta que a la vuelta del día lo veíamos llegar por fin a su esquina, ¿para qué?, piensa uno.
El anciano de ojos claros viste terno azul, cruzado. Tiene la opción de no hacerlo y quedarse en casa, pero cada mañana se incorpora del lecho y con las pocas fuerzas que le quedan va hacia el closet y elige sus prendas. Se las va colocando sin ayuda y cuando estima que está listo se mira al espejo para corregir algún detalle, mas no lo hace bien, porque el cuello de la camisa blanca sigue doblado. Antes de salir se sirve una taza de té, se echa un pan a la boca y así mismo, con migas en la comisura de los labios, abre la puerta e inicia su viaje.
Para él no hay triunfos momentáneos ni cambio de siglo. No hay placeres físicos y ni siquiera una mujer que le lave los calcetines, porque la que tuvo ya se fue. Todas las mañanas acude ingenuamente a esperarla a su esquina, porque allí está la verdad de la que fue su vida, pero a la vuelta del día regresa a su pieza con lo único que le queda: una bola de fierro encadenada a sus pies, una cabeza ladeada y un terno azul, cruzado, con el que espera recibir dignamente, en cualquier momento, a la Sombría Dama.