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martes, mayo 18, 2010

El niño que golpeó la puerta del bufete

Antes de alcanzar el nivel de fama que hoy ostenta, Boris Guevara fue un hombre no diría exactamente cándido, pero si hemos de creer en su testimonio, impresionable. Desde luego, su nombre no es Boris Guevara. Me he reservado el verdadero, no solo por no herir su susceptibilidad o la de su familia, sino principalmente porque jamás me autorizó a que la historia que voy a narrar se hiciera pública. Hecho el alcance, retomo este relato, que no tiene otro fin que contar la experiencia extraordinaria, paranormal, de la que dice haber sido testigo mi entrevistado. Decía que antes de alcanzar la fama, Boris Guevara fue un hombre receptivo. Hoy, los casos importantes que le llegan a su bufete, importantes en el sentido del rédito que le proporcionan a su cuenta corriente, lo han convertido en una persona encantadora, fría y traicionera. En los pasillos de la Corte se le observa con reverencia, admiración y temor; tanto así que a demasiados abogados de la plaza les irrumpen sudores fríos cuando lo enfrentan en un alegato, porque piensan, aunque nunca lo van a confesar, que ha hecho pacto con el diablo. No pocas veces, conspicuos hombres de bien le han ofrecido candidaturas a la Cámara de Diputados ganadas de antemano e incluso, se afirma, al Senado, y si las ha rechazado fue porque tras largas meditaciones en el seno de su hogar, con un vaso de whisky añejo en la mano y acompañado por las extrañas notas de alguna de las sonatas de Scriabin, su compositor preferido, consideró que lo poco que le quedaba de humano debía resguardarse; al menos así lo dedujo, aunque no tuviese la razón.
Tan singular personaje abrió un día el apetito profesional de mi editor, quien me ordenó contactarlo para llenar las páginas centrales del diario dominical; esto es, la sección "Personaje de la semana". Guevara acababa de ganar un juicio de connotación nacional, defendiendo a las inmobiliarias que perdieron edificios completos a raíz del terremoto del 27 de febrero, con graves pérdidas para sus accionistas y para los residentes de los mismos. Para éstos últimos no cabía reparación posible, ya que contra ellos se había ensañado la naturaleza; en cambio sí les correspondía a las compañías de seguros resarcir a las inmobiliarias por el capital perdido a raíz de la catástrofe, ya que así lo estipulaban claramente los puntos 230, 231, 232 y 232 bis de los diversos contratos protocolarizados ante notario. Guevara defendió esta hipótesis con tal elocuencia, lógica y poder de convencimiento que dejó con la boca abierta -de confusión y estupor- tanto a los profesionales de las partes contrarias como a los cerca de 500 inquilinos que se apostaron en las afueras de la Corte a esperar el fallo (preciso es consignar que el brillante abogado abandonó los tribunales por una puerta lateral).
De modo que frente a ese personaje me encontré un viernes a las siete de la tarde, un hombre encantador, frío y traicionero y agregaría fatigado, cansado de su triunfo.
Confieso que cuando su secretaria me hizo pasar me dieron ganas de quedarme con ella, tan pegado a su cuerpo tenía el vestido y tan ferozmente miraban sus ojos. Guevara, en cambio, nos echó a lo sumo una ojeada. A ella la podía ver hasta cansarse y en cuanto a mí... sí, era sólo un periodista, pensaría, pero algo lo hizo cambiar de pronto, porque durante esa leve ojeada a mi persona noté que experimentaba un leve y rarísimo temblor. Estaba sentado en una silla giratoria de cuero ubicada en el desnivel superior de la sala alfombrada y con su mano izquierda jugaba con un sencillo lápiz pasta, que hacía golpear sobre el escritorio con musicalidad. Se levantó, me dio la mano y me ofreció asiento. Abandonó la silla y bajó a sentarse a un sofá que calculadamente había sido instalado frente a otro de similar diseño para entablar "relaciones democráticas" con sus clientes. La secretaria reapareció con una bandeja con café de grano, galletas y dos vasitos de soda. Enseguida se marchó. Quedamos frente a frente.
-Es endiabladamente atractiva -ensayé una especie de entrada rompehielo.
-¿Le gusta Scriabin? -preguntó. No supe qué decirle, pero reparé en unos discos del tal Scriabin que se destacaban sobre la mesa de centro, a los cuales yo había dirigido la vista de pura vergüenza.
-Creo que lo mejor para esta ocasión son las sonatas de Mozart -se dijo a sí mismo y comenzó a maniobrar su I-Pod. De unos parlantes altos y delgados surgió una suave y pareja música de piano, ausente de estridencias, que luego de estacionarse en un nivel de sonido óptimo para una entrevista sucumbió en el olvido.
-Scriabin quiere llegar más allá de la verdad y de pronto se torna demoniaco, tiene usted toda la razón -comentó, y nuevamente no supe qué decir, aunque pensé en mis limitaciones, que son las de mi oficio: qué poco y nada sabemos de todo los periodistas.
La entrevista se desarrolló dentro de los carriles normales y confieso, rutinarios. Con las dos o tres últimas preguntas sentí ese cansancio que le sobreviene al reportero al tomar conciencia de lo que le espera: el trabajo de convertir una conversación de una hora y media en dos páginas impresas de un diario, dos páginas plagadas de letras casi hasta los bordes; en otras palabras, se me vinieron encima las horas que aún me quedaban de labor. Contribuyó a ese vago malestar la certeza de que volvía al periódico sin nada extraordinario dentro de la cinta. Guevara, una vez más, se salía con la suya y daba otra clase magistral de inteligencia, buen sentido y simpatía, haciendo pasar lo malo por bueno, sin admitir ninguna barrabasada y sin declarar nada sustancial.
Me levanté, le di la mano y procedía a abandonar la oficina cuando me detuvo.
-Espere -dijo con voz firme, aunque nerviosa. De inmediato volví sobre mis pasos. El abogado retomó la palabra.
-Noté que detectó el pequeño sobresalto que sentí al verlo llegar... y es verdad, usted me recordó a un chico que conocí hace muchos años.
Lo miré, asintiendo con asombro acerca de mi gesto auscultador, bastante más insolente de lo que había imaginado. Guevara levantó el citófono y despidió a su secretaria. Creí adivinar un berrinche del otro lado de la línea, pero el abogado lo superó con una fresca carcajada que remató con un "mañana, sin falta". Sentimos una sonajera de joyas y collares y luego un leve portazo, diríase un portazo de secretaria ofendida.
Estábamos solos. Me ofreció un trago, que rechacé con pesar. Él se sirvió dos dedos de una para mí desconocida marca de whisky etiqueta negra. El primer sorbo fue largo y profundo. Dejó el vaso encima de la mesa y me habló:
-Desde que me sucedió lo que te voy a contar, que fue hace muchos años, algo me ordenaba darlo a conocer, pero el momento no llegaba. Sabía que la persona propicia tenía que aparecer alguna vez y apenas te vi descubrí que eras tú.
Me asombré de que me tratara de tú. Me estremecí. Guevara continuó.
-No he sido siempre rico y exitoso, Sergio, y lo debiste adivinar por mis apellidos. En mis comienzos fui un estudiante pobre, impresionable y receptivo.
-Como todo el mundo -repliqué erradamente.
-No lo creas. La mayoría de la gente cava su propia tumba debido a su pertinacia. ¿Has tomado en cuenta que cada ser humano se maneja en el carrusel de la vida dando vueltas y vueltas en torno a dos o tres ideas básicas que se forja apenas tiene uso de razón?
-No lo había pensado.
-Me lo enseñó la memoria de... no, todavía no lo creerías. Digamos que me lo enseñaron los pleitos. Por ejemplo, la gente insegura y vengativa generalmente se está diciendo toda la vida a sí misma "no me toman en cuenta". Es una orden interna que guía todos sus pasos y explica sus conductas externas. Los necios y los soberbios se repiten a cada minuto del día "soy el mejor" y actúan en consecuencia, para bien o para mal. Conocí a un cliente que se decía permanentemente "esto es lo más insoportable que me ha ocurrido, pero aún se puede soportar". Como te imaginarás, se trataba de un sacerdote que vivía en perpetua penitencia. ¿Cuál es tu leitmotiv?
-Tendría que pensarlo, pero no entiendo a qué quiere...
-Mi motivo conductor ha sido siempre "aprovecha, aprovecha" y por eso no carezco totalmente de problemas de adaptación, te lo digo sin un ánimo arrogante. Antes fui impresionable; hoy... (guardó silencio)... hoy... pero déjame contarte lo que me pasó hace unos años, tal vez te sirva para aclarar tus propias ideas.
Adiviné que venía una confesión más grande que el último maremoto. En mi horizonte se me cruzó la imagen de la vieja sala de redacción: los aseadores pasando la aspiradora en la soledad más espantosa y al centro mi computador, el único encendido, bullendo de actividad.
-Fue en mi primer bufete -comenzó-. En Mac Iver. No tenía esa secretaria que viste recién; en realidad mis ingresos no me daban para disponer de secretaria. Como forma de combatir el angustioso tedio que provoca en los jóvenes profesionales la ausencia de clientela, una de esas tardes estudiaba una vez más a don Andrés Bello cuando de improviso sonó la puerta. Los golpes me llamaron la atención porque el eco que surgía del angosto pasillo adelantaba cualquier visita y hacía resonar hasta los pasos de un gato, pero como te decía, en ese momento el golpeteo feroz contra la puerta fue lo primero que sentí; o al menos lo que me hizo salir de ese estado semihipnótico que provoca el maridaje del Código Civil con Morfeo, ja ja ja, ¿me sigues?
-Sí, perfectamente.
-Con la agitada esperanza de conocer a mi primer cliente en meses abrí la puerta, pero no había nadie. Miré hacia el fondo del pasillo y no divisé rastro humano alguno. Imaginé un vendedor hastiado de no tener con qué llenar su estómago, un vendedor que toca puertas que jamás se le abren; en suma, un hombre desencantado para el cual el mundo se ha vaciado de incautos. Te prometo, Sergio, que al proyectarme en ese hombre invisible sentí tal desaliento que esa tarde pensé en abandonar la profesión.
-De seguro ese vendedor se iba diciendo "soy mediocre, no tengo remedio".
-¿Cuál?
-El que se alejó por el pasillo.
-No me has entendido. Mejor dicho, no me explico bien. No había tal vendedor, era un producto de mi imaginación.
-Entiendo perfectamente. Fue una manera de decir -reaccioné con ligero desagrado.
-No te ofendas por tan poco, Sergio -rió-, ya adivino tu leitmotiv, pero déjame seguir (secó el vaso y continuó). Retomé la lectura y no habían pasado ni veinte segundos cuando volvió a sonar la puerta. Corrí a abrirla y ante mí apareció un chico de unos 12 años... un chico que... tienes un aire a ese muchacho, Sergio, estoy seguro de que tú eres el próximo... cada vez más seguro, sí.
-No comprendo qué tengo que ver con ese niño -le dije, queriendo dar la impresión de que seguía sus palabras con cierta indiferencia, mas la voz me traicionó y delató mi nerviosismo.
Guevara volvió a examinarme y reapareció su ligero temblor. El recuerdo de aquel episodio indudablemente lo excitaba, más allá de lo normal. En cuanto a mí, la angustia ante el trabajo inacabado fue siendo reemplazada por un vivo deseo de escuchar su historia (debo admitir que ese deseo se justificó plenamente una vez que la hubo concluido). ¡Ay -maldije más tarde a la existencia, tecleando palabras vacías en el computador-, si la entrevista versara sobre lo que se dijo después de apagar la grabadora, de seguro mi destino cambiaría antes de lo previsto y no necesitaría andar buscando falsas esperanzas para soportar este valle de lágrimas!
Pero me desvío. Guevara abrió la puerta de su modesto bufete de calle Mac Iver y vio ante sí a un niño de unos 12 años.
-Tenía los ojos rojos y ni siquiera tuve que darme cuenta de que había estado llorando, pues de sólo verme prorrumpió en desconsolado llanto -continuó.
-Pero quién era.
-No me interrumpas, Sergio, ya pasó el tiempo de las preguntas. Te ruego que ahora sólo escuches -dijo, vivamente emocionado.
Asentí, sin hacer un ruido. Guevara aprovechó el momento para rellenar su vaso.
-Hice pasar al chico y le ofrecí un vaso de agua; más que eso no tenía. "¡Ayúdeme!", me suplicó, con una voz que me heló la sangre de las venas. Traté de calmarlo, pero resultó imposible, no paraba de llorar. Igual como tú me interrumpiste a mí, quise interrumpirlo a él, preguntándole su nombre, qué le pasaba, dónde vivía. Al cabo de unos cinco minutos me rendí y lo dejé que llorara hasta que le diera hipo y, en efecto, cuando realmente le dio hipo acercó el vaso de agua y bebió un trago. Se calmó un momento, luego pareció recordar algo y se echó a llorar de nuevo. Así estuvo durante otros cinco minutos, hasta que finalmente pudo hablar.
-Ayúdeme, señor -me pidió.
-Por supuesto, muchacho -le contesté- pero si no me aclaras tu situación, de bien poco te puedo servir.
-Vaya a mi casa, vaya hoy mismo a mi casa.
-Pero dime dónde vives, quién eres, por qué llegaste a mi oficina.
-¿No es abogado?
-Claro que soy abogado.
-¡Entonces ayúdeme! -exclamó y volvió a llorar. Entendí que sufría de un mal objetivo, porque la suya no era la estampa de un chico normal de 12 años, sino que se apreciaba exageradamente demacrada, como si estuviese soportando una penosa enfermedad. Sus párpados azulados se transparentaban y mirar el color verdoso de su piel daba escalofríos.
-Dame tu nombre y tu dirección -le pedí y la escribió temblando.
-Aquí está.
-¿Eres pariente del socio de la famosa clínica? -le pregunté, tras leer el complicado apellido. Me miró horrorizado y gritó, gritó destempladamente.
-¡Sí!
Y volvió a llorar.
-Cálmate, muchacho. Te prometo que mañana mismo voy a tu casa.
-¡No, vaya ahora!
-Ya es muy tarde para una visita de este estilo. Ten estos pesos y toma un taxi...
-¡Me sobra la plata! -reaccionó haciendo un puchero- Vaya mañana en la mañana. No falte. Vaya temprano... ¡soy muy chico todavía! -exclamó y le brotaron de nuevo las pocas lágrimas que le quedaban.
Aun así, noté que mi promesa lo tranquilizaba. Cuando lo dejé en la puerta le pregunté por qué había venido a verme precisamente a mí. Me confesó que era admirador de la serie de televisión "Perry Mason", que por esa época daba el Canal 9. Había llegado a mi oficina preguntando en las calles del centro "dónde están los abogados", y alguien le mencionó el edificio. Debido a su admiración por la serie pensaba ciegamente que los únicos profesionales capaces de solucionar su problema eran los abogados. ¡Hasta hoy me ruboriza su inocencia!
-Aquí está lleno de abogados -le hice ver al darle la mano y estuve a punto de agregar "principiantes" o "fracasados".
-Sí -respondió con una seguridad que me volvió a sorprender- pero al verlo en persona me convencí.
Guevara iba a continuar pero se le quebró la voz y ahora las lágrimas le brotaron a él. Aguanté el complicado momento como pude, en completo silencio, sin siquiera moverme. Luego de un par de minutos me miró fijamente.
-¡No fui, Sergio!... no fui. No fui al día siguiente. En vez de visitarlo acudí a la corte a mirar la tabla, porque alguien me había dado el dato de un caso que no tenía defensor. Perdí la mañana y la tarde estudiando rostros que me dieran comida, como perro hambriento. Volví a mi departamento con las manos vacías y me dispuse a mirar el techo hasta que llegara la hora de dormir, mientras la botella que tenía a la mano se iba vaciando. A eso de las nueve de la noche sonó el timbre. Abrí la puerta y no había nadie. En el edificio en que vivía entonces los timbrazos fantasmas eran comunes y no tenían más misterio que el de los niños traviesos que no tienen otra cosa que hacer, pero el hecho me sirvió para recordar la cita pendiente, de modo que con cierto dejo de culpa me propuse ir sin falta al otro día a la casa del muchacho.
Bebió otro sorbo y prosiguió:
-Apenas cerré la puerta comencé a sentir una presión tan intensa en la cabeza que no me dio otra opción que echarme en la cama. El malestar iba en aumento y de pronto fue tan grande que dentro de mi borrachera pensé que me había llegado la hora y como buen samaritano, y encima pobre, que era entonces, me encomendé a las manos de Dios. Pasé una noche atroz, repleta de alucinaciones. En mi delirio se me figuraba que los secretos y recuerdos de millones y millones de almas entraban a mi pieza y se iban colando dentro de mi pensamiento, como si esas almas buscasen ser tragadas por un remolino gigantesco y sin fondo. Sentía gritos de angustia, aullidos de fieras, susurros, risas de alegría, quejidos de placer, fiestas familiares, campanadas de escuelas infantiles, conversaciones; veía paisajes de lugares remotos y tiempos inmemoriales, batallas a caballo y a pie y batallas aéreas, intrigas; oía sabias reflexiones, inventos en su génesis, oraciones de una pureza cristalina, ideas a medias; en suma, experimentaba esa noche la totalidad de la miseria, la grandeza, la tragedia y la comedia humanas, como si una fuerza superior las hubiese mezclado en un caldero hirviente, pero sin unir un recuerdo con otro. Al amanecer me di una ducha y partí donde el chico. Las cosas que me rodeaban eran las mismas, pero descubrí que mis ojos las veían de otra manera, como si estuviesen recubiertas de capas de aerosol. En cuanto a las personas, nada más bajar a la calle se me presentaron bañadas en halos relucientes u opacos, adornadas con infinitas texturas, tal como las percibo hoy. Miraba esos rostros tan nuevos y extraños y todos parecían querer decirme algo, mas como no sabía qué, atribuí este cúmulo de sensaciones a la resaca. Subí a una micro y partí. Me costó llegar, porque te imaginarás que la mansión se levantaba en los extramuros de la capital. Cuando finalmente logré pararme frente a la imponente reja de entrada, una voz femenina, seguramente de una de las tantas empleadas, me respondió secamente que el niño estaba en la parroquia. Fui a la parroquia, quedaba a unas tres cuadras, y al preguntar por el pequeño me hicieron pasar a una pieza lateral. Entré. Estaban velando un cuerpo. Dentro de la sala se encontraba su padre, el socio de la clínica, un hombre gordo y de mirada hosca, al cual el chico sólo se le parecía en el desplante, que es la arrogancia que el dinero les otorga a las personas inseguras. Al mirarlo a los ojos se levantó, me dio la mano y me ofreció asiento. Me preguntó dónde lo había conocido y no supe qué decirle, pero enseguida le comenté que lo quería ver. Me enseñó el féretro y al situarme ante el vidrio vi su carita exánime, pacífica, amarilla, aunque manteniendo el azulado de los párpados. No sé cuántos minutos estuve mirándolo, recordando su visita, tratando de explicarme su llanto de terror, culpándome de no haber venido antes, angustiado y semi enloquecido, plagado de imágenes que se revolvían en mi cabeza, imágenes nuevas, nunca vistas, jamás siquiera sospechadas. Volví a sentarme, aniquilado interiormente. Su padre, que había detectado mi estupefacción, me invitó a salir y me ofreció un cigarrillo. Allí me presenté con respeto, le conté la visita del chico y le expresé la culpa que sentía por no haber cumplido la promesa que le había hecho. Me miró de lado, entre incrédulo y vivamente sorprendido, y caminamos del brazo por un patio rodeado de naranjos. "Lo atacó repentinamente un mal incurable y la última semana no se movió de la cama. Nada se pudo hacer por él. Es una gran pérdida para su madre, para sus ocho hermanos y para mí", dijo en voz baja, agitado, con un aire levemente diplomático. Le pregunté a qué hora había muerto. "Murió anoche, a las nueve y cuarto", dijo. Entonces una violenta visión se me arrojó a la cara como pulpo cebado que no quiere despegarse de su presa. Algo me aseguraba que la muerte del niño no había sido provocada por causas naturales, mas no había forma de probar una sospecha tan descabellada, surgida de una mente como la mía, que en ese momento transitaba por el desfiladero. El padre pareció detectar un brillo peligroso en mis ojos. Sacó su billetera y me dio su tarjeta. "Venga a verme el martes, porque en honor a mi pequeño Esteban (así se llamaba el chico) deseo que se encargue de un doloroso asunto", me dijo y se despidió de mí para recibir al ministro de Economía, que acababa de llegar.
Guevara guardó silencio más allá del tiempo necesario. Le pregunté qué había sucedido ese martes.
-Como habrás de comprender, el empresario solicitó mis servicios.
-¿En qué consistían?
-Debía tramitar el seguro de vida que había contratado hacía dos meses para su mujer y sus ocho hijos, un seguro por un monto insólitamente alto, tan elevado que la muerte del niño convertía en sujeto de sospecha al beneficiario. Era una operación delicada, que realicé en forma limpia, diría brillante para ser uno de mis primeros trabajos. Visto mi éxito, me encargó adquirir un paquete gigantesco de acciones de la clínica, de las cuales reservó para mí un 20 por ciento. Esa compra a precio de huevo, además de salvar a la clínica de la quiebra, lo convirtió en socio mayoritario. La operación triplicó el precio de las acciones; en no más de dos meses el hombre multiplicaba su patrimonio por guarismos infernales y yo me convertía en millonario. Y todo lo hice a sabiendas de que detrás de esa fortuna había un niño envenenado, pues la verdad ya me había sido revelada por el pequeño Esteban... y meses más tarde me fue confirmada por su padre, con todos los detalles.
-Entendí que el niño había muerto.
-Y no te equivocas. Bien muerto estaba dentro de la caja. Y su padre no tardó en seguirle los pasos. Disfrutó de su crimen menos de un año. Su exceso de peso le pasó la cuenta.
-Pero entonces cómo supo...
-No es obligación que creas lo que viene. Te lo voy a contar porque nadie creería tu historia y porque, no lo olvides, creo que tú eres el próximo.
Me volví a estremecer. Guevara concluyó su relato.
-La memoria de los muertos resuelve no sólo el misterio del silencio sino además el del Más Allá. Estoy seguro de que uno de sus portadores fue Scriabin, me lo dice su música. La memoria de cada hombre que ha pisado la faz de la Tierra es algo tan valioso, Sergio, que no puede desperdiciarse, como creen los ateos y en cierto sentido los cristianos, quienes nunca han logrado aclarar el beneficio que el despertar de un alma en el Cielo encierra para la humanidad. No me costó mucho darme cuenta, muerto el pequeño, de que la memoria de los muertos se ha venido traspasando de un ser a otro desde el origen de la especie. De ese modo se prolonga la vida de cada hombre efectivamente por los siglos de los siglos, sin que éste abandone el mundo, aunque su cuerpo se convierta en una pila de gusanos. La mente elegida que recibe esta herencia va registrando una cantidad infinita y siempre creciente de experiencias nimias, intrascendentes o carentes de significado en sí mismas, como sucede con los datos que contiene la Internet. Piensa en la cantidad de recuerdos que deja un ser humano al morir y multiplícala por los que han pisado la Tierra y los que continúan muriendo; te imaginarás entonces de lo que te estoy hablando. Repara además en que los recuerdos de experiencias externas son la punta del iceberg mientras que los recuerdos de las experiencias internas corresponden a la parte hundida, a la parte desconocida de la historia del hombre. Añádele a esos recuerdos internos las grandes ideas que nunca se dieron a conocer y los secretos de los muertos, especie de piezas faltantes que completan el gran rompecabezas de cada hombre. Eso fue lo que me legó el niño, penúltimo propietario de ese tesoro, y eso es lo que porto yo.
-¿Y si un accidente lo privara de la vida y no alcanzara a escoger sucesor?
-La naturaleza es sabia. Ella se encargaría, como se ha encargado, de transmitir la herencia a la persona más idónea.
-¿Me está diciendo que una riqueza así vino a dar a alguien que vive en Chile, habiendo tantos países en el mundo? -reaccioné a punto de soltar una risa histérica, por no hallar nada mejor que hacer y que decir.
-Estando yo ante un hecho consumado, que es el punto que nos diferencia en esta historia, Sergio, no acerté a darme otra razón que la misma que explica el origen de la vida en un planeta ubicado en el confín de una miserable galaxia: en la Tierra. Y precisamente por esta misma razón pienso que tal vez no sea sólo un hombre el heredero de la memoria de los muertos sino varios, tal vez cientos o miles, cómo saberlo. El caso es que en Chile me correspondería a mí, de eso estoy seguro... y de que tú eres el que sigue.
-¿Por qué no denunció al asesino?
-Mi leitmotiv es "aprovecha, aprovecha". Es increíble que a pesar de esta maravillosa carga que porto se resista a abandonarme.
-¿Por qué dice que yo soy el próximo? -le lancé a boca de jarro.
Al responder tuvo un pequeño brote de sinceridad, o me lo pareció.
-Tú te empeñas en destapar lo que todos tapan, Sergio, pero creyendo hacer grandes descubrimientos solamente muestras a los demás tu propia candidez. ¿O piensas que la gente no repara en sus asuntos y en sus pecados? Alguien quiso que este tesoro fuese de propiedad de los cándidos, que son los niños eternos. Esa misma fuerza que nos gobierna lamenta que aun el candor tenga fecha de término. Pero el mensaje se renueva con cada seguidor.
Vaya que me conocía bien. No sacaba nada con ruborizarme, pero tampoco lo podía impedir.
Guevara terminó de hablar y me acompañó a la puerta. Antes de despedirme le pregunté con cierta incomodidad si había anotado mis datos. Rió a carcajadas, como si mi frase rubricara su pálpito. "No es necesario, Sergio", me dijo con cariño y me palmoteó la espalda. La cita llegaba a su fin, pero aún me quedaba la última pregunta:
-¿Cuál es mi leitmotiv?
-¿De verdad quieres saberlo?
-No estaría de más.
-"Creen que están ante un tipo fácil de pisotear, pero esperen un poco y verán".
Horas después escribía mi soporífera entrevista, tal como la había imaginado, es decir, con los aseadores revoloteando en torno a mi computador y las letras que se salían de los bordes de la página. Obsesionado, al día siguiente me fui al archivo y di con la muerte del niño. En los diarios de ese mismo mes el balance de la clínica aparecía efectivamente con graves pérdidas, y días después del funeral, las páginas económicas informaban de una fuerte inyección de capital de parte de uno de sus socios, lo que la salvaba de la quiebra y convertía con ese acto al padre del malogrado niño en socio mayoritario. El operador de la transacción resultó ser un desconocido abogado dentro del círculo financiero: Boris Guevara. Todo era cierto.

Han pasado dos años. El asunto me ha tenido intranquilo desde entonces, pendiente del reloj, lo que ha mermado considerablemente mi rendimiento profesional. Días atrás me topé con un ensayo de Steiner que habla del silencio, la imposibilidad de medir si un pueblo habla más o menos que otro, lo misterioso que es el contenido del silencio, lo aterrador que éste le resulta al hombre de nuestros días y cosas así. ¿Sabrá Steiner que en Santiago de Chile vive la persona que amplía su interrogante a límites metafísicos?
Dada la promesa que se me hizo de ser el continuador, confieso que desde hace dos años vivo esperando con malsana curiosidad la noticia de la proximidad de la muerte de Guevara, como si ella fuese sinónimo del traspaso de una fortuna incalculable. Fantaseo pensando en la idea que tuvo el empresario para sacrificar a su hijo por una fortuna y he llegado a deducir que escogió de entre los hermanos como víctima a Esteban precisamente porque era el "cándido de la familia", aunque no logro establecer la relación entre una cosa y otra. Tendré pues que esperar para saber, como también tengo que seguir esperando para conocer por fin las verdaderas dudas de Jesucristo en la cruz, las Pasiones perdidas de Bach, la memoria y los miedos de Borges, las reflexiones de Beethoven ante su sordera, el razonamiento de Newton, los terrores de Fouché, las oraciones de María Estuardo en el cadalso, la incredulidad de la mujer que le vio la suerte a Pinochet en 1972, los tesoros que los avaros escondieron debajo de la tierra, la idolatría que sintió Moctezuma por Cortés. No es mi propósito llenarme de oro, aunque sé que vendrá sin duda a mis manos. Mi propósito es conocer al desnudo los pecados de los hombres, los secretos que los hacen surgir a costa de los demás, las ideas ajenas que me impiden no ser sino quien soy; en el fondo, la causa de mi mediocridad y el remedio para erradicarla de mi mente. Pero el abogado no da luces de enfermedad; tiene la salud de un roble americano y la longevidad de una tortuga de las Galápagos. A veces nos hemos encontrado en una ceremonia; yo en mi modesto papel de recogedor de comentarios y él, llevando esa carga de hombre asediado por el poder, el dinero, la gloria y sobre todo las mujeres. En tales ocasiones me parece que me ha dedicado un gesto de complicidad, como si recordara la promesa, pero luego descubro con pesar que es el mismo gesto que les regala a los demás.




(Inspirado en el cuento "El velo negro", de Charles Dickens)

La araña-perro

Acostaba a mi nieta en su pieza cuando le sentí decir:
-Tatínez, una araña (ella me dice ‘‘Tatínez’’).
No le presté mayor asunto porque estaba ocupado sacando su pijama desde la litera superior del camarote. Ella esperaba en la inferior y repetía:
-¡Una araña...!
Pensé que aludía a un espécimen que se estaría desplazando por la pared, pero de pronto miré la colcha y descubrí una araña del porte de una camioneta Toyota 4x4, que caminaba de lo más tranquila con sus ocho patas.
Entonces cometí el grave error de agacharme a recoger a la nieta al mismo tiempo que tomaba la lámpara del velador para alumbrar mejor al animal, que entretanto bajaba por la colcha hacia el suelo. La nieta se me encaramó pilucha al brazo izquierdo y con el movimiento de la lámpara ésta se desconectó y nos dejó sin luz, lo que me hizo pedir auxilio a los demás, que no sabían qué pasaba entre estas cuatro paredes.
-¡Apúrense, que va saliendo!... ¡La linterna, apúrense, la luz, la luz! -les gritaba desde el dormitorio. A oscuras, la nieta lloraba en mis brazos y yo trataba de hacer que volviera la luz a la lámpara.
-¡Apúrense, la luz...! -exigía, temiendo lo peor y saliéndome de mis casillas al escuchar como única respuesta una risotada general de los demás miembros de mi familia, que sospecho que ya me conocen.
-Qué pasa -decían con toda calma, como sacándome pica.
-¡La araña se fue! -grité, abandonando la pieza con mi nieta.
Comenzó entonces la búsqueda, con una nueva lámpara. ¿Quién se atrevería a levantar la colcha?
Nadie.
Nos juntamos en el living a elaborar un plan, con el insecticida en las manos. Alguien recordó entonces que podríamos estar ante la famosa araña-perro que logró escapar hace unos días en esa misma pieza, introduciéndose a un portillo en un rincón.
Nos armamos de valor y como un solo equipo nos metimos a la pieza, mirando a todos lados. Con dos dedos enguantados levanté la colcha de la punta mientras la menor atacaba con el insecticida.
-¡Echen en el closet! -gritó el mayor.
-Entre la ropa -acotó mi mujer.
-Abran la cama -ordenó la ocupante de la cama de abajo.
¿Resultado?
Nada.
¡La araña-perro se había vuelto a escabullir!
Hasta el día de hoy nadie sabe dónde está. Y esa pieza ha quedado clausurada por las noches, porque ahora nadie se atreve a dormir allí.
Me recuerda el cuento de Cortázar ‘‘La casa tomada’’, en que una figura informe se va apoderando lentamente de una vieja casona de Buenos Aires, sin que los dos hermanos que la habitan puedan hacer otra cosa que irse arrinconando, hasta salir a la calle.
No es que la araña-perro haya logrado arrojarnos a la calle, pero yo diría que bien cerca anda.

jueves, mayo 13, 2010

Lilian Inostroza

Este recuerdo se asemeja en su génesis a una canción pegajosa. Un día la vi y seguí de largo. A la segunda vez me fijé que existía. A la tercera vez me llamó profundamente la atención la forma de su cara. A la cuarta vez me enamoré de ella. Cuando uno llega a la parte cautivante de una melodía experimenta una sensación inexplicable de placer, que se origina en un lugar desconocido de la mente y que se transmite a todo el cuerpo de una forma relativamente inconsciente. Esa sensación la provoca un acorde o una mezcla de instrumentos o el vibrato de una voz, lo que sea, pero si se quiere llegar a la resolución del misterio de ese vibrato, de esa mezcla de instrumentos, de ese acorde, se descubre que dentro de esas notas musicales hay un inmenso vacío. Las notas en sí mismas no son nada. Al modo de un taxidermista, se podrían disecar, poner encima de una mesa y no causarían emoción alguna. Las notas sólo adquieren su maravilloso sentido dentro de una pieza, así como Lilian Inostroza sólo tuvo sentido cuando viví el tránsito de los 11 a los 12 años.
Cuando me enfrentaba a ella sentía lo mismo que con la canción que sonaba por la radio, porque ansiaba llegar a ese momento en que cruzábamos miradas, y sólo vivía los minutos que seguían a esa extraordinaria experiencia para retenerlo, intentando convertirlo en la eternidad. Y algo conseguía, pues la emoción solía repetirse, no tan violenta pero sí verdadera, aunque me daba cuenta de que debía ser nuevamente alimentada; mi cuerpo necesitaba escuchar de nuevo la canción para llegar a su misterio insondable. Había que repetirlo todo, tal vez de esa forma se llegara a la raíz.
Intentaba imaginar, por las tardes, escondido detrás de la ventana, mientras esperaba su paso, dónde radicaba el misterio, si en sus ojos verdes o en su figura esquelética o en su moño de cola de caballo. No llegaba a nada. Su imagen lo explicaba todo, pero qué era eso. No lo sabía.
Recuerdo que una noche me acerqué a mi madre, que estaba en la cocina, deseoso de compartir con ella este secreto. Pero aquí algo falla en mi memoria, porque al reproducir la escena, la cocina se empeña en surgir donde debía estar el living y no en la parte de atrás de la casa, frente al patio del naranjo. Sin embargo mi mamá está preparando la comida inundada por una luz amarilla intensa, alegre, y delante de sus brazos ocupados en trozar un pollo blanco existe una ventana que da a la calle, todo absolutamente falso, si se deseara investigar la realidad. Mi memoria insiste en inventar otra cocina, más parecida a la de la casa de Eduardo de Geyter, sabiendo sin duda alguna que esa casa corresponde al año 1967 y no al 64.
En esa cocina le confesé que me gustaba la Lilian y no se echó a reír, como temía, sino que se sorprendió gratamente y pareció comprender mis sentimientos, lo que me provocó gran alivio, pues había alguien que entendía lo que yo mismo no podía entender. Me preguntó qué Lilian y le dije que la sobrina de la señorita Fresia.
Una noche fría mi mamá se cruzó con la señorita Fresia. Regresaba ésta del hospital con su paso corto y enérgico y las paredes devolvían el fuerte retumbar de sus zapatos de tacones altos. En su brazo derecho portaba el siniestro maletín que contenía la jeringa de vidrio, la aguja, el agua destilada y la goma elástica, elementos con los que me hacía sufrir una vez al mes, a las siete de la mañana. La penicilina benzetacil la esperaba religiosamente en el botiquín.
-Parece que vamos a ser consuegras -le dijo. Mi mamá se rió y le devolvió el comentario. Yo, que estaba allí, entendí la situación y me puse entre contento y avergonzado, porque había esperanzas, no sabía bien de qué, pero era un hecho que la situación iba por buen camino, de otro modo la señorita Fresia habría sugerido que la Lilian no correspondía mi amor. Más tarde, pensando en la almohada, me molestó que se hablara de mí sin consultarme mi opinión. Me dormí pensando qué había querido decir la señorita Fresia con esa frase, ya que no demostraba a ciencia cierta que la Lilian hubiese dado su opinión de mí alguna vez, aunque por otro lado, si yo no había dicho nada y mi mamá creo que tampoco, ¿cómo se había enterado ella de que yo estaba enamorado de su sobrina?
Recuerdo que por esos días hubo una gran maratón de niños para celebrar el aniversario del club Simón Bolívar. Cuando dieron la partida eché a correr metido en una maraña de jadeos y calculadamente me quedé adentro del pelotón. Los competidores se fueron cansando y yo, que ese día estaba tocado por una varita mágica, empecé a adelantar posiciones hasta que tomé la punta antes de la mitad de la carrera, cuyo trazado comprendía unas diez a doce cuadras. Gané muy fácilmente y de premio me regalaron un lápiz pasta rojo ABC, que estaba por detrás del BIC y qué decir del Parker. Quedé feliz, más feliz cuando la señorita Fresia pasó por la plazuela donde se ubicaba la meta y la Lilian le gritó: "¡Tía, el Hugo ganó la maratón!".
Pero he sido muy desordenado para hilvanar este relato. La memoria es así: arroja recuerdos según la importancia que nuestra cabeza les asigna, sin respetar la línea del tiempo. Cuando esta mañana comencé a escribir, lo que quería revelar era la forma en que planificaba mis jugadas maestras. Y de hecho es importante que insista en el proyecto original, ya que de él se pueden extraer interesantes conclusiones.
Una vez que la vi por cuarta vez y decidí que me había enamorado de ella comencé a vivir un calvario terrible. No se me pasó por la cabeza la idea de hablarle, eso habría sido demasiado, pero necesitaba verla. El destino me dio una mano cuando descubrí la coincidencia entre mi hora de salida de clases y la hora de su entrada. A menudo la veía dirigirse al liceo con su falda azul, su camisa blanca y su cola de caballo justo cuando yo venía de vuelta, hambriento y desganado. La divisaba a dos cuadras de distancia y se me aceleraba el corazón. Pasábamos uno frente al otro sin decirnos nada, rodeados de ese silencio estremecedor de las dos de la tarde en la provincia. Llegaba a mi casa con un regusto dulce y amargo que me quitaba el hambre. Faltaban aún cinco horas para verla por detrás de las cortinas, si es que la veía.
Decidí entonces que un asunto tan importante no podía ser dejado al azar, y así planifiqué cuidadosamente mi trayecto diario de regreso, momento que se consagró como la instancia más segura para verla. Debía salir del liceo y caminar por Germán Riesco hasta llegar al liceo de niñas, en la Plaza de los Héroes. Allí, enfilar por Estado, doblar en O'Carrol, cruzar la calle Campos -poniendo máxima atención en su horizonte- y bajar por Astorga, que era la vía regularmente elegida por ella para encaminarse al liceo. Digo regularmente porque no pocas veces, para mi desgracia, elegía Campos, lo notaba porque al atravesar una esquina y mirar a lo lejos la veía atravesando su esquina una calle más allá, señal de que la había perdido, de que el día era vacío.
Generalmente nos cruzábamos alrededor de la una y cuarto de la tarde en Astorga, entre Gamero e Ibieta y como ya lo escribí, se trataba de un encuentro silencioso que no dejaba más huella que los latidos de mi corazón.
Pero un día, con el corazón al máximo, me jugué la vida y le dije hola, prácticamente a sangre de pato. Ella me miró con sus ojos verdes, sorprendida, y me respondió el saludo.
¿Cuánto duró ese instante? ¿Tres segundos? Dos niños que se cruzan, se saludan y se alejan. Tres segundos desde que tomé la decisión de saludarla, a lo más cuatro, lo que va del límite de una casa de adobe a la siguiente. Como habría dicho Neil Armstrong, tres segundos para la calle Astorga, una vida entera para mí. Había hallado la felicidad y ahora sólo me restaba repetir los encuentros hasta el cansancio, con la certeza de que además de verla escucharía su voz dirigida a mí. Hola-hola. Eso sería todo, no ansiaba nada más.
Y de hecho fue así.
Vino entonces la parte oscura de mi personalidad. En vez de disfrutar la vida me dispuse a lanzar anzuelos y redes para atraparla a la distancia, en el convencimiento de que solamente el conocimiento y la captura anticipada del futuro pueden llevar a la felicidad.
Averigüé si ella era efectivamente un año menor que yo, como se decía, porque una ley no escrita pero sabida por todos dictaba que el hombre debía ser mayor que la mujer un año. Tras comprobarlo sentí un enorme alivio. Supe que tenía un hermano y me hice amigo del hermano, por interés. Indagué si tenía buenas notas, porque era impropio que a uno le gustara una niña que tuviera malas notas. Con indecible pavor reuní datos sobre sus sentimientos, en especial si estaban dirigidos a otro. No llegué a nada. Averigüé que todos los fines de semana se iba a Caletones, donde vivían sus papás. Y finalmente supe que al año siguiente se iría a estudiar al internado femenino de Santiago.
No recuerdo qué sentí cuando realmente se alejó de mí, mas no creo pecar de mentiroso si dijera que lo más parecido fue una leve esperanza de que al cabo de cinco años volvería a verla y todo sería igual que antes.
Estaba lejos de sospechar entonces que ella cerraba la primera etapa de mi vida y abría la segunda, la menos sincera de las tres, la edad del trabajo productivo, del acomodo, del deseo sexual y de las ambiciones solapadas, que duró hartos años más y daría para un libro.

martes, mayo 11, 2010

Aún

Las hojas de la alcachofa se van juntando en el plato, extraída su carne, y a la alcachofa ya se le empieza a ver su centro. Es un corazón que se va haciendo cada vez más pequeño y que, si se sigue con el procedimiento de deshojar la alcachofa se reducirá a la nada, de un momento a otro.
No es poética la metáfora para ilustrar mi propio avance. Últimamente percibo a través de leves señales que estoy acercándome a mi centro, y lo que atisbo no es bueno. Debajo de las hojas está apareciendo un cogollo de crueldad, egoísmo y vicio.
Las hojas que cayeron al plato, ¿qué nombres tenían?
La de más afuera, grande como una galería de estadio de fútbol, se llamaba Inocencia
Le seguía la hoja de la otra galería, Culpa
Debajo de ellas se escondía Ansia
A su lado, dando la vuelta, Ambición
Más abajo, la hoja Ingenuidad
Todavía más abajo, Avaricia, Narcisismo, Ramplonería y Vanidad
Casi al final, Miedo
Bajo el Miedo, Desaliento
Bajo el Desaliento, Resignación, una hoja transparente
Y llegando al corazón, Generosidad
Veo esas hojas usadas encima del plato. Ya no dan ganas de hincarles el diente, porque están comidas. Parecen estorbos cóncavos, unas encima de otras, material para la basura.
Resplandece sutilmente el corazón de la alcachofa.
Aloja Crueldad, Egoísmo y Fantasía. Un torrente le brota de un borde; es un torrente de Amor.
Penoso es darme cuenta de quién soy, penoso es no querer cambiar, penoso es entregarme a la verdad, penoso es taponearla.
Ya he vencido antes a los ángeles caídos, he pasado pruebas. Aún soy dueño de mis actos; me queda la conciencia.
Cuando se abra el corazón se verá el Vacío, se verá a Dios.

viernes, mayo 07, 2010

hemos vencido

Ejércitos
Pasaron por el bosque
Pasaron a llevar las ramas
Arrancaron los árboles de cuajo
Seguían al Libertador
Al general

El General
Su guía fue una espada
Iba abriendo el bosque
Con su espada reluciente
Iba cayendo todo lo que su
Espada reluciente
Condenaba

La Espada
Se comentaba en las noches de tormenta
Cuando los soldados se arremolinaban
En torno al fuego como polillas
Murmuraban la espada es el poder y
De sus bocas brotaba neblina

Frías noches lluviosas de tormenta
Las botas en el barro
Las espaldas sobre el barro
Las manos sobre el fuego
Y sobre las espaldas
La Manta

El general fumaba en su aposento
En su tienda de campaña
Una bailarina danzaba para él era una
Prisionera
Tenía labios carmesí
Y le pedía cigarros

Los lobos
Hambrientos desconfiados
Temerosos del castigo Audaces
Gruñendo vociferando reclamando
Su Parte
Los lobos

Al amanecer serían despertados por
Las Voces
Gritos destemplados eufóricos
De sueño de hambre de rabia
Los lobos escondidos
La bailarina guardada en una caja
El General

Ese preciso día
Subió el humo hacia los montes
Se lo llevó el viento a las ciudades
Era una sombra negra
Una frazada de humo
Miedo

Juan Cortés
Tenía un lunar al costado de la frente
Tocaba guitarra, no muy bien
La cara llena de espinillas
No eran tiempos de escribir cartas a las novias
Y qué importa, si no tenía

Pedro Urbina
Pasaba viéndose al espejo
Maricón le decían
Los Soldados
Pero no era maricón
Le gustaba mirarse al espejo

Gustavo Cárcamo Ramírez
Aníbal Escalante Vera
Pablo Quepe Moraga
Cristóbal Muñoz Medina
Ildefonso Miranda Luces
Ramiro Benítez Ochoa

Godofredo Retamales Washington
Misael Vega Nahuilpán
Samuel Chirinos Bedoya
Carlos Pantoja Flores
José Martínez Martínez
Enrique Zañartu Oses

Lautaro Cardemil Inzunza
Sergio Barriga Campos
Octavio Norambuena Inostroza
Patricio Zurita Dalmacio
Boris Vian Beauvoir
Hugo Fantuzzi Meléndez

Cuántos poetas cuántos profesores
Subieron como el humo
Como el Polen
Sin Norte
Las Cruces
Para Siempre

Gustavo Cárcamo Ramírez
Hacía reír
Habló varias veces en un programa de radio
¿Recuerdan?
Tenía mala puntería
Una bala de cañón lo atravesó

Aníbal Escalante Vera
Lo trajeron del campo
A la fuerza No quería morir
Y cuando se dio cuenta
De que se estaba muriendo
Se puso a llorar

Pablo Quepe Moraga
Otro nombre anónimo
Otro entre tantos
Otra cruz al viento
Otro amor correspondido
Otras flores marchitas

Cristóbal Muñoz Medina
Soñaba con una mina de oro
Con las carreras de caballos
Se tenía tanta fe
Un día de estos el menos pensado
Doy el zarpazo se decía

Ildefonso Miranda Luces
Era hijo natural
Le decían Papá Barata
De lo negro que era
En el batallón le tenían lástima
Murió de los primeros

Ramiro Benítez Ochoa
Estudiaba Castellano
Se especializó en las
Llaves de Lenz
A su cerebro lógico
Le entraron balas

Godofredo Retamales Washington
Y Misael Vega Nahuilpán
Se hicieron amantes
En las Trincheras se supo
El General los ubicó
En trincheras Separadas

Godofredo Retamales Washington
Salió a buscarlo de Noche
Le llegó un disparo de cerbatana
Venenoso
Misael Vega Nahuilpán salió a recogerlo
Y le llegó un disparo de cerbatana

Amor de soldado
Hay de varias layas
Recordad el caso de
Juan Cortés no tenía Novia
¿Lo habíais olvidado?
Tan frágil la memoria
Olvida a los 2 minutos

Y hay quienes Pretenden
Vida eterna
Recuerdo eterno
Estar Eternamente en boca
Son los Poetas
Los Egos más grandes del mundo

El Ego es la Conciencia
Había un Ego del porte de un
Huevo
Creció, Nació
Se Multiplicó
Y Murió

Samuel Chirinos Bedoya
Se ganaba la vida de Estafeta
A la orden del sistema
Estafeta 14.784
Samuel Chirinos Bedoya
Corra antes de que cierre el Banco

Llegó al Banco
Justo a las 2
Hizo una larga fila
Contento de servir
Conocía a la cajera
Se comió un Hot Dog

Carlos Pantoja Flores
Arrojado a la
Fosa Común
Sin miramientos Descubrieron
Bajo el Uniforme que
Usaba medias de mujer

José Martínez Martínez
Inventaba tapones
Para las Tinas de Agua
Capaces de Contener
El agua meses
Se llevó el secreto a la tumba

Enrique Zañartu Oses
Venía de una Familia
Acomodada
Venida a menos
Tenía una Bata
Fucsia

Lautaro Cardemil Inzunza
Iba en Quinto de Derecho
Le fascinaba la música
Lo único que hacía
Era escuchar Música
Era un Músico

Sergio Barriga Campos
Era malo para los
Negocios
Sus panaderías
Nunca...
Para qué digo más
Si ya se sabe
Lo que viene

Octavio Norambuena Inostroza
Enseñaba conocimientos
Básicos
A los Niños
Le gustaba Mirarlos
y Tocarlos

Patricio Zurita Dalmacio
Cayó
De un ataque
Al Corazón
Estaba Condenado
De antemano

Boris Vian Beauvoir
Escritor y Poeta
Bellísimo
Amante de una Mujer
Famosa pero también
Figura en la Lista

Hugo Fantuzzi Meléndez
Acostumbraba decir
Que el otoño es la más
Bella
Estación de todas
El Otoño

Todo es así en este mundo
El general anota en su diario
De Vida
8.236 Muertos
711.947 heridos
hemos vencido

El Presidente
Aló General
Aló Presidente
Qué
Misión cumplida presidente
Lo haré saber

El Presidente
Al Pueblo
hemos vencido
Viva dónde están
Murieron
Por qué

El general
Aprendió a leer
A los 2 años
A los 5 años los mayores
Se rieron de su
Pene

El General amó
Amor descabellado
Vómitos nocturnos
Sentía ganas de
Arañar los Vidrios
Saltar por las ventanas

Consumido por Mapas
Y Compases
Mas por la noche
Hacía llamar
Repartido el rancho A
La Bailarina

Mujer Imposible Ilógica
Su padre la mandaba
De Niña
A los Barcos
La seguía por la Casa
Como un Loco

Entró la Bailarina
A un mundo Feliz
Donde nadie ríe
Y todos
Mueren de Pena
Fuman cigarros

Era el Amor
Que despertó una mañana de su Sueño
De Años
Presa de Cólera
Enceguecida
Amó amó amó

Vergel de belleza sin par
La Bailarina
Que hace despierto soñar
Jardín ideal siempre en flor
La Rosa Bailarina
Luz Cielo Amor

Pocas Precauciones
Sublimes Palabras
Besos Ardientes
Nunca dados

Ama al general
Y se consume por
El General
Se consume
Por la
Bailarina

Sin Olvido sin Tiempo
El General La Bailarina
hemos vencido

Fue tan hermoso
Se resistió a morir
En Brazos del General
Que la seguía por sus
Aposentos
Como Loco Enamorado

Le dijo El General hemos vencido
Respondió No
En la otra Página
De su diario de Vida
Escribió de nuevo El General
hemos vencido

El General
El Presidente
Los soldados
El bosque
Los lobos
La Bailarina

lunes, abril 26, 2010

La danza macabra

Durante unos años y por su condición de gruero, mi padre tuvo tres turnos, que le iban cambiando cada 15 días: el de la mañana, que empezaba a las 7 y terminaba a las 3. El de la tarde, entre las 3 y las 11. Y el de la noche, que empezaba a las 11 de la noche y terminaba a las 7 de la mañana y que de repente no desempeñó más, al parecer por un acuerdo que tomó con uno de los damnificados restantes. Cuando quedó con dos turnos nuestras preferencias se inclinaron por el de 7 a 3, porque lo teníamos más en casa. Además, como no salía del trabajo junto con el choclón de las 5 de la tarde había menos posibilidades de que se pasara "a las tomas".
Calculo entonces que cuando bailé la danza macabra él estaba trabajando en el turno de las 3 a las 11, porque si hubiera andado en las tomas, esa noche mi mamá, el Vitorio y yo habríamos estado deprimidos, más bien silenciosos, alertas, sin ánimo de disfrutar de números artísticos, fuese en calidad de protagonistas o de espectadores.
Por esos mismos días mis papás habían estrenado el tocadiscos y en la colección destacaban long plays de Ray Conniff, Bert Kaempfert, Ray Colignon, Ella Fitzgerald y Eugene Ormandy, éste último doble, y el que más me gustaba. Se trataba de una selección de grandes hits de la música clásica interpretados por la Orquesta de Filadelfia, que adoraba escuchar tendido en el sofá, entregado a las más diversas ensoñaciones. Mis temas favoritos eran la Obertura de la ópera Carmen, el Vals de las flores, la Rapsodia húngara número 2, el Aprendiz de brujo y la Danza macabra. El Cisne de Tuonela no le gustaba a nadie. Mi mamá prefería la Toccata y fuga en re menor de Bach; decía que era lo más grande que se había hecho en la música y todos le creíamos, pero ahora intuyo que se dejaba influir demasiado por los comentarios que escuchaba durante los juegos de canasta en la casa de la tía Gloria, a los que acudía lo más granado del magisterio femenino y de la clase media de Rancagua, lo que se sobreentiende que es un decir cargado de piadosa ironía. En fin, y volviendo al disco, cuando el surco llegaba al Cisne de Tuonela nadie decía nada, todos queríamos que pasara rápido.
Hace unos días escuchaba una radio finlandesa por internet y una pieza me estremeció de tal modo por su aire melancólico y delicada belleza -distinguí claramente unos violines angustiados en medio de la niebla- que apreté los audífonos al oído cuando llegó el momento de que el locutor diera su nombre. Era el famoso Cisne de Tuonela, que en esos días rancagüinos yo leía con pertinacia el Cisne de Tuanola.
Siempre me he preguntado por qué me pasmé musicalmente, considerando que tenía tan buen oído. La verdad es que no lo sé, pero sospecho que se debió a que mis papás no siguieron incrementando la colección de música clásica, a que nunca estudié seriamente un instrumento, pero sobre todo a que mi disposición frente a la música y por qué no admitirlo, frente a la vida, es y ha sido más bien pasiva. Por último, tan buen oído no pude haber tenido si me desconcentraba cuando la aguja del tocadiscos llegaba al Cisne de Tuanola.
Esa noche, pues, estábamos los tres en el living y sonaban los temas de la Orquesta de Filadelfia. En un momento me desaparecí y me encerré en el baño. Lo tenía todo calculado. Disponía de dos piezas musicales, alrededor de diez a doce minutos, para disfrazarme de la Muerte. Mi corazón palpitaba mientras me dibujaba ojeras con el lápiz de mi mamá. Con el rouge labial esbocé hilillos de sangre que corrían por las comisuras de mis labios. El disfraz acabó cuando me puse la bata azul de mi papá, que me llegaba al suelo, y un pañuelo de seda de mi mamá en la cabeza. Así esperé hasta que un enérgico violín anunció el comienzo de la Danza macabra. Salté entonces al living y tanto mi mamá como mi hermano se echaron bruscamente para atrás en el sofá de la impresión. Había producido el efecto deseado, pero aún les faltaban largos minutos a mi espectáculo.
Entonces salió a flote lo que doy en llamar "la parte brillante de mi personalidad" o "el aspecto lúdico de mi personalidad", que se exhibe al mundo contadas veces, casi siempre sólo ante los niños, y que consiste en el puro deleite de jugar a vivir la vida. Mientras liberaba una energía esencial, ausente de vergüenza y de prejuicios, y me volvía consciente de la realidad de poseer un cuerpo que se mueve, salta, se estira y se recoge, bailé seis a siete minutos seguidos, lo que dura la pieza musical, improvisando muecas extrañas y pasos nunca dados, aterrorizando a mi hermanito y llenando de un miedo feliz a mi mamá. Les bailaba y les recordaba que la Muerte es un juego que se juega amando, amándose, gozando de las migajas que nos concede el Tiempo. Durante diez minutos fui por fin yo mismo, transfigurado, explorando inocentemente los mismos dominios que con el correr de las hojas del calendario se convirtieron en pecados que hoy me provocan hastío y me llevan finalmente a ser quien soy, aunque trate de disfrazarlo.
Pero la escena había tenido otro testigo: la Tato, hija menor del tío Isidoro.
Días después nos contó que pasaba esa noche por la casa y que antes de tocar a la puerta se asomó por la ventana y miró hacia adentro. Cuando vio a la Muerte salió arrancando, despavorida.
-¡Me dio más susto el Hugo! -dijo.

jueves, abril 15, 2010

Cariño mío...

Angustiado por el taco de las seis de la tarde, pero sobre todo por ignorar dónde dormirían esa noche, Vargas manejaba de mal humor. Llovía intensamente.
En los meses de enero y febrero en Pucón, los veraneantes se ponen tácitamente de acuerdo para sobrepoblar el único camino que une al balneario con los pueblos cercanos. A cierta hora les da a todos por comprar, no en cualquier almacén, sino en el gran supermercado retirado del centro un par de kilómetros, los justos para que se forme el taco. El sólo salirse entonces del camino implica un enorme alivio para los que abandonan la fila o una enorme molestia para los que deben retornar a ella.
Era éste último el caso de Vargas. Se había salido varias veces para hallar siempre la misma respuesta afuera: todo copado, no hay cabañas. Respuestas frías y precisas que a Vargas se le antojaban burlonas, altaneras, insensibles, propias de aquellos que no sirven a los demás, sino que se sirven de los demás para satisfacer sus propias ambiciones.
Volver a entrar, tratar de que le dieran el paso, abrir los vidrios para ver mejor, tener que soportar la lluvia en su rostro, rogar... rogar por un espacio en esa fila de vehículos tan propia de la sicología humana, para cualquiera sería motivo de disgusto. Para Vargas, acostumbrado a ver el lado negativo de las cosas, era lo malo dentro de lo malo.
Su mujer trataba de ayudarlo, sabiendo que la mejor de las ayudas no se la podría brindar jamás: la de cambiarle el carácter y hacerlo un hombre alegre, liviano, descuidado. Se suponía que se habían ido de viaje para "pasarlo bien", para disfrutar de "merecidas vacaciones". Mas, ¿no hubiese preferido ella en ese momento disfrutar un sencillo momento de tranquilidad en un parque de la capital, bajo las hojas de los boldos, los peumos y los castaños? ¿Había que viajar para ser feliz? ¿Y había que viajar con su marido? Cada ciertos minutos Vargas le recriminaba que había dejado pasar una cabaña, que no había visto un letrero, que le cambiaba la radio, que él tenía que hacerlo todo, dios mío, cuánta paciencia, se decía ella y se preguntaba por qué, por qué aguantarlo, por qué seguirlo aguantando...
Casi al final del taco, cuando ya las construcciones de la orilla comenzaban a dar paso a praderas y bosques cercados por montañas, Vargas se salió de nuevo al adivinar un aviso escrito con carbón en un pedazo liso de madera nativa: "Disponible". El letrero, prácticamente imperceptible, se afirmaba en dos pequeños troncos enterrados bajo un conjunto de lengas que adornaban la entrada de la casa. Bajó y tocó la puerta, esperando la respuesta consabida. En el estacionamiento había dos autos: un todoterreno de lujo y una camioneta destartalada. Y arrinconado, un cochecito de juguete con una muñeca de trapo, que causaban tierna impresión. Una mujer lo hizo pasar. Quedaban, no precisamente cabañas, pero sí habitaciones dentro de la casa.
Vargas le hizo un gesto a su esposa y la esperó en el zaguán, bien protegido de la lluvia que caía a baldes, y de los goterones que arrojaban sin piedad los árboles desde la altura. Hechas las presentaciones, la mujer cerró la puerta y les pidió que la acompañaran a subir la escala. Así se hizo, ella adelante, ellos detrás. Vargas no pudo dejar de apreciar el atractivo físico de esa mujer de edad madura, cercana a la de ellos, tal vez con un puñado menos de años. Ya le había estudiado su rostro y había decidido por sobre todo que era fino, aristocrático. Ahora que la veía por detrás podía sumarle naturaleza a su clase.
La casa también tenía clase, estimó de una ojeada: antes de que la subida le quitara la visión del primer piso pudo admirar una sala de estar amplia, con muebles rústicos y a la vez elegantes, revistas de decoración en el grueso vidrio de la mesa de centro y una chimenea de piedra, encendida, frente a los sillones. La misma escala de madera nativa, barnizada, a pesar de ser nueva, no dejaba de poseer ese estilo propio e indefinible de las cosas chic, como dado por el conjunto. Era en síntesis una casa de ricos, concluyó con inusitada alegría, que era la alegría de disponer para sí de los bienes de los ricos con su dinero bien ganado.
El segundo piso, si cabía, resultaba aún más interesante que el primero. Alrededor de las habitaciones se desplegaba un espacio de cómodos sillones, con un librero de pared a pared en cuyo costado lucía un computador encendido. Un balcón dejaba ver la planta baja y todo el piso se regalaba con el calor que se desprendía de la chimenea.
Antes de que les enseñara la habitación ya le habían dicho mentalmente que sí. Cuando cerraron la puerta y se instalaron, ambos se dijeron con la mirada: qué suerte.
La mujer volvió a lo suyo y retomó la conversación con el hombre que la acompañaba. Curioso: con la ansiedad por hallar alojamiento, Vargas no había reparado en su presencia. Ahora que lo sentía desde arriba no pudo dejar de preguntarse quién era, qué relación lo unía a la mujer, en el fondo, quiénes eran ambos.
Ellos dos. Vargas y su mujer.
El hombre parecía estar contento, hablaba sin pausa de muchos temas, de numerosas personalidades que Vargas conocía por los diarios, pero que él parecía conocer personal e íntimamente. Mezclaba sus opiniones informadas, incisivas o piadosas con su desasosiego por tierras aún no arrendadas y observaciones sobre el clima, de tal manera que a Vargas se le antojó de repente que se trataba de un tipo inofensivo y simpático que mataba el tiempo de manera campechana y agradable, como él nunca había sabido hacerlo. La dueña de casa asentía y de vez en cuando agregaba detalles que la ubicaban naturalmente en ese mismo círculo de elite. Hablaban sin apuro y mientras lo hacían ella tostaba pan y lo servía con jamón y mantequilla, acompañado de vino, acciones que Vargas y su mujer adivinaban por el olfato y el oído desde sus sillones del estar superior. De manera que así son los ricos en la intimidad, sencillos como uno, se decía Vargas, con los ojos clavados en una página de la Odisea que se negaba a quedar atrás.
Con los minutos fue reparando, sin embargo, en algo no completamente transparente, en una trizadura de esas que se advierten con asombro al examinarse con cuidado un cristal. Se iba haciendo evidente que el hombre y la mujer no constituían ni un matrimonio ni una pareja, y que el hombre no vivía en la casa, nada dramático dentro de la verdadera conclusión que desprendió de lo que oía. Vargas calculó que la camioneta debía de pertenecerle al hombre y el todoterreno a la mujer, y así lo comprobó dos horas después, cuando éste se despidió y se perdió en la oscuridad de la noche lluviosa entre corcoveos del motor.
La verdadera deducción de Vargas fue que el hombre era una especie de rico empobrecido y ella, una mujer separada que vivía de la insuficiente pensión que le había dejado su esposo, pues se veía obligada a arrendar algunas de las habitaciones de su casa durante el verano.
¿Era eso? ¿Eran amigos, primos? ¿Acertaba en la trama que iba tejiendo su cabeza y que no le dejaba concentrarse en la lectura?
Se oyó entonces el motor de otro auto, que luego se apagó. Sonó el timbre. Vargas lo maldijo. Llegaron otros veraneantes, los traerán arriba, habrá niños, mujeres de conversación superficial, se sentarán con nosotros, se mezclaran con este ambiente refinado que no les pertenece, me impedirán este goce tan ansiado, pensaba con furia real, que disimulaba metiendo los ojos en las páginas del libro. Su mujer parecía seguir concentrada en el suyo y disfrutar del calor de la chimenea.
Pero los visitantes no alcanzaron a subir. Algo sucedió que se fueron de inmediato. Vargas y su mujer se miraron nuevamente: qué suerte.
La tarde se había hecho noche hacía rato, pero no lo suficiente como para que Vargas y su mujer apagaran las luces y se recogieran en la habitación. Con todo cuidado él había entrado a la pieza, para volver con una botella, dos vasos, una tortilla de campo, un trozo de queso y una manzana. Antes de compartir la merienda se detuvo a examinar los libros del estante. Casi sin excepción se trataba de textos científicos relativos a la agronomía, que cubrían temas de aguas, cultivo de bosques, máquinas industriales, libros que se codeaban y se protegían en forma egoísta, sin dejarle el menor espacio a una materia cualquiera intrusa e indeseada.
Comían y bebían, Vargas el pan y el queso con ansiedad y su mujer la manzana, con un placer fresco, ausente de glotonería, cuando desde abajo la mujer pulsó las cuerdas de una guitarra y comenzó a entonar una melodía.

Encontrarnos tú y yo
Es un juego fantástico
El amor es más que amor
Como en un sueño mágico

Cantaba con una voz cristalina, maravillosa entre el murmullo del viento y la lluvia de la noche, una voz sin estridencias, íntima, de café concert. Una voz profesional pero inmaculada, no dañada por las tablas ni por la mentira del backstage.

Descubrirnos, tú y yo,
Palmo a palmo, idénticos
Es vivir más que vivir
Es vivir todo al máximo


Dejaron de comer y de leer y se integraron a la ceremonia de la ofrenda. Sólo podían homenajearla con su silencio y así lo hicieron.

Cariño mío, dos aguas
Van formando un mismo río
Tu sueño se va haciendo
sueño mío
Y ya no hay diferencia entre los dos
Cariño mío, cariño mío
Yo no sé vivir sin ti
No sé cómo decírtelo...

La canción culminó de pronto, bruscamente. La mujer dejó la guitarra, apagó las luces y se fue, atravesando la cocina.
A Vargas y su mujer les dieron ganas de aplaudir, pero sin ponerse de acuerdo no lo hicieron. Terminaron de comer y de beber, se levantaron de sus sillones y entraron al baño a cepillarse los dientes. Qué lindo canta, dijo ella dentro de la cama, bien tapados. Sin notas de guitarra y sin voz humana sólo quedaba el ulular del viento y un murmullo indefinible que sólo entonces se les hizo patente, un murmullo sereno y constante, invencible a los vientos y los truenos.
-¿Escuchas? -dijo Vargas.
-Sí... es como ruido de agua -dijo su mujer.
Vargas se levantó de la cama y abrió la ventana. El viento se coló como perro hambriento y con él, un torrente invisible desde la distancia.
-Hay un río -le informó. Cerró la ventana, volvió la calma a la habitación, se dieron las buenas noches, se besaron y se quedaron abrazados. Cuando ella se durmió él sacó el brazo de su cuello y le dio la espalda. El río seguía su curso en medio de la noche; el viento atenuaba sus lamentos y la lluvia declinaba hasta desaparecer bajo el peso de la imperturbable corriente. Vargas veló el sueño de su mujer hasta que al cabo de una hora logró conciliar el suyo.
Por la mañana todo cambió. Una luz violenta, de día sureño después del temporal, entró desde temprano por las cortinas a medio cerrar; el sol alumbró hasta los rincones más ocultos de la habitación y les obsequió de paso la visión de un paisaje idílico: entre los árboles nativos las aguas transparentes y verdosas del río se desplazaban majestuosamente, sin descanso, invitando a la vida. Las truchas, hambrientas tras una jornada negra sin luna, saltaban de tanto en tanto a capturar mosquitos, y las aves volaban de rama en rama, buscando alimento, trinando, llamándose entre ellas.
Mientras su mujer armaba la maleta, Vargas bajó a pagar la cuenta. La mujer recibió el dinero, casi sin mirarlo, y le agradeció con una sonrisa que Vargas aprovechó para alabar la pureza de su melódica voz. Ella asintió en silencio, bajando la vista. Cuando se marchaban, Vargas no pudo dejar de notar unas fotos sobre la repisa de la chimenea. En todas aparecía una alegre rubiecita, de unos siete años. Se la veía en un columpio, con sus padres, con su mamá, sentada con una muñeca de trapo en la falda en el banco de la terraza que daba al río.
-¡Tengo un hambre! -dijo su mujer, apenas entraron al camino despejado. Vargas permanecía mudo, como siempre. Manejó hasta Pucón, se detuvo en un café y la invitó a desayunar. De nuevo en el camino a Temuco, avanzada la mañana, ella apartó de pronto la revista que leía:
-¿Te acuerdas de la niñita, la hija de ese ingeniero? -le habló.
Vargas sintió un ligero estremecimiento al responder, que su mujer no advirtió.
-Sí, estaba pensando lo mismo.
-¿Hace cuánto fue?
-Hará unos cinco a seis meses. Algo así. Creo que fue para el Dieciocho.
-¿Sería en ese río?
-No creo que haya otro parecido por ahí.
Ella retomó la lectura y se hizo un nuevo silencio. Al mando del volante, Vargas veía abrirse a ambos lados del parabrisas un desfile de árboles, trigales, vacunos, campesinos difusos, un conjunto de verdades que iban naciendo para quedar inmediatamente atrás, muertas como fondo de légamo, recodo pantanoso de río.

lunes, marzo 29, 2010

Crepúsculo

En los minutos previos al anochecer el camino secundario se tiñe de colores melancólicos que lindan con un mundo incierto, que estremece. El paisaje se vuelve azulado y bajo esa tonalidad las paredes del estómago agrédense a sí mismas; una leve sudoración baja del cuello al espinazo y las manos se aprietan, se agarran al volante. Son minutos eternos, allí en el camino nada es seguro y nada se saca con presionar el acelerador; desde cualquier recodo salta un producto de la imaginación al parabrisas y los puños se cierran todavía más al verlo allí, pegado al vidrio como un pulpo. De nada sirve haber encendido los focos, porque los focos no alumbran. Todo lo que se puede ver con lo que se esconde más adentro de los ojos es el canto fúnebre de la naturaleza; ni siquiera la radio ayuda a matar el silencio que hipnotiza a la tierra, a las plantas y a los animales. En ese instante de angustia, lo único que se mueve es el auto.
Entonces se ansía huir, entrar en la noche, protegerse dentro del cómodo vehículo inexpugnable y alumbrar con los focos sólo aquello que resulte necesario.
Pero los minutos no pasan y los modernos tréboles de asfalto que conectan con el camino principal se retuercen en curvas que no llevan a ninguna parte. Es la modernidad que habían prometido y que se ansiaba y se aguardó por tantos años, pero cuando se le exigió utilidad con urgencia, cuando se le rogó que salvara a la mente exhausta, cuando llegó su momento, no sirvió. Los tréboles quedaron plantados en el suelo, como muestra de una civilización extinguida cuyo único sobreviviente, el conductor de un automóvil, se debate en la más espantosa incertidumbre, pues ansía llegar y no llega, ansía entrar al camino principal en el que cientos de focos y motores se le cruzarán a cada momento, lo adelantarán o lo verán pasar; ansía el sonido de las ruedas de goma que se pegan al cemento, las bocinas de los camiones frigoríficos, el silbido de los Mercedes Benz que le devolverán la vida. A cambio de sus esperanzas, pájaros, liebres y zorros son meras figuras de una estampa colgada en la pared, se miran fijamente entre ellos, paralizados, y las hojas mustias de los arbustos que les sirven de fondo transmiten abatimiento, porque no hay comunicación alguna, todo se ha perdido para siempre.
Existe una salida diferente, hay un borde del camino a través del cual se puede acceder a la autopista; ya que nadie lo está usando podría intentarse, es la última esperanza.
Y en efecto, es posible, da resultado, a pesar de la dificultad de la curva tan cerrada, con un declive que le hace al auto apuntar las ruedas hacia el cielo gris sin estrellas.
Se ha entrado, por fin; se ha llegado a las puertas de la ilusión. Y ya que nada allí es conocido, hay que bajarse del auto para saber dónde se está. Hay que pisar esa sustancia azul brillante, húmeda, limitada, plana, plagada de recovecos, como sesos de cerebro.
¿Qué es esto? ¿Adónde vino a dar el auto? Ay, si la vista pudiera elevarse un poco para saberlo. Pues la superficie vibrante y jabonosa pareciera ser la ínfima parte de algo vivo, la milésima fracción de un cuerpo a punto de actuar sobre el ingenuo visitante, el fisgón, el extranjero. Es como una materia alumbrada a ras de suelo, con la textura de una piel de mosca, o de calamar, tal vez de abdomen de araña; en todo caso una piel que alerta y horroriza, y bajo la cual se adivina un corazón que late.
Aún es tiempo de devolverse al auto y renegar de la autopista; de ser posible, volver a los comienzos. Cómo se añora la inseguridad de los campos muertos...

miércoles, marzo 17, 2010

El tren desapareció en una curva

Ella continuó sentada en el vagón. Sería la última vez que la vería. La miró a los ojos; se despidieron, ambos lloraban en silencio, sin escándalo.
Bajó al andén y se ubicó frente a su ventana, sin decirle nada, esperando que el tren se pusiera en marcha. Ella lo miraba, luego desviaba la vista, luego volvía a mirarlo. Él la miraba fijamente; había perdido la vergüenza y no paraba de llorar.
La estación estaba vacía y en el tren no viajaban más de seis pasajeros, ninguno en su carro.
El tren se puso en marcha; ambos jadearon y sintieron deseos de gritar, pero se mantuvieron cada uno en su sitio destinado, y el tren desapareció en una curva.

Hay tantos adioses en la Tierra, uno detrás de otro, sin pausa, segundero de un reloj, aplastándose las palabras y los besos como cadáveres en la fosa común, como la estrella que deja de brillar y se incorpora al firmamento en calidad de jubilada, cumplida su misión. El hombre no repara en lo que fue y cuando llega su momento estelar, lo vive como puede, alumbrado por un foco de circo de provincia, y luego entra al libro empolvado del estante.
Apenas lo tomó en cuenta un leve cortejo fúnebre.
Hubo dos o tres aplausos.
Y fue olvidado.

miércoles, marzo 10, 2010

Café árabe

Dice la señora que anduvo en silla de ruedas cuatro años, que después tomó el bastón y que ahora da pasitos. La anciana toma la palabra para recordar que el del 60 sí fue terremoto y que le extraña que la gente hable del "terremoto de Valdivia" en circunstancias que el mayor daño fue de Valdivia al sur, y que ella puede dar fe de lo que está diciendo porque vivía en Puerto Montt. La señora se va un momento a la cocina y le dice a la anciana que se siente, que es un amigo; la anciana se queda frente al hombre de lentes, quien le responde con monosílabos y le hace preguntas. Mi hijo estaba en el teatro, pero tres minutos antes salió del teatro y desde la calle vio como el teatro se vino abajo con gente y todo, llegó corriendo, su carita blanca, llorando. Qué edad tenía en ese momento. Tenía 15 años. ¡Un niño! Un niño. Todos tienen una fecha de nacimiento y de muerte, no era el día de su muerte; mi hija se afirmó a un árbol porque no se podía parar. El maremoto hizo desaparecer tres islas con gente y todo. ¿Quedó algo en pie? Nada. ¿Fue más grande este o el del 60? El del 60 fue 9,5. Dicen que fue diez veces más potente que el de ahora. Llegó hasta Ancud. ¿Cuánto demoró en reconstruirse? No sé, porque con mi marido nos fuimos a Estados Unidos. Volvimos de vacaciones diez años después y mi marido se emocionó tanto... Ahora se liberó mucha energía y ya no tenemos otro hasta 20 o 30 años. Fue el 22 de mayo, después de almuerzo. Estuvimos dos meses sin luz ni agua, en diciembre de ese año nos fuimos a Estados Unidos con mi marido, llevo 27 años viuda. La señora vuelve de la cocina y le presenta al hombre de lentes, le dice que es profesor de Matemáticas y que gracias a él su hijo que estudia leyes sacó buen puntaje en Matemáticas. Cuando abrió el cuaderno estaba vacío. Le tuvo que pasar toda la materia, de primero a cuarto medio. Cuál es su nombre, le pregunta la anciana. Miguel. ¿Mickel? No, Miguel. Ah, Miguel. Entra una joven y de la cocina aparece el hombre de barba para atenderla. Le pregunta cómo dio con la nueva dirección. Le responde la muchacha que por la peluquera de la mamá. Le dice que allá nadie sabe dónde se han cambiado. El hombre de barba se extraña: ¡Pero si todos sabían! No es tan cierto. La señora le cuenta al profesor que su amiga anciana aquí presente se cayó para atrás y que lo mismo le pasa a su suegra: se cae para atrás como una tabla. La anciana dice que son mareos producto de la presión y del mal caminar. ¿Cuánto hace que está en Chile? La anciana dice que dos años, que se vino de Estados Unidos por dos meses y se fue quedando y cuando quiso volver le negaron la visa. Ahora hay mucho drogadicto y delincuente que se quiere ir a Estados Unidos. Pero a usted, que es una dama, ¡cómo le niegan la visa! La anciana cuenta que se enfrentó al funcionario y el funcionario se ensañó con ella y le dijo en diez años le puedo dar otra visa y yo le dije ¿pero en diez años estará vivo usted?, ironía que la señora le celebra a la anciana con carcajadas. La anciana recuerda que se casó a los 14 años, tengo una hija de 72 años y el hijo de 65 y otra de 68, y cinco nietos y tres bisnietos. El profesor le pregunta de qué edad son los bisnietos. De tres años y un año. Entonces en 15 años más pueden dar descendencia, esos se llaman choznos. Y ahí termina, con la cuarta generación, porque más no se puede. Desde sus páginas, Gorki trata de inflamar mi mente con las gigantescas tareas que le esperan al socialismo, quejándose al tiempo contra la literatura burguesa y contra sus hermanos artistas que buscan refugio en la taberna y el burdel. El calor entra por el gran ventanal y se vuelve sofocante y la sala cerrada amplifica las palabras de la anciana, que cuenta de nuevo su historia de la visa y del terremoto. ¿He de volver a este café o elijo otro para la próxima vez? No puedo concentrarme, recuerdo que a Cheever le encantaba sentarse lo más cerca posible de los parroquianos, para captar sus conversaciones. Lo verdaderamente grande es que allí hay cuatro vidas que se deslizan por el arroyo, cinco con la joven que entró a comprar dulces árabes, comentó algo, pagó y se fue. En cambio yo como araña escucho y me nace la duda de procesar o no, de hacer de este momento un relato o desecharlo y dejar que se pierda en mi memoria y ahora estoy procesando, mejor dicho reproduciendo en bruto. La señora le comenta que por la mañana una amiga le aconsejó que leyera Lucas 18 y que lo tenía abierto en la página para leerlo cuando entró ella. La anciana se levanta y le da sus bendiciones a la señora, quien las replica. Cuidado con el escalón, bendiciones para usted. Cristo Jesús la colme de bendiciones contesta la anciana y al irse deja la puerta abierta. La señora toma asiento en la mesa del profesor, quien aborda el tema de lo ético que resultaría desalojar a los inquilinos del departamento para que lo habite la familia propietaria, que ha resultado damnificada con el sismo. No es un tema legal, es un tema ético. La señora está de acuerdo. Se tratan de tú. Ejemplifica el profesor que por un lado hay una necesidad y por otro un perjuicio y concluye que es como desvestir a un santo para vestir a otro, entonces la señora dice que si es un buen arrendatario la cosa se complica, ambos ríen porque descubren la humana debilidad que encierra ese argumento. Nadie es perfecto, todos estamos llenos de imperfecciones, había profetizado la anciana durante su largo monólogo. El profesor dice que si el vándalo entra y uno lo mata de un balazo y después lo arroja a un edificio vuelto escombros, nadie le va a hacer una autopsia, porque es muy difícil que les hagan autopsias a esos muertos, pero queda el problema ético. La señora recuerda que cuando hizo un curso le recomendaron, pero no está segura, que dejara un pie del vándalo adentro de la casa, porque ahí se prueba la defensa propia. Porque es defensa propia. Sí, es defensa propia, convérsalo. Dice la señora que su papá tenía dos minas de oro en Andacollo y lo estafaron. Su mamá era joven y estaba en la oficina cuando entró un ladrón y ella lo apuntó a los ojos y el ladrón salió arrancando, mi mamá andaba siempre con la pistola en la cartera. Tu mamá era de armas tomar, literalmente, dice el profesor. Una vez entró un joven de unos 23 años, bien vestido, casi buen mozo, y preguntó por Michel. Mi hija le dijo que había salido, tenía 17 años, y el joven dice que lo va a esperar y se ponen a conversar. Como a la media hora le pide un vasito de agua y saca dos aspirinas, ya había visto todo. Mi hija fue a buscar el agua y él cerró con llave, pero había un pasillo lateral, entonces apareció mi hija y lo levantó de la solapa y el muchacho salió disparado, dejó botados los billetes y los cheques, y entró una vecina y dijo yo vi todo, era delgada pero tenía mucha fuerza mi hija. Tiene mucha fuerza, subraya el profesor...

martes, marzo 09, 2010

El Lucho tonto

Mis incursiones a la población Sewell no pasaron de unas cuantas, a pesar de emplazarse apenas a una cuadra de mi casa. Mi mamá nos decía, no recuerdo exactamente sus palabras pero el sentido era ese, que allí vivía gente de inferior condición social. Aunque jamás nos prohibió ir a jugar a sus espacios abiertos de tierra dura, en los hechos su sentencia se nos marcó a fuego en la conciencia y con el Vitorio optamos por el paisaje como de cementerio de la plazuela Simón Bolívar -que se nos parecía- o por la canchita de tierra a orillas de la línea del tren, detrás del quiosco del tío Pablo, en la esquina de Bueras con Millán, donde las clases sociales se unían alrededor de una pelota.
Es difícil concluir, incluso a mi edad actual, si lo de mi madre fue un prejuicio o una verdad, pero aun hoy, por más que trato de desterrar esa idea, pienso que sus dichos sobre ese pequeño mundo encerraban algo de cierto.
En los bloques de tres pisos que conformaban la población Sewell vivían los mineros y sus familias. Mi mamá comentaba al volver de las compras, con una mezcla de burla y pica, que las mujeres de la población Sewell (así las llamaba: "las mujeres de la población Sewell") ordenaban a grito pelado tres kilos de posta en la carnicería mientras ella pedía sólo medio kilo, en voz baja pero digna. La mesura, en todo orden de cosas, fue la directriz que gobernó públicamente su manera de ver la vida; de allí que en privado sus bromas fuesen tan destempladas y hasta vulgares.
Recuerdo que una noche, para darme importancia, fui a la población Sewell a jugar con una araña peluda que habíamos cazado en el cerro San Juan de Machalí, consciente de que en mi propio círculo no tendría público. La saqué del envase de vidrio y la eché a caminar en la tierra, bajo un farol. El sector se llenó en minutos; luego la guié con un palito al envase y me la llevé a la casa. Otra vez seguí toda una mañana a un niño que tocaba la armónica, implorándole que me la prestara un minuto, pero eso ya lo he contado. Y una noche perdí un montón de bolitas de piedra cuando una pandilla pasó por el hoyo gritando ¡Matagato!
La población Sewell de esos tiempos era un conjunto de emociones básicas, instintivas, nacidas del fondo de algo incierto y corrompido que mi sentido de las cosas despreciaba -siguiendo el buen ejemplo de mi madre-. Las mujeres se pegaban a sus novios en rincones sombríos, los borrachos levantaban la mano dentro de sus muros, donde eran amos y señores; los niños se sacaban malas notas y no hacían las tareas. Obedecían no a sus nombres sino a sus apodos, en los que siempre se colaba la letra che. El Muchilo. El Chamelo. El Cochefa. Yo era el Chiruguín. Y estaba el Lucho tonto.
El Lucho tonto poseía una figura alta que a primera vista provocaba un sobresalto. Encontrarse por la noche a boca de jarro con su deficiencia mental, su sonrisa de dientes cariados y bigotillo adolescente, todo enfundando en su eterno abrigo negro, era para salir corriendo. De hecho me costaba mantener el aplomo y responder a su saludo. Parecía que en cualquier momento se me iba a arrojar encima. Pero no había nada que temer. El Lucho tonto era un manso cordero que iba siempre a la saga de los demás, arrastrando su abrigo, riendo burlonamente de cualquier cosa, penúltimo de un grupo que completaba el Terry, el perro de la población. Era extremadamente generoso y más de una vez me convidó un Cabañas, esos cigarrillos ovalados de filtro falso que ya no existen. Religiosamente, cada 1 de enero pasaba por las casas, entre doce y media y cuatro de la mañana, deseando feliz año nuevo a sus vecinos "de la otra población". Daba unos abrazos apretados que los mayores recibían y devolvían con alegría. De llapa le convidaban ponche, y de la última casa lo iban a dejar.
Una inteligencia limitada como esa poseía una memoria extraordinaria para retener los argumentos de las películas mexicanas que veía una vez a la semana en el Teatro Apolo. Solía llenarles tardes completas de tedio a los vecinos que huían de sus casas y se instalaban en el quiosco para enterarse del acontecer del barrio y disfrutar del sol de invierno. Iniciaba su relato con la música que acompañaba a los créditos y lo terminaba cuando el cine encendía las luces para dar paso al intermedio; luego lo proseguía con la segunda película y lo finalizaba con la tercera, todas no resumidas sino contadas en su integridad, magistralmente, con el escaso vocabulario del que era dueño. Los mineros de franco y los jubilados reunidos en el quiosco reían a carcajadas con su estilo y felicitaban a su crédito local.
Acabada la función, cada uno retornaba a lo suyo y frente al quiosco sólo quedaba el Lucho tonto, celebrándose su genio.

martes, febrero 09, 2010

Pequeño cuento sobre la declinación de la poesía

Un cuento sobre la declinación de la poesía requiere de un personaje desfasado en el tiempo, el poeta, y debe centrarse en el momento actual, tan diferente del que nos recuerdan los versos de Homero.
El poeta sería un hombre joven, pero pasado de moda, porque la poesía ha pasado de moda. Imaginémoslo flacuchento, de pelo ensortijado y mirada ida. Y desde luego, pobre. Los grandes poetas siguen existiendo y los grandes poemas también. Mas, ¿quién lee poesía? Una elite cada vez más insignificante y, peor aún, insustancial, enredada en sus propios problemas, de escasa influencia. ¿Cuándo fue la última vez que un libro de poemas cambió a un pueblo?
El poeta de este cuento, que representa a quienes hoy se hacen llamar poetas, lucha contra los titanes que devoran sus metáforas: el cine, la TV abierta, de cable y satelital, la radio, internet, la telefonía móvil, twitter, blog, facebook, I-pod, I-pad, MP-3 y MP-4. Ahora los simples mortales ven, oyen, hablan, escriben y se comunican desde cualquier parte del mundo. Todos saben objetivamente lo que hace y piensa el otro, materia reservada en los tiempos antiguos a la intuición del poeta. Así, sus versos suenan a naftalina o en su defecto no se diferencian gran cosa de las palabras que puede decir cualquiera o a las que cualquiera puede acceder. La carta de estampilla, sobre y esquela perfumada ha muerto.
Una tarde el poeta se declara derrotado y arroja sus versos al río; en este caso, para que el cuento tenga un sabor local, al Mapocho. El río se lleva los poemas y el poeta se marcha con su rabia y su pena, que es una pena y una rabia similar a la pena de Hölderlin, a la pena del Hombre, sentimientos en nada opuestos a los que experimentan sus vástagos, quienes los expresan a la usanza actual, con versos libres, escribir por ejemplo toy achakao, no me dejí, me cagaste weona pero igual te kero, me las vai a pagar yegua culiá, el Jhony lo tiene iñi piñi y otras románticas divagaciones.
Al anochecer, sentado ante una mesa del barrio Bellavista en la que sus amigos beben cerveza Escudo de litro, el poeta sufre una alucinación. Descubre que el único titán contra el que debe blandir su espada es La Máquina que iguala y embrutece, y lo proclama a los cuatro vientos. ¡La Máquina! -grita, desaforado- ¡La Máquina! ¡La Máquina!, hasta que alguien de la mesa de al lado le pide que guarde silencio con un eufemismo expresado en alta voz: hagan callar al loco culiao.
Sus amigos lo dejan en su cuchitril y allí se duerme, completamente borracho.

lunes, febrero 08, 2010

Un hombre de fe, un hombre sin fe

En aquel pueblito destacaba la presencia de dos hombres: un hombre de fe y un hombre sin fe. El hombre de fe consumía cada uno de sus días, con excepción del domingo, en arduo trabajo. Al amanecer se encomendaba a Dios, al atardecer agradecía los dones recibidos y de noche dormía plácidamente. Era un hombre de bien y eso se reflejaba en el aspecto de su casa, en su hacienda, en su familia y en su jardín.
En la propiedad contigua vivía el hombre sin fe. Entrar a su mundo equivalía en la práctica a meterse en un corral de animales: todo se hallaba esparcido, impresionaba la grasa pegada al aluminio de las ollas. Las camas sin hacer y los envases vacíos de sopa instantánea alrededor del cubo de la basura acentuaban el caótico panorama. Allí el atardecer no era diferente de otras horas, y la noche y el amanecer constituían simples fracciones de su jornada. Y era sin duda hombre de bien, pues a nadie hacía daño.
El hombre de fe rezaba por él en las noches, a pesar del desagradado que experimentaba su familia al seguir sus oraciones cuando llegaba ese momento de la plegaria.
Que Dios lo siga protegiendo, rezaba. Amén, remataban a farfullos los demás.
Al momento del descanso junto al fuego los niños solían pedirle a su padre que les contara historias. Esa noche les contó la siguiente:
"Dios expulsó al hombre del paraíso y condenó con feroces plagas al que quisiera volver a levantarlo a partir de sus ruinas. Les mandó insectos que se tragan las cosechas y bacterias que se burlan de los antibióticos, hizo a la especie defectuosa, predestinada, con enfermedades escritas en el organismo al momento mismo de nacer, instaló la rueda de la fortuna en la torre de cada villa que habita, para que el hombre nunca la perdiera de vista; le planteó el espejismo de la libertad, riéndose a mandíbula batiente de sus ideologías, le propuso el hábito que adormece y la acumulación heredada que lo hace zángano, y legó la muerte como descanso".
Los niños lo miraban desde el suelo, angustiados, a punto de llorar. El buen padre continuó:
"Pero Dios se apiada del hombre y de vez en cuando le envía a un santo, que está por encima de la faz de la tierra. Él vive acorde con la naturaleza y habla con los pájaros, y morirá tan pobre como nació".
Los niños se alegraron y la historia terminó. Era tarde; se fueron a dormir, marido y mujer en una cama y cada niño en la suya, cubiertos con pieles de ovejas. Ajeno a todo acontecer, el hombre sin fe permanecía en un rincón de su cabaña, con los ojos abiertos en la oscuridad, y tiritaba de frío.

miércoles, diciembre 30, 2009

¡Puta máquina!

No debe de haber hora más penosa que la de la muerte. Nada ha de compararse con ese momento que alguna vez nos llegará. ¡Pobre entonces de las personas sin fe! La única compañía que tendrán será su dolor. Aunque estén rodeadas de cariño, sólo a aquél atenderán. Reinará en el estómago o los pulmones, el esófago o las vértebras. Hará parecer que la vida entera no tuvo sentido, que absolutamente todo no fue más que una pesadilla y hará abrir los ojos con horror al expirar.
Una noche de invierno comencé a sentir ruidos en la casa de al lado. Primero fue un arrastrar de pantuflas, luego el clic de un interruptor, luego una silla que se corría y luego un murmullo en el teléfono. Toda la cuadra sabía que el vecino se moría de cáncer, menos él. No había sido un hombre santo, pero eso ya no importaba. El pesar del barrio era solidario ante su hora final.
La ciudad dormía en silencio; sólo en aquel hogar se adivinaba agitación. Los pequeños ruidos nocturnos se fueron agregando. Alguien encendió la luz del comedor, otra persona volvió a discar el teléfono y una tercera iba y venía por el pasillo. Una suave llovizna caía del cielo y los pájaros no se movían de sus nidos.
A lo lejos se escuchó el desplazamiento de una ambulancia. Las gomas de las ruedas gimieron al doblar la esquina, el ruido del motor se multiplicó y cuando el conductor aplicó los frenos frente a la casa del vecino parece que lo hubiese hecho con el fin de molestar. Las puertas del vehículo se abrieron. Dos piernas corrieron al timbre, otras dos se dirigieron a la parte posterior de la ambulancia y sacaron una camilla que golpeó brutalmente la acera. Las ruedas chirriaron, subieron por la baldosa del antejardín, y entraron. El motor ronroneaba mientras la camilla corría al dormitorio, como Alien buscando a su presa, cual aplanadora ciega, insensible. Así como entró, salió, encabezando ahora un cortejo de llorosos familiares y llevando a cuestas a la víctima, un hombre que gritaba, angustiado y sin ninguna dignidad: ¡Puta máquina! ¡Puta máquina!
La ambulancia inició su viaje de vuelta, seguida por un automóvil; las cortinas curiosas de las casas vecinas volvieron a su sitio y las luces de las ventanas se fueron apagando, al igual que los murmullos que venían de adentro. En menos de un minuto la cuadra entera estuvo otra vez en silencio.

domingo, diciembre 27, 2009

Debí ser músico

Debí ser músico, pianista. Por las mañanas habría tomado el café en los comedores del hotel, con un diario extranjero en la mano. Perdida la noción del tiempo, de vez en cuando sacaría una servilleta y dibujaría notas en un pentagrama hecho a la rápida. Galoparía con los dedos en la mesa y corregiría algunas de las notas. El café se habría enfriado, pero eso sería lo de menos.
En mi habitación no habría guaguas llorando ni ropa sucia encima de la cama ni habría oscuridad; en la cocina no habría un basurero repleto de envases de yogur, cáscaras de plátano y huesos de pollo y los ángulos de las piezas no estarían blanqueados por telarañas.
Pasaría mis mañanas en el teatro, ensayando frente al piano. De reojo vería desde el escenario la platea vacía, en sombras, misteriosa. Debussy, Bartok, Ligeti significarían la mitad de mi vida y las variaciones Goldberg, la causa de mi frustración. Pasearía a Brahms, Schumann y Chopin por el Metropolitan, el Musikwerein, el Teatro de la Ópera. Sería capaz de retar a duelo a quien sostuviera que Gavril Popov no fue más que un curadito. ¡Ay del que lo diga!
El miedo a la locura, el aturdimiento ante la nada, el amor perdido me sumirían en desgarradora melancolía y de pronto los vuelos entre Lisboa y Buenos Aires se me antojarían vacíos y el marfil de las teclas frío, cruel, burlesco. Querría renegar entonces de la música y huir en citroneta a un pueblito de provincia donde me acogieran una esposa, tres hijos y una nieta. O anhelaría la utopía de una rutina semanal de supermercado y shoping, de visitas al doctor, clases de catequesis, cuentas de Falabella y rojos en las libretas: esos serían los sueños imposibles que soñaría antes de comenzar a estudiar en los ensayos y antes de que mis labios bebieran de la copa de vino blanco sobre el piano.
Luego, seguramente, me reconciliaría con las teclas y las besaría con mis dedos y entonces el pensamiento sería sonido que conduce a unos laberintos sin olores ni sabores ni colores, las tierras del paraíso.
Debí ser músico, pero no lo fui. Dios me expulsó de sus dominios y me ha obligado a trabajar. Trabajar. Trabajar.

jueves, diciembre 24, 2009

Childe, el extra del espacio (cuento corto con epílogo largo)

Un cometa pasó por la Tierra, una filóloga lo descubrió y lo bautizó Childe. ¿Por qué una filóloga? Pudo haber sido una maestra, una sicóloga, una obrera, una estudiante, una dueña de casa. El caso es que fue una filóloga y sobre eso no hay más que hablar. Se amaron con ese amor irracional que se da una vez en un millón entre un cometa y una filóloga. A pesar de ciertos gestos malintencionados, nacidos sobre todo de hombres y mujeres corroídos por la envidia, nadie pudo decir nada. Por las noches ella le tocaba el violín; el cometa le respondía con guiños picarescos.
¿Cuál es tu mayor deseo?
Besarte.
Niña loca.
¡Volaré hacia ti, con o sin Dios que me cuide!
¿Si bajo a tus tierras me amarás allí mismo?
Sí, sí, sí... ven.
El cometa, aunque no quisiera, seguía volando tal como le ordenaba el destino. Luego de orbitar el Sol y de vuelta a la negrura de la elipse, su atmósfera luminosa se empezó a gastar. Apenas hablaba; por cada dos palabras que decía descansaba tres.
Meses después el mundo lo olvidó. Esa última noche, cuando el puntito borroso se perdió en medio de la nada, la filóloga estalló en lágrimas y lo hizo a un lado de su vida, aunque hay quienes creen firmemente que lo sigue amando.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado
Quien me lo contó no es el mismo que este epílogo dejó
El uno vive entre las musas, dichoso y animado
El otro la esperanza en un bolsillo roto se guardó

Epílogo

La vida sigue para todos. Para la filóloga, para el cometa Childe y para el mundo. En secreto, ella dedica cada noche un minuto de su sagrado tiempo a elevar su carita hacia las estrellas. Entonces vuela y sus mejillas se ruborizan con la fricción y el pelo le ondea como bandera en un faro de los mares australes. Con su magia alcanza a su cometa, lo acaricia y se declara su esclava y su dueña, imagina que él la mira y la abraza y hasta la besa y ella se siente acogida, entre algodones, pero también lo recrimina con dulzura, por qué te fuiste, por qué me dejaste, le susurra mientras le besa su cuerpo encendido de cometa furioso, creíste que yo era el Sol, me creíste la Luna y te engañaste, yo sólo era una soñadora que te vio, te descubrió, sólo eso, no más, no soy el Sol ni soy la Luna, sólo te amo mi cometa y te beso y te beso a ti, no a otro, eres tú el que me despierta en este mundo gris y eres tú la belleza y mi Dios, el destino, mi sueño de amor, mi fantasía astronómica, mi cielo y mi rey, y desearía que toda la vida fuese este momento, que no hubiese amanecer y que estos segundos fuesen infinitos como los son en el verdadero espacio.
El cometa, muy lejos de esa imaginación, a años luz de ese instante de dicha melancólica, se sigue alejando de la Tierra, se adentra en profundidades nunca vistas, nunca sentidas por ser alguno, con la oscuridad total y un fondo de estrellas por compañeros, como si fuese volando dentro de un inmenso estómago de paredes de cuero invisible, sin siquiera una ligera brisa que pase por su lado ni un referente que le indique que avanza a una velocidad prodigiosa, de forma tal que vuela la imaginación de la filóloga, se exalta y se estremece, mientras el cometa vuela de verdad pero parece que estuviera suspendido en el infinito, sin ir ni hacia atrás ni hacia adelante, ni hacia arriba ni hacia abajo, porque en el espacio no hay arriba ni abajo ni atrás ni adelante, sólo oscuridad y un frío que al cometa lo reduce y le apaga la pluma de pavo real, dejándolo convertido en una bolita de hielo; avanza solitario por el mismo cielo en que los hombres insensatos imaginan moradas de dioses, almas disfrutando del paraíso, muertos esperando volver a la Tierra, espíritus que nacen y bajan, espíritus que vienen subiendo, fuerzas malignas que gobiernan ciertas almas, fuerzas buenas a las que algunos rezan; mas para el cometa no hay dioses visibles ni almas de difuntos, la divinidad es un concepto que no tiene sentido en este mundo inhabitado, a pesar de que él mismo es un mentís a esa apreciación, pero cómo saberlo si está solo, cómo darse cuenta de su presencia si está solo, cómo explicarse la vida si nada se mueve y nadie le muestra nada, ni siquiera una sonrisa, aunque fuera una sonrisa; pareciera estar hundido para siempre en esa inmensidad negra y absurda hasta que de pronto miles de aerolitos desorientados pasan buscando otros rumbos y el cometa los intuye cuando desfilan a diez mil, a cien mil kilómetros de su ruta y al sentirlos en su loco andar por el firmamento recuerda que está vivo y que se mueve, siente que él mismo va hacia un lugar, hacia alguna parte, eso se lo han indicado los meteoritos, y recuerda vagamente que su existencia tiene o tuvo por unos días una misión, pero bien pronto, en cosa de minutos, vuelve a navegar solo en el vacío, terriblemente único y sin otro destino que dejar atrás Saturno y Urano, Neptuno, Plutón; no hay más destino en su delirante peregrinar, es como un protón girando en torno al núcleo, no hay belleza en su destino, la belleza le es ajena en este éter de angustia metafísica sin parámetros estéticos, muy diferente es el Cielo desde la Tierra que el Cielo desde el Cielo y así lo entiende y por ello nada espera, no enloquece de nada esperar porque en el Cielo es lo mismo un segundo que cien años, todo da lo mismo, su destino inexorable es ir hacia la nada, traspasar los límites del sistema solar hasta que un día cualquiera de un siglo cualquiera su orbitar errante le regale de nuevo la esperanza al mirar de frente al Sol, cuerpo lejano, estrella creciente, creciente, que lo llamará y lo calentará y lo hará revivir, encenderse, le hará renacer su cola gaseosa y será otra vez el cometa alegre y viril que advierte movimiento y vida, cambios, grandes esperanzas, y su rostro se iluminará al divisar la Tierra y su gente, los niños corriendo por las calles mientras elevan sus propios cometas; se iluminará al ver los zorros en los campos, las truchas saltando en los arroyos; buscará entonces irracionalmente la carita de su amada, sus ojos de musa, sus labios húmedos, su belleza infinita, pero allí habrá un vacío inmenso no llenado por nadie, porque el hada que le dio vida a su alma de cometa será un recuerdo, un fragmento de recuerdo, miles de versos en un libro, una efigie, y así aunque habrá visto humanos desplazándose en sus autos y delfines surcando los océanos, para el extra del espacio todo no habrá sido más que un regreso nostálgico, un remake cinematográfico de mala calidad, porque los años no habrán pasado en vano y esa alegría aparente, ese espejismo del paso por la Tierra se diluirá entre vagas sensaciones de tristeza y dolor, de debilidad, de vejez, y su mismo tamaño será más reducido aún, y su cola ya no flameará como lo hacía el cabello de la beldad a quien amó sino que será una cola delgada y corta que irá liberando su energía hasta que a la siguiente vuelta o a la subsiguiente o a la enésima vuelta el cometa furioso querrá proclamar su nombre al divisar la Tierra, querrá saludar desde lejos como lo hacen los grandes cometas pero nadie se asomará a las ventanas, nadie reparará en su imagen, no habrá niños en las calles ni zorros en los campos ni truchas en los ríos, en su lugar efluvios vaporosos, grietas, hedor de volcanes moribundos, caricaturas de bunkers, ruinas de la gran muralla china, y esos pocos meses que han sido últimamente la única esperanza de su vida de cometa, esos meses tan extraños en que pasaba cerca del planeta del amor y de la vida serán tiempo perdido porque sin su amada no hay amor pero sin vida no hay nada, y entonces la turné matemática del cometa se volverá descabellada, necia, incoherente; ni siquiera el Sol se tomará la molestia de tragárselo porque ya no quedará casi nada de su cuerpo de cometa, apenas un kilo o dos de materia que se irá consumiendo con el paso del tiempo, como se consume una enana blanca en la galaxia, un libro en el estante, el metal oxidado, un perro muerto en la basura...

miércoles, diciembre 23, 2009

La multitud

Los rostros desafían a mi memoria en la escalera mecánica del Metro. Mientras la multitud y yo vamos subiendo, otra multitud viene bajando. Los miro uno a uno, hago un esfuerzo por retener todos los rostros. Cuando piso el Paseo Ahumada trato de recordar los que me llamaron más la atención, como tantas veces lo debió de hacer Fellini en las calles de Roma. Surgen uno o dos, tal vez tres. La figura perfecta de un asesino. Un deforme. Un hombre sin dientes. Una dama de lascivia reprimida. Los demás ya han desaparecido, no existen. Y la multitud que venía conmigo se dispersó. De nuevo estoy solo.
Las personas caminan de un lado a otro, como buscando algo de prisa. ¿Quién soy yo para ellas? Al llegar a las esquinas no respetan los semáforos y en el ancho Paseo cada uno construye su propio camino, con senderos, cruces y diagonales invisibles en los que suele triunfar el más rápido, el más fuerte.
Una chica que emerge como una ola atrapa mi atención y mis ojos la siguen hasta que otra ola, la tela de un abrigo masculino, la cubre. Surge de nuevo más allá, desaparece y vuelve a salir de pronto, hasta que el mar se la traga para siempre. Me dejo llevar entonces por un hombre con una cicatriz, por otra chica que dobla hacia Agustinas, por un traje bien cortado, por un perfume, por el acordeón de Enriquito.
Un malestar, producto del exceso de estímulos, se va adueñando de mí. Pienso que si no estuviera aquí y una bomba arrasara con este montón de gente yo no sentiría nada. Descubro que casi lo deseo. Habría menos habitantes y menos problemas. Viviríamos en una ciudad sin esmog, sin tacos, como en las provincias; sin muchedumbre, sin rostros amenazantes, vacíos, violentos. La muerte de mil, de diez mil personas sin nombres y sin historias no tiene mayor importancia.
Yo tampoco importo para ellas. Yo sólo consigo ser alguien en la mesa redonda de trabajo, en el café del frente, en el saludo del quiosquero de la esquina, en las lentejas con queso rallado que me sirve mi mujer y en la ilusión de mi pequeña cuando me pide láminas para su álbum. Aquí en el Paseo estoy solo, pero a mi funeral irán ocho, diez, y eso ya es bueno. Los verdaderos solitarios son los pobres que vagan entre la muchedumbre y hacen de la muchedumbre su hogar. Los locos, los drogadictos, los alcohólicos y los mendigos que duermen a los pies de una iglesia, los que no tienen a nadie y viven del amor que les puede prodigar la multitud.
Sea de ellos el reino de los cielos.

lunes, diciembre 21, 2009

Mirándome al espejo

Tal como lo reflejan ciertos mitos, mirarse al espejo es un acto en último término femenino, porque en su esencia lo femenino es belleza y lo masculino, energía o acción. La belleza es pasiva, ha sido creada, es un fruto que se contempla, se admira y en lo posible se devora; la acción es un toro que acomete, puja y crea, no mira hacia los lados. No por nada el Dios de la Biblia hizo primero a Adán y de su costilla, a Eva. Si la mujer hoy se ha masculinizado y el hombre feminizado, se debe a que la mujer desarrolló su enérgico potencial creativo y el hombre colgó la espada y cayó en la tentación de sentirse objeto digno de contemplación y deseo. Un autorretrato es la síntesis de los géneros.
¿A qué viene todo esto? A que esta mañana asumo mi parte femenina, mi neurótica parte femenina, y parto mirándome al espejo.
Estoy bonito. Me vuelvo hacia un lado y al otro. Me encuentro viril, interesante; si me pintara los labios la imagen sería aún más interesante, por lo grotesca.
El vidrio refleja una mirada certera y la luz del baño no proyecta sombras demasiado intensas bajo los ojos, de tal forma que esas bolsas que me han aparecido últimamente no deforman mi rostro maduro. Definitivamente puedo salir a la calle sin problemas.
En el Metro me veo otra vez y aún me gusto más, porque las ventanas de los carros nuevos proyectan una figura alargada, y yo creo que me veo mejor alargado que normal. Pienso que los obesos tendrán la misma opinión mía al mirarse, castigados como están desde hace décadas por la sociedad.
En el trabajo acudo al baño y al momento de lavarme las manos me topo de nuevo conmigo. Ahora estoy asombrosamente feo, aunque mi esencia no ha variado. Las luces cambiaron, es verdad, y el pelo lavado se me secó. Pero no es eso. Es algo más, indescriptible, lo mismo que hace que no me reconozca en una fotografía o en una grabación con mi voz, a pesar de que todos los demás digan lo contrario. Esto querría decir que yo no soy yo o que el verdadero yo no es tal como yo creo, sino como dicen los otros. Por ejemplo, cuando me miro al espejo ¿soy yo, realmente, o soy quien quiero ser? ¿Esa mirada es la que siempre ando trayendo, o está fabricada especialmente para mirarme al espejo? Yo sé que soy bueno, pero los demás ¿lo saben? ¿Cómo sé con tanta seguridad que los demás son pesados o superficiales, o que son feos? ¿Por qué dictamino sobre la faz de la Tierra y digo este es feo, este es bonito? ¿Acaso los que yo dictamino que son feos se sienten feos? ¿No se sentirán también como yo, bonitos de mañana, feos por la tarde, bonitos en la noche? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan bonitos, bonitas? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan feos, feas? ¿Podría vivir normalmente alguien que siempre se sintiera feo? ¿O la naturaleza impuso para estos casos la fórmula del espejismo? Si fuese así entonces todos, creyéndonos lindos, seríamos realmente feos.
Aunque respondiera a esas preguntas no solucionaría el dilema de este momento. Algo pasó en mi cara que en la mañana era bonito y en la tarde soy feo y posiblemente en una hora vuelva a ser bonito. Los labios sensuales ahora son parte de una boca de poto. Los ojos inyectados de furia se volvieron globos blancos, marchitos, de viejo pusilánime. Las líneas de carácter, huellas de carreta que anuncian la muerte. Y ese pelo, ¡tan blanco!, ya no es el de un galán cincuentón, sino hilos cosidos a una calavera abandonada en un cementerio de provincia.
Tenía nueve años cuando una tarde, apurado entre juego y juego, entré al baño oscuro y me miré al espejo. Anhelaba ser mayor, como los oficinistas del banco, pero nunca crecía: cara redonda, ojos grandes, pelo de chuzo, siempre igual. Chico. Me lavé las manos, me eché agua al pelo y salí de nuevo a correr.
Ese recuerdo me dejó marcado porque logré detener la vida durante unos segundos. Casi cincuenta años después, cumplido el sueño, me pregunto, Hamlet de tercera mano ante el espejo: ¿Era esto a lo que aspiraba de niño?
Pero esa no es la duda. La duda es, llegada la noche, nuevamente solo ante el espejo: ¿Por qué a veces feo y otras bonito? ¿Por qué me miro tanto?

martes, diciembre 15, 2009

¡Huasca atrás!

Por las noches salíamos a esperar las victorias. Subían por Ibieta hacia el centro; venían de la estación, de la Braden, de los bares aledaños a la Braden, de los prostíbulos de Maruri. Me fijaba en sus números, mi favorito era el 53. Cuando cumplí 53 años recordé esos coches de mi niñez y podría decirse que el 2006, entero, fue para mí un año de nostalgia. A los ocho años, mientras esperaba con mis primos la aparición de las victorias, jamás habría imaginado llegar a esa edad. Cuando tuve 18 recuerdo que elaboré una sentencia, nunca supe destinada a qué: vivir más allá de los 40 es gastar oxígeno, todo lo que suceda después de los 40 está de más. Ahora me parece que tener 53 no es ser tan viejo y que los 40 sencillamente son la plena juventud. De haber sabido que los 53 quedarían incluso atrás y se mirarían con envidia y que mis mejores años están siendo precisamente estos, me habría otorgado a mí mismo el título de viejo conformista, que anda demasiado cerca del otro, viejo de mierda. Tal vez con no poca razón.
¿Cuándo se es más feliz? ¿Cuando se aspira a oír el sonido de un huascazo que a la vuelta de la esquina anuncia la aparición de la victoria o cuando se recuerda ese momento?
Hay dos grandes tipos de felicidad. La de una emoción que hace latir el corazón es insuperable, mas la que vivo en este instante, sentado ante las teclas, diría que casi la iguala. Construir frases reviviendo momentos me hace inmensamente feliz, pero esos momentos me recuerdan, oh paradoja, que la vida que provoca emociones está afuera y depende de la relación que surja entre mi persona y las demás, entre yo y los árboles, yo y el lago, yo y el crucifijo, yo y la memoria. Se vuelve entonces al sano aislamiento, lo exterior desaparece y el hombre se consume en sus fantasías.
Sospecho que el lector quiere acción. Y la tendrá. Decía que con mis primos esperábamos a las victorias, de preferencia en las noches de verano. Intercambiábamos frases con el Amadeo y el Mosta, los vecinos de la casa del frente, y nos disputábamos la acera con las cucarachas que salían a ramonear. No nos daba asco pisarlas con las sandalias para ver fluir su sangre blanca, la leche le llamábamos. Sentados ante la puerta veíamos desfilar a los últimos transeúntes con ese paso urgido que suena más fuerte, cuando de pronto nuestro corazón experimentaba un vuelco. Aunque invisibles, las que se oían de lejos eran indiscutiblemente pisadas de herraduras contra el cemento. El destino se decidía al final de la cuadra: el coche podía continuar por San Martín hacia el norte o enfilar por Ibieta hacia el centro. Si pasaba de largo, experimentábamos una ligera frustración; si doblaba, no había tiempo que perder. En segundos estaba ante nosotros y el cochero, que era hombre avezado, adivinaba nuestra intención con sólo echarnos una ojeada. Había que correr detrás, saltar a la suspensión de las ruedas traseras, afirmarse en esa combinación de travesaños y comenzar a disfrutar del viaje hasta un máximo de cincuenta a cien metros, para de allí devolverse al puesto de guardia.
Los cocheros se asemejaban a lo que no debía ser la mujer de César: no eran hombres malos, pero lo parecían. Creo que cuando escuchaban de otros niños el grito "¡huasca atrás!" se sentían obligados a representar su papel. Una de esas noches en que viajaba de contrabando en el soporte, el huascazo me dio de lleno en la cara, pero hasta hoy me suena a un golpe dulce, aunque sorpresivo: el miedo me hizo saltar a la calle y volví lamentándome, sobándome el rostro y haciéndome la víctima, ante la risotada general.
Mi hermano tenía un compañero de curso que era hijo de un cochero. Era como decir el hijo del carbonero. Al hijo del carbonero le decíamos Papá barata y era un niño gordo y feo y extremadamente bueno y dulce, todos lo queríamos. El hijo del cochero creo que se llamaba Toro y su padre lo convertía el día de la fiesta de disfraces en el personaje de la Escuela 1. Lo hacía desfilar sobre un caballo lujosamente ataviado y lo vestía de árabe con joyas y turbante. Los 364 días restantes del año era el hijo del cochero, pero ese día, ante tan desmedida representación, no cabía otra que doblar la cerviz.
Una noche sentimos el ruido de una motoneta. El conductor paró ante nosotros, se sacó el casco y nos invitó a dar una vuelta a la manzana, uno por uno. ¡Era el tío Isidoro!, que pasaba a lucir su nueva adquisición. No era una Vespa ni una Lambretta, sino una más grande, lo que concordaba perfectamente con su estilo.
Cuando llegó mi turno me puse el casco, me agarré a su cuerpo, rugió el motor y salimos disparados. El viento silbaba en torno a mí, la motoneta se tragaba de un bocado al mundo tenebroso que nos rodeaba y amenazaba con matarnos, se inclinaba en las esquinas con real desprecio a las leyes físicas y a la vida, adelantaba fácilmente a las ridículas victorias y de pronto estuve abajo, ante la puerta, intentando pensar en lo que había sucedido.

sábado, diciembre 12, 2009

El hombre mediocre

El hombre mediocre tuvo una casa mediocre, un hogar mediocre, unos hijos mediocres, un trabajo mediocre, un país mediocre. Alguna vez le palmotearon la espalda y lo subieron a un podio, pero cuando miró desde la altura vio a gente como él y no sintió alegría.
Sintió pena.
El hombre mediocre quiso destacar y no pudo, porque era mediocre de nacimiento; le faltaba inteligencia.
Dios, para condenarlo más, le echó algo de sensibilidad en el cerebro y se lo batió bien batido, de tal forma que cuando vino al mundo ya traía una revoltura.
Estaba frito.
El hombre mediocre fue niño alguna vez y como todos sus amigos, soñó con ser grande y luminoso como una estrella. Todos fueron creciendo mediocres y hoy se juntan de tarde en tarde para recordar sus buenos tiempos. Los demás creen que han triunfado, porque son mediocres inconscientes, en estado puro.
Grandes de corazón, ciegos de la mente.
El hombre mediocre está angustiado porque envidia a los famosos y no quiere ser como ellos, porque recibe cariño de su gente pero no se siente bien. Quisiera estrangular a la famosa rubia del Mercedes, pero ¡ay si lo invitara a subir! Desearía comer el pan, beber el vino y luego limpiar la copa con un pañuelo, pero vienen las arcadas.
Está en problemas.
El hombre mediocre hace girar al mundo, levanta las casas, atiende las oficinas, llena los estadios, copa los consultorios y espera en las filas para pagar las cuentas. Desde el púlpito lo intentan convencer de que todos los hombres son hermanos y algo de eso le queda hasta el último cántico, peor, a la salida del templo dos hombres se acuchillan ante la mirada del resto y nadie levanta al muerto; todos huyen despavoridos menos los perros, que hunden sus hocicos en el vientre del cadáver.
El hombre mediocre morirá de una infección al páncreas.