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domingo, septiembre 30, 2012

La puerta

Cuántas noche me dormí esperando el ruido de las llaves, no recuerdo cuántas por lo innúmeras, lo lejanas, esperando el inconfundible sonido de los zapatos de mi padre, los enérgicos pasitos de mi madre, a veces los dos juntos regresando del cine, el llavero saliendo del bolsillo, la llave girando en la cerradura. Cualquiera de esos anticipos valía más que la caricia de un ángel y si los alcanzaba a oír me dormía al instante de alegría, de un suspiro, de lo contrario entraba al sueño inquieto, con el pecho apretado, el Vitorio abandonado a su suerte en la otra cama y todo el peso de la noche sobre nuestra pieza modesta.
Cuántas noches alguien imitó sus pasos y el suspiro se esfumó cuando pasaron de largo.
Esos zapatos de taco de suela de mi padre, que resonaban al chocar contra los muros de las casas de la cuadra, esas tapillas de fierro de mi madre que se clavaban en los ladrillos a la vista no tenían la menor conciencia de su valor, como locos inocentes que transitan por la vida. Y los pies que los calzaban, y las piernas que se alejaban remontándose hacia el resto del cuerpo, a la cabeza, qué podían saber de las ansiedades de un niño sino apenas presentirlas, como yo mismo presentía las acciones de mis padres con un dejo de rencor que se deshacía en amor apenas la llave se incrustaba medio a medio dentro de la cerradura mágica.
Cosa parecida y diferente era la partida a deshora, anunciada con gestos intraducibles pero certeros, de una sola lectura. Ni siquiera se necesitaban las palabras, las decisiones confesadas; bastaba un paseo irracional por los límites internos de la casa, incluso una triquiñuela de buena voluntad para darse cuenta del acto seguido. La puerta se abriría irremediablemente y luego se cerraría por fuera con la máxima suavidad posible para no desatar el odio de los que se quedaban adentro. Pero ya en ese trance odiar era lo de menos; lo que importaba era aprender a  morir, enfrentar dignamente la angustia y olvidar el paso del tiempo, dejar de mirar a cada rato los punteros del reloj.
Dicen que los sonidos no desaparecen, he oído decir que su frecuencia viaja por el infinito como nave a la deriva, siempre disminuyendo, haciendo creer que el mensaje que contiene se ha desvanecido. He escuchado hablar también de una variante que dice relación con ciertos ruidos que se infiltran en la batidora del cerebro y rebotan y rebotan atrapados para siempre, como ratones desesperados, sin lograr huir. Me atrevería a dar fe de esto.

lunes, septiembre 24, 2012

Pedro Soto

El convoy se detuvo en el túnel. Por la ventana vio a los pasajeros del otro tren. Inmóviles, silenciosos y arrogantes, parecían fantasmas atrapados en el momento en que fueron sorprendidos por la eternidad. Desde su asiento se veían más largos que de costumbre, pálidas columnas amarillentas que iban a dar todas juntas al mismo cielo.
Nadie se hablaba, a nadie le importaba su vecino, tal como sucede entre los verdaderos habitantes del cementerio.
Fugaz visión la del testigo, fugaz entendimiento, la suerte del espejo.
El trabajo anónimo ha de ser recompensado con el tiempo, aunque éste sobrepase a la esperanza.
El observador reinició su marcha hacia el destino; los fantasmas no hicieron un solo gesto con el cuerpo, ni para bien ni para mal. Solos en su soledad permanecieron clavados dentro del carro, carro que se redujo a mancha difusa en la negrura del túnel.
A esa misma hora moría Pedro Soto.

domingo, septiembre 23, 2012

La naturalidad


¿Hay algo más difícil que la naturalidad, en el entendido de que se habla de dos personas que se conocen  hace mucho tiempo y que en un arranque del corazón desean entregarse el uno al otro?
Pues de todo acto se sospecha y cada avance lleva de antemano a un destino.
He allí el drama del matrimonio mal avenido.

viernes, septiembre 14, 2012

Una casa en el campo

A los 15 años seguía siendo un niño cándido y culposo. Cuando practicaba el onanismo me dormía inquieto y amanecía con ansiedad, con miedos que duraban dos o tres días, hasta que volvía a caer en la perdición. Inútilmente buscaba el perdón en el seno de la Jec, la Juventud Estudiantil Católica, a la que pertenecía. El padre Caviedes nunca sentenció que esa costumbre fuese mala, tampoco buena. Yo, que ansiaba no ser sólo bueno sino realmente un santo, necesitaba la absolución rotunda, porque íntimamente me sentía culpable de un pecado mortal. Los consejos sacerdotales, en cambio, iban por el lado de que ese hábito se podía y hasta se debía evitar en casos especiales. Subrayaba entre los casos especiales el de un muchacho que se había vuelto loco a raíz de la incesante repetición del acto.
Cuando hablábamos de chicas con mis compañeros de curso no era raro que yo asumiera posiciones fundamentalistas. Encasillaba el más leve contacto, la más ingenua o instintiva relación en la antesala del matrimonio, lo que no me impedía juntarme con ellos para fumar a escondidas o ver revistas de mujeres piluchas. Era la mía una disputa entre la fuerza de la virtud y los albores del vicio, que comenzaba a avizorar.
En ese contexto fue que un sábado fui a parar con mis papás a una casa de campo en las afueras de San Vicente de Tagua. La dueña de casa había sido compañera de mi mamá en un curso de perfeccionamiento del magisterio, su esposo era un fanático radioaficionado y vivía con ellos una sobrina. Mi mamá y su amiga le dieron a la lengua y el radioaficionado invitó a mi papá a su estudio, para mostrarle su joya de equipo. Apenas estuvieron adentro inició una comunicación con un par invisible instalado en su propio taller, a miles de kilómetros de distancia, para que mi papá se maravillara; y de hecho mi papá se maravilló, lo justo hasta que llegó la hora de servirse algo. En cuanto a mí, escuché el primer intercambio de mensajes pero luego me aburrí, al constatar que se decían las mismas cosas o aun más banales las que uno podía escuchar en cualquier parte. Volví al living y entonces la sobrina me invitó al patio.
Ella no me había causado ninguna impresión. No era ni bonita ni fea. Era delgada, de pelo negro y largo y carecía de curvas. Tendría dos años más que yo. Su principal característica la descubrí horas después, cuando paseábamos, lejos de su casa, pero ya llegaré a esa parte.
Estando ambos en el patio me señaló una esquina. Instaló un piso, se subió a la pandereta y me instó a pasar a la otra casa.
-Ven -me dijo-, no hay nadie. Salieron.
Subí y salté al otro lado. Efectivamente, la casa vecina estaba vacía. Y ella me estaba esperando.
¿Qué pueden hacer dos adolescentes en una casa vacía? ¿Qué debe hacer un hombre al que una mujer conduce a una casa vacía? No tenía la menor idea. A diferencia de mis compañeros de curso, en ese tipo de ocasiones mi sentimiento era elevado y no ofrecía resquicio alguno por donde se pudiera colar el deseo de la carne. A los 15 años seguía siendo un niño.
Ella se metía a las piezas más oscuras, siempre ordenándome que la siguiera. Luego permanecimos sentados uno al lado del otro, conversando, hasta que nos llamaron a comer. En su honor debo admitir que si se me insinuó no lo hizo con vulgaridad; de otro modo me habría dado cuenta.
Después de almuerzo me invitó a caminar. Nos perdimos por los sembradíos primaverales y al atardecer enfilamos por el camino de ripio que llevaba de vuelta a su casa. En el intertanto mi corazón iba incubando la posibilidad de un pololeo; de pronto le tomé la mano y no dijo nada.
Entonces sucedió algo terrible. Una camioneta frenó bruscamente, haciendo volar piedras, y retrocedió hasta quedar junto a nosotros. El conductor, un hombre mayor, abrió la puerta del copiloto, agarró de la muñeca a mi compañera y la metió adentro, a la fuerza. Ingenuamente, me dispuse a subir; él apretó el acelerador y ambos se perdieron detrás de la polvareda.
Volví, agitado, y conté con horror la escena. Los tíos se miraron y sonrieron con malicia.
-Esta chiquilla tiene loco a ese hombre -se resignó a comentar la amiga a mi mamá, en voz baja. Enseguida cambiaron de tema.
¿Eran así las relaciones sentimentales? ¿Así debía tratar el hombre a la mujer?
Al regresar, desde mi ventanilla de la micro que nos llevaría a Rancagua y que recibía a sus pasajeros por goteo, miraba hacia afuera, desconcertado, pensando en las cosas de la vida. Abajo, a punto de abordar la máquina, una mujer de mediana edad discutía con un ciclista, un hombre de bigotes, camisa blanca y rasgos duros. Ella le elevaba la voz, furiosa, los insultos eran visibles pero no lograban traspasar el vidrio de la ventana. El hombre pasaba el trago amargo en silencio. Parecía una disputa sentimental de tantas, cuando de repente él la agarró del moño y la levantó casi en el aire hasta sentarla en el marco de la bicicleta, donde la apretó con un brazo, la echó hacia atrás y la besó con violencia, sin soltarle el moño. Ella abrió la boca y cerró los ojos, desfalleciente.
La micro partió y la bicicleta nos acompañó hasta la esquina, donde el raptor y su pareja doblaron en otra dirección.

lunes, agosto 13, 2012

Hombre, mujer

El hombre debe tomar la iniciativa. Es su naturaleza, está escrito en la historia, pero sé de sobra que aplicada a mi conducta diaria no es propia de mí tal característica. Sin embargo, hasta hoy no había hecho la analogía. Si ser hombre es conquistar, emprender, tomar la iniciativa, entonces con vergüenza debería admitir que yo exhibo más tintes femeninos que masculinos.
Las verdaderas mujeres desean a los verdaderos hombres. ¿Por qué no son honestas con quienes no siguen el patrón? ¿Y qué decir de las mujeres-hombres que no reconocen la vulgaridad, la ostentación de que hacen gala al aparentar lo que no son?
Es tan difícil asumir un papel ajeno. Se arrastra el propio como abrigo largo, como pena que deriva en amargura. Se quisiera ser de otra manera, pero jamás se renunciará a la original. Dije tantas veces de mí mismo que siempre me he sentido como un barquito de papel sobre las olas, navegando de un lado a otro, aceptando los desafíos encomendados en cada ensenada, procurando cumplirlos con brillantez. Lo decía con un cierto grado de orgullo; hoy me debilita confirmar esa verdad y tal vez allí se aloje el cuesco de mis sueños.
Las sociedades socialistas son femeninas; las capitalistas, masculinas.
Cuándo soy un hombre de verdad, cuando escribo. Allí me hago salvaje en mi mundo mío y propio, abro senderos, asumo riesgos, levanto catedrales de fantasía. Y sin embargo de qué escribo: de mi interioridad, de cómo soy. Lo reconozco a estas alturas con un dejo de humor.
Cuando más hombre soy es cuando hablo de mi pasividad.

jueves, agosto 09, 2012

Despertar

¿Cómo despiertas? ¿Feliz? ¿Por qué no despiertas feliz?
Cuando despiertas en medio de la noche luego de haber tenido un sueño confuso, menos que una pesadilla pero mucho menos que una ensoñación, en momentos en que todo está oscuro y la calle no emite un solo ruido y no se oye el canto de los pájaros y las hojas de los árboles hibernan esperando la primera brisa de la mañana para iniciar su baile, ¿en qué piensas entonces? ¿En el presente, en el pasado o en el futuro?
Y luego de que te levantas, luego de meterte a la ducha, de vestirte, cuando vas por la calle, ¿por qué te olvidas de lo que sentiste al despertar? ¿Por qué te obligas a olvidar? ¿Piensas que es demasiado el peso de la imagen o atribuyes ese estado que se esfuma a una mera cena que no hizo caso de la hora y se dejó tragar con ansias evasivas?

miércoles, julio 18, 2012

La felicidad

Si la felicidad es la ausencia de problemas, entonces no existe. O es, como se dice, instantes.
Vaivenes de la mente.
Hay quienes no pueden vivir sin problemas; se los fabrican para sentirse infelices. O los andan buscando para resolverlos y sentirse felices.
Yo no soy ni fu ni fa; los ando buscando para rubricar mi sino.
Veo tanto corazón inadvertido ignorando su trampa, marcado su destino desde mucho antes de la hora de la luz; un coro de innúmeros niños marchando ilusos al acantilado.
Ese sino marcado es también el mío; mi desgracia es comprenderlo.
Y mil hombres vestidos de blanco entrarán profanando el altar.
Pueblos enteros se entregaron al destino. Corrió sangre como ríos de invierno. Rodaron las cabezas de los reyes y las almas muertas mostraron su faz por un instante, y entonaron un himno de venganza. Vino la paz, el sosiego, trayendo apenas diez años, cien de felicidad. Y luego del rincón de las arañas volvieron los problemas que se creían superados.
Nada es tuyo, hermano, nada te pertenece. Heredaste tus bienes de otros y otros los recibirán. Nunca lograré entender cómo engañaste al remolino del misterio para llegar hasta nosotros, pero sí entiendo que al misterio volverás, inerte, vaporoso. Creaste riqueza, vana vanidad. El mundo no ha prosperado una milésima, se mantiene quieto y asustado como hoja amarilla de álamo de abril entre las grúas mecánicas y las mezcladoras de cemento.
No habrá paz en la tierra mientras yo esté vivo.

martes, julio 17, 2012

Signos

Los primeros signos se pierden en el tiempo, mas aquellos que retiene la memoria se presentan siempre como fenómenos relacionados con la ternura. Lo han dejado a uno pensando, se ha sonreído uno un poco y luego la tierra ha seguido girando en torno al sol.
Cuando se produce el colapso, la mente se hace la pregunta y no halla explicación. De pronto reaparecen los signos; se dibujan en la abstracta memoria y todo parece calzar. Incluso surgen signos equívocos que se unen a este nuevo clan, a este nuevo orden. El caos momentáneo ha dado paso a un sistema.
En ese instante de las cosas la ternura ha desaparecido y en su lugar se ha instalado el horror. Lo que antes provocaba ilusión hoy genera rechazo. Cunde el desaliento y se andan mirando con extrema desconfianza las sombras que aparecen del otro lado de la esquina.
Pero todo sistema tiene sus grietas y aun este lóbrego rompecabezas debe su forma a los cambios. Desde su centro caótico, plagado de signos contaminados, brota un día cualquiera la razón y renace la esperanza, al emerger nuevamente el amor desde el abismo al que se lo había confinado. Dicha así la última frase parece manida, poco profunda y hasta poco importante, pero se me ocurre que es la forma más sencilla de expresar la idea.

viernes, julio 13, 2012

Superada la primera edad

Superada la primera edad
cómo haber sido tan necio
cómo no advertí la trampa
de ser como yo era.
Mirada así la historia
suena a último deseo
en el patíbulo
a despertar de curado
pero no.
Es simplemente darse cuenta un poco tarde de las cosas
y como no cabe otro remedio
vertirlo en el papel.
Lo que imaginé haber sido
no lo fui
los verdaderos asesinos son
Hombres con mayúscula
compadritos de Borges
que viven en el sur.
Yo soy de la provincia
de corazón minero y
vociferaciones; grito acaballado
fuegos fatuos
fantasmas asesinos.
Un día me descubrí desde un rincón
alguien me vería, mas nadie lo anotó
cerré el puño
me rebelé en la sala de clases
desfilé por la calle Independencia
salté panderetas
fui a dar a la basura;
y el sol se puso como cada tarde.
Los dioses me enseñaron
no a golpes
objetivamente
así como enseña el tiempo
inofensivamente cruel, religiosamente;
había siempre una balanza
sobre la que me hacían caminar
y la balanza siempre se inclinaba
para acá o para allá
era un milagro matemático
nunca falló, como la ley de gravedad.
¿Qué sacaba con matar
si los gendarmes
brillaban por su ausencia
y las víctimas supuestas
a carcajadas reían
en la sala de espera del dentista
olvidando que no después de unos minutos
abrirían con terror la boca?
Qué sacaba con sentir el poder de dar la muerte
si el destino me lo había negado
qué sacaba con esos aires
de fortaleza que no hacían más que descubrir
mi gran debilidad.
Los dioses se aliaron con la gente
levantaron puentes levadizos
casas comerciales rascacielos
estatuas polvareda naves espaciales
inventaron el Big Mac y la singular
pasta de dientes.
Preocupados de sus propios asuntos
me habían olvidado
pasó la vieja para mí
hongo valía.
Entonces comprendí
que me había llegado la hora
de la resignación
y empecé a ver de otra manera
sacando raras veces las sobras de guadaña
que los años me alojaron
entre las vértebras del cuerpo
restos que la muela del molino fue moliendo
como muelen las vértebras el tiempo
y a uno lo enanizan.
Adiós bravuconadas
instintivas quimeras infantiles
Lucifer enmascarado.
Entró a mi hogar
una diosa velada
efluvio de pantano
fúnebre esperanza

lunes, julio 09, 2012

Cumplí lo encomendado

Si el problema se enunciara así:
CUMPLÍ LO ENCOMENDADO
De dónde la amargura
la cuesta, el bajo, la rodada

Atravesaba el río
YO ERA PARTE DE LA GENTE
Y la gente espejo falso
De mi andar confuso

De pronto ¡Eureka!
ME ENCARGABAN IGNORANDO
Nadie sabe era la instrucción subliminal
Enciende la luz ábrete camino

Lo quiero para ayer
GÁNATE EL ALMUERZO
Háceme el trabajo
Estamos en Chile ubicaté

Exigí detalles majaderamente
ME CRUCIFIQUÉ YO MISMO
Ya te dije sólo hazlo, cosecha
Fresas de amargura

Esto traje mostré un canasto a medias
EMPEZARON LOS DOLORES DE CABEZA
No era así la cosa
Cómo entonces no sé de otra manera

Obediente adelantado
ANSIOSO DE DAR EN EL GUSTO
Soporté al tarado tal por cual máximo jefe
Recibiendo una galleta de perro a cambio

Ya he cruzado el río
NO QUIERO QUE MIS HIJOS SEAN ASÍ
Los deseo libres de ataduras
Y que hagan lo que les ordene el alma

Aun si les va mal
NO PUEDE SER PEOR QUE LA OBEDIENCIA
Mi hermano nunca estudió para una prueba
Y su departamento tiene vista al río

Lo que se sabe de las cosas
TODO LO HA HECHO UN ALMA LIBRE
Enturbiamos el Mapocho
Los que cruzamos el puente

viernes, junio 22, 2012

El último salto

Jugábamos a subirnos a los techos del fondo. Antes que eso hubo dos galpones, un galpón claro y un galpón oscuro. El galpón claro era una ruina romana. Cuatro pilares, un millar de ladrillos tendidos y dos ventanas que miraban el cielo, sin entenderlo. Desde el galpón oscuro, donde había tejado, nos pasábamos al techo del galpón del vecino. Eran juegos peligrosos; mirábamos por una rendija y veíamos los huevos que ponía la gallina en un rincón del piso de tierra, entre herramientas y cachureos. Dejábamos caer piedritas; los huevos se rompían con un lamento seco y  arrancábamos, quebrando tejas. Con los años el vecino levantó una muralla gigantesca que impidió toda aspiración de fisgoneo, pero para ese tiempo ya no había galpones y ya no había niñez en la casa de la abueli, de modo que si supongo motivos de carácter plumífero o nutritivo en su proyecto, concluyo que se trató de un derroche de cemento. Esa especie de pedazo de Muro de Berlín o fracción ridícula de la Muralla china en medio de una cuadra del centro de Rancagua no le hizo bien a nadie.
En el galpón oscuro me quebré el brazo; más de la mitad de su espacio lo ocupaban tablas y listones acostados contra la pared, todos listos para tomar la forma de habitaciones nuevas. Esos maderos nunca se clavaron; se fueron carcomiendo y se usaron como leña.
Casi la mitad de la obra humana es inútil, juicio compasivo. Cada vez que veo en el campo una casa abandonada vislumbro risas, fiebres, traiciones, aniversarios, velas. Duerme el reflujo y queda la obra, resto absurdo de paredes rayadas y suelos plagados de papeles amarillentos y caca seca. 
Detrás de cada molino sin rueda se esconde una aspiración trágica.
Los dos galpones se echaron abajo; vinieron otros cobertizos. Uno se levantó sobre el muro del vecino de al lado y el techo le sirvió de descanso a las ramas de una higuera; el otro sirvió para cubrir parte del gallinero dispuesto al otro lado del patio de la casa. El espacio del fondo, el que ocupaban los galpones, quedó vacío.
La abueli murió. Años después Miguel, mi primo menor, que ya ganaba un sueldo, edificó al fondo una pieza de arriendo, que efectivamente se arrendó dos años. Hoy se usa para ensayos de música. El gallinero, en tanto, desapareció con todas sus gallinas. En su lugar se habilitó una pieza para guardar herramientas y cachureos. El otro cobertizo desapareció, al igual que la higuera que le hacía sombra. Todo ha cambiado y sin embargo se mantiene casi exactamente igual.
El árbol crece hasta donde puede, la araña vive de su tela y no le sobra nada. La mente humana trabaja con demasiado apuro.
Pero a qué voy. A que un día subí al techo de la higuera y entreví mi destino.
Percibir el destino no tiene nada de extraordinario. De hecho, uno lo percibe al menos una docena de veces cada día. Lo ve al apagar la luz, dentro de la cama; al cruzarse con un verso prodigioso, al admirar sin ser admirado, al elevar la voz a un niño, al mentir y pillarse en la mentira, tantas cosas. Pero hay ocasiones, como aquella de ese día, en que se distingue diáfano. Es como si un velo cubriera todos los fenómenos que están siendo en el espacio y dejara uno solo, para deleite de la melancolía.
Nadie me acompañaba y no es que me hubiese aburrido de estar allí. Miraba con gusto las hojas de la vid como si fueran la alfombra del patio de la casa, las vigas del parrón semiescondidas debajo de las hojas, las brevas al alcance de la mano, la ventana del living a lo lejos, el misterio que encierra un silencioso patio ajeno. Todo aquello me provocaba la misma fascinación de siempre, aumentada de vez en cuando por un hilo blanco de volantín a las pailas que rozaba mis manos y seguía su andar llevado por el viento. En ese mismo sitio el Julio había encumbrado su propio volantín, corriendo de espaldas hasta que se le terminó el techo, pasó entre las nervudas parras y acabó en el suelo, magullado.
El techo de la higuera de ese instante de ese día me ordenó recordar que hay cosas que no se harán ya más; que aún a mis cortos años había llegado el momento de morir, de soltar una capa de piel y tenderla sobre el zinc para que el sol la resecara hasta hacerla polvo. Era mi última vez en ese techo, pero aunque no fuera así, habría una última vez en ese techo y a menos que en un desesperado esfuerzo me volviera barón rampante, mis días de niñez estaban contados. Eso entreví.
Entonces me arrojé al suelo. Salté, caí parado, se me doblaron las piernas, miré hacia arriba, vi el oleaje del zinc, sobre él la majestuosa higuera, surqué el patio pasando uno a uno los pilares, entré a la casa. La abueli me esperaba en el mesón de la cocina.
Hartos años después, durante una visita de domingo, a la hora del tedio, fui discretamente al fondo, subí la escala y caminé sobre el techo de la higuera, por el puro gusto de torcerle la mano al destino. Algunos llaman a eso ironía, otros tozudez; hay un cuento, incluso, que refiere la historia de un cándido alemán y su sofá. Pero mejor cierro aquí el recuerdo, porque esto no es un chiste y aunque quisiera, yo no soy alemán.



miércoles, junio 20, 2012

El buen poema

Original no es declarar que el buen poema es resta; miles lo cantaron ya con palabras escondidas, pero el caso es otro, la repentina conciencia de una flor que nos acompañó toda la vida y nunca marchitó.
Dicen que el buen poema es restar palabras
dejar las mínimas
y que la ausencia evoque.
Es como un truco
una seña en laberinto
un acercamiento al hombre que detrás de todo el artificio
resplandece.
No hay soberbia en este ardid
más bien yo veo un desnudo disfrazado, un infantil empeño
una feroz necesidad de abrazo
al compañero de ruta
al hermano a la hermana
que viajan en la misma barca por el mismo río
hacia el mismo mar.
Es como esa mujer que pasa por la calle
vigilando el celular
unas ganas locas de hablar de cosas simples
de tocarse, de reír, de tomar café con leche
y dejar a los dioses lo demás.

lunes, junio 18, 2012

Carlos J. Veloso, distribuidor de almas

Soy reportero y no podría definir de otra manera mi vida profesional que como el intento de querer traducir los múltiples fenómenos que el ojo tiene a la vista, todos con un antes y un después; o en palabras más realistas, el intento de perseguir una quimera. Andando el tiempo reparé en que la única forma de acercarme al objetivo consistía no en un trabajo de dispersión, sino de concentración, y como tal de reconocimiento y aceptación de mi propia naturaleza, que es la de un ser marginal guiado por el miedo. De allí que naturalmente me inclinara por recolectar personajes menores, inofensivos, estrambóticos, lo que indujo de temprano a mis jefes a encasillarme en las lindes del oficio -y yo me atrevería a asegurar además que a tildarme de mal necesario-. Conocí al hombre que todo lo reducía al número cero, al falso doctor Mortis, al inventor de la bicicleta ecológica, a la perrita que quería estudiar leyes y al matemático que predecía con meses de anticipación si el año sería lluvioso o seco; el destino me regaló a un contactado con Gabriel arcángel, al vampiro Yiró, a una iluminada que hablaba perfectamente el idioma castellanéts y al taxista que edificó un búnker dentro de un cerro para esperar el fin del mundo. Frente a mi extravagante juicio desfilaron también el cicerone de la cárcel, el maquillador de cadáveres, la dama del bar Harry's, el mago Palito y sus mentiras, el chef que le preparó la comida a los fabricantes de la bomba atómica, cual de todos poseedores de la historia más insólita.
Ninguno como Carlos J. Veloso, distribuidor de almas.
¿Cuándo y dónde lo conocí? ¿Qué impresión inicial me dejó? ¿Cómo llegué a enterarme de la tarea que lo mantuvo en estado de desasosiego hasta el día en que dejé de verlo? Todavía me resisto a correr el velo de esta trama que, al contrario de mis otros personajes, no se me aparece enteramente ficticia. Estirado al máximo el elástico de mi credulidad sigo pensando que Veloso pudo ser realmente el hombre que decía ser, sobre todo si no dispongo de pruebas en contra.
Lo que me llamó la atención de este personaje y de su entorno fue el desorden que reinaba en su local. De no ser por eso -y por el letrerito tan extraño colgado en la puerta: "Carlos J. Veloso Distribuidor de almas"- no habría entrado. El caos era mayúsculo; en su escritorio apenas cabía espacio para poner las manos y eso no aparecía como lo peor al golpe de vista: las rumas de carpetas montadas unas sobre otras desde el piso hasta casi llegar al techo daban a ese espacio el tono del día anterior a una mudanza. A poco andar me contó, sin embargo, que el local llevaba años así, "aunque ahora todo está un poco más ordenado". Añadió que no se pensaba cambiar, ya que el barrio, el pasaje y su habitáculo le resultaban "cómodos, agradables, suficiente". Usaba las palabras sin pasión; entendí que en ese momento pensaba en otros asuntos.
Carlos J. Veloso es de esas personas que eternamente parecen estar atiborradas de trabajo, trabajo que a los ojos de los demás no rinde. Es de aquellos que ve más allá de su miseria, lo que no hace otra cosa que agravarla. Cada nueva misión equivale para él nada menos que a la tarea de reorganizar el planeta, frase que cuando la escuché me hizo soltar una risa compasiva, pero que al aprehenderla me provocó escalofríos. Durante toda la entrevista, sin embargo, me dio la impresión de no estar ante el carácter abrumado que exigiría la naturaleza de su oficio, sino ante un espécimen menor, indolente, de aquellos que afrontan los asuntos más trascendentales con cansada resignación.
Le hice ver que me había intrigado el cartelito puesto en la vitrina y le pregunté si no tenía inconvenientes en que lo entrevistara para mi diario. No le llamó la atención gran cosa el hecho de ser un potencial sujeto digno de publicación, lo que interpreté como una leve negativa, de modo que, con más empeño que al inicio, trasladé a mis lectores el interés que despertaba su vida. Eso debió de convencerlo, uso un término exagerado, ya que Carlos J. Veloso no parece estar convencido de nada, pues da la impresión de que nada le importa demasiado, ya lo he sugerido.
Esa tarde conversamos una buena hora, hasta que la cinta de la grabadora se completó por los dos lados. Mientras él hablaba le iba dando el visto final a la carpeta que tenía entre sus manos, que luego colocaba dentro de una caja (lo habrá hecho en unas veinte ocasiones). Al golpearla dos veces con el puño, la caja subía automáticamente por un ducto, me imagino que tirada por una cuerda. Cada vez que hacía esa maniobra se disculpaba, diciéndome que no podía perder un solo minuto. La entrevista se volvía a interrumpir cuando la caja vacía caía y golpeaba la cubierta de la mesa, sin elegancia alguna. Era como si desde el acantilado alguien arrojara un desperdicio contra las rocas.
Comprendí al retirarme que a pesar de lo declarado, Veloso me había dejado más o menos donde mismo, un fenómeno inusual para mí. Muchos de mis entrevistados agotan el manantial de la novedad a los quince minutos; no fue su caso, de modo que le anticipé que lo visitaría al día siguiente. Veloso hizo un gesto que interpreté como de asentimiento y de inmediato se abocó a la revisión de más carpetas. Oscurecía y hacía frío.
No había caminado media cuadra cuando un penoso incidente callejero me detuvo. Una multitud pateaba a un viejo ladrón sorprendido in fraganti. El pobre hombre había recibido tanto castigo que ya no era capaz de defenderse y de pronto alguien advirtió que estaba muerto. La masa se dispersó rápidamente; ya había consumado su venganza y era momento de volver al anonimato. De la nada apareció Veloso. Se agachó, buscó entre sus ropas hasta dar con sus documentos, encendió una linterna del tamaño de un bolígrafo, anotó un par de datos en una carpeta, igual a las miles que yo había visto, y se levantó.
-De todas maneras me iba a llegar, pero siempre conviene adelantarse. Usted ya sabe cuánto trabajo pendiente hay en mi local -se excusó. Le pregunté si no necesitaba otro ayudante, pero no pareció entender del todo la pregunta.
-Lo he estado pensando. Si quiere, mañana cuando venga me trae sus datos, pero le digo al tiro que no podría pagarle más que el sueldo mínimo, y con dificultad -dijo.
El día siguiente, como me suele ocurrir, no llegó. Tampoco el subsiguiente. No me mando solo; vivo al arbitrio de mis editores, quienes tienen mejores ideas que las mías. Hube de viajar a cubrir una protesta regional; el viaje se prolongó más allá de lo normal y al regreso ese tema me continuó consumiendo desde Santiago. Debo confesar, además, que me había olvidado por completo de Carlos J. Veloso, lo que no es de extraña ocurrencia en este oficio que se caracteriza por atrapar súbitos resplandores que no duran sino unas pocas horas.
Fue mi hijo quien me hizo ver la falta. Una de esas noches, mientras compartíamos una cerveza con el fondo musical de alguno de sus jazzistas preferidos, dijo echar de menos mis "crónicas humanas". Le conté entonces sobre Carlos J. Veloso y se entusiasmó, tal vez demasiado, porque al requerir detalles me terminó confundiendo y eso me molestó. Le prometí que visitaría nuevamente al entrevistado y que pronto le tendría la historia completa. Él no dijo nada, lo debí de ofender sin darme cuenta.
Al otro día volví, o me pareció volver, a su gabinete, y no lo hallé; me refiero al local, qué decir de su dueño. Sin mentir, visité al menos seis pasajes en el área en que me pareció que se emplazaba el puesto de Veloso; ninguno de ellos le destinaba ahora espacio. No había anotado ni su dirección ni su teléfono y lo peor era que no poseía mayores puntos de referencia que una sección de ocho a diez cuadras céntricas. Regresé a casa evitando a mi hijo; con la sensación de haber limitado demasiado la búsqueda, a pesar de que sabía que más allá de esas fronteras no podía ubicarse. Dormí penosamente, con la obsesión naciente de estar olvidando detalles de la realidad; sospechando que de los olvidos, el mío era un hermanastro de la fantasía y como tal, de la locura. Recorrí dos, tres, cuatro veces los mismos pasajes de siempre, las mismas tiendas de chucherías y baratijas, las peluquerías sin clientes, los cafés de mala muerte, las compraventas de oro, los bazares, las librerías de artículos de oficina, santerías, locales de comida al paso, remendadoras de calzado, puestos de internet, de fotocopias. Con los días mis preguntas terminaron inquietando a los locatarios, lo que dio por concluido el interrogatorio. Por lo demás, nadie recordaba a Carlos J. Veloso, ni su figura ni la naturaleza de su local, lo que no era mucho decir de una raza subterránea sumida en la indiferencia, que no era capaz de ver más allá de dos oficinas de distancia. Tampoco saqué gran cosa de los espacios que se ofrecían en arriendo. Al preguntar por cada uno de ellos la respuesta del vecino correspondiente era casi sin variaciones la misma: llevan meses vacíos, señor, aquí la gente no se viene, de aquí la gente se va.
Había dado, en suma, con un pedazo moribundo de Santiago, del que Carlos J. Veloso venía a ser su emblema: una especie de fantasma, de invención o de recuerdo de la conciencia. Y sin embargo era real, había hablado con él, lo había entrevistado, guardaba sus palabras en una cinta por lado y lado.
Mi última tentativa lógica consistió en una ronda de preguntas a mis colegas de la sección policial, por si se acordaban del caso del delincuente ajusticiado por la multitud, que indirectamente me podía dar las coordenadas de su establecimiento. Pero Vega había estado con licencia el mes entero, Diéguez no me prestó demasiada atención y con Parraguez no se puede hablar; lo echa todo a la broma. Horas después, al entrar al turno de la noche, Sartori me escuchó y echó mano a su agenda.
-Aquí lo tengo, Lamordes. Lonton Viscaya, 64 años, ladrón de poca monta, linchado a las 19:35 horas en Morandé, casi al llegar a Huérfanos. Un crimen sin juicio ni culpables. Como el gráfico no llegó, redujimos la nota a dos col en la página 8.
Retorné al sector mencionado con nulas esperanzas; comprobé en efecto que ni los pasajes interiores ni los subterráneos de la cuadra se habían escapado a mi anterior empadronamiento.
¿Quién es y a qué se dedica Carlos J. Veloso? De lo que le creí entender desde el principio, él vendría siendo el encomendado por una especie de inteligencia superior para cumplir la misión de distribuir almas en la tierra, pero ciertas almas, almas comprobadamente buenas; esto es, conservadoras, uso sus palabras. Misión descabellada, desde luego, de allí mi escepticismo original, que en la entrevista maticé con toques de humor, guiños de ternura. El hombre decía las cosas con la ingenuidad de un niño, como si declarase algo que no tenía la menor importancia, puesto que lo realmente importante a su entendimiento era otro asunto. Y así es; de sus palabras se desprende que Carlos J. Veloso vive en una constante, inacabable tensión, lo que ha terminado por insensibilizar su carácter y sus aspiraciones, a sabiendas de que la suya es una misión imposible, pero que debe acometer porque le ha sido destinada.
Al principio pensé que tenía un ayudante; con los meses estoy cada vez más convencido de que el hombre que sube la caja es su empleador, pero de esto no poseo prueba alguna. También puede que esta última hipótesis no sea más que una de tantas chifladuras que salen de mi pluma, porque cada vez que entré a un local a preguntar por Veloso miré el techo de reojo y me fijé que ninguno de ellos poseía altillo. De este modo, hasta es bien probable que el hombre que sube la caja no exista y que ésta se eleve mediante un mecanismo que no me fue dado preguntarle al entrevistado, lo que reafirma que las mejores preguntas de una entrevista son las que no se hacen, las que se desprecian por insignificantes.
El gran problema de Carlos J. Veloso, al menos el que me manifestó en la conversación, consiste en un asunto indescifrable, diría diabólico, aunque me parece que ese término es inapropiado para el contexto en que se desenvuelve esta trama. Cito sus palabras:
"Es un asunto matemático, señor Lamordes. Si están naciendo más personas de las que mueren, entonces llegará el momento en que no dispondré de almas para distribuir a todo el mundo, teniendo en cuenta además que las almas muy jóvenes no cuentan, a menos que sean recicladas. Me temo que se están sumando por miles, por millones, los seres que debutan en el orbe a la que te criaste".
He allí la fuente de su tensión y al mismo tiempo de su indolencia. Carlos J. Veloso debe reasignar el alma que ha vivido dentro de algún cuerpo humano de cierta edad que habita el planeta, una vez que muere, a otro cuerpo que, por recurrir a un lugar común, entra a la pelea. Si existiese una millonésima probabilidad de que esta idiotez fuese verdad surgiría de inmediato la pregunta: ¿cuántos como Carlos J. Veloso se reparten en cada comuna, en cada ciudad, en cada país para siquiera pensar en llevar a cabo esta misión demencial?
Quiso el destino que me lo topara en medio de un incendio al que fui enviado de emergencia durante un turno. El fuego había arrasado tres casas en la población El Cortijo; los vecinos se ayudaban unos a otros. Cuando las cosas parecieron haberse calmado una mujer obesa echó de menos a la tontita del segundo piso, una niña que sólo era vista cuando se asomaba a la ventana enrejada para gritar incoherencias. ¡La tontita! -gritó, aterrada- ¡Salven a la tontita!
Los bomberos la hallaron abrazada a su abuela, ambas calcinadas. Entre los voluntarios advertí a Carlos J. Veloso, vestido de uniforme.
-¿Se acuerda de mí? -le pregunté, ansioso. Fue lo único que atiné a preguntarle.
-No mucho -dijo-, pero me es cara conocida. ¿Nos hemos visto en otro incendio?
-No, amigo Veloso, yo fui el que lo entrevisté hace un tiempo.
-Ah -recordó- lo estuve esperando varios días. Ahora debo irme. Tengo que incorporar estos datos de aquí a mañana.
-No se vaya -le rogué, pero era una petición imposible de cumplir. El capitán reunió a los bomberos dentro de un perímetro cerrado y procedió a pasar revista a la compañía antes de que el vehículo iniciara el trayecto al cuartel.
-¡Cuántos hay como usted! -le grité. A Veloso le era imposible escucharme con el ulular de la sirena- ¡Cuántos hay como usted!
-Qué dice...
Esa noche reflexioné seriamente sobre si valdría la pena andar a la siga de accidentes fatales, como lo hacen los participantes del negocio de la muerte, o sea detectives de la Brigada de Homicidios, peritos fotógrafos, vendedores de las pompas fúnebres, camilleros de ambulancias; o si por el contrario no resultaría más sano olvidarme para siempre de la posibilidad de volver a encontrarme con Carlos J. Veloso. Elegí lo segundo, dejando tal posibilidad en manos del azar.
La historia se publicó, meses después, con las imperfecciones propias de un reporteo a medias, de un trabajo mal hecho desde la base. Aun así mereció algunos elogios, los mismos de siempre, colegas envidiosos de mi pluma, colegas que sin embargo no se sentían amenazados por alguien situado en las lindes del oficio. Les agradecí con esa sensación de malestar propia del secreto inconfesado; a la mañana siguiente de publicada mi crónica -lo afirmo sin ánimo irónico- la imagen de Carlos J. Veloso envolvería pescado y al día subsiguiente otro personaje llenaría su lugar en mi espectro de candidatos a la inmortalidad. Pero aunque lo deseara, esto último no era cierto. Las palabras de Veloso me habían provocado un ligero remezón interno, creciente, que me indujo a acudir a una iglesia.
Fui a una cualquiera, en efecto, y me arrodillé ante el confesonario. El sacerdote parecía odiar los prolegómenos e insistía en oír mis pecados, de modo que cambié de estrategia, le di en el gusto y dejé para el final lo que me interesaba. Le conté entonces que desde hacía un tiempo se me había metido en la cabeza la creencia que las almas se reencarnaban. Me preguntó si yo era católico; le dije más o menos. Usted se ha equivocado de religión, ¿vive por casualidad en el barrio de la Estación Mapocho? No Padre. Prosiga. Le confieso Padre que tengo mis dudas sobre la reencarnación de las almas. Ya me lo dijo. ¿Me puede orientar Padre? Mire, esa duda que tiene es harto grande, me va a hacer dudar a mí... No Padre, lo último que se me ocurriría. Entonces confiese que se arrepiente. Me arrepiento Padre, pero ¿acaso el alma de los católicos no puede reencarnarse? Su voz me suena un poco, ¿viene seguido a misa? No tanto Padre. ¿Pero viene a esta iglesia? Es que no lo ubico. No Padre, voy a una de avenida Matta. Mire, señor, le voy a dar un consejo: vaya donde los locos de Teatinos, pero antes rece un Avemaría y un Padrenuestro.
¿Qué me quiso decir? Salí a la calle y quise buscar una segunda opinión, pero a esa hora costaba hallar otra iglesia abierta; de hecho terminé la jornada sentado en la barra de una fuente de soda, ante un lomito palta y una Escudo no lo suficientemente helada. Me carga la Escudo natural, más aún si me la bebo en estado de insatisfacción; me desagrada el exceso de espuma.
Días más tarde decidí completar la tarea pendiente. Era sábado, mi mujer había ido a un bingo en su colegio y no volvería hasta el atardecer. Recordé que cerca del cuartel central de la PDI había otro templo, o por ahí cerca, bastante más pequeño y menos concurrido que el anterior; siempre me habían llamado la atención sus paredes celestes, pero lo que no me gustó nada, cuando ya estaba adentro, fue ese revoloteo de moscas que aprovechaban el haz de luz en la nave central.
Una mujer de la limpieza se me acercó sin diplomacia alguna.
-¿Qué se le ofrece, mister?
-¿A qué hora confiesa el Padre?
-Ya está por empezar. Póngase a la filita.
-Una iglesia tan chica y ya hay gente haciendo fila...
-¿Que usted no es de por aquí?
-Claro que no, señora. Soy del barrio Santiago Poniente.
-¿Y por qué viene a confesarse con el cura, si usted es hombre? Le diré que vienen de todas partes, pero casi puras mujeres. Para mí que vienen porque el cura es califa y encima se hace el sordo, así que tienen que acercarse harto para que escuche. Mire la sartalá de viejas copuchentas esperando a la orilla de la pared, todas pintás, ji ji ji...
-Tiene razón, señora, pero no es manera de expresarse así de los fieles.
-Yo tengo chipe libre, mister. Al cura lo pillé culiando y me paga sueldo mensual. Gano doscientas lucas. ¿Me invita a una chela?
-Qué se ha imaginado, señora. ¿No se da cuenta de que estamos en la iglesia?
-Bah, ¿y qué?
-¿Qué hace usted aquí? ¿Qué labor desempeña?
-¿Que no me ve? Barro, paso el plumero, vigilo lo que haiga que vigilar, cambio las velas. ¿Y qué le tengo que andar dando explicaciones? Ya po, no sea malito, invíteme a una chela, ¿no ve que a eso de las doce la lengua parece que fuera de zapato?
El sacerdote ya había comenzado. Las mujeres se arrodillaban delante de él y le hablaban al oído. El religioso asentía y al inclinar su rostro sacaba a relucir su enorme papada rojiza y brillante, recién afeitada. De vez en cuando brotaba una lágrima, se oía un suspiro. El cura entonces apoyaba la mano en el hombro de la sufrida pecadora, la consolaba con ternura. Defraudado de una escena que sentí ajena a mi persona, intuyendo las palabras que me dirigiría el sacerdote cuando llegara mi turno, me salí de mi puesto, que ya no era el último, y enfilé hacia la salida. Entonces me pareció reconocer a Carlos J. Veloso. Caminaba con paso cansino en dirección a la escalera de caracol que conectaba el primer piso con el espacio destinado al coro y al órgano; sus zapatos producían ese ruido molesto del desplazamiento de la planta de goma en la baldosa. Era notable el parecido, no podía ser otro hombre. Aún así me sobrecogió la mella que escasos meses habían provocado en su figura. Estaba sumamente encorvado; siendo delgado lucía barriga y su pelo raleaba, emblanquecido. Se desplazaba con dificultad, lo que desde luego atribuí no tanto a su desmedrada condición como al peso de las carpetas que apenas podía afirmar con sus manos, unidas por debajo. La auxiliar impertinente se cruzó con él pero ni siquiera lo miró; entró con la escoba y el plumero a una sala lateral y desapareció.
Veloso comenzó a ascender por la escalera; lo seguí sin que se diera cuenta, lo que no me resultó nada difícil. Yo iba unos cinco escalones más abajo. Cuando depositó las carpetas sobre una mesa al costado del órgano, resoplando, le hablé.
-Qué tal, amigo Veloso, ¿me recuerda?
Me miró de reojo. Pocas veces he visto a un hombre tan cansado. Al mismo tiempo me sorprendió que se acordara de inmediato de mí, al contrario de lo ocurrido en nuestro último encuentro.
-Ah, sí, es usted.
-Veo que sigue en lo mismo. Pero le confieso que nunca pude dar con su local. Fui un montón de veces al barrio y no lo pude ubicar.
-Leí su historia -me dijo, y mi vanidad me traicionó en el acto, aunque cuando abrí la boca me di cuenta de que sus palabras llevaban implícito el tono de la advertencia.
-¿Le gustó?
-No estaba mal escrita... pero hubo equivocaciones... usted no entendió del todo o yo no me supe explicar... y eso me... culpa mía... culpa mía... eso me ocasionó problemas...
Llenaba cada interrupción con una profunda bocanada de aire. Le pregunté si padecía de asma, desviando la atención, rehuyendo el grado de responsabilidad que me pudiese corresponder en esos problemas presuntamente originados por mi nota. Veloso pareció no escucharme.
-Me llamaron... no me retaron, pero me previnieron... culpa mía... esto es bastante secreto... esa vez no se lo dije... debí decirle...
-¿Tuvo que cerrar?
-No, estamos donde siempre, pero ya no atendemos público... no era necesario... tiempo perdido... nadie iba... ni a ofrecer ni a pedir...
-¿Y cómo... entonces? -mi paréntesis no obedecía al asma. Deseaba no alterar su ánimo con una palabra inapropiada. Ya que la conversación comenzaba a fluir juzgué mejor dejar trunca la frase.
-Pero no importa -continuó- no se preocupe... estas cosas son así... ¿se sirve? Son de menta.
Sacó una pastilla para él, se la echó a la boca y me ofreció del cartucho arrugado. Estaban vencidas; mi paladar no se recubrió de un aroma a menta, sino más bien de un sabor amargo. Veloso aspiró todo el aire que pudo, volvió a cargarse de carpetas y caminó hacia un rincón.
-Si me disculpa... -anunció.
Había una pequeña puerta entreabierta, que yo no había visto, de una altura tal vez de un metro, o poco menos. La abrió con el pie y se metió adentro con extrema dificultad; por un momento temí que se cayera y desparramara su valioso tesoro. Lo seguí hasta que sin aviso la puerta se cerró en mis narices.
Me hallaba en una encrucijada. Se me antojó que volver a la calle en ese momento clave habría sido una actitud cobarde; penetrar a un espacio privado, un acto de arrojo extraño a mi historial de vida. Luego de pensarlo un par de minutos -y de darle tiempo a Veloso para que se alejara- elegí lo segundo.
La puerta se abrió con facilidad; me sumergí en una boca de lobo, como se dice. Adentro olía a polvo, moho y encierro; me pareció oír la carrera sigilosa de un roedor, pero no le presté atención al ruido; mis sentidos se concentraban en no tropezar con los objetos que interrumpían el paso -por abajo algo así como listones y pedazos sueltos de madera; a media altura mesas o mesones, creo que una enceradora, también una lavadora, una radioelectrola, en suma, cachureos especiales para un desván; y arriba, lámparas que colgaban como si se tratara precisamente de una tienda de lámparas-. Di al fin con una baranda, la baranda de una escalera. Subí diez, veinte, ciento veinte escalones; bajé otros tantos, volví a subir, doblé a la izquierda en ángulo recto, bajé luego por la derecha. La escalera se angostaba y se ensanchaba; llegué a pensar incluso que se bifurcaba, mas, avanzado un trecho, no me atreví a desandar lo andado para comprobarlo. Ya que me encontraba en ese trance debía continuar hasta dar con una salida que lo aclarara todo. Veloso, todo rastro suyo, se había esfumado. Para mí, en ese momento, el mundo era una tiniebla, la oscuridad antes del caos.
No sé cuánto tiempo estuve allí; dudo incluso si alguna vez estuve, dudo de todo lo que sucedió luego de esa pastilla de menta que me dio a saborear Carlos J. Veloso. El anodino distribuidor de almas parece tener más recursos de los que le asignó mi estrecha mente reporteril. Es más, si todo esto no fuese más que una afiebrada fantasía originada en un dulce envenenado, si esta historia que me tocó conocer y reportear no fuese otra cosa que una alegoría de la estupidez colectiva, le concedo al personaje el mérito de haber dedicado buena parte de su existencia -parto por creer en el contenido de esa cinta grabada- a una contienda perdida de antemano.
Llegando a mi hogar le conté el final de la historia a mi mujer, pero admito con embarazo que ella apenas me escuchó, cansada como estaba luego de su día de bingo.
-Traigo noticias.
-¿Sí?
-Al fin di con Veloso.
-Ah.
-¿Te acuerdas de Veloso?
-No.
-El distribuidor de almas.
-Algo me acuerdo...
-Lo vi en la iglesia.
-¿En una iglesia?
-En una iglesia de Teatinos.
-¿Y qué estaba haciendo en una iglesia? ¿Distribuyendo almas?
-Llevaba sus carpetas. Subió al segundo piso, lo seguí, me ofreció un dulce...
-¿Es de los que ofrecen dulces?
-No... sí... no... déjame continuar.
-Continúa.
-Me cortas la inspiración.
-Sigue, te escucho.
-Lo seguí, me ofreció un dulce, entró a una pieza oscura, lo seguí, se me perdió y ¿sabes dónde lo volví a encontrar después de una eternidad?
-No.
-En una oficina de la iglesia.
-¿Y qué?
-Le entregaba las carpetas a una auxiliar, una vieja semianalfabeta que estaba sentada detrás de la mesa. La vieja decía esta sí, esta no, esta no, esta sí, esta no. Veloso miraba al suelo, de pie, avergonzado. La vieja ni siquiera le ofreció asiento.
-¿Y qué hacía la mujer con las carpetas?
-Las que le servían las metía a una caja de cartón, las otras las tiraba al suelo. El pobre hombre tuvo que agacharse a recogerlas y devolverse con ellas, quizás dónde.
-¿Quieres comer algo? Hay pollo asado en el horno. Sírvete.
-No te interesa lo que te estoy contando.
-Sí, es que estoy cansada.
-¿Cómo te fue en el bingo?
-Bien, pero no terminaba nunca.
-¿Tú no vas a comer?
-Ya comí.
A menudo ocurre que las crónicas que publico evolucionan, pero solo ante mi vista; para el lector pertenecen a ese cementerio coleccionable al que va a dar la palabra escrita. No es posible crear una crónica perfecta, redonda, completa, como sí sucede con el universo que refleja una obra literaria. En el ejercicio del periodismo, el pacto de sangre que se establece entre el autor y su personaje real excede los límites de la ficción. Ni siquiera la eventual muerte del entrevistado es capaz de ponerle el punto final a su historia; me temo que mi propia muerte sí. Expongo lo anterior sin ánimo didáctico sino a propósito del esquivo e inefable Carlos J. Veloso y a raíz de que hoy cayó en mis manos un investigador de fenómenos paranormales, seudorreligiosos y satánicos, Juan Domingo Bravo. Lo entrevisté, hablamos de su especialidad y me reveló las verdades freaks que el anzuelo afiebrado de mi mente gusta de atrapar, quedando así inscrito en el borrador correspondiente de su candidatura a la inmortalidad. Tras la entrevista, apagada la grabadora, se me vino a la mente esa extraña frase que escuché del cura que me confesó, "los locos de Teatinos". Se la comenté para hacer tiempo mientras me venía a recoger el radiotaxi. Bravo los conocía perfectamente, o parecía ubicarlos.
"Has oído hablar, me imagino, del CCC, el Código Conservador Católico", me inquirió, con la pipa en la boca.
"La Confabulación Conservadora de Chile", le comenté, dándomelas de listo al usar la deformación que las redes sociales hacen de la sigla.
-No te rías -me interrumpió-. Esto es algo serio. ¿Fuiste por casualidad a la Capilla de las ánimas de Teatinos con San Pablo?
Le dije que sí.
-Ya me parecía. No te asustes, pero puede que estés quemado. Cuéntame cómo fue eso.
Le hablé de Carlos J. Veloso, le relaté lo que recordaba.
Bravo me tranquilizó; según su análisis no alcancé a dar el último paso, vaya uno a saber a qué se refería, no quise ahondar en el tema. Sin embargo él mismo, apasionado por ese tipo de historias, me brindó sus conjeturas.
De acuerdo con su modo de ordenar las cosas, en aquella iglesia se aloja la médula, el centro de operaciones del CCC, y su fuerza reside justamente en la mofa o el descrédito que las fuerzas progresistas hacen de la organización. "Se burlan hasta con un dejo de lástima de ella y la suponen fuera de época y como tal, inofensiva", opinó con una seguridad abismante, nunca abandonando la pipa de sus dientes.
"Tú has estado adentro y sospechas que las cosas ya no son como creías, Lamordes. El CCC da la lucha; Carlos J. Veloso es su peón y alguien de esa iglesia, su jefe. Me queda claro, según tu relato, que Veloso recolecta las almas conservadoras que aún perviven en Chile y las inyecta, por decirlo así, en los cuerpos que van naciendo, no en todos, cada vez en menos, debido al desequilibrio de fuerzas; mas no hay otro modo de dar la batalla. Quizás descubriste en medio de esa oscuridad que alguna vez llegará el día en que por arte de magia la balanza se inclinará y para el CCC comenzarán a vivirse tiempos mejores. Mientras, no les queda otra solución que recolectar e inyectar. Es un asunto de traspaso, de una transferencia cuya sustancia corre el riesgo de irse apagando con los años, es un asunto de almas abrumadas por el peso de la masa, a las que les cuesta mantener sus principios, dejando una incierta herencia que el raciocinio de tu Carlos J. Veloso no siempre dictamina a favor de la organización, llegado el momento".
Le pregunté si no podría ser que hubiese almas pasadas de moda y almas de avanzada, lo que echaría por tierra la hipótesis del CCC.
-Ideas e ideologías añejas siempre han existido, amigo mío, y son aquellas que van siendo cubiertas por el manto renovador, el cual, sin ir más lejos, inflama hoy a buena parte del alma de los chilenos y los conduce ciegamente hacia un destino incierto. Una cosa, sin embargo, es el tono con que una sociedad asume su presente; esto es, la suma de pensamientos individuales que se arremolinan en torno a un núcleo pleno de energía que desplaza al anterior; otra es fusionarlo con algo tan complejo, debatible y probablemente inexistente como el alma. No obstante, en este espacio inexpugnable me cabe la certeza de que tu Carlos J. Veloso combate en favor de las costumbres pasadas de moda y por consiguiente, en favor del Código Conservador Católico, de las viejas almas, de aquellas que se apegan a los antiguos valores, que no por ser antiguos se hallan obsoletos y no por estar pasadas de moda han perdido su vigencia. A Carlos J. Veloso se le ha encomendado la penosa misión de salvar las ruinas que los hombres del mundo pisotean como chiquillos juguetones, sin tomar en cuenta de que viven sobre ellas. Me temo, sin embargo, que Carlos J. Veloso, nuestro Carlos J. Veloso, ha debido de ser un revolucionario extremista para quienes distribuyeron almas antes que él. Me imagino que esas almas en pena hoy se revuelven en sus tumbas, renegando de aquel a quien entregaron la posta, lo que me lleva a plantear tres grandes preguntas: ¿Quiénes fueron antes que Veloso? ¿Qué organismo, qué secreta institución le inyectó el alma a la sangre que corre por tus venas y las mías? ¿O acaso guardas la ilusoria esperanza de que tus pensamientos nacen de ti mismo?
Lo miré perplejo, sin atinar a responder.
-Son las preguntas que no me has hecho, y que yo no sabría responder.

miércoles, junio 06, 2012

Exceso de imágenes

No es que no haya imágenes dentro de la página en blanco; hay exceso de imágenes. Poesía es restar palabras, comprimir el universo en una mano y luego abrir el puño. En el café le discuto a un amigo que Luciano Cruz murió en tiempos de Pinochet; se enfurece y me trata de ignorante, todo el mundo sabe que murió el 71. Me corrigen con sorna que mis recuerdos, tan nítidos, son delirios de la razón. Comencé a sentirme mal; por la tarde me agravé y ya en la noche no valía nada; ni siquiera me tentó el whisky. Dormí mal, me di vueltas en la cama dura, cama de emergencia en la pieza del televisor, aplastándome los brazos. Antes de cerrar los ojos vi La isla siniestra y después me pasé a Fargo, pero dos películas con fiebre es demasiado, y apagué la luz. La despedida de Gokú la encontré melancólica, no apta para cerebros deprimidos.
Soñé artículos truncos, reporteos imperfectos, alianzas con otros periodistas para la futura publicación de una noticia, iba y venía el mismo sueño, la misma pesadilla que duraba horas, más de las que dormí. En el sueño sentía el cuerpo despierto, la cama dura.
Al día siguiente, tratar de ir, pero al final volver. Tomar el sol lo máximo de abrigado, hacer que se camina, comer sin hambre. Vislumbrar el pálido futuro. Y llegado el crepúsculo, reunida la familia junto a la estufa, la verdad de una bandeja con té puro, pan con palta y una canción de Gigliola Cinquetti en la radio Oasis; afuera un frío invernal y la luz del poste.
Ha muerto Estela Raval. Ha muerto Ray Bradbury. Ha ganado un premio Philip Roth. Entrar en esos mundos me inflama de ilusión. Ya han pasado los dolores, aún conservo lo mejor de mi universo, el ánimo se enciende, como humilde esclavo del destino.
Quisiera ser genial y resumir este brote de imágenes en clave, pero me traiciona mi afán de transparencia.

jueves, mayo 10, 2012

La solución final

Consistiría la solución final en qué. Si los viejos pueblos sabios se dejan gobernar por reyes, ridículo sistema basado en claves intrincadas que no se sostienen en una asamblea de humanos dedicados a pensar, profesionales de la razón. Si los nuevos pueblos sabios se adscriben a la vieja democracia de Pericles reformada. Y si pueblos nuevos y viejos no saben qué hacer con las nuevas doctrinas que les retuercen el pescuezo hasta dejarlos palpitantes de agonía. Entonces cuál sería.
La Biblia lo dijo a la pasada. Vivieron en un país de animales, donde todos los días son los mismos, andaban desnudos y se aguantaban el hambre como todos, nadie se comía al otro salvo el tigre y el espíritu era blanco, no andaba reparando en los defectos. En el fondo lo advirtieron las religiones todas. El Popol Vuh habló del animal que no fue capaz de enhebrar palabra y del hombre de madera y así. El hombre matará a su hermano, Cronos devorará a sus hijos, la serpiente rondará en torno al árbol prohibido y un gran diluvio los mojará a todos, por decir lo menos. Pero ha corrido agua bajo el puente. Antes la ciencia no había traspasado el umbral; ahora va en el primer escalón.
Los visionarios idearon un mundo de robots, pero como buenos visionarios fallaron en la forma y en el fondo la forma lo es todo, de tal manera que sus profecías se nos antojan antiguas, pasadas de moda, divertidas. Máquinas a la luna impulsadas por vapor, autos voladores sobre torres puntiagudas, el mundo encapsulado y el hombre sobre su hermano y bajo su hermano y bajo ese hermano un montón de niños naciendo bajo una masa de carne humana por falta de espacio, y todos pidiendo agua y pan.
Hoy bastaría una mínima incisión de nacimiento, inadvertida, para volver a los tiempos de la Biblia. Gobernaría la Tierra una asamblea de hombres buenos, nadie vería gente marchando por las calles y el mundo estaría plagado de gente feliz; ni siquiera sería necesaria la cerveza. Los pensadores mermarían y se volvería al inicio finalmente.
La Biblia, la palabra maldita. Habría que acabar de entrada con toda religión. No es que la religión sea mala; al contrario, está plagada de buenas intenciones, como el camino al infierno. Mas, ¿qué se puede hacer con ella si fue creada por los hombres, y los hombres apetecen? ¿Puede ser Dios entero bueno si nosotros, que lo creamos a nuestra semejanza, no lo somos? Entonces las Cruzadas, las Torres Gemelas.
Detrás de los libros sagrados y detrás del hombre, Dios.
Hablaron las teorías, habló Marx, Hocke y Leviatán. Habló el trabajo de la tierra, la revolución industrial, Hiroshima y Nagasaki, y el hombre no consigue solución final.
Que no se hable de cuerpo, estómago, sangre, sexo, ojo, carne, alma y pensamiento, de eso ya se ha hablado demasiado.
¿Es la solución final el hombre acomodado? ¿O es el hombre perennemente hambriento? ¿Si fuésemos como el animal tonto que no enhebra palabra no seríamos mejores, más equilibrados, siempre iguales, peleando a lo más por una vaca muerta?
No pidamos lo que no somos ni lo que solo en parte somos. Pidamos lo posible. Porque a todo esto el hombre ha mejorado. De partida, hay más hombres que antes, digamos cinco mil años antes, señal de adaptación y poderío. Enseguida tenemos que ahora los hombres son gordos y antes eran flacos, hablo de los hombres y las mujeres, otra señal de progreso. De paso, advertir que la industria de zapatos ha habido momentos en que no ha dado abasto. Se dice que Frank Sinatra usaba un par nuevo de zapatos cada día y sin ir más lejos, Daniela Aránguiz confesó que era dueña de como quinientos pares de zapatos. Así están las cosas.
La solución semifinal será la huida a las estrellas. Los hombres alzarán pañuelos blancos para decir adiós al puñado de hermanos que partirá a colonizar las galaxias; las naves último modelo aterrizarán aportilladas, llenas de cototos de meteoritos y con el tiempo se exhibirán en los museos como hueso santo. El retrato de la Tierra lucirá en la repisa de una chimenea de un bungalow en Neptuno o en XR777S-3; el terrícola será un lindo recuerdo, como el tributo de América a la rubia Albión.
El Hombre Nuevo convertirá la Historia en libro, ánfora. Y se entregará a su suerte.
Es de alma lúcida admitir que la solución final consistirá en retornar la simiente al centro de la tierra. Y que todo no habrá sido más que un abrir y cerrar de ojos.

miércoles, mayo 09, 2012

La primera piedra del sistema planetario

En aquellos tiempos culpaba a mi padre de mis vicios, a ese anciano inexperto extremadamente flaco, qué sabía yo del sistema planetario. Júpiter tenía su método que le permitía rotar al tres y al cuatro alrededor del Sol, que era su dios; también él rendía cuentas.
Luego el papá fui yo y me maldijeron en silencio. Fui cruel, era dueño de un sistema infalible, excéntrico.
El sistema de mi padre era sencillo y le permitió salir adelante. Avanzaba tres pasos y retrocedía cuatro, pero obtenía dividendos, ya que los tres pasos que avanzaba medían más que los cuatro pasos que retrocedía, por decir dos metros diez contra un metro noventa, parecido al nadador de estilo pecho. En otras palabras moriría por nosotros pero primero sus vicios. Una noche me encaramé con la Virgen a un coche victoria y lo fuimos a buscar; lo hallamos echado a los pies de un árbol, salivando, esto ya lo he contado tantas veces, mas viene al caso pues demuestra su sistema a la perfección.
Mi sistema era relativamente diferente, estuve a punto de decir diametralmente opuesto. Insensibilidad al dolor ajeno, carne viva al propio, rebeldía invisible y el sacrificio de la automutilación. No diré lanzar primero la piedra y hacerse la víctima, pero algo parecido. Amor para callado, amor con hechos, no palabras. De los tres caminos escogí el más seguro, no el más fácil ni el mejor. Antes que excederme me contuve, el Palacio de la sabiduría lo divisé tarde mal y nunca.
No he hablado de la Virgen.
Su santidad me incineró, su esplendor enceguecía mis proyectos y tarde vine a descubrir los parches de sus vestiduras, cuando ya uno todo lo perdona. Qué grande que era. Y cómo liquidó con la suavidad del acero el esbozo de mi plan. Cuando salía a la esquina a comprar verduras se demoraba media hora en regresar. Todos se paraban a saludarla y ella le decía una sentida frase a cada uno. Eso hasta hoy no lo puedo comprender.
Se está haciendo de noche, hora de amargas reflexiones. Dos cajones podridos por la humedad del cementerio de Rancagua son más poderosos que toda la energía que aún corre por mis venas. Si fuese inteligente le buscaría la quinta pata al gato; como no lo soy tanto, tiendo a flotar al ritmo de las olas.
Bastaría con gritar ¡soy débil, ayúdenme por favor! Pero sería señal de debilidad.
Libres de pecado los fanáticos. Libres los ricos de oro. Las niñas bonitas, los niños soñadores. El momento del amor, la fría ciencia. Los huesos. La novia en la víspera.

sábado, mayo 05, 2012

Una arañita

Anoche maté una araña y me fui a dormir. Era una arañita pequeña, casi diría que recién nacida, no tanto, de unos dos meses de vida podría ser. Doble contra sencillo que no era de rincón, sino araña-tigre; o sea, de las buenas, de las que se comen a las de rincón. Pero cómo estar seguro. Cometió el error de plantarse en el ángulo que abarcan mis ojos antes de irse a la cama. Bueno, me quedé de pie delante de ella, pensando: si la dejo no pasa nada, pero no podré pegar los ojos por un buen rato. Si la mato alivio el miedo y me duermo tranquilo. Aunque miedo, miedo no tenía, pero sí preocupación, inquietud, no de la picadura, sino de la presencia. O sea, era el símbolo lo que no me dejaría tranquilo, no era algo material como por ejemplo un león de verdad, el estrangulador de Boston o fuego en la habitación; aún así bajé a la cocina a buscar el insecticida. Había tres: uno para liquidar los insectos del jardín, otro para matar moscas y otro para matar garrapatas. Juzgué que este último sería el mejor, porque las garrapatas son como duras, mientras que las moscas son blandas y las arañas, bien se sabe, no son insectos, así que no deben de ser tan blandas.
Subí los escalones y entré a la pieza, que por fortuna seguía con la luz encendida, ya que mi mujer es de sueño de luz apagada y si se le había quedado prendida la lámpara del velador se debía a que le había entrado un sueño pesado.
Allí estábamos los tres. Mi mujer, durmiendo. La arañita, tranquila en su rincón y yo, de pie ante ella, ante la arañita, con el insecticida en la mano. Rocié dos veces y el chorro le dio de lleno. Parece que la sorprendí durmiendo, porque hizo un intento lerdo de moverse y después como que se volvió a dormir. Yo me miraba a mí mismo y encontraba infantil que una arañita me tuviera clavado en el piso, con la vista fija en ella. Pensé en ir a buscar una silla, elevarme y retirarla con un papel higiénico, pero eso dejaría una marca en la pared, fuera de que se me podía escapar por los lados. De modo que permanecí allí, hasta que mi mujer refunfuñó y apagó la luz. Entonces me acosté, medio intranquilo.
Ahora que escribo estas líneas de homenaje a mi ex amiguita veo su cuerpo mínimo, blanquecino, echado en el suelo, a merced de la brisa, la escoba y la aspiradora.
Se puede matar manteniendo la conciencia tranquila. Siempre habrá una excusa, hasta los peores criminales se juran inocentes.

jueves, mayo 03, 2012

Polvo de estrellas

Recuerdo el calor, la densidad, la presión. Fue hace tantos años, cómo es posible que aún esté en mi memoria. Otros han olvidado; yo no he olvidado.
Cuando se apague la última estrella, ni aun así habré olvidado. Pero ya nada valdrá la pena. Los versos caerán derretidos hacia el abismo de sombras del que todo nacerá de nuevo. Tú y yo seremos la estrella del amanecer nacida de la nada. Y derribaremos a los titanes que nos estaban esperando detrás de la nada con sus hachas mortíferas. De la nada abriremos intestinos, el universo se bañará de sangre. El cielo vermellón. Y el Sol un diamante. Qué días nos esperan, Dudú, cuando todo haya sido escrito y en los archivos no quepa tanto premio Cervantes, tanto Neruda, Cernuda, Bustamante.
No hay amor en el espacio, Dios no inventó el amor. El amor es una desesperación, rebeldía que nace del calor, la densidad, la presión que arroja un polvo de estrellas al espacio, una desesperación sublime. El amor es nuestra necesidad, a Dios le han bastado por mientras las estrellas. Y cuando todo vuelva a ser oscuridad, se podría decir que Dios entrará en un estado de meditación que lo volverá santo, pues hasta ahora no lo ha sido, mas bien conquistador.
El espacio qué es el espacio. Un día cualquiera es una cosa matemática abstracta oscura y maloliente, risa de Satán, energía deseo libre no amarrado.
Esta tarde leí a Blake poeta visionario. Por la noche vi un programa de TV. Me enseñó a mirar las estrellas de otra forma. Caramba cuánto se aprende en un rato. Qué sería de mí si cumpliera turno de noche. Estaría detectando noticias como insecto, analizando cambios. Caramba cuántos años estuve de noche haciendo cambios, una noticia en vez de otra. Y fue un soplo.
Recuerdo ese día de julio sol frío echado en la hierba. Recuerdo que pensé están empezando las vacaciones de invierno, dos semanas por delante, debajo de un limón me parece que cerca de Requínoa a los 14 años en una jornada de la Jec. Éramos setenta, tal vez setenta y cinco estudiantes alrededor del padre Miguel. El sacerdote nos habló del amor, del corazón, de la amistad. Nosotros lo escuchamos, después dialogamos en grupos pequeños sentados en el pasto. En un recreo me harté de comer limones y se me pelaron las paredes de la boca, al caer la tarde entramos a la iglesia y comulgamos en la misa. Las vacaciones siempre son el día antes de empezarlas, después valen callampa.
Llegué a mi casa estaba oscura mi madre hacía un kuchen. Mi papá andaba en las tomas.
Qué sabía yo de polvo de estrellas, cuándo me iba a imaginar que al amanecer saldría un sol Dudú poniéndose en el mar.

viernes, abril 27, 2012

El suspiro que es la vida

He visto, en el suspiro que es mi vida, caer mundos, volver a levantarse, volver a caer, desintegrarse. Murieron el campo y la vida santiaguina de provincia. Vino la revolución del pueblo. Cayó la revolución aplastada, mordió polvo de sangre, cayeron los bienes del pueblo y el orgullo popular. Vino la mano militar y el nuevo orden, y también cayó. Cayó rendida la mano militar, vino la nueva democracia y su arcoíris y también cayó. Vino una mano impopular, le hicieron la vida imposible y se gastó.
Se anuncian nuevos tiempos que miran hacia atrás, estoy cansado de ver tanta ceguera. El hombre tira siempre el carro y siempre protestando, nunca dando gracias, soberbio y resentido. El hombre se acostumbra a todo pero nunca se acostumbra, siempre quiere más aunque no tenga, así forjó su drama. El hombre no es animal de razón, quisiera bajarme del carro y terminar mis días en el campo, llegar hasta aquí y profundizar en algo, echar raíces como echa raíces el poeta iluminado.

lunes, abril 23, 2012

Mi deuda con el Julio

Si el objetivo de estas memorias, antes que crear una obra literaria, fuese serme fiel a mí mismo, penoso resultaría entonces, pero necesario, admitir que el Julio despertó en mí la conciencia de la envidia.
Me llevaba un año, pero en velocidad de pensamiento un siglo. Un domingo mi papá nos invitó a almorzar al Giovanni; el Julio pidió pato asado (¿por qué aún recuerdo el plato que ordenó, mientras el mío no existe para la memoria? Creo que alguien comentó que se trataba de una excentricidad de la carta, una excentricidad donde el Julio nadaba como pez en el agua, pudo ser por eso). En su alegría, durante el almuerzo no se cansó de inventar frases que rimaban, versos perfectos, tomando como objetos de inspiración al restaurante, a los mozos, a cada uno de nosotros, al menú, a lo que se le vino a la cabeza, haciéndolos reír a todos, mientras yo pensaba pero cómo es posible, de dónde saca tanta idea, y otra y otra más, nunca termina...
El Giovanni era el restaurante de lujo de Rancagua; no recuerdo otra ocasión en que ocupáramos una de sus mesas, salvo 34 años después, cuando mis padres celebraron su aniversario de matrimonio y en el local, que se había cambiado de calle y se hallaba muy venido a menos, comimos carne con arroz todos por parejo y encima a la rápida, porque era el día de la final del Mundial de Fútbol de Estados Unidos. Ese domingo el Julio no nos acompañó: había muerto hacía 21 años.
Antes de que nos perdiéramos, cuando él tenía cuatro años y yo tres, ya se contaba otra anécdota que nos relacionaba. Se trataba de que ambos jugábamos bajo el parrón de la casa de Ibieta, de pronto yo me largaba a llorar y mi primo corría a inculparse ante los mayores gritando que "Julio César tiró piedra a Hugo".
De los cinco primos yo era el bueno, el tranquilo y el acomplejado, eso era vox populi en la familia. El Julio era el revoltoso, el traguilla, el superdotado. Mi mamá solía profetizar, más con aire de tragedia que de triunfo, que "este niño no tiene términos medios: o va a ser un genio o no va a ser nada". ¡Cuánta razón tenía, y nadie fue capaz de torcer el destino!
Ese día en que nos perdimos la mañana estaba fría. La puerta de la casa de la abueli quedó abierta, el Julio me invitó a recorrer el mundo y yo acepté. Atravesamos la esquina de la avenida San Martín, enfilamos por Maruri, el barrio de las putas, para nosotros tan solo curiosas mujeres con vestidos almidonados, y llegamos a la feria "La doñihuana". Había un montón de frutas rojas y me robé una. Luego entramos a la estación y vimos llegar y salir a las locomotoras negras con su trenza de vagones de carga y pasajeros, sentados en un escaño del andén, ambos de pantalones cortos y con las piernas colgando. Las bielas hacían girar las ruedas, que se perdían entre un vapor blanco. De pronto un pitazo nos hacía llevarnos las manos a las orejas; bajaban del tren caras despistadas y subían caras apuradas, las vendedoras sacaban paquetes de sustancias de sus canastos y corrían a las ventanas abiertas. El humo denso de una chimenea se esparcía por el andén, impedido de volar por la techumbre. El frío, el contraluz en el andén, la dureza del cemento insensible y la vejez de la baldosa comprimían nuestros corazones de niños asustados y excitados.
Antes de que se inventaran los centros comerciales fueron las catedrales, los gimnasios y las estaciones de trenes. Las catedrales, imprescindibles por su altura, oscuridad y recogimiento, fueron perdiendo interés para el plano arquitectónico. Los gimnasios, lugares cerrados para el esparcimiento de la gente, cayeron reemplazados por las herramientas cibernéticas. Quedaron plantadas las estaciones como deslavados puntos de contacto, reminiscencias de los cruces de caminos, con sus pasajeros heridos por el viento como ovejas trasquiladas. El mall adivinó todo eso y también hizo suyo el vitrineo, ese frágil muro de adobe levantado contra el tedio, y se instauró imponente en el alma colectiva.
Es una exageración afirmar que todo Rancagua nos andaba buscando, pero no lo es decir que los carabineros y los bomberos sí rastreaban nuestros pasos junto a nuestros padres, tíos y abuelos. Finalmente aparecimos y todo quedó allí, en un gracioso recuerdo.
Desde un costado del parrón habíamos elevado un volantín, los tres con el Lucho, y llegaba la hora de comer. El Lucho y el Julio dejaron amarrado el hilo a un palito, miraron hacia arriba -el volantín plácido dormitaba en el cielo- y entraron a la cocina. Yo busqué una tijera y corté el hilo, guardé la tijera y luego me senté a la mesa. Cuando descubrieron la tragedia no dije una sola palabra. Recuerdo exactamente la razón de mi maldad: ver fríamente cómo el volantín se iba a las pailas, verlo moverse para acá y para allá en el cielo, arrastrando consigo al hilo blanco, romper lo establecido, revolucionar la quietud de la tarde.
En ese mismo parrón jugábamos un día a la pelota. Disparé, la pelota de cuero picó en un charco de barro y le salpicó la cara. Sentí una felicidad enorme, que duró todo el partido. Al final, al último minuto, prácticamente en los descuentos, el Julio chuteó desde su arco, me tiré para atajar, la pelota rebotó en la tierra mojada y me llenó la cara de barro. El Julio saltaba y reía a carcajadas y yo no pude consolarme.
Historias como esas las recuerdo con pesar, porque hablan de la miseria de mi alma, de palabras feas, premeditación, odio, rencor.
El Julio me quería y me protegía; a él siempre le caí bien. Pero yo le tenía envidia y ese sentimiento recién se me empezó a pasar con mis primeros grandes triunfos, que fueron casi al mismo tiempo sus primeros grandes fracasos.
Hoy miro mis manos arrugadas. Las suyas no alcanzaron a arrugarse; murió a los 19 años.
Mi papá se enfurecía cuando el Julio entraba a la casa y se iba directo al refrigerador, lo sacaba de quicio esa decisión infantil. Yo no decía nada porque encontraba que no era tan malo tener hambre, pero iba aprendiendo que era mejor pedir permiso.
El Julio fue siempre una especie de alma libre, un espíritu sin cadenas y un cerebro sin dobleces ni método alguno, abierto y sincero para proclamar las virtudes y los defectos ajenos, lo que le granjeó amigos y puñaladas por la espalda. Un domingo, para el día de su cumpleaños, que era el 8 de abril, paseábamos por el centro y me invitó a comer un lomito a "La selecta", siguiendo la tradición que había impuesto mi padre para ciertos domingos al mediodía. Me pareció de una rareza increíble que un niño gastara su dinero para hacerse cargo de un acto tan solemne como ese, pero él simplemente andaba con plata y tenía hambre. Se lo comió de una mascada. Entonces, contra toda mesura y sentido de la austeridad, me ofreció otro. Así era mi primo.
Se enorgullecía de mis logros tanto como yo alimentaba el pozo de mi alma con sus derrotas, pero cuando fui creciendo y lo vi repetir de curso, cambiarse una y otra vez de colegio para terminar deambulando desorientado por los billares del Lucerna y las carreras del Hipódromo, cuando ya se había casado y descasado, cuando ya no me podía hacer sombra, no me dio tanta alegría y en mi corazón comenzó a florecer el amor y la compasión. Tendí a verle lo bueno y a perdonarle lo malo y casi al final de su vida se puede decir que me reconcilié con él, que nos hicimos grandes amigos.
En el otoño de 1973 se subió a un tren y partió a la Argentina a hacer fortuna. Lo fui a despedir a la estación Mapocho. Fue la última vez que lo vi.
Allá lo recibió la tía Olga. Pronto halló pareja y trabajo, de camionero. Vivió feliz, recorriendo la pampa de norte a sur, hasta que el 29 de noviembre se quedó dormido en la carretera, en la zona de Neuquén, y un choque de refilón con otra máquina le segó su brazo izquierdo y cuatro días más tarde, su vida. Los médicos esperaron que llegara la Mirita y el Lucho para desconectarlo. Los tres cruzaron la cordillera, de vuelta a Chile, el Julio en un cajón.