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martes, septiembre 14, 2021

Historias maravillosas

... Y terminé así mis palabras: 
"Mi experiencia me asegura que cada uno de ustedes es protagonista de una maravillosa historia que daría para una larga crónica o una novela. Eso es todo, muchas gracias por haberme acompañado en este lanzamiento. Ahora los invito a pasar al quincho. Adelante, por favor".
Los asistentes agradecieron con los ojos enrojecidos y uno a uno se fueron levantando de sus asientos alrededor del fogón, cuyo humareda dispersada por el viento en todas direcciones los hacía lagrimear. En el quincho mis buenos amigos Cecilia y Marcos, anfitriones de la velada, habían preparado las mesas. En una destacaba la torta, tres termos de té chai, tazas y platillos. En otra había vino, espumante, frutos secos, salame, quesos, paté y rebanadas de pan artesanal. Una tercera mesa, al fondo, ofrecía mi libro y otros de mi autoría, estos últimos a precio de oferta. Un lanzamiento con todas las de la ley.
Mi esposa acompañó del brazo a una señora que contaba los días para su operación de las caderas. Los demás, la mayoría también de edad madura, entraron en fila india y naturalmente se fueron acomodando lo más cerca posible de la estufa a leña, donde el fuego resplandecía detrás del vidrio. El frío invernal se dejaba caer sobre el valle del río Elqui.
No soy un primerizo en esto de los libros. Ya sugerí que he escrito textos que se han ido apilando en cajas arrinconadas en mi closet; tampoco soy una persona joven. Aun así, acababa de estrenarme en el tema de las presentaciones literarias y por ende era la primera vez que daba uno de esos discursos entre emotivos, pedantes y latosos que suelen improvisar los escritores en momentos como estos. Y a pesar de que los asistentes no pasaban la decena, de que todos eran amigos o conocidos de los anfitriones y de que habían acudido antes que a una cita intelectual o artística a un evento social de día sábado, luego de la presentación me sentía sobreexcitado, alegre y dispuesto al intercambio de opiniones, tres características que no me son habituales.
Mi mujer conversaba con Ángela, la señora de la operación de las caderas. Dueña de una voz firme, Ángela le contaba que su trabajo en oficinas de Air France, Varig y Avianca en Santiago le había permitido conocer el mundo entero. Un viaje mensual al destino que quisiera volar. Luego, en La Serena, se había hecho cargo ad honorem de la rama cultural de la Alianza Francesa, de la que el último de sus tres maridos era director. Como actriz personificó a Gabriela Mistral en un celebrado monólogo. Ahora, viuda y alejada de toda responsabilidad, tomaba clases de canto. Mientras se me acercaba otro de los asistentes mi mujer me susurró al oído: "Ángela merece estar en uno de tus libros. Su historia es maravillosa, escribió unos cuentos infantiles magníficos y además es tía de una de las grandes sopranos que ha dado este país". Su sobrina, efectivamente, es Cristina Gallardo-Domas.
El hombre que se acercaba, moreno, de baja estatura, resultaría ser alguien seguro de sí mismo y al mismo tiempo bastante acomplejado. Abrió la conversación de forma directa.
"Escuché con atención las últimas palabras de tu discurso. Por qué te lo digo. Porque siempre he querido escribir mi vida, pero no sé cómo hacerlo".
Me estaba pidiendo un consejo; tal vez secretamente me rogaba que lo desanimara, que le quitara ese pensamiento que le robaba sus mejores horas de ocio. Le respondí con entera seguridad:
-El tuyo es un problema de fácil solución -me miró algo sorprendido, entre escéptico y atento-. Tú te expresas bien, eres coherente y fluido en el lenguaje oral, virtud que no poseen todas las personas, incluyéndome. Mi consejo es que te compres una grabadora. Elige una habitación solitaria y silenciosa, toma asiento, haz como si estuvieses conversando contigo mismo y cuéntate tu vida. Divídela en capítulos; digamos, infancia, adolescencia, algo grande que te haya ocurrido en el paso a la madurez, la formación de tu familia, tus años laborales y así hasta nuestros días. Graba un lado del casete por sesión y si te entusiasmas mucho, los dos lados, que equivalen a una hora. Junta unos diez casetes, págale a alguien para que te los pase al computador y tendrás tu libro. No puede ser un mal libro si refleja lo que ha sido tu vida. Por lo demás, para cada libro hay un tipo de lector, nos recuerda Borges.
"La primera parte de mi libro sería hasta los cinco años", declaró con una firmeza que me llamó la atención. Algo ya me habían contado Marcos y Cecilia de ese hombre, de allí que al aconsejarlo usara deliberadamente la expresión "algo grande que te haya sucedido en el paso a la madurez", de modo que mi pregunta lógica vino a continuación.
-Tú has vivido muchos años en Canadá. De eso tendrás mucho que contar.
Sus ojos brillaron al responder. "Si tú no abrieras la boca pasarías por canadiense. Pero yo... moreno y chicoco, ¿a quién puedo engañar? He vivido 42 años en Canadá, tengo papeles canadienses, una pensión del gobierno canadiense, mis hijos son canadienses, pero yo nunca me sentí canadiense... porque en Canadá fui siempre un latino".
Me disponía a rebatirle, pero no me dejó hablar.
"Siempre trabajé a la intemperie, por mi especialidad en conexión de estructuras eléctricas. Una noche revisaba el pronóstico del tiempo en el campamento, vi los números y alerté a mi jefe. Mañana se anuncian 53 grados bajo cero. ¿No sería mejor pasar el día bajo techo? Mi jefe me contestó fríamente: Hay doce personas esperando su puesto".
Hablaba con rencor, conservaba esa respuesta en la epidermis.
"A la mañana siguiente, con los 53 grados bajo cero, cortaba unos troncos para despejar el camino y con el calor que me dio el ejercicio me quité el buzo, la parca y el polar, quedando solo con la camisa, la camiseta y los pantalones forrados. De pronto sentí un dolor agudo en el costado y caí a la nieve. La motosierra me aplastó las piernas y mi walkie talkie saltó a dos metros. Tardaron treinta minutos en darse cuenta de que no volvía. Cuando al fin dieron conmigo me llevaron a la base y me sumergieron en una tina con agua tibia, mientras yo gritaba de dolor. Ya recuperado, el doctor me dijo: usted es un tipo afortunado. Se salvó por minutos; el sudor se le congeló y su espalda le quedó igual que la carne que cuelga en los frigoríficos".
El hombre se me pegaba como lapa. Ansiaba contarme su vida con detalles, lo dominaba una especie de urgencia por lamerse la herida vieja, ese tipo de ansiedad que rebrota en los exiliados apenas el tema sale a la palestra; no le cayó nada de bien que un tipo largo como un flamenco, dueño de una de esas sonrisas que exhiben los europeos, sonrisas que dan la impresión de que siempre estuviesen felices (no es descartable: boca y ojos suelen reflejar la temperatura del alma) se acercara a la mesa donde se exhibían mis libros.
-¿Desea comprar alguno? -le pregunté, zafándome del canadiense.
-Los quiero todos.
Me sorprendí; él me explicó la raíz del antojo.
-Me servirán para mis noches de insomnio.
Tenía un dinero extra, se veía; o mayor interés por mi literatura, o tal vez la esperanza de que mis letras le provocaran más sueño que una píldora. Es un lugar común oír que los ancianos que ya se acercan a los ochenta duerman poco.
Algo me había soplado de él mi prima Eliana, su amiga de años.
-¿Cómo un noble suizo como usted vino a dar a Vicuña? -le pregunté a sangre de pato.
-Soy un trotamundos. En los años sesenta trabajaba para una compañía eléctrica. Pasado un tiempo me mandaron a la polinesia francesa, a Muroroa. Allí estábamos cuando Francia realizó su experimento nuclear. El día que lanzaron la bomba atómica bajo el mar nos metieron a todos a un refugio. Se sintió una vibración tremenda; después salimos y eso fue todo. Luego la compañía me destinó a Chile y aquí me quedé. Chile es un país extraordinario y los chilenos son de otra serie.
-Al revés de lo que solemos pensar nosotros cuando nos comparamos con los suizos.
-Ustedes no aprecian lo que valen como personas, como pueblo. Siempre se levantan, sortean los peores apuros; la gente sencilla tiene una chispa para salir adelante, usa un lenguaje vivo, pícaro, divertido. 
El hombre estaba animado y hablaba con soltura, aunque su acento seguía siendo el de un extranjero.
-En esos tiempos me ofrecí de fotógrafo a la revista Paula. Allí conocí a la Delia Vergara, a la Isabel Allende y a Sergio Larraín, con el que nos hicimos muy amigos. Hace unos años llegué a Vicuña y me compré una casa. Y hace poco adopté a una niñita de diez años y le di mi apellido; ella y su madre heredarán mis bienes, porque de aquí no me voy a mover hasta que me muera.
-Sergio Larraín es hoy todo un personaje. Se han hecho un montón de reportajes y documentales sobre su vida -lo interrumpí a sabiendas de que decía algo que él bien sabe.
-Hablábamos horas de horas y mientras conversaba se ponía a escribir, a inventar proyectos. Esas páginas, cientos de páginas, quedaron en mi poder, las conservo en mi casa. Nadie sabe eso, ni siquiera su hermana. Era una persona extraordinaria, ¡con una inventiva!
Los minutos iban pasando, el picoteo escaseaba en las mesas, al igual que mis libros, para mi satisfacción. El frío se adueñaba de la sala a pesar de la estufa a leña, que echaba el bofe intentando temperar el ambiente. Un grupo algo alejado de nosotros se había enfrascado en el tema del apetito desmedido de los productores agrícolas por el agua, dada su escasez en la zona. Entre ellos argumentaba un hombre dueño de unas de esas voces que sea por la inflexión, el modo de usar la palabra o el simple milagro se hacen escuchar. Nos fuimos acercando para integrarnos a la conversación.
-Como ustedes saben, mi relación con el agua viene de muy atrás -decía Orlando Alvarado, presidente de la junta de vecinos de Quebrada de Talca, cuya principal misión es la defensa del agua de los pequeños parceleros del sector.
Varios de los presentes, que ignoraban el "como ustedes saben", guardaron un incómodo silencio, sorteado cuando alguien recordó que Alvarado se hallaba en el sur para el gran terremoto de 1960.
-Tenía 15 años... vivíamos en Ancud... fue un remezón espantoso, duró demasiados minutos, pero lo aguantamos -declaró, y mientras hablaba iba bajando la voz. Era evidente que su ser entero se envolvía nuevamente en la aterradora experiencia. Confirmé una vez más entonces la diferencia que a grandes rasgos existe entre un periodista y las demás personas. Pues mientras los demás, por respeto a la intimidad de Alvarado, se acercaban con rodeos al tema, haciendo comentarios generales y evitando por pudor las preguntas obvias, aunque se morían de ganas de hacerlas, el periodista que se alojaba en mí fue directo al hueso, al centro de la herida, al centro de la emoción, al detalle de las cosas. Ante un personaje dueño de una historia tan fascinante me sentí obligado a volver al oficio. 
-¿Dónde estaba usted en ese momento?
-Dentro de la casa, pero se movía tanto que los pilotes perdieron la vertical y tuvimos que bajar a la playa, donde la arena amortiguaba el movimiento, que a todo esto no paraba. El día anterior había sido el terremoto de Concepción, que en Ancud se sintió fuerte, así que ya veníamos de pasar un gran susto.
Hablaba, desde luego, del gran terremoto de Valdivia de 1960, el domingo 22 de mayo, que a nosotros los chilenos, aunque lo disimulemos, nos provoca cierto orgullo, pues ha sido el más devastador de la historia, de acuerdo con los registros instrumentales. Alcanzó un insólito grado 9,6 en la escala de Richter y fue precedido por otro devastador sismo el día anterior, que asoló a Concepción, aquel que recordó Alvarado al introducir su historia.
-Cuando se cumplieron sesenta años de la catástrofe los periodistas viajaron a la zona y entrevistaron a un montón de sobrevivientes. A mí no me entrevistaron, porque estaba aquí, en el Valle del Elqui, y así fue como se perdieron una exclusiva, porque nadie como yo vivió el maremoto arriba de una lancha; todos los entrevistados lo vivieron en tierra firme.        
Relató entonces Alvarado que cuando se hallaban en la playa soportando el movimiento telúrico decidieron subir a la lancha de la familia, que estaba posada en la arena, porque era domingo, día de descanso. "Los Alvarado Vargas éramos quince; al lado nuestro había otro lanchón al cual se subieron otras veinte personas. De pronto vimos que el mar empezaba a subir, venía avanzando como un río suave y nos empezó a llevar tierra adentro con lancha y todo, hasta que las casas que se habían salido de sus bases nos encajonaron. Era como si la ciudad se desordenara, moviéndose sus partes de un lado a otro. El mar seguía subiendo y después empezó a retroceder, arrastrando a personas, animales, las cosas más increíbles. Yo vi pasar flotando a mi lado una máquina de escribir dentro de su estuche, estiré los brazos y la tomé, como si hubiera encontrado un tesoro. El mar nos devolvía a la playa; entonces mi papá nos ordenó tomar los remos y luchar contra la corriente para no irnos mar adentro. Eso fue lo que nos salvó, porque el mar se recogió, quedamos varados en la playa, nos bajamos y corrimos al cerro. Los del lanchón de al lado estimaron que era más seguro seguir con la corriente y arrimarse a una barcaza que sorteaba el movimiento en alta mar. Se subieron a la barcaza con la ayuda de la tripulación y se sintieron a salvo".
-¿Cómo terminó la historia?
-Yo ya estaba en el cerro cuando escuché un bramido espantoso, algo que no había oído nunca y que nunca más he vuelto a oír en mi vida. No era algo humano, ni tampoco animal. Venía del mar, de una ola de unos treinta metros que avanzaba enfurecida; traía a la barcaza con toda su gente y la arrojó a los roqueríos, donde la nave se desintegró. Entre tanto la ola seguía avanzando; pasó por encima de la costanera, llevándose todas las casas.
-¿Qué le pasó a la gente de la barcaza?
-Murieron todos, menos una madre que logró subir por las rocas y llegar a tierra firme con su hija de meses, pero a la hermanita de la bebé se la llevó el mar. A los pocos días internaron a la mamá en el psiquiátrico, pero luego se recuperó, si es que es posible hablar de la recuperación de una persona que vivió una tragedia como esa.
-¿Y ustedes?
-Quedamos con lo puesto y como familia tuvimos que separarnos. Yo me vine a Santiago y viví en la calle. Pasé hambre, pasé frío. No quise entrar a la escuela; sentía que debía ganarme la vida, trabajar, y así lo hice. Tenía solo 15 años, como ya he dicho. Con el tiempo la fortuna me regaló la posibilidad de conocer gente que me ayudó a volver a los estudios. Saqué la secundaria y entré a la universidad, trabajé en buenos puestos. Ahora tengo 78 años, soy jubilado, superé un cáncer de estómago, pero vivo con un cáncer de próstata y una leucemia.
-¿Nunca más volvió a Ancud?
-Voy de vez en cuando a ver de nuevo la casa de mi infancia: la reconozco en una roca debajo del mar.
Todos quedamos helados, tanto como la sala, impregnada de un frío que ya se hacía insoportable. La reunión había llegado a su fin natural. Nos despedimos de los visitantes con grandes abrazos; luego ellos subieron a sus vehículos y tomaron la ruta que los conduciría a sus hogares. Ya en el living de la casa, y mientras disfrutábamos la última copa de la noche, les recordé a mis anfitriones la frase que usé para rematar mi presentación. 
"Detrás de cada persona se guarda una historia maravillosa y esta tarde los asistentes a la presentación han dado buena prueba de ello, con la excepción, quizás, de esa señora bajita de lentes que estuvo siempre en un rincón con un tejido en las manos. No debe de haber tenido nada importante que contar", mencioné.
-No te engañes -me aclararon-. Esa señora de la que hablas se lanzó al vacío desde el séptimo piso de su departamento y sobrevivió. Sufrió gravísimas fracturas y perdió la vista de un ojo, pero hoy le manifiesta a todo el mundo que la vida le dio una segunda oportunidad.    
       


lunes, septiembre 13, 2021

El Director

El presidente de la compañía conversaba de pie con uno de sus asesores. Yo los miraba desde más abajo; al parecer no estaba a la altura de ellos. Al acabar el diálogo le notificó mi nombramiento como nuevo director. Me quedé de una pieza.
De modo que ahora era yo el Director. Pero necesitaba de una prueba para confirmarlo.
Mi dirigí al Club de la Unión y entré, mirando a todos lados. Hasta ese momento seguía siendo un ser anónimo; las parejas charlaban en los pasillos de baldosas a cuadros blanquinegros o en los gabinetes reservados, los mozos se desplazaban con las bandejas de cocktails; en general primaba un ambiente sofisticado, teñido con esa alegría serena de los poderosos. Nada de gritos ni carcajadas destempladas. Divisé a uno de los Grandes Asesores. Destacaba por su pelo engominado y sus lentes de marco negro. Y su porte imponente. Parecía muy interesado en su charla con una dama de la alta sociedad. Su mirada no se cruzó con la mía. O sea, no me reconoció. Y si no lo hizo fue porque yo aún no era famoso. ¡Pero ya comenzaría a hablar de mí la gente!
El director que dejaba su cargo me ofreció asiento en su escritorio. Quise preguntarle en qué consistiría mi misión, pero me callé. Parecía abatido; se notaba que no quería abandonar el puesto que había desempeñado durante tantos años. Era un hombre cultísimo, bien relacionado, dominaba los avatares empresariales y políticos, pero me temo que había sido víctima de un capricho del presidente de la firma. Mi nombre era hoy la novedad, el signo de cambio, la esperanza de la compañía. En el fondo me estaba haciendo ver que el peso de su trayectoria quedaba atrás por un novato y un ignaro como yo, hablaba de eso y de otros asuntos. De pronto se retiró a un rincón y estampó su firma: el cambio estaba hecho.
Recorrí la sala entonces con otros ojos. Una vieja secretaria se me acercó con un papel de bienvenida, escrito en el tono en que lo haría una vieja secretaria. Sin demasiada imaginación ni menos conceptos de orden técnico, profundos o enrevesados; las típicas palabras que mezclan hechos de la cotidianidad con celebraciones de oficina. Lo leí con hipócrita atención. No me interesaban sus palabras. Lo que ansiaba era impresionar a los poderosos. Recorría la sala consciente de mi nuevo estatus. ¡Cuánto se hablaría de mí a partir de este momento!
Después de todo, no era tan difícil ser Director. Detrás de él hay equipos; a otros les corresponde sugerir las soluciones. Aunque había que hacer cambios, para eso estaba yo. Ir acorde con los tiempos, imprimirle un poco más de democracia a la empresa, abuenar los ánimos.
  

domingo, agosto 22, 2021

El espejo

Interrumpí la pichanga y entré a mi casa, a tomar agua. Desde el baño seguía oyendo los gritos de mis compañeros de juego, los pelotazos contra la pandereta de la señora Blanca. El agua corría por la llave; siempre fue un baño modesto, con piso de cemento y guáter con un estanque en altura del que colgaba la cadena. La tina tenía cuatro garras de ave a modo de patas, y debajo de ella reinaba la más completa oscuridad; no había modo de limpiar esa parte del piso con una escoba, un trapero. El espejo de medio cuerpo era simple y rectangular, sin marco.
Saciada la sed cerré la llave. Iba a salir apurado del baño, ansioso de proseguir el juego, cuando el espejo me devolvió mi imagen. Tenía la cara cubierta de transpiración; gotas de piñén me bajaban por la sien hasta perderse en el cuello. Me la lavé con las dos manos y me sequé con la toalla. Estaba limpio. 
Desde el espejo era observado por la cara de un niño de unos ocho años, una cara seria, serena y pensativa. Ese soy yo, recuerdo claramente que pensé; ese de ahí soy yo ahora. Tal vez sea la última vez que me vea así. Pasarán los años y mi cara será otra, no soy capaz de imaginar la forma, pero ahora soy ese que me mira desde el espejo y parezco ser eterno. Hoy mi cara es esa y parece ser eterna; redondeada, de ojos grandes bajo una sola ceja, frente estrecha, una oreja más curiosa que la otra, pelo corto peinado hacia el lado. Una cara que representa lo que escucho que los grandes dicen de mí: un niño tranquilo, un niño bueno.
¿Por qué mi ser guardó para siempre ese instante en su memoria? Lo ignoro; la memoria no es voluntaria, no obedece órdenes.
Luego tuve que haber vuelto a la calle y disfrutado del juego hasta la hora de once, momento en que los demás niños debieron dispersarse en todas direcciones. Caída la tarde, estos ya son recuerdos generales, vagas impresiones, la luz del poste habrá comenzado a emitir una luz tan débil que apenas llegaría a la vereda. La gente mayor regresando a sus hogares, las ventanas tomando un brillo que distingue las casas unas de otras, dibujando un negro bosque urbano de luciérnagas inmóviles, completarían la escena ya sin emoción, la parte de una película que aburriría incluso al mismo protagonista.

jueves, agosto 19, 2021

Avanzamos hacia un mundo de pacotilla

Avanzamos hacia un mundo de pacotilla; las bases fueron puestas después de la guerra, cuando debió rearmarse todo. ¿El heroísmo, el altruismo, el desinterés, el verdadero amor de hermano dónde yacen? Recluidos en la sala donde los anónimos representantes de la raza se declaran extenuados y claman al cielo por una copa de vino y alegría.
La sustancia se ha materializado y luce dondequiera se posen los ojos: en la luz de la pantalla que refleja los estadios, en las mesas de centro cubiertas de cerveza y papas fritas, en los sexos húmedos de las fiestas procaces de las tres de la mañana, en el brote de las masas que exigen su puesto en el banquete.
Adiós a la finura, a la grave felicidad, al compromiso del alma. Es cosa de examinar los pliegos de peticiones. Hasta la ignorancia peca de idiota ingenua, ni siquiera allí hay un asomo de verdadera maldad. El mundo ideal siempre es el de atrás, el de más atrás, más atrás que los griegos y los asirios, colindante al bosque donde Adán conoció a Lilith. El mundo ideal no entiende el hambre el frío la injusticia la luz de la vela y el agua de la acequia, entes sembradores de corrupción y frivolidad de arcas llenas de monedas de oro. Producción, fabricación, reparto, ahorro, vacaciones, vuelos, no llego a la palabra... a la síntesis del vacío de la sobreexposición. Y qué viene: más de lo mismo. Días inimaginables, mundos divididos en mundos infinitos, gobiernos enloquecidos guiados por asambleas de maricones, comunidades de élite viviendo en las montañas como huraños gatos bonachones. Después de todo qué es el mundo, una sucesión de ásperas voluntades reunidas. Tal como en 1789 la indignación, la barbarie, la necesidad y el terror se infiltraron en las redes del poder, qué queda en el recuerdo, los logros del neoclasicismo, de la dinastía Shang, del renacimiento italiano antes que el mandato de la sombría vida verdadera, los atardeceres pastoriles, millones de cópulas bajo los puentes, sobre el trébol, tras los portones de la iglesia, entre paredes de adobe.
Y dentro de la maraña, atrapado, el cerebro atrapado, dándose vueltas una y otra vez en los mismos pensamientos, los mismos problemas, las mismas dificultades, cerebro enganchado en darles forma y dirección a sus peleles obedientes, la lengua, las manos y las piernas que lo sacan a vitrinear a la superficie de la tierra. Así, con un destino escrito tan tempranamente, ¿qué son los actos posteriores que rubrican el origen? ¿El disparate de Prometeo, el sacrificio adorador de san Agustín, la comedia humana? 
              

viernes, julio 23, 2021

Una invitación a la rápida

Al igual que nosotros, la señora Mariana Machoski vivía en la población Rubio, a unas dos o tres cuadras de nuestra casa, en la calle Palominos. La recuerdo alta, delgada, de pelo corto y oscuro, extravertida, graciosa y algo cándida, si se trata de dar a conocer la impresión que le causaba al niño que entonces era yo.
Caminábamos con mi mamá rumbo al centro cuando la divisamos a lo lejos. La señora Mariana dejó a un lado la escoba con que barría la vereda y corrió a saludar. ¡Hola, tía Fani, qué es de su vida! Conociendo a mi mamá, me preparé para una charla de al menos diez minutos, y así fue, por parte baja. Esos desplazamientos al centro para realizar una simple diligencia solían extenderse por no menos de dos horas, divisibles por el número de personas con las que ella se topaba; así se socializaba en Rancagua en aquel tiempo.
Las dos se pusieron a conversar de esto y de aquello. Yo las miraba desde abajo y trataba de entretenerme en algo; iba perdiendo el aguante hasta que pronto me rendí y los nueve minutos restantes fueron un completo aburrimiento.
Salió el tema del Lalito, quien había sido párvulo suyo en el kinder y que ahora estudiaba en los hermanos maristas. En un arrebato de afecto, la señora Mariana entró de pronto a su casa y salió a los pocos segundos con un pequeño sobre blanco que le entregó a mi mamá: era una invitación formal, al Vitorio y a mí, para que el domingo acompañáramos al Lalito en su ceremonia de primera comunión.
Hablar de una fiesta de primera comunión no era nada del otro mundo. Significaba levantarse temprano, ponerse terno de pantalón corto, camisa blanca y humita, asistir a una misa eterna que se oficiaba dentro de una iglesia oscura de cielos inalcanzables y bañada de un vapor oloroso, dicha además en un idioma desconocido cuyo eco resonaba en las naves laterales. Ya había asistido antes a otras ceremonias similares, empezando por la mía. Todos los niños sabíamos que había que sacrificarse, porque la parte relativamente buena venía al final, cuando nos hacían pasar a la casa del niño receptor del sacramento, estoy usando un giro pretencioso, donde nos servían torta y chocolate caliente.
Al momento de las despedidas, la señora Mariana se quejó amargamente del Lalito. "Me está haciendo salir canas verdes, tía Fani. ¡Fíjese que el otro día puso iba con be larga!"
-¡Pero si iba se escribe con be larga, señora Mariana! -la corrigió mi mamá, emitiendo una de sus sinceras carcajadas.
-¡Uyyy, tía Fani, me quiero morir! 
Llegó el domingo y se cumplieron todos mis vaticinios. Nos levantamos temprano, nos vestimos de terno, mi mamá nos abrochó la humita y partimos caminando a la iglesia San Francisco, donde soportamos de pie la misa soporífera. Al final, una pila de niños de rostro angelical se hincaron ante la balaustrada que los separaba del altar mientras el curita les iba repartiendo la hostia sagrada, la que recibieron con los ojos cerrados, sin masticarla por ningún motivo, de modo que a casi todos se les quedó pegada en el paladar. Entre ellos estaba el hijo de la señora Mariana, con sus ojos azules, su pelo rubio cortado al cepillo y su timidez.
La casa del Lalo, como ya habrá comprendido cualquiera que conozca ese sector de Rancagua, quedaba a no más de dos cuadras de la iglesia. Con el Vitorio nos fuimos caminando, todavía en ayunas, dispuestos a degustar la recompensa matutina. Pero no contábamos con una especie de sargento de la Gestapo instalada en la puerta de la casa. Era la abuela del Lalo, que premunida de una especie de lista hacía pasar a los invitados. Ustedes... pasen... Tú como te llamas... pasa... Ustedes tres... pasen. Al llegar nuestro turno su voz sonó como un martillazo en nuestros oídos. Ustedes dos... no, ustedes no están invitados...
Volvimos a la casa muertos de hambre y con la cola entre las piernas. Cuando le contamos la historia, mi mamá se enfureció y voló a la casa de la señora Mariana. Ella, que ignoraba el desaire, se deshizo en disculpas y le rogó una y otra vez, casi con lágrimas en los ojos, que nos fuera a buscar. Pero las papas ya estaban cocidas. Desprendidos del disfraz dominguero, con el Vitorio habíamos tomado desayuno y jugábamos un campeonato de fútbol chico antes de pensar en el almuerzo.
Por alguna razón que desconozco, el Lalo nunca llegó a ser amigo de nosotros, aunque tampoco enemigo, viviendo tan cerca. Era parco de palabras, usaba camisas de franela a cuadros. Por casualidad nos enteramos un día cualquiera de que había muerto antes de cumplir los veinte años.

viernes, junio 25, 2021

Una fría decepción

Al ingresar al comedor del hotel sentimos una fría decepción. Hay una mesa dispuesta para la cena, de la que nuestros dos amigos no nos han dicho una sola palabra. Hemos viajado a saludarlos por sorpresa y nos encontramos con esto. 
Uno a uno van llegando los demás, regiamente ataviados. Se saludan, se sacan los abrigos, extienden sus manos hacia la chimenea crepitante, escogen sus aperitivos. Con sus miradas severas y sus tacos de goma, el ejército de mozos engominados se torna invisible y ubicuo; parecen bailarines taciturnos.
Por efecto del azar nuestra presencia está pasando inadvertida. Con mi esposa decidimos refugiarnos detrás de las cortinas. No estamos para pasar vergüenzas. Dos recién llegados se nos instalan a centímetros, rozando el algodón. Lindo tu Loden, Waldo, pero te gastas lo que no tienes, suena el tímido reproche. ¿Y qué quieres, le contesta él, airado, eufórico, que les dé mi plata a los comunistas? Por qué lo dices, Waldo. No te hagas el de las chacras: si te compras un departamento pagas "contribución", si te compras un auto pagas "permiso de circulación", si recibes una herencia te quitan el no sé cuánto por ciento, si ahorras te sacan plata, si gastas te sacan plata, si emprendes te sacan plata. En esta vida el lema de los pobres es recibir y el de los ricos, dar. El Estado se lo traga todo y quiénes ganan: ¡los burócratas, los operadores políticos! ¿Y me preguntas por qué me gasto lo que no tengo? ¡Para que me den, tontorrón! No me hieras, Waldo, digo las cosas por decir.  
Mira, le susurro a mi  mujer, allá están los Bracamonte y allá, Silvio y Daniel. Y la Bettina Colodro, me contesta bajito, vino sola. ¡Don Ismael! ¡El Rigo y el Pato! 
Toda una tropa de amigos segundones invitados a la fiesta. Y nosotros, ¿que no fuimos siempre los primeros? ¡Hasta qué punto, hasta dónde pudo llegar el engaño antes de que la casualidad lo hiciera público!
Enorme desilusión.
Qué hacemos, me dice. Mira, tenemos dos posibilidades: o nos descubrimos quedando como mártires de utilería expuestos al sacrificio, a las burlas soterradas y las peticiones de clemencia; o apelamos al orgullo silencioso, al retiro disimulado por el anonimato.
Parece que nos vieron, me dice. Qué hacemos.
Tengo ganas de pegarles con la palabra, de hacerles ver su pequeñez. Optamos, sin embargo, por escondernos bajo una mesa, ante la proximidad de lo inevitable.
Don Ismael se agacha, levanta el mantel y me ordena: ¡Usted tiene un talento enorme! El dueño del club de equitación dice que a los grandes se los reconoce por la planta de los pies. ¡Usted está hecho para lucirse en el caballo, venga con nosotros a la fiesta! Y me arrastra del zapato.
Enfurecido, le doy de patadas.
 

miércoles, junio 23, 2021

Domingos de fútbol

No podría explicar cómo ni por qué se me vinieron a la cabeza esas imágenes, luego de sesenta años. En sí mismas no dicen nada; más bien revelan pinceladas de una tarde rutinaria de domingo. Partíamos con mi papá al estadio Braden para ver el partido del O'Higgins. Minutos antes del comienzo llegaban los niños huérfanos de don Guanella, a quienes se les acomodaba en una tribuna lateral. Eran muy ordenados y casi no gritaban. Diríase que se les dejaba entrar con la condición de que no fueran a molestar. 
Con mi papá nos sentábamos en las gradas de la galería Rengo. Cada cierto tiempo le hacía las mismas preguntas: ¿cómo está el partido, papá, bueno o malo? A veces me decía bueno, a veces me decía malo, a veces me decía más o menos. ¿Quién está jugando mejor? Y él me contestaba. Yo era muy chico para apreciar las sutilezas de la contienda. 
Era una constante que el estadio se sumiera en un hondo silencio, roto de pronto por alguna escaramuza, un cabezazo en el área, un remate apenas desviado. La explosión llegaba con el gol de O'Higgins, pero eso no era tan frecuente. 
Cada cierto tiempo nos veíamos obligados a desviar la vista de la cancha. En la galería surgía una pelea de la nada; dos hombres se agarraban a combos y no era raro que rodaran entre los asientos, pasando por encima de los espectadores que se hallaban en la cercanía. Luego era como si desaparecieran: retornaban a sus puestos, sosegados, acusando la vergüenza de sus pecados infantiles. Diez, quince minutos más tarde, emergían otros dos peleadores de un nuevo sector. Luego otro par; peleas relámpago, tres coscachos y vuelta a la calma. Era la invariable rutina de las tardes deportivas, junto con la rifa de la pelota de fútbol y el paso entre la gente del señor que vendía el "rico veneno". Al entretiempo mi papá sacaba el termo y me servía un vaso muy pequeño de té, hasta la mitad, con un sándwich preparado por mi mamá. Hallulla con mantequilla o hallulla con dulce de membrillo. El termo hacía menos de dos vasos.
Mientras jugaban los equipos, los ojos se me iban hacia la cordillera de los Andes, siempre cubierta de nieve. El sol daba de lleno en las caras del público situado en la tribuna del frente, aunque lo que de verdad me distraía era una ráfaga de golondrinas que iba y venía sobre el cielo. Subían y bajaban como una sola y ondulada masa larga que pintaba de negro un rincón del firmamento.

martes, junio 15, 2021

En honor a José Gai Hernández

Querido colega
Hoy 15 de junio estamos de nuevo reunidos, esta vez invocados por tu nombre y tu recuerdo. Me he preparado en mi casa unas prietas con puré picante, acompañadas de un tintolio, para animar la fría noche y rememorar esos inviernos profundos que tantos momentos de alegría nos han dado a los cinco integrantes de la cofradía "Le tengo pieza" -contigo éramos seis- en el regimiento-palacio de nuestro Comandante Yuyul. En esta ocasión nos hallamos separados físicamente, pero unidos en el alma y a través de la realidad virtual.
Pienso en las cosas que te has perdido en los dos últimos años. La principal, el mentado estallido del pueblo que te habría hecho vibrar hasta la médula, palabra fatídica, la médula, que no debí emplear. La pandemia es otra, y hasta el momento la hemos podido sobrellevar. Una tercera es tu fama artística, que parece irse extendiendo con la lentitud y la seguridad con que avanzan los grandes en el tiempo. 
Cuán callados estarán ahora mismo los restos de tu cuerpo en La Serena, cuán lejos se hallará tu espíritu. Quisiera que el Más Allá existiera, siguiendo a Swedenborg, y que fuese tan luminoso como lo describe ese escritor y filósofo sueco admirado por Borges. No es que en tal caso nos vayas a estar mirando desde una altura inefable; mas bien pienso que en tu devenir eterno seguirás viviendo con nosotros, con tus demás amigos y con las personas más parecidas a ti, ya que esa es la afirmación teológica de Swedenborg: el difunto ignora y experimenta la muerte como una prolongación del mundo material separado en una infinidad de conjuntos; de allí que inocentes se unen con inocentes, artistas con  artistas, bellacos con bellacos, mediocres con mediocres, algo bastante parecido a lo que hoy constituyen los diversos grupos que se forman en las redes sociales. Sin gustarme ese ejemplo para la realidad de carne y hueso, quisiera que así fuese el otro mundo para el alma. Pero ya que aún parece que seguimos en este, alzo mi copa junto a mis más grandes amigos para brindar por ti, hoy 15 de junio de 2021.
¡Salud, colega, y que suenen tres golpes en la mesa!

miércoles, junio 09, 2021

El Expulsademonios; los muertos en vida

El Expulsademonios es reversible; procesa hasta el infinito sus defectos, que van renaciendo de su boca calcados de los anteriores. 
El hecho de carecer de brazos no lo victimiza más que a los otros ejemplares de su raza hermana, la de los muertos en vida. Mientras a estos últimos sus parientes los instalan al lado de la puerta para que contemplen el atardecer y el pasar de sus vecinos, el Expulsademonios vive sentado en el piso de baldosa en un estado de obscena desnudez.
No puede inspirar piedad un espécimen de esa calaña. Lo que despierta son deseos de aniquilación y venganza soterrada, pensamientos debilitados por el contorno de pajarillos irónicos que adquieren sus defectos y que sumando y restando le otorgan una engañosa fascinación a su persona.
Los muertos en vida son seres renacidos con la misma edad que tenían al morir y las mismas enfermedades. Renacieron porque sus deudos no se alcanzaron a despedir de ellos como Dios manda. Luego de que han muerto por segunda vez son vueltos a enterrar. Tengan la edad que tengan al momento de fallecer, a los muertos en vida se los reconoce por el tono amarillento de la piel, un olor dulzón que se desprende de sus cuerpos y un impenetrable gesto semejante a la resignación, diríase una resignación propia de los que han retornado del Más Allá. La gente los saluda al pasar porque generan placidez, ganas de mecerlos. Ellos devuelven la mirada con una sonrisa boba, intraducible. Es imposible arrancarles palabra alguna, de allí que se les termine viendo sentados frente a las puertas de sus casas. De seguro molestan a los de adentro, sus deudos, mientras estos pasan la aspiradora, limpian las ventanas, preparan el almuerzo, vigilan las tareas de los niños o hasta hacen el amor. Los muertos en vida no se comunican; tal vez guardan celosamente el secreto de la eternidad.







 


Dibujos: S.M.L.

 

lunes, junio 07, 2021

7 de junio de 1971

Un lunes 7 de junio, hace exactos cincuenta años, la invité a Cartagena y aceptó. Nos fuimos en la micro hasta la Estación Central, nos bajamos y en San Borja tomamos el bus a Cartagena. Eran cerca de las cuatro de la tarde; con suerte llegaríamos a ver la puesta de sol. Una locura, de pies a cabeza. Contaba con la plata de la mesada semanal, no tanta como para un desarreglo pero sí la suficiente para costear los pasajes.
En el país se vivían los primeros meses de la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular con una especie de euforia o al menos de optimismo, pero eso no duraría mucho. De hecho, al día siguiente de la vivencia que relato acribillaron a Edmundo Pérez Zujovic y la historia política de Chile comenzó a dar un vuelco.
En Cartagena nos sentamos en una baranda frente al mar y nos dimos un beso. Olas mansas golpeaban la arena, una tras otra, sin majestuosidad alguna. El sol estaba cubierto por las nubes; hacía frío y no había mucho más que hacer. Estábamos solos.
En un momento le pedí pololeo y aceptó.
Regresamos cerca de las siete de la tarde, llegamos a Santiago de noche, la fui a dejar a su casa en la calle Francisco de Villagra y me devolví al pabellón Jota del pensionado del Pedagógico.
Yo tenía 18 años y vivía días de desadaptación e incertidumbre en mi carrera, tanto así que dos meses más tarde me retiraría de la universidad. Ella cursaba pedagogía en alemán y ya había pasado los temibles rápidos que debe sortear toda vocación. La mía no era una crisis vocacional, sino, pienso ahora, una crisis existencial. En agosto, el 21, abandoné la capital y me fui a enseñar a una escuela de campo; deseaba con ansias ser pobre, vivir poco menos que como san Francisco. Pero el plan se vino al suelo y tres años después, cuando todas las puertas se me habían cerrado tras la caída de Allende, retomé la carrera, que me seguía esperando, y reinicié mi vida. Durante esos años ella siempre fue mi luz, la luz es amor, y nunca me falló.
Nos casamos en 1975; llevamos juntos 45 años y vamos para los 46.
Dejo este sencillo testimonio en mi blog en un día como hoy.

sábado, mayo 08, 2021

Mientras agonizo

Mientras agonizo hay un hombre que se apropia de mis últimas horas; mientras ese hombre vive momentos de felicidad leyendo la poesía inglesa descrita por Borges, agonizo. Mis últimas horas, qué sabe nadie cómo son. Ni se las imaginan. 
Viví también felicidades, investigué, elaboré mis teorías, asesoré al Poderoso y me eché encima a medio pueblo; gocé del vino y del amor, tuve fuerza y subí escaleras hasta el piso dieciséis. Nada de eso vale hoy, me llegó la hora y la espero, sometido. Si puedo recordar, si puedo pensar, es gracias al hombre que escribe. Pero qué sabe él, ni se imagina lo que pasa por mi mente y por mi cuerpo. 
Aguardo en mi cama mientras los hombres hablan, repudian, beben hidromiel y se hacen tatuajes; aguardo mientras olvidan, quieren olvidar. Las mujeres empeñosas y las putanescas, los intelectuales y los cabezas de alcornoque y también las especialistas en autobiografías.  
Cuando agonice el hombre que escribe habrá alguien disfrutando, pensando que agoniza el que agoniza. Es el mismo oscuro trance de Faulkner y de tantos famosos que se tatuaron el ano y los testículos.  
Después de mi agonía, cuando agonice esa persona que mañana estará disfrutando mientras el hombre que escribe agoniza, el César abrirá los ojos asombrado y hablará: ¿Tú también, hijo mío?

jueves, abril 29, 2021

La serpiente moribunda

Mi hijo me ha contado un sueño y yo apenas lo he escuchado. Estábamos preparando el almuerzo en la cocina, él llevaba una serpiente, pero se le resbalaba y se le caía al agua. Sentía una tremenda ansiedad al ver que la serpiente trataba de sobrevivir no a pataleos, porque las serpientes no tienen patas, sino dando latigazos con su cuerpo, sin poder gritar, y él no podía rescatar al animalito inocente e inofensivo. Le tendía un tallo seco que llevaba pero no lograba sacarla del agua, que al parecer era el agua de una piscina. A continuación la buscaba en unos pantanos y golpeaba el palo aquí y allá en el fango, y la serpiente no salía, hundida como se hallaba bajo el lodazal. Finalmente despertaba llorando, angustiado, en el departamento en el que dormía junto a su hijito, mi nieto.
Horas después, por la noche, que es cuando tiendo a reflexionar sobre los hechos que solo en ese instante surgen como los más importantes del día, reparé en mi falta: dejé pasar un momento precioso para acercarme más a él, para sentirlo como a un igual.
Mi análisis me dicta que él temía perder algo muy preciado que se encuentra dentro suyo, que es su vertiginosa y plástica imaginación, o su poder musical de tan frágil sustento, o tal vez su bondad marcada por la inocencia, que se le escapaba entre los dedos pero que seguía estando a la vista, y luego se le iba hundiendo en una zona viscosa, como son las aguas de un pantano o las marcas que va dejando la vida. No soy capaz de darle más interpretaciones al sueño; pero sí de interpretar mi reacción ante ese pequeño episodio vivido en la cocina. He juzgado siempre con severidad su débil sentido de la vida material; admiro las profundidades de su genio poético, lo sobreprotejo y lo amo como ama un padre bíblico a su hijo.

martes, abril 27, 2021

Qué me ha enseñado todo esto. Tardes de agobio

Qué me ha enseñado todo esto. Pues, que mi vida se ha edificado sobre la base del miedo. He ido construyendo lentamente, con la paciencia y la perseverancia del avance de las obras de una catedral del medievo, una vida que paradójicamente me ha brindado más incertidumbres que certezas. Cunden los temores; pisos y techumbres hacen agua y en medio del constante aguacero real y sobre todo imaginario, el ahorro se acumula en cofres ocultos en el sótano. Desde luego, y si es que antes no me son arrebatadas por las águilas humanas de rapiña, se trata de monedas de oro que quedarán allí guardadas hasta el día de mi muerte, cuando por fin mi alma se libere del estado de ansiedad en que ha vivido. 
Porque claro está que el cambio no es posible. La conducta se puede cambiar, esto es, las acciones, el modo de vida, los hábitos, pero no las emociones que generan los hechos; están demasiado abajo como para que el maestro descienda con sus herramientas de gasfitería y las modifique.
Apuestas, riesgos, valentía, pasión. Grandes objetivos. Gracias, me inclino ante esos temperamentos que abren puertas y disfrutan de la vida en todo su esplendor, pero modestamente... paso. Me esperan los andamios, faltan ladrillos que instalar.

En las tardes de agobio me refugio en Bach y en Borges, porque me parecen estar más allá de este mundo. Me parece el de uno un mundo que se conecta a Dios a través de lo más profundo que ha sido capaz de entregarnos la música; me parece el del otro un mundo que, sin burlarse de mi ignorancia sino haciéndomela ver tácitamente, se sostiene en la historia, en el pasado. Ciegos ambos, pudieron acercarse más que los pisatierras engreídos a la esfera celestial, y eso le devuelve algo de fe a mi espíritu.

martes, abril 20, 2021

El oro de los tontos

En un viejo y feraz reino detrás de las montañas el terco león fue acusado de intentar cumplir la ley de la selva. Los ávidos lobos lo condenaron al destierro y se repartieron el botín. Tras lamer hasta la última gota de riqueza empezaron a mirarse a las caras entre ellos. Años después, el reino hecho cenizas exhibía vergonzantes cuerpos esqueléticos de animales que vagaban por la selva con la mano abierta y la piel hecha jirones, y nadie tenía qué ofrecerles para calmar el hambre. Entonces comenzó el éxodo en busca del oro de los tontos.

miércoles, abril 14, 2021

Teoría del conocimiento de la personita. Breve ensayo

La personita nace con inteligencia, pero sin ideas. Las ideas las va adquiriendo a fuerza de repeticiones y se las van metiendo en la cabeza sus mayores. Mientras más tiempo la acompañen, más ideas le meten en la cabeza. Por ejemplo, si pasa más tiempo con su mamá, la mamá le meterá más ideas en la cabeza. Si pasa más tiempo con la asesora del hogar, la asesora del hogar le meterá más ideas en la cabeza. Las primeras ideas que se le meten en la cabeza son las ideas de que las sensaciones son buenas o son malas. Si a la personita le hablan con cariño y le mecen la cuna, la personita se irá formando en la idea de que la vida es placentera. Si a la personita la tratan a gritos y golpes, la personita tenderá a creer firmemente que el dolor y el miedo son lo más importante de su vida. Superados los primeros meses de crecimiento, como especula la ciencia, la personita comienza a formarse una idea de sí misma y del mundo. Ya más grandecita la personita, sus ideas chocan con las de sus amigos y amigas del curso, lo que expande o reprime su entendimiento. Con la adolescencia y luego con la mayoría de edad se puede decir que ya se ha formado "ideas propias". Por ejemplo: Colo Colo es Chile, los de la "U" son los leones, los pacos son asesinos, hacer las tareas es bueno, la política es un nido de corrupción, los curas son pedófilos, la marihuana hace bien y no es dañina, es bueno incendiar de vez en cuando las iglesias para manifestar la rebeldía idealista, es bueno responder a golpes si la personita no es bien atendida en el consultorio, los tiempos nuevos traen nuevas y mejores ideas y hay que adherir a ellas. Y así se van sumando una idea con otra, hasta que la personita deja de crecer y aprende a sumarse al resto, como las ovejas se alinean al ladrido del perro; luego se va haciendo viejita, termina de hacer su pequeño aporte al mundo y finalmente desciende al polvo de donde surgió. 
Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que ninguna de sus ideas fue suya o le llegó del cielo. Solo los grandes genios crearon nuevas ideas. Las demás personitas tuvimos que conformarnos con creer que nuestras ideas, aun las más íntimas y personales, se nos ocurrieron a nosotros, en circunstancias que las traíamos del espacio interestelar, presentémoslo así, o que alguien más vivo nos las metió en la cabeza, lo más recurrente.
De modo que la humilde pregunta que le haría a la personita es: ¿De dónde sacó las ideas que repite como loro en los muros de la ciudad, en los debates, en el café, en las charlas de sobremesa, en el Parlamento? Piense y confiéselo, estimada personita: ¿Las sacó de un libro, las sacó de Twitter, las sacó de una influencer, las sacó de una película, las sacó de su mamá, las sacó de su tío, las sacó de su pareja, las sacó del Partido, las sacó de "la sociedad", las sacó...? sí, es verdad, admítalo, nada de lo que usted piensa y nada por lo que usted lucha es de su autoría. Copy-paste no más.
En cuanto a la personita que soy yo, debo admitir que se indigna al constatar estas verdades; no le hace bien llenar de bilis su estómago. Cuando pase todo esto se dirá de ella: se distrajo en minucias. 
 

domingo, abril 04, 2021

Vientos de otoño

Votaron por Aylwin y por Frei, años después renegaron de ambos 
Votaron por Lagos, años después renegaron de Lagos
Votaron por Bachelet, ahora último reniegan de Bachelet
¿Hacia dónde llevan los vientos del otoño a las almas veleidosas?

viernes, marzo 26, 2021

Una maraña de problemas

Como casi todo el mundo, el señor Gálvez no sabía nada de medicina. Si ni los médicos sabían, qué iba a saber él. De modo que si el señor Gálvez había de caer en manos de alguien, ojalá no hubiera sido en las de los doctores (y puesto que su persona me despierta clemencia, diré que lo mejor para él habría sido no caer en mano alguna, sino haber salido del agua sin ayuda, hasta alcanzar la orilla). En los tiempos que corren, los médicos, que gustan de ser llamados doctores, parecen apasionarse más por los autos de gran cilindrada que por la medicina y en lo que concierne a su oficio propiamente tal, se han especializado en la refinada técnica originada en el mundo del billar consistente en sacarse el pillo. Ordenan exámenes; días después, con las fotos, los números y las rayas delante de sus ojos, números y rayas que son antecedidos por un forzoso reembolso monetario del paciente, conjeturan acerca de los resultados, que previamente les han sido traducidos en letra chica. Enseguida recetan el tratamiento y el medicamento, que pueden servir tanto como pueden no servir, sin mencionar los efectos colaterales. Pero antes de decidirse a seguir los consejos de los galenos hay que dejar la otra mitad de la billetera en la farmacia. Incorporado a estos pilares de la salud, a estos titanes protectores del cuerpo humano, a estos esculapios, a estos proveedores de la panacea, un letrero gigante brilla por su ausencia: "Nada garantizado". Y por si faltara una guinda para coronar la torta, de tanto en tanto a ellas o a ellos, como se dice ahora, les da por incursionar en la política...
A pesar de lo anterior, al señor Gálvez se le hizo imprescindible acudir al galeno. De un día para otro había comenzado a ver nubecillas de color violeta, ya fuera en los vagones del metro, alrededor de las cárceles, en las calles, oficinas bancarias, cultos religiosos; en fin, dondequiera se cruzara con personas. Concluyó esto último pues el vaho tendía a desaparecer en los parques y zonas despobladas. El señor Gálvez recuperaba la visión normal en zonas despobladas, de modo que forzosamente había algo en los humanos que le nublaba la visión. Sin que él nada pudiera hacer, una mancha violeta se iba apoderando del mundo, de su mundo.
El señor Gálvez pasó de mano en mano por los médicos. El oftalmólogo lo tapó de exámenes, que le costaron un ojo de la cara. Rendido ante la normalidad de su paciente procedió a emitirle una orden de consulta con un neurólogo. El neurólogo lo sometió a un scanner y para no quedar mal con su cliente, pues no tuvo nada que decirle, decidió derivarlo a un psiquiatra. El psiquiatra le hizo contar su vida entera, de la que desprendió que el señor Gálvez padecía una típica neurastenia pigmentada asociada a una deficiencia de la corteza visual primaria, enfermedad que desde luego era indemostrable, aunque tenía un nombre muy científico, largo y severo.
Del acostumbramiento a ver el mundo color violeta el señor Gálvez pasó al susto una vez que comenzó a oír voces y captar imágenes dentro de esas nubes. Siempre que algo va mal puede ir peor, sentenció su mente. Eran las voces internas de la gente que iba pasando a su lado, expresadas en ráfagas de imágenes que se disolvían en fracciones de segundo. Indudablemente pertenecían a esas almas, no a la suya, no eran voces ni imágenes inventadas, se autoconvenció. Al mezclarse con la multitud las visiones cinéticas crecían; al alejarse, iban desapareciendo. Las imágenes venían acompañadas de suaves lamentos escépticos, agobiados, retorcidos, angustiados, estoicos, voces que podían emparentarse con el sufrimiento y la desesperanza. Se le dibujaban perfectas entre el vapor violeta frases como madre mía, puchacay, mierda, por qué a mí, la puta que lo parió. En no pocas ocasiones el fenómeno tomaba la forma de palabras que armaban un pensamiento, incluso palabras mal escritas, palabras con faltas de ortografía. 
Cuando ingresó de nuevo a la consulta del psiquiatra le contó que por las noches se despertaba dando manotazos al aire, según pensaba, debido a que su enfermedad lo hacía depositario de la maraña de problemas que aquejaban a la gente. Por una razón desconocida, le dijo, de pronto podía ver con claridad los problemas de las personas que pasaban por su lado, los enredos que tenían en la cabeza, problemas que ya era capaz de advertir a medida que se aproximaban dichas sufrientes humanidades, gracias o debido al tono violeta que irradiaban. Qué bien, tenemos aquí al salvador del mundo que de una sola plumada es capaz de descifrar los misterios del inconsciente, comentó el psiquiatra, intentando dar a sus dichos un tinte festivo, sin sopesar la crueldad hiriente y despiadada de su broma nada empática, que el señor Gálvez interpretó en su real medida, pues contraatacó de una forma lapidaria. A usted, doctor, lo abruma la hipoteca de la casa que se compró. La veo claramente, veo el farol a la entrada, la piscina en reparaciones. Pensó que la podría pagar y ahora se dio cuenta de que con los ingresos de su consulta no le alcanza y no halla qué hacer; es más, ha iniciado una relación sentimental con su secretaria, está a punto de separarse y sabe que eso le costará una fortuna. Lo está pensando ahora mismo, mientras simula que me presta atención. Bueno, entonces para qué viene a verme si sabe tanto, le preguntó el especialista. No se altere, doctor, no piense que estoy usando un truco para leer la mente; lo vengo a ver para que me cure, para eso le estoy pagando, argumentó el señor Gálvez, condenado por sus propios dichos a esperar poco y nada de la consulta que tan cara le salía. Voy a ordenar un scanner... No, lo interrumpió el señor Gálvez, lo que yo deseo saber es si me imagino las voces que siento o si realmente corresponden a las voces de las personas con las que me cruzo, como la suya dentro de esta nube violeta que nos rodea.
El psiquiatra se encogió de hombros. Esto me supera; me encantaría presentar su caso en nuestro próximo congreso en las Bermudas, le dijo mientras lo acompañaba a la puerta. 
La sensación de hallarse en un callejón sin salida lo llevó a confesarse con un sacerdote jesuíta que había conocido tiempo atrás. Enterado del pecado de "intromisión en la vida privada de la gente" del señor Gálvez, pecado que se cuidó de calificar de voyerismo, el presbítero se apresuró a absolverlo y lo invitó a charlar bajo la sombra de una palmera. A diferencia suya, Gálvez, le dijo, mis feligreses me confiesan no sus verdaderos y grandes pecados, sino lo que desean confesarme; luego de tantos años podría darle una lista exacta de esas faltas que aparentan abrumarlos. De tan simples que son, me refiero a la inmensa mayoría, pues también oigo pecados verdaderamente graves, como habrá de suponer, digo que esos pecados, de tan simples, han terminado hastiándome, se lo puedo confesar a usted, ya que veo que es capaz de leer la mente de las personas. No, Padre, no leo la mente completa de las personas, solo soy capaz de oír la maraña de problemas que las afligen, se lo aseguro pues cuando paso frente a jardines infantiles veo muy pocas nubes violeta sobrevolando el lugar, y esa escasa radiación emana desde luego de las parvularias y sus asistentes y poco y nada de los niños. También le admito que los problemas que me llegan a la cabeza son todos harto parecidos, aunque a diferencia suya, que oye generalidades, pues imagino que no es usted un cura que exige detalles en el confesonario, ninguno de esos problemas es igual en su forma de sentir y de describir, aunque no deja de ser sobrecogedora, diría lastimosa, digna de compasión, la pobreza de lenguaje que denotan las reflexiones interiores de la gente cuando es aquejada por sus problemas. Esto explicaría de paso por qué tenemos tanto que aprender de los sabios.
El señor Gálvez se desviaba del tema que le interesaba al jesuíta, un hombre ansioso de llegar a la raíz del pecado con la pasión que despertaría el asunto en un filósofo moralista. La confesión oída le había despertado la idea de que el pecado podría derivarse de la mala salida que la gente da a los problemas que la atormentan. Pero dígame por favor qué oye, deme el ejemplo más exacto del contenido de las palabras que usan las personas que pasan por su lado. El señor Gálvez le explicó que, más que palabras, lo que a él le llegaban envueltas en las nubes violeta eran imágenes recubiertas de malestar, aunque él traducía fielmente las imágenes a palabras. Usted me lleva la delantera, reaccionó el cura, pues yo solo oigo voces, unas voces calladas y plenas de culpabilidad que emanan del otro lado de la ventanilla del confesonario. 
Picado por la curiosidad, el señor Gálvez le ofreció canjear pecados por problemas; el sacerdote le contestó que su juramento ante Dios le impedía aceptar la oferta, aunque agregó que no le faltaban ganas, ya que tenía más de ganar que de perder. Mientras el señor Gálvez se daría cuenta de inmediato de la simpleza de los pecados que confesaban los fieles, el sacerdote se acercaría a una verdad que hasta ese momento le era inabordable y que le serviría para probar una hipótesis que había comenzado a fraguar su mente: hasta qué punto los pecados de sus fieles dependen de los problemas que sufren, o dicho de un modo crucial, hasta qué punto el origen del pecado se halla en la tierra antes que en el paraíso. El señor Gálvez asumió la negativa y le propuso que se dispusiera a acompañarlo a la calle; entonces le contaría lo que iría escuchando. Se dio cuenta de que le convenía que un cura de aura intelectual se enterara de los problemas de la gente relatados por él, pues ante una arremetida contra sus poderes mágicos emanada de una persona natural o de cualquier institución, desde una insignificante junta de vecinos hasta el Poder Judicial, tenía para sí el aval de un representante del Supremo Hacedor, conveniente material de defensa. El sacerdote se ausentó un momento y volvió con una grabadora. Salgamos, le dijo. Y ambos se fueron caminando hacia una calle situada a unas cinco cuadras de la iglesia. Lo llevaré a una feria libre, le dijo el señor Gálvez, pues allí suelen presentárseme algunos de los mayores desprendimientos de nubes violeta. ¿Ah, sí?, se sorprendió el sacerdote. Sí, le respondió. ¿Y dónde están los otros? En los paraderos de la locomoción colectiva, en el interior de los vagones del metro, en las comisarías; en las salas de hospital, en las filas para pagar cuentas, aunque ninguno de esos escenarios se compara con el de las manifestaciones públicas, cloaca donde los problemas se hacen carne antes de ir a dar a la alcantarilla.
Escuche esto, dijo de pronto el señor Gálvez, al pasar frente a una vivienda. Al hombre que está sentado en el escusado lo atormenta su mala digestión y piensa que el colon lo podría llevar al hospital. Cree que se ha dejado estar y observa que hay un escape de agua bajo el lavamanos. Veo claramente la imagen de una pobre digestión y una hinchazón de vientre, y la humedad de la baldosa bajo el lavamanos. La mujer de la casa de al lado sigue pensando en la gordura que le delató el espejo antes de meterse a la ducha; en cada jabonada nota un rollo nuevo y se promete que retomará la dieta pero sabe que no lo hará y por eso está tensa, a pesar del agua caliente que corre por su espalda.
Mire a esa señora que compra lechugas, le comentó, ya en la feria. Vive en constante estado de estrés. Pareciera recién titulada y eso la inseguriza, todos le han dicho que debe salir de eso, romper ese círculo, pero ella no es capaz de cambiar. Está comprando lechugas, pero la atormenta eso que le digo. Se me aparece su figura haciendo clases, preparando trabajos interminables que no son tan necesarios, se me aparece llena de trabajo. La joven que selecciona el jengibre tiene una hija de ocho años que es súper alta, como ella. Le va  muy bien como ingeniera, pero le detectaron un cáncer precoz. La rodea una nube violeta muy tenue, porque espera los resultados de los exámenes con confianza; me aparecen ella y su hija entrando al cine, se trata obviamente de un problema muy menor, no porque la enfermedad no sea grave sino porque ella sobrelleva la situación con entereza. Fíjese en esos dos que echan frutas a la bolsa, son padre e hijo. El padre imagina a su hijo indeciso, sabe que le gusta el deporte y quisiera verlo estudiando pedagogía en educación física, kinesiología o veterinaria en la onda de la inteligencia artificial. Un amigo suyo empezó parecido y ahora diseña prótesis.
De vuelta a la parroquia el cura le aconsejó postular a uno de esos concursos que dan jugosos premios. El señor Gálvez se marchó casa rumiando el consejo, mientras su figura desaparecía entre una densa nube violeta. 
Un productor de TV, días más tarde, comprobó su poder cuando el señor Gálvez le leyó el pensamiento. La mente del productor era un hervidero de cifras mezcladas con vehículos de arriendo, teléfonos, rostros de invitados. Maravillado ante su don, le dijo: "Usted no me sirve. No sé cómo adivinó mis problemas, pero ¿qué pruebas le daría al público de algo que solamente usted puede ver? ¿Y si además al elegido, sumido en la excitación del show, no le aflora problema alguno? ¡Pasaríamos más vergüenzas que el tipo que hablaba 27 idiomas! El suyo no es un tongo, pero hay tongos mejores que el suyo".
Pasaban los días; se iba a completar un mes de nubecillas de color violeta en la vida del señor Gálvez, nubecillas que lo tenían más arriba del paracaídas. Se sentía como Atlas cargando el Cielo o San Cristóbal cruzando el río con el niño Jesús sobre sus hombros, misiones que no le hacían ninguna gracia. Bastantes líos tengo yo para meterme en la cabeza de los demás, que es lo mismo que los demás metan sus problemas en mi cabeza, se repetía. Esa noche, mientras dormía, su madre muerta le aconsejó que acudiera a tres clarividentes, quienes, cada uno en su estilo, darían con la solución, mensaje onírico que surtió efecto, como pasaré a relatar. Y así fue, en efecto. A la mañana siguiente vio al primero, quien le anticipó que la Luna haría desaparecer naturalmente el vapor violeta al completar tres veces su ciclo. El segundo le vaticinó un éxito seguro luego de beber tres buches de gorrión pasados por la juguera. Por la noche, el tercero le ordenó instalarse frente a la pantalla chica y ver tres partidos de la segunda división del campeonato de fútbol nacional.
Fuera por las razones que fuesen, el señor Gálvez despertó un buen día con la vista despejada y las calles retomaron para él las tonalidades normales del smog. ¡Qué alivio más grande, cantó triunfal, el de volver a ser mezquina víctima de mis puros problemas!
Y así llega abruptamente a su fin la historia del señor Gálvez, quien disfrutó a partir de entonces de una vida repleta de satisfacciones, hasta que le salió al encuentro Aquella que pone término a los placeres y dispersa a los amigos.    

  


viernes, marzo 12, 2021

Rumores del otoño

Una vaharada de culpa rellenó sus mejillas en el momento del vacío. Esa tarde, con un libro en las manos, sintiendo la brisa que anuncia los primeros rumores del otoño, se preguntaba si su conducta más profunda se motivaba en el deseo de castigo, o si este aparecía naturalmente luego de arriesgarse a sobrepasar sus límites y gozar de la bofetada que le provocaba el riesgo, lo que lo conducía inexorablemente a echarse con resignación a los pies del padre eterno, como un perro apaleado. 
Recordó su ingenua inclinación ante la autoridad, su obediencia a los mandatos. La madre es la referencia, su autoridad es buena; la madre es buena. La desobediencia es obscena, la obscenidad es un pecado que arrastra por los adoquines el saco de la culpa; la culpa deviene en merecido castigo.
Pero en lo más profundo de su corazón palpitaba la desobediencia, la obscenidad. ¿No había sido acaso el fuego creativo de la desobediencia el que le permitió abrirse paso en la vida? ¿No ocurrió que cada vez que desobedeció logró elevarse de la tierra y levitar? 
Con cuánta nostalgia evocaba hoy las tediosas tardecitas de domingo en su provincia, la ingenuidad de los coléricos ignorantes del poder que les brotaba por los poros. Ahora las masas se habían organizado y la autoridad les tenía respeto, les temía, las intentaba controlar por las buenas. No era además su estilo el de los magníficos artistas que van y vienen por el mundo hablando incoherencias brillantes y viviendo de lo que el día les depara, ajenos a imposiciones previsionales y depósitos bancarios. En este punto no lograba precisar quién se alejaba más de la realidad, si él y su rutina o ellos y su desprecio; si los coléricos de antaño o los indignados de hoy.  

jueves, marzo 11, 2021

La vida, la fortuna, la muerte y el retorno

Frente al miedo
La vida
Frente al odio
La vida
El rompecabezas se desarma
La vida es un regalo

Nada tengo contra un comunista, en el fondo lo admiro
Nada tengo contra un millonario, en el fondo lo admiro
Entro en sospechas cuando el comunista es millonario

A los diez, inaudito
A los cuarenta, mala suerte
A los setenta, atento al lobo
A los cien, sombras nada más...

Volvería a Tomás y su Evangelio
Al éxtasis eterno
Aún más atrás de Pocoyó
Quisiera conocer el estado anterior a la caída