Visitas de la última semana a la página

domingo, agosto 27, 2006

El discurso de Waldo Mayorga

Pergenio Torrealba escuchaba con toda atención el testimonio arrebatador de Waldo Mayorga, su casual compañero en la barra del café. Ambos acudían coincidentemente a la misma hora y a ambos les placía ser atendidos por la misma azafata. No obstante lo anterior hubo de pasar un buen tiempo, cinco a seis meses, para que se dirigieran la palabra. Y nunca lo hubiesen hecho de no mediar la intermediación de un conocido común, que los presentó.
El discurso de Waldo Mayorga no por ser repetitivo dejaba de ser interesante. Mayorga, un hombre bajo de estatura, desplegaba acaso por esto mismo una energía y una creatividad avasalladoras, al menos siempre que se le veía en público. Mayorga era un conquistador de territorios. Odiaba los problemas, decía que le cansaban los problemas, que un buen día mandaría todo a la punta del cerro, pero poseía soluciones para todo embrollo que lo involucrase, fuese personal, económico, político o incluso aquéllos que no le atañeran en lo más mínimo. Una mañana alguien le hizo ver que, para él, un solo día sin un rompecabezas que completar le habría significado la muerte fulminante, punto con el que concordó, como siempre, mirando a los ojos a su interlocutor y luego a los cuatro rincones de la sala, pasando su mirada de alerta y satisfacción por la sala entera.
Pergenio Torrealba lo oía mientras pensaba para sus adentros cuánta distancia había entre los dos. Su mente atravesó el discurso. Imaginó que Mayorga despertaba temprano con una gran ansiedad; lo imaginó leyendo las noticias con la televisión encendida mientras desayunaba; tal vez dejaría el baño y la afeitada para después o tal vez sería lo primero que haría al levantarse; tal vez leería los diarios sentado en el inodoro. Lo que quedaba claro -y Mayorga lo había confirmado muchas veces- es que al salir de su casa ya se había fijado tres metas para el día, dos de ellas de carácter pecuniario. No era raro entonces que al momento de acostarse hubiese cerrado un par de negocios. Si uno resultaba ser malo y el otro bueno, a la larga su peculio tendría forzosamente que aumentar, esos eran sus cálculos y ése era hoy un hecho demostrable.
Por efecto comparativo pensaba entonces Pergenio Torrealba que las bases de su propia vida, al contrario de Mayorga, se habían fundado desde muy niño no en la expansión centrífuga sino en una especie de sentimiento de ahorro centrípeto que lo llevó a buscar cariño de reserva. Lo que en el fondo rehuía era la posibilidad de quedarse solo. Llegar a casa y no haber nadie que le abriera la puerta. Sin embargo (se rascó la cabeza sin darse cuenta, de su pelo cayó algo de caspa) había pasado la vida entera ansiando vivir en completa libertad y autonomía. "Hay quienes sueñan con expandirse sin límites: son los conquistadores -pensaba-. Hay otros como yo que viven para adentro, replegados, haciéndose querer". ¿Explicaba aquello su deseo de quedar bien con Dios y con el diablo? ¿Explicaba su constante tendencia a la infidelidad? ¿Explicaba el exagerado tiempo que invertía en demostrar antes que en simplemente hacer?
Nadie lo odiaba en demasía, nadie lo odiaba con la fuerza que algunos odiaban a Waldo Mayorga, es cierto, pero ¡cuánto deseó en ese instante ser odiado con la fuerza de un huracán! Habría sido sólo un momento, sin duda, un minúsculo momento en la barra de un café, pero le habría dado un respiro de alivio a su generación y a las cuatro que le antecedieron.

jueves, agosto 24, 2006

Tiempos nuevos, viejos tiempos

Nunca creí mucho en las obras, pero algo creí. En cambio de joven aborrecí la palabra escrita. Con el tiempo me fui dando cuenta de que las obras eran interpretadas a su antojo por unos y otros en tanto que la palabra escrita, a menos que alguien la tradujera a idiomas extraños o un deforme de nacimiento postulara elevarla a los altares, seguía siendo un conjunto mínimo, débil si se quiere pero a la vez inexpugnable de vocablos... o de meras palabras, dirán ustedes.
Mis mejores años los invertí en hablar, hacer, mas no escribí una sola línea. En mi delirio creí haber fundado una corriente filosófica. Tiempos ilusos. Hete allí que un borrico, discípulo no puedo llamarlo, me anduvo siguiendo y relató mis acciones. Las convirtió en palabras. ¿Con qué se quedaron los demás? Con una vaga sombra de los hechos y de los dichos, con una destartalada serie de hechos y dichos desfigurados, con una suma de palabras que ya no van a cambiar nunca. Las palabras quisieron ponerles la lápida a mis obras y a mis parábolas. Por eso, ahora que el descanso eterno me llama de a poco a su choza infecta me he visto obligado a enmendar la plana. Mi vida ha valido lo que vale mi palabra escrita. No hay otra explicación para estas memorias.

miércoles, agosto 09, 2006

El derecho a no recibir órdenes

Me pregunto, a veces, qué me podría llevar a ser objetivamente superior a unos e inferior a otros, si por superior se entiende el derecho a no recibir órdenes y por inferior, la obligación tácita o escrita que implica recibirlas. Basta hacerme la pregunta para caer en profundas depresiones, porque todo análisis que se materialice de un punto como aquél desembocará indefectiblemente en un estudio del pasado propio. Y el pasado es cruel, porque colecciona no tanto pensamientos como acciones: la mediocridad deslumbra entonces cual diamante.

lunes, agosto 07, 2006

Arranques de timidez

Vio al grupo de lejos y de inmediato advirtió a un miembro ocasional que lo intranquilizó. Intentó retrasar hasta lo indecible el acercamiento, pero al final éste tuvo que materializarse, ya que a esas alturas de la geografía urbana echar marcha atrás habría equivalido, más que a una muestra de desprecio, a un gesto de cobardía. Acercarse no era nada: había que saludar y después, hablar, decir algo. Y así lo hizo: se acercó, saludó y habló. Bien pronto se dio cuenta de que lo que él decía no le importaba a nadie o peor aún, lo que decía era interpretado por los demás exactamente de acuerdo con la imagen que guardaban de él, imagen que él mismo había contribuido a crear, pero que a todas luces era una imagen falsa; es decir, falsa en el sentido de que revelaba lo que él quería mostrar a los demás, lo que no correspondía con lo que él era en la realidad, si se entiende por realidad la verdad del alma.
Dentro de esta especie de lógica de tertulia de café en que yacía atrapado como en una telaraña -el grupo estaba efectivamente en el café- sus comentarios, los que fueron escuchados, fueron sometidos al escrutinio público y el resultado no se hizo esperar: la mofa, la sorna, la burla cayeron sobre él como caen los aguaceros en Chiloé y Valdivia: de arriba abajo y a todo pulmón. Era tan fácil reírse de él, porque a él le gustaba reírse de sí mismo. Sin embargo, esta vez todo estaba saliendo mal pues el miembro aquél que lo intranquilizaba y lo sacaba de su eje, y al que nunca miró a los ojos, transformaba la interpretación de las risas de sus amigos, de risas amables en dardos venenosos, en injurias y calumnias a su persona. Ante las bromas malsanas que recibía en descampado hubiese querido reaccionar dándoles de escobazos a todos, mas no juzgó prudente demostrar ese estado de ánimo y solo atinó a sonreír. No lograba asumir en propiedad, sin embargo, que ese miembro era tímido, más que él, y que las flechas que disparaba al aire surgían de su carácter. A contrapelo se fue dejando tragar entonces por el ambiente del café, sin hallar qué más decir.
Fue allí cuando acertó a pisar el local otro de los socios de esta peculiar agrupación, quien venía de bufanda. Pero éste fue más listo: vio a sus amigos con el rabillo del ojo y simuló responder un llamado a su celular. Dio media vuelta y se perdió en el paseo peatonal. Otro día pagaría esa cuenta, lo sabía, pues en los códigos que manejaba el grupo nada era gratuito. Le iba a salir bien cara, reían todos, incluso el miembro ocasional y el protagonista de la historia.

martes, agosto 01, 2006

Salut! Demeure chaste et pure

Suelo pasar frente a la misma ventana de una casa en ruinas en el barrio Brasil y suelo ver siempre a la misma mujer de pantuflas escuchando la misma canción. Es una casa descascarada, que pide clemencia a los edificios vecinos para que éstos no se le vayan encima y la echen abajo. Hoy eran las tres de la tarde y el sol de invierno ya iba pensando en recogerse. Miré hacia adentro, no cuesta mucho hacerlo, es preciso empinarse un poco y listo; miré y otra vez vi a la dama de pelo largo y blanco sentada en los despojos de un sofá, despojos dignos, pero no enteramente limpios, con las piernas recogidas, con su bata rosada de levantarse escuchando su disco de Gounod, posiblemente el único de una colección perdida. El tocadiscos estaba ubicado como de costumbre frente a ella, en una mesita de tres patas cuyo único adorno es un portarretratos con la foto de cuatro personas: un hombre, una mujer y dos niñitas vestidas de primera comunión. Cuántas veces ya he escuchado esa misma aria al transitar por el barrio, Salut! Demeure chaste et pure. A la dama no parece importarle demasiado la eterna repetición de las notas en la voz de Jussi Björling. La dama está en ruinas, pero conserva un brillo lejano en sus ojos acuosos que miran eternamente en dirección al tocadiscos. Cuando el aria acaba ella se levanta, vuelve la aguja al surco tres y retorna al sofá, con el cigarrillo entre los dedos. Detrás de la ventana el tiempo es una nebulosa originada en un tabaco pasado de moda, en un sofá desvencijado, en el recuerdo a medias de algo que pareciera encerrar cierta importancia.
Desde la ventana se puede ver la puerta que conduce al sótano. El candado está verdoso, oxidado, hace años que no se abre.