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miércoles, diciembre 30, 2009

¡Puta máquina!

No debe de haber hora más penosa que la de la muerte. Nada ha de compararse con ese momento que alguna vez nos llegará. ¡Pobre entonces de las personas sin fe! La única compañía que tendrán será su dolor. Aunque estén rodeadas de cariño, sólo a aquél atenderán. Reinará en el estómago o los pulmones, el esófago o las vértebras. Hará parecer que la vida entera no tuvo sentido, que absolutamente todo no fue más que una pesadilla y hará abrir los ojos con horror al expirar.
Una noche de invierno comencé a sentir ruidos en la casa de al lado. Primero fue un arrastrar de pantuflas, luego el clic de un interruptor, luego una silla que se corría y luego un murmullo en el teléfono. Toda la cuadra sabía que el vecino se moría de cáncer, menos él. No había sido un hombre santo, pero eso ya no importaba. El pesar del barrio era solidario ante su hora final.
La ciudad dormía en silencio; sólo en aquel hogar se adivinaba agitación. Los pequeños ruidos nocturnos se fueron agregando. Alguien encendió la luz del comedor, otra persona volvió a discar el teléfono y una tercera iba y venía por el pasillo. Una suave llovizna caía del cielo y los pájaros no se movían de sus nidos.
A lo lejos se escuchó el desplazamiento de una ambulancia. Las gomas de las ruedas gimieron al doblar la esquina, el ruido del motor se multiplicó y cuando el conductor aplicó los frenos frente a la casa del vecino parece que lo hubiese hecho con el fin de molestar. Las puertas del vehículo se abrieron. Dos piernas corrieron al timbre, otras dos se dirigieron a la parte posterior de la ambulancia y sacaron una camilla que golpeó brutalmente la acera. Las ruedas chirriaron, subieron por la baldosa del antejardín, y entraron. El motor ronroneaba mientras la camilla corría al dormitorio, como Alien buscando a su presa, cual aplanadora ciega, insensible. Así como entró, salió, encabezando ahora un cortejo de llorosos familiares y llevando a cuestas a la víctima, un hombre que gritaba, angustiado y sin ninguna dignidad: ¡Puta máquina! ¡Puta máquina!
La ambulancia inició su viaje de vuelta, seguida por un automóvil; las cortinas curiosas de las casas vecinas volvieron a su sitio y las luces de las ventanas se fueron apagando, al igual que los murmullos que venían de adentro. En menos de un minuto la cuadra entera estuvo otra vez en silencio.

domingo, diciembre 27, 2009

Debí ser músico

Debí ser músico, pianista. Por las mañanas habría tomado el café en los comedores del hotel, con un diario extranjero en la mano. Perdida la noción del tiempo, de vez en cuando sacaría una servilleta y dibujaría notas en un pentagrama hecho a la rápida. Galoparía con los dedos en la mesa y corregiría algunas de las notas. El café se habría enfriado, pero eso sería lo de menos.
En mi habitación no habría guaguas llorando ni ropa sucia encima de la cama ni habría oscuridad; en la cocina no habría un basurero repleto de envases de yogur, cáscaras de plátano y huesos de pollo y los ángulos de las piezas no estarían blanqueados por telarañas.
Pasaría mis mañanas en el teatro, ensayando frente al piano. De reojo vería desde el escenario la platea vacía, en sombras, misteriosa. Debussy, Bartok, Ligeti significarían la mitad de mi vida y las variaciones Goldberg, la causa de mi frustración. Pasearía a Brahms, Schumann y Chopin por el Metropolitan, el Musikwerein, el Teatro de la Ópera. Sería capaz de retar a duelo a quien sostuviera que Gavril Popov no fue más que un curadito. ¡Ay del que lo diga!
El miedo a la locura, el aturdimiento ante la nada, el amor perdido me sumirían en desgarradora melancolía y de pronto los vuelos entre Lisboa y Buenos Aires se me antojarían vacíos y el marfil de las teclas frío, cruel, burlesco. Querría renegar entonces de la música y huir en citroneta a un pueblito de provincia donde me acogieran una esposa, tres hijos y una nieta. O anhelaría la utopía de una rutina semanal de supermercado y shoping, de visitas al doctor, clases de catequesis, cuentas de Falabella y rojos en las libretas: esos serían los sueños imposibles que soñaría antes de comenzar a estudiar en los ensayos y antes de que mis labios bebieran de la copa de vino blanco sobre el piano.
Luego, seguramente, me reconciliaría con las teclas y las besaría con mis dedos y entonces el pensamiento sería sonido que conduce a unos laberintos sin olores ni sabores ni colores, las tierras del paraíso.
Debí ser músico, pero no lo fui. Dios me expulsó de sus dominios y me ha obligado a trabajar. Trabajar. Trabajar.

jueves, diciembre 24, 2009

Childe, el extra del espacio (cuento corto con epílogo largo)

Un cometa pasó por la Tierra, una filóloga lo descubrió y lo bautizó Childe. ¿Por qué una filóloga? Pudo haber sido una maestra, una sicóloga, una obrera, una estudiante, una dueña de casa. El caso es que fue una filóloga y sobre eso no hay más que hablar. Se amaron con ese amor irracional que se da una vez en un millón entre un cometa y una filóloga. A pesar de ciertos gestos malintencionados, nacidos sobre todo de hombres y mujeres corroídos por la envidia, nadie pudo decir nada. Por las noches ella le tocaba el violín; el cometa le respondía con guiños picarescos.
¿Cuál es tu mayor deseo?
Besarte.
Niña loca.
¡Volaré hacia ti, con o sin Dios que me cuide!
¿Si bajo a tus tierras me amarás allí mismo?
Sí, sí, sí... ven.
El cometa, aunque no quisiera, seguía volando tal como le ordenaba el destino. Luego de orbitar el Sol y de vuelta a la negrura de la elipse, su atmósfera luminosa se empezó a gastar. Apenas hablaba; por cada dos palabras que decía descansaba tres.
Meses después el mundo lo olvidó. Esa última noche, cuando el puntito borroso se perdió en medio de la nada, la filóloga estalló en lágrimas y lo hizo a un lado de su vida, aunque hay quienes creen firmemente que lo sigue amando.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado
Quien me lo contó no es el mismo que este epílogo dejó
El uno vive entre las musas, dichoso y animado
El otro la esperanza en un bolsillo roto se guardó

Epílogo

La vida sigue para todos. Para la filóloga, para el cometa Childe y para el mundo. En secreto, ella dedica cada noche un minuto de su sagrado tiempo a elevar su carita hacia las estrellas. Entonces vuela y sus mejillas se ruborizan con la fricción y el pelo le ondea como bandera en un faro de los mares australes. Con su magia alcanza a su cometa, lo acaricia y se declara su esclava y su dueña, imagina que él la mira y la abraza y hasta la besa y ella se siente acogida, entre algodones, pero también lo recrimina con dulzura, por qué te fuiste, por qué me dejaste, le susurra mientras le besa su cuerpo encendido de cometa furioso, creíste que yo era el Sol, me creíste la Luna y te engañaste, yo sólo era una soñadora que te vio, te descubrió, sólo eso, no más, no soy el Sol ni soy la Luna, sólo te amo mi cometa y te beso y te beso a ti, no a otro, eres tú el que me despierta en este mundo gris y eres tú la belleza y mi Dios, el destino, mi sueño de amor, mi fantasía astronómica, mi cielo y mi rey, y desearía que toda la vida fuese este momento, que no hubiese amanecer y que estos segundos fuesen infinitos como los son en el verdadero espacio.
El cometa, muy lejos de esa imaginación, a años luz de ese instante de dicha melancólica, se sigue alejando de la Tierra, se adentra en profundidades nunca vistas, nunca sentidas por ser alguno, con la oscuridad total y un fondo de estrellas por compañeros, como si fuese volando dentro de un inmenso estómago de paredes de cuero invisible, sin siquiera una ligera brisa que pase por su lado ni un referente que le indique que avanza a una velocidad prodigiosa, de forma tal que vuela la imaginación de la filóloga, se exalta y se estremece, mientras el cometa vuela de verdad pero parece que estuviera suspendido en el infinito, sin ir ni hacia atrás ni hacia adelante, ni hacia arriba ni hacia abajo, porque en el espacio no hay arriba ni abajo ni atrás ni adelante, sólo oscuridad y un frío que al cometa lo reduce y le apaga la pluma de pavo real, dejándolo convertido en una bolita de hielo; avanza solitario por el mismo cielo en que los hombres insensatos imaginan moradas de dioses, almas disfrutando del paraíso, muertos esperando volver a la Tierra, espíritus que nacen y bajan, espíritus que vienen subiendo, fuerzas malignas que gobiernan ciertas almas, fuerzas buenas a las que algunos rezan; mas para el cometa no hay dioses visibles ni almas de difuntos, la divinidad es un concepto que no tiene sentido en este mundo inhabitado, a pesar de que él mismo es un mentís a esa apreciación, pero cómo saberlo si está solo, cómo darse cuenta de su presencia si está solo, cómo explicarse la vida si nada se mueve y nadie le muestra nada, ni siquiera una sonrisa, aunque fuera una sonrisa; pareciera estar hundido para siempre en esa inmensidad negra y absurda hasta que de pronto miles de aerolitos desorientados pasan buscando otros rumbos y el cometa los intuye cuando desfilan a diez mil, a cien mil kilómetros de su ruta y al sentirlos en su loco andar por el firmamento recuerda que está vivo y que se mueve, siente que él mismo va hacia un lugar, hacia alguna parte, eso se lo han indicado los meteoritos, y recuerda vagamente que su existencia tiene o tuvo por unos días una misión, pero bien pronto, en cosa de minutos, vuelve a navegar solo en el vacío, terriblemente único y sin otro destino que dejar atrás Saturno y Urano, Neptuno, Plutón; no hay más destino en su delirante peregrinar, es como un protón girando en torno al núcleo, no hay belleza en su destino, la belleza le es ajena en este éter de angustia metafísica sin parámetros estéticos, muy diferente es el Cielo desde la Tierra que el Cielo desde el Cielo y así lo entiende y por ello nada espera, no enloquece de nada esperar porque en el Cielo es lo mismo un segundo que cien años, todo da lo mismo, su destino inexorable es ir hacia la nada, traspasar los límites del sistema solar hasta que un día cualquiera de un siglo cualquiera su orbitar errante le regale de nuevo la esperanza al mirar de frente al Sol, cuerpo lejano, estrella creciente, creciente, que lo llamará y lo calentará y lo hará revivir, encenderse, le hará renacer su cola gaseosa y será otra vez el cometa alegre y viril que advierte movimiento y vida, cambios, grandes esperanzas, y su rostro se iluminará al divisar la Tierra y su gente, los niños corriendo por las calles mientras elevan sus propios cometas; se iluminará al ver los zorros en los campos, las truchas saltando en los arroyos; buscará entonces irracionalmente la carita de su amada, sus ojos de musa, sus labios húmedos, su belleza infinita, pero allí habrá un vacío inmenso no llenado por nadie, porque el hada que le dio vida a su alma de cometa será un recuerdo, un fragmento de recuerdo, miles de versos en un libro, una efigie, y así aunque habrá visto humanos desplazándose en sus autos y delfines surcando los océanos, para el extra del espacio todo no habrá sido más que un regreso nostálgico, un remake cinematográfico de mala calidad, porque los años no habrán pasado en vano y esa alegría aparente, ese espejismo del paso por la Tierra se diluirá entre vagas sensaciones de tristeza y dolor, de debilidad, de vejez, y su mismo tamaño será más reducido aún, y su cola ya no flameará como lo hacía el cabello de la beldad a quien amó sino que será una cola delgada y corta que irá liberando su energía hasta que a la siguiente vuelta o a la subsiguiente o a la enésima vuelta el cometa furioso querrá proclamar su nombre al divisar la Tierra, querrá saludar desde lejos como lo hacen los grandes cometas pero nadie se asomará a las ventanas, nadie reparará en su imagen, no habrá niños en las calles ni zorros en los campos ni truchas en los ríos, en su lugar efluvios vaporosos, grietas, hedor de volcanes moribundos, caricaturas de bunkers, ruinas de la gran muralla china, y esos pocos meses que han sido últimamente la única esperanza de su vida de cometa, esos meses tan extraños en que pasaba cerca del planeta del amor y de la vida serán tiempo perdido porque sin su amada no hay amor pero sin vida no hay nada, y entonces la turné matemática del cometa se volverá descabellada, necia, incoherente; ni siquiera el Sol se tomará la molestia de tragárselo porque ya no quedará casi nada de su cuerpo de cometa, apenas un kilo o dos de materia que se irá consumiendo con el paso del tiempo, como se consume una enana blanca en la galaxia, un libro en el estante, el metal oxidado, un perro muerto en la basura...

miércoles, diciembre 23, 2009

La multitud

Los rostros desafían a mi memoria en la escalera mecánica del Metro. Mientras la multitud y yo vamos subiendo, otra multitud viene bajando. Los miro uno a uno, hago un esfuerzo por retener todos los rostros. Cuando piso el Paseo Ahumada trato de recordar los que me llamaron más la atención, como tantas veces lo debió de hacer Fellini en las calles de Roma. Surgen uno o dos, tal vez tres. La figura perfecta de un asesino. Un deforme. Un hombre sin dientes. Una dama de lascivia reprimida. Los demás ya han desaparecido, no existen. Y la multitud que venía conmigo se dispersó. De nuevo estoy solo.
Las personas caminan de un lado a otro, como buscando algo de prisa. ¿Quién soy yo para ellas? Al llegar a las esquinas no respetan los semáforos y en el ancho Paseo cada uno construye su propio camino, con senderos, cruces y diagonales invisibles en los que suele triunfar el más rápido, el más fuerte.
Una chica que emerge como una ola atrapa mi atención y mis ojos la siguen hasta que otra ola, la tela de un abrigo masculino, la cubre. Surge de nuevo más allá, desaparece y vuelve a salir de pronto, hasta que el mar se la traga para siempre. Me dejo llevar entonces por un hombre con una cicatriz, por otra chica que dobla hacia Agustinas, por un traje bien cortado, por un perfume, por el acordeón de Enriquito.
Un malestar, producto del exceso de estímulos, se va adueñando de mí. Pienso que si no estuviera aquí y una bomba arrasara con este montón de gente yo no sentiría nada. Descubro que casi lo deseo. Habría menos habitantes y menos problemas. Viviríamos en una ciudad sin esmog, sin tacos, como en las provincias; sin muchedumbre, sin rostros amenazantes, vacíos, violentos. La muerte de mil, de diez mil personas sin nombres y sin historias no tiene mayor importancia.
Yo tampoco importo para ellas. Yo sólo consigo ser alguien en la mesa redonda de trabajo, en el café del frente, en el saludo del quiosquero de la esquina, en las lentejas con queso rallado que me sirve mi mujer y en la ilusión de mi pequeña cuando me pide láminas para su álbum. Aquí en el Paseo estoy solo, pero a mi funeral irán ocho, diez, y eso ya es bueno. Los verdaderos solitarios son los pobres que vagan entre la muchedumbre y hacen de la muchedumbre su hogar. Los locos, los drogadictos, los alcohólicos y los mendigos que duermen a los pies de una iglesia, los que no tienen a nadie y viven del amor que les puede prodigar la multitud.
Sea de ellos el reino de los cielos.

lunes, diciembre 21, 2009

Mirándome al espejo

Tal como lo reflejan ciertos mitos, mirarse al espejo es un acto en último término femenino, porque en su esencia lo femenino es belleza y lo masculino, energía o acción. La belleza es pasiva, ha sido creada, es un fruto que se contempla, se admira y en lo posible se devora; la acción es un toro que acomete, puja y crea, no mira hacia los lados. No por nada el Dios de la Biblia hizo primero a Adán y de su costilla, a Eva. Si la mujer hoy se ha masculinizado y el hombre feminizado, se debe a que la mujer desarrolló su enérgico potencial creativo y el hombre colgó la espada y cayó en la tentación de sentirse objeto digno de contemplación y deseo. Un autorretrato es la síntesis de los géneros.
¿A qué viene todo esto? A que esta mañana asumo mi parte femenina, mi neurótica parte femenina, y parto mirándome al espejo.
Estoy bonito. Me vuelvo hacia un lado y al otro. Me encuentro viril, interesante; si me pintara los labios la imagen sería aún más interesante, por lo grotesca.
El vidrio refleja una mirada certera y la luz del baño no proyecta sombras demasiado intensas bajo los ojos, de tal forma que esas bolsas que me han aparecido últimamente no deforman mi rostro maduro. Definitivamente puedo salir a la calle sin problemas.
En el Metro me veo otra vez y aún me gusto más, porque las ventanas de los carros nuevos proyectan una figura alargada, y yo creo que me veo mejor alargado que normal. Pienso que los obesos tendrán la misma opinión mía al mirarse, castigados como están desde hace décadas por la sociedad.
En el trabajo acudo al baño y al momento de lavarme las manos me topo de nuevo conmigo. Ahora estoy asombrosamente feo, aunque mi esencia no ha variado. Las luces cambiaron, es verdad, y el pelo lavado se me secó. Pero no es eso. Es algo más, indescriptible, lo mismo que hace que no me reconozca en una fotografía o en una grabación con mi voz, a pesar de que todos los demás digan lo contrario. Esto querría decir que yo no soy yo o que el verdadero yo no es tal como yo creo, sino como dicen los otros. Por ejemplo, cuando me miro al espejo ¿soy yo, realmente, o soy quien quiero ser? ¿Esa mirada es la que siempre ando trayendo, o está fabricada especialmente para mirarme al espejo? Yo sé que soy bueno, pero los demás ¿lo saben? ¿Cómo sé con tanta seguridad que los demás son pesados o superficiales, o que son feos? ¿Por qué dictamino sobre la faz de la Tierra y digo este es feo, este es bonito? ¿Acaso los que yo dictamino que son feos se sienten feos? ¿No se sentirán también como yo, bonitos de mañana, feos por la tarde, bonitos en la noche? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan bonitos, bonitas? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan feos, feas? ¿Podría vivir normalmente alguien que siempre se sintiera feo? ¿O la naturaleza impuso para estos casos la fórmula del espejismo? Si fuese así entonces todos, creyéndonos lindos, seríamos realmente feos.
Aunque respondiera a esas preguntas no solucionaría el dilema de este momento. Algo pasó en mi cara que en la mañana era bonito y en la tarde soy feo y posiblemente en una hora vuelva a ser bonito. Los labios sensuales ahora son parte de una boca de poto. Los ojos inyectados de furia se volvieron globos blancos, marchitos, de viejo pusilánime. Las líneas de carácter, huellas de carreta que anuncian la muerte. Y ese pelo, ¡tan blanco!, ya no es el de un galán cincuentón, sino hilos cosidos a una calavera abandonada en un cementerio de provincia.
Tenía nueve años cuando una tarde, apurado entre juego y juego, entré al baño oscuro y me miré al espejo. Anhelaba ser mayor, como los oficinistas del banco, pero nunca crecía: cara redonda, ojos grandes, pelo de chuzo, siempre igual. Chico. Me lavé las manos, me eché agua al pelo y salí de nuevo a correr.
Ese recuerdo me dejó marcado porque logré detener la vida durante unos segundos. Casi cincuenta años después, cumplido el sueño, me pregunto, Hamlet de tercera mano ante el espejo: ¿Era esto a lo que aspiraba de niño?
Pero esa no es la duda. La duda es, llegada la noche, nuevamente solo ante el espejo: ¿Por qué a veces feo y otras bonito? ¿Por qué me miro tanto?

martes, diciembre 15, 2009

¡Huasca atrás!

Por las noches salíamos a esperar las victorias. Subían por Ibieta hacia el centro; venían de la estación, de la Braden, de los bares aledaños a la Braden, de los prostíbulos de Maruri. Me fijaba en sus números, mi favorito era el 53. Cuando cumplí 53 años recordé esos coches de mi niñez y podría decirse que el 2006, entero, fue para mí un año de nostalgia. A los ocho años, mientras esperaba con mis primos la aparición de las victorias, jamás habría imaginado llegar a esa edad. Cuando tuve 18 recuerdo que elaboré una sentencia, nunca supe destinada a qué: vivir más allá de los 40 es gastar oxígeno, todo lo que suceda después de los 40 está de más. Ahora me parece que tener 53 no es ser tan viejo y que los 40 sencillamente son la plena juventud. De haber sabido que los 53 quedarían incluso atrás y se mirarían con envidia y que mis mejores años están siendo precisamente estos, me habría otorgado a mí mismo el título de viejo conformista, que anda demasiado cerca del otro, viejo de mierda. Tal vez con no poca razón.
¿Cuándo se es más feliz? ¿Cuando se aspira a oír el sonido de un huascazo que a la vuelta de la esquina anuncia la aparición de la victoria o cuando se recuerda ese momento?
Hay dos grandes tipos de felicidad. La de una emoción que hace latir el corazón es insuperable, mas la que vivo en este instante, sentado ante las teclas, diría que casi la iguala. Construir frases reviviendo momentos me hace inmensamente feliz, pero esos momentos me recuerdan, oh paradoja, que la vida que provoca emociones está afuera y depende de la relación que surja entre mi persona y las demás, entre yo y los árboles, yo y el lago, yo y el crucifijo, yo y la memoria. Se vuelve entonces al sano aislamiento, lo exterior desaparece y el hombre se consume en sus fantasías.
Sospecho que el lector quiere acción. Y la tendrá. Decía que con mis primos esperábamos a las victorias, de preferencia en las noches de verano. Intercambiábamos frases con el Amadeo y el Mosta, los vecinos de la casa del frente, y nos disputábamos la acera con las cucarachas que salían a ramonear. No nos daba asco pisarlas con las sandalias para ver fluir su sangre blanca, la leche le llamábamos. Sentados ante la puerta veíamos desfilar a los últimos transeúntes con ese paso urgido que suena más fuerte, cuando de pronto nuestro corazón experimentaba un vuelco. Aunque invisibles, las que se oían de lejos eran indiscutiblemente pisadas de herraduras contra el cemento. El destino se decidía al final de la cuadra: el coche podía continuar por San Martín hacia el norte o enfilar por Ibieta hacia el centro. Si pasaba de largo, experimentábamos una ligera frustración; si doblaba, no había tiempo que perder. En segundos estaba ante nosotros y el cochero, que era hombre avezado, adivinaba nuestra intención con sólo echarnos una ojeada. Había que correr detrás, saltar a la suspensión de las ruedas traseras, afirmarse en esa combinación de travesaños y comenzar a disfrutar del viaje hasta un máximo de cincuenta a cien metros, para de allí devolverse al puesto de guardia.
Los cocheros se asemejaban a lo que no debía ser la mujer de César: no eran hombres malos, pero lo parecían. Creo que cuando escuchaban de otros niños el grito "¡huasca atrás!" se sentían obligados a representar su papel. Una de esas noches en que viajaba de contrabando en el soporte, el huascazo me dio de lleno en la cara, pero hasta hoy me suena a un golpe dulce, aunque sorpresivo: el miedo me hizo saltar a la calle y volví lamentándome, sobándome el rostro y haciéndome la víctima, ante la risotada general.
Mi hermano tenía un compañero de curso que era hijo de un cochero. Era como decir el hijo del carbonero. Al hijo del carbonero le decíamos Papá barata y era un niño gordo y feo y extremadamente bueno y dulce, todos lo queríamos. El hijo del cochero creo que se llamaba Toro y su padre lo convertía el día de la fiesta de disfraces en el personaje de la Escuela 1. Lo hacía desfilar sobre un caballo lujosamente ataviado y lo vestía de árabe con joyas y turbante. Los 364 días restantes del año era el hijo del cochero, pero ese día, ante tan desmedida representación, no cabía otra que doblar la cerviz.
Una noche sentimos el ruido de una motoneta. El conductor paró ante nosotros, se sacó el casco y nos invitó a dar una vuelta a la manzana, uno por uno. ¡Era el tío Isidoro!, que pasaba a lucir su nueva adquisición. No era una Vespa ni una Lambretta, sino una más grande, lo que concordaba perfectamente con su estilo.
Cuando llegó mi turno me puse el casco, me agarré a su cuerpo, rugió el motor y salimos disparados. El viento silbaba en torno a mí, la motoneta se tragaba de un bocado al mundo tenebroso que nos rodeaba y amenazaba con matarnos, se inclinaba en las esquinas con real desprecio a las leyes físicas y a la vida, adelantaba fácilmente a las ridículas victorias y de pronto estuve abajo, ante la puerta, intentando pensar en lo que había sucedido.

sábado, diciembre 12, 2009

El hombre mediocre

El hombre mediocre tuvo una casa mediocre, un hogar mediocre, unos hijos mediocres, un trabajo mediocre, un país mediocre. Alguna vez le palmotearon la espalda y lo subieron a un podio, pero cuando miró desde la altura vio a gente como él y no sintió alegría.
Sintió pena.
El hombre mediocre quiso destacar y no pudo, porque era mediocre de nacimiento; le faltaba inteligencia.
Dios, para condenarlo más, le echó algo de sensibilidad en el cerebro y se lo batió bien batido, de tal forma que cuando vino al mundo ya traía una revoltura.
Estaba frito.
El hombre mediocre fue niño alguna vez y como todos sus amigos, soñó con ser grande y luminoso como una estrella. Todos fueron creciendo mediocres y hoy se juntan de tarde en tarde para recordar sus buenos tiempos. Los demás creen que han triunfado, porque son mediocres inconscientes, en estado puro.
Grandes de corazón, ciegos de la mente.
El hombre mediocre está angustiado porque envidia a los famosos y no quiere ser como ellos, porque recibe cariño de su gente pero no se siente bien. Quisiera estrangular a la famosa rubia del Mercedes, pero ¡ay si lo invitara a subir! Desearía comer el pan, beber el vino y luego limpiar la copa con un pañuelo, pero vienen las arcadas.
Está en problemas.
El hombre mediocre hace girar al mundo, levanta las casas, atiende las oficinas, llena los estadios, copa los consultorios y espera en las filas para pagar las cuentas. Desde el púlpito lo intentan convencer de que todos los hombres son hermanos y algo de eso le queda hasta el último cántico, peor, a la salida del templo dos hombres se acuchillan ante la mirada del resto y nadie levanta al muerto; todos huyen despavoridos menos los perros, que hunden sus hocicos en el vientre del cadáver.
El hombre mediocre morirá de una infección al páncreas.