Se vivía de la costumbre y las fantasías, sin sospechar que algo nuevo rondaba en el aire.
Una tarde, a la salida de clases, corrió como pólvora un rumor que nos excitó. Se había organizado una toma secreta del liceo para la jornada venidera y la marca era acudir sin uniforme.
Algo nunca visto. Aire fresco. Raro. Rarísimo.
Una vez comprobada la seriedad del rumor me di a la tarea de seleccionar mis atuendos. Por la mañana vestí una camisa amarilla, corbata morada y chaqueta de lana, lo más elegante de que disponía en el closet, y partí al liceo. El Tonyi estrenó un vestón de tweed, el Tatán un pulóver negro cuello de tortuga y el Pichula Hevia una casaca de cuero que causó sensación.
En el camino me fui encontrando con más rebeldes, lo que confirmó el panorama que se nos venía por delante. Y en efecto, al llegar al liceo constatamos que la reja de entrada estaba abierta. No había inspectores controlando los atrasos, no se oían campanadas y no había clases.
Una explosión de bondad y optimismo me rebasó el alma. Mis ojos veían compañerismo, solidaridad, comprensión, alegría de vivir por doquier; habían desaparecido el castigo y la norma, se respiraba un aire de armonía. Por los patios circulaban algunos profesores choros, codeándose con los alumnos. Y entre ellos se trataban de tú. Parlantes instalados en el techo emitían música del famoso álbum blanco de los Beatles.
Pasaban los minutos; el Tonyi y el Tatán se atrevieron a encender unos Lucky sin filtro y yo me uní a ellos. Hablábamos de cualquier cosa, disfrutando el inédito momento de llevar la vida que llevábamos todos los días fuera del colegio, pero ahora dentro del colegio.
Cerca del mediodía uno de los miembros del centro de alumnos se subió al techo y habló por un megáfono. Recién ahí comencé a entender el sentido de la toma. Se trataba de que el liceo vivía días horribles, se trataba de que la injusticia se había apoderado de nuestro establecimiento y de toda la ciudad, se trataba de que éramos gobernados por entes funestos alimentados por el imperialismo yanqui. El discurso era tan parecido al de los payasos de la televisión que me sentí desconcertado. ¿En qué pueblo, en qué país había vivido hasta entonces? ¿Cómo es que todo pasaba por delante mío sin que me diera cuenta? ¿De qué valían mis buenas notas ante algo así?
La encendida arenga fue premiada con vítores y aplausos. Luego nos retiramos a nuestras casas; había llegado la hora de almorzar. La toma se acabó, las cosas volvieron a la normalidad y nuestro liceo volvía a ser el mismo de siempre.
Días después me sorprendí integrando una marcha de protesta hacia la Plaza de los Héroes, iluso aún, orgulloso de mirar los rostros sorprendidos que nos aplaudían desde las veredas. Era una marcha idealista, como las de Santiago, aunque flanqueada por casas de adobe y acacios rancagüinos. De atrás nos acompañaban algunos profesores, el señor Lillo, el Pata de Guagua, de quienes se decía que despreciaban el sistema. Marchábamos arrogantes y felices hacia el monumento al Desastre de Rancagua, la estatua de O´Higgins que galopa sobre los soldados realistas.
De un segundo a otro irrumpió frente a nosotros una brigada del Grupo Móvil de Carabineros y desintegró el desfile. El ataque de los uniformados, las bombas lacrimógenas y las lumas en ristre sembraron el pánico en la masa, seducida por la fascinante brutalidad del poder. En mi fuga por una calle lateral salté a un antejardín y me escondí detrás del medidor de agua, rogando que no me vieran los perseguidores. Pasado el peligro volví caminando a mi hogar, en calidad de víctima de la injusticia.
Esto no puede ser -pensaba-, esto no lo había vivido nunca en cuerpo y alma, creía que cosas como estas solo pasaban en Santiago.
Corría el año 1969, los tiempos le abrían las puertas a un futuro cercano de discordia y terror. Y mi pequeño pueblo, mi pequeño mundo, ya no estaba ajeno a eso.
1 comentario:
Cuando cae una piedra y golpea las ondas antes o después nos llegan y todo dentro de nosotros tiembla.
Un abrazo
La Lechucita
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