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martes, octubre 11, 2022

Una pradera de pasto seco al filo de la tarde

I
En una pradera de pasto seco al filo de la tarde dos quiltros me salen al camino. Cuesta distinguirlos del paisaje amarillo que anochece. En la falda del cerro se oyen voces de arrieros, los dueños de los perros. Tal vez hayan sido mandatados para morder, aunque me asalta el buen presentimiento de que no les harían caso; parecen pacíficos. Si mordieran, la pierna está lista para dar la patada; eso equivaldría a una de esas interrupciones violentas de los sueños a las que ya me he acostumbrado. Paso, sin embargo, por el lado de los quiltros, y no me han hecho nada; ni siquiera me han ladrado. Pero han estado a punto. En el fondo fui yo quien los hizo aparecer y les otorgó un papel tan secundario, ignoro la razón.
¿Qué hago en un campo abierto como ese, cayendo la noche, un campo parecido al de las películas de cowboys? 
Cómo no amar los sueños, si son capaces de llevarme a mundos que no por haber habitado tantas veces dejan de ser imaginarios. En este caso el mundo me transmite la sensación... no es una sensación de soledad ni de vacío... ni de angustia, sino de... atención al porvenir, de mansa alerta. Una ancha pradera del far west al caer la noche, dos perros de escaso poder intimidante pero que aun así podrían atacarme, unos misteriosos arrieros de los cuales solo oigo el rumor de sus voces a la hora de la cena.   
Subo la montaña por las rocas a la peor hora. Mi mujer grita mi nombre, viaja a caballo en una expedición que me adelanta por el sendero ascendente. Para ellos el viaje es más fácil que para mí. Yo debo sortear o saltar o caminar sobre las rocas; ellos no, y parecen tener además un propósito, nunca se ha visto que una expedición salga de aventura sin motivo. En cambio... pareciera que a mí no me espera objetivo alguno detrás del horizonte. 
II
Una toma desde atrás, un pequeño salto en el tiempo. 
Ya he sorteado la colina rocosa, aunque me las ingenié para encontrar un paso a menor altura. Ahora bajo por el camino oscuro junto al grupo que llora la repentina muerte de la pareja. La estudiante que va a mi lado se deshace en lágrimas, son tantas que mi espíritu la abraza y le ofrece algún consuelo. Le pregunto si son los del camping y asiente. ¡Qué horrible tragedia! Desde luego que yo los conocía, pero ahora mismo no los puedo recordar. 
La liceana comienza a revelarme su verdadera faceta; demasiado contacto de un cuerpo que parece mandarse solo, risitas que van surgiendo de las lágrimas. Me separa del camino, me lleva de la mano, abre una puerta, se levanta la falda y me pide que la chupe. Lleva un calzón blanco con rayas negras diagonales. Es momento de decisiones. Sospecho que no está afeitada y que huele. Decido seguirle el juego. Busquemos un baño, allí hay uno, entremos.
Del retrete sale una mujer y nos mira. No se me ocurre ninguna coartada, cómo le explico el pecado que estamos ideando consumar. Nos hacemos los desentendidos y buscamos otro baño, pero ya veo que ingresan más personas; no habría manera de proceder tranquilamente, a nuestras anchas.
III
Ahora, una perspectiva en plano general; no esos grandes planos de David Lean, sino más acotados.
La compañía esotérica de teatro ofrece su función nocturna al aire libre en la meseta. Unas actrices en fila de faldas hasta el suelo levantan antorchas; debo evitar a esas mujeres, bajar de esa explanada de tierra hacia el camino original. La cordura aconseja escapar de aquel misterio. Me guía Gustavo Navarrete, que ha venido a dar una vuelta desde las tinieblas y trota como arlequín. Ya falta poco, ya vamos llegando.
IV
En las lindes del pueblo cruzamos una fonda; los campesinos beben jarras de vino en las mesas, bajo una luz mortecina. Hay ambiente de término de fiesta. Entre ellos, casi a la salida, veo al pasar a dos hombres de pie, notoriamente más alto el uno que el otro. El más bajo se deja besar con sumisión, entregado al poder que se desprende del más alto. Es un beso en la boca, los labios pegados de frente; el alto lo afirma de los hombros y el bajo lo abraza por la cintura, el cuello inclinado hacia arriba. La escena nos hace devolvernos. El hombre alto se pone detrás del bajo, que accede, con los ojos vidriosos. La vulgaridad y el instinto. La posesión y la entrega. 
El hombre frota a su esclavo en público, con la ropa puesta; su cara desencajada busca una brutal satisfacción, la misma ansiada por los perros, sin saber que jamás la logrará, porque no es enteramente dueño de su historia. Su historia y su vida tienen un límite, y ese límite acaba de hacerse realidad.

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