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martes, noviembre 15, 2022

La Menita

Llegamos a Cartagena; nos recibió el tío Rodolfo, adentro estaba la tía Virginia. 
El tío Rodolfo siempre lució el semblante de un hombre satisfecho de la vida, materializado en la combinación de una sonrisa eterna, los párpados caídos, la piel brillante y las mejillas coloradas, una saludable obesidad y el pelo blanco echado hacia atrás. Era empleado del Senado, un puesto que infundía respeto, admiración y cierta envidia entre sus hermanos, de quienes se podría decir, sin menospreciarlos, que no les había ido tan bien en la vida como a él. El tata Lucho era cariñoso y adorable, pero perdía sus cosechas jugando en el casino de Viña del Mar; la tía Olga vivía de un puestecito en la calle San Borja, cerca de la estación central; la tía Laura ejercía de maestra en Codegua, donde se casó con el tío Rigo, un avaro empedernido que contaba los racimos de uva de su parrón y que labró su pequeña fortuna comprándoles el trigo en verde a los campesinos de la zona. La tía Olga tenía un hijo; de grande adoptó el nombre de fantasía de Ítalo Riccardi y llegó a ser un famoso y reconocido actor de teatro. Lo de famoso y reconocido lo pongo yo, porque es sabido que los actores, el noventa y nueve por ciento de los actores, dan la vida arriba de las tablas para que a la salida los espere un cuchitril.
Esa mañana en Cartagena entré al jardín de la casa del tío Rodolfo, un pequeño espacio cercado por un muro bajo de cemento enmohecido. Un abejorro volaba de flor en flor; el paisaje estaba lleno de esa luz del mediodía que hiere los ojos. Por la tarde la playa se nubló. En la arena gris un grupo de hombres en trajebaño afirmaba una cuerda que iba a dar dentro del mar, cuerda de la que se agarraban las mujeres y los niños que no sabían nadar.
Calculo que esto debió de ocurrir en el verano de 1959, cuando veraneábamos en la casa de El Tabo que nos prestaba la tía Ana. Por las noches me deleitaba escuchando por la radio los partidos del Mundial de Básquetbol que se jugaba en Chile. De esas vacaciones recuerdo además un tambor oxidado, lleno de agua, afuera de la casa, protegido del viento por una pared amarilla y verde y al que le daba el sol de lleno. Uno de esos domingos habremos ido a la casa del tío Rodolfo. 
Los recuerdos lejanos constituyen un misterio. Nadie ha logrado explicar por qué imágenes tan sencillas como las que acabo de narrar perduran en la memoria, mientras miles de otras mucho más importantes se esfuman. 
El tío Rodolfo y la tía Virginia vivían en el paradero cinco de la Gran Avenida; la de Cartagena era su casa de veraneo. Tuvieron una sola hija, la Menita, una rubia preciosa de ojos verdes que mimaron y cuidaron como un tesoro. Rodolfito, el otro hijo, había muerto de tifus a los seis años, tras beber agua contaminada en un paseo a Codegua.
Desde su perspectiva de niña bonita y mimada, la Menita desarrolló una filosofía simple de la vida, que al parecer le dio buenos resultados. De mayor les aconsejaba a sus hijas de no más de diez años: "cásense con un hombre que tenga harta plata y un pico grande". Eso se sabe porque ella misma lo comentaba en las tertulias familiares, de modo que no se trata de una infidencia. Sus palabras llegaban a nosotros de la boca de mi mamá, quien las transmitía con estupor y una risa nerviosa. El marido de la Menita era un oficial de Carabineros apodado "pico de oro" entre sus camaradas de armas. Usaba un bigotillo, era rubio, atlético, apuesto y seductor, y la poca ley que había en los tiempos de Pinochet se la saltaba olímpicamente. No era millonario, pero sabía usar sus contactos y su poder hasta un poco más allá de lo permitido. Fuimos testigos con mi polola, hoy mi esposa, del día en que condujo a puñetazos hasta la prisión a un campesino que reclamó porque alguien se había saltado una fila, sin importarle que el hombre estuviese acompañado de su mujer y su hijita. Durante unas vacaciones de invierno fuimos a visitarlos a Villa Alegre, una pequeña comuna donde las fungía de reyezuelo. Una de esas tardes de hastío típicas del centro sur, calles vacías y barrosas, frío que cala los huesos, humareda de braseros, invitó a mi padre al calabozo de la comisaría para asustar a los presos. Por entonces mi padre usaba gafas de sol y un mostacho que le caía por los lados, al estilo mexicano; o sea, pasaba fácilmente por agente de la Dina. Contaba más tarde que se paseó frente a los presos con las manos enlazadas por la espalda y sin decir una sola palabra, mientras el reyezuelo les advertía que confesaran sus delitos, "porque el juez -y doblaba la cara hacia mi padre- los vigila muy atento". A mi viejo le causó cierta gracia la aventura, porque sabía que era una aventura inocua y sobre todo porque su amigo el oficial lo había elevado a un rango de poder, pero luego se excusó de repetir la experiencia. Tiempo después, jugando con mi polola a otro juego, el juego de la verdad, le pregunté si le gustaba alguno de mis parientes. Luego de pensarlo un poco me dijo que sí, el marido de la Menita. La boca se me puso amarga, no esperaba esa respuesta, se trataba del mismo personaje que decía detestar con toda su alma por haber usado la fuerza bruta contra un pobre hombre que había hecho un reclamo justo.
Pasaron los años, murió la tía Virginia; la Menita se sentó en la primera fila de la iglesia, vestida de negro; el velo dejaba entrever sus ojos verdes enrojecidos por el llanto. Al momento en que su marido y otros hombres vigorosos iniciaban el desplazamiento del ataúd hacia la calle, la Menita se colgó del cuello del tío Rodolfo, llorando a mares. Una escena estremecedora, pero los que estaban cerca oyeron su súplica. "Papito, papito, se fue mi mamita... se murió mi mamita... papito... deme la plata para cambiar la citroneta por un peugeot, porque está muy vieja y nos quedó chica... papito... se fue mi mamita...". 
El peugeot 404 apareció semanas después frente a su casa. 
Andando el tiempo la Menita y su familia se trasladaron al norte. Su marido había ascendido a coronel. Pudo haber llegado a general, de no mediar los celos que una chica veleidosa, una de sus tantas conquistas, le hizo brotar en las entrañas. Desapareció durante dos semanas, nadie sabía de él; la había raptado y la mantenía cautiva en una garconniere, para que nadie la gozara más que él. La institución consideró que se había pasado de la raya y lo llamó a retiro. No ocurrió nada más que eso.
Cerca de los setenta su carácter y sus pasiones se templaron. Una noche despertó en la cama, tironeó a la Menita, quiso decirle algo y se fue del mundo. 
Viuda, un estado inusual, raro, desacostumbrado para ella, la Menita halló consuelo en su mejor amiga, que la visitaba muy seguido junto a su esposo, un respetable y exitoso empresario del rubro de la salud. No transcurrieron ni seis meses cuando de un día para otro le levantó el marido a la amiga y la candorosa mujer se quedó haciendo pucheros. Hoy, ya bien pasados los ochenta, a la Menita y su nuevo amor se les puede ver paseando por Reñaca y por el mundo, disfrutando de lujosos resorts y aprovechando hasta el último suspiro las cosas buenas que ofrece la vida a quien las quiere tomar.

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