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lunes, junio 23, 2025

Dos mujeres

Hace varios años, no menos de diez, fui testigo de un diálogo que esta mañana, leyendo una novela de Poli Délano, se me vino a la cabeza.
"Encontré el lugar ideal a pocos metros de la escalinata del Museo de Arte Contemporáneo..." fue la frase del novelista que despertó mi recuerdo. No puedo, antes de pasar a mis dos mujeres, dejar de deslizar un pincelazo sobre Délano. Cuando trabajaba en "Las Últimas Noticias", y a raíz de un desencuentro con mi jefa de entonces, fui a dar al oscuro pozo del turno de la noche, donde logré sobrevivir durante seis años. No me eché a morir; al contrario, decidí aprovechar las mañanas para estimular mi dormida vocación de escritor en un cibercafé del centro comercial Madrid, en la plaza Pedro de Valdivia. Uno de los libros de mi autoría que más quiero (porque los libros son como los hijos, se les quiere, se les cuida, se enorgullece uno de ellos o se lamenta en silencio de sus defectos) se gestó enteramente en dicho local; incluso uno de sus cuentos se inspiró en él, de tal manera que al final del día, como reza el lugar común, traduje el infausto hado como una oportunidad, un regalo de la vida.
Acabado el rapto diario de inspiración, de no más de una hora y media, solía trasladarme a un café restaurante ubicado a pasos del edificio, en plena esquina, al lado de la Hacienda Gaucha, donde ordenaba un expreso y un trozo de kuchen, casi siempre añejo. Todos lo llaman Café Hemingway, seguramente por el gran póster del escritor norteamericano que adorna uno de sus tabiques; pero que yo sepa, en el frontis no hay un letrero con su nombre, sino un gran número, el 511. En tales ocasiones veía sentado a menudo al escritor chileno, digo a Poli Délano, delante del póster de Hemingway, integrando un grupo masculino en torno a una buena conversación y unos combinados. Al fundirse su imagen con las de los demás habitués y la de Hemingway, esta se desdibujaba. Pero un día estaba solo, y entonces mi capacidad de concentración se volcó hacia él. 
Délano adoptó una forma de sentarse y de mirar acorde con los personajes de sus libros. Hacía chocar el hielo en su vaso de whisky doble, enviado a su mesa por quien parecía ser su amigo, el dueño, de lo que desprendí que el consumo era gratuito. Fue la única vez que estuvimos tan cerca el uno del otro y no voy a decir que se pareció al encuentro de Wittgenstein con Popper, porque la sola sugerencia me vestiría de arrogante y desatinado. Lamenté más de una vez el desaprovechamiento de esa ocasión; pudimos habernos conocido, habríamos hablado de literatura. La misma sensación me generó la partida de este mundo de Germán Marín, con quien sospechaba que había ciertas afinidades internas, o de estilo. Por esos días no sabía nada de Poli Délano, aunque lo ubicaba perfectamente. Lo hacía representante de esa prometedora generación de autores de los tiempos de la UP, como Skármeta, Dorfman, Manns y otros, aunque no había leído una sola línea de lo que había escrito, por lo que desde ese punto de vista mi acercamiento habría sido inadecuado, el de un odioso majadero que a toda costa debe ser evitado. En la mesa, que miraba hacia afuera del local, hacia la plaza, adoptó una postura escéptica, levemente amargada, pero decidida, la de un personaje de novela negra. Creo recordar que vestía una camisa floreada de manga corta y que una pulsera de oro rodeaba una de sus muñecas, así como un grueso anillo de oro uno de sus dedos. Puede que me equivoque; también conservo su imagen vistiendo una casaca de gamuza con flequillos en los brazos, señal de que no estábamos en primavera o verano. Su cuerpo grueso y compacto, de baja estatura, sus ojos claros, su pelo fuerte y su bigote recortado le otorgaban una guapeza innata; lo asocié con el físico y el carácter de mi tío Mario, una persona a la que admiré por su fuerza de palabra, su sentido del humor y su arrojo, todo muy en sintonía con la figura galante del Roto Chileno en contraposición con la del poeta lánguido y melancólico. No leía, no buscaba conversación con nadie; solo eran él y su whisky doble, que desde la caja mandaron rellenarle por segunda vez antes de que al cabo de un rato decidiera marcharse, de modo que el que vi no era de esos clientes que se rinden a los desafíos del día en la mesa de un bar. Hoy, a juzgar por los dos libros que le he leído, me felicito de no habérmele acercado. Perfectamente podríamos haber terminado peleando a combos, o yo esquivando uno de sus arrestos, así de apasionados se tornan sus personajes luego de haber bebido unas copas, me temo que son el reflejo de lo que en vida fue el escritor que admiró a Bukowski y al mencionado Hemingway.
Creo que me desmedí en el paréntesis. Ahora me da la impresión de que mis dos mujeres van a pasar a segundo plano; tal vez es mejor que así sea.
Paseábamos con Patricia por el Parque Forestal; era uno de esos domingos santiaguinos en que no se sabe si la luminosidad ha decaído por las nubes o el esmog. El cuerpo nos ordenó sentarnos; elegimos un escaño ante el frontis del Museo de Bellas Artes, cercano a la escultura de Rebeca Matte. En el banquillo adyacente se desarrollaba el diálogo al que he hecho mención. Una hija discutía con su madre. Se hacía evidente que tenía ganas de contradecirla en todo; era culpable de sus males, sus desdichas, infortunios, pobres decisiones. La madre no le iba en zaga. No solo le replicaba, sino también la culpaba de sus propios fracasos, todo en un tono amenazante por parte de ambas. A los pocos minutos se nos hizo claro que estábamos en presencia de la parodia de un drama, una repetición de la obra que con toda seguridad venían encarnando durante tiempos inmemoriales ante una platea vacía. Eran dos perdedoras, de eso no cabía duda; sus atuendos y sus palabras de limitado alcance dejaban traslucir un olor a estrechez económica, a pensión alimenticia, a casa de población, a pequeño y sombrío departamento céntrico, compartido día y noche por ambas, años de años.  
La hija escuchaba, o se hacía la que escuchaba con ansia los argumentos de su madre, solo para volver a contraatacar. La madre recibía con fruición sus venenosas palabras y parecía que la lengua viperina se le hacía agua al reaccionar con flechazos hirientes antes que comprensivos, pero no tan hirientes como para dar por cerrada la pelea -porque eso era, una pelea- sino hirientes en la medida de lo justo, hirientes para ocasionar daños leves, y sin embargo profundos.
No me nació el deseo de comentarlo con mi esposa; lo cierto es que me iba sintiendo intranquilo. Pensaba cuánto tiempo habían perdido esas dos mujeres en la vida; cómo el destino parecía estar ya escrito para ellas. Una dolorosa piedad, nacida ante la constatación de lo irreparable, de aquellas fuerzas desconocidas que destruyen las almas, se apoderó de mi espíritu.
Con el pasar de los minutos la discusión fue amainando. Los argumentos de ambas partes comenzaban a retrotraer a sus orígenes y ambas, al mirarse de reojo, se sentían fastidiadas, frustradas de no haber podido desenredar el nudo, pero sobre todo de no encontrar argumentos nuevos que le devolvieran la vida a esa pasión malsana.
No recuerdo si fuimos nosotros quienes nos levantamos primero del asiento o ellas; el hecho fue que asumimos que era hora de volver a casa.
La madre habrá tenido unos sesenta y cinco años; la hija unos cuarenta.

sábado, junio 21, 2025

El peso del dinero

He despertado con desasosiego tras un sueño del que tardé varios minutos en sacudirme, hasta que fue pasando, se fue mezclando con los demás hechos cotidianos de la mañana, fue perdiendo fuerza, no tanta como para quedar sepultado en la memoria ni para renegar de la tentación de pasarlo en limpio.
Caminaba por una vereda cualquiera cuando tomé conciencia de que a varios de mi equipo, de mi sección, de mi oficina, estoy que escribo de mi calaña, les habían hecho un recorte en sus sueldos. Ya había oído la noticia y no le había dado la importancia que merecía; ahora surgía diáfana, debería decir opaca, ante mi ser transitando una vereda.
Cañas, mi jefe superior, me salió al encuentro con sus brazos abiertos y nos dimos un gran abrazo. Yo ya era un ex empleado, me había jubilado "por la puerta ancha", de modo que nuestro abrazo sonó a sinceridad y a un afecto recíproco.
-¿Ya te dieron la noticia?
-No. Algo he oído. ¿También estoy entre los afectados con la rebaja de sueldo?
-Sí.
-¿Es una rebaja importante?
-Sí, lo lamento.
-Ahora me las tendré que arreglar como sea.
-Lo siento. Pero no desesperes; mándame una solicitud.
Quizás recuerdo tan bien el sueño por el giro prometedor que empleó el representante de la empresa, Cañas. Mándame una solicitud. Textual. Me lo dijo mientras se alejaba, dejándome solo en la calle.
Comprendí que el recorte involucraba una inyección de esperanza: me quitan cien y me devuelven setenta; vaya, no es tan malo después de todo, aunque me seguía pesando la jugada maestra.
En el sueño no lograba discernir que ellos ya habían dejado de ser dueños de mi sueldo, que no dependía de ellos subírmelo, mantenérmelo o bajármelo. El sueño, pues, tenía a otro destinatario como enemigo. Capté, mientras me preparaba el desayuno, que se acercaba el recálculo anual de mi pensión, pero sobre todo, lo mucho que pesa el poder del dinero en mi estado de ánimo.    

jueves, junio 12, 2025

El último eslabón de la Jec

Los pueblos suelen subvalorar, por no decir compadecer, menospreciar o hasta despreciar a sus hijos anómalos, pero dicta la casualidad que a la hora de iniciar el viaje al más allá los recuerdan, los aprecian, los homenajean. Es como si en ese momento la gente reconociera una deuda invisible, una grandísima culpa ante esos personajes insanos, deschavetados, de los que cuántas veces se mofó. Me viene a la memoria el caso de Juanito, el ermitaño de Las Chilcas, un pobre hombre que entró en conflicto consigo mismo y en venganza decidió quitarle el saludo al mundo, recluyéndose durante años en una cueva a la orilla de la Ruta 5 Norte. Pues bien, no hizo más que morirse para que el cercano pueblo de Llay Llay, que alguna vez lo tuvo entre sus habitantes, se desbordara para despedir sus restos, con la iglesia a tope. Lo afirmo con conocimiento de causa, ya que ese día me tocó reportear ese funeral para el diario al cual le prestaba mis servicios. Valga esta pequeña introducción a propósito del deceso de Matilde Marchant, noticia que me llega a través de mi primo Miguel, quien la recogió de las redes sociales.
Matilde Marchant es un nombre que no me decía nada hasta... que vi la imagen de Sonia la Única, acompañada de un breve mensaje de Facebook en el sitio "Fotos Rancagua Antiguo".
"Nos informan que ayer miércoles 11 de junio, lamentablemente falleció la señora Matilde Marchant, quien siempre vendía números de la lotería a la salida del Banco Chile de Independencia esquina Campos...", dice el mensaje.
Un breve paréntesis. Pocos recuerdan hoy que Sonia y Myriam fue un dúo de hermanas, oriundas de Valparaíso, que triunfaron con sus canciones en Latinoamérica en los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Hacia el final de su carrera, disuelto el dúo, Sonia continúo lanzando éxitos en solitario con el nombre artístico de Sonia la Única. En honor a ella, Matilde Marchant fue bautizada por los jecistas rancagüinos como Sonia la Única, cuando los años sesenta entraban a su segunda mitad. Según la tesis de mi hermano, Víctor, el apodo surgió porque le gustaba cantar en las reuniones que tenían lugar en el viejo pero acogedor edificio de la Juventud de Estudiantes Católicos, Jec, en la esquina de las calles Estado y Campos, edificio que disponía de salas de reuniones que confluían en un salón de actos coronado por un escenario y al que al fondo, o detrás de la pared del escenario, se le agregaba un patio que hacía las veces de cancha de baby fútbol y de sitio para fiestas al aire libre. Allí, junto con todos nosotros, Sonia la Única vivió sus días de gloria.
¿Quién era, o más bien -penoso es confesarlo- qué era Sonia la Única para los jóvenes jecistas de entonces, frutos rancagüinos de una semilla esparcida en todo Chile años antes por el Padre Hurtado, merced a la notable mediación del cura Miguel Caviedes? 
Un bicho raro. Pero simpático. Querible. Una muchacha de nuestra edad, tal vez un poco mayor que algunos de nosotros, con un casi imperceptible retraso y un estrabismo perceptible de lejos, que no se nos parecía en nada. Nosotros estudiábamos en el liceo o en la escuela técnica; ella no iba al colegio. Nosotros proveníamos de familias de la clase media, familias bien establecidas en su mayoría, familias con papá y mamá, familias con casa propia o arrendada; de ella no se sabía mucho. Nosotros éramos normales; ella era anómala. En suma, no era de los nuestros, pero compartía siempre con nosotros, hombres y mujeres, ya que la Jec en cuanto a género era un movimiento mixto. No participaba de las citas privadas a corazón abierto, en las que confesábamos nuestros miedos y esperanzas con el telón de fondo de la lectura de los evangelios y una once con quequitos horneados por las chiquillas en sus casas. No estaba incluida en esas ni en otras reuniones especiales, muy a su pesar, porque no era socia, no era miembro oficial, por llamarlo así, ya que esas categorías no existían, en la Jec era todo tan abierto e informal que a nuestra corta edad, catorce, quince, dieciséis años, hasta nos dejaban fumar. Excluida y todo, la Sonia rondaba, sapeaba, se apegaba cuanto fuera posible a los encuentros organizados por el padre Caviedes y el frater Nano Muñoz, y qué decir de las misas, donde se ubicaba en las primeras filas. No era una de nosotros, pero formaba parte de la Jec. En palabras simples, era algo así como una oyente de la Jec. Y todos la aceptábamos, la respetábamos y la queríamos, asumiendo la línea divisoria, menos ella que nosotros.
El tiempo fue pasando; la Jec se desintegró dentro de la misma oleada que desintegró al país. El sentimiento cristiano trocó por el sentimiento revolucionario, lo que conllevó naturalmente la consecuencia de que no surgieran camadas nuevas, consecuencia derivada de la realidad palpable de un proceso desgastado. Los jecistas veteranos, a esa altura exjecistas, se vieron enfrentados de pronto al dilema de los estudios superiores o del trabajo, y cualquiera de esos desafíos cuesta un montón, suponen dolores de cabeza, ingratitudes, cargas desconocidas hasta entonces, sin mencionar los resultados que conlleva el matrimonio, con hijos que toman leche, se enferman y llegan a la casa con una desmedida lista de útiles escolares en el mes de marzo. 
Así, como es natural, los ideales de juventud se fueron olvidando, esfumando en el mar de los recuerdos. De modo que la Jec pasó a ser en Rancagua un sentimiento de nostalgia, la fragancia lejana de un día que fue mejor, el día de una adolescencia alimentada por el deseo de hacer el bien y ayudar, compartir con el prójimo. Cada año, luego cada dos, tres, cinco años, se levantó un campamento de fin de semana coronado con una misa oficiada en la ladera de un cerro doñihuano por el padre Caviedes, en la que los exjecistas volvíamos a ser jóvenes y en la que Sonia la Única era cuasi organizadora, mensajera de la buena nueva con semanas de anticipación y participante fija.  
Para nosotros pasó a ser un lindo recuerdo que se fue desdibujando con los años, la Jec. ¡Qué tiempos, hermano! Para la Sonia se convirtió en una sagrada obsesión, en el ancla de una vida de sufrimientos y miserias, en el puente de los olvidadizos e incomunicados.
-¡Hugo, Hugo!, me gritaba desde su puesto de venta de boletos de lotería, en calle Independencia, al divisarme de lejos. Por esos días, en mis visitas a Rancagua, mi ciudad natal, yo solía pasear con mi tía Mireya; nos gustaba recorrer las calles céntricas, terminar el paseo en un café y luego volver a almorzar a la casa de calle Ibieta, sinónimo de días de infancia. La Sonia sentada en un piso y nosotros de pie; ella gorda, desaseada, con un bigotillo bajo la nariz y la visible ausencia de varias piezas dentales, deploro describirla de esta forma pero mi estilo me obliga a hacerlo; nosotros limpios, decentemente vestidos y con nuestras caries tapadas, conversábamos algunos minutos, acercamiento al que yo ponía fin cuando le depositaba un billete en sus manos; esto no lo digo por ostentar de generoso, sino porque con el tiempo su llamado a grito pelado me sembró la duda de si era para darme las noticias que siempre me daba, relacionadas solamente con la suerte que vivía uno u otro jecista, o para recibir una propina por dármelas, así de desconfiado me he ido poniendo con los años.
Los encuentros se espaciaron cada vez más y las noticias fueron cambiando. Los nacimientos de hijos se transformaron en nacimientos de nietos; los matrimonios en separaciones, los triunfos laborales en jubilaciones, la fuerza en enfermedades; la vida, en muerte. Últimamente debo confesar que al divisarla a la distancia atravesaba la calle, creyendo advertir con el rabillo del ojo cómo su cara parecía voltearse hacia mi evasiva figura. La verdad es que ya me importaban bien poco sus historias. 
El movimiento se había disuelto a su pesar; Sonia la Única agarraba los hilos que quedaban y trataba de unirlos, sin éxito. Estaba escrito que las parcas que vigilan a los humanos desde lo alto algún día le tenían que cortar el suyo. No estaba en el plan de los dioses, sin embargo, que de paso se llevara a la tumba lo poco y nada que quedaba de la Jec. Eso fue lo que se sumó al obituario el pasado 11 de junio.  

lunes, junio 09, 2025

Morning has broken

Las palabras al vacío han quedado atrás; la noche y su manto de incertidumbre han dado paso al día luminoso. Hecho el aseo, hecha la cama, ejercitado el cuerpo, consumido el desayuno, lavada la loza, leídas las noticias, pasado por el baño, le das la cara al mundo. No más abrir la puerta de la cabaña te invade una sensación de optimismo, ya sea esté lloviendo o haya sol, como es el caso de esta mañana, un sol que apenas eleva el termómetro a los dos o tres grados Celsius. La mañana rompió hace rato; para ti rompe ahora, y una bandada de cientos de loros te acompaña desde arriba. Montados sobre las ramas de los árboles gigantescos que limitan con la parcela del frente, de pronto alzan el vuelo ante una orden invisible y oscurecen el cielo entonando un coro hitchcockiano.
No puedes dejar de pensar, por efecto comparativo, en lo escuchado hace cinco minutos a través del celular; esto es, inmediatamente antes de abandonar la cabaña para dirigirte a leer y degustar un buen café en la biblioteca. Tú te levantas optimista, todo lo alegre que puedes llegar a ser, y ese pobre hombre del que has escuchado su historia se levanta para seguir muriendo, resignado y resuelto en acabar con su vida. ¿Cómo estuvo su fin de semana, Pauli? Muy bien, don Sergio. ¿Cómo están los nietos? Muy bien. ¿Y la Cata? Muy bien, aprobó el semestre y salió a celebrar el sábado, pero ya no se acostumbra al carrete, ahora llega a la casa y se pone a estudiar. ¿Y Rolando? Ese no tiene vuelta, don Sergio. El otro día llegó a vernos a la casa y cuando le abrí la puerta me dio susto, está re flaco. ¿No está viviendo con ustedes? No, ya no, ni sé dónde vive; hasta perdió el trabajo. Imagínese que cuando salió del hospital lo fueron a buscar de la constructora para que siguiera trabajando con ellos, y no hubo caso. ¿No sería mejor que viviera con ustedes? No. Cuando con la Cata salíamos a trabajar y los niños estaban en el colegio lo pillamos que entraba amigos a la casa y se largaban a tomar. Nos dio susto por los niños; entonces le quitamos la llave de la reja, eso sí que le dejamos la de la puerta, pero ya no viene. Yo creo que se va a morir ligerito, él se lo buscó.
Alabado sea el canto de los pájaros, como si fuese el primer canto; alabada sea la mañana, como si fuese la primera mañana de la creación. Escribes esto porque en tu auto suena el tema, no en la voz de su autor, Cat Stevens, sino en la de Roger Whittaker, no sabes a ciencia cierta si fue la coincidencia de oír esa canción al salir de la cabaña la que te impulsó a escribir estas impresiones o fue la contradicción entre las mañanas que rompen de manera diferente para cada una de las almas bendecidas por el creador, la tuya y la del pobre Rolando, por ofrecer un ejemplo.
La voz de Roger Whittaker te fue regalada por la radio El Conquistador y su programación de los tiempos de oro de Lorenz Young, o Lawrence Young, voz original de "Solos en la noche". Por esos tiempos solías esperar con cierta ansia la "Reunión musical selecta" para disfrutar de un género que tomaba la posta de la música rock en tus oídos, a la vez que gozar del tono grave, sereno, ausente de emoción y por lo mismo, inolvidable del presentador de dicho espacio, Hernán Belmar. De Whittaker encontraste el cd con sus grandes éxitos en la Feria del Disco y te lo llevaste a casa, donde fue repudiado por tu familia, lo encontraron almibarado, aburrido, pasado de moda; tú tratabas de tocarlo en las grandes reuniones y saltaban las pifias, parecidas a las del programa que hasta hoy repite esa radio en las horas previas a la Nochebuena, con música navideña y la voz grabada de Young para darle cuerpo a los "Soliloquios de Belén", de Giovanni Papini, es increíble como el tiempo puede ser eterno en la radio.
Otro día lo llevaste a la casa de tus padres y tu padre se sorprendió, emocionado, hasta recuerdas el suspiro que lanzó, al oír Mammy blue, que figuraba entre los temas.
Ya no estás escribiendo cuentos, ni siquiera crónicas; ahora te ha dado por las impresiones casi fotográficas de los hechos que te acontecen cada día, como si eso tuviera alguna importancia. O es tu sensación; tal vez no sea tan cierto, tal vez las tramas de los cuentos duermen y broten a la luz cuando acabe este invierno, que ni siquiera ha comenzado...

viernes, junio 06, 2025

Recital de piano

Liszt se escribe así, con ese zeta, pero cuesta un mundo memorizarlo. Años atrás, el editor Andrés Braithwaite, a la vez que amigo de Bolaño un maestro en el arte de la rigurosidad y la corrección fina, se acercó a mí y me preguntó cómo se escribía Liszt. Alguien le había contado de mi afición por la música clásica, lo que a sus ojos le otorgó a mi persona el carácter de fuente confiable, por supuesto que inmerecidamente, ya que apenas sintió mi vacilación detectó sin dramas de ninguna especie que me había pillado en falta; después de todo no era importante, para eso estaban los libros, la internet, tanta otra fuente verdaderamente confiable, aunque nunca se sabe, dicen que se han visto muertos cargando adobes. El hecho es que como nunca me lo había preguntado yo mismo, como nunca me había visto en la necesidad de escribir su nombre en alguna de mis crónicas, me rendí ante el apellido del húngaro con un "no estoy muy seguro, creo que es...", "no importa -me salvó él mismo- ya lo averiguo". Para mis adentros quedé como la carabina de Ambrosio; era mi oportunidad de elevar mi status ante su figura y calculé que pasaría demasiado tiempo antes de tener otra, como ocurrió.
En algún momento del concierto tuve que haber pensado en eso, en escribir sobre eso, porque para empezar, percibí que llevaba muchos días sin tirar las manos y para seguir, el concierto me estaba resultando algo aburrido. No es que Liszt sea aburrido, es que a mí no me enciende su música, como me enciende la de Chopin, la de Schubert, hablo de piezas para piano, de lieder. El año antepasado "La bella molinera" me arrancó lágrimas en este mismo teatro, lo confieso sin vergüenza y sin alarde alguno de sensibilidad; lo confieso como un hecho de la causa. Las cuatro baladas de Chopin me hacen sentir, especialmente la número dos. Liszt, en cambio, con sus malabarismos, distrae y dispersa mi mente entre naderías. Lo vi de pronto redivivo; el pianista Goran Filipec transfigurado en el huesudo maestro de pelo largo hasta los hombros, arrancando suspiros a las damas del Teatro del Lago, que inconscientemente disputaban su talento para llevárselo a la cama. Las manos de Liszt se cruzaban entre las teclas con romántica vehemencia; duró un par de segundos aquella fantasía hasta que volví a ver la cara, las manos de Filipec, y la añoranza por el maestro original derivó en la constatación de que el sonido del piano, a pesar de ser un Steinway & Sons, era de lo más chicharriento, de lo que surgió el viejo dilema del huevo o la gallina; mas, como lego en estas materias, no sabría dilucidar si es el pianista o es el piano; o si es el piano o la partitura; el asunto es que prefiero mil veces la aparente sencillez, la melodía de Schubert, y la melancolía, la pasión de Chopin sobre las filigranas de Liszt. O es que no lo he logrado entender y deba darme a la tarea de estudiarlo. 
Me decía esto mientras asumía los puntos buenos del momento, la tibieza del teatro, la salida nocturna de mi cabaña, tan rara en mi nueva vida sureña, la sensación de estar acompañado de otras almas; me decía esto mientras, nuevamente durante el paseo de la mente, se me presentaba la figura del cuidador del estacionamiento, hombre de gafas que espera el final del concierto al aire libre entre los autos, bajo la helada que se deja caer por estos días, para agradecer con humildad la propina voluntaria que justificará su desafío al frío y que escasos conductores le otorgarán por su servicio.
Este es un gran teatro, no tiene nada que envidiarle a los mejores de Chile y del mundo; ha recibido a directores y artistas de la talla de Helmut Rilling, Valery Gergiev, Diana Damrau, Yo-Yo Ma, Vladimir Ashkenazy, Paquito D´Rivera, Verónica Villarroel; pero hoy por hoy está dejando que desear, no se vaya a transformar en un elefante blanco, con cuántos teatros regionales no ha pasado antes algo así; el oro cuando se acaba hace brillar y desvencija las butacas.
Había entrado levemente entusiasmado, media hora antes del concierto, para echar una mirada a la gente; me gusta ver las caras de los asistentes, los trajes con que van vestidos, me gusta oír sus saludos, sus conversaciones, me gusta diferenciar a quienes van para aprender, quien van para verse, quienes van por interés musical; sobre todo me gusta esperar la función con una copa de espumante en la mano al módico precio de cuatro mil pesos, me recuerda esa copa que bebí en el intermedio de Tristán e Isolda en el Metropolitan Opera House de Nueva York, obnubilado por el peso del programa, de las luces y del teatro, días pasados hace ya casi diez años, me parece que fue ayer. 
Lo que no me gusta ver son hileras vacías, presagios de la irrupción silenciosa del elefante blanco; nadie quisiera ser testigo de la demolición de un sueño.
A la salida del concierto el azar me permite conocer a la suegra del portugués Joao Aboim, director artístico de la Fundación Teatro del Lago. De baja estatura, ella es una chilena del sur, sencilla y de muy agradable trato. Le cuento que echo de menos una temporada artística acorde con la grandeza arquitectónica del edificio emplazado en la costanera de Frutillar. Ciudades con menos pedigrí musical la tienen. Me responde, con una sonrisa tímida, lo mismo que acabamos de constatar en la sala. "No hay gente para algo así... la gente no viene".