Internados en el túnel de la forma, seis enanos pican en los muros para extraer carbón. Necesitan mucho mineral para abastecer la caldera. La caldera tiene por finalidad accionar el motor de cuatro tiempos mediante el cual su dueña por fin habrá de despertar al príncipe. El motor funcionará de la siguiente manera: una vez encendido, hará girar unas aspas que generarán un viento caliente, que al dar de lleno en la urna en la que duerme el hijo del monarca, lo hará revivir. Ese es el plan de la dueña, que se llama Encarnación. El príncipe se llamaba Douglas Cordelito II, se llamaba porque está muerto, aunque aquél era su nombre de fantasía, ya que en los documentos aparecía inscrito como Fundamento Esencial del Valle de la Belleza.
Uno de los enanos, de nombre Codicia, extrae de pronto de las paredes del túnel una piedra brillante que resulta ser un diamante de 612 kilates, casi el doble de una pelota de golf. Se lo guarda en el bolsillo y no comenta el hallazgo con ninguno de sus cinco compañeros.
Codicia desea en secreto a Encarnación y piensa que si en la noche va a su cabaña y le ofrece la gema, ella se le abrirá de piernas. Mas luego le da una vuelta a su deseo y descubre que Encarnación no es en realidad el objeto de su deseo, sino la escort de nombre Power, una chica realmente voluptuosa.
El enano Codicia abandona el bosque al atardecer con su brillante en una bolsita de cuero. Durante el viaje, con el bartoleo del coche que conduce el cochero Impotencia, las puntas del diamante rompen el saco y la joya cae a la orilla del camino. Una niña campesina la recoge y al mirarla su rostro se llena de luz. La niña se llama Alma Espiritual y lo primero que se le ocurre es llevar la joya a la casa de su padre. La niña vive en medio del bosque, a pocas leguas de la cabaña de Encarnación. Cuando su padre la recibe ella se le echa a los brazos y le entrega el diamante, porque su padre le infunde temor. El padre, que se llama Jehová, decide que no es bueno que un secreto de la naturaleza quede al descubierto y llama a su otro hijo, de nombre Jesús, para que la vaya a devolver a su origen. Jesús se interna por la noche en el túnel de la forma y mediante un movimiento cuasi mágico, pero en realidad de corte ilusionista, hunde el diamante de 612 kilates en lo más profundo de la tierra.
Desde ese día los relatos literarios están llenos de forma, pero nadie ha sido capaz de extraer de ella la sustancia divina que sea capaz de despertar al príncipe Douglas Cordelito II. Encarnación, en tanto, se ha visto obligada a entregarse a la mejor oferta de cada día.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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domingo, febrero 25, 2007
miércoles, diciembre 20, 2006
Tarde en el aeropuerto
Estoy muy nervioso, porque esto no lo he hecho nunca. Miento. Lo he hecho dos veces. O pudieron ser tres, a lo más cuatro, contando esa ocasión fallida. No, entonces han sido cinco o seis veces, como mucho. No deja de sorprenderme que lo que se informe por los diarios se aleje tanto de la realidad. Dicen que las mujeres salen arrancando o lanzan gritos o denuncian a la policía, pero hasta ahora, contando esa vez, en que apenas hubo un asomo de rechazo, diría más bien de susto, las demás han sido triunfos. Me sorprende que con estos antecedentes no practique mi vicio secreto más seguidamente.
Estoy en el aeropuerto, en una sala vacía. Espero a la mujer, a Mi mujer. La que acaba de sentarse se acerca mucho al perfil que ya empiezo a dominar como la palma de mi mano... la palma de mi mano, ¡ja! Mira de reojo, bebe un refresco; se cruza de piernas, deja ver los muslos, fuertes, vigorosos, ansiosos de aventuras prohibidas como la que le espera. ¿Es necesario que compre un refresco y se lo venga a beber a una sala vacía, sabiendo que no hay nadie, salvo yo? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué me provocas, maldita puta miserable? De seguro eres una mosquita muerta. Voy a probarte, será como el aperitivo. ¿Ves esto, lo ves, ves como crece? ¿Ya enganchaste? Pues entonces ahora te deleitarás con algo bueno...
¡Ay, ese hombre que está sentado y me mira! No le puedo quitar la vista de encima. Se comporta como un depravado, tal vez intente algo indecente, sobre todo ahora que hemos quedado solos en este inmenso salón, ¿o siempre estuvimos solos? Debo irme ahora mismo, estoy justo a tiempo; pero no puedo, mi cuerpo se niega a levantarse, mis nalgas siguen pegadas al asiento. Me incomoda, no es bueno esto que me pasa. ¡Si sólo pudiera quitarle la vista de encima!... ¡Ay, qué hace ahora!...
¿Entiendes, putita de salón, entiendes que el deseo, el verdadero deseo, es una patología? ¿Se te está metiendo en la cabeza, por fin, que el placer aquel que se manifiesta a través de temblores incontrolables y que provoca orgasmos débiles y rápidos es el único que vale, y que en cambio ese otro placer, que es ese placer intenso y gozoso, alegre, pleno de amor, de entrega, de desprendimiento del yo, no es el que andamos buscando (me refiero a ti y a mí y tal vez a tantos pobres tipos como nosotros, ansiosos de vergüenza, humillación, derrota)?...
¡Ay, señor!, tan solo que está, me da miedo, esta escena completa me da miedo, malestar, rabia. Usted allá, feo y barrigón, mirándome, siempre mirándome... y tocándose... ¿Es necesario que lo haga, que se arriesgue por una desconocida, por mí? Va a entrar otro pasajero cualquiera que lo descubrirá, que llamará a los guardias; vendrá de un momento a otro un niño y gritará ¡mamá mira la pirula del señor! Yo entonces seré inocente aunque por dentro el fuego del infierno me condene, pero usted, ¿qué hará entonces? ¿Seguir con este juego de pesadilla que me humedece y me obliga a rozarme discretamente con los dedos? Oh, Dios mío, cómo quisiera que esa carne tensa y erecta formara parte de mi cuerpo, poseer una parte suya, como usted ya tiene mi deseo en su mente... ¿es ésta una transfiguración, la verdadera transfiguración?...
Creo que ya te tengo, putita... no te vayas a ir ahora, mira fijamente donde tú sabes, no despegues la vista, no despegues la vista, no despegues la vista...
¡Ay, el temblor de sus piernas de hombre, de hombre, de hombre!... ¡Ay ese suspiro que da!... y eso que brota y fluye... Nadie aquí, nadie allá. Qué me pasa... qué siento, Dios mío...
Ahora te desprecio. Ya no te necesito. Lo guardo y todo acaba aquí. Puta de salón. Todas iguales. ¿Esperas algo, esperas algo más de mí? ¿No te conformas con lo que te regalé esta tarde?...
¡Ay!, me hace sentir y se va, me deja en este estado, pasa sin siquiera dedicarme una mirada cariñosa... ¿por qué me desprecia? ¿Hice algo mal esta vez, cariño?
No puedo seguir con esto. Esta sí que ha sido la última vez. Este deseo enfermizo, ¿hasta dónde me podría llevar? ¿Por qué siento pánico ante mi desnudez? Le temo tanto que la exhibo, acaso para vencerla. Deberé acudir a un especialista. Será lo primero que le diga en la consulta. Creo que la base de todo está allí, en el miedo a la desnudez. Pero también está lo de la ley, eso que dicen del brazo de la ley. Hoy me fue bien, camino libre por las calles... mas me temo que para mí no hay mañana, me temo que el mañana será devorado por mi pasado...
Estoy en el aeropuerto, en una sala vacía. Espero a la mujer, a Mi mujer. La que acaba de sentarse se acerca mucho al perfil que ya empiezo a dominar como la palma de mi mano... la palma de mi mano, ¡ja! Mira de reojo, bebe un refresco; se cruza de piernas, deja ver los muslos, fuertes, vigorosos, ansiosos de aventuras prohibidas como la que le espera. ¿Es necesario que compre un refresco y se lo venga a beber a una sala vacía, sabiendo que no hay nadie, salvo yo? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué me provocas, maldita puta miserable? De seguro eres una mosquita muerta. Voy a probarte, será como el aperitivo. ¿Ves esto, lo ves, ves como crece? ¿Ya enganchaste? Pues entonces ahora te deleitarás con algo bueno...
¡Ay, ese hombre que está sentado y me mira! No le puedo quitar la vista de encima. Se comporta como un depravado, tal vez intente algo indecente, sobre todo ahora que hemos quedado solos en este inmenso salón, ¿o siempre estuvimos solos? Debo irme ahora mismo, estoy justo a tiempo; pero no puedo, mi cuerpo se niega a levantarse, mis nalgas siguen pegadas al asiento. Me incomoda, no es bueno esto que me pasa. ¡Si sólo pudiera quitarle la vista de encima!... ¡Ay, qué hace ahora!...
¿Entiendes, putita de salón, entiendes que el deseo, el verdadero deseo, es una patología? ¿Se te está metiendo en la cabeza, por fin, que el placer aquel que se manifiesta a través de temblores incontrolables y que provoca orgasmos débiles y rápidos es el único que vale, y que en cambio ese otro placer, que es ese placer intenso y gozoso, alegre, pleno de amor, de entrega, de desprendimiento del yo, no es el que andamos buscando (me refiero a ti y a mí y tal vez a tantos pobres tipos como nosotros, ansiosos de vergüenza, humillación, derrota)?...
¡Ay, señor!, tan solo que está, me da miedo, esta escena completa me da miedo, malestar, rabia. Usted allá, feo y barrigón, mirándome, siempre mirándome... y tocándose... ¿Es necesario que lo haga, que se arriesgue por una desconocida, por mí? Va a entrar otro pasajero cualquiera que lo descubrirá, que llamará a los guardias; vendrá de un momento a otro un niño y gritará ¡mamá mira la pirula del señor! Yo entonces seré inocente aunque por dentro el fuego del infierno me condene, pero usted, ¿qué hará entonces? ¿Seguir con este juego de pesadilla que me humedece y me obliga a rozarme discretamente con los dedos? Oh, Dios mío, cómo quisiera que esa carne tensa y erecta formara parte de mi cuerpo, poseer una parte suya, como usted ya tiene mi deseo en su mente... ¿es ésta una transfiguración, la verdadera transfiguración?...
Creo que ya te tengo, putita... no te vayas a ir ahora, mira fijamente donde tú sabes, no despegues la vista, no despegues la vista, no despegues la vista...
¡Ay, el temblor de sus piernas de hombre, de hombre, de hombre!... ¡Ay ese suspiro que da!... y eso que brota y fluye... Nadie aquí, nadie allá. Qué me pasa... qué siento, Dios mío...
Ahora te desprecio. Ya no te necesito. Lo guardo y todo acaba aquí. Puta de salón. Todas iguales. ¿Esperas algo, esperas algo más de mí? ¿No te conformas con lo que te regalé esta tarde?...
¡Ay!, me hace sentir y se va, me deja en este estado, pasa sin siquiera dedicarme una mirada cariñosa... ¿por qué me desprecia? ¿Hice algo mal esta vez, cariño?
No puedo seguir con esto. Esta sí que ha sido la última vez. Este deseo enfermizo, ¿hasta dónde me podría llevar? ¿Por qué siento pánico ante mi desnudez? Le temo tanto que la exhibo, acaso para vencerla. Deberé acudir a un especialista. Será lo primero que le diga en la consulta. Creo que la base de todo está allí, en el miedo a la desnudez. Pero también está lo de la ley, eso que dicen del brazo de la ley. Hoy me fue bien, camino libre por las calles... mas me temo que para mí no hay mañana, me temo que el mañana será devorado por mi pasado...
jueves, diciembre 14, 2006
Preguntas y respuestas
Tardé 53 años, y me lo tuvieron que decir, en darme cuenta de que los hombres se dividen en dos grandes grupos: los que viven haciendo preguntas y los que viven dando respuestas. Hay algunos que pertenecen a ambos grupos, pero en un momento harán preguntas y en otro darán respuestas. Hay unos pocos que permanecen eternamente en silencio, observando, lo que no quita que vivan haciéndose preguntas, dándose respuestas o las dos cosas. Mirado desde este punto de vista el asunto puede llegar a enloquecer, pues por más que uno trate de intentar una salida diferente y actuar de otra manera, resulta imposible. Querrá no hacer preguntas pero las hará sin signo de interrogación. Querrá no dar respuestas pero las dará, incluso al declarar que duda o que no tiene respuesta que dar.
Yo antes vivía haciendo preguntas, como los niños. Era mi manera de aprender, pero sobre todo de protegerme del mundo. Un conocido detective privado me ha dejado al descubierto y desde hace un par de semanas camino casi pegado a los muros, ensuciándome incluso el saco. Le temo a la vida y creo que ha llegado la hora de dar respuestas, pero no sabré qué decir cuando me hagan las preguntas, porque será un campo nuevo para mí, será mi debut.
Otra cosa importante es que de nada vale llorar. Antes me parecía una forma original de respuesta, hoy no tanto, casi nada. Llorar es confesar una derrota para despertar compasión y renacer como el Ave Fénix para terminar cantando victoria. Pero son victorias a lo pirro, de ésas que no se celebran o se viven en rincones de patios.
Recuerdo hoy nítidamente la historia del robot sentimental que tenía un amo. Ambos miraban cada atardecer un puntito celeste en el firmamento; el robot ponía el disco All the way en la voz de Frank Sinatra, le llevaba a su amo una bandeja, le servía una copa de oporto y el amo brindaba por ese puntito, que era el planeta tierra. El robot se acostumbró a la hora feliz del aperitivo; la esperaba todo el día, mientras trabajaba en la base junto a su amo. Eran los dos únicos habitantes de una estación espacial ubicada en un alejado satélite. Una tarde el amo se disponía a brindar por su tierra querida, por su planeta, cuando al mirar al cielo notó que el puntito estallaba en mil pedazos. Se produjo un relumbrón como de luciérnaga y luego ese espacio del firmamento quedó a oscuras. El hombre caminó por la arena muerta, arrastró las botas hasta la estación, entró y se disparó un tiro. El robot sintió el disparo, corrió a atender a su amo, pero ya no había nada que hacer. Pasó una hora, pasaron dos horas, pasó la noche. El robot velaba a su amo. Quería llorar, pero no podía. Como a las tres de la tarde decidió continuar con sus labores de mantención. A la hora fresca del atardecer colocó el disco de siempre, se sentó en la silla de madera que usaba su amo, llenó la copa, hizo un brindis al cielo y se desconectó.
Este cuento fue imaginado, escrito y dibujado por Máximo Carvajal y se publicó en la revista Robot. Máximo Carvajal hace ya un tiempo deambula por el Valle de los Muertos, un valle donde no hay preguntas ni respuestas. Las almas allí vuelan sobre una especie de arena volcánica pero no ven nada; sólo se limitan a chocar eternamente unas con otras, sin reconocerse. En los tiempos del Gobierno Militar, Máximo Carvajal fue detenido por portar un arma sin percutor que le servía de modelo para crear sus historietas de acción.
Yo antes vivía haciendo preguntas, como los niños. Era mi manera de aprender, pero sobre todo de protegerme del mundo. Un conocido detective privado me ha dejado al descubierto y desde hace un par de semanas camino casi pegado a los muros, ensuciándome incluso el saco. Le temo a la vida y creo que ha llegado la hora de dar respuestas, pero no sabré qué decir cuando me hagan las preguntas, porque será un campo nuevo para mí, será mi debut.
Otra cosa importante es que de nada vale llorar. Antes me parecía una forma original de respuesta, hoy no tanto, casi nada. Llorar es confesar una derrota para despertar compasión y renacer como el Ave Fénix para terminar cantando victoria. Pero son victorias a lo pirro, de ésas que no se celebran o se viven en rincones de patios.
Recuerdo hoy nítidamente la historia del robot sentimental que tenía un amo. Ambos miraban cada atardecer un puntito celeste en el firmamento; el robot ponía el disco All the way en la voz de Frank Sinatra, le llevaba a su amo una bandeja, le servía una copa de oporto y el amo brindaba por ese puntito, que era el planeta tierra. El robot se acostumbró a la hora feliz del aperitivo; la esperaba todo el día, mientras trabajaba en la base junto a su amo. Eran los dos únicos habitantes de una estación espacial ubicada en un alejado satélite. Una tarde el amo se disponía a brindar por su tierra querida, por su planeta, cuando al mirar al cielo notó que el puntito estallaba en mil pedazos. Se produjo un relumbrón como de luciérnaga y luego ese espacio del firmamento quedó a oscuras. El hombre caminó por la arena muerta, arrastró las botas hasta la estación, entró y se disparó un tiro. El robot sintió el disparo, corrió a atender a su amo, pero ya no había nada que hacer. Pasó una hora, pasaron dos horas, pasó la noche. El robot velaba a su amo. Quería llorar, pero no podía. Como a las tres de la tarde decidió continuar con sus labores de mantención. A la hora fresca del atardecer colocó el disco de siempre, se sentó en la silla de madera que usaba su amo, llenó la copa, hizo un brindis al cielo y se desconectó.
Este cuento fue imaginado, escrito y dibujado por Máximo Carvajal y se publicó en la revista Robot. Máximo Carvajal hace ya un tiempo deambula por el Valle de los Muertos, un valle donde no hay preguntas ni respuestas. Las almas allí vuelan sobre una especie de arena volcánica pero no ven nada; sólo se limitan a chocar eternamente unas con otras, sin reconocerse. En los tiempos del Gobierno Militar, Máximo Carvajal fue detenido por portar un arma sin percutor que le servía de modelo para crear sus historietas de acción.
domingo, diciembre 10, 2006
El día en que murió el viejo dictador
El día en que murió el viejo dictador las emociones de la masa se arremolinaron en torno a su recuerdo. No fue un día ni gris, ni frío, ni lluvioso. Hacía muchísimo calor. La gente almorzaba en sus casas cuando circuló de boca en boca la noticia, que todos sintieron como propia. Corrieron a encender la TV para acercarse lo que más pudieran a él, mientras la TV se acercaba lo que más podía a su cadáver. Al hospital comenzaron a llegar hordas de adherentes. Hubo que colocar vallas. De no haberlas, entra la TV y entran los adherentes. Si lo hubiesen permitido se lo engullen. Los hombres nacieron para comer. La forma suprema de identificación con aquél que veneramos es la fagocitosis. Los católicos comen el cuerpo de Cristo. La amada le pide al amante que se la coma.
Luego, con el correr de las horas, cada uno fue recuperando su individualidad, pero al no haber comida no había ni satisfacción ni digestión. El hambre torna a la gente rabiosa y violenta, el hambre desespera, hace cometer crímenes.
Esa noche bebí whisky escocés. Me eché a la boca un vaso entero de un trago, sin hielo. Con el tiempo la muerte del viejo dictador pasó a ser un hito comparable con el golpe de estado, el Mundial del 62, la visita del Papa.
Luego, con el correr de las horas, cada uno fue recuperando su individualidad, pero al no haber comida no había ni satisfacción ni digestión. El hambre torna a la gente rabiosa y violenta, el hambre desespera, hace cometer crímenes.
Esa noche bebí whisky escocés. Me eché a la boca un vaso entero de un trago, sin hielo. Con el tiempo la muerte del viejo dictador pasó a ser un hito comparable con el golpe de estado, el Mundial del 62, la visita del Papa.
miércoles, diciembre 06, 2006
Los ojos de Glenn Gould
Las Variaciones Goldberg incluyen acertijos, algunos que nunca podrán descifrarse, otros que provocan escalofríos, como el de haber visto a través de la música de Bach los verdaderos ojos de Glenn Gould; esto es, lo que se escondía en el fondo de los ojos del pianista o mejor dicho, lo que realmente resultaron ser los ojos del pianista canadiense.
Glenn Gould murió a los 50 años y hoy es un artista de culto. Se dice que ha interpretado mejor que nadie la música de Bach para teclado. Sus detractores le echan en cara el estilo, que no es más ni menos que un estilo marcado por el ritmo, con poco o nulo uso de pedales y concentrado en la esencia de la música, no en la filigrana. Yo siempre he pensado que esos detractores están picados, porque Glenn Gould tocaba demasiado bien para ser tan joven. Él, además, le ponía de su cosecha: dejó de ofrecer conciertos para encerrarse en los estudios. Grababa sentado en un piso chico, cosa de quedar no sobre sino bajo el teclado, algo totalmente anti-ortodoxo para un ejecutante. Lo que es peor: tarareaba durante las grabaciones.
El profesor de piano de Glenn Gould fue un chileno, eso lo saben pocos.
Una tarde hojeaba una revista de música, cuando me topé frente a frente con una foto de Glenn Gould que desconocía. Me quedé helado: eran los ojos de, ¿podré decirlo? una mujer cercana, una notable dama de la sociedad chilena que durante un tiempo ejerció mucha influencia en mí. Miré a todos lados antes de analizar la foto. Estaba solo. Pero no, no estaba solo: esos ojos me escrutaban y palidecí al comprender tantas cosas. Era ella, era él, eran ambos, unidos contra mí, echándome en cara mis contradicciones sexuales. ¿El amor qué es, necesita cuerpo? Eran sobre todo dos ojos muy inteligentes; nada de bonitos, pequeños, negros y profundos. ¿De qué se enamora uno, del cuerpo o de la mente? Mirada inescrutable, dueña de una lejana burla, como esas miradas que nos dedican aquellos que son más grandes que nosotros. ¿Entiendes -me decían- entiendes? "No, mi amo", les contestaba, "no, maestra". El amor es un sentimiento alterado por la naturaleza; si no fuese así no habría depravaciones y uno se enamoraría del espíritu, del alma y todo sería puro. En estos tiempos que corren los dictados de la naturaleza intervienen el amor: lo natural se hace sucio.
Calculé entonces que Gould falleció aproximadamente al nacer mi amiga. No es que esté hablando de reencarnación. Ella era tan brillante, pero nunca la quise. Su cuerpo verdoso brillaba a la luz de la luna. Me burlé ferozmente de sus ojos negros; fue mi única forma de defensa ante el Coloso de Rodas. La inteligencia luchando contra la magia. Una de ambas habría de caer en cualquier momento, como cayó el Coloso. Resolví en su tiempo que lo mejor era darlo todo por terminado, cosa de mantener en alto el status de la magia, que es lo que realmente hace que el mundo se mueva. Ella me contestó años después, mientras yo abría una revista. Esa respuesta quedó impresa, como la burla de Glenn Gould ante la opinión de sus críticos; mi gesto seudo-romántico de llorar ante la leche derramada se lo llevó el viento.
Glenn Gould murió a los 50 años y hoy es un artista de culto. Se dice que ha interpretado mejor que nadie la música de Bach para teclado. Sus detractores le echan en cara el estilo, que no es más ni menos que un estilo marcado por el ritmo, con poco o nulo uso de pedales y concentrado en la esencia de la música, no en la filigrana. Yo siempre he pensado que esos detractores están picados, porque Glenn Gould tocaba demasiado bien para ser tan joven. Él, además, le ponía de su cosecha: dejó de ofrecer conciertos para encerrarse en los estudios. Grababa sentado en un piso chico, cosa de quedar no sobre sino bajo el teclado, algo totalmente anti-ortodoxo para un ejecutante. Lo que es peor: tarareaba durante las grabaciones.
El profesor de piano de Glenn Gould fue un chileno, eso lo saben pocos.
Una tarde hojeaba una revista de música, cuando me topé frente a frente con una foto de Glenn Gould que desconocía. Me quedé helado: eran los ojos de, ¿podré decirlo? una mujer cercana, una notable dama de la sociedad chilena que durante un tiempo ejerció mucha influencia en mí. Miré a todos lados antes de analizar la foto. Estaba solo. Pero no, no estaba solo: esos ojos me escrutaban y palidecí al comprender tantas cosas. Era ella, era él, eran ambos, unidos contra mí, echándome en cara mis contradicciones sexuales. ¿El amor qué es, necesita cuerpo? Eran sobre todo dos ojos muy inteligentes; nada de bonitos, pequeños, negros y profundos. ¿De qué se enamora uno, del cuerpo o de la mente? Mirada inescrutable, dueña de una lejana burla, como esas miradas que nos dedican aquellos que son más grandes que nosotros. ¿Entiendes -me decían- entiendes? "No, mi amo", les contestaba, "no, maestra". El amor es un sentimiento alterado por la naturaleza; si no fuese así no habría depravaciones y uno se enamoraría del espíritu, del alma y todo sería puro. En estos tiempos que corren los dictados de la naturaleza intervienen el amor: lo natural se hace sucio.
Calculé entonces que Gould falleció aproximadamente al nacer mi amiga. No es que esté hablando de reencarnación. Ella era tan brillante, pero nunca la quise. Su cuerpo verdoso brillaba a la luz de la luna. Me burlé ferozmente de sus ojos negros; fue mi única forma de defensa ante el Coloso de Rodas. La inteligencia luchando contra la magia. Una de ambas habría de caer en cualquier momento, como cayó el Coloso. Resolví en su tiempo que lo mejor era darlo todo por terminado, cosa de mantener en alto el status de la magia, que es lo que realmente hace que el mundo se mueva. Ella me contestó años después, mientras yo abría una revista. Esa respuesta quedó impresa, como la burla de Glenn Gould ante la opinión de sus críticos; mi gesto seudo-romántico de llorar ante la leche derramada se lo llevó el viento.
sábado, diciembre 02, 2006
Santos vs Checoslovaquia
Un día jugaron Santos versus Checoslovaquia. Iba ganando Santos 1-0 con gol de Coutinho. El Estadio Nacional estaba casi lleno. Era de noche. Coutinho se veía de lejos igual a Pelé, un poco más gordito eso sí, y por eso el público los confundía. "Ahí va Pelé", decían, pero era Coutinho con su dribling endemoniado. Después empató Checoslovaquia 1 a 1. En ese partido no estuvo Scroif, el crédito checo bajo los tres palos. No habían pasado ni 15 minutos cuando Checoslovaquia se puso en ventaja. Luego Pelé hizo una chilena en el área chica y el reemplazante de Scroif la sacó con la punta de los dedos. En el minuto 44 Pelé vio levemente adelantado al portero y le hizo un gol de globito que estremeció al estadio. Así que se fueron al descanso con la cuenta emparejada 2 a 2.
El segundo tiempo fue inferior en calidad de juego, Santos iba ganando 4-2 hasta que Checoslovaquia empató 4 a 4. Ya la gente se estaba parando de sus asientos cuando Pelé metió dos goles y Santos ganó a Checoslovaquia 6-4. En el último gol Pelé se los pasó a todos y conectó de costado, inflando la red.
Yo vi el partido desde la galería Sur, bajo el tablero marcador, un poco hacia el costado poniente.
El segundo tiempo fue inferior en calidad de juego, Santos iba ganando 4-2 hasta que Checoslovaquia empató 4 a 4. Ya la gente se estaba parando de sus asientos cuando Pelé metió dos goles y Santos ganó a Checoslovaquia 6-4. En el último gol Pelé se los pasó a todos y conectó de costado, inflando la red.
Yo vi el partido desde la galería Sur, bajo el tablero marcador, un poco hacia el costado poniente.
viernes, diciembre 01, 2006
Plumaje de gorrión
Más que con el voyerismo, ese acto innato de andar mirando todo lo que se mueve, la autodestrucción está relacionada con el exhibicionismo. La autodestrucción es una enfermedad, no forma parte de la naturaleza humana; el exhibicionismo sí: es la prueba visible de la capacidad, errado camino de conquista. La conquista es subterránea, se mueve por otros senderos. La conquista es un pacto. El amor lo envuelve todo. Los exhibicionistas son ejemplares desesperados por pegarse a la piel por un rato una etiqueta de malsana figuración. Se les confunde con los burlones y con los cínicos. Pero son mucho menos: son apenas exhibicionistas de plumaje de gorrión.
miércoles, noviembre 29, 2006
Tres variaciones sobre "El monje negro"
Variación I
Una risa incontenible
Somos la repetición de otras vidas, de otras fantasías. No es que no haya nada nuevo bajo el sol, sino que además no hay nada nuevo en las sombras ni en la corriente sanguínea.
Leía el cuento "El monje negro", de Chejov, e inevitablemente mi imaginación lo comparó con el caso de Danilo Hevia, el muchacho de La Pintana que salió hace unos días en el diario. El monje negro de Danilo se llamaba Brayan, según reveló a la policía el botillero Claudio o Carlos Bernal, no recuerdo bien el nombre, pero sí el apodo: El profeta. Esa noche Danilo entró a la botillería y pidió dos Becker. El profeta declaró que en el local el adolescente comenzó a hablar con alguien invisible. Ambos, el de carne y hueso y el fantasma, dialogaron acerca de la felicidad hasta que se hizo de noche y el local cerró.
En "El monje negro" el joven y prometedor abogado ve surgir de las aguas a un monje vestido de negro que lo llena de una felicidad irracional al irle revelando uno a uno consejos que parecen salidos tanto de un gran libro sagrado como de lo más profundo de la mente del abogado. La trascendencia hecha palabra y generada por el propio yo, pero venida de labios de un tercero, es una sensación que desquicia y que no pocos teóricos de la estética asocian con el papel que cumple el artista en la sociedad.
Eso es la ficción, el cuento del ruso. En la realidad Danilo ha resultado presa de una risa incontenible, producto, se ha sabido en la nota policial, de su afición al neoprén. Tengo mis reservas. Sospecho que la risa incontenible de Danilo nace de descubrir, merced a los efectos del neoprén, los orígenes de la felicidad. La felicidad, según mi teoría, radica en una chispa de hierro incandescente que proporciona una energía desmesurada al organismo. La chispa va acompañada de una sensación de bienestar, bondad y unión con las personas y el universo entero, más allá incluso del espacio y de los tiempos.
Pero la ficción supera a la realidad. Mientras la nota del periódico no genera sino una leve reflexión a la hora del desayuno, leer "El monje negro" provoca un profundo desbarajuste emocional y uno queda varios días con el personaje atrapado en la cabeza, como si un ser diminuto se enredara en los cabellos, bajara por un filamento y se pusiera a recorrer el laberinto de los sesos. En cualquier momento y desde cualquier rincón se le podría aparecer a uno su propio monje negro y el resultado de ese pensamiento es la pesadumbre. Los negocios suelen marchar a medias y la vida familiar decae.
El gran problema del monje negro es que los consejos que da son buenos, pero impracticables, de allí el caos mental que alimentan sus visitas. A Danilo su chispa incandescente llegó para ayudarlo "a romper las grandes cadenas". La chispa Brayan le decía que él era diferente, "no como los demás", que lo quería "más que a un hermano" y que lo iba a salvar, "porque ni Cristo te va a salvar", le decía, según contaba él mismo a sus amigos. Decía también que el Brayan se le parecía físicamente y que cuando escuchaba sus inflamados discursos llenos de buenos deseos se ahogaba de felicidad. Pero eran palabras vacías: cuando Danilo sufría ataques de pánico causados por la droga su propio monje negro nunca estaba; se escondía. Y por eso con los días le vino un rencor hacia él.
Los tres angustiados que fueron interrogados declararon a la policía que Danilo partió esa noche junto con ellos al cerro San Cristóbal a sentir nuevas sensaciones. "Hablaba solo y cuando saltó una reja y se metió a unos matorrales se puso a pegarle combos a un árbol y después a la tierra".
La mañana siguiente fue encontrado muerto, despedazado, no se sabe si por hombres o animales, con una mueca en los labios. Los angustiados continúan detenidos. La causa criminal está en pleno desarrollo.
lunes, noviembre 27, 2006
El especialista
La segunda vez que estuvo en peligro su vida, Douglas Marambio P. no sufrió daño físico alguno, pero quedó con secuelas. Ingiere medicamentos antipánico y consulta al siquiatra cada vez que su presupuesto se lo permite; esto es, unas tres o cuatro ocasiones en el año. La historia de la que fue testigo y personaje secundario es bien conocida en el pueblo de Doñihue, del cual emigró al día siguiente de ocurrido el episodio. Diríase que hasta el día de hoy y por esa sola razón, Marambio P. se empeña en ocultar su paradero, a pesar de que si alguien quisiera saberlo le bastaría investigar en el Google: ningún ser pensante podría no estar en ese buscador. Aún así, ha hecho todo lo posible por ocultarse de los ojos del mundo: borró su nombre de la guía telefónica y se retiró el colegio donde impartía el ramo de Artes Plásticas para concentrarse en dictar lecciones particulares.
A mí la historia me la contó mi doctor, a quien veo ocasionalmente desde hace unos 20 años. Mi doctor es siquiatra, el mismo que atiende a Douglas Marambio P. A veces, al finalizar la hora, nos quedamos conversando y el doctor me habla de los traumas que aquejan a sus pacientes e incluso de los problemas que le pesan a su propio espíritu, siendo el más recurrente, en el caso suyo, la desilusión que ha experimentado por su especialidad a medida que pasa el tiempo. Últimamente me comenta que se ha tornado cada vez más escéptico en lo referente a la cura de los males mentales tanto a través de la terapia sicoanalítica como de la que pregona el triunfo de la química. Hoy por hoy la siquiatría es para él un laberinto en cuyo centro hay una mina de oro; sin embargo, sabe que para encontrar la salida debería necesariamente marchar en dirección contraria al centro, y ésa es su paradoja.
Recuerdo como si fuera hoy el día en que conocí las circunstancias que marcaron para siempre la vida de Douglas Marambio P. La pieza estaba en penumbras y la secretaria ya se había marchado. En la consulta sólo quedábamos el doctor y yo. Me ofreció un cigarrillo -yo en esos tiempos fumaba- y se explayó. Se notaba nervioso, me daba la sensación de que actuaba como si deseara desprenderse de algo sumamente inquietante. "¿Viste al paciente que salió antes de ti?", me preguntó. Le dije que no me había fijado, que hojeaba una revista cuando se marchó. Pero no era verdad: lo había visto y recordaba nítidamente sus ojos vivaces y asustados, que miraban en todas direcciones, sus ojos de terror que investigaban por debajo de la piel de las cosas, buscando algo inmaterial que pudiese estar escondido del entendimiento humano.
"Me ha relatado un caso extraordinario y la verdad es que no sé qué hacer con esa información. No creo que jamás acudamos a la policía, ni él ni yo. Te la daré a ti porque, te digo la verdad, querido muchacho, necesito sacarme esto de encima". Sus palabras me sobresaltaron y estuve a punto de dejar la conversación hasta allí y marcharme de la consulta, pero mi curiosidad pudo más.
Douglas Marambio P. le había confesado que el 14 de noviembre de 1964; o sea, doce años antes de acudir a la sesión, había sido testigo de un crimen en el que había participado mucha gente.
"Él esperaba que lo atendieran para cobrar un cheque en el Banco del Estado cuando notó que Don Remigio Vega, dueño de Abarrotes Vega, recibía mucho dinero en el mesón; fajos y fajos de billetes, una cantidad extraordinaria, fuera de lo común para el pueblo. El comerciante, de unos 68 años, vestía camisa de manga corta a cuadros y lucía brazos velludos. Douglas Marambio P. pensó al verlo que Don Remigio representaba menos edad y que le gustaría llegar así a los 68 años: con buena salud y harto dinero. El hombre contó los fajos, no los billetes, y los echó a un maletín de cuerina que apenas pudo contenerlos", relató el doctor, quien fumaba para aplacar los nervios. El sudor de su frente brillaba en la penumbra.
El doctor me dijo entonces que interrumpió a Marambio P. para preguntarle por qué el comerciante no había tomado precauciones, como cobrar en una salita privada. Marambio P. le hizo ver que los bancos de pueblos de provincia no disponían de esos habitáculos y además le recordó que en esos tiempos ni siquiera existía el método de ordenar a los clientes en una fila. Encima era día de pago al magisterio y el caos de la oficina era espantoso.
"Apenas Don Remigio se echó el dinero al maletín, Marambio P. advirtió que el comerciante era vigilado al menos por cinco individuos, ninguno de los cuales había sido visto nunca en el pueblo. Don Remigio debió de advertir lo mismo, porque los miró repetidamente antes de abandonar el local", continuó el doctor, pero en este punto de la historia se vio obligado a ir por una botella de whisky que escondía en su escritorio. "Podría argumentar que es buena hora para el aperitivo -me dijo- pero la verdad es que de otra manera no podría contarte lo que sigue". Acto seguido me ofreció hielo -rehusé- y sirvió dos vasos, el suyo con tres o cuatro cubos. Le sugerí que una marca de esa categoría se disfrutaba mejor sin hielo, pero él no me escuchó. Se echó un trago abundante a la boca. Estaba ansioso por continuar.
Lo que sigue de la historia es tan bestial que, tal como Marambio P. y luego mi siquiatra lo han hecho a su manera, yo he necesitado escribirla para sacarme ese peso de encima. Mis lectores heredarán mis fantasmas.
Don Remigio intentó salir fugazmente por la puerta principal, pero se devolvió al comprobar que sería acorralado. Ya la gente se daba cuenta de que su bolsa estaba en riesgo, pero la sola idea de un asalto a mano armada cohibía a los testigos, Douglas Marambio P. entre ellos. El comerciante cometió entonces un error garrafal: en vez de dejar su tesoro nuevamente en manos del banco prefirió escabullirse por una puerta lateral, que daba a un patiecito de piso de tierra, con dos naranjos que le hacían sombra y un alto muro de adobe como taco. Allí cavó su propia tumba. Los cinco bandidos lo rodearon y sin decirle nada se dispusieron a robarle el maletín. La gente había salido al patio y contemplaba la escena sin acertar a nada. En el lugar no volaba una mosca. A punto de perderlo todo, a Don Remigio le afloró una audacia temeraria y sacó a relucir un cortaplumas. "A mí no me llevan solo, gritó, a mí no me llevan solo". Los malhechores se apartaron como se reorganizan las hienas, para volver a atacar.
Mientras, Don Remigio estudiaba a cada uno de los testigos para decidir a quién elegía para tomarlo como escudo humano.
"Aquí fue donde Douglas Marambio P. se quebró en la consulta -mencionó el doctor- pues me confesó, temblando, que en el patio bajó la vista y cuando la volvió a subir sintió la mirada de Don Remigio clavada en sus ojos".
-¿Y qué sucedió entonces? -le pregunté, ya contagiado por los nervios.
Los dos vasos estaban vacíos. Volvió a llenarlos.
-Don Remigio se le fue encima a Marambio P., pero cuatro de los cinco malhechores lo redujeron antes de que pudiese siquiera maniobrar el cortaplumas. Lo pusieron boca abajo y llamaron a un tal Juanito. Marambio P. nunca olvidó ese nombre, Juanito, un hombre que al parecer había sido contratado especialmente para faenar al comerciante, ya que el plan original de los asaltantes siempre fue robarle el dinero y matarlo. Con la destreza de un especialista, Juanito le practicó de entrada dos cortes certeros en el tungo con un cuchillo despuntador y luego, cuando Don Remigio todavía pataleaba con frenesí, le rajó la camisa y le abrió la espalda desde la nuca hasta la zona de los omóplatos, con un cuchillo carnicero. Los testigos miraban con la complicidad que otorga el espanto, sin reaccionar. Los cuatro asesinos mantenían a su víctima firme contra el suelo, pero el que realmente hacía el trabajo era el especialista, un trabajo frío, impecable, callado y placentero, pero sin la menor demostración de goce o mejor dicho, sintiendo el goce que experimenta el artífice anónimo por su obra. De pronto, cuando el cuchillo seguía bajando en dirección a la región de la cintura, todos oyeron un suspiro. Don Remigio cantó "ay" y se le fue la vida. Fue un quejido tan humano, tan débil pero tan claro, breve y definitivo, que todos los presentes se estremecieron, menos el especialista, quien sólo atinó a interpretar dicha señal como el término natural de su labor. Los bandidos desaparecieron y los testigos comenzaron a acercarse al cadáver, para verlo mejor.
A mí la historia me la contó mi doctor, a quien veo ocasionalmente desde hace unos 20 años. Mi doctor es siquiatra, el mismo que atiende a Douglas Marambio P. A veces, al finalizar la hora, nos quedamos conversando y el doctor me habla de los traumas que aquejan a sus pacientes e incluso de los problemas que le pesan a su propio espíritu, siendo el más recurrente, en el caso suyo, la desilusión que ha experimentado por su especialidad a medida que pasa el tiempo. Últimamente me comenta que se ha tornado cada vez más escéptico en lo referente a la cura de los males mentales tanto a través de la terapia sicoanalítica como de la que pregona el triunfo de la química. Hoy por hoy la siquiatría es para él un laberinto en cuyo centro hay una mina de oro; sin embargo, sabe que para encontrar la salida debería necesariamente marchar en dirección contraria al centro, y ésa es su paradoja.
Recuerdo como si fuera hoy el día en que conocí las circunstancias que marcaron para siempre la vida de Douglas Marambio P. La pieza estaba en penumbras y la secretaria ya se había marchado. En la consulta sólo quedábamos el doctor y yo. Me ofreció un cigarrillo -yo en esos tiempos fumaba- y se explayó. Se notaba nervioso, me daba la sensación de que actuaba como si deseara desprenderse de algo sumamente inquietante. "¿Viste al paciente que salió antes de ti?", me preguntó. Le dije que no me había fijado, que hojeaba una revista cuando se marchó. Pero no era verdad: lo había visto y recordaba nítidamente sus ojos vivaces y asustados, que miraban en todas direcciones, sus ojos de terror que investigaban por debajo de la piel de las cosas, buscando algo inmaterial que pudiese estar escondido del entendimiento humano.
"Me ha relatado un caso extraordinario y la verdad es que no sé qué hacer con esa información. No creo que jamás acudamos a la policía, ni él ni yo. Te la daré a ti porque, te digo la verdad, querido muchacho, necesito sacarme esto de encima". Sus palabras me sobresaltaron y estuve a punto de dejar la conversación hasta allí y marcharme de la consulta, pero mi curiosidad pudo más.
Douglas Marambio P. le había confesado que el 14 de noviembre de 1964; o sea, doce años antes de acudir a la sesión, había sido testigo de un crimen en el que había participado mucha gente.
"Él esperaba que lo atendieran para cobrar un cheque en el Banco del Estado cuando notó que Don Remigio Vega, dueño de Abarrotes Vega, recibía mucho dinero en el mesón; fajos y fajos de billetes, una cantidad extraordinaria, fuera de lo común para el pueblo. El comerciante, de unos 68 años, vestía camisa de manga corta a cuadros y lucía brazos velludos. Douglas Marambio P. pensó al verlo que Don Remigio representaba menos edad y que le gustaría llegar así a los 68 años: con buena salud y harto dinero. El hombre contó los fajos, no los billetes, y los echó a un maletín de cuerina que apenas pudo contenerlos", relató el doctor, quien fumaba para aplacar los nervios. El sudor de su frente brillaba en la penumbra.
El doctor me dijo entonces que interrumpió a Marambio P. para preguntarle por qué el comerciante no había tomado precauciones, como cobrar en una salita privada. Marambio P. le hizo ver que los bancos de pueblos de provincia no disponían de esos habitáculos y además le recordó que en esos tiempos ni siquiera existía el método de ordenar a los clientes en una fila. Encima era día de pago al magisterio y el caos de la oficina era espantoso.
"Apenas Don Remigio se echó el dinero al maletín, Marambio P. advirtió que el comerciante era vigilado al menos por cinco individuos, ninguno de los cuales había sido visto nunca en el pueblo. Don Remigio debió de advertir lo mismo, porque los miró repetidamente antes de abandonar el local", continuó el doctor, pero en este punto de la historia se vio obligado a ir por una botella de whisky que escondía en su escritorio. "Podría argumentar que es buena hora para el aperitivo -me dijo- pero la verdad es que de otra manera no podría contarte lo que sigue". Acto seguido me ofreció hielo -rehusé- y sirvió dos vasos, el suyo con tres o cuatro cubos. Le sugerí que una marca de esa categoría se disfrutaba mejor sin hielo, pero él no me escuchó. Se echó un trago abundante a la boca. Estaba ansioso por continuar.
Lo que sigue de la historia es tan bestial que, tal como Marambio P. y luego mi siquiatra lo han hecho a su manera, yo he necesitado escribirla para sacarme ese peso de encima. Mis lectores heredarán mis fantasmas.
Don Remigio intentó salir fugazmente por la puerta principal, pero se devolvió al comprobar que sería acorralado. Ya la gente se daba cuenta de que su bolsa estaba en riesgo, pero la sola idea de un asalto a mano armada cohibía a los testigos, Douglas Marambio P. entre ellos. El comerciante cometió entonces un error garrafal: en vez de dejar su tesoro nuevamente en manos del banco prefirió escabullirse por una puerta lateral, que daba a un patiecito de piso de tierra, con dos naranjos que le hacían sombra y un alto muro de adobe como taco. Allí cavó su propia tumba. Los cinco bandidos lo rodearon y sin decirle nada se dispusieron a robarle el maletín. La gente había salido al patio y contemplaba la escena sin acertar a nada. En el lugar no volaba una mosca. A punto de perderlo todo, a Don Remigio le afloró una audacia temeraria y sacó a relucir un cortaplumas. "A mí no me llevan solo, gritó, a mí no me llevan solo". Los malhechores se apartaron como se reorganizan las hienas, para volver a atacar.
Mientras, Don Remigio estudiaba a cada uno de los testigos para decidir a quién elegía para tomarlo como escudo humano.
"Aquí fue donde Douglas Marambio P. se quebró en la consulta -mencionó el doctor- pues me confesó, temblando, que en el patio bajó la vista y cuando la volvió a subir sintió la mirada de Don Remigio clavada en sus ojos".
-¿Y qué sucedió entonces? -le pregunté, ya contagiado por los nervios.
Los dos vasos estaban vacíos. Volvió a llenarlos.
-Don Remigio se le fue encima a Marambio P., pero cuatro de los cinco malhechores lo redujeron antes de que pudiese siquiera maniobrar el cortaplumas. Lo pusieron boca abajo y llamaron a un tal Juanito. Marambio P. nunca olvidó ese nombre, Juanito, un hombre que al parecer había sido contratado especialmente para faenar al comerciante, ya que el plan original de los asaltantes siempre fue robarle el dinero y matarlo. Con la destreza de un especialista, Juanito le practicó de entrada dos cortes certeros en el tungo con un cuchillo despuntador y luego, cuando Don Remigio todavía pataleaba con frenesí, le rajó la camisa y le abrió la espalda desde la nuca hasta la zona de los omóplatos, con un cuchillo carnicero. Los testigos miraban con la complicidad que otorga el espanto, sin reaccionar. Los cuatro asesinos mantenían a su víctima firme contra el suelo, pero el que realmente hacía el trabajo era el especialista, un trabajo frío, impecable, callado y placentero, pero sin la menor demostración de goce o mejor dicho, sintiendo el goce que experimenta el artífice anónimo por su obra. De pronto, cuando el cuchillo seguía bajando en dirección a la región de la cintura, todos oyeron un suspiro. Don Remigio cantó "ay" y se le fue la vida. Fue un quejido tan humano, tan débil pero tan claro, breve y definitivo, que todos los presentes se estremecieron, menos el especialista, quien sólo atinó a interpretar dicha señal como el término natural de su labor. Los bandidos desaparecieron y los testigos comenzaron a acercarse al cadáver, para verlo mejor.
domingo, noviembre 12, 2006
El mendigo en el ocaso
El mendigo se pasea de un lado a otro. Amenaza al mundo con su brazo derecho, su puño cerrado y un gesto de rabia, que acompaña de una frase ininteligible. Tiene frío, anda sin zapatos. No es viejo, pero lo parece. El rostro aceitoso propio de los mendigos locos lo avejenta. Bañado y afeitado sería un hombre de tantos, más que eso, un hombre sobre la media. Sus rasgos originales equivalen a los de un ser apuesto: nariz recta, ojos fuertes, pelo ondulado, hombros anchos, piernas largas. La traición está en algún lugar de su mente; la derrota de la medicina y de la sociedad se alojan en ese sector escondido de su cerebro.
Hay un loco llamado Orestes que de mendigo mutó a empresario. Retomó sus estudios universitarios, que había dejado interrumpidos cuando lo aquejó un brote sicótico, y los terminó con éxito. Se recibió de ingeniero civil y a los pocos meses se hizo dueño de una empresa exportadora de sustancias químicas. Firmó un contrato y comenzó a enviar las sustancias a China. Al año se vio obligado a aprender chino. Tres años después contrajo nupcias con una ciudadana de Beijing, Yin Lao-tsu. La chinita le dio tres hijos: Orestes Jr., Confucio y Homero. La empresa se terminó instalando en la China y quince años después Orestes recibió la ciudadanía del país de Mao, por gracia. Fue infiel tres veces, con Pi, Mi y Li, tres hermanas que residían en Hong Kong. Al momento de su retiro fue entrevistado en un programa de variedades de la Televisión China. Ante la pregunta "¿Cuál fue el momento clave de su vida?" respondió: "Cuando me vine a China". Camino a casa se sintió culpable ante sí mismo por haber faltado a la verdad, pues pensó con toda honradez que el momento clave de verdad fue haberse casado con Yin Lao-tsu. Ni se le ocurrió pensar en el cambio de mendigo a empresario. Lo invadió en ese instante una rabia inmensa y decidió amenazar al mundo con el brazo derecho en alto y el puño cerrado.
Con ese gesto -sintomatología típica del mal llamado ocaso- lo sorprendo en la calle. Me acerco a él, lo miro a los ojos y le regalo una moneda de 500 pesos. Al parecer lo he logrado sacar de sus delirios, pues su furia acaba como por encanto -el encanto del dinero, el encanto del cariño-. Me da las gracias y una leve, escondida sonrisa le surge desde el interior, acompañada de una reverencia oriental.
Hay un loco llamado Orestes que de mendigo mutó a empresario. Retomó sus estudios universitarios, que había dejado interrumpidos cuando lo aquejó un brote sicótico, y los terminó con éxito. Se recibió de ingeniero civil y a los pocos meses se hizo dueño de una empresa exportadora de sustancias químicas. Firmó un contrato y comenzó a enviar las sustancias a China. Al año se vio obligado a aprender chino. Tres años después contrajo nupcias con una ciudadana de Beijing, Yin Lao-tsu. La chinita le dio tres hijos: Orestes Jr., Confucio y Homero. La empresa se terminó instalando en la China y quince años después Orestes recibió la ciudadanía del país de Mao, por gracia. Fue infiel tres veces, con Pi, Mi y Li, tres hermanas que residían en Hong Kong. Al momento de su retiro fue entrevistado en un programa de variedades de la Televisión China. Ante la pregunta "¿Cuál fue el momento clave de su vida?" respondió: "Cuando me vine a China". Camino a casa se sintió culpable ante sí mismo por haber faltado a la verdad, pues pensó con toda honradez que el momento clave de verdad fue haberse casado con Yin Lao-tsu. Ni se le ocurrió pensar en el cambio de mendigo a empresario. Lo invadió en ese instante una rabia inmensa y decidió amenazar al mundo con el brazo derecho en alto y el puño cerrado.
Con ese gesto -sintomatología típica del mal llamado ocaso- lo sorprendo en la calle. Me acerco a él, lo miro a los ojos y le regalo una moneda de 500 pesos. Al parecer lo he logrado sacar de sus delirios, pues su furia acaba como por encanto -el encanto del dinero, el encanto del cariño-. Me da las gracias y una leve, escondida sonrisa le surge desde el interior, acompañada de una reverencia oriental.
viernes, octubre 13, 2006
Retratos de hombres solitarios
"Retratos de hombres solitarios", exposición a la que tuve el gusto de asistir días atrás en la galería Atlas, del pasaje Matte.
"Escritor ansioso". Se ve en el cuadro a un hombre de barba, unos 55 años, rasgos de Bogart, sentado ante un computador. En la mesa no hay cenicero y sí un estuche de lápices. Su pieza es amplia y oscura. De fondo puede apreciarse un equipo de música. Una lucecita verde delata que el equipo está encendido. La ansiedad se expresa en la mirada, fija en la pantalla. La mano izquierda le afirma la barbilla; la derecha descansa a un costado del teclado.
"El caminante". Un hombre bajo y semicalvo camina por una amplia oficina, hacia la puerta. Uno de sus hombros está ligeramente más inclinado que el otro. Se aprecia tranquilo, relajado, absolutamente seguro de sí mismo, pero ello es el producto de la genialidad del trazo del artista, quien, tras una segunda visión de la pintura, nos revela un dato fundamental, apenas perceptible: el hombre va mirando hacia el suelo. La tranquilidad troca en hondo dramatismo, en presagio de una tragedia.
"El parroquiano". Un hombre barbado y de lentes se toma un cortado en el Café Haití. Está solo en la barra, pareciera esperar a alguien. En el lienzo aparece junto al café un vaso de soda a medio consumir. Retratado en perspectiva aérea se van viendo a lo lejos los demás personajes del local: un anciano con sombrero alón y corbata multicolor, un hombre con bigote a lo Hitler, un empresario del boxeo, una pareja conformada por un hombre bajo y canoso y una rubia despampanante y algo entrada en años, un grupo compuesto por un hombre rubio de ojos verdes, otro alto y algo barrigón (con un bolso al hombro) y un tercero regordete, con lentes de mucho aumento y sandalias en vez de zapatos. Afuera, la gente desfila por el paseo peatonal.
"El lector compulsivo". Un hombre cercano a los 40 años, completamente calvo, de rostro aguzado, lee en un rincón de un restaurante. Es la hora del almuerzo y a su lado se puede apreciar a un grupo de oficinistas que comen y ríen. El lector afirma el libro con su mano izquierda en la cubierta de la mesa mientras con la derecha trincha un pedazo de carne, que en la imagen aparece a medio camino entre el plato y su boca, que aún está cerrada. Del cuadro parecen emerger ondas sonoras, correspondientes a carcajadas estentóreas y ruidos de tenedores y cuchillos sobre la loza, sensación que vuelve aún más solitario y diríase despectivo hacia el mundo entero el acto de leer.
"La película". Contra el fondo de una pantalla desmejorada que exhibe Lo que el viento se llevó se recorta la silueta de un espectador, uno solo, en medio de la vieja sala. El pintor se concentra en los rostros gigantescos de Clark Gable y Vivien Leigh, rayados con hilillos negros. Del espectador sólo se muestran sus hombros y la cabeza, levemente inclinada hacia arriba. En la pantalla no se lee ningún subtítulo. Al costado derecho de la sala se dibuja en rojo intenso la palabra exit dentro de un letrerito mínimo. La cortina, debajo del cartel, más que verse, se adivina.
"Reo rematado". Detrás de unos barrotes, que ocupan la mayor parte de la tela, el artista nos regala el ojo hambriento de un reo de alta peligrosidad en su celda solitaria. Las paredes están cubiertas de mensajes escritos con tiza, lápiz de pasta, lápiz grafito y hasta con caca parece que estuviese dibujado un par de ellos. El instinto asesino del preso queda al descubierto por el brillo del ojo: es desmesurado para la luz del ambiente.
"El aprendiz de romántico". Un hombre de unos 50 años lee un mensaje que le ha escrito su amada. Está de espaldas y unos audífonos cubren sus oídos. El fondo del cuadro es la pantalla del pc en la que priman los colores azules y celestes. Hay publicidad en los bordes y el correo parece ser hotmail. No se aprecia remitente, pero sí el contenido del mensaje, escrito en letras mayúsculas: YO TAMBIÉN TE EXTRAÑO.
"Escritor ansioso". Se ve en el cuadro a un hombre de barba, unos 55 años, rasgos de Bogart, sentado ante un computador. En la mesa no hay cenicero y sí un estuche de lápices. Su pieza es amplia y oscura. De fondo puede apreciarse un equipo de música. Una lucecita verde delata que el equipo está encendido. La ansiedad se expresa en la mirada, fija en la pantalla. La mano izquierda le afirma la barbilla; la derecha descansa a un costado del teclado.
"El caminante". Un hombre bajo y semicalvo camina por una amplia oficina, hacia la puerta. Uno de sus hombros está ligeramente más inclinado que el otro. Se aprecia tranquilo, relajado, absolutamente seguro de sí mismo, pero ello es el producto de la genialidad del trazo del artista, quien, tras una segunda visión de la pintura, nos revela un dato fundamental, apenas perceptible: el hombre va mirando hacia el suelo. La tranquilidad troca en hondo dramatismo, en presagio de una tragedia.
"El parroquiano". Un hombre barbado y de lentes se toma un cortado en el Café Haití. Está solo en la barra, pareciera esperar a alguien. En el lienzo aparece junto al café un vaso de soda a medio consumir. Retratado en perspectiva aérea se van viendo a lo lejos los demás personajes del local: un anciano con sombrero alón y corbata multicolor, un hombre con bigote a lo Hitler, un empresario del boxeo, una pareja conformada por un hombre bajo y canoso y una rubia despampanante y algo entrada en años, un grupo compuesto por un hombre rubio de ojos verdes, otro alto y algo barrigón (con un bolso al hombro) y un tercero regordete, con lentes de mucho aumento y sandalias en vez de zapatos. Afuera, la gente desfila por el paseo peatonal.
"El lector compulsivo". Un hombre cercano a los 40 años, completamente calvo, de rostro aguzado, lee en un rincón de un restaurante. Es la hora del almuerzo y a su lado se puede apreciar a un grupo de oficinistas que comen y ríen. El lector afirma el libro con su mano izquierda en la cubierta de la mesa mientras con la derecha trincha un pedazo de carne, que en la imagen aparece a medio camino entre el plato y su boca, que aún está cerrada. Del cuadro parecen emerger ondas sonoras, correspondientes a carcajadas estentóreas y ruidos de tenedores y cuchillos sobre la loza, sensación que vuelve aún más solitario y diríase despectivo hacia el mundo entero el acto de leer.
"La película". Contra el fondo de una pantalla desmejorada que exhibe Lo que el viento se llevó se recorta la silueta de un espectador, uno solo, en medio de la vieja sala. El pintor se concentra en los rostros gigantescos de Clark Gable y Vivien Leigh, rayados con hilillos negros. Del espectador sólo se muestran sus hombros y la cabeza, levemente inclinada hacia arriba. En la pantalla no se lee ningún subtítulo. Al costado derecho de la sala se dibuja en rojo intenso la palabra exit dentro de un letrerito mínimo. La cortina, debajo del cartel, más que verse, se adivina.
"Reo rematado". Detrás de unos barrotes, que ocupan la mayor parte de la tela, el artista nos regala el ojo hambriento de un reo de alta peligrosidad en su celda solitaria. Las paredes están cubiertas de mensajes escritos con tiza, lápiz de pasta, lápiz grafito y hasta con caca parece que estuviese dibujado un par de ellos. El instinto asesino del preso queda al descubierto por el brillo del ojo: es desmesurado para la luz del ambiente.
"El aprendiz de romántico". Un hombre de unos 50 años lee un mensaje que le ha escrito su amada. Está de espaldas y unos audífonos cubren sus oídos. El fondo del cuadro es la pantalla del pc en la que priman los colores azules y celestes. Hay publicidad en los bordes y el correo parece ser hotmail. No se aprecia remitente, pero sí el contenido del mensaje, escrito en letras mayúsculas: YO TAMBIÉN TE EXTRAÑO.
martes, octubre 10, 2006
Dos actores frente a frente
Hoy vi al Doctor Mortis. Me estiró los brazos desde su cama de hospital. Parecía un pájaro ansioso de cariño, atado a la cama con una correa que le impedía escaparse, como hubiese deseado hacerlo cuando el cuerpo le respondía, no hoy.
Dijo que me amaba y quiso llorar.
Recordé a Martin Landau emulando a Bela Lugosi; yo era el dr. Vicious emulando a Tim Burton. Dos actores frente a frente, él menos actor que yo o más, si ser actor es compenetrarse tanto del papel que uno se olvida que actúa.
Él no actuaba, yo sí.
Pero yo, ¿actuaba o siempre he sido así, cariñoso y calculador? ¿Es eso actuar? ¿Actúa el asesino, juega un papel cuando mata o sólo mata? ¿Es el mundo entero una reunión de actores que se las baten a medio morir saltando con sus roles?
Tal vez cuando muera, el Doctor Mortis se llevará a la tumba un buen recuerdo de su tocayo el dr. Vicious; mas me temo que tal como lo proclamó en su cama de hospital, ni la muerte ni la vida existan y haya sido él la suma de una conjunción de planetas olvidada en el tiempo.
Dijo que me amaba y quiso llorar.
Recordé a Martin Landau emulando a Bela Lugosi; yo era el dr. Vicious emulando a Tim Burton. Dos actores frente a frente, él menos actor que yo o más, si ser actor es compenetrarse tanto del papel que uno se olvida que actúa.
Él no actuaba, yo sí.
Pero yo, ¿actuaba o siempre he sido así, cariñoso y calculador? ¿Es eso actuar? ¿Actúa el asesino, juega un papel cuando mata o sólo mata? ¿Es el mundo entero una reunión de actores que se las baten a medio morir saltando con sus roles?
Tal vez cuando muera, el Doctor Mortis se llevará a la tumba un buen recuerdo de su tocayo el dr. Vicious; mas me temo que tal como lo proclamó en su cama de hospital, ni la muerte ni la vida existan y haya sido él la suma de una conjunción de planetas olvidada en el tiempo.
miércoles, septiembre 13, 2006
Haciendo el bien
(Una esquina de un pueblo de provincia. Está a punto de llover.)
-Levántate, gusano.
-¿Ah?
-¡Levántate, levanta el cuello de una vez!
-Perdón...
-Pareces un jorobado.
-Sí, es verdad...
-Pareces un caracol que se arrastra por el suelo.
-A veces encuentro billetes, soy especial para eso.
-¿Te hiciste millonario encontrando billetes?
-No, me han servido a lo más para gastarlos en hot-dogs.
-Mírame a mí. Échale un vistazo a mi saldo de Redbanc. ¿Lo ves? ¿Te fijaste? ¿Sabes el secreto?
-¿Mirar siempre al cielo?
-No, imbécil. Mirar hacia el frente... ¡Enderézate!
-Me cuesta. Me enderezo y no sé cómo, pero ya estoy encogido otra vez. Me sienta mejor andar así, ya me acostumbré. Es que, ¿sabe? No me hallo erguido, me imagino que soy creído, y yo no soy creído.
-Naciste looser y morirás looser. No vayas a salirme con que no te lo advertí.
-Gracias... sí... es verdad... usted no ha sido el único... gracias... trataré.
-¡Trata! Camina como yo. ¡Trata de verdad! ¡Verás que lo puedes lograr!
-Gracias... sí... trataré... lo prometo... trataré.
-Así me gusta. La próxima vez que te encuentre en la calle te cobraré la palabra. Ay de ti si te pillo gibado, ¿entendiste?
-Sí, je, je... gracias... sí entendí... gracias... así lo haré.
-Me voy, debo ir al banco... ¡Eh, no te vayas todavía, espera un poco!
-¿Sí?
-¿Te quedó claro? ¿Tomaste nota del consejo? ¡Es un consejo sano!
-Sí... sí... tomé nota... por supuesto.
-Bien. Ensaya desde ahora mismo... ¡Y ahora, vete!
-....
-¡¡¡Enderézate, gusano!!!
-... Sí.... sí...
(Ése no va a cambiar nunca. ¿Qué saco con gastar mi tiempo haciendo el bien?)
-Levántate, gusano.
-¿Ah?
-¡Levántate, levanta el cuello de una vez!
-Perdón...
-Pareces un jorobado.
-Sí, es verdad...
-Pareces un caracol que se arrastra por el suelo.
-A veces encuentro billetes, soy especial para eso.
-¿Te hiciste millonario encontrando billetes?
-No, me han servido a lo más para gastarlos en hot-dogs.
-Mírame a mí. Échale un vistazo a mi saldo de Redbanc. ¿Lo ves? ¿Te fijaste? ¿Sabes el secreto?
-¿Mirar siempre al cielo?
-No, imbécil. Mirar hacia el frente... ¡Enderézate!
-Me cuesta. Me enderezo y no sé cómo, pero ya estoy encogido otra vez. Me sienta mejor andar así, ya me acostumbré. Es que, ¿sabe? No me hallo erguido, me imagino que soy creído, y yo no soy creído.
-Naciste looser y morirás looser. No vayas a salirme con que no te lo advertí.
-Gracias... sí... es verdad... usted no ha sido el único... gracias... trataré.
-¡Trata! Camina como yo. ¡Trata de verdad! ¡Verás que lo puedes lograr!
-Gracias... sí... trataré... lo prometo... trataré.
-Así me gusta. La próxima vez que te encuentre en la calle te cobraré la palabra. Ay de ti si te pillo gibado, ¿entendiste?
-Sí, je, je... gracias... sí entendí... gracias... así lo haré.
-Me voy, debo ir al banco... ¡Eh, no te vayas todavía, espera un poco!
-¿Sí?
-¿Te quedó claro? ¿Tomaste nota del consejo? ¡Es un consejo sano!
-Sí... sí... tomé nota... por supuesto.
-Bien. Ensaya desde ahora mismo... ¡Y ahora, vete!
-....
-¡¡¡Enderézate, gusano!!!
-... Sí.... sí...
(Ése no va a cambiar nunca. ¿Qué saco con gastar mi tiempo haciendo el bien?)
martes, septiembre 12, 2006
En la cuerda floja
Querida hija. Te juro que esto que te relataré a continuación es la pura y santa verdad. Sucedió en la primavera de 1957 y me lo contó una persona de fiar. Como te decía, tuvo lugar en la Plaza de los Héroes de Rancagua durante la primavera de 1957, la fecha exacta no la tengo, pero debió ser cargada para octubre. La cuerda floja unía la torre oeste de la Catedral con la azotea del Liceo de Niñas en su borde norponiente y según la persona de la que te hablo, tu tío Antonio (Q.E.P.D.) quien estuvo allí y fue testigo fiel de los sucesos acaecidos, la cuerda estaba más tensa que floja. Y no hablemos de tensa, hablemos de súper tensa. Era como una línea de fierro que subía desde el Liceo a la Catedral.
Zach Colino cumplía una semana de visita en Chile, promoviendo una película circense cuyo nombre no logro recordar, creo que se llamaba "El gran circo", con las actuaciones estelares de Victor Mature, Vincent Price, Rhonda Fleming y otras estrellas. La breve gira de Zach Colino por el país había incluido Viña del Mar, Valparaíso, Quillota y la provincia de O'Higgins, escogidas por el productor seguramente por ubicarse todas cerca de Santiago. Al día siguiente Zach Colino debía viajar a Lima desde el aeropuerto de Los Cerrillos.
Pues bien, a esa hora de las ocho de la noche, en el momento en que toda la gente pensaba que Zach Colino comenzaría a subir por la cuerda floja hacia la Catedral, una mujer mayor de edad con una faldita de ésas que usan las tenistas se le adelantó. Las opiniones se repartieron entre el público. Hubo quienes aseguraron que se trataba del "aperitivo" de la jornada. Se lo hicieron ver a sus hijos y aplaudieron efusivamente. Otros especularon con la hipótesis de un escándalo destinado a causar sensación; decían que la idea que los organizadores querían dejar flotando en el ambiente era que la artista rancagüina le estaba robando el show a Zach Colino. Era Zingarella, ¿la recuerdas, hijita, esa que actuaba en el circo Frankfurt? Finalmente hubo también quienes pensaron en un número especial, un dúo en la cuerda floja, y los hechos casi les dieron la razón a éstos últimos, aunque según el tío Antonio el asunto nunca se llegó a aclarar.
Salió Zingarella y la sorpresa se convirtió en murmullo y luego en gesticulaciones, codazos entre la gente. Era de noche, como te decía, pero un foco se encargaba de iluminar a los artistas. Y justamente por ese efecto de rayo que disparaba desde abajo, los espectadores de todas las edades, que subían del millar, notaron con toda claridad que a Zingarella le faltaba su prenda más íntima. Las especulaciones se desviaron entonces hacia la depravación o su alternativa, el simple olvido producto del nervio.
En esos tiempos, como recordarás, hija mía, las mujeres no se depilaban sus vergüenzas, porque a nadie le cabía en la cabeza mirar con desparpajo esa zona de sus cuerpos, salvo a sus maridos o a sus amantes, y dentro del lecho. De modo que la visión de Zingarella en las alturas, desde la calle, se convirtió en un inesperado festín para el público, pero un festín que debió reglamentarse con rapidez. Todo fue tácito, no hubo necesidad de palabras. Las mujeres les taparon los ojos a sus pequeños y se los llevaron de inmediato para la casa, vociferando palabras que denotaban sensaciones de odio, desprecio y amargura. Unas pocas lograron arrear a sus maridos. De aquéllos, sólo algunos volvieron la vista. Los que se quedaron no hicieron mofa de los que tuvieron que irse; no había tiempo: el show estaba calculado para durar unos tres minutos, lo que dura la travesía en cuerda floja desde el Liceo a la Catedral.
El tío Antonio contó que a su parecer Zigarella estaba bebida, no tanto como para no poder cruzar, pero sí lo suficiente como para hacerlo con demasiada lentitud. De un rincón surgieron los primeros caballazos. Los piropos se fueron transformando en insultos procaces, la multitud se iba enardeciendo y desde lejos, a unas cuadras de distancia de la plaza, las madres y sus hijos escuchaban el eco de un griterío parecido al que generan las rechiflas en el estadio Braden durante un partido del O'Higgins. Zingarella no parecía estar consciente del fenómeno que estaba provocando 18 metros más abajo, lo que demostraría que lo suyo había sido simple descuido.
Hasta el momento he sido muy cuidadoso en el relato, hija mía. Trataré de extremar mis cuidados para contarte lo que viene. Te aseguro que las cosas sucedieron así. Tú sabes que el tío Antonio nunca fue dado a exagerar ni a mentir.
No se supo por qué, pero el hecho fue que Zingarella no había cumplido ni la mitad del recorrido cuando Zach Colino pisó la cuerda y avanzó hacia la Catedral. Llevaba la vara típica en sus manos y vestía un pantalón blanco ceñido al cuerpo, similar al de los bailarines de ballet. Su tórax al desnudo, su bigotillo y su peinado a la gomina resaltaban su figura varonil. El público, ya enfervorizado por el espectáculo que les regalaba Zingarella, aulló de placer con la entrada del hombre. Zach Colino exhibía una destreza sin igual en el arte de caminar por la cuerda floja, de manera que pronto, y sin pretenderlo, se fue acercando a la artista rancagüina. Para colmo, la súper tensión de la cuerda resultó ser en todo caso bastante inferior a la fuerza de gravedad: el peso de los cuerpos los acercaba naturalmente a ambos y de ello Zach Colino y el público se daban cuenta; Zingarella, no tanto.
Hija mía, presta oídos a los hechos que el tío Antonio me narró a continuación pero no oses desprender de aquéllos una enseñanza que los relacione y los formule a través de una conducta personal, pues si bien el instinto es la verdadera madre de todos los vicios en un animal inteligente, lo que lo convierte en pecado no es su conocimiento sino sucumbir a su llamado de una manera razonada.
Pudo ser el desgaste por el uso o acaso la excitación ante lo que sus ojos contemplaban delante de él, que eran las nalgas voluptuosas de Zingarella, lo cierto fue que de pronto el pene, sí, el pene de Zach Colino saltó hacia la noche de la Plaza, debido a un resquicio en la costura del pantalón blanco. Los bramidos de la multitud llegaron a decibeles impensados para una ciudad de provincia; algunos de los presentes se fueron detrás de unos árboles y se entregaron a bajos deseos, pero siempre mirando hacia arriba; otros alentaban al dúo a la unión carnal y había quienes contemplaban en silencio; el tío Antonio entre éstos últimos, si se les da fe a sus palabras. El foco ahora reunía a los dos artistas, muy cerca el uno del otro; la primera bastante más alta que el segundo.
Cuando Zingarella sintió el primer roce, como de una pelotita de carne entre sus nalgas, trató de controlar su paso para no caer, al tiempo que se le deslizó un gritito agudo que pasó inadvertido para la multitud. La dotación del miembro viril de Zach Colino era la de una persona común y corriente, lo que alegró la siquis de los hombres rancagüinos, siempre tan acomplejados del tamaño de su ciudad respecto del porte de los grandes edificios de la capital. Desde abajo el falo erecto parecía un arco brillante y venoso, que paso a paso iba desapareciendo, iba siendo tragado por la matriz de Zingarella, contra la voluntad de la artista y la de Zach Colino, pues ni al uno ni al otro se les pasaba por la mente copular en público, menos aún concentrados como debían estar, segundo a segundo, en la línea que los aferraba a la vida en el océano de la muerte.
Pero veo que ya estás preparada, hija mía. Pasemos al confesonario o, si prefieres, lo podemos hacer en esta misma pieza. Arrodíllate y veamos lo que te ha traído de nuevo hasta mí...
Zach Colino cumplía una semana de visita en Chile, promoviendo una película circense cuyo nombre no logro recordar, creo que se llamaba "El gran circo", con las actuaciones estelares de Victor Mature, Vincent Price, Rhonda Fleming y otras estrellas. La breve gira de Zach Colino por el país había incluido Viña del Mar, Valparaíso, Quillota y la provincia de O'Higgins, escogidas por el productor seguramente por ubicarse todas cerca de Santiago. Al día siguiente Zach Colino debía viajar a Lima desde el aeropuerto de Los Cerrillos.
Pues bien, a esa hora de las ocho de la noche, en el momento en que toda la gente pensaba que Zach Colino comenzaría a subir por la cuerda floja hacia la Catedral, una mujer mayor de edad con una faldita de ésas que usan las tenistas se le adelantó. Las opiniones se repartieron entre el público. Hubo quienes aseguraron que se trataba del "aperitivo" de la jornada. Se lo hicieron ver a sus hijos y aplaudieron efusivamente. Otros especularon con la hipótesis de un escándalo destinado a causar sensación; decían que la idea que los organizadores querían dejar flotando en el ambiente era que la artista rancagüina le estaba robando el show a Zach Colino. Era Zingarella, ¿la recuerdas, hijita, esa que actuaba en el circo Frankfurt? Finalmente hubo también quienes pensaron en un número especial, un dúo en la cuerda floja, y los hechos casi les dieron la razón a éstos últimos, aunque según el tío Antonio el asunto nunca se llegó a aclarar.
Salió Zingarella y la sorpresa se convirtió en murmullo y luego en gesticulaciones, codazos entre la gente. Era de noche, como te decía, pero un foco se encargaba de iluminar a los artistas. Y justamente por ese efecto de rayo que disparaba desde abajo, los espectadores de todas las edades, que subían del millar, notaron con toda claridad que a Zingarella le faltaba su prenda más íntima. Las especulaciones se desviaron entonces hacia la depravación o su alternativa, el simple olvido producto del nervio.
En esos tiempos, como recordarás, hija mía, las mujeres no se depilaban sus vergüenzas, porque a nadie le cabía en la cabeza mirar con desparpajo esa zona de sus cuerpos, salvo a sus maridos o a sus amantes, y dentro del lecho. De modo que la visión de Zingarella en las alturas, desde la calle, se convirtió en un inesperado festín para el público, pero un festín que debió reglamentarse con rapidez. Todo fue tácito, no hubo necesidad de palabras. Las mujeres les taparon los ojos a sus pequeños y se los llevaron de inmediato para la casa, vociferando palabras que denotaban sensaciones de odio, desprecio y amargura. Unas pocas lograron arrear a sus maridos. De aquéllos, sólo algunos volvieron la vista. Los que se quedaron no hicieron mofa de los que tuvieron que irse; no había tiempo: el show estaba calculado para durar unos tres minutos, lo que dura la travesía en cuerda floja desde el Liceo a la Catedral.
El tío Antonio contó que a su parecer Zigarella estaba bebida, no tanto como para no poder cruzar, pero sí lo suficiente como para hacerlo con demasiada lentitud. De un rincón surgieron los primeros caballazos. Los piropos se fueron transformando en insultos procaces, la multitud se iba enardeciendo y desde lejos, a unas cuadras de distancia de la plaza, las madres y sus hijos escuchaban el eco de un griterío parecido al que generan las rechiflas en el estadio Braden durante un partido del O'Higgins. Zingarella no parecía estar consciente del fenómeno que estaba provocando 18 metros más abajo, lo que demostraría que lo suyo había sido simple descuido.
Hasta el momento he sido muy cuidadoso en el relato, hija mía. Trataré de extremar mis cuidados para contarte lo que viene. Te aseguro que las cosas sucedieron así. Tú sabes que el tío Antonio nunca fue dado a exagerar ni a mentir.
No se supo por qué, pero el hecho fue que Zingarella no había cumplido ni la mitad del recorrido cuando Zach Colino pisó la cuerda y avanzó hacia la Catedral. Llevaba la vara típica en sus manos y vestía un pantalón blanco ceñido al cuerpo, similar al de los bailarines de ballet. Su tórax al desnudo, su bigotillo y su peinado a la gomina resaltaban su figura varonil. El público, ya enfervorizado por el espectáculo que les regalaba Zingarella, aulló de placer con la entrada del hombre. Zach Colino exhibía una destreza sin igual en el arte de caminar por la cuerda floja, de manera que pronto, y sin pretenderlo, se fue acercando a la artista rancagüina. Para colmo, la súper tensión de la cuerda resultó ser en todo caso bastante inferior a la fuerza de gravedad: el peso de los cuerpos los acercaba naturalmente a ambos y de ello Zach Colino y el público se daban cuenta; Zingarella, no tanto.
Hija mía, presta oídos a los hechos que el tío Antonio me narró a continuación pero no oses desprender de aquéllos una enseñanza que los relacione y los formule a través de una conducta personal, pues si bien el instinto es la verdadera madre de todos los vicios en un animal inteligente, lo que lo convierte en pecado no es su conocimiento sino sucumbir a su llamado de una manera razonada.
Pudo ser el desgaste por el uso o acaso la excitación ante lo que sus ojos contemplaban delante de él, que eran las nalgas voluptuosas de Zingarella, lo cierto fue que de pronto el pene, sí, el pene de Zach Colino saltó hacia la noche de la Plaza, debido a un resquicio en la costura del pantalón blanco. Los bramidos de la multitud llegaron a decibeles impensados para una ciudad de provincia; algunos de los presentes se fueron detrás de unos árboles y se entregaron a bajos deseos, pero siempre mirando hacia arriba; otros alentaban al dúo a la unión carnal y había quienes contemplaban en silencio; el tío Antonio entre éstos últimos, si se les da fe a sus palabras. El foco ahora reunía a los dos artistas, muy cerca el uno del otro; la primera bastante más alta que el segundo.
Cuando Zingarella sintió el primer roce, como de una pelotita de carne entre sus nalgas, trató de controlar su paso para no caer, al tiempo que se le deslizó un gritito agudo que pasó inadvertido para la multitud. La dotación del miembro viril de Zach Colino era la de una persona común y corriente, lo que alegró la siquis de los hombres rancagüinos, siempre tan acomplejados del tamaño de su ciudad respecto del porte de los grandes edificios de la capital. Desde abajo el falo erecto parecía un arco brillante y venoso, que paso a paso iba desapareciendo, iba siendo tragado por la matriz de Zingarella, contra la voluntad de la artista y la de Zach Colino, pues ni al uno ni al otro se les pasaba por la mente copular en público, menos aún concentrados como debían estar, segundo a segundo, en la línea que los aferraba a la vida en el océano de la muerte.
Pero veo que ya estás preparada, hija mía. Pasemos al confesonario o, si prefieres, lo podemos hacer en esta misma pieza. Arrodíllate y veamos lo que te ha traído de nuevo hasta mí...
domingo, agosto 27, 2006
El discurso de Waldo Mayorga
Pergenio Torrealba escuchaba con toda atención el testimonio arrebatador de Waldo Mayorga, su casual compañero en la barra del café. Ambos acudían coincidentemente a la misma hora y a ambos les placía ser atendidos por la misma azafata. No obstante lo anterior hubo de pasar un buen tiempo, cinco a seis meses, para que se dirigieran la palabra. Y nunca lo hubiesen hecho de no mediar la intermediación de un conocido común, que los presentó.
El discurso de Waldo Mayorga no por ser repetitivo dejaba de ser interesante. Mayorga, un hombre bajo de estatura, desplegaba acaso por esto mismo una energía y una creatividad avasalladoras, al menos siempre que se le veía en público. Mayorga era un conquistador de territorios. Odiaba los problemas, decía que le cansaban los problemas, que un buen día mandaría todo a la punta del cerro, pero poseía soluciones para todo embrollo que lo involucrase, fuese personal, económico, político o incluso aquéllos que no le atañeran en lo más mínimo. Una mañana alguien le hizo ver que, para él, un solo día sin un rompecabezas que completar le habría significado la muerte fulminante, punto con el que concordó, como siempre, mirando a los ojos a su interlocutor y luego a los cuatro rincones de la sala, pasando su mirada de alerta y satisfacción por la sala entera.
Pergenio Torrealba lo oía mientras pensaba para sus adentros cuánta distancia había entre los dos. Su mente atravesó el discurso. Imaginó que Mayorga despertaba temprano con una gran ansiedad; lo imaginó leyendo las noticias con la televisión encendida mientras desayunaba; tal vez dejaría el baño y la afeitada para después o tal vez sería lo primero que haría al levantarse; tal vez leería los diarios sentado en el inodoro. Lo que quedaba claro -y Mayorga lo había confirmado muchas veces- es que al salir de su casa ya se había fijado tres metas para el día, dos de ellas de carácter pecuniario. No era raro entonces que al momento de acostarse hubiese cerrado un par de negocios. Si uno resultaba ser malo y el otro bueno, a la larga su peculio tendría forzosamente que aumentar, esos eran sus cálculos y ése era hoy un hecho demostrable.
Por efecto comparativo pensaba entonces Pergenio Torrealba que las bases de su propia vida, al contrario de Mayorga, se habían fundado desde muy niño no en la expansión centrífuga sino en una especie de sentimiento de ahorro centrípeto que lo llevó a buscar cariño de reserva. Lo que en el fondo rehuía era la posibilidad de quedarse solo. Llegar a casa y no haber nadie que le abriera la puerta. Sin embargo (se rascó la cabeza sin darse cuenta, de su pelo cayó algo de caspa) había pasado la vida entera ansiando vivir en completa libertad y autonomía. "Hay quienes sueñan con expandirse sin límites: son los conquistadores -pensaba-. Hay otros como yo que viven para adentro, replegados, haciéndose querer". ¿Explicaba aquello su deseo de quedar bien con Dios y con el diablo? ¿Explicaba su constante tendencia a la infidelidad? ¿Explicaba el exagerado tiempo que invertía en demostrar antes que en simplemente hacer?
Nadie lo odiaba en demasía, nadie lo odiaba con la fuerza que algunos odiaban a Waldo Mayorga, es cierto, pero ¡cuánto deseó en ese instante ser odiado con la fuerza de un huracán! Habría sido sólo un momento, sin duda, un minúsculo momento en la barra de un café, pero le habría dado un respiro de alivio a su generación y a las cuatro que le antecedieron.
El discurso de Waldo Mayorga no por ser repetitivo dejaba de ser interesante. Mayorga, un hombre bajo de estatura, desplegaba acaso por esto mismo una energía y una creatividad avasalladoras, al menos siempre que se le veía en público. Mayorga era un conquistador de territorios. Odiaba los problemas, decía que le cansaban los problemas, que un buen día mandaría todo a la punta del cerro, pero poseía soluciones para todo embrollo que lo involucrase, fuese personal, económico, político o incluso aquéllos que no le atañeran en lo más mínimo. Una mañana alguien le hizo ver que, para él, un solo día sin un rompecabezas que completar le habría significado la muerte fulminante, punto con el que concordó, como siempre, mirando a los ojos a su interlocutor y luego a los cuatro rincones de la sala, pasando su mirada de alerta y satisfacción por la sala entera.
Pergenio Torrealba lo oía mientras pensaba para sus adentros cuánta distancia había entre los dos. Su mente atravesó el discurso. Imaginó que Mayorga despertaba temprano con una gran ansiedad; lo imaginó leyendo las noticias con la televisión encendida mientras desayunaba; tal vez dejaría el baño y la afeitada para después o tal vez sería lo primero que haría al levantarse; tal vez leería los diarios sentado en el inodoro. Lo que quedaba claro -y Mayorga lo había confirmado muchas veces- es que al salir de su casa ya se había fijado tres metas para el día, dos de ellas de carácter pecuniario. No era raro entonces que al momento de acostarse hubiese cerrado un par de negocios. Si uno resultaba ser malo y el otro bueno, a la larga su peculio tendría forzosamente que aumentar, esos eran sus cálculos y ése era hoy un hecho demostrable.
Por efecto comparativo pensaba entonces Pergenio Torrealba que las bases de su propia vida, al contrario de Mayorga, se habían fundado desde muy niño no en la expansión centrífuga sino en una especie de sentimiento de ahorro centrípeto que lo llevó a buscar cariño de reserva. Lo que en el fondo rehuía era la posibilidad de quedarse solo. Llegar a casa y no haber nadie que le abriera la puerta. Sin embargo (se rascó la cabeza sin darse cuenta, de su pelo cayó algo de caspa) había pasado la vida entera ansiando vivir en completa libertad y autonomía. "Hay quienes sueñan con expandirse sin límites: son los conquistadores -pensaba-. Hay otros como yo que viven para adentro, replegados, haciéndose querer". ¿Explicaba aquello su deseo de quedar bien con Dios y con el diablo? ¿Explicaba su constante tendencia a la infidelidad? ¿Explicaba el exagerado tiempo que invertía en demostrar antes que en simplemente hacer?
Nadie lo odiaba en demasía, nadie lo odiaba con la fuerza que algunos odiaban a Waldo Mayorga, es cierto, pero ¡cuánto deseó en ese instante ser odiado con la fuerza de un huracán! Habría sido sólo un momento, sin duda, un minúsculo momento en la barra de un café, pero le habría dado un respiro de alivio a su generación y a las cuatro que le antecedieron.
jueves, agosto 24, 2006
Tiempos nuevos, viejos tiempos
Nunca creí mucho en las obras, pero algo creí. En cambio de joven aborrecí la palabra escrita. Con el tiempo me fui dando cuenta de que las obras eran interpretadas a su antojo por unos y otros en tanto que la palabra escrita, a menos que alguien la tradujera a idiomas extraños o un deforme de nacimiento postulara elevarla a los altares, seguía siendo un conjunto mínimo, débil si se quiere pero a la vez inexpugnable de vocablos... o de meras palabras, dirán ustedes.
Mis mejores años los invertí en hablar, hacer, mas no escribí una sola línea. En mi delirio creí haber fundado una corriente filosófica. Tiempos ilusos. Hete allí que un borrico, discípulo no puedo llamarlo, me anduvo siguiendo y relató mis acciones. Las convirtió en palabras. ¿Con qué se quedaron los demás? Con una vaga sombra de los hechos y de los dichos, con una destartalada serie de hechos y dichos desfigurados, con una suma de palabras que ya no van a cambiar nunca. Las palabras quisieron ponerles la lápida a mis obras y a mis parábolas. Por eso, ahora que el descanso eterno me llama de a poco a su choza infecta me he visto obligado a enmendar la plana. Mi vida ha valido lo que vale mi palabra escrita. No hay otra explicación para estas memorias.
Mis mejores años los invertí en hablar, hacer, mas no escribí una sola línea. En mi delirio creí haber fundado una corriente filosófica. Tiempos ilusos. Hete allí que un borrico, discípulo no puedo llamarlo, me anduvo siguiendo y relató mis acciones. Las convirtió en palabras. ¿Con qué se quedaron los demás? Con una vaga sombra de los hechos y de los dichos, con una destartalada serie de hechos y dichos desfigurados, con una suma de palabras que ya no van a cambiar nunca. Las palabras quisieron ponerles la lápida a mis obras y a mis parábolas. Por eso, ahora que el descanso eterno me llama de a poco a su choza infecta me he visto obligado a enmendar la plana. Mi vida ha valido lo que vale mi palabra escrita. No hay otra explicación para estas memorias.
miércoles, agosto 09, 2006
El derecho a no recibir órdenes
Me pregunto, a veces, qué me podría llevar a ser objetivamente superior a unos e inferior a otros, si por superior se entiende el derecho a no recibir órdenes y por inferior, la obligación tácita o escrita que implica recibirlas. Basta hacerme la pregunta para caer en profundas depresiones, porque todo análisis que se materialice de un punto como aquél desembocará indefectiblemente en un estudio del pasado propio. Y el pasado es cruel, porque colecciona no tanto pensamientos como acciones: la mediocridad deslumbra entonces cual diamante.
lunes, agosto 07, 2006
Arranques de timidez
Vio al grupo de lejos y de inmediato advirtió a un miembro ocasional que lo intranquilizó. Intentó retrasar hasta lo indecible el acercamiento, pero al final éste tuvo que materializarse, ya que a esas alturas de la geografía urbana echar marcha atrás habría equivalido, más que a una muestra de desprecio, a un gesto de cobardía. Acercarse no era nada: había que saludar y después, hablar, decir algo. Y así lo hizo: se acercó, saludó y habló. Bien pronto se dio cuenta de que lo que él decía no le importaba a nadie o peor aún, lo que decía era interpretado por los demás exactamente de acuerdo con la imagen que guardaban de él, imagen que él mismo había contribuido a crear, pero que a todas luces era una imagen falsa; es decir, falsa en el sentido de que revelaba lo que él quería mostrar a los demás, lo que no correspondía con lo que él era en la realidad, si se entiende por realidad la verdad del alma.
Dentro de esta especie de lógica de tertulia de café en que yacía atrapado como en una telaraña -el grupo estaba efectivamente en el café- sus comentarios, los que fueron escuchados, fueron sometidos al escrutinio público y el resultado no se hizo esperar: la mofa, la sorna, la burla cayeron sobre él como caen los aguaceros en Chiloé y Valdivia: de arriba abajo y a todo pulmón. Era tan fácil reírse de él, porque a él le gustaba reírse de sí mismo. Sin embargo, esta vez todo estaba saliendo mal pues el miembro aquél que lo intranquilizaba y lo sacaba de su eje, y al que nunca miró a los ojos, transformaba la interpretación de las risas de sus amigos, de risas amables en dardos venenosos, en injurias y calumnias a su persona. Ante las bromas malsanas que recibía en descampado hubiese querido reaccionar dándoles de escobazos a todos, mas no juzgó prudente demostrar ese estado de ánimo y solo atinó a sonreír. No lograba asumir en propiedad, sin embargo, que ese miembro era tímido, más que él, y que las flechas que disparaba al aire surgían de su carácter. A contrapelo se fue dejando tragar entonces por el ambiente del café, sin hallar qué más decir.
Fue allí cuando acertó a pisar el local otro de los socios de esta peculiar agrupación, quien venía de bufanda. Pero éste fue más listo: vio a sus amigos con el rabillo del ojo y simuló responder un llamado a su celular. Dio media vuelta y se perdió en el paseo peatonal. Otro día pagaría esa cuenta, lo sabía, pues en los códigos que manejaba el grupo nada era gratuito. Le iba a salir bien cara, reían todos, incluso el miembro ocasional y el protagonista de la historia.
Dentro de esta especie de lógica de tertulia de café en que yacía atrapado como en una telaraña -el grupo estaba efectivamente en el café- sus comentarios, los que fueron escuchados, fueron sometidos al escrutinio público y el resultado no se hizo esperar: la mofa, la sorna, la burla cayeron sobre él como caen los aguaceros en Chiloé y Valdivia: de arriba abajo y a todo pulmón. Era tan fácil reírse de él, porque a él le gustaba reírse de sí mismo. Sin embargo, esta vez todo estaba saliendo mal pues el miembro aquél que lo intranquilizaba y lo sacaba de su eje, y al que nunca miró a los ojos, transformaba la interpretación de las risas de sus amigos, de risas amables en dardos venenosos, en injurias y calumnias a su persona. Ante las bromas malsanas que recibía en descampado hubiese querido reaccionar dándoles de escobazos a todos, mas no juzgó prudente demostrar ese estado de ánimo y solo atinó a sonreír. No lograba asumir en propiedad, sin embargo, que ese miembro era tímido, más que él, y que las flechas que disparaba al aire surgían de su carácter. A contrapelo se fue dejando tragar entonces por el ambiente del café, sin hallar qué más decir.
Fue allí cuando acertó a pisar el local otro de los socios de esta peculiar agrupación, quien venía de bufanda. Pero éste fue más listo: vio a sus amigos con el rabillo del ojo y simuló responder un llamado a su celular. Dio media vuelta y se perdió en el paseo peatonal. Otro día pagaría esa cuenta, lo sabía, pues en los códigos que manejaba el grupo nada era gratuito. Le iba a salir bien cara, reían todos, incluso el miembro ocasional y el protagonista de la historia.
martes, agosto 01, 2006
Salut! Demeure chaste et pure
Suelo pasar frente a la misma ventana de una casa en ruinas en el barrio Brasil y suelo ver siempre a la misma mujer de pantuflas escuchando la misma canción. Es una casa descascarada, que pide clemencia a los edificios vecinos para que éstos no se le vayan encima y la echen abajo. Hoy eran las tres de la tarde y el sol de invierno ya iba pensando en recogerse. Miré hacia adentro, no cuesta mucho hacerlo, es preciso empinarse un poco y listo; miré y otra vez vi a la dama de pelo largo y blanco sentada en los despojos de un sofá, despojos dignos, pero no enteramente limpios, con las piernas recogidas, con su bata rosada de levantarse escuchando su disco de Gounod, posiblemente el único de una colección perdida. El tocadiscos estaba ubicado como de costumbre frente a ella, en una mesita de tres patas cuyo único adorno es un portarretratos con la foto de cuatro personas: un hombre, una mujer y dos niñitas vestidas de primera comunión. Cuántas veces ya he escuchado esa misma aria al transitar por el barrio, Salut! Demeure chaste et pure. A la dama no parece importarle demasiado la eterna repetición de las notas en la voz de Jussi Björling. La dama está en ruinas, pero conserva un brillo lejano en sus ojos acuosos que miran eternamente en dirección al tocadiscos. Cuando el aria acaba ella se levanta, vuelve la aguja al surco tres y retorna al sofá, con el cigarrillo entre los dedos. Detrás de la ventana el tiempo es una nebulosa originada en un tabaco pasado de moda, en un sofá desvencijado, en el recuerdo a medias de algo que pareciera encerrar cierta importancia.
Desde la ventana se puede ver la puerta que conduce al sótano. El candado está verdoso, oxidado, hace años que no se abre.
Desde la ventana se puede ver la puerta que conduce al sótano. El candado está verdoso, oxidado, hace años que no se abre.
lunes, julio 17, 2006
Nada es perfecto
Este es el mundo de la imperfección y por lo tanto, de la tolerancia.
Nada es perfecto, como algunos osan afirmar por allí. Al contrario, todo es imperfecto. ¿Es una hoja perfecta? No, está llena de irregularidades. ¿Es un terreno perfecto? No, está lleno de anfractuosidades. ¿Es redonda la tierra? No es totalmente redonda. ¿Es el calor del sol regular? No, unos días calienta más que otros. ¿Tiene el año 365 días? No exactamente, tiene unas horas más que eso. ¿Empieza la primavera el 21 de septiembre? No, empieza un poco después. ¿Manejan los hombres en la ciudad a 50 kilómetros por hora? No, manejan a un poco más y bastante más que eso. ¿Hierve el agua a 100 grados? No, sólo a nivel del mar. ¿Las personas que tienen que entrar a trabajar a las ocho de la mañana, entran a las ocho de la mañana? No, generalmente entran a las ocho cinco, a las ocho diez y hasta a las ocho veinte. ¿Las leyes que se tienen que votar un martes, se votan un martes? No, casi siempre se votan el jueves o el martes siguiente o el año siguiente o simplemente no se votan. ¿La Corte que tiene que fallar un lunes, falla un lunes? No, deja el fallo en acuerdo (pendiente). ¿Los empresarios que tienen que pagarles las imposiciones a sus empleados, se las pagan? casi nunca: las dejan "para después". ¿Existe el año normal en términos de cantidad de lluvia caída? No, los milímetros nunca coinciden. ¿El hombre es fiel por completo? No. ¿La mujer es fiel por completo? No en el 95 por ciento de los casos. ¿Los curas son célibes? En el papel y los domingos en horario de misa. ¿Los motores de los autos fallan? Fallan. ¿Los aviones se caen? Se caen. ¿Las cartas llegan en la fecha acordada? No, llegan seis días más tarde. ¿El cuerpo humano es perfecto? No, falla y la gente se muere. ¿Dios es perfecto? No, porque la suma de errores no puede dar como resultado la perfección. ¿Los pies están hechos para caminar? No, porque cuando caminan mucho, duelen. ¿Las cuerdas vocales están hechas para hablar? No, porque cuando se usan mucho se gastan. ¿Los diarios informan todas las noticias? No, sólo las que ellos quieren. ¿Un penal es sinónimo de gol? No, y debiera serlo si la fórmula matemática de la velocidad del balón disparado en una dirección equis dividida por la velocidad de reacción del arquero fuese perfecta. ¿Lo que queda escrito no se borra? Falso, el tiempo lo borra todo. ¿Las pilas Duracell duran una eternidad? No, apenas una semana o un mes. ¿El pernil de chancho es la carne perfecta? Casi, si no fuera por la grasa.
Estos dos o tres ejemplos ilustran lo que nadie quiere ver. No hay nada perfecto. No hay hombres perfectos. No hay dioses perfectos. No hay reglas perfectas. Ni las matemáticas son perfectas.
Vivimos en la imperfección más descarada y el único remedio para combatir la imperfección es la tolerancia. Tolerar, tolerar, tolerar hasta que no demos más. Y cuando no demos más, cuando no demos más... habrá que idear la forma de desahogo perfecta, que es el crimen perfecto.
Ya he admitido en mis memorias alguno que otro crimen, como aquél de la prostituta de glúteos con textura de pelota de básquetbol. Ideo en noches de insomnio futuros crímenes perfectos. He hecho una lista:
Matar sin motivo alguno. He allí una buena idea para un crimen perfecto. No hay vínculo entre victimario y víctima.
Matar a los menesterosos. Se investiga muy poco aquellos casos. Al igual que los seres humanos, el detective por naturaleza es mediocre y propenso al ahorro de trabajo, ansioso de lucimiento, ambicioso de poder. Descubrir esos crímenes le aportan poco a su carrera.
Degollar con un trozo de hielo en un día de calor. A los pocos minutos no hay arma, desaparece la prueba del delito.
Empujar descuidadamente a la víctima a la línea del metro.
Me temo que ninguno de estos proyectos se lleve a cabo por ahora. Se necesita más estudio, es preciso repasar posibles errores, enmendar coartadas. Nada puede quedar en el aire. Hay algo que me inquieta, no sé qué es.
Nada es perfecto, como algunos osan afirmar por allí. Al contrario, todo es imperfecto. ¿Es una hoja perfecta? No, está llena de irregularidades. ¿Es un terreno perfecto? No, está lleno de anfractuosidades. ¿Es redonda la tierra? No es totalmente redonda. ¿Es el calor del sol regular? No, unos días calienta más que otros. ¿Tiene el año 365 días? No exactamente, tiene unas horas más que eso. ¿Empieza la primavera el 21 de septiembre? No, empieza un poco después. ¿Manejan los hombres en la ciudad a 50 kilómetros por hora? No, manejan a un poco más y bastante más que eso. ¿Hierve el agua a 100 grados? No, sólo a nivel del mar. ¿Las personas que tienen que entrar a trabajar a las ocho de la mañana, entran a las ocho de la mañana? No, generalmente entran a las ocho cinco, a las ocho diez y hasta a las ocho veinte. ¿Las leyes que se tienen que votar un martes, se votan un martes? No, casi siempre se votan el jueves o el martes siguiente o el año siguiente o simplemente no se votan. ¿La Corte que tiene que fallar un lunes, falla un lunes? No, deja el fallo en acuerdo (pendiente). ¿Los empresarios que tienen que pagarles las imposiciones a sus empleados, se las pagan? casi nunca: las dejan "para después". ¿Existe el año normal en términos de cantidad de lluvia caída? No, los milímetros nunca coinciden. ¿El hombre es fiel por completo? No. ¿La mujer es fiel por completo? No en el 95 por ciento de los casos. ¿Los curas son célibes? En el papel y los domingos en horario de misa. ¿Los motores de los autos fallan? Fallan. ¿Los aviones se caen? Se caen. ¿Las cartas llegan en la fecha acordada? No, llegan seis días más tarde. ¿El cuerpo humano es perfecto? No, falla y la gente se muere. ¿Dios es perfecto? No, porque la suma de errores no puede dar como resultado la perfección. ¿Los pies están hechos para caminar? No, porque cuando caminan mucho, duelen. ¿Las cuerdas vocales están hechas para hablar? No, porque cuando se usan mucho se gastan. ¿Los diarios informan todas las noticias? No, sólo las que ellos quieren. ¿Un penal es sinónimo de gol? No, y debiera serlo si la fórmula matemática de la velocidad del balón disparado en una dirección equis dividida por la velocidad de reacción del arquero fuese perfecta. ¿Lo que queda escrito no se borra? Falso, el tiempo lo borra todo. ¿Las pilas Duracell duran una eternidad? No, apenas una semana o un mes. ¿El pernil de chancho es la carne perfecta? Casi, si no fuera por la grasa.
Estos dos o tres ejemplos ilustran lo que nadie quiere ver. No hay nada perfecto. No hay hombres perfectos. No hay dioses perfectos. No hay reglas perfectas. Ni las matemáticas son perfectas.
Vivimos en la imperfección más descarada y el único remedio para combatir la imperfección es la tolerancia. Tolerar, tolerar, tolerar hasta que no demos más. Y cuando no demos más, cuando no demos más... habrá que idear la forma de desahogo perfecta, que es el crimen perfecto.
Ya he admitido en mis memorias alguno que otro crimen, como aquél de la prostituta de glúteos con textura de pelota de básquetbol. Ideo en noches de insomnio futuros crímenes perfectos. He hecho una lista:
Matar sin motivo alguno. He allí una buena idea para un crimen perfecto. No hay vínculo entre victimario y víctima.
Matar a los menesterosos. Se investiga muy poco aquellos casos. Al igual que los seres humanos, el detective por naturaleza es mediocre y propenso al ahorro de trabajo, ansioso de lucimiento, ambicioso de poder. Descubrir esos crímenes le aportan poco a su carrera.
Degollar con un trozo de hielo en un día de calor. A los pocos minutos no hay arma, desaparece la prueba del delito.
Empujar descuidadamente a la víctima a la línea del metro.
Me temo que ninguno de estos proyectos se lleve a cabo por ahora. Se necesita más estudio, es preciso repasar posibles errores, enmendar coartadas. Nada puede quedar en el aire. Hay algo que me inquieta, no sé qué es.
jueves, julio 13, 2006
Todos lo hacían
Todos lo hacían, todos lo hacían. Lo hacían de alguna manera. O derechamente. O discretamente. O usando la autoridad con desparpajo y cinismo. O a escondidas, pero lo hacían.
Yo lo hacía mentalmente, ni siquiera me atrevía a pedir permiso para hacerlo. Me lo habrían dado, pero eso qué importa a estas alturas.
Cuando la ocasión que daba origen al deseo pasaba y yo me quedaba con las ganas de hacerlo, entonces venía primero la frustración y luego el odio.
Cuántas vidas humanas han sufrido por causa de aquello, cuántos crímenes se podrían atribuir a esa semilla que no germinó, a esa trizadura del alma. Las estadísticas no hablan de esas cosas.
Yo lo hacía mentalmente, ni siquiera me atrevía a pedir permiso para hacerlo. Me lo habrían dado, pero eso qué importa a estas alturas.
Cuando la ocasión que daba origen al deseo pasaba y yo me quedaba con las ganas de hacerlo, entonces venía primero la frustración y luego el odio.
Cuántas vidas humanas han sufrido por causa de aquello, cuántos crímenes se podrían atribuir a esa semilla que no germinó, a esa trizadura del alma. Las estadísticas no hablan de esas cosas.
jueves, julio 06, 2006
El hombre que dudaba demasiado
De chico, el hombre que pensaba demasiado dudó de todo y quiso saber lo que había debajo de la trama. Por eso no creció nunca, porque nunca quiso ver la trama, sólo el revés. El revés lo que hacía era descubrirle problemas, mientras la trama brillaba, resplandecía ante todos, menos ante su estado de ánimo. Terminó sus días enredado en un nudo ciego.
Cuando tenía cinco años los problemas al hombre que dudaba demasiado lo aplastaban porque no lograba comprender sus mecanismos; más tarde le pasaron solamente por encima. Bien entrados los cuarenta sentíase ya preparado y les hacía frente justo en su momento. Ahora que está más viejo tiene la sensación de que los percibe antes de que comiencen. Tal vez a los 110 años sea capaz de tenerlos solucionados cuando ni siquiera se hayan generado los factores que den origen a ellos. Pero no habrá de llegar a esa edad porque casi sin darse cuenta ya empezó a meterse al nudo ciego.
Hokusai aspiraba a llegar a los 110 años para convertirse realmente en un artista. Decía que recién a esa edad, de cada uno de sus trazos fluiría vida. Eso es otra cosa.
Percibir las cosas antes de que sucedan otorga pequeñas ventajas y grandes inconvenientes, el más importante de los cuales es que los hechos, si uno los intuye, los termina fabricando. Al respecto, el hombre que dudaba demasiado ha descubierto en estos días algo que le ha llamado la atención: no se intuyen problemas, sino estados de ánimo.
No es que el problema no exista. Existe. O va a existir. Pero, ¿no es la comprobación del trágico destino que gobierna al hombre que dudaba demasiado el hecho de intuirlo? Esto, porque al ser parte del problema que intuye, ha sembrado una semilla con un gusano adentro. Distinta cosa sería si el hombre que dudaba demasiado intuyera problemas en los que no estuviese involucrado. ¿Es posible eso? ¿En qué no está involucrado? ¿En el lanzamiento de misiles de Corea del Norte? El hombre que pensaba demasiado tiene sus dudas al respecto.
Cuando tenía cinco años los problemas al hombre que dudaba demasiado lo aplastaban porque no lograba comprender sus mecanismos; más tarde le pasaron solamente por encima. Bien entrados los cuarenta sentíase ya preparado y les hacía frente justo en su momento. Ahora que está más viejo tiene la sensación de que los percibe antes de que comiencen. Tal vez a los 110 años sea capaz de tenerlos solucionados cuando ni siquiera se hayan generado los factores que den origen a ellos. Pero no habrá de llegar a esa edad porque casi sin darse cuenta ya empezó a meterse al nudo ciego.
Hokusai aspiraba a llegar a los 110 años para convertirse realmente en un artista. Decía que recién a esa edad, de cada uno de sus trazos fluiría vida. Eso es otra cosa.
Percibir las cosas antes de que sucedan otorga pequeñas ventajas y grandes inconvenientes, el más importante de los cuales es que los hechos, si uno los intuye, los termina fabricando. Al respecto, el hombre que dudaba demasiado ha descubierto en estos días algo que le ha llamado la atención: no se intuyen problemas, sino estados de ánimo.
No es que el problema no exista. Existe. O va a existir. Pero, ¿no es la comprobación del trágico destino que gobierna al hombre que dudaba demasiado el hecho de intuirlo? Esto, porque al ser parte del problema que intuye, ha sembrado una semilla con un gusano adentro. Distinta cosa sería si el hombre que dudaba demasiado intuyera problemas en los que no estuviese involucrado. ¿Es posible eso? ¿En qué no está involucrado? ¿En el lanzamiento de misiles de Corea del Norte? El hombre que pensaba demasiado tiene sus dudas al respecto.
lunes, julio 03, 2006
El campanario
Cuando subía las escalinatas para llegar al campanario se me vino a la mente la cinta de Hitchcock, especialmente el momento en que la monja se santigua y tañe la campana. Es una religiosa en las sombras, de bajísima estatura. Se asocian allí pecado, religión y tragedia. Asociación que hoy no provocaría desasosiego, sino curiosidad.
En la cima de la torre la campana me impresionó. Una paloma picoteaba en la tabla opaca del piso; la campana reposaba, no era su hora del día. Pesaría unas 13 toneladas, cuando menos. Era una atmósfera bella en la altura, bella y olvidada. Olía a santidad, una santidad no pestilente sino silenciosa, ausente de las cosas que pasan en la tierra. La paloma de la torre seguía picoteando.
Llegado el momento de actuar no tuve las fuerzas para hacerlo. No se actúa sólo por intención o deseo; se debe contar con medios y si éstos no están a la mano o no surgen de un fuego interno que les permita enfrentar con éxito lo que se les presente por delante es mejor no experimentar y abandonar la lucha, antes de darla siquiera. Eso fue lo que hice aquella vez.
Me admiraba de mi propia debilidad; meses atrás me hubiesen indicado con el índice como "el tipo que lo hizo", "el único que fue capaz de hacerlo". Ahora, en el campanario, no sabía si escabullirme como una rata o dar de patadas a un rincón, mas no a la campana, porque un solo golpe de zapato me habría dejado cojeando. Lo que sí deseaba, evidentemente, era liquidar a alguien. Buscar un culpable y hallarlo. Había muchos que merecían mi castigo, partiendo por mi propia persona. Los otros que me iban floreciendo en la cabeza eran hombres poderosos ante los cuales más de una vez debí inclinarme. El poder que ejercían era temporal, un poder que no dejaría historia, pero hacía daño.
Si reaccionaba coléricamente caería dentro de un corral de cerdos enlodados que chillan día y noche. Si me escabullía como una rata llevaría en mis espaldas el peso insoportable de la frustración.
Pero ya fue escrito: abandoné la lucha, antes de darla siquiera.
En la cima de la torre la campana me impresionó. Una paloma picoteaba en la tabla opaca del piso; la campana reposaba, no era su hora del día. Pesaría unas 13 toneladas, cuando menos. Era una atmósfera bella en la altura, bella y olvidada. Olía a santidad, una santidad no pestilente sino silenciosa, ausente de las cosas que pasan en la tierra. La paloma de la torre seguía picoteando.
Llegado el momento de actuar no tuve las fuerzas para hacerlo. No se actúa sólo por intención o deseo; se debe contar con medios y si éstos no están a la mano o no surgen de un fuego interno que les permita enfrentar con éxito lo que se les presente por delante es mejor no experimentar y abandonar la lucha, antes de darla siquiera. Eso fue lo que hice aquella vez.
Me admiraba de mi propia debilidad; meses atrás me hubiesen indicado con el índice como "el tipo que lo hizo", "el único que fue capaz de hacerlo". Ahora, en el campanario, no sabía si escabullirme como una rata o dar de patadas a un rincón, mas no a la campana, porque un solo golpe de zapato me habría dejado cojeando. Lo que sí deseaba, evidentemente, era liquidar a alguien. Buscar un culpable y hallarlo. Había muchos que merecían mi castigo, partiendo por mi propia persona. Los otros que me iban floreciendo en la cabeza eran hombres poderosos ante los cuales más de una vez debí inclinarme. El poder que ejercían era temporal, un poder que no dejaría historia, pero hacía daño.
Si reaccionaba coléricamente caería dentro de un corral de cerdos enlodados que chillan día y noche. Si me escabullía como una rata llevaría en mis espaldas el peso insoportable de la frustración.
Pero ya fue escrito: abandoné la lucha, antes de darla siquiera.
domingo, julio 02, 2006
Quién creó a quién
Lo que voy a decir me habría arrojado directo a las llamas hace tres siglos; hace cien años me habría mandado a la cárcel y hace diez habría motivado una carta al director. Como ahora va a pasar piola lo enuncio con todo desparpajo: así como el hombre no está en condiciones de hacer las cosas que hizo Dios, Dios no está en condiciones de hacer las cosas que ha hecho el hombre. Es la pura y santa verdad. Y que conste que hablo sin nada de soberbia.
Partamos con Dios.
Creó el Universo, es cierto. Nada fácil. Hizo que el polvo se convirtiera en materia sólida y que el fuego de las estrellas tomara forma. Estableció la variante planetaria, consistente en convertir los despojos de las estrellas en esferas rotatorias que tarde o temprano iban a dar origen a la vida, lo que a la postre sucedió. La gracia de Dios entonces fue aprovechar un resto que cualquier otro habría arrojado a la basura -los planetas- sacándole provecho gracias a su buen ojo. La otra gracia de Dios fue haber creado el tiempo y el espacio, todo un logro.
Bien, creo que hasta aquí llega Dios, salvo que se me hubiera olvidado algo, pero lo dudo. El asunto es que hace tiempo que Dios se echó a descansar porque todo lo que tenía que hacer ya lo hizo.
Veamos ahora al hombre.
Creó la televisión. ¿Son capaces de imaginarse ustedes cómo un hombre pasadito de peso que juega a la pelota en un estadio puede verse dentro de una caja de vidrio en las casas de todo el mundo? Y nótese que aquí va incluido otro invento: el satélite. O sea, mandar un cohete sin equivocarse fuera de la atmósfera y luego hacer que el aparato que lleva empiece a dar vueltas alrededor de la tierra, conectando señales que se le envían desde abajo. A mí no se me habría ocurrido nunca y es más, hago la siguiente apuesta: ¿cuántos inventos se perderían para siempre si el hombre tuviera que partir hoy de cero, por ejemplo luego de una guerra atómica? (otro invento, la bomba atómica).
El hombre creó las redes, los sistemas, ¡la computación, que es una cosa de otro planeta! Además logra que de un chorro de agua que cae a una turbina se alimente de energía eléctrica un país completo, y lo hace de tal forma que eso no puede fallar ni un segundo porque si falla queda la escoba.
Hace que una máquina de cuatro ruedas se mueva con sólo dar vuelta una llave y apretar un pedal. ¿Qué tal, sería capaz Dios de hacer eso?
Noto que mi locura está llegando a un grado tal que pronto podría asomarse la ambulancia. Bien, ahí tienen dos inventos más: con unas pastillas los doctores me pueden volver a la realidad y si no lo consiguen, con una simple forma de ordenar unas vendas me pueden inmovilizar y llevar al manicomio. Y ahora que efectivamente me llevan al hospital le hago la pregunta top al camillero, para que dirima: ¿Dios creó al hombre o el hombre a Dios?
-Lo que usted diga, amigo, lo que usted diga -contesta medio riéndose, pero noto que de pasada me roba el reloj.
Partamos con Dios.
Creó el Universo, es cierto. Nada fácil. Hizo que el polvo se convirtiera en materia sólida y que el fuego de las estrellas tomara forma. Estableció la variante planetaria, consistente en convertir los despojos de las estrellas en esferas rotatorias que tarde o temprano iban a dar origen a la vida, lo que a la postre sucedió. La gracia de Dios entonces fue aprovechar un resto que cualquier otro habría arrojado a la basura -los planetas- sacándole provecho gracias a su buen ojo. La otra gracia de Dios fue haber creado el tiempo y el espacio, todo un logro.
Bien, creo que hasta aquí llega Dios, salvo que se me hubiera olvidado algo, pero lo dudo. El asunto es que hace tiempo que Dios se echó a descansar porque todo lo que tenía que hacer ya lo hizo.
Veamos ahora al hombre.
Creó la televisión. ¿Son capaces de imaginarse ustedes cómo un hombre pasadito de peso que juega a la pelota en un estadio puede verse dentro de una caja de vidrio en las casas de todo el mundo? Y nótese que aquí va incluido otro invento: el satélite. O sea, mandar un cohete sin equivocarse fuera de la atmósfera y luego hacer que el aparato que lleva empiece a dar vueltas alrededor de la tierra, conectando señales que se le envían desde abajo. A mí no se me habría ocurrido nunca y es más, hago la siguiente apuesta: ¿cuántos inventos se perderían para siempre si el hombre tuviera que partir hoy de cero, por ejemplo luego de una guerra atómica? (otro invento, la bomba atómica).
El hombre creó las redes, los sistemas, ¡la computación, que es una cosa de otro planeta! Además logra que de un chorro de agua que cae a una turbina se alimente de energía eléctrica un país completo, y lo hace de tal forma que eso no puede fallar ni un segundo porque si falla queda la escoba.
Hace que una máquina de cuatro ruedas se mueva con sólo dar vuelta una llave y apretar un pedal. ¿Qué tal, sería capaz Dios de hacer eso?
Noto que mi locura está llegando a un grado tal que pronto podría asomarse la ambulancia. Bien, ahí tienen dos inventos más: con unas pastillas los doctores me pueden volver a la realidad y si no lo consiguen, con una simple forma de ordenar unas vendas me pueden inmovilizar y llevar al manicomio. Y ahora que efectivamente me llevan al hospital le hago la pregunta top al camillero, para que dirima: ¿Dios creó al hombre o el hombre a Dios?
-Lo que usted diga, amigo, lo que usted diga -contesta medio riéndose, pero noto que de pasada me roba el reloj.
viernes, junio 09, 2006
Forjando la mediocridad
Fui forjando mi mediocridad a punta de genialidades. Decían primero de mí: "Es aquél de las genialidades". Luego los mismos decían: "Es el loco de las genialidades". Después dijeron: "Aquél, el loco". Finalmente se reunieron en secreto y dictaminaron: "Ya está siendo la hora, pero no se lo digamos todavía".
Yo no he cambiado en toda la vida, he sido igual de chiquitito, desde que ansié superar en fama a Jesucristo. A mí lo que me hundió fue la repetición de originalidades. La gente se hastía de ver siempre lo mismo, quiere novedad. La novedad se llama juventud.
Pero me está salvando, si el término cupiera, el desprendimiento del ego. Cada mañana, al levantarme, queda en la bajada de cama una capa de piel escamosa. Al salir de la ducha me palpo las mejillas e intuyo que aún me quedan unas cuantas capas. Hay unos médicos que operan de una vez y el paciente sale a la calle menos que como Dios lo echó al mundo; sale como un atado de nervios. Yo soy de los que opina que es preferible entregarse al destino. Tal vez mi destino sea la celda 23 del patio 10 de la Penitenciaría. Pero eso, si está escrito, no se sabe.
Yo no he cambiado en toda la vida, he sido igual de chiquitito, desde que ansié superar en fama a Jesucristo. A mí lo que me hundió fue la repetición de originalidades. La gente se hastía de ver siempre lo mismo, quiere novedad. La novedad se llama juventud.
Pero me está salvando, si el término cupiera, el desprendimiento del ego. Cada mañana, al levantarme, queda en la bajada de cama una capa de piel escamosa. Al salir de la ducha me palpo las mejillas e intuyo que aún me quedan unas cuantas capas. Hay unos médicos que operan de una vez y el paciente sale a la calle menos que como Dios lo echó al mundo; sale como un atado de nervios. Yo soy de los que opina que es preferible entregarse al destino. Tal vez mi destino sea la celda 23 del patio 10 de la Penitenciaría. Pero eso, si está escrito, no se sabe.
sábado, junio 03, 2006
Detrás de una puerta de hierro oxidado
Mirados desde mi perspectiva actual, aquellos días no eran tan malos y sin embargo se me antojaban vacíos, débiles. Por las mañanas buscaba cariño, abría los ojos y me tomaba un café. Las tardes las pasaba sentado ante el computador y por las noches cenaba con música de Schubert. ¿Qué convertía en débiles y vacíos a esos días, insuperables días del recuerdo? (Ja!).
Había una mujer, muy lejos, que me provocaba cosquilleos. Cada cierto tiempo entrábamos en contacto y naturalmente nuestra gran pasión era una fantasía, un rascacielos de adobe. Tenía el poder de hacer sentir mis días vacíos, era toda una mujer.
Dejé de escribirle cuando me contó al pasar, asunto de rutina, que ese día había hecho el amor tres veces con su esposo. ¿Y yo qué soy, entonces, para qué me necesita?, pensé. Me sentía tan ridículo; apenas 24 horas antes le había dicho que la amaba. ¡Amor, ja!
Mis noches en el valle de Rapel pudieran ser mejores, pero no me quejo. Desde la colina se ve el río serpenteante, que poco más allá va a dar al mar. Por el camino pasan los autos con sus luces geométricas y sus ruidos de motor, sonidos agradables en el campo. En el día, un pescador rema hacia donde haya peces. Eso se ve desde acá arriba, un hombre en bote flotando lento, lento.
Donde yo vivo ahora está lleno de cruces olvidadas. Hay una puerta de hierro oxidado siempre abierta, que nadie traspasa. El pasto ha crecido y con él la maleza; nadie lo corta. Unos manzanos lánguidos de frutos verdes, amargos, me dan abrigo cuando cae la lluvia. Espero aquí mi hora, he dejado una orden al respecto.
Los días son largos, quisiera que fuesen más cortos. No se trata de exceso de luz solar, me estoy refiriendo a otra cosa, ¿se entiende?
Me aburro de esperar.
Pero el verdadero vacío no es éste. Dicho de otro modo, hay grandes mensajes que me han llegado desde que vivo en esta colina. La revelación mayor de todas, título y texto de algún libro iniciático, fundacional, es: "Las horas largas hablan y el silencio de su mensaje es la verdad".
Había una mujer, muy lejos, que me provocaba cosquilleos. Cada cierto tiempo entrábamos en contacto y naturalmente nuestra gran pasión era una fantasía, un rascacielos de adobe. Tenía el poder de hacer sentir mis días vacíos, era toda una mujer.
Dejé de escribirle cuando me contó al pasar, asunto de rutina, que ese día había hecho el amor tres veces con su esposo. ¿Y yo qué soy, entonces, para qué me necesita?, pensé. Me sentía tan ridículo; apenas 24 horas antes le había dicho que la amaba. ¡Amor, ja!
Mis noches en el valle de Rapel pudieran ser mejores, pero no me quejo. Desde la colina se ve el río serpenteante, que poco más allá va a dar al mar. Por el camino pasan los autos con sus luces geométricas y sus ruidos de motor, sonidos agradables en el campo. En el día, un pescador rema hacia donde haya peces. Eso se ve desde acá arriba, un hombre en bote flotando lento, lento.
Donde yo vivo ahora está lleno de cruces olvidadas. Hay una puerta de hierro oxidado siempre abierta, que nadie traspasa. El pasto ha crecido y con él la maleza; nadie lo corta. Unos manzanos lánguidos de frutos verdes, amargos, me dan abrigo cuando cae la lluvia. Espero aquí mi hora, he dejado una orden al respecto.
Los días son largos, quisiera que fuesen más cortos. No se trata de exceso de luz solar, me estoy refiriendo a otra cosa, ¿se entiende?
Me aburro de esperar.
Pero el verdadero vacío no es éste. Dicho de otro modo, hay grandes mensajes que me han llegado desde que vivo en esta colina. La revelación mayor de todas, título y texto de algún libro iniciático, fundacional, es: "Las horas largas hablan y el silencio de su mensaje es la verdad".
lunes, mayo 29, 2006
Tensión
Vargas estaba tirado en la arena cuando su mujer le preguntó qué lo haría completamente feliz. Vargas se quedó pensando y se asombró de aquello. Siempre había considerado que esa respuesta era pan comido.
-Vivir en una casa frente al lago -dijo.
-O vivir en una casa frente a la playa -agregó.
-Escribir en el computador -agregó.
-Tomar al mediodía el café con mis amigos -agregó.
Ni una sola vez mencionó a su mujer, pero supuso que aquello estaba implícito en la respuesta. El sol invernal del norte grande los siguió calentando, pero llegaba la hora de retornar a Santiago. Antes de caminar al camarín a cambiarse de ropa, Vargas se hizo retratar. El tiempo lo habrá de mostrar para siempre como un cincuentón de barbilla doble y barriga blanca. Su bella mujer, que permanecía silenciosa, guardó la cámara y lo esperó paseando de un extremo a otro en la playa.
Vargas sintió que por la mente le rondaba una vaga tensión. Nunca había aprendido a distinguir la distancia que separaba la dicha del pánico; a veces dos o tres estímulos inmanejables bastaban para que pusiera un pie en el otro sendero. Esta vez se sentía bien, su cabeza no le zumbaba como el día anterior, su garganta ya no estaba inflamada, su aparato digestivo procesaba con normalidad, pero la pregunta... la pregunta... le volvió a la mente esa antigua y difusa intuición de no saber a ciencia cierta por qué vivía. Concluyó, tal vez erradamente, que era un hombre profundamente infeliz.
La tensión es parecida a la amenaza de ruina, equivale al momento anterior de la crisis epiléptica, cuando un aura de bienestar rodea la mente del paciente (Dostoievsky describe con bastante exactitud la antesala del ataque) para que segundos más tarde se desencadene una tempestad interna de relámpagos. En momentos de terror o de extrema tensión sobrevienen instantes de espera, ha dicho un escritor americano.
Vargas, a quien la inocente pregunta de su mujer lo lanzó de lleno a sus profundidades más lúgubres, pensaba en el camarín que sólo querría ser amable con ella, sólo desearía abrirle su corazón; en cambio una furia inexplicable se iba apoderando de él y le encendía otros deseos muy diferentes de los bellos que quiso imaginar ante la cuestión referida a su felicidad. A la salida, una parte de sí le imploraba decir palabras lindas, otra le ordenaba huir con rumbo desconocido, no estar allí, no estar en ninguna parte. Vivía un momento de tensión, sometido a la acción de fuerzas opuestas que lo atraían.
Ya vestido, listo para conducir el automóvil de alquiler que los habría de llevar al aeropuerto, escuchó la voz frágil de su mujer, que le dijo:
-Yo no soportaría vivir sola, no soportaría la oscuridad de la noche.
-Vivir en una casa frente al lago -dijo.
-O vivir en una casa frente a la playa -agregó.
-Escribir en el computador -agregó.
-Tomar al mediodía el café con mis amigos -agregó.
Ni una sola vez mencionó a su mujer, pero supuso que aquello estaba implícito en la respuesta. El sol invernal del norte grande los siguió calentando, pero llegaba la hora de retornar a Santiago. Antes de caminar al camarín a cambiarse de ropa, Vargas se hizo retratar. El tiempo lo habrá de mostrar para siempre como un cincuentón de barbilla doble y barriga blanca. Su bella mujer, que permanecía silenciosa, guardó la cámara y lo esperó paseando de un extremo a otro en la playa.
Vargas sintió que por la mente le rondaba una vaga tensión. Nunca había aprendido a distinguir la distancia que separaba la dicha del pánico; a veces dos o tres estímulos inmanejables bastaban para que pusiera un pie en el otro sendero. Esta vez se sentía bien, su cabeza no le zumbaba como el día anterior, su garganta ya no estaba inflamada, su aparato digestivo procesaba con normalidad, pero la pregunta... la pregunta... le volvió a la mente esa antigua y difusa intuición de no saber a ciencia cierta por qué vivía. Concluyó, tal vez erradamente, que era un hombre profundamente infeliz.
La tensión es parecida a la amenaza de ruina, equivale al momento anterior de la crisis epiléptica, cuando un aura de bienestar rodea la mente del paciente (Dostoievsky describe con bastante exactitud la antesala del ataque) para que segundos más tarde se desencadene una tempestad interna de relámpagos. En momentos de terror o de extrema tensión sobrevienen instantes de espera, ha dicho un escritor americano.
Vargas, a quien la inocente pregunta de su mujer lo lanzó de lleno a sus profundidades más lúgubres, pensaba en el camarín que sólo querría ser amable con ella, sólo desearía abrirle su corazón; en cambio una furia inexplicable se iba apoderando de él y le encendía otros deseos muy diferentes de los bellos que quiso imaginar ante la cuestión referida a su felicidad. A la salida, una parte de sí le imploraba decir palabras lindas, otra le ordenaba huir con rumbo desconocido, no estar allí, no estar en ninguna parte. Vivía un momento de tensión, sometido a la acción de fuerzas opuestas que lo atraían.
Ya vestido, listo para conducir el automóvil de alquiler que los habría de llevar al aeropuerto, escuchó la voz frágil de su mujer, que le dijo:
-Yo no soportaría vivir sola, no soportaría la oscuridad de la noche.
(Ilustración: Sergio Mardones)
domingo, mayo 21, 2006
Obsesiones malditas
La persistencia de la imagen en la mente es una patología que los expertos definen como "obsesión". Las obsesiones nacen de la nada o de estallidos. Las obsesiones que nacen de la nada son las más difíciles de tratar, pues denotan una anomalía endógena en el cerebro por causas desconocidas. Las que nacen de estallidos son tanto o más peligrosas que las anteriores y pueden llevar al suicidio. Recuerdo haber leído el caso de una joven que fue violada por un artesano contra los oscuros murallones de una feria, un domingo por la noche. El hombre le ofreció unos aros, la muchacha se los probó y el hombre la llevó al muro, la empujó contra el ladrillo y le tapó la boca con una mano mientras con la otra se bajaba el pantalón, le bajaba los calzones y la presionaba contra su cuerpo. Así estuvieron unos dos o tres minutos, ella intentando zafarse y él poseyéndola con bestialidad hasta que hubo consumado su deseo. Luego la dejó ir, lo que en buenas cuentas equivalió a perdonarle la vida, pues sabido es que los violadores no encuentran mejor salida para renegar de su acción que hacer desaparecer el objeto de su deseo.
Pero la joven fue incapaz de resistir la imagen tan potente que a cada momento se le cruzaba por la cabeza. Quería pensar en otra cosa, pero se le aparecía el hombre en los tres momentos del acto: al principio, cuando la miraba dulcemente y le ofrecía los aros; luego cuando la forzaba y finalmente cuando al dejarla ir le lanzaba una advertencia con una voz aguda, aún palpitante.
Le aparecía una y otra vez, además, la sensación del miembro masculino penetrando en su sagrada intimidad, y sobre todo el recuerdo de su propia e intensa lubricación y hasta de lo que alcanzó a intuir como la antesala de un goce inmenso, goce que no fue sólo por la rapidez con que acabó el artesano.
Se tomó un frasco de pastillas y quedó durmiendo para siempre. La obsesión desapareció junto con ella, aunque tal vez la acompañe de alguna forma por los desconocidos caminos de la eternidad de la muerte.
Pero la joven fue incapaz de resistir la imagen tan potente que a cada momento se le cruzaba por la cabeza. Quería pensar en otra cosa, pero se le aparecía el hombre en los tres momentos del acto: al principio, cuando la miraba dulcemente y le ofrecía los aros; luego cuando la forzaba y finalmente cuando al dejarla ir le lanzaba una advertencia con una voz aguda, aún palpitante.
Le aparecía una y otra vez, además, la sensación del miembro masculino penetrando en su sagrada intimidad, y sobre todo el recuerdo de su propia e intensa lubricación y hasta de lo que alcanzó a intuir como la antesala de un goce inmenso, goce que no fue sólo por la rapidez con que acabó el artesano.
Se tomó un frasco de pastillas y quedó durmiendo para siempre. La obsesión desapareció junto con ella, aunque tal vez la acompañe de alguna forma por los desconocidos caminos de la eternidad de la muerte.
martes, mayo 16, 2006
El doble
Fue el martes o miércoles pasado, no recuerdo exactamente, cuando me volví a encontrar con mi doble. Lo noté viejo y cansado, algo obeso, barrigudo. Es increíble que todos los seres humanos tengamos un doble. Tanto escándalo que se hace hoy con la clonación, en circunstancias que desde que el hombre es hombre hay alguien igual a uno rondando por ahí y nadie dice nada.
No vayan a creer que mi doble es la imagen del espejo. Es en efecto la imagen del espejo. Pero también es un hombre de carne y hueso que camina, usa locomoción colectiva, entra a las oficinas y trabaja igual que uno.
Ese día, por ejemplo, lo vi clarito. Se bajó de la micro, miró la hora en el reloj de la esquina y apresuró el paso, porque iba atrasado. Cruzó semáforos con prudencia, para no ser atropellado, pisó por cábala el metal redondeado que sobresale de la baldosa en el paradero cercano a su oficina y entró a ésta con aire medio tranquilo medio apurado. Lo más divertido fue cuando justo al entrar se pasó la mano por el pelo, como si con eso quedara más presentable. No se daba cuenta de que nadie se interesaba en mirarlo al pobre y que el pelo le había quedado igual que siempre. Yo lo seguí para advertirle que esa mañana el jefe andaba de malas pulgas y que por eso no se le ocurriera pasar por delante de su cuchitril, pero ya era tarde: pasó delante de su cuchitril y le dijo buenos días pero no con la boca, sino con un gesto que nadie entendió y que pareció molestar sobremanera al temido Jefe, quien luego de unos segundos volvió a concentrarse en su trabajo.
Por la noche lo vi entrar a mi propia casa. Abrió la puerta con la llave y miró en derredor. El televisor estaba encendido y en el sofá mi mujer veía un programa del Discovery Channel con mis hijos. ¡El doble la besó en los labios y ella le correspondió! Era una infidelidad a toda prueba, y sin embargo yo callé la boca. Lo esperé en la cocina, a sabiendas de que vendría directo al refrigerador. Y lo hizo: abrió la puerta, sacó una Coca-Cola, la vertió en un vaso con dos cubos de hielo y luego le echó una buena dosis de pisco encima. Tomó el primer sorbo, dijo ¡ahhh! y preguntó, de lejos, ¿qué hay?, recibiendo por respuesta el mayor de los silencios.
Luego lo vi sentado ante el televisor, solo, cambiando canales mientras los demás dormían, y hasta pude observar sus sueños, que consistían en cosas tan simples que era incomprensible que nunca él se las confesara a nadie: tener un pasar tranquilo, amar y recibir amor, echarse una canita al aire, escribir historias. Pensamientos buenos y no obstante se empeñaba en subir el volumen del televisor, como haciéndose notar, como mandando un mensaje que sólo consiguió por respuesta un grito desde las profundidades del dormitorio, grito que redujo al doble a un montón de polvo que desapareció, presuroso, por la rendija hacia la noche.
No vayan a creer que mi doble es la imagen del espejo. Es en efecto la imagen del espejo. Pero también es un hombre de carne y hueso que camina, usa locomoción colectiva, entra a las oficinas y trabaja igual que uno.
Ese día, por ejemplo, lo vi clarito. Se bajó de la micro, miró la hora en el reloj de la esquina y apresuró el paso, porque iba atrasado. Cruzó semáforos con prudencia, para no ser atropellado, pisó por cábala el metal redondeado que sobresale de la baldosa en el paradero cercano a su oficina y entró a ésta con aire medio tranquilo medio apurado. Lo más divertido fue cuando justo al entrar se pasó la mano por el pelo, como si con eso quedara más presentable. No se daba cuenta de que nadie se interesaba en mirarlo al pobre y que el pelo le había quedado igual que siempre. Yo lo seguí para advertirle que esa mañana el jefe andaba de malas pulgas y que por eso no se le ocurriera pasar por delante de su cuchitril, pero ya era tarde: pasó delante de su cuchitril y le dijo buenos días pero no con la boca, sino con un gesto que nadie entendió y que pareció molestar sobremanera al temido Jefe, quien luego de unos segundos volvió a concentrarse en su trabajo.
Por la noche lo vi entrar a mi propia casa. Abrió la puerta con la llave y miró en derredor. El televisor estaba encendido y en el sofá mi mujer veía un programa del Discovery Channel con mis hijos. ¡El doble la besó en los labios y ella le correspondió! Era una infidelidad a toda prueba, y sin embargo yo callé la boca. Lo esperé en la cocina, a sabiendas de que vendría directo al refrigerador. Y lo hizo: abrió la puerta, sacó una Coca-Cola, la vertió en un vaso con dos cubos de hielo y luego le echó una buena dosis de pisco encima. Tomó el primer sorbo, dijo ¡ahhh! y preguntó, de lejos, ¿qué hay?, recibiendo por respuesta el mayor de los silencios.
Luego lo vi sentado ante el televisor, solo, cambiando canales mientras los demás dormían, y hasta pude observar sus sueños, que consistían en cosas tan simples que era incomprensible que nunca él se las confesara a nadie: tener un pasar tranquilo, amar y recibir amor, echarse una canita al aire, escribir historias. Pensamientos buenos y no obstante se empeñaba en subir el volumen del televisor, como haciéndose notar, como mandando un mensaje que sólo consiguió por respuesta un grito desde las profundidades del dormitorio, grito que redujo al doble a un montón de polvo que desapareció, presuroso, por la rendija hacia la noche.
miércoles, mayo 10, 2006
Las puertas del cielo
(Ilustración: Sergio Mardones)
Una noche brumosa me perdí y fui a dar a un lugar que nunca había visto en un sector pantanoso de Valdivia, cercano a San José de la Mariquina. En un claro del bosque me encontré de pronto frente a una puerta descomunal, mejor dicho bajo una puerta descomunal. Presumí que la inscripción en bronce del vocablo "Cielo" en un ángulo superior de la hoja derecha de la entrada era la metáfora ideada por un chiflado o el nombre de fantasía de alguna próspera empresa maderera que desconocía. El suelo despedía vapores de hojas en descomposición, la niebla se tornaba más y más densa con el correr de los minutos, haciendo que el paisaje redujera notablemente sus elementos: sólo la puerta, unos pocos arbustos, el murmullo del riachuelo, la sombra que no dejaba ver el bosque.
Había que hacer algo, pues obviamente a la intemperie no lograría sobrevivir ni siquiera una noche; tal era el frío y la lluvia que se había dejado caer a baldazos. La puerta se me hacía más alta no bien le dirigía la mirada, lo que trataba de evitar, ya que su sola visión me despertaba una inquietud infinitamente superior a la de la situación que vivía. Era una puerta maciza de alerce de dos hojas, como ya he dicho; una anchura de unos seis metros y una altura de unos 25 metros, digo 25 porque superaba a un edificio de seis pisos.
Con cierto alivio, si se pudiese usar ese término para describir la pesadilla que protagonizaba a mi pesar, recordé que lo que estuviese viviendo en ese instante, fuese realidad, sueño o ficción, era la experiencia de volver a estar ante las puertas del cielo, de modo que algo bueno podía salir de aquello. La primera vez que tuve la oportunidad de traspasar ese umbral fue a los ocho años, cuando me caí del parrón y perdí el conocimiento. Durante unos minutos un hombre de barba blanca me tomó de la mano y me condujo por un sendero que terminaba en una puerta como de sala de clases. La abrió un poco y me dijo: "Estas son las puertas del cielo. Observa con atención lo que hay más allá pero no entres, porque todavía no lo puedes hacer". Me asomé a mirar y una luz enceguecedora me despertó y no pude ver lo que había en el cielo: el doctor Dintrans alumbraba mis ojos con una linternita.
La segunda vez sucedió un otoño en que estuve en un tris de lanzarme con mi auto al río Maipo para poner fin a mis días. En ese momento vi de nuevo las puertas del cielo: eran verdosas, de un metal oxidado. Llegué a sentir el inmundo sabor de las aguas y el dolor de la fractura en el cráneo. Todo no fue más que un mal momento, un estallido que se frenó y dejó que gastara su energía en un incesante recorrido por la sangre hasta que volví a ser el de antes.
La noche que relato ha sido la última. Toqué dos veces y las puertas se abrieron de par en par sin que chirriaran los goznes. No se veía nada, el agua ya me llegaba a los talones y las ramas que arrastraba me herían las piernas; en el cielo no se oían voces, no se escuchaban oraciones ni notas de arpa. Pensé que San Pedro se haría presente junto a San Juan el Evangelista, Abraham, Moisés, Jesús, pero el aguacero era demasiado intenso y no se prestaba para la meditación ni para el perdón, ni siquiera para consultas o inscripciones en listas de espera. El agua ya me llegaba a las rodillas y me arrastraba hacia adentro, cada tres o cuatro pasos resbalaba y caía y tragaba un líquido pastoso, que me dejaba restos hilachentos en la garganta. Me vi obligado a nadar, las brazadas me llevaron a una cascada que me sumergió durante unos segundos en un agua espumosa, plagada de salmones que pugnaban por vencer la corriente, pasándome a llevar las orejas con sus aletas filudas. Era tal mi desesperación que me agarré a lo que pude y no lo solté: una raíz nervuda que me permitió ver un nuevo amanecer, cuando lo creía todo perdido...
Había que hacer algo, pues obviamente a la intemperie no lograría sobrevivir ni siquiera una noche; tal era el frío y la lluvia que se había dejado caer a baldazos. La puerta se me hacía más alta no bien le dirigía la mirada, lo que trataba de evitar, ya que su sola visión me despertaba una inquietud infinitamente superior a la de la situación que vivía. Era una puerta maciza de alerce de dos hojas, como ya he dicho; una anchura de unos seis metros y una altura de unos 25 metros, digo 25 porque superaba a un edificio de seis pisos.
Con cierto alivio, si se pudiese usar ese término para describir la pesadilla que protagonizaba a mi pesar, recordé que lo que estuviese viviendo en ese instante, fuese realidad, sueño o ficción, era la experiencia de volver a estar ante las puertas del cielo, de modo que algo bueno podía salir de aquello. La primera vez que tuve la oportunidad de traspasar ese umbral fue a los ocho años, cuando me caí del parrón y perdí el conocimiento. Durante unos minutos un hombre de barba blanca me tomó de la mano y me condujo por un sendero que terminaba en una puerta como de sala de clases. La abrió un poco y me dijo: "Estas son las puertas del cielo. Observa con atención lo que hay más allá pero no entres, porque todavía no lo puedes hacer". Me asomé a mirar y una luz enceguecedora me despertó y no pude ver lo que había en el cielo: el doctor Dintrans alumbraba mis ojos con una linternita.
La segunda vez sucedió un otoño en que estuve en un tris de lanzarme con mi auto al río Maipo para poner fin a mis días. En ese momento vi de nuevo las puertas del cielo: eran verdosas, de un metal oxidado. Llegué a sentir el inmundo sabor de las aguas y el dolor de la fractura en el cráneo. Todo no fue más que un mal momento, un estallido que se frenó y dejó que gastara su energía en un incesante recorrido por la sangre hasta que volví a ser el de antes.
La noche que relato ha sido la última. Toqué dos veces y las puertas se abrieron de par en par sin que chirriaran los goznes. No se veía nada, el agua ya me llegaba a los talones y las ramas que arrastraba me herían las piernas; en el cielo no se oían voces, no se escuchaban oraciones ni notas de arpa. Pensé que San Pedro se haría presente junto a San Juan el Evangelista, Abraham, Moisés, Jesús, pero el aguacero era demasiado intenso y no se prestaba para la meditación ni para el perdón, ni siquiera para consultas o inscripciones en listas de espera. El agua ya me llegaba a las rodillas y me arrastraba hacia adentro, cada tres o cuatro pasos resbalaba y caía y tragaba un líquido pastoso, que me dejaba restos hilachentos en la garganta. Me vi obligado a nadar, las brazadas me llevaron a una cascada que me sumergió durante unos segundos en un agua espumosa, plagada de salmones que pugnaban por vencer la corriente, pasándome a llevar las orejas con sus aletas filudas. Era tal mi desesperación que me agarré a lo que pude y no lo solté: una raíz nervuda que me permitió ver un nuevo amanecer, cuando lo creía todo perdido...
martes, mayo 09, 2006
Tardecitas de domingo
Ahora me ha dado por ir al Parque Forestal. Los primeros días me los pasaba en la Plaza de Armas, no digamos que dándoles de comer a las palomas, porque sería como un cuento de jubilados, y éste no es un cuento de jubilados, ni siquiera es un cuento; sino que, como iba a decir, los primeros días me los pasaba mirando caras. Es tan curioso mirar caras. Uno puede sentarse y ver muchas caras, digamos unas 200 caras. Cada una es diferente, sin embargo uno se termina aburriendo y cuando ya las ha visto todas no queda otra cosa que levantarse y caminar.
Así lo hacía yo. Me sentaba en un escaño a mirar caras y cuando sentía el dolor en la espalda por esos palos tan disparejos que colocan los fabricantes de escaños me paraba y me iba. Tomaba mis bártulos, que nunca eran muchos, digamos una agenda y un libro, o sólo una agenda, y me ponía a recorrer las calles céntricas, silbando una canción de puro contento. Me sentía importante, protagonista de una fuga de película. Lo más curioso era que no estaba triste, sino apenas algo nervioso. Me decía: "Aquí voy caminando, solo, yo versus el mundo. Ahora puedo darme el lujo de descubrir Santiago y afilar de lo lindo".
¡Qué curioso! Nunca pensé que esta ciudad fuese nostálgica. Pero ese no es el tema, sino... ¿cuál es el tema?, ¿el de mi importancia? ¿el de mi fuga? ¿el de las minas de la plaza? Se me ocurre que estos tres tópicos podrían conformar un solo gran tema, el de las "Tardecitas de domingo", tema que comienza por supuesto todos los domingos, salvo que llueva, cuando me dejo caer por los caminitos del Parque Forestal. Llego temprano, tipo diez y media, con el diario bajo el brazo. Enciendo un cigarrillo y me gano en un banco, de frente al Mapocho. Siento sus olores pestilentes combinados con el humo del tabaco y los aromas de la brisa que pasa por entre las ramas de los árboles. Examino el diario, lo palpo, le tomo el peso y lo leo. Me gusta empezar de atrás para adelante. Abro la página de la cartelera y la programación de la TV. Aseguro el panorama de la postrimería fabricándome la idea de una noche con cervezas y papas fritas envasadas frente a la pantalla. Cuando no hay programas buenos me deprimo anticipadamente. Pero no es tan tremenda una depresión frente al Mapocho, mientras la brisa mueve las solapas del abrigo. Digamos que es preferible a encender de noche la TV y encontrarse con bodrios más grandes que los tres chanchitos. Después me paso al fútbol y a los crímenes. No hay noticias más entretenidas y completas que los crímenes. Tienen emoción, suspenso, horror; hablan de miserias humanas y almas enfermas. No se andan acartuchando y tienen la ventaja de estar protagonizadas casi siempre por gente pobre. Los pobres no se avergüenzan de lo que son; cuentan sus pesares como si dijeran la hora y no amenazan a la prensa (me puse filósofo, filósofo de banco. El doctor Escaño).
Cuando los palos del asiento, las noticias, la brisa, el hedor mapochino cansan, miro el reloj y me levanto. Hago hora para entrar a la fuente de soda de costumbre, en la que me está esperando la mina de siempre con el hot dog y la cerveza. Dejo la barra llena de servilletas manchadas, paso al baño a orinar y lavarme los dientes y me voy, con ese aire misterioso que la hará pensar (a ella, la mina de la barra) en el bebedor de cerveza, aquel cuento de Rojas.
Ha llegado entonces la hora estelar, la de las tardecitas de domingo. Camino hasta la Plaza de Armas y me siento a observar. Antes lo hacía por las mañanas, pero ahora cambié de estrategia, como lo dije al principio. Las mañanas, lo descubrí después, no eran apropiadas para lograr mi objetivo.
El periscopio doble se mueve de aquí hacia allá, hasta que da con la presa. La huevona se pasea nerviosa, con su traje negro dos piezas y su cartera blanca. La falda suele terminar con una rotura en el corte. Las uñas son rojas y cortas y los dedos, toscos, como recién lavados con Rinso. Los zapatos negros de taco medio tienen las tapillas gastadas y la mirada siempre se dirige a un costado bajo (no es una mirada de asesino; digamos que es la de un animal fuera de ambiente; o si lo prefieren, la de una empleadita con día libre). Como esto no es un cuento, lo repito, puedo darme el lujo de reproducir un bosquejo de diálogo, que bien pudiera tomarse como manual para conquistar chinas.
-Hola.
-...
-Tan calladita.
-...
-En el Roxy están dando la película de Luis Miguel.
-...
-Yo no le digo que la voy a invitar. Es por si usted la quiere ver con su amigo. Pero parece que no llegó. A lo mejor tuvo que quedarse en el jardín.
-¿Lo conoce?
(En mi puta vida he visto al huevón)
-Sí, una vez los escuché conversar en un banco. Perdone usted, mi querida dama, no fue mi intención. Pero verlos a ambos juntos me produjo cierta tristeza, porque yo me decía: "esta señorita tan linda sale con el jardinero, y el jardinero ni la infla..."
-¿Por qué dice...?
-Se notaba. Mire, señorita...
-Lucy...
-Mire, Lucy. Usted es demasiado para él. Es linda, romántica, no está para andar llenándose las manos de tierra. Permítame su mano. Mire, ésta es la mano de una dama, lo repito.
-Se está burlando...
-¿De usted? ¿Por qué lo dice? Me ofende.
-No, si no.
-Vamos, la invito a un jugo. Su amiguito ya no llegó.
La tomo del brazo y me la llevo, contemplando con el rabillo del ojo al culiado, que llega tarde y sudoroso a la cita del domingo. La apego un poco al cuerpo, rozándole el muslo con mis piernas al cruzar una calle, y la meto pronto a un local de medio pelo, donde despacho el jugo en pocos minutos (porque la tarde es corta). Luego me la llevo al cine. La abrazo a la entrada y la beso en la mejilla, lo que siempre provoca un rechazo y una risa (estas mierdas nunca se atreven a más, por la vergüenza que les causa el acomodador). Ya sentados, procedo con toda discreción.
-Lucy...
-Ya po.
-Huachita linda.
-Ya po.
-Es que es tan linda...
-Ya, déjese.
-Un puro besito.
-No.
-Uno solo.
-Me voy a ir.
(Beso)
-¿Ve que no era tan malo?
-Usted... ni lo conozco.
-¡Cómo! Aquí está mi carnet.
(Risas)
-Se la sabe por libro.
-Es que la quiero...
-Mentiroso.
-Verdad.
La beso y la aprieto. Le paso los dedos por las tetas y deslizo la otra mano debajo de la falda, hasta casi llegar a la zona prohibida. Ella comienza a excitarse, pero yo sé que en el teatro no se va a entregar. La llevo entonces a un "lugar más cómodo", en el que se deja sorprender por la decoración de fantasía y los espejos. Y allí, entre promesas de matrimonio y cariños tiernos, la doy vuelta a cachas toda la tarde.
Cuando las cortinas dejan de tragarse la luz del sol y los faroles se anuncian a lo lejos, como huevos de avestruz, la suelto y me voy a la ducha. Ella se viste, feliz de haber pasado una tarde de amor que podrá contar a sus envidiosas amigas en la cola de la panadería. Me tira un beso que apenas le respondo, por compasión y por si las moscas me la topo al domingo siguiente (el problema de estas maracas es que son todas iguales; uno se las afila una vez y ya creen que están de novias). La acompaño al paradero, le digo chao con la mano y saludos te mandó cagaste.
Los altos edificios resplandecen y las calles brillan de negrura y suciedad cuando regreso a pie a la pensión, sintiéndome importante, dueño de una gran pena. Son esos momentos, por los que todos pasamos, los que me castigan con imágenes que brotan como el pasto de invierno, llenándome la cabeza de ideas vagas y melancólicas. Veo una casa, un mueble desvencijado, la risa inocente de un niño de uniforme y cuello sucio, un cuadro viejo en la pared, un abrazo de Año Nuevo, una noche de brisca, una almohada tibia. Antes de naufragar entre recuerdos y de ponerme a... (¡puta, la huevadita que iba a decir!) entro a la botillería, aseguro las cervezas y el paquete de papas fritas y apuro el paso para no perderme el comienzo de la cinta.
Así lo hacía yo. Me sentaba en un escaño a mirar caras y cuando sentía el dolor en la espalda por esos palos tan disparejos que colocan los fabricantes de escaños me paraba y me iba. Tomaba mis bártulos, que nunca eran muchos, digamos una agenda y un libro, o sólo una agenda, y me ponía a recorrer las calles céntricas, silbando una canción de puro contento. Me sentía importante, protagonista de una fuga de película. Lo más curioso era que no estaba triste, sino apenas algo nervioso. Me decía: "Aquí voy caminando, solo, yo versus el mundo. Ahora puedo darme el lujo de descubrir Santiago y afilar de lo lindo".
¡Qué curioso! Nunca pensé que esta ciudad fuese nostálgica. Pero ese no es el tema, sino... ¿cuál es el tema?, ¿el de mi importancia? ¿el de mi fuga? ¿el de las minas de la plaza? Se me ocurre que estos tres tópicos podrían conformar un solo gran tema, el de las "Tardecitas de domingo", tema que comienza por supuesto todos los domingos, salvo que llueva, cuando me dejo caer por los caminitos del Parque Forestal. Llego temprano, tipo diez y media, con el diario bajo el brazo. Enciendo un cigarrillo y me gano en un banco, de frente al Mapocho. Siento sus olores pestilentes combinados con el humo del tabaco y los aromas de la brisa que pasa por entre las ramas de los árboles. Examino el diario, lo palpo, le tomo el peso y lo leo. Me gusta empezar de atrás para adelante. Abro la página de la cartelera y la programación de la TV. Aseguro el panorama de la postrimería fabricándome la idea de una noche con cervezas y papas fritas envasadas frente a la pantalla. Cuando no hay programas buenos me deprimo anticipadamente. Pero no es tan tremenda una depresión frente al Mapocho, mientras la brisa mueve las solapas del abrigo. Digamos que es preferible a encender de noche la TV y encontrarse con bodrios más grandes que los tres chanchitos. Después me paso al fútbol y a los crímenes. No hay noticias más entretenidas y completas que los crímenes. Tienen emoción, suspenso, horror; hablan de miserias humanas y almas enfermas. No se andan acartuchando y tienen la ventaja de estar protagonizadas casi siempre por gente pobre. Los pobres no se avergüenzan de lo que son; cuentan sus pesares como si dijeran la hora y no amenazan a la prensa (me puse filósofo, filósofo de banco. El doctor Escaño).
Cuando los palos del asiento, las noticias, la brisa, el hedor mapochino cansan, miro el reloj y me levanto. Hago hora para entrar a la fuente de soda de costumbre, en la que me está esperando la mina de siempre con el hot dog y la cerveza. Dejo la barra llena de servilletas manchadas, paso al baño a orinar y lavarme los dientes y me voy, con ese aire misterioso que la hará pensar (a ella, la mina de la barra) en el bebedor de cerveza, aquel cuento de Rojas.
Ha llegado entonces la hora estelar, la de las tardecitas de domingo. Camino hasta la Plaza de Armas y me siento a observar. Antes lo hacía por las mañanas, pero ahora cambié de estrategia, como lo dije al principio. Las mañanas, lo descubrí después, no eran apropiadas para lograr mi objetivo.
El periscopio doble se mueve de aquí hacia allá, hasta que da con la presa. La huevona se pasea nerviosa, con su traje negro dos piezas y su cartera blanca. La falda suele terminar con una rotura en el corte. Las uñas son rojas y cortas y los dedos, toscos, como recién lavados con Rinso. Los zapatos negros de taco medio tienen las tapillas gastadas y la mirada siempre se dirige a un costado bajo (no es una mirada de asesino; digamos que es la de un animal fuera de ambiente; o si lo prefieren, la de una empleadita con día libre). Como esto no es un cuento, lo repito, puedo darme el lujo de reproducir un bosquejo de diálogo, que bien pudiera tomarse como manual para conquistar chinas.
-Hola.
-...
-Tan calladita.
-...
-En el Roxy están dando la película de Luis Miguel.
-...
-Yo no le digo que la voy a invitar. Es por si usted la quiere ver con su amigo. Pero parece que no llegó. A lo mejor tuvo que quedarse en el jardín.
-¿Lo conoce?
(En mi puta vida he visto al huevón)
-Sí, una vez los escuché conversar en un banco. Perdone usted, mi querida dama, no fue mi intención. Pero verlos a ambos juntos me produjo cierta tristeza, porque yo me decía: "esta señorita tan linda sale con el jardinero, y el jardinero ni la infla..."
-¿Por qué dice...?
-Se notaba. Mire, señorita...
-Lucy...
-Mire, Lucy. Usted es demasiado para él. Es linda, romántica, no está para andar llenándose las manos de tierra. Permítame su mano. Mire, ésta es la mano de una dama, lo repito.
-Se está burlando...
-¿De usted? ¿Por qué lo dice? Me ofende.
-No, si no.
-Vamos, la invito a un jugo. Su amiguito ya no llegó.
La tomo del brazo y me la llevo, contemplando con el rabillo del ojo al culiado, que llega tarde y sudoroso a la cita del domingo. La apego un poco al cuerpo, rozándole el muslo con mis piernas al cruzar una calle, y la meto pronto a un local de medio pelo, donde despacho el jugo en pocos minutos (porque la tarde es corta). Luego me la llevo al cine. La abrazo a la entrada y la beso en la mejilla, lo que siempre provoca un rechazo y una risa (estas mierdas nunca se atreven a más, por la vergüenza que les causa el acomodador). Ya sentados, procedo con toda discreción.
-Lucy...
-Ya po.
-Huachita linda.
-Ya po.
-Es que es tan linda...
-Ya, déjese.
-Un puro besito.
-No.
-Uno solo.
-Me voy a ir.
(Beso)
-¿Ve que no era tan malo?
-Usted... ni lo conozco.
-¡Cómo! Aquí está mi carnet.
(Risas)
-Se la sabe por libro.
-Es que la quiero...
-Mentiroso.
-Verdad.
La beso y la aprieto. Le paso los dedos por las tetas y deslizo la otra mano debajo de la falda, hasta casi llegar a la zona prohibida. Ella comienza a excitarse, pero yo sé que en el teatro no se va a entregar. La llevo entonces a un "lugar más cómodo", en el que se deja sorprender por la decoración de fantasía y los espejos. Y allí, entre promesas de matrimonio y cariños tiernos, la doy vuelta a cachas toda la tarde.
Cuando las cortinas dejan de tragarse la luz del sol y los faroles se anuncian a lo lejos, como huevos de avestruz, la suelto y me voy a la ducha. Ella se viste, feliz de haber pasado una tarde de amor que podrá contar a sus envidiosas amigas en la cola de la panadería. Me tira un beso que apenas le respondo, por compasión y por si las moscas me la topo al domingo siguiente (el problema de estas maracas es que son todas iguales; uno se las afila una vez y ya creen que están de novias). La acompaño al paradero, le digo chao con la mano y saludos te mandó cagaste.
Los altos edificios resplandecen y las calles brillan de negrura y suciedad cuando regreso a pie a la pensión, sintiéndome importante, dueño de una gran pena. Son esos momentos, por los que todos pasamos, los que me castigan con imágenes que brotan como el pasto de invierno, llenándome la cabeza de ideas vagas y melancólicas. Veo una casa, un mueble desvencijado, la risa inocente de un niño de uniforme y cuello sucio, un cuadro viejo en la pared, un abrazo de Año Nuevo, una noche de brisca, una almohada tibia. Antes de naufragar entre recuerdos y de ponerme a... (¡puta, la huevadita que iba a decir!) entro a la botillería, aseguro las cervezas y el paquete de papas fritas y apuro el paso para no perderme el comienzo de la cinta.
viernes, abril 28, 2006
Partida de cartas
Duermo a sobresaltos. El verano entra por la ventana, con oleadas de calor seco. Las gatas van y vienen, los muebles crujen de vez en cuando y abajo, el inodoro lanza descargas automáticas que se asemejan a los malditos recordatorios de las campanadas de los relojes de iglesia (la-noche-avanza la-noche-avanza). Siento ruidos en la calle. Mi hijo abre la puerta de la reja, lo que instantáneamente me tranquiliza: ha llegado a casa.
Pero de pronto vuelve a salir. Corro al balcón y miro: es él.
-Dónde vas.
-...
Mi mente se llena de angustia. Creo que la angustia venía de antes, de algún sueño que tuve y no recuerdo, del sueño que ya no logro conciliar.
Hace tanto calor. Las narices se me tapan. Duermo desnudo. Trato de dormir. Me doy vueltas en la cama. Mi esposa gruñe, está intranquila.
Voy al baño a mear. Meo y tiro la cadena. Lavo mis manos y entonces me miro al espejo, pero lo que veo no es mi cara. Es la de Humberto, mi hijo, que ríe absurdamente, con su barba descuidada.
Ahora no es angustia. Es una locura lúcida, porque esa cara no puede estar mintiendo ni mis ojos pueden estar mintiendo ni el impulso nervioso que transmite la imagen a mi cerebro puede estar faltando a la verdad. La única verdad es que en algún momento de la noche ha debido producirse una transposición.
Debo volver a la pieza. Pero ¿a cuál? A la de él, mejor dicho a la mía. ¿O a la de mi padre? Y si yo había salido, ¿cómo es que estoy aquí? Y entonces, ¿dónde está mi padre?
-¿Lo ha visto, mamá?
-Volvió a salir, hijo. No sé dónde. Acuéstate, hijo.
-No puedo, mamá.
-Qué te pasa.
-Tengo miedo. Recién me vi al espejo y me dio miedo.
-De qué tienes miedo, hijo.
-No sé, mamá. Tengo miedo. No puedo dormir. Quiero que vuelva mi papá...
-Espera un poco, hijo. Ya pronto va a amanecer.
-Sí. Amanecerá. Y qué saca con amanecer.
Sólo yo entiendo mis dichos. Y Fernández. Siempre que digo cosas como éstas se arregla el traje y me pregunta:
-Qué es la ley.
Juntos hemos aprendido a salir del paso. Yo hago las entrevistas, él toma las fotos. Si yo canto, él me sigue. Pero casi siempre es él quien lleva la iniciativa. Dice "semilichái" en vez de "no sé si me cachái". En los veranos, "lao laíto" en vez de "helado, heladito". En los inviernos, no sé.
Ahora está sentado en el banquillo blanco del comedor del edificio, con su traje gris, impecablemente vestido.
Mira la baldosa. No se siente bien. Me lo confiesa, me lo insinúa mirando el piso resbaloso, cubierto de colillas. Voy y lo consuelo. Pero los consuelos no sirven de mucho, porque no cambian el destino. Si ambos hemos llegado a esto será por algo. No importa que yo sea la visita y él, el paciente. O tal vez los dos estemos enfermos. Ni siquiera uno mismo puede cambiar el destino, de modo que lo mejor será que volvamos a la partida de cartas.
Yo: Angustia.
Fernández: Angustia...
Yo: No pasa.
Fernández: No pasa...
Yo: Semilichái.
Fernández: No sé si me cachái, loco.
Yo: Lao laíto.
Fernández: No. Hace frío.
Yo: Abre los ojos, Fernández.
Fernández: Abre los ojos, Fernández.
Yo: ¿Pánico, panico o panicó?
Fernández: Panico.
Yo: Esperanza.
Fernández: Esperanza gansa.
Yo: Píldora.
Fernández: No tomo.
Yo: No mienta.
Fernández: No miento.
Yo: Miente, Fernández.
Fernández: El facultativo me prohibió mentir.
Yo: Whisky.
Fernández: El facultativo me prohibió libar.
Yo: Cigarro.
Fernández: Ya.
Yo: Caso compra de disco para hacer asado.
Fernández: Me costó 90 mil.
Yo: Caso sección Fotografía.
Fernández: Caso sección Fotografía.
Yo: Caso viaje a Cuba.
Fernández: Caso viaje a Cuba.
Yo: Caso viaje a Cuba para que los niños aprendan pimpón.
Fernández: Caso viaje a Cuba para que los niños aprendan pimpón.
Yo: Profesor, ¿esto es una gran farsa?
Fernández: No me atrevo a dar un punto de vista respecto del tema mientras no veamos qué es lo que ocurre en el Q.T.H.
Yo: Qué es la felicidad.
Fernández: La felicidad es la ley. La ley es la felicidad.
Yo: ¿El ser humano no es menos feliz por ser infeliz?
Fernández: El ser humano por ser infeliz es más feliz... Lo dice la ley.
Yo: Qué es la demencia.
Fernández: La demencia es un estado de relajo y de alejamiento... frente a la ley.
Yo: Qué es la ley.
Fernández: Qué es la ley...
Fernández: ¡Qué es la ley!...
Fernández: ¡¡¡QUÉ ES LA LEY!!!
Salto en la cama ante el grito de Fernández. Pero es la puerta de la reja, que suena de nuevo. Es Humberto. Ha regresado.
-Qué te pasó, hijo.
-Nada, mamá.
-Acuéstate, hijo.
-Sí.
Ha sido vista un ave, un ave negra, gorda, de pico largo y aguzado, pata fina, ojo cruel.
Apareció de pronto en el espacio que siempre ocupa otra de plumaje gris, confiada. El ave gris vive escarbando en el pasto en declive hasta que da con gusanos. Un árbol la separa de la amenaza y el tronco del árbol impide una perfecta visión.
El ave negra se le va encima, advierten las voces. Surge una preocupación intensa, urgente. Recuerdan cuando su padre entraba a casa, borracho, siempre a punto de caer al suelo y azotarse la cabeza. El recuerdo se amplía a cuando quería abrazar a las voces, cuando lloraba por su pasado de pobreza y lo rechazaban con desprecio.
Una vaga inquietud. Un desasosiego ante la tragedia por venir.
El ave gris sigue escarbando, como hacen los animales con poco cerebro. El ave negra se le acerca y le lanza un picotazo. Nada suena, ha sido un picotazo anunciado, no hace frío ni calor; si hay brisa es invisible y si hay voces no se oyen.
Las voces se espantan contemplando la escena pero hay una suerte de esperanza, un duelo aceptado por la víctima, que le devuelve el picotazo con otro más artero, y es como si ambas estuviesen en un ring y las voces en un teatro.
Pero en el destino estaba escrito que se inventara el movimiento. Golpe a golpe el ave gris va cayendo desplomada mientras los picotazos le abren en dos el plumaje del lomo y comienza a ser visible una carne roja y colgajos hilachentos de tejidos que se traga sin apuro el ovíparo de lúgubre andar.
Esa vaga inquietud. Esa vibración interna para la que no hay palabras...
No hemos nacido para soñar, no hemos nacido para vivir. No hemos nacido para estar tranquilos. Los animales todo lo que hacen es buscar comida. Cuando estamos tranquilos es algo falso. Además, siempre hay una o varias de las miles de partes del cuerpo que molestan. Fíjense ustedes y siéntanlo en este mismo momento. ¿Están completamente tranquilos o algo del cuerpo les molesta, les duele, los tiene con los nervios?
Pero de pronto vuelve a salir. Corro al balcón y miro: es él.
-Dónde vas.
-...
Mi mente se llena de angustia. Creo que la angustia venía de antes, de algún sueño que tuve y no recuerdo, del sueño que ya no logro conciliar.
Hace tanto calor. Las narices se me tapan. Duermo desnudo. Trato de dormir. Me doy vueltas en la cama. Mi esposa gruñe, está intranquila.
Voy al baño a mear. Meo y tiro la cadena. Lavo mis manos y entonces me miro al espejo, pero lo que veo no es mi cara. Es la de Humberto, mi hijo, que ríe absurdamente, con su barba descuidada.
Ahora no es angustia. Es una locura lúcida, porque esa cara no puede estar mintiendo ni mis ojos pueden estar mintiendo ni el impulso nervioso que transmite la imagen a mi cerebro puede estar faltando a la verdad. La única verdad es que en algún momento de la noche ha debido producirse una transposición.
Debo volver a la pieza. Pero ¿a cuál? A la de él, mejor dicho a la mía. ¿O a la de mi padre? Y si yo había salido, ¿cómo es que estoy aquí? Y entonces, ¿dónde está mi padre?
-¿Lo ha visto, mamá?
-Volvió a salir, hijo. No sé dónde. Acuéstate, hijo.
-No puedo, mamá.
-Qué te pasa.
-Tengo miedo. Recién me vi al espejo y me dio miedo.
-De qué tienes miedo, hijo.
-No sé, mamá. Tengo miedo. No puedo dormir. Quiero que vuelva mi papá...
-Espera un poco, hijo. Ya pronto va a amanecer.
-Sí. Amanecerá. Y qué saca con amanecer.
Sólo yo entiendo mis dichos. Y Fernández. Siempre que digo cosas como éstas se arregla el traje y me pregunta:
-Qué es la ley.
Juntos hemos aprendido a salir del paso. Yo hago las entrevistas, él toma las fotos. Si yo canto, él me sigue. Pero casi siempre es él quien lleva la iniciativa. Dice "semilichái" en vez de "no sé si me cachái". En los veranos, "lao laíto" en vez de "helado, heladito". En los inviernos, no sé.
Ahora está sentado en el banquillo blanco del comedor del edificio, con su traje gris, impecablemente vestido.
Mira la baldosa. No se siente bien. Me lo confiesa, me lo insinúa mirando el piso resbaloso, cubierto de colillas. Voy y lo consuelo. Pero los consuelos no sirven de mucho, porque no cambian el destino. Si ambos hemos llegado a esto será por algo. No importa que yo sea la visita y él, el paciente. O tal vez los dos estemos enfermos. Ni siquiera uno mismo puede cambiar el destino, de modo que lo mejor será que volvamos a la partida de cartas.
Yo: Angustia.
Fernández: Angustia...
Yo: No pasa.
Fernández: No pasa...
Yo: Semilichái.
Fernández: No sé si me cachái, loco.
Yo: Lao laíto.
Fernández: No. Hace frío.
Yo: Abre los ojos, Fernández.
Fernández: Abre los ojos, Fernández.
Yo: ¿Pánico, panico o panicó?
Fernández: Panico.
Yo: Esperanza.
Fernández: Esperanza gansa.
Yo: Píldora.
Fernández: No tomo.
Yo: No mienta.
Fernández: No miento.
Yo: Miente, Fernández.
Fernández: El facultativo me prohibió mentir.
Yo: Whisky.
Fernández: El facultativo me prohibió libar.
Yo: Cigarro.
Fernández: Ya.
Yo: Caso compra de disco para hacer asado.
Fernández: Me costó 90 mil.
Yo: Caso sección Fotografía.
Fernández: Caso sección Fotografía.
Yo: Caso viaje a Cuba.
Fernández: Caso viaje a Cuba.
Yo: Caso viaje a Cuba para que los niños aprendan pimpón.
Fernández: Caso viaje a Cuba para que los niños aprendan pimpón.
Yo: Profesor, ¿esto es una gran farsa?
Fernández: No me atrevo a dar un punto de vista respecto del tema mientras no veamos qué es lo que ocurre en el Q.T.H.
Yo: Qué es la felicidad.
Fernández: La felicidad es la ley. La ley es la felicidad.
Yo: ¿El ser humano no es menos feliz por ser infeliz?
Fernández: El ser humano por ser infeliz es más feliz... Lo dice la ley.
Yo: Qué es la demencia.
Fernández: La demencia es un estado de relajo y de alejamiento... frente a la ley.
Yo: Qué es la ley.
Fernández: Qué es la ley...
Fernández: ¡Qué es la ley!...
Fernández: ¡¡¡QUÉ ES LA LEY!!!
Salto en la cama ante el grito de Fernández. Pero es la puerta de la reja, que suena de nuevo. Es Humberto. Ha regresado.
-Qué te pasó, hijo.
-Nada, mamá.
-Acuéstate, hijo.
-Sí.
Ha sido vista un ave, un ave negra, gorda, de pico largo y aguzado, pata fina, ojo cruel.
Apareció de pronto en el espacio que siempre ocupa otra de plumaje gris, confiada. El ave gris vive escarbando en el pasto en declive hasta que da con gusanos. Un árbol la separa de la amenaza y el tronco del árbol impide una perfecta visión.
El ave negra se le va encima, advierten las voces. Surge una preocupación intensa, urgente. Recuerdan cuando su padre entraba a casa, borracho, siempre a punto de caer al suelo y azotarse la cabeza. El recuerdo se amplía a cuando quería abrazar a las voces, cuando lloraba por su pasado de pobreza y lo rechazaban con desprecio.
Una vaga inquietud. Un desasosiego ante la tragedia por venir.
El ave gris sigue escarbando, como hacen los animales con poco cerebro. El ave negra se le acerca y le lanza un picotazo. Nada suena, ha sido un picotazo anunciado, no hace frío ni calor; si hay brisa es invisible y si hay voces no se oyen.
Las voces se espantan contemplando la escena pero hay una suerte de esperanza, un duelo aceptado por la víctima, que le devuelve el picotazo con otro más artero, y es como si ambas estuviesen en un ring y las voces en un teatro.
Pero en el destino estaba escrito que se inventara el movimiento. Golpe a golpe el ave gris va cayendo desplomada mientras los picotazos le abren en dos el plumaje del lomo y comienza a ser visible una carne roja y colgajos hilachentos de tejidos que se traga sin apuro el ovíparo de lúgubre andar.
Esa vaga inquietud. Esa vibración interna para la que no hay palabras...
No hemos nacido para soñar, no hemos nacido para vivir. No hemos nacido para estar tranquilos. Los animales todo lo que hacen es buscar comida. Cuando estamos tranquilos es algo falso. Además, siempre hay una o varias de las miles de partes del cuerpo que molestan. Fíjense ustedes y siéntanlo en este mismo momento. ¿Están completamente tranquilos o algo del cuerpo les molesta, les duele, los tiene con los nervios?
martes, marzo 28, 2006
La impaciencia me irrita
Dos veces he tenido la oportunidad de estar dentro de un cementerio en calidad de éter. La primera vez fue un problema, pues me perdí en una avenida de piso de tierra que daba a una callejuela enormemente larga, alta y sombría. Ya iban a cerrar y la gente corría con las flores pero una vez que hube entrado en la callejuela todo se me hizo cuesta arriba y simplemente no volví a salir de allí.
Siempre que recuerdo esa escena me parece haberla vivido antes, uso el verbo de manera metafórica, desde luego. Hago memoria y trato de darle nombre al cementerio pero termino chocando con la misma callejuela de altas tumbas en hilera y la tensión de la gente con sus coronas y ramos. Había, recuerdo ahora por primera vez, una estrechez, una especie de paso escondido, casi un túnel que conectaba el cementerio con la ciudad, pero esa vez, esa única vez que estuve, estoy y estaré allí para siempre el paso me fue vedado a la vista, uso el sentido en forma metafórica, desde luego.
La segunda vez recorrí el camposanto y me instalé a sentir sobre una tumba ubicada en el sector central. Era una tumba hecha de granito, intacta en su estructura pero gastada por el tiempo; me recordó las construcciones alemanas. No leí nombre alguno de finado que ocupara el espacio de tierra cercado por el granito; sin embargo durante unos instantes me pareció haber conversado con mi primo Julio, quien permanecía en la superficie de la tumba, dentro de un canasto y sin uno de sus brazos. Se veía tranquilo, él sabía que se quedaría allí, de hecho sabía que estaba allí mientras todo el mundo atendía sus asuntos afuera, pero en el cementerio había una luz de tres de la tarde de día de domingo de otoño y no volaba una sola hoja. Por consiguiente no había motivos para preocuparse.
Quisiera que la verdad me fuese revelada de una vez; me cansa esperar de los sueños alguna respuesta coherente. Alguien dijo que saber que ignoramos lo que no sabemos es el mejor conocimiento, pero mi problema es la impaciencia, que me irrita.
Siempre que recuerdo esa escena me parece haberla vivido antes, uso el verbo de manera metafórica, desde luego. Hago memoria y trato de darle nombre al cementerio pero termino chocando con la misma callejuela de altas tumbas en hilera y la tensión de la gente con sus coronas y ramos. Había, recuerdo ahora por primera vez, una estrechez, una especie de paso escondido, casi un túnel que conectaba el cementerio con la ciudad, pero esa vez, esa única vez que estuve, estoy y estaré allí para siempre el paso me fue vedado a la vista, uso el sentido en forma metafórica, desde luego.
La segunda vez recorrí el camposanto y me instalé a sentir sobre una tumba ubicada en el sector central. Era una tumba hecha de granito, intacta en su estructura pero gastada por el tiempo; me recordó las construcciones alemanas. No leí nombre alguno de finado que ocupara el espacio de tierra cercado por el granito; sin embargo durante unos instantes me pareció haber conversado con mi primo Julio, quien permanecía en la superficie de la tumba, dentro de un canasto y sin uno de sus brazos. Se veía tranquilo, él sabía que se quedaría allí, de hecho sabía que estaba allí mientras todo el mundo atendía sus asuntos afuera, pero en el cementerio había una luz de tres de la tarde de día de domingo de otoño y no volaba una sola hoja. Por consiguiente no había motivos para preocuparse.
Quisiera que la verdad me fuese revelada de una vez; me cansa esperar de los sueños alguna respuesta coherente. Alguien dijo que saber que ignoramos lo que no sabemos es el mejor conocimiento, pero mi problema es la impaciencia, que me irrita.
domingo, marzo 26, 2006
Aires de otoño
Vi el otoño, fue una sensación fugaz, un golpe de conciencia que habrá durado entre uno y tres segundos.
Había algo en el color del muro de la casa de dos pisos que pasaba ante mi vista, en el rostro cabizbajo de la mujer con su hija. La luz era la luz inconfundible de las tardes de otoño, por qué, no lo sé; ese asomo de tristeza, ¿dónde me fue permitido intuirlo, internarme en su inefable secreto, en qué ángulo de la calle? La brisa estremecía en lo alto las verdes hojas de los castaños, que chocaban con el tendido eléctrico antes de caer, algunas; las hojas se empezaban a pudrir por dentro, era un anuncio pero nadie se interesaba en él.
Antes me creía poca cosa, hoy no me creo nada. Ahora acepto las brechas entre los hombres. A unos les gusta el rock y hablan de rock, ¿por qué mi amor por Borodin debiera ser amor más puro? Las nuevas generaciones hacen planes de juntarse a beber margaritas para conversar de sus asuntos; a mí no me nace acompañarlos. No soy inmortal, tardé en descubrirlo, soy un hombre perturbado que sufre de insomnio en las noches que se vuelven frescas anunciando el otoño.
El otoño me quita las ganas de matar.
Había algo en el color del muro de la casa de dos pisos que pasaba ante mi vista, en el rostro cabizbajo de la mujer con su hija. La luz era la luz inconfundible de las tardes de otoño, por qué, no lo sé; ese asomo de tristeza, ¿dónde me fue permitido intuirlo, internarme en su inefable secreto, en qué ángulo de la calle? La brisa estremecía en lo alto las verdes hojas de los castaños, que chocaban con el tendido eléctrico antes de caer, algunas; las hojas se empezaban a pudrir por dentro, era un anuncio pero nadie se interesaba en él.
Antes me creía poca cosa, hoy no me creo nada. Ahora acepto las brechas entre los hombres. A unos les gusta el rock y hablan de rock, ¿por qué mi amor por Borodin debiera ser amor más puro? Las nuevas generaciones hacen planes de juntarse a beber margaritas para conversar de sus asuntos; a mí no me nace acompañarlos. No soy inmortal, tardé en descubrirlo, soy un hombre perturbado que sufre de insomnio en las noches que se vuelven frescas anunciando el otoño.
El otoño me quita las ganas de matar.
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