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martes, marzo 15, 2022

Qué lejos que estoy de ti

¡Qué lejos que estoy de ti! 
Mares, océanos. Las nubes ocultan la razón, el oleaje mueve la barca hacia la playa estrecha, rendida ante el charco de agua intraducible.
Ya en el bosque, detrás de las plantas verdes que dan la bienvenida en la hojarasca, innumerables cadáveres se muestran. Todos fueron únicos, diferentes; hubo héroes y cobardes, criminales de todos los sexos inventados por el hombre. Y en cada uno vibra el mismo rostro de la muerte. Las diferencias engañan, de verse tan iguales en el bosque de la playa.
¡Qué lejos que estás de mí!
Si supieras lo que cuesta pasar en limpio estas palabras, si te hicieras la idea del equipaje de mi barca, si por un segundo estuvieras en mi mente, fueras mi sentir, entonces conocerías la pobreza de verdad.
¿Cuánto sumó a tu genio el drama de tu vida? ¿Puede el poeta vivir embriagado de tardes tranquilas, respirar buen aire, dormir sin sobresaltos? ¿O es acaso el aguijón que se parece al dolor de espalda, al arroz con huevos, a las revoluciones del pueblo y a las bombas de los tanques el único que anuncia la belleza por venir?
Tu hermetismo no es tal; bastaría con seguir tus pensamientos para adivinar qué inventas con ellos, cómo opera tu máquina de hacer.
Hará unos días visité la casa de un amigo; contamos chistes, él se preocupaba del almuerzo, bebíamos cerveza. A la sombra del sol quemante apareciste como un relámpago frío, volviste a mi alma y fuiste mi consuelo ante el canto de la vida. Eran tus formas tan preciadas, tu silencio y tu tragedia tan reales que me avergoncé y bajé la vista, mi suerte se hizo clara.
¡Qué lejos que estoy de ti!

martes, marzo 01, 2022

Fernando y Christopher en la pastelería

-Yo manejo un depósito al 0,5... del 1,5 bajó al 0,5... por eso prefiero mantener la plata en la cuenta corriente... ahí tengo mi plata... 
-Claro.
-Los dos autos se los entregué a mi sobrino.
-¿Tienes dos autos?
-Un Toyota Corolla automático. Nuevo. El otro es del 89, pero está bueno.
-¿Y dónde los dejas?
-Tengo estacionamientos. Pero ahora se los entregué a mi sobrino. Él ya le pasó uno a su hijo que entró a la universidad.
-Claro.
(Pucha el tío pa bueno, le soplo a mi esposa. Ella asiente).
-Es por esto de la sucesión. Mejor que los bienes los tenga uno solo. Por eso se los entregué a mi sobrino.
-Claro.
-Voy a comprar al Unimarc. Unos quesitos, un poco de jamón. Ya vuelvo.
-Claro.
Con Patricia somos testigos de una habitual escena de café. Dos hombres mayores conversan sobre asuntos triviales, más uno que otro, a juzgar por el diálogo que se acaba de reproducir. Nos hallamos a nuestras anchas luego de clavarnos la cuarta dosis de la vacuna y no sentimos molestias. Nuestra mesa, a la sombra de unas enredaderas, nos aumenta la sensación de bienestar, que en ese instante no logran aniquilar ni la invasión de Ucrania ni las últimas ocurrencias de los constituyentes ni la caída de los fondos de pensiones. Una garza de yeso embellece el jardín. Mañana feliz.
El personaje vuelve, en efecto, a los pocos minutos, portando una bolsita con alimentos. Es un hombre bajo, calvo y encorvado, de complexión robusta y una edad más cercana a los ochenta que a los setenta; nariz gruesa y aguileña, leves ojeras y una mirada cándida. Una indiscutible cara de árabe. A pesar del calor reinante viste suéter. Se sienta nuevamente frente a su compañero de mesa, que lo recibe con aparente indiferencia. A primera vista, este último preferiría estar solo que acompañado. En otras ocasiones en que he ido a ese café lo he visto siempre solitario, pensativo, echado hacia atrás, la taza vacía, cansado, con el bastón de madera apoyado en un brazo de la silla, ni contento ni triste, impertérrito ante las novedades que ofrece el acontecer. De elevada estatura y una edad parecida a la de su compañero circunstancial, su rostro sajón en el que destaca una melena blanca y una barba puntiaguda y sin bigotes lo acercan a la imagen que tenemos de los griegos antiguos, esas caras de reyes y filósofos que nos parece haber impuesto el Hollywood de los años cincuenta.
-Ya volví. Más ratito tengo que ir a cuidar a mi hermano -dice el hombre bajo, en su tono siempre amistoso.
-Ah, sí... ¿está enfermo?
-Se podría decir que sí.
-¿Guarda cama? (el sajón conserva el acento y la firmeza en la pronunciación que caracterizan a los alemanes avecindados en Chile).
-No, si se lo pasa caminando por el departamento.
-Claro.
-Nosotros éramos seis.
-¿Seis?
-Seis. Quedamos dos; mi hermano ya cumplió los noventa. Pero me tiene amarrado.
-Nosotros también éramos seis (el sajón se va entusiasmando). Cuatro varrones... quedamos... no, también tengo una media hermana.
-Mi papá llegó a Chile allá en los años veinte. Pasó por Nueva York y le ofrecieron quedarse, pero no quiso. Allá tenía de todo. Cuando se vinieron en el barco, mi mamá venía embarazada.
-Llegarrían primero a Buenos Aires.
-Cuando llegó partió de cero. Afuera la familia tenía sederías con nueve mil trabajadores contratados. Cafetales.
-¿Cómo?
-Cafetales... plantaciones de café.
-Claro.
-Mi prima todavía está viva. No la conozco en persona; siempre me invita a Brasil. Tiene cafetales. Ven a verme, Fernando. En su casa hay treinta personas para su servicio... a mi papá le ofrecieron una parte de la herencia y se negó... venía escapando de la guerra.
-Mi papá perteneció al ejército de Hitler (el sajón pronuncia el nombre del Führer como si diera un latigazo).
-¿También luchó en la guerra?
-Erra comandante de tanques. Le llegaron las bombas de los aviones ingleses.
-¿Era de la fuerza aérea?
-No. Comandante de tanques. De tanques. Del ejército de ¡Hitler!
-Ah.
(Mi mujer me sopla: debiste traer la grabadora. Recuerdo que Cheever hacía eso: la mayoría de sus personajes los sacaba de conversaciones que oía en el bar, en el Metro, en paraderos, en los cafés. Acercaba lo más posible su mesa a la que le interesaba y lo anotaba todo. Esa fórmula vale tanto para escribir un cuento como una novela o una crónica. Yo mismo la he aplicado a veces, solo que sin el éxito de Cheever. Debo ser menos ambicioso que Cheever, porque en el fondo las conversaciones de la gente, sus historias, son las mismas. Pero ahí ya entraría al tema de cómo narrar; o al del mercado editorial, el márketing, la crítica).
-Mis papás llegaron a Chile huyendo de los turcos. Venían de Siria... los turcos eran tremendos de malos.
-Ah, sí... los turcos.
-Mi abuelo llegó a ser almirante...
-Mi papá erra comandante de tanques... una guerra terrible... ¡Hitler!... Alemania quedó tomada por los ingleses, los norteamericanos, los rusos y los franceses.
-¿Y a qué se dedicaba en Alemania?
-Tenía una fábrica... de esquíes.
-Mi prima es libanesa. El Líbano era como el otro París... lo echaron a perder todo. Las guerras son terribles.
-¿Y por qué esa guerra?
-Seguro que los judíos quieren apoderarse de los países árabes. Tanto tiempo que anduvieron errantes. Y ahora tienen el apoyo de Estados Unidos.
-¿Cuántos habitantes?
-No sé. Voy a buscarlo en Internet.
-Por el Google.
El árabe lleva la conversación, se hace evidente la buena disposición que se aloja en su alma ante las cosas que lo rodean. Al alemán se le siente más bien cauto, no exactamente desconfiado. 
-Está en la hora del almuerzo. ¿Va a almorzar? ¿Se va luego?
-No. Es temprano. Son la una.
-Yo todavía tengo parientes en El Líbano, pero por parte de mi sobrino. Mi cuñada era libanesa.
-¿De Beirrut?
-De Beirut. Así que ahora los parientes míos son españoles y libaneses... los que me van quedando. Vamos a buscar aquí... Líbano... Líbano... habitantes... a ver qué me sale. Líbano habitantes le puse. Buscar usando Google... esta cuestión es una maravilla... 6 millones 825 mil... casi 7 millones.
-¿Siete millones no más? ¡Tan poco!, como Santiago.
-Ahora debe tener más. Esto es del 2019.
-Pero no mucho más. Tan chico como Santiago... ¿habla árabe?
-Entiendo casi todo, pero hablo poco.
-¿Dónde aprendió?
-Con mis papás. En la casa. Ellos hablaban árabe.
-¿Y cómo es el libanés?
-Son fantásticos.
-Le pregunto por el idioma libanés.
-Son parecidos a los franceses. Y son muy buenos mozos.
-¿Y tú hablas libanés?
-El árabe hablo. Pero hablo la mitad... pero entiendo casi todo.
-¿Pero el idioma libanés, cómo es?
-Como el árabe.
-No hay libanés.
-Idioma árabe. Eso hablan. Escriben igual. De atrás para adelante.
(Suena el teléfono del sirio).
-Hola.
-...
-Aquí, en la pastelería.
-...
(Cuelga y comenta).
-Así es la cosa...
El alemán retorna de su natural disposición a la soledad; una idea parece darle vueltas en la cabeza. 
-Así es... poca gente. Siete millones no es nada.
-Nosotros tenemos veinte, dieciocho...
-No, pero acá en Santiago...
-Siete millones.
-¿Y cuál es el producto principal del Líbano?
-La verdad es que no sé, fíjate. Voy a preguntar... tienen mucho comercio.
-Sí, pero deben tener algún producto nacional... porque está bastante aislado... al lado tienen a Siria, Turquía...
-Mis papás eran sirios... los turcos dominaron mucho... eran tremendos los turcos.
-¿Estás resfriado?
-Algo. Es como un resfriado como alérgico.
-A mí me pasa también lo mismo. Siempre me corre la nariz... purra agua.
-Pura agua... agüita, agüita.
-Mi hija me dice: es lo normal para la edad.
-Qué le vamos a hacer... nos llegó la vejez. Los argentinos dicen: es terrible cuando llega la vejez.
-Los años pasan muy rápido. Pero qué se le va a hacer.
(El sirio indica la figura de yeso en el jardín de la pastelería).
-Tenemos que hablar con la garza.
-Sí... bonita... a mí siempre me corre la nariz. Es el calor, parrece.
-Donde estás al sol... poca gente se ve hoy.
-Sí. Ahora veo más. Para el almuerzo. Al lado no pasa mucho.
-Al lado tiene poca gente.
-Lo que pasa... no es muy acogedor... muy frío.
-A mí no me gustaría.
-A mí tampoco.
-Lo único es para comprar el pan.
Se produce un silencio momentáneo. Hora de cambiar de tema. El sirio interviene.
-Y cómo lo hace con su herida.
-Agua oxigenada.
-Es buena para desinfectar... 
Nuevo silencio, de esos silencios cristalinos en una mañana cristalina; esta vez lo rompe el alemán.
-Es bonita esta cafeterría.   
-Es como estar veraneando, para los que estamos encerrados en Santiago. 
-Ahora viene llegando gente.
-Viene llegando gente al baile.
-Parece que hay empresa por acá cerca.
-El amigo mío tiene empresa. Empresa informática.
-Informática... es mucho más agradable este café, más acogedor que restorrán.
-Diez veces más. Para nosotros, por lo menos, que vivimos en departamento.
-Así es la cosa...
(Llega una mujer de mediana edad. Saluda al sirio).
-Hola, Fernando.
-¡Pero linda! Él. Alemán. Muy amigo mío. Liliana... don Christopher.
-Tanto gusto. 
-¿Que querre tomar?
-¿Ah?
-Qué querre... tomar... ¿café? 
-Un capuccino.
El sirio desea integrar a la mujer.
-La hija de ella está en... ¿a dónde vive tu hija?
-Karlsruhe.
El alemán no se anima demasiado, como si Karlsruhe no le dijera mucho.
-Bonito. Tranquilo... por ahí pasa el río... Meno...
(Ella).
-Tienen ríos por todos lados.
-Y hay una catedral famosa. Ahí está enterrado... Carlomagno.
-Él tiene una hija dentista.
-Ahora las clínicas son a todo lujo... ahora está cambiando todo... Fernando tiene la culpa, jajajá.
-La culpa la tenemos los dos... arreglando el mundo... no se puede arreglar el mundo, Christopher... Liliana es ingeniera... tuvo un golpe a la salud.
(Ella).
-No digas eso. Agradece que no ando con el garrote.
El sirio no acusa el golpe.
-Yo tengo Fonasa. ¿Usted tiene isapre?
-No.
-¿No tiene isapre?
(Ella).
-Te acaba de decir que no.
-No tengo isapre ni Fonasa.
-Tendrá un seguro alemán.
-Porr ahí va la cosa. Empecé a los 18 años. A pagar... a pagar... menos mal que lo hice bien... hay que estar protegido.
-Yo no tuve mucho problema de cabro.
(Ella).
-¡No, si el problema viene después!
(El alemán se dirige a la mujer).
-¿Y su hija se acostumbró en Alemania?
-Sí, ya maneja el idioma. Ella es muy meticulosa.
(El sirio).
-Pide almuerzo.
-Fernando... ya te dije. Pedí un café.
-Tiene que comer algo.
(El alemán).
-No insista... no moleste.
(Ella).
-Si no, me voy.
(El alemán).
-El latino es alegre. El alemán es tosco, callado. Yo soy de Hamburgo. Al norte. ¡Peor todavía!
(Ella).
-Estuvimos en primavera. Lloviendo, ¡y con un viento!
-En Karlsruhe el clima es más moderado... mucho mejor...
(Ella).
-Lo encontré parecido algo así como a Puerto Varas. Mucho verde.
-Mucho verde.
(El sirio).
-Amigo. Hoy día pago yo la cuenta... por hoy no más.
-¡Chuta! ¡Te sacaste la loterría!
-Me saqué la lota... por hoy no más.
(Ella).
-¿Cuántos hijos tiene?
-Dos. Uno está cerca de Hamburgo. Más al norte. 
-Debe tener más familia allá.
-No está casado. Es soltero. Tiene una polola.
-Debe tener otras prioridades.
-Él no es tan joven. Va para los cincuenta... pero el clima influye mucho. El clima frío te recoge. Influye en el ánimo. Aquí estamos abiertos. Allá sale el sol y se vuelven locos... los alemanes no tienen muchos hijos, porque cuesta carro.
(Vuelve el sirio).
-Él se vino a Chile de joven.
-Yo salí a los 22 años. Erra otro país, muy distinto... por eso ahora no me gusta Alemania. No se puede decir negro ni judío. ¡Racista!... ¡nazista! El turco no aprende la lengua alemana, no quierre aceptar las reglas. Llega con su familia. Son como guetos. Eso es malo.
-Oye, él tenía una industria de esquí.
-¿Sí?
-Yo soy de Silesia, que ahorra es de Polonia. Nosotros arrancamos. Por la guerra nos radicamos en Hamburgo.
-¡Tenía ocho años y anduvo 500 kilómetros!
-Lo que pasa hoy día me hace recordar...
  
 

sábado, enero 08, 2022

Un lío, de lo que sea

¿Habrá algo más terrible que ese día en que todo sale mal, ese día en que desde la mañana a la noche una sucesión de martillazos te va machacando el alma? 
Tu mente, acorralada ante el primer aviso, hace un lío de lo que sea; las relaciones humanas se tuercen, la gente huye de ti, porque tú provocas la estampida.
-Deprímete ante una enfermedad terminal, esto que te sucede es una nadería -te dice tu mujer. Y no le haces caso. Quieres estar solo.
Pero no quisieras estar solo, aunque haces lo posible porque suceda. Y ocurre. Otro martillazo para el alma.
De pronto se te aparece la imagen de tu padre, tú esperándolo que llegue del trabajo, larga espera que no da frutos. Luego, cuando entre tambaleante a la casa, ya no importará. Qué daño el que te hizo, sin conciencia del mal que se iba incubando en tu mente. Porque te amaba como a su vida, tal vez más que a su vida. Pero estaba condenado desde niño. Demasiado sufrimiento. Tú pagaste los platos rotos. Y tu mujer y tus hijos lo pagan por ti. 
Estás dando un espectáculo irreparable. Pero no, aún podrías intentar ser bueno. Sería cosa de intentarlo.
¿Romper la cadena invisible?
Quisieras poseer la valentía de los colonos, de los conquistadores, de los buscaproblemas. La felicidad de esos hombres estriba en hallar un obstáculo insalvable en sus acciones y proyectos; se parecen a esos aventureros de la televisión cuyos vehículos quedan entrampados en el barro o a esos que construyen chozas en Alaska. Caras de felicidad ante el desastre. Los envidias, pero doy fe de que no meterías los píes en esos zapatos.

viernes, diciembre 31, 2021

Queridos amigos...

Tengo pocos amigos, pero muy buenos. A todos ellos (a todos ustedes) sin excepción, les deseo un feliz año 2022. 
Amor, dicha, prosperidad, buena salud y buen ánimo, cuando toque enfrentar malos tiempos. Y algo que para mí es como un tesoro escondido y efímero: optimismo y alegría.
¡Felicidades!

sábado, diciembre 04, 2021

El auto y la araña

Hoy maté a una araña que esperaba a su víctima escondida en una caja de huevos vacía, con esa paciencia que tienen las arañas. Yo no soy tan paciente; si me dijeran espera y verás, verás que vas a aprender a tocar el piano el día menos pensado, es cosa de paciencia y trabajo, paciencia y fracaso, paciencia y oído y muchas teclas que esperan ser descifradas, traspasadas a tus dedos y a tu cerebro, la paciencia de las teclas muertas, yo diría sí y después diría no, como ya he dicho tres veces, porque carezco de la paciencia de las arañas.
Pero necesitaba esa caja, me habían dado bruscas ganas de comerme unos huevos fritos, ya daban las seis de la tarde y deseaba freírme un par de huevos, untarlos en el pan y saborearlos, devorar la tarde, la hora muerta de la tarde, necesitaba esos huevos, necesitaba moverme, ir a comprar aunque fuese a la esquina, salir de mi casa, de mi mundo muerto a esa hora de la tarde, y en medio de esa urgencia neurótica estaba firmando la sentencia de muerte de una araña.
Tomé la caja, estaba en el piso del patio entre otras cajas de huevo, eran el juego olvidado de Benicio, algún tren de pasajeros, un refugio antinuclear, echadas en el rincón del olvido, el rincón de las arañas. Una simple caja de seis huevos, cartón limpio, salvo esos hilos raros que divisé de pronto en una de las concavidades, y en el fondo una sombra inmóvil, dormida o expectante, la araña, de la que ya se podía afirmar que estaba muerta por el insecticida que en no más de medio minuto le caería sobre el tórax, así como cuando se mata a alguien por detrás, a la maleta, a sangre fría.
Despertó, estiró las patas y reveló sus formas inquietantes, la velocidad de sus miembros, se abrió a su misterio arácnido; aun a la hora de su muerte generaba espanto, angustia, impulsos de aniquilación. Corrió, desenfrenada, hacia la vida en cualquier rincón del patio, hacia el sector de las plantas, corría mientras la cubría el segundo rocío.
La caja estaba inservible, busqué otro envase y salí a comprar mis huevos sin pesar alguno, pero a esta hora de la noche, en la que los recuerdos del día señalan lo más íntimo, me veo obligado a suspender el descanso: la araña no me dejará dormir. Debo escribir, repasar la historia, intentar mi redención.
Mi hijo, que en muchas cosas suele darme ejemplos que no asimilo, toma arañas como esas con un papel, las deposita fuera de su pieza y les da la posibilidad de continuar viviendo. A mí me asaltó el temor por mi nieto, pero el temor auténtico fue a mi ayer. 
Aún no estoy preparado para enfrentar a las arañas; seguirán colándose en mis sueños, ignorando que así se vengan de mis actos.   
Noches atrás había despertado por un ruido que me hizo levantarme y salir a la terraza que da a la calle: dos muchachos intentaban robarse un auto estacionado frente a mi casa. Agachados, maniobraban la patente o tal vez la alarma, porque de pronto esta sonó y huyeron en el vehículo que usaban para cometer su fechoría.
Me daba vueltas en la cama, intranquilo, cuando sentí que volvían. Ahora estacionaron detrás del objetivo y lograron abrir la puerta delantera, pero no lo podían hacer arrancar. 
Tomé el celular y llamé a Carabineros. Demoraron un mundo en responder, unos seis minutos, pero una vez que lo hicieron no tardaron más de un minuto y medio en llegar junto con vehículos de Seguridad Ciudadana. Un radiopatrullas lo hizo contra el tránsito, para bloquearles la huida. Vinieron los intentos de escape, un griterío infernal, amenazas a punta de pistola, balizas revolucionadas, reclamos de una vecina que un carabinero sobreexcitado paró con un ¡cállate mierda!   
Desde el balcón, las luces apagadas, era mudo testigo de un guión policial fabricado minutos antes por mi llamada. Por un instante había escrito otros destinos y pude haber sido el autor intelectual de alguna muerte, como luego lo sería, materialmente, de esa pobre araña. Esa noche no ocurrió así, y lo agradezco.   

domingo, octubre 17, 2021

18 de octubre de 2019: el Día del Terror

El 18 de octubre de 2019 se recuerda el Día del Terror. La fecha será un hito para las generaciones venideras, que se horrorizarán ante las escenas de barbarie que les mostrarán los libros de historia y que llevaron al país a retroceder treinta años en treinta horas.

martes, septiembre 14, 2021

Historias maravillosas

... Y terminé así mis palabras: 
"Mi experiencia me asegura que cada uno de ustedes es protagonista de una maravillosa historia que daría para una larga crónica o una novela. Eso es todo, muchas gracias por haberme acompañado en este lanzamiento. Ahora los invito a pasar al quincho. Adelante, por favor".
Los asistentes agradecieron con los ojos enrojecidos y uno a uno se fueron levantando de sus asientos alrededor del fogón, cuyo humareda dispersada por el viento en todas direcciones los hacía lagrimear. En el quincho mis buenos amigos Cecilia y Marcos, anfitriones de la velada, habían preparado las mesas. En una destacaba la torta, tres termos de té chai, tazas y platillos. En otra había vino, espumante, frutos secos, salame, quesos, paté y rebanadas de pan artesanal. Una tercera mesa, al fondo, ofrecía mi libro y otros de mi autoría, estos últimos a precio de oferta. Un lanzamiento con todas las de la ley.
Mi esposa acompañó del brazo a una señora que contaba los días para su operación de las caderas. Los demás, la mayoría también de edad madura, entraron en fila india y naturalmente se fueron acomodando lo más cerca posible de la estufa a leña, donde el fuego resplandecía detrás del vidrio. El frío invernal se dejaba caer sobre el valle del río Elqui.
No soy un primerizo en esto de los libros. Ya sugerí que he escrito textos que se han ido apilando en cajas arrinconadas en mi closet; tampoco soy una persona joven. Aun así, acababa de estrenarme en el tema de las presentaciones literarias y por ende era la primera vez que daba uno de esos discursos entre emotivos, pedantes y latosos que suelen improvisar los escritores en momentos como estos. Y a pesar de que los asistentes no pasaban la decena, de que todos eran amigos o conocidos de los anfitriones y de que habían acudido antes que a una cita intelectual o artística a un evento social de día sábado, luego de la presentación me sentía sobreexcitado, alegre y dispuesto al intercambio de opiniones, tres características que no me son habituales.
Mi mujer conversaba con Ángela, la señora de la operación de las caderas. Dueña de una voz firme, Ángela le contaba que su trabajo en oficinas de Air France, Varig y Avianca en Santiago le había permitido conocer el mundo entero. Un viaje mensual al destino que quisiera volar. Luego, en La Serena, se había hecho cargo ad honorem de la rama cultural de la Alianza Francesa, de la que el último de sus tres maridos era director. Como actriz personificó a Gabriela Mistral en un celebrado monólogo. Ahora, viuda y alejada de toda responsabilidad, tomaba clases de canto. Mientras se me acercaba otro de los asistentes mi mujer me susurró al oído: "Ángela merece estar en uno de tus libros. Su historia es maravillosa, escribió unos cuentos infantiles magníficos y además es tía de una de las grandes sopranos que ha dado este país". Su sobrina, efectivamente, es Cristina Gallardo-Domas.
El hombre que se acercaba, moreno, de baja estatura, resultaría ser alguien seguro de sí mismo y al mismo tiempo bastante acomplejado. Abrió la conversación de forma directa.
"Escuché con atención las últimas palabras de tu discurso. Por qué te lo digo. Porque siempre he querido escribir mi vida, pero no sé cómo hacerlo".
Me estaba pidiendo un consejo; tal vez secretamente me rogaba que lo desanimara, que le quitara ese pensamiento que le robaba sus mejores horas de ocio. Le respondí con entera seguridad:
-El tuyo es un problema de fácil solución -me miró algo sorprendido, entre escéptico y atento-. Tú te expresas bien, eres coherente y fluido en el lenguaje oral, virtud que no poseen todas las personas, incluyéndome. Mi consejo es que te compres una grabadora. Elige una habitación solitaria y silenciosa, toma asiento, haz como si estuvieses conversando contigo mismo y cuéntate tu vida. Divídela en capítulos; digamos, infancia, adolescencia, algo grande que te haya ocurrido en el paso a la madurez, la formación de tu familia, tus años laborales y así hasta nuestros días. Graba un lado del casete por sesión y si te entusiasmas mucho, los dos lados, que equivalen a una hora. Junta unos diez casetes, págale a alguien para que te los pase al computador y tendrás tu libro. No puede ser un mal libro si refleja lo que ha sido tu vida. Por lo demás, para cada libro hay un tipo de lector, nos recuerda Borges.
"La primera parte de mi libro sería hasta los cinco años", declaró con una firmeza que me llamó la atención. Algo ya me habían contado Marcos y Cecilia de ese hombre, de allí que al aconsejarlo usara deliberadamente la expresión "algo grande que te haya sucedido en el paso a la madurez", de modo que mi pregunta lógica vino a continuación.
-Tú has vivido muchos años en Canadá. De eso tendrás mucho que contar.
Sus ojos brillaron al responder. "Si tú no abrieras la boca pasarías por canadiense. Pero yo... moreno y chicoco, ¿a quién puedo engañar? He vivido 42 años en Canadá, tengo papeles canadienses, una pensión del gobierno canadiense, mis hijos son canadienses, pero yo nunca me sentí canadiense... porque en Canadá fui siempre un latino".
Me disponía a rebatirle, pero no me dejó hablar.
"Siempre trabajé a la intemperie, por mi especialidad en conexión de estructuras eléctricas. Una noche revisaba el pronóstico del tiempo en el campamento, vi los números y alerté a mi jefe. Mañana se anuncian 53 grados bajo cero. ¿No sería mejor pasar el día bajo techo? Mi jefe me contestó fríamente: Hay doce personas esperando su puesto".
Hablaba con rencor, conservaba esa respuesta en la epidermis.
"A la mañana siguiente, con los 53 grados bajo cero, cortaba unos troncos para despejar el camino y con el calor que me dio el ejercicio me quité el buzo, la parca y el polar, quedando solo con la camisa, la camiseta y los pantalones forrados. De pronto sentí un dolor agudo en el costado y caí a la nieve. La motosierra me aplastó las piernas y mi walkie talkie saltó a dos metros. Tardaron treinta minutos en darse cuenta de que no volvía. Cuando al fin dieron conmigo me llevaron a la base y me sumergieron en una tina con agua tibia, mientras yo gritaba de dolor. Ya recuperado, el doctor me dijo: usted es un tipo afortunado. Se salvó por minutos; el sudor se le congeló y su espalda le quedó igual que la carne que cuelga en los frigoríficos".
El hombre se me pegaba como lapa. Ansiaba contarme su vida con detalles, lo dominaba una especie de urgencia por lamerse la herida vieja, ese tipo de ansiedad que rebrota en los exiliados apenas el tema sale a la palestra; no le cayó nada de bien que un tipo largo como un flamenco, dueño de una de esas sonrisas que exhiben los europeos, sonrisas que dan la impresión de que siempre estuviesen felices (no es descartable: boca y ojos suelen reflejar la temperatura del alma) se acercara a la mesa donde se exhibían mis libros.
-¿Desea comprar alguno? -le pregunté, zafándome del canadiense.
-Los quiero todos.
Me sorprendí; él me explicó la raíz del antojo.
-Me servirán para mis noches de insomnio.
Tenía un dinero extra, se veía; o mayor interés por mi literatura, o tal vez la esperanza de que mis letras le provocaran más sueño que una píldora. Es un lugar común oír que los ancianos que ya se acercan a los ochenta duerman poco.
Algo me había soplado de él mi prima Eliana, su amiga de años.
-¿Cómo un noble suizo como usted vino a dar a Vicuña? -le pregunté a sangre de pato.
-Soy un trotamundos. En los años sesenta trabajaba para una compañía eléctrica. Pasado un tiempo me mandaron a la polinesia francesa, a Muroroa. Allí estábamos cuando Francia realizó su experimento nuclear. El día que lanzaron la bomba atómica bajo el mar nos metieron a todos a un refugio. Se sintió una vibración tremenda; después salimos y eso fue todo. Luego la compañía me destinó a Chile y aquí me quedé. Chile es un país extraordinario y los chilenos son de otra serie.
-Al revés de lo que solemos pensar nosotros cuando nos comparamos con los suizos.
-Ustedes no aprecian lo que valen como personas, como pueblo. Siempre se levantan, sortean los peores apuros; la gente sencilla tiene una chispa para salir adelante, usa un lenguaje vivo, pícaro, divertido. 
El hombre estaba animado y hablaba con soltura, aunque su acento seguía siendo el de un extranjero.
-En esos tiempos me ofrecí de fotógrafo a la revista Paula. Allí conocí a la Delia Vergara, a la Isabel Allende y a Sergio Larraín, con el que nos hicimos muy amigos. Hace unos años llegué a Vicuña y me compré una casa. Y hace poco adopté a una niñita de diez años y le di mi apellido; ella y su madre heredarán mis bienes, porque de aquí no me voy a mover hasta que me muera.
-Sergio Larraín es hoy todo un personaje. Se han hecho un montón de reportajes y documentales sobre su vida -lo interrumpí a sabiendas de que decía algo que él bien sabe.
-Hablábamos horas de horas y mientras conversaba se ponía a escribir, a inventar proyectos. Esas páginas, cientos de páginas, quedaron en mi poder, las conservo en mi casa. Nadie sabe eso, ni siquiera su hermana. Era una persona extraordinaria, ¡con una inventiva!
Los minutos iban pasando, el picoteo escaseaba en las mesas, al igual que mis libros, para mi satisfacción. El frío se adueñaba de la sala a pesar de la estufa a leña, que echaba el bofe intentando temperar el ambiente. Un grupo algo alejado de nosotros se había enfrascado en el tema del apetito desmedido de los productores agrícolas por el agua, dada su escasez en la zona. Entre ellos argumentaba un hombre dueño de unas de esas voces que sea por la inflexión, el modo de usar la palabra o el simple milagro se hacen escuchar. Nos fuimos acercando para integrarnos a la conversación.
-Como ustedes saben, mi relación con el agua viene de muy atrás -decía Orlando Alvarado, presidente de la junta de vecinos de Quebrada de Talca, cuya principal misión es la defensa del agua de los pequeños parceleros del sector.
Varios de los presentes, que ignoraban el "como ustedes saben", guardaron un incómodo silencio, sorteado cuando alguien recordó que Alvarado se hallaba en el sur para el gran terremoto de 1960.
-Tenía 15 años... vivíamos en Ancud... fue un remezón espantoso, duró demasiados minutos, pero lo aguantamos -declaró, y mientras hablaba iba bajando la voz. Era evidente que su ser entero se envolvía nuevamente en la aterradora experiencia. Confirmé una vez más entonces la diferencia que a grandes rasgos existe entre un periodista y las demás personas. Pues mientras los demás, por respeto a la intimidad de Alvarado, se acercaban con rodeos al tema, haciendo comentarios generales y evitando por pudor las preguntas obvias, aunque se morían de ganas de hacerlas, el periodista que se alojaba en mí fue directo al hueso, al centro de la herida, al centro de la emoción, al detalle de las cosas. Ante un personaje dueño de una historia tan fascinante me sentí obligado a volver al oficio. 
-¿Dónde estaba usted en ese momento?
-Dentro de la casa, pero se movía tanto que los pilotes perdieron la vertical y tuvimos que bajar a la playa, donde la arena amortiguaba el movimiento, que a todo esto no paraba. El día anterior había sido el terremoto de Concepción, que en Ancud se sintió fuerte, así que ya veníamos de pasar un gran susto.
Hablaba, desde luego, del gran terremoto de Valdivia de 1960, el domingo 22 de mayo, que a nosotros los chilenos, aunque lo disimulemos, nos provoca cierto orgullo, pues ha sido el más devastador de la historia, de acuerdo con los registros instrumentales. Alcanzó un insólito grado 9,6 en la escala de Richter y fue precedido por otro devastador sismo el día anterior, que asoló a Concepción, aquel que recordó Alvarado al introducir su historia.
-Cuando se cumplieron sesenta años de la catástrofe los periodistas viajaron a la zona y entrevistaron a un montón de sobrevivientes. A mí no me entrevistaron, porque estaba aquí, en el Valle del Elqui, y así fue como se perdieron una exclusiva, porque nadie como yo vivió el maremoto arriba de una lancha; todos los entrevistados lo vivieron en tierra firme.        
Relató entonces Alvarado que cuando se hallaban en la playa soportando el movimiento telúrico decidieron subir a la lancha de la familia, que estaba posada en la arena, porque era domingo, día de descanso. "Los Alvarado Vargas éramos quince; al lado nuestro había otro lanchón al cual se subieron otras veinte personas. De pronto vimos que el mar empezaba a subir, venía avanzando como un río suave y nos empezó a llevar tierra adentro con lancha y todo, hasta que las casas que se habían salido de sus bases nos encajonaron. Era como si la ciudad se desordenara, moviéndose sus partes de un lado a otro. El mar seguía subiendo y después empezó a retroceder, arrastrando a personas, animales, las cosas más increíbles. Yo vi pasar flotando a mi lado una máquina de escribir dentro de su estuche, estiré los brazos y la tomé, como si hubiera encontrado un tesoro. El mar nos devolvía a la playa; entonces mi papá nos ordenó tomar los remos y luchar contra la corriente para no irnos mar adentro. Eso fue lo que nos salvó, porque el mar se recogió, quedamos varados en la playa, nos bajamos y corrimos al cerro. Los del lanchón de al lado estimaron que era más seguro seguir con la corriente y arrimarse a una barcaza que sorteaba el movimiento en alta mar. Se subieron a la barcaza con la ayuda de la tripulación y se sintieron a salvo".
-¿Cómo terminó la historia?
-Yo ya estaba en el cerro cuando escuché un bramido espantoso, algo que no había oído nunca y que nunca más he vuelto a oír en mi vida. No era algo humano, ni tampoco animal. Venía del mar, de una ola de unos treinta metros que avanzaba enfurecida; traía a la barcaza con toda su gente y la arrojó a los roqueríos, donde la nave se desintegró. Entre tanto la ola seguía avanzando; pasó por encima de la costanera, llevándose todas las casas.
-¿Qué le pasó a la gente de la barcaza?
-Murieron todos, menos una madre que logró subir por las rocas y llegar a tierra firme con su hija de meses, pero a la hermanita de la bebé se la llevó el mar. A los pocos días internaron a la mamá en el psiquiátrico, pero luego se recuperó, si es que es posible hablar de la recuperación de una persona que vivió una tragedia como esa.
-¿Y ustedes?
-Quedamos con lo puesto y como familia tuvimos que separarnos. Yo me vine a Santiago y viví en la calle. Pasé hambre, pasé frío. No quise entrar a la escuela; sentía que debía ganarme la vida, trabajar, y así lo hice. Tenía solo 15 años, como ya he dicho. Con el tiempo la fortuna me regaló la posibilidad de conocer gente que me ayudó a volver a los estudios. Saqué la secundaria y entré a la universidad, trabajé en buenos puestos. Ahora tengo 78 años, soy jubilado, superé un cáncer de estómago, pero vivo con un cáncer de próstata y una leucemia.
-¿Nunca más volvió a Ancud?
-Voy de vez en cuando a ver de nuevo la casa de mi infancia: la reconozco en una roca debajo del mar.
Todos quedamos helados, tanto como la sala, impregnada de un frío que ya se hacía insoportable. La reunión había llegado a su fin natural. Nos despedimos de los visitantes con grandes abrazos; luego ellos subieron a sus vehículos y tomaron la ruta que los conduciría a sus hogares. Ya en el living de la casa, y mientras disfrutábamos la última copa de la noche, les recordé a mis anfitriones la frase que usé para rematar mi presentación. 
"Detrás de cada persona se guarda una historia maravillosa y esta tarde los asistentes a la presentación han dado buena prueba de ello, con la excepción, quizás, de esa señora bajita de lentes que estuvo siempre en un rincón con un tejido en las manos. No debe de haber tenido nada importante que contar", mencioné.
-No te engañes -me aclararon-. Esa señora de la que hablas se lanzó al vacío desde el séptimo piso de su departamento y sobrevivió. Sufrió gravísimas fracturas y perdió la vista de un ojo, pero hoy le manifiesta a todo el mundo que la vida le dio una segunda oportunidad.    
       


lunes, septiembre 13, 2021

El Director

El presidente de la compañía conversaba de pie con uno de sus asesores. Yo los miraba desde más abajo; al parecer no estaba a la altura de ellos. Al acabar el diálogo le notificó mi nombramiento como nuevo director. Me quedé de una pieza.
De modo que ahora era yo el Director. Pero necesitaba de una prueba para confirmarlo.
Mi dirigí al Club de la Unión y entré, mirando a todos lados. Hasta ese momento seguía siendo un ser anónimo; las parejas charlaban en los pasillos de baldosas a cuadros blanquinegros o en los gabinetes reservados, los mozos se desplazaban con las bandejas de cocktails; en general primaba un ambiente sofisticado, teñido con esa alegría serena de los poderosos. Nada de gritos ni carcajadas destempladas. Divisé a uno de los Grandes Asesores. Destacaba por su pelo engominado y sus lentes de marco negro. Y su porte imponente. Parecía muy interesado en su charla con una dama de la alta sociedad. Su mirada no se cruzó con la mía. O sea, no me reconoció. Y si no lo hizo fue porque yo aún no era famoso. ¡Pero ya comenzaría a hablar de mí la gente!
El director que dejaba su cargo me ofreció asiento en su escritorio. Quise preguntarle en qué consistiría mi misión, pero me callé. Parecía abatido; se notaba que no quería abandonar el puesto que había desempeñado durante tantos años. Era un hombre cultísimo, bien relacionado, dominaba los avatares empresariales y políticos, pero me temo que había sido víctima de un capricho del presidente de la firma. Mi nombre era hoy la novedad, el signo de cambio, la esperanza de la compañía. En el fondo me estaba haciendo ver que el peso de su trayectoria quedaba atrás por un novato y un ignaro como yo, hablaba de eso y de otros asuntos. De pronto se retiró a un rincón y estampó su firma: el cambio estaba hecho.
Recorrí la sala entonces con otros ojos. Una vieja secretaria se me acercó con un papel de bienvenida, escrito en el tono en que lo haría una vieja secretaria. Sin demasiada imaginación ni menos conceptos de orden técnico, profundos o enrevesados; las típicas palabras que mezclan hechos de la cotidianidad con celebraciones de oficina. Lo leí con hipócrita atención. No me interesaban sus palabras. Lo que ansiaba era impresionar a los poderosos. Recorría la sala consciente de mi nuevo estatus. ¡Cuánto se hablaría de mí a partir de este momento!
Después de todo, no era tan difícil ser Director. Detrás de él hay equipos; a otros les corresponde sugerir las soluciones. Aunque había que hacer cambios, para eso estaba yo. Ir acorde con los tiempos, imprimirle un poco más de democracia a la empresa, abuenar los ánimos.
  

domingo, agosto 22, 2021

El espejo

Interrumpí la pichanga y entré a mi casa, a tomar agua. Desde el baño seguía oyendo los gritos de mis compañeros de juego, los pelotazos contra la pandereta de la señora Blanca. El agua corría por la llave; siempre fue un baño modesto, con piso de cemento y guáter con un estanque en altura del que colgaba la cadena. La tina tenía cuatro garras de ave a modo de patas, y debajo de ella reinaba la más completa oscuridad; no había modo de limpiar esa parte del piso con una escoba, un trapero. El espejo de medio cuerpo era simple y rectangular, sin marco.
Saciada la sed cerré la llave. Iba a salir apurado del baño, ansioso de proseguir el juego, cuando el espejo me devolvió mi imagen. Tenía la cara cubierta de transpiración; gotas de piñén me bajaban por la sien hasta perderse en el cuello. Me la lavé con las dos manos y me sequé con la toalla. Estaba limpio. 
Desde el espejo era observado por la cara de un niño de unos ocho años, una cara seria, serena y pensativa. Ese soy yo, recuerdo claramente que pensé; ese de ahí soy yo ahora. Tal vez sea la última vez que me vea así. Pasarán los años y mi cara será otra, no soy capaz de imaginar la forma, pero ahora soy ese que me mira desde el espejo y parezco ser eterno. Hoy mi cara es esa y parece ser eterna; redondeada, de ojos grandes bajo una sola ceja, frente estrecha, una oreja más curiosa que la otra, pelo corto peinado hacia el lado. Una cara que representa lo que escucho que los grandes dicen de mí: un niño tranquilo, un niño bueno.
¿Por qué mi ser guardó para siempre ese instante en su memoria? Lo ignoro; la memoria no es voluntaria, no obedece órdenes.
Luego tuve que haber vuelto a la calle y disfrutado del juego hasta la hora de once, momento en que los demás niños debieron dispersarse en todas direcciones. Caída la tarde, estos ya son recuerdos generales, vagas impresiones, la luz del poste habrá comenzado a emitir una luz tan débil que apenas llegaría a la vereda. La gente mayor regresando a sus hogares, las ventanas tomando un brillo que distingue las casas unas de otras, dibujando un negro bosque urbano de luciérnagas inmóviles, completarían la escena ya sin emoción, la parte de una película que aburriría incluso al mismo protagonista.

jueves, agosto 19, 2021

Avanzamos hacia un mundo de pacotilla

Avanzamos hacia un mundo de pacotilla; las bases fueron puestas después de la guerra, cuando debió rearmarse todo. ¿El heroísmo, el altruismo, el desinterés, el verdadero amor de hermano dónde yacen? Recluidos en la sala donde los anónimos representantes de la raza se declaran extenuados y claman al cielo por una copa de vino y alegría.
La sustancia se ha materializado y luce dondequiera se posen los ojos: en la luz de la pantalla que refleja los estadios, en las mesas de centro cubiertas de cerveza y papas fritas, en los sexos húmedos de las fiestas procaces de las tres de la mañana, en el brote de las masas que exigen su puesto en el banquete.
Adiós a la finura, a la grave felicidad, al compromiso del alma. Es cosa de examinar los pliegos de peticiones. Hasta la ignorancia peca de idiota ingenua, ni siquiera allí hay un asomo de verdadera maldad. El mundo ideal siempre es el de atrás, el de más atrás, más atrás que los griegos y los asirios, colindante al bosque donde Adán conoció a Lilith. El mundo ideal no entiende el hambre el frío la injusticia la luz de la vela y el agua de la acequia, entes sembradores de corrupción y frivolidad de arcas llenas de monedas de oro. Producción, fabricación, reparto, ahorro, vacaciones, vuelos, no llego a la palabra... a la síntesis del vacío de la sobreexposición. Y qué viene: más de lo mismo. Días inimaginables, mundos divididos en mundos infinitos, gobiernos enloquecidos guiados por asambleas de maricones, comunidades de élite viviendo en las montañas como huraños gatos bonachones. Después de todo qué es el mundo, una sucesión de ásperas voluntades reunidas. Tal como en 1789 la indignación, la barbarie, la necesidad y el terror se infiltraron en las redes del poder, qué queda en el recuerdo, los logros del neoclasicismo, de la dinastía Shang, del renacimiento italiano antes que el mandato de la sombría vida verdadera, los atardeceres pastoriles, millones de cópulas bajo los puentes, sobre el trébol, tras los portones de la iglesia, entre paredes de adobe.
Y dentro de la maraña, atrapado, el cerebro atrapado, dándose vueltas una y otra vez en los mismos pensamientos, los mismos problemas, las mismas dificultades, cerebro enganchado en darles forma y dirección a sus peleles obedientes, la lengua, las manos y las piernas que lo sacan a vitrinear a la superficie de la tierra. Así, con un destino escrito tan tempranamente, ¿qué son los actos posteriores que rubrican el origen? ¿El disparate de Prometeo, el sacrificio adorador de san Agustín, la comedia humana? 
              

viernes, julio 23, 2021

Una invitación a la rápida

Al igual que nosotros, la señora Mariana Machoski vivía en la población Rubio, a unas dos o tres cuadras de nuestra casa, en la calle Palominos. La recuerdo alta, delgada, de pelo corto y oscuro, extravertida, graciosa y algo cándida, si se trata de dar a conocer la impresión que le causaba al niño que entonces era yo.
Caminábamos con mi mamá rumbo al centro cuando la divisamos a lo lejos. La señora Mariana dejó a un lado la escoba con que barría la vereda y corrió a saludar. ¡Hola, tía Fani, qué es de su vida! Conociendo a mi mamá, me preparé para una charla de al menos diez minutos, y así fue, por parte baja. Esos desplazamientos al centro para realizar una simple diligencia solían extenderse por no menos de dos horas, divisibles por el número de personas con las que ella se topaba; así se socializaba en Rancagua en aquel tiempo.
Las dos se pusieron a conversar de esto y de aquello. Yo las miraba desde abajo y trataba de entretenerme en algo; iba perdiendo el aguante hasta que pronto me rendí y los nueve minutos restantes fueron un completo aburrimiento.
Salió el tema del Lalito, quien había sido párvulo suyo en el kinder y que ahora estudiaba en los hermanos maristas. En un arrebato de afecto, la señora Mariana entró de pronto a su casa y salió a los pocos segundos con un pequeño sobre blanco que le entregó a mi mamá: era una invitación formal, al Vitorio y a mí, para que el domingo acompañáramos al Lalito en su ceremonia de primera comunión.
Hablar de una fiesta de primera comunión no era nada del otro mundo. Significaba levantarse temprano, ponerse terno de pantalón corto, camisa blanca y humita, asistir a una misa eterna que se oficiaba dentro de una iglesia oscura de cielos inalcanzables y bañada de un vapor oloroso, dicha además en un idioma desconocido cuyo eco resonaba en las naves laterales. Ya había asistido antes a otras ceremonias similares, empezando por la mía. Todos los niños sabíamos que había que sacrificarse, porque la parte relativamente buena venía al final, cuando nos hacían pasar a la casa del niño receptor del sacramento, estoy usando un giro pretencioso, donde nos servían torta y chocolate caliente.
Al momento de las despedidas, la señora Mariana se quejó amargamente del Lalito. "Me está haciendo salir canas verdes, tía Fani. ¡Fíjese que el otro día puso iba con be larga!"
-¡Pero si iba se escribe con be larga, señora Mariana! -la corrigió mi mamá, emitiendo una de sus sinceras carcajadas.
-¡Uyyy, tía Fani, me quiero morir! 
Llegó el domingo y se cumplieron todos mis vaticinios. Nos levantamos temprano, nos vestimos de terno, mi mamá nos abrochó la humita y partimos caminando a la iglesia San Francisco, donde soportamos de pie la misa soporífera. Al final, una pila de niños de rostro angelical se hincaron ante la balaustrada que los separaba del altar mientras el curita les iba repartiendo la hostia sagrada, la que recibieron con los ojos cerrados, sin masticarla por ningún motivo, de modo que a casi todos se les quedó pegada en el paladar. Entre ellos estaba el hijo de la señora Mariana, con sus ojos azules, su pelo rubio cortado al cepillo y su timidez.
La casa del Lalo, como ya habrá comprendido cualquiera que conozca ese sector de Rancagua, quedaba a no más de dos cuadras de la iglesia. Con el Vitorio nos fuimos caminando, todavía en ayunas, dispuestos a degustar la recompensa matutina. Pero no contábamos con una especie de sargento de la Gestapo instalada en la puerta de la casa. Era la abuela del Lalo, que premunida de una especie de lista hacía pasar a los invitados. Ustedes... pasen... Tú como te llamas... pasa... Ustedes tres... pasen. Al llegar nuestro turno su voz sonó como un martillazo en nuestros oídos. Ustedes dos... no, ustedes no están invitados...
Volvimos a la casa muertos de hambre y con la cola entre las piernas. Cuando le contamos la historia, mi mamá se enfureció y voló a la casa de la señora Mariana. Ella, que ignoraba el desaire, se deshizo en disculpas y le rogó una y otra vez, casi con lágrimas en los ojos, que nos fuera a buscar. Pero las papas ya estaban cocidas. Desprendidos del disfraz dominguero, con el Vitorio habíamos tomado desayuno y jugábamos un campeonato de fútbol chico antes de pensar en el almuerzo.
Por alguna razón que desconozco, el Lalo nunca llegó a ser amigo de nosotros, aunque tampoco enemigo, viviendo tan cerca. Era parco de palabras, usaba camisas de franela a cuadros. Por casualidad nos enteramos un día cualquiera de que había muerto antes de cumplir los veinte años.

viernes, junio 25, 2021

Una fría decepción

Al ingresar al comedor del hotel sentimos una fría decepción. Hay una mesa dispuesta para la cena, de la que nuestros dos amigos no nos han dicho una sola palabra. Hemos viajado a saludarlos por sorpresa y nos encontramos con esto. 
Uno a uno van llegando los demás, regiamente ataviados. Se saludan, se sacan los abrigos, extienden sus manos hacia la chimenea crepitante, escogen sus aperitivos. Con sus miradas severas y sus tacos de goma, el ejército de mozos engominados se torna invisible y ubicuo; parecen bailarines taciturnos.
Por efecto del azar nuestra presencia está pasando inadvertida. Con mi esposa decidimos refugiarnos detrás de las cortinas. No estamos para pasar vergüenzas. Dos recién llegados se nos instalan a centímetros, rozando el algodón. Lindo tu Loden, Waldo, pero te gastas lo que no tienes, suena el tímido reproche. ¿Y qué quieres, le contesta él, airado, eufórico, que les dé mi plata a los comunistas? Por qué lo dices, Waldo. No te hagas el de las chacras: si te compras un departamento pagas "contribución", si te compras un auto pagas "permiso de circulación", si recibes una herencia te quitan el no sé cuánto por ciento, si ahorras te sacan plata, si gastas te sacan plata, si emprendes te sacan plata. En esta vida el lema de los pobres es recibir y el de los ricos, dar. El Estado se lo traga todo y quiénes ganan: ¡los burócratas, los operadores políticos! ¿Y me preguntas por qué me gasto lo que no tengo? ¡Para que me den, tontorrón! No me hieras, Waldo, digo las cosas por decir.  
Mira, le susurro a mi  mujer, allá están los Bracamonte y allá, Silvio y Daniel. Y la Bettina Colodro, me contesta bajito, vino sola. ¡Don Ismael! ¡El Rigo y el Pato! 
Toda una tropa de amigos segundones invitados a la fiesta. Y nosotros, ¿que no fuimos siempre los primeros? ¡Hasta qué punto, hasta dónde pudo llegar el engaño antes de que la casualidad lo hiciera público!
Enorme desilusión.
Qué hacemos, me dice. Mira, tenemos dos posibilidades: o nos descubrimos quedando como mártires de utilería expuestos al sacrificio, a las burlas soterradas y las peticiones de clemencia; o apelamos al orgullo silencioso, al retiro disimulado por el anonimato.
Parece que nos vieron, me dice. Qué hacemos.
Tengo ganas de pegarles con la palabra, de hacerles ver su pequeñez. Optamos, sin embargo, por escondernos bajo una mesa, ante la proximidad de lo inevitable.
Don Ismael se agacha, levanta el mantel y me ordena: ¡Usted tiene un talento enorme! El dueño del club de equitación dice que a los grandes se los reconoce por la planta de los pies. ¡Usted está hecho para lucirse en el caballo, venga con nosotros a la fiesta! Y me arrastra del zapato.
Enfurecido, le doy de patadas.
 

miércoles, junio 23, 2021

Domingos de fútbol

No podría explicar cómo ni por qué se me vinieron a la cabeza esas imágenes, luego de sesenta años. En sí mismas no dicen nada; más bien revelan pinceladas de una tarde rutinaria de domingo. Partíamos con mi papá al estadio Braden para ver el partido del O'Higgins. Minutos antes del comienzo llegaban los niños huérfanos de don Guanella, a quienes se les acomodaba en una tribuna lateral. Eran muy ordenados y casi no gritaban. Diríase que se les dejaba entrar con la condición de que no fueran a molestar. 
Con mi papá nos sentábamos en las gradas de la galería Rengo. Cada cierto tiempo le hacía las mismas preguntas: ¿cómo está el partido, papá, bueno o malo? A veces me decía bueno, a veces me decía malo, a veces me decía más o menos. ¿Quién está jugando mejor? Y él me contestaba. Yo era muy chico para apreciar las sutilezas de la contienda. 
Era una constante que el estadio se sumiera en un hondo silencio, roto de pronto por alguna escaramuza, un cabezazo en el área, un remate apenas desviado. La explosión llegaba con el gol de O'Higgins, pero eso no era tan frecuente. 
Cada cierto tiempo nos veíamos obligados a desviar la vista de la cancha. En la galería surgía una pelea de la nada; dos hombres se agarraban a combos y no era raro que rodaran entre los asientos, pasando por encima de los espectadores que se hallaban en la cercanía. Luego era como si desaparecieran: retornaban a sus puestos, sosegados, acusando la vergüenza de sus pecados infantiles. Diez, quince minutos más tarde, emergían otros dos peleadores de un nuevo sector. Luego otro par; peleas relámpago, tres coscachos y vuelta a la calma. Era la invariable rutina de las tardes deportivas, junto con la rifa de la pelota de fútbol y el paso entre la gente del señor que vendía el "rico veneno". Al entretiempo mi papá sacaba el termo y me servía un vaso muy pequeño de té, hasta la mitad, con un sándwich preparado por mi mamá. Hallulla con mantequilla o hallulla con dulce de membrillo. El termo hacía menos de dos vasos.
Mientras jugaban los equipos, los ojos se me iban hacia la cordillera de los Andes, siempre cubierta de nieve. El sol daba de lleno en las caras del público situado en la tribuna del frente, aunque lo que de verdad me distraía era una ráfaga de golondrinas que iba y venía sobre el cielo. Subían y bajaban como una sola y ondulada masa larga que pintaba de negro un rincón del firmamento.

martes, junio 15, 2021

En honor a José Gai Hernández

Querido colega
Hoy 15 de junio estamos de nuevo reunidos, esta vez invocados por tu nombre y tu recuerdo. Me he preparado en mi casa unas prietas con puré picante, acompañadas de un tintolio, para animar la fría noche y rememorar esos inviernos profundos que tantos momentos de alegría nos han dado a los cinco integrantes de la cofradía "Le tengo pieza" -contigo éramos seis- en el regimiento-palacio de nuestro Comandante Yuyul. En esta ocasión nos hallamos separados físicamente, pero unidos en el alma y a través de la realidad virtual.
Pienso en las cosas que te has perdido en los dos últimos años. La principal, el mentado estallido del pueblo que te habría hecho vibrar hasta la médula, palabra fatídica, la médula, que no debí emplear. La pandemia es otra, y hasta el momento la hemos podido sobrellevar. Una tercera es tu fama artística, que parece irse extendiendo con la lentitud y la seguridad con que avanzan los grandes en el tiempo. 
Cuán callados estarán ahora mismo los restos de tu cuerpo en La Serena, cuán lejos se hallará tu espíritu. Quisiera que el Más Allá existiera, siguiendo a Swedenborg, y que fuese tan luminoso como lo describe ese escritor y filósofo sueco admirado por Borges. No es que en tal caso nos vayas a estar mirando desde una altura inefable; mas bien pienso que en tu devenir eterno seguirás viviendo con nosotros, con tus demás amigos y con las personas más parecidas a ti, ya que esa es la afirmación teológica de Swedenborg: el difunto ignora y experimenta la muerte como una prolongación del mundo material separado en una infinidad de conjuntos; de allí que inocentes se unen con inocentes, artistas con  artistas, bellacos con bellacos, mediocres con mediocres, algo bastante parecido a lo que hoy constituyen los diversos grupos que se forman en las redes sociales. Sin gustarme ese ejemplo para la realidad de carne y hueso, quisiera que así fuese el otro mundo para el alma. Pero ya que aún parece que seguimos en este, alzo mi copa junto a mis más grandes amigos para brindar por ti, hoy 15 de junio de 2021.
¡Salud, colega, y que suenen tres golpes en la mesa!

lunes, junio 07, 2021

7 de junio de 1971

Un lunes 7 de junio, hace exactos cincuenta años, la invité a Cartagena y aceptó. Nos fuimos en la micro hasta la Estación Central, nos bajamos y en San Borja tomamos el bus a Cartagena. Eran cerca de las cuatro de la tarde; con suerte llegaríamos a ver la puesta de sol. Una locura, de pies a cabeza. Contaba con la plata de la mesada semanal, no tanta como para un desarreglo pero sí la suficiente para costear los pasajes.
En el país se vivían los primeros meses de la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular con una especie de euforia o al menos de optimismo, pero eso no duraría mucho. De hecho, al día siguiente de la vivencia que relato acribillaron a Edmundo Pérez Zujovic y la historia política de Chile comenzó a dar un vuelco.
En Cartagena nos sentamos en una baranda frente al mar y nos dimos un beso. Olas mansas golpeaban la arena, una tras otra, sin majestuosidad alguna. El sol estaba cubierto por las nubes; hacía frío y no había mucho más que hacer. Estábamos solos.
En un momento le pedí pololeo y aceptó.
Regresamos cerca de las siete de la tarde, llegamos a Santiago de noche, la fui a dejar a su casa en la calle Francisco de Villagra y me devolví al pabellón Jota del pensionado del Pedagógico.
Yo tenía 18 años y vivía días de desadaptación e incertidumbre en mi carrera, tanto así que dos meses más tarde me retiraría de la universidad. Ella cursaba pedagogía en alemán y ya había pasado los temibles rápidos que debe sortear toda vocación. La mía no era una crisis vocacional, sino, pienso ahora, una crisis existencial. En agosto, el 21, abandoné la capital y me fui a enseñar a una escuela de campo; deseaba con ansias ser pobre, vivir poco menos que como san Francisco. Pero el plan se vino al suelo y tres años después, cuando todas las puertas se me habían cerrado tras la caída de Allende, retomé la carrera, que me seguía esperando, y reinicié mi vida. Durante esos años ella siempre fue mi luz, la luz es amor, y nunca me falló.
Nos casamos en 1975; llevamos juntos 45 años y vamos para los 46.
Dejo este sencillo testimonio en mi blog en un día como hoy.

sábado, mayo 08, 2021

Mientras agonizo

Mientras agonizo hay un hombre que se apropia de mis últimas horas; mientras ese hombre vive momentos de felicidad leyendo la poesía inglesa descrita por Borges, agonizo. Mis últimas horas, qué sabe nadie cómo son. Ni se las imaginan. 
Viví también felicidades, investigué, elaboré mis teorías, asesoré al Poderoso y me eché encima a medio pueblo; gocé del vino y del amor, tuve fuerza y subí escaleras hasta el piso dieciséis. Nada de eso vale hoy, me llegó la hora y la espero, sometido. Si puedo recordar, si puedo pensar, es gracias al hombre que escribe. Pero qué sabe él, ni se imagina lo que pasa por mi mente y por mi cuerpo. 
Aguardo en mi cama mientras los hombres hablan, repudian, beben hidromiel y se hacen tatuajes; aguardo mientras olvidan, quieren olvidar. Las mujeres empeñosas y las putanescas, los intelectuales y los cabezas de alcornoque y también las especialistas en autobiografías.  
Cuando agonice el hombre que escribe habrá alguien disfrutando, pensando que agoniza el que agoniza. Es el mismo oscuro trance de Faulkner y de tantos famosos que se tatuaron el ano y los testículos.  
Después de mi agonía, cuando agonice esa persona que mañana estará disfrutando mientras el hombre que escribe agoniza, el César abrirá los ojos asombrado y hablará: ¿Tú también, hijo mío?

jueves, abril 29, 2021

La serpiente moribunda

Mi hijo me ha contado un sueño y yo apenas lo he escuchado. Estábamos preparando el almuerzo en la cocina, él llevaba una serpiente, pero se le resbalaba y se le caía al agua. Sentía una tremenda ansiedad al ver que la serpiente trataba de sobrevivir no a pataleos, porque las serpientes no tienen patas, sino dando latigazos con su cuerpo, sin poder gritar, y él no podía rescatar al animalito inocente e inofensivo. Le tendía un tallo seco que llevaba pero no lograba sacarla del agua, que al parecer era el agua de una piscina. A continuación la buscaba en unos pantanos y golpeaba el palo aquí y allá en el fango, y la serpiente no salía, hundida como se hallaba bajo el lodazal. Finalmente despertaba llorando, angustiado, en el departamento en el que dormía junto a su hijito, mi nieto.
Horas después, por la noche, que es cuando tiendo a reflexionar sobre los hechos que solo en ese instante surgen como los más importantes del día, reparé en mi falta: dejé pasar un momento precioso para acercarme más a él, para sentirlo como a un igual.
Mi análisis me dicta que él temía perder algo muy preciado que se encuentra dentro suyo, que es su vertiginosa y plástica imaginación, o su poder musical de tan frágil sustento, o tal vez su bondad marcada por la inocencia, que se le escapaba entre los dedos pero que seguía estando a la vista, y luego se le iba hundiendo en una zona viscosa, como son las aguas de un pantano o las marcas que va dejando la vida. No soy capaz de darle más interpretaciones al sueño; pero sí de interpretar mi reacción ante ese pequeño episodio vivido en la cocina. He juzgado siempre con severidad su débil sentido de la vida material; admiro las profundidades de su genio poético, lo sobreprotejo y lo amo como ama un padre bíblico a su hijo.

martes, abril 27, 2021

Qué me ha enseñado todo esto. Tardes de agobio

Qué me ha enseñado todo esto. Pues, que mi vida se ha edificado sobre la base del miedo. He ido construyendo lentamente, con la paciencia y la perseverancia del avance de las obras de una catedral del medievo, una vida que paradójicamente me ha brindado más incertidumbres que certezas. Cunden los temores; pisos y techumbres hacen agua y en medio del constante aguacero real y sobre todo imaginario, el ahorro se acumula en cofres ocultos en el sótano. Desde luego, y si es que antes no me son arrebatadas por las águilas humanas de rapiña, se trata de monedas de oro que quedarán allí guardadas hasta el día de mi muerte, cuando por fin mi alma se libere del estado de ansiedad en que ha vivido. 
Porque claro está que el cambio no es posible. La conducta se puede cambiar, esto es, las acciones, el modo de vida, los hábitos, pero no las emociones que generan los hechos; están demasiado abajo como para que el maestro descienda con sus herramientas de gasfitería y las modifique.
Apuestas, riesgos, valentía, pasión. Grandes objetivos. Gracias, me inclino ante esos temperamentos que abren puertas y disfrutan de la vida en todo su esplendor, pero modestamente... paso. Me esperan los andamios, faltan ladrillos que instalar.

En las tardes de agobio me refugio en Bach y en Borges, porque me parecen estar más allá de este mundo. Me parece el de uno un mundo que se conecta a Dios a través de lo más profundo que ha sido capaz de entregarnos la música; me parece el del otro un mundo que, sin burlarse de mi ignorancia sino haciéndomela ver tácitamente, se sostiene en la historia, en el pasado. Ciegos ambos, pudieron acercarse más que los pisatierras engreídos a la esfera celestial, y eso le devuelve algo de fe a mi espíritu.

martes, abril 20, 2021

El oro de los tontos

En un viejo y feraz reino detrás de las montañas el terco león fue acusado de intentar cumplir la ley de la selva. Los ávidos lobos lo condenaron al destierro y se repartieron el botín. Tras lamer hasta la última gota de riqueza empezaron a mirarse a las caras entre ellos. Años después, el reino hecho cenizas exhibía vergonzantes cuerpos esqueléticos de animales que vagaban por la selva con la mano abierta y la piel hecha jirones, y nadie tenía qué ofrecerles para calmar el hambre. Entonces comenzó el éxodo en busca del oro de los tontos.