-Yo manejo un depósito al 0,5... del 1,5 bajó al 0,5... por eso prefiero mantener la plata en la cuenta corriente... ahí tengo mi plata...
-Claro.
-Los dos autos se los entregué a mi sobrino.
-¿Tienes dos autos?
-Un Toyota Corolla automático. Nuevo. El otro es del 89, pero está bueno.
-¿Y dónde los dejas?
-Tengo estacionamientos. Pero ahora se los entregué a mi sobrino. Él ya le pasó uno a su hijo que entró a la universidad.
-Claro.
(Pucha el tío pa bueno, le soplo a mi esposa. Ella asiente).
-Es por esto de la sucesión. Mejor que los bienes los tenga uno solo. Por eso se los entregué a mi sobrino.
-Claro.
-Voy a comprar al Unimarc. Unos quesitos, un poco de jamón. Ya vuelvo.
-Claro.
Con Patricia somos testigos de una habitual escena de café. Dos hombres mayores conversan sobre asuntos triviales, más uno que otro, a juzgar por el diálogo que se acaba de reproducir. Nos hallamos a nuestras anchas luego de clavarnos la cuarta dosis de la vacuna y no sentimos molestias. Nuestra mesa, a la sombra de unas enredaderas, nos aumenta la sensación de bienestar, que en ese instante no logran aniquilar ni la invasión de Ucrania ni las últimas ocurrencias de los constituyentes ni la caída de los fondos de pensiones. Una garza de yeso embellece el jardín. Mañana feliz.
El personaje vuelve, en efecto, a los pocos minutos, portando una bolsita con alimentos. Es un hombre bajo, calvo y encorvado, de complexión robusta y una edad más cercana a los ochenta que a los setenta; nariz gruesa y aguileña, leves ojeras y una mirada cándida. Una indiscutible cara de árabe. A pesar del calor reinante viste suéter. Se sienta nuevamente frente a su compañero de mesa, que lo recibe con aparente indiferencia. A primera vista, este último preferiría estar solo que acompañado. En otras ocasiones en que he ido a ese café lo he visto siempre solitario, pensativo, echado hacia atrás, la taza vacía, cansado, con el bastón de madera apoyado en un brazo de la silla, ni contento ni triste, impertérrito ante las novedades que ofrece el acontecer. De elevada estatura y una edad parecida a la de su compañero circunstancial, su rostro sajón en el que destaca una melena blanca y una barba puntiaguda y sin bigotes lo acercan a la imagen que tenemos de los griegos antiguos, esas caras de reyes y filósofos que nos parece haber impuesto el Hollywood de los años cincuenta.
-Ya volví. Más ratito tengo que ir a cuidar a mi hermano -dice el hombre bajo, en su tono siempre amistoso.
-Ah, sí... ¿está enfermo?
-Se podría decir que sí.
-¿Guarda cama? (el sajón conserva el acento y la firmeza en la pronunciación que caracterizan a los alemanes avecindados en Chile).
-No, si se lo pasa caminando por el departamento.
-Claro.
-Nosotros éramos seis.
-¿Seis?
-Seis. Quedamos dos; mi hermano ya cumplió los noventa. Pero me tiene amarrado.
-Nosotros también éramos seis (el sajón se va entusiasmando). Cuatro varrones... quedamos... no, también tengo una media hermana.
-Mi papá llegó a Chile allá en los años veinte. Pasó por Nueva York y le ofrecieron quedarse, pero no quiso. Allá tenía de todo. Cuando se vinieron en el barco, mi mamá venía embarazada.
-Llegarrían primero a Buenos Aires.
-Cuando llegó partió de cero. Afuera la familia tenía sederías con nueve mil trabajadores contratados. Cafetales.
-¿Cómo?
-Cafetales... plantaciones de café.
-Claro.
-Mi prima todavía está viva. No la conozco en persona; siempre me invita a Brasil. Tiene cafetales. Ven a verme, Fernando. En su casa hay treinta personas para su servicio... a mi papá le ofrecieron una parte de la herencia y se negó... venía escapando de la guerra.
-Mi papá perteneció al ejército de Hitler (el sajón pronuncia el nombre del Führer como si diera un latigazo).
-¿También luchó en la guerra?
-Erra comandante de tanques. Le llegaron las bombas de los aviones ingleses.
-¿Era de la fuerza aérea?
-No. Comandante de tanques. De tanques. Del ejército de ¡Hitler!
-Ah.
(Mi mujer me sopla: debiste traer la grabadora. Recuerdo que Cheever hacía eso: la mayoría de sus personajes los sacaba de conversaciones que oía en el bar, en el Metro, en paraderos, en los cafés. Acercaba lo más posible su mesa a la que le interesaba y lo anotaba todo. Esa fórmula vale tanto para escribir un cuento como una novela o una crónica. Yo mismo la he aplicado a veces, solo que sin el éxito de Cheever. Debo ser menos ambicioso que Cheever, porque en el fondo las conversaciones de la gente, sus historias, son las mismas. Pero ahí ya entraría al tema de cómo narrar; o al del mercado editorial, el márketing, la crítica).
-Mis papás llegaron a Chile huyendo de los turcos. Venían de Siria... los turcos eran tremendos de malos.
-Ah, sí... los turcos.
-Mi abuelo llegó a ser almirante...
-Mi papá erra comandante de tanques... una guerra terrible... ¡Hitler!... Alemania quedó tomada por los ingleses, los norteamericanos, los rusos y los franceses.
-¿Y a qué se dedicaba en Alemania?
-Tenía una fábrica... de esquíes.
-Mi prima es libanesa. El Líbano era como el otro París... lo echaron a perder todo. Las guerras son terribles.
-¿Y por qué esa guerra?
-Seguro que los judíos quieren apoderarse de los países árabes. Tanto tiempo que anduvieron errantes. Y ahora tienen el apoyo de Estados Unidos.
-¿Cuántos habitantes?
-No sé. Voy a buscarlo en Internet.
-Por el Google.
El árabe lleva la conversación, se hace evidente la buena disposición que se aloja en su alma ante las cosas que lo rodean. Al alemán se le siente más bien cauto, no exactamente desconfiado.
-Está en la hora del almuerzo. ¿Va a almorzar? ¿Se va luego?
-No. Es temprano. Son la una.
-Yo todavía tengo parientes en El Líbano, pero por parte de mi sobrino. Mi cuñada era libanesa.
-¿De Beirrut?
-De Beirut. Así que ahora los parientes míos son españoles y libaneses... los que me van quedando. Vamos a buscar aquí... Líbano... Líbano... habitantes... a ver qué me sale. Líbano habitantes le puse. Buscar usando Google... esta cuestión es una maravilla... 6 millones 825 mil... casi 7 millones.
-¿Siete millones no más? ¡Tan poco!, como Santiago.
-Ahora debe tener más. Esto es del 2019.
-Pero no mucho más. Tan chico como Santiago... ¿habla árabe?
-Entiendo casi todo, pero hablo poco.
-¿Dónde aprendió?
-Con mis papás. En la casa. Ellos hablaban árabe.
-¿Y cómo es el libanés?
-Son fantásticos.
-Le pregunto por el idioma libanés.
-Son parecidos a los franceses. Y son muy buenos mozos.
-¿Y tú hablas libanés?
-El árabe hablo. Pero hablo la mitad... pero entiendo casi todo.
-¿Pero el idioma libanés, cómo es?
-Como el árabe.
-No hay libanés.
-Idioma árabe. Eso hablan. Escriben igual. De atrás para adelante.
(Suena el teléfono del sirio).
-Hola.
-...
-Aquí, en la pastelería.
-...
(Cuelga y comenta).
-Así es la cosa...
El alemán retorna de su natural disposición a la soledad; una idea parece darle vueltas en la cabeza.
-Así es... poca gente. Siete millones no es nada.
-Nosotros tenemos veinte, dieciocho...
-No, pero acá en Santiago...
-Siete millones.
-¿Y cuál es el producto principal del Líbano?
-La verdad es que no sé, fíjate. Voy a preguntar... tienen mucho comercio.
-Sí, pero deben tener algún producto nacional... porque está bastante aislado... al lado tienen a Siria, Turquía...
-Mis papás eran sirios... los turcos dominaron mucho... eran tremendos los turcos.
-¿Estás resfriado?
-Algo. Es como un resfriado como alérgico.
-A mí me pasa también lo mismo. Siempre me corre la nariz... purra agua.
-Pura agua... agüita, agüita.
-Mi hija me dice: es lo normal para la edad.
-Qué le vamos a hacer... nos llegó la vejez. Los argentinos dicen: es terrible cuando llega la vejez.
-Los años pasan muy rápido. Pero qué se le va a hacer.
(El sirio indica la figura de yeso en el jardín de la pastelería).
-Tenemos que hablar con la garza.
-Sí... bonita... a mí siempre me corre la nariz. Es el calor, parrece.
-Donde estás al sol... poca gente se ve hoy.
-Sí. Ahora veo más. Para el almuerzo. Al lado no pasa mucho.
-Al lado tiene poca gente.
-Lo que pasa... no es muy acogedor... muy frío.
-A mí no me gustaría.
-A mí tampoco.
-Lo único es para comprar el pan.
Se produce un silencio momentáneo. Hora de cambiar de tema. El sirio interviene.
-Y cómo lo hace con su herida.
-Agua oxigenada.
-Es buena para desinfectar...
Nuevo silencio, de esos silencios cristalinos en una mañana cristalina; esta vez lo rompe el alemán.
-Es bonita esta cafeterría.
-Es como estar veraneando, para los que estamos encerrados en Santiago.
-Ahora viene llegando gente.
-Viene llegando gente al baile.
-Parece que hay empresa por acá cerca.
-El amigo mío tiene empresa. Empresa informática.
-Informática... es mucho más agradable este café, más acogedor que restorrán.
-Diez veces más. Para nosotros, por lo menos, que vivimos en departamento.
-Así es la cosa...
(Llega una mujer de mediana edad. Saluda al sirio).
-Hola, Fernando.
-¡Pero linda! Él. Alemán. Muy amigo mío. Liliana... don Christopher.
-Tanto gusto.
-¿Que querre tomar?
-¿Ah?
-Qué querre... tomar... ¿café?
-Un capuccino.
El sirio desea integrar a la mujer.
-La hija de ella está en... ¿a dónde vive tu hija?
-Karlsruhe.
El alemán no se anima demasiado, como si Karlsruhe no le dijera mucho.
-Bonito. Tranquilo... por ahí pasa el río... Meno...
(Ella).
-Tienen ríos por todos lados.
-Y hay una catedral famosa. Ahí está enterrado... Carlomagno.
-Él tiene una hija dentista.
-Ahora las clínicas son a todo lujo... ahora está cambiando todo... Fernando tiene la culpa, jajajá.
-La culpa la tenemos los dos... arreglando el mundo... no se puede arreglar el mundo, Christopher... Liliana es ingeniera... tuvo un golpe a la salud.
(Ella).
-No digas eso. Agradece que no ando con el garrote.
El sirio no acusa el golpe.
-Yo tengo Fonasa. ¿Usted tiene isapre?
-No.
-¿No tiene isapre?
(Ella).
-Te acaba de decir que no.
-No tengo isapre ni Fonasa.
-Tendrá un seguro alemán.
-Porr ahí va la cosa. Empecé a los 18 años. A pagar... a pagar... menos mal que lo hice bien... hay que estar protegido.
-Yo no tuve mucho problema de cabro.
(Ella).
-¡No, si el problema viene después!
(El alemán se dirige a la mujer).
-¿Y su hija se acostumbró en Alemania?
-Sí, ya maneja el idioma. Ella es muy meticulosa.
(El sirio).
-Pide almuerzo.
-Fernando... ya te dije. Pedí un café.
-Tiene que comer algo.
(El alemán).
-No insista... no moleste.
(Ella).
-Si no, me voy.
(El alemán).
-El latino es alegre. El alemán es tosco, callado. Yo soy de Hamburgo. Al norte. ¡Peor todavía!
(Ella).
-Estuvimos en primavera. Lloviendo, ¡y con un viento!
-En Karlsruhe el clima es más moderado... mucho mejor...
(Ella).
-Lo encontré parecido algo así como a Puerto Varas. Mucho verde.
-Mucho verde.
(El sirio).
-Amigo. Hoy día pago yo la cuenta... por hoy no más.
-¡Chuta! ¡Te sacaste la loterría!
-Me saqué la lota... por hoy no más.
(Ella).
-¿Cuántos hijos tiene?
-Dos. Uno está cerca de Hamburgo. Más al norte.
-Debe tener más familia allá.
-No está casado. Es soltero. Tiene una polola.
-Debe tener otras prioridades.
-Él no es tan joven. Va para los cincuenta... pero el clima influye mucho. El clima frío te recoge. Influye en el ánimo. Aquí estamos abiertos. Allá sale el sol y se vuelven locos... los alemanes no tienen muchos hijos, porque cuesta carro.
(Vuelve el sirio).
-Él se vino a Chile de joven.
-Yo salí a los 22 años. Erra otro país, muy distinto... por eso ahora no me gusta Alemania. No se puede decir negro ni judío. ¡Racista!... ¡nazista! El turco no aprende la lengua alemana, no quierre aceptar las reglas. Llega con su familia. Son como guetos. Eso es malo.
-Oye, él tenía una industria de esquí.
-¿Sí?
-Yo soy de Silesia, que ahorra es de Polonia. Nosotros arrancamos. Por la guerra nos radicamos en Hamburgo.
-¡Tenía ocho años y anduvo 500 kilómetros!
-Lo que pasa hoy día me hace recordar...