Visitas de la última semana a la página

martes, noviembre 19, 2019

Nobles enseñanzas del AMIGO BIGOTE a su amado discípulo El Zanahoria

Lunes 21 de octubre

Recordado AMIGO BIGOTE
Se echa de menos en este instante difícil, si no extremo, la palabra del AMIGO BIGOTE.
Lo saluda atte.
El Zanahoria

Habla el AMIGO BIGOTE
Soy apenas un susurro. No es tiempo de oradores. Como dice Eclesiastés 3, 1-8 "... hay tiempo para callar y tiempo para hablar..." ¿No te sorprende la impresionante concertación de hechos, todos ocurridos simultáneamente? ¿Crees que es coincidencia? Hemos visto la eliminación de las FF.AA. a la antigua, que salvaron a Chile. Fueron reemplazadas por estos generales venales, que llegaron a llenarse de dinero. Y les quemaron las manos a los militares, para que no lo vuelvan a salvar. Creo, querido Zanahoria, que está viendo el día previo a la formación de Chilezuela, sin que nadie parezca darse cuenta (y menos que nadie, los monigotes de TV que sólo repiten bastante, bastante, y que se quejan porque los militares no ponen orden, y se quejan porque llevan armas!)
Querido Zanahoria, es tiempo de meditar.
R.R.

Martes 22 de octubre

Acudo una vez más, esta noche aciaga, al Oráculo del AMIGO BIGOTE, para que oriente los derroteros de mi alma en pena...
Hablad, AMIGO BIGOTE, no calléis
El Zanahoria

Habla el AMIGO BIGOTE
¿Me hablas de la víspera que esto se convirtiera en Chilezuela?
Porque, matemáticamente hablando, ¿ qué porcentaje de probabilidades existe para que el lumpen corriente idee, el mismo día, a la misma hora, y con las mismas técnicas destrozar sistemáticamente las líneas del metro, saquear supermercados y quemar instituciones potentes?
Como si de poner a prueba la capacidad de reacción de un gobierno se tratara. Después de que, por décadas, se ha castigado brutalmente a los militares que salvaron al país de las debilidades de Allende, que dejó la puerta abierta para que la violencia tratara de adueñarse de Chile. Poniendo generales títeres, los gobiernos socialistas le quitaron a las FF.AA. ese concepto patriótico que nos salvó una vez, pero con el que ya no se puede contar, después de mas de medio siglo de humillaciones, castigos inmerecidos, y las diatribas de cualquier ignorante que ponen frente a las cámaras, en el lugar que alguna vez estuvieron los periodistas. Que, al menos, intentamos ser ecuánimes, y no representantes de una añeja ideologia que, en el primer mundo, fue hace rato arrojada al retrete de la historia. Con tanta violencia que las derechas han ganado una fuerza que, en realidad, no se merecen.
¿Dónde está la esperanza? El chileno, en su mayoría, no es tonto. Y estos desmanes calculados y financiados del exterior dejan su huella, y el chileno se resiente. Son demasiados los que quedaron sin trabajo por las mismas promesas que, en cuarenta años, los mesías marxistas no han sido capaces de cambiar ni en un punto. La charlatana de la Gordi, buena para apitutarse internacionalmente y de disfrazarse con una bata blanca, no resolvió nada con sus hospitales sin camas ni con su nuera arribista. Y el Metro es un triunfo para la gente que vive a tanta distancia de su trabajo. Que ahora sentirá la distancia en los músculos, y la felonía de estos terroristas en su falta de trabajo.
Esa es la gran esperanza. El chileno es ingenuo, se siente superhombre porque algún chileno juega en un equipo de futbol de clase mundial, pero no es tonto.
Y apuéstele a eso, querido Zanahoria.


Miércoles 23 de octubre

... El Zanahoria acude al Oráculo del AMIGO BIGOTE, habiendo transcurrido ya 24 horas desde que escuchó su última predicción, y a escasas horas del traslado de los restos de Franco, personaje a quien tanto admira el AMIGO BIGOTE, quizás por guardar gran parecido físico con su semblante.
Sacad la voz, AMIGO BIGOTE, no os chupéis, hacedlo por vuestro amigo El Zanahoria.
Así habló El Zanahoria

Habla el AMIGO BIGOTE
¿Also sprach Carota, mi pequeño Nietzsche? Durante muchos años llevé un llavero español, que me regaló un gran amigo, con el retrato del Caudillo en su uniforme verde, en su época juvenil que en el reverso decía "Volverá".  Le tenía mucha estima al símbolo de humor y filosofía. Y como decía mi admirada amiga, doña Emilia Pirzzio Biroli, alcaldesa de Puerto Cisnes, no digo más, porque es tu deber revisar los arcanos y descifrar el mensaje que te señalan los astros.
R


Viernes 25 de octubre

El Zanahoria esboza la hipótesis de que luego de la "marcha histórica" el camino se está despejando y el choclo comienza a desgranarse. Por un lado, la inmensa mayoría que representa el malestar de siempre y que aspira a sacar un pedazo más grande de la torta; por otro, el lumpen y el narco; por otro lado, los anarquistas organizados por la ultra ultra izquierda, Maduro y Moscú.
Todo cambia para que todo siga igual, dice Lampedusa en su Gatopardo (que no me llenó demasiado el gusto cuando lo leí, no hace tantos años). ¿Nos despedimos del mundo las viejas generaciones, agachando el moño? ¿Nos superan las fuertes campanadas de la nueva voz?
PERO EL ORÁCULO del AMIGO BIGOTE seguramente tiene algo más profundo que agregar.
¡Usad la palabra, AMIGO BIGOTE, no calléis!
El Zanahoria, a sus pies

Habla el AMIGO BIGOTE
Amado discípulo:
Ni las desorbitadas circunstancias de los últimos días justifican ni validan su personal desenfreno en juzgar y calificar tan ligeramente al príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiari, el palermitano Giuseppe Tomasi di Lampedusa, quien creó en el Gatopardo esa magnífica postal de la atmósfera, refinada y banal a la vez, de los años de la Unificación Italiana. Porque esa es precisamente la clave de este momento: la constante dualidad. No sé si conserva en su cacumen la frase mágica del príncipe frente a los altibajos de las pasiones humanas, los conflictos y los fracasos: "dormiamoci sopra". O sea, frente a los problemas que cada día nos acometen, lo sabio es irse a dormir. Y tal vez, mañana, con la luz del amanecer, puede que algo cambie... Una actitud muy DC, típica de la derecha moderna, y absolutamente socialista.
Si el humano temor me alcanzara, los recientes días habrían sido la ocasión más cercana a sentirlo. Desde la descomposición republicana de los días de Allende que no se ha sentido una masa crítica tan riesgosa como la que provocan estas multitudes descomunales y ensimismadas, que reemplazaron la identidad por el celular. El viernes en la tarde temí lo peor: tal cantidad de gente, sin norte alguno, en una atmósfera hiper combustible, podía arrasar la mitad de Santiago hasta los cimientos.
Y, oh prodigio, las leyes profundas del universo convirtieron el descomunal despliegue en una ecuación taumatúrgica: esta muchedumbre de zombies, cada uno drogado con sus personales -y mayormente infundadas- visiones y demandas, ondeó banderas y gritó sus mantras. Y, como debe ocurrir hasta con los áfidos (específicamente los pulgones del rosal, querido ignaro), se relajó. Y de su balbuceo ininteligible surgieron si no unas tablas de piedra, al menos unos plumavit de la ley, con unos esperpénticos mandamientos. Que, no lo tomes a risa, parecen, sin embargo, venir de los elementos fundamentales de la materia misma.
Abreviando, me alegro del final feliz tipo película estadounidense de los años cincuenta. No es que tenga fe en tanta bobería ("saquemos el TAG, eliminemos la AFP, que nos paguen sin trabajar"), pero al menos demostraron a la infinidad de cretinos (o sea, políticos) que no es llegar, decir "y no me den las gracias por todo esto, que lo hice yo" y repetirse el atracón parlamentario por el resto de la vida. No: borrón y cuenta nueva. Es la última esperanza, es la sabiduría ancestral de nosotros los tres grandes depredadores, del Jurásico hasta el presente: las ratas, las cucarachas y nosotros, los simios.
No obstante, hay una frágil llamita de esperanza, vacilante, en medio del huracán grado 5 que son la realidad y la sanidad mental de Chile. Pero, observando la historia de este conglomerado, su gente, sus dichos, sus costumbres, sus deseos y sus pasiones, la única conclusión posible es que Dios existe.
Que la Fuerza te acompañe, Zanahoria.


Domingo 27 de octubre

El AMIGO BIGOTE ha hecho uso y abuso esta vez de su natural arrogancia, llegando a ribetes de soberbia que debe pagar este humilde siervo.
El comentario al pasar sobre una novela lo ha disgustado. El escritor que despacha este mensaje pudiese haberlo desarrollado con argumentos literarios, pero no era el caso. El AMIGO BIGOTE no ha entendido a su interlocutor y se ha dejado dominar por sus prejuicios; el más fuerte de ellos, el prejuicio de la superioridad intelectual, el prejuicio de la vieja raza.
Demostrado está, otro comentario al pasar, que las mejores decisiones se toman por la mañana, después de un buen sueño. Me lo comentó días atrás en el café Luis Valenzuela, y a él se lo hizo ver otro señor. No es prudente acometer una acción al caer la noche, cuando el problema se encuentra en estado de ebullición.
Sin embargo el AMIGO BIGOTE RETOMA LA TEMPLANZA y da visos de pensador en la segunda mitad de su entrega, que es la mitad con la cual se queda este vapuleado Zanahoria.
Se le agradece al AMIGO BIGOTE que siga dando luz a la nación.
Honor al AMIGO BIGOTE
El Zanahoria 

Habla el AMIGO BIGOTE
¡Cuánto bien le haría, apreciado tubérculo, evitar la autocalificación y los espasmos de inexplicable egolatría que lo embargan tan a menudo. ¿Ahora, además, quiere convertirse en crítico literario, en emular a esa señorita Espinosa a o algo así que escribe en nuestro amado periódico? O tempora, o mores. Prefiero, -con la benevolencia del quien mira sobre un portaobjeto las evoluciones de alguna elemental bacteria-, asumir que, como atacado por la misma pandemia que afectó a un millón de vecinos en Plaza Italia el viernes pasado, usted trata de exorcizar sus personales demonios denostando a los valores y pilares fundamentales de nuestro universo.
Paciencia. El pensamiento de los Rosacruces, de madame Blavatsky y su Teosofía le advierte "si no puedes ser el sol, sé el planeta humilde..." Y siempre es válido "lo que es arriba es abajo". Y por favor, no conviertas este pensamiento metafísico en alguna de las monstruosidades del abominable Dr. Vicius, que, lo estoy viendo, en su disipada jerga  comentaría que "en el baño, del color de las cortinas es el felpudo".
Pero si, el caleidoscopio de obsesiones, patologías, de esta multitud es una oportunidad valiosa, de corta duración. Es la muecha cora del explosivo. O se anula en el corto plazo, o el estallido será muy violento. Se necesita cortar cabezas, como se certifica en los frescos de los patios de los juegos de pelota de Chichén Itzá y las decenas de vestigios mayas de México, Belice y Guatemala. Los dioses siempre están sedientes de sangre. Y toda la multitud quiere beber de las apulentas arterias qwue riegan las billeteras de nuestros políticos del congreso y los grandes puestos.
Cuidado: después de masacrar a zar, la zarina, el zarevitz y el resto de la famila en Ekaterimburgo, el estallido del rencor destruyó a todos, hasta llegar a los inocentes campesinos que también fueron masacrados por la misma Revolución de Octubre. Y han seguido asesinando hasta hoy. Porque la envidia es un artefacto que no tiene botón para apagarla.
Bien: sumiso Zanahoria, trata de seguir el camino de la virtud, aunque no tengas el mapa y en GPS correspondiente. Recibe mis bendiciones y oraré por ti ante Kukulkán, la divinidad que encauzaba la sandre divina sobre los humanos.



Domingo 27 de octubre

Observo, AMIGO BIGOTE, una redacción a la rápida, exenta de las mínimas correcciones; un estilo que pretendió ser docto pero que se dejó llevar por la pasión y no aplicó el mínimo de cuidado con la palabra, algo que tanto se echa de menos estos días.
Pero, aun así ¡PERDONO AL AMIGO BIGOTE!
Se ha dejado llevar por la incontinencia de los años, pero ¿quién a nuestra edad está libre de ese pecado venial?
SALUD Y ETERNA AMISTAD AL AMIGO BIGOTE

Habla el AMIGO BIGOTE
Amado aspirante a discípulo,
No olvide el motivo de su nombre. Y, por cortesía, no tome el rábano por las hojas (en este caso, el tubérculo que ya sabemos). Vamos al meollo.
Socráticamente, mi papel, como docente constante, es siempre el de ser el aguijón en el anca de potro (... por decirlo así, traduciendo "a pain in the ass" como diría Shakespeare).
Paternalmente,
R.R.

Martes 29 de octubre

Estimado AMIGO BIGOTE
Observo que la demencia social ha sido capaz de crear un ligero desencuentro entre estas dos almas.
¡Hablad, AMIGO BIGOTE!, vuestra palabra es siempre bienvenida. ¿Veis una luz en el tenebroso horizonte?
El Zahanoria (escritor)

Habla el AMIGO BIGOTE
Estimado Zanahoria, te recuerdo la profecía que mi maestro apuntó hace tiempo en Macbeth:
"La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada".
Ya hemos visto estos diálogos entre dementes, como lo fue la  mal llamada "rebelión estudiantil" del 68. "¡Queremos cambios!" bramaban los ignaros. Y los tuvieron. Allí empezó el sistema de créditos. ¿Te acuerdas de qué se trataba? ¿Sirvió de algo? Un truco de los titiriteros de siempre para que dejaran de destruir; de parte de los agresores no se trató de la búsqueda del conocimiento o la verdad, sino de conseguir que las mujeres dejaran de usar sostén, el único cambio que cabe recordar. Ahora piden cambios, Piñera asegura que los hará PERO... un cambio toma tiempo y nadie se interesa en dar tiempo. Sonará la alarma antes de que se organicen tales cambios y, por cierto, antes de que sean aprobados por la monstruosa burocracia que, como todas las tiranías se llama a sí misma "democracia" y jamás permitirá que le arrebaten sus prebendas.
Mala cara tiene el difunto, como comentaba el saber popular en los velorios a urna abierta. Que los dioses se apiaden. Y ojalá que no acuchillen una vez más a César junto a la estatua de Pompeyo y que no sea necesario que arda Roma, otra vez.
Pax vobis, Carota puerus
Rodolphus Rex

Martes 29 de octubre

Estimado AMIGO BIGOTE
El Zanahoria volvió a casa, caminando una hora entera desde el diario, con una sensación de pesadumbre, de derrota. Es curioso que luego de experimentarla, como les sucede a los seres humanos, comenzó a acostumbrarse, a resignarse y a buscarle el nuevo lado bueno a las cosas. Lo comento a propósito de dos frases que el AMIGO BIGOTE desliza al pasar: "Mala cara tiene el finado" y la muerte de César.
¿No sería mejor, a esta altura, que S.E. renunciase, su sucesor, que sería Blumel, llamara a elecciones en 120 días e irrumpiera el nuevo líder, que hasta podría ser Kast, si no Lavín? ¿O es muy ingenuo de parte del Zanahoria este razonamiento?
¡Hablad, AMIGO BIGOTE!

Habla el AMIGO BIGOTE
Todo parece válido cuando se desata el pánico. ¿En qué pensaban los pompeyanos el año 70 y tantos cuando se produjo el flujo piroclástico del Vesubio? Todo daba lo mismo en ese instante de agonía. ¡Ni siquiera si hubieras asaltado una botillería de barrio y te hubieras bebido solo varios bidones de alcohol metílico se entendería que propusieras al inepto, incapaz y basura de Lavín como gobernante! ¡Diantres, hay un límite hasta para la insanía!
Ánimo, Zanahoria amigo, que "ancor non e detta l 'ultima parola!"  Respira y expira. Relájate. Y espera que la tierra gire, y no gires antes tú...
Está malito, pero todavía respira.
Que amanezcas mañana con el frescor de un nuevo día, que siempre será el máximo regalo de lo que te quede de vida...
Namasté
R

Miércoles 30 de octubre

Estimado AMIGO BIGOTE
Los días van pasando y junto a ellos surgen nuevas sensaciones. El Zanahoria estuvo hoy menos deprimido, porque recorrió el centro y fue testigo de una señal minúscula de normalidad. El café estaba abierto, no así grandes tiendas comerciales, selladas a fuego de soldadura. A la salida del trabajo fue sorprendido por los gases lacrimógenos, pero, oh milagro, terminó el día cenando en un restaurante con sus seres queridos.
No está dicha aún la última palabra, sin embargo. Y por lo mismo,
Hablad ahora o callad para siempre, AMIGO BIGOTE.
El Zanahoria

Habla el AMIGO BIGOTE
Hay un insecto que se llama, precisamente, efímera (emífera diría un premiado cronista deportivo). Pero siempre nuestra existencia es así, que me gusta definir como "un fugaz chisporroteo entre dos eternidades de silencio". Se juntaron elementos subatómicos, átomos, partículas, células y ¡oh sorpresa! existió ese curioso fenómeno, el yo. Con fecha de vencimiento más corta que un yogurt. Antes, ni sospecha. Después la nada irremediable, la ataraxia, le néant. Lo divertido entonces es que cada cual, cada vez, redescubre toda la historia del prefacio casi hasta el epílogo, mayoritariamente con el colofón borrosamente impreso...
Y en vez de anhelar una inmortalidad imposible deberíamos agradecer esta piadosa brevedad, esta espera corta para despertarnos muy pronto, sin pesadillas, del doloroso sueño de la vida.
R

Viernes 1 de noviembre

Querido AMIGO BIGOTE
Las mareas humanas van cesando en su accionar y en su nivel de destrucción, tienden a recogerse las olas; su colega en el oficio no vislumbra rebrotes de temer, ahora que las demandas de los de siempre empiezan a concentrarse en cambios de eje, no precisamente populares.
Pero ante esto El Zanahoria se pregunta: ¿Acaso el AMIGO BIGOTE no tendrá algo iluminador que decir? ¿O ha preferido también hacer como los cangrejos que se hunden en la arena cuando el mar se repliega?
No calléis, AMIGO BIGOTE, su palabra, aunque mínima, aún posee algún valor.
El Zanahoria

Habla el AMIGO BIGOTE
Tarde o temprano la alimaña asoma de su cubil. (Anota y busca en wiki estas palabras, en el primer paso de tus ambiciones de llegar a ser al menos un escribidor).
¿Tú hablas de  mínimo? ¿Tu, un ente subatómico? ¿Cómo podría yo iluminar el agujero negro de tu existencia, tan denso que es del todo insoportable y que, ya que no absorbe las enseñanzas del maestro, se traga todo lo demás, incluso la luz, y sigue siendo igual de abyecto?
El verme que califica al sol: "Hoy día no amaneció tan luminoso como otras mañanas".
Este es uno del piélago de males que nos corroen, y que tienen su playa de estacionamiento en ti.
Y, por favor, piensa en ti. O, al menos, piensa.
Esa es tu próxima tarea para la casa.
(Esta nota no va firmada, para que no trates de hacer negocios con ella).

Sábado 2 de noviembre

Durante estos días lúgubres, la extraordinaria sensibilidad del AMIGO BIGOTE no se ha dejado caer NI POR ASOMO sobre el espinoso tema de las desigualdades que habrían dado origen al estallido social que nos golpeó en la cara a los chilenos todos. ¿Acaso no hay un atisbo de misericordia en el corazón del AMIGO BIGOTE por los que más sufren, personas a las que el AMIGO BIGOTE tal vez solo conozca por los diarios, las imágenes de la TV o lo que proyectan a los ojos del AMIGO BIGOTE esas mismas personas desde los paraderos de las micros?
Hablad, AMIGO BIGOTE, no os dejéis dominar por la razón.
Vuestro fiel amigo El Zanahoria

Habla el AMIGO BIGOTE
Cualquier periodista profesional recuerda a aquella ministra francesa que tuvo la desafortunada idea de comparar a los chinos con las hormigas, en cuanto a conglomerado social. Fue un símil desafortunado, pero espontáneo. La dictadura maoísta los convirtió en número, en una inmensidad de esclavos sin vida propia.
 Las desigualdades son intrínsecas al hombre, desde el Génesis, con un Abel agricultor y un Caín cazador. Gracias al cielo todos somos distintos (lo siento, Zanahoria, pero está en nuestro ADN). Ese es el encanto de la humanidad. Pero cosa distinta es que el egoísmo marque una frontera entre nuestra categoría de simios autorreferentes, y prefiramos destruir alimentos a compartirlos con los que mueren de hambre. Y, que como país, los legisladores sean ignorantes y bellacos, incapaces de hacer leyes breves pero eficientes, cada una con un reglamento que las haga funcionar.
Pero el problema no nace de la desigualdad, sino de la responsabilidad. ¿Qué laya de hombre es aquel que sólo agita banderas de derechos, pero se desentiende de deberes? Soy descendiente de migrantes: con antepasados lo bastante honestos como para no poner bombas, ni destrozar los escasos bienes de un país, sino de trabajadores que dejaron su tierra nativa buscando paliativos para una guerra, la Gran Guerra, que no declararon, no buscaron ni decidieron pero sufrieron en toda su brutalidad. Pero era gente de trabajo. Y si algún ínfimo bienestar disfruto es el resultado de una cadena de gente de esfuerzo permanente, responsable y generoso, que paga sus impuestos, ayuda a quien puede, y evita cometer actos indebidos. ¿Por qué no pueden todos hacer cada uno su pequeña parte de una comunidad?
Por mí, yo pasaría bala frente a una horda de miserables saqueadores de televisores y suntuarios, de canallas que dejan sin trabajo a la gente más modesta. Y no seguiré el juego de los izquierdistas que lloran por las desigualdades, pero las aprovechan a dos carrillos, y no han sido capaces de resolver nada durante medio siglo en que han metido manos más al erario nacional que a la justicia social. Ahora quieren que Piñera resuelva en horas lo que sus representantes no han hecho en décadas.
Por favor, nada con el POPULISMO que quiere todo gratis, pero no aporta nada. Es el más reciente truco de izquierda, y de esas tonteras ya saturaron el siglo pasado, donde perdieron la mitad del mundo.
El infierno son los demás, advirtió Jean Paul. Y como dice en Huis Clos, "Eh bien, continuons".
R

Sábado 2 de noviembre

El AMIGO BIGOTE ha dicho cosas bien interesantes, menos de las que pensaba su discípulo; mas en aras de la verdad, tal vez El Zanahoria ha esperado hasta este momento para hacerle la pregunta crucial. A saber, ¿quién encendió la mecha aquel fatídico viernes 18 de octubre? El Zanahoria exige una explicación.

Habla el AMIGO BIGOTE
¡ESTE NO LO CONTESTASTE!!!

Lunes 4 de noviembre

Estimado AMIGO BIGOTE
Se equivoca Ud., cariñosamente se lo digo. Tras su mensaje que comienza con la ministra y los chinos, El Zanahoria le envió la siguiente pregunta (el sábado), que tal vez se traspapeló en el correo de EL AMIGO BIGOTE. La reproduzco:
“El AMIGO BIGOTE ha dicho cosas bien interesantes, menos de las que pensaba su discípulo; mas en aras de la verdad, tal vez El Zanahoria ha esperado hasta este momento para hacerle la pregunta crucial. A saber, ¿quién encendió la mecha aquel fatídico viernes 18 de octubre? El Zanahoria exige una explicación".
Se le recuerda finalmente al AMIGO BIGOTE que El Zanahoria no responde las enseñanzas del AMIGO BIGOTE, sino que trata de asimilarlas. El Zanahoria lo que hace es acudir al oráculo de Lo Barnechea.
Alabado sea el AMIGO BIGOTE
El Zanahoria

Habla el AMIGO BIGOTE
Bueno, trate de asimilar mis enseñanzas. Y aquí va una: nunca diga "Ud. se equivoca",  porque R.R. no lo hace.
Pero vamos a lo que importa.
Anoche mi amigo y profesor, Hugo Zepeda Coll se lució en el programa de la srta. Bretahuer con un análisis que me parece muy atinado sobre Constitución, sobre plazos, sobre posibilidades. Búsquelo en internet. Comparto sus puntos de vista, que es de lo poco digerible que muestra la pantalla.
¿Sobre el tema? Conversar, departir. Pero no tan idiotamente como se acostumbra ahora, que los DD. HH. sólo cuidan a lo saqueadores pero ignoran a los carabineros que defiende a la gente modesta. NO: esa es una pelotudez marxista que sueña con una asamblea constituyente que domine, para meternos  una Constitución nueva, por supuesto, que sea como ellos, totalitaria y totalmente en sus manos. No. La democracia es mala (porque aguanta en su interior a quienes siempre trabajan para destruirla) pero sigue siendo lo único posible. Por cierto que hay abusos, y hay que resolverlos. Eso es lo que se vio el viernes de la gran marcha, que todos los chilenos aullamos por distintas razones; pero si bien "la copia feliz del Edén" no se dio con el Presidente Pinochet... tampoco se dio con los presidente que le siguieron, después que entregó el mando.
Bueno, que los dioses velen tu sueño, pequeño saltamontes.
R

Viernes 8 de noviembre

Querido AMIGO BIGOTE
Someto a su consideración este pequeño relato surgido de los difíciles tiempos que vivimos. Se intitula "Murmullos en el paraíso".
Su humilde amigo escribidor
El Zanahoria

Habla el AMIGO BIGOTE
Gracias por esta joyita, esta divagación entre mi querido Hieronymus Bosch y su Jardín de las delicias y Salvador Dalí, divagaciones de mundos discontinuados que, en raras ocasiones -justo como ahora- son el único relato auténtico de nuestra concreta realidad. Sobre la inocencia de nuestros pueblos aborígenes recordé haber pasado los dedos en Tikal sobre esos deleitosos bajo relieves mayas que mostraban a los equipos enfrentados en el juego de la pelota, con la cabeza de los perdedores en la mano, como trofeo. Inocentes no eran, precisamente, como dicen esos falsarios de la historia del hombre.
Pero es cierto: estas horas validan nuestros más contrapuestos soliloquios. Ese ser y no ser. Una canalla congénita (esos maleantes que en Chile llaman penosamente "el gallo choro"), más esos delincuentes internacionales, de sueldo en euros que se apropiaron de los derechos humanos, y cobran por ellos. Gran basura. En mañanas como esta es cuando brotan de la tierra los tiranos furibundos: la tierra está abonada para que germinen. Si vis pacen para bellum: si quieres la paz prepárate para la guerra, afirmaban mis antepasados, que NO eran DC sino gente de trabajo y honesta.
Hay mucho más que teclear mas, por ahora, esperemos tu pensamiento.
R




lunes, noviembre 18, 2019

La Cosam

Una vez al mes acompañábamos a mi mamá a la Cosam. He tratado de averiguar el significado de esa sigla; internet solo me informa que ahora se trata de una comisión de salud mental. Pero antes era otra cosa, algo así como una cooperativa de obreros de la Braden, un almacén de abarrotes.
La Cosam estaba en Campos, entre Millán y Astorga, vereda oriente, a mitad de cuadra. Mi mamá llevaba una caja de madera y se instalaba entre las mujeres que pechaban por arrimarse de las primeras al mesón de ventas. En ese entonces a nadie se le había ocurrido idear el sistema del reparto de números, de modo que la atención era por orden de decibeles de garganta, de majadería, incluso de violencia verbal. Cuando mi mamá se cruzaba con ese tipo de mujeres, que eran las esposas de los obreros que vivían en la población Sewell, evidenciaba su desprecio por ellas en los comentarios que hacía al llegar a la casa, dentro de la protección que le brindaba la intimidad. De vuelta de la carnicería, por ejemplo, solía comentar que mientras ella pedía medio kilo de posta, esas mujeres de cuerpos bajos y pantorrillas voluminosas ordenaban tres y hasta cuatro kilos con voz bien fuerte, como para que se notara la diferencia. Esos comentarios suyos, que moldearon mi personalidad y mi forma de ver y enfrentar la vida, resuenan en mis oídos hasta el día de hoy.
Mi mamá marcaba la diferencia con esas mujeres con finura y delicadeza. Imponía su mayor cultura de un modo discreto y elegante; lograba con esos gestos tácticos que fuesen los demás los que se dieran cuenta de su superioridad. Pero en la intimidad se desahogaba y mostraba el correón de la ojota con un placer rayano en lo vulgar. Mi papá, que poseía el grado cultural de esas mujeres, pero la sensibilidad de un artista, se enfurecía ante esas reacciones casi infantiles, lo que a mi mamá la hacía gozar aún más y a mi papá indignarse el doble, lo que llevaba la escena hacia una conclusión violenta, ejemplificada en gritos, los famosos gritos de mi padre, que traspasaban los muros, llegaban hasta dos y tres casas de distancia y nos dejaban temblando.
Puede que esto ya lo haya dicho antes; si fuese así, trataré de escribirlo de otra manera. Después de todo, el hombre ha vivido contando día a día la misma historia; nada nuevo hay bajo el sol. Una noche que viajábamos de vuelta en la micro que nos había llevado a la playa junto con decenas de vecinos de la población Sewell, y mientras las bromas, los brindis de los adultos y las voces de los niños se iban apagando, mi mamá comenzó a entonar Summertime, con la suavidad de una pluma. Su voz de soprano, que no era potente, pero sí maravillosa, se fue imponiendo sobre el ruido del motor y el rodar de los neumáticos en el asfalto del camino, hasta resonar ella sola dentro de la máquina, donde ya no volaba una mosca. Había llegado el momento de rendirse a la belleza del arte y a la nostalgia. Después de todo un día en la playa, los satisfechos pasajeros se entregaban mansamente a un baño de cultura. Al terminar la canción resonaron los aplausos y los vivas; un minero se entusiasmó y entonó un bolero, otro se atrevió con un tango. Al cabo de un rato el silencio se adueñó de la micro. El Vitorio dormía a mi lado, yo me sentía orgulloso, mis padres no decían nada y ni siquiera hablaban entre ellos, buena señal.
Retomo las visitas a la Cosam. A pesar de la notable diferencia de cuerpos, mi mamá se las ingeniaba para desplazar a las mujeres cuadradas, que siempre aparecían de a dos o de a tres, y lograba acodarse en el mesón, donde pedía el arroz, los fideos, porotos, garbanzos, lentejas, azúcar, chancaca, sémola, sal y aceite para dar la vuelta al mes. Los dependientes, ataviados con delantales grises, corrían a atender; se encaramaban sobre escaleras apuntaladas a los anaqueles o desaparecían en la gran despensa posterior para, al cabo de unos minutos, surgir con la mercadería solicitada. Llenábamos la caja, mi mamá pagaba con billetes, hacíamos parar una victoria y volvíamos a la casa. No había una gran alegría en esa rutina. Se compraba lo que había que comprar y tal vez un engañito extra, un paquete de galletas o un chocolate y eso era todo. Lo demás se adquiría en el quiosco de la esquina y las frutas y verduras en la feria La Doñihuana, al costado de la estación de ferrocarriles.

lunes, octubre 07, 2019

Una Nochebuena

Faltando pocos días para Navidad, todo se iba haciendo menos grave; contribuían el calor del verano, la piscina de la Braden y el término del periodo escolar. Aquejado de ataques cautivantes de ocio caminaba en polera y pantalones cortos por las calles, mirando los escaparates de las casas comerciales, que cada año en esta época cambiaban sus aburridas mercancías por regalos de toda índole, arcos y flechas, trajes de soldados romanos, juegos de bádminton, trenes eléctricos, pistolas de fulminante, pelotas y camisetas de fútbol, tacatacas, autitos a cuerda. Con el Vitorio nos pegábamos a las vidrieras, soñábamos dentro de las posibilidades y gozábamos imaginando lo que nos depararía la ruleta del destino. Los días se iban haciendo más lentos y cada movimiento sospechoso de nuestros padres era seguido por ambos con un respeto condescendiente.
La noche del 24 era sagrada, lo había decidido mi padre, el menos católico de todos. La unidad de la familia se imponía como una severa obligación y no solo debíamos reunirnos ante la mesa y el pino navideño nosotros cuatro, sino además la abueli, la Mirita, el Lucho, el Julio y el Miguel. La familia completa era esa y solo restaba decidir en cuál de las dos casas se haría la reunión. Llegado el día, el genio de mi padre se iba avinagrando a medida que pasaban las horas y se multiplicaban las pequeñas fallas que implica la organización de toda fiesta. Cada percance le generaba una rabieta mayor que la anterior, desde el nudo imperfecto de la corbata a la caída de la cera de una vela en el mantel. Quería controlarlo todo y su carácter nos hacía chirriar los nervios. La perfección era requisito previo a la unidad y el amor y sus gritos lo dejaban meridianamente claro.
Cuando la situación retornaba a la calma, acabada la cena, durante la interminable espera de la medianoche, solía recordar el año nuevo que había pasado de niño en el campo, en el pueblo de Codegua. "Cuando dieron las doce la tía Juana estaba planchando. El tío Acricio salió al patio con la escopeta, disparó un balazo al aire y se entró. Ahí terminó la fiesta y nos fuimos a acostar". Dicho recuerdo, tan contrario al significado que él le daba a las fiestas de fin de año, lo había marcado para siempre.
Esa Nochebuena en particular la celebramos en Ibieta y no tuvo buen comienzo: durante la semana encontramos una pila de regalos al fondo del ropero y nos pusimos a jugar con ellos en el parrón. Mi padre llegó antes del trabajo y nos pilló in fraganti. Encolerizado, vociferó que un compañero de trabajo le había pedido esconder esos paquetes por temor a que sus hijos los descubrieran. Dio hasta el nombre del compañero y en nuestra relativa ingenuidad, nosotros le creímos.
A las diez de la noche el pastel de choclo con presas de ave borboteaba en el horno de la cocina a leña, pero mi padre impidió que se sirviera. Faltaba el Julio y había que esperarlo. Alguien comentó que siguiendo a una polola se le había ocurrido ir a la misa del gallo. Mi padre echaba humo y los demás empezamos a encontrarle la razón.
Pasaban los minutos, pasó más de una hora; de pronto todos odiábamos al Julio.
Apareció cerca de la medianoche, echando tallas como de costumbre y burlándose de todos, especialmente de mi papá, al que no le guardaba respeto alguno. Recién entonces nos sentamos a la mesa. El ambiente no era de los mejores.
Cuando dieron las 12 abrimos los regalos. Eran  los mismos que habíamos descubierto en la semana, se notaba por la envoltura, de modo que a falta de sorpresa, nuestra alegría dejó bastante que desear.
Pero el Julio jugaba feliz con su pelota de fútbol.

jueves, octubre 03, 2019

La rutina del tiempo

Un eterno éxtasis, el retumbo de todos los instrumentos de la orquesta siguiendo un mismo ritmo ausente casi de silencios, la acción incesante que va dando paso a hechos nuevos sin pausa alguna, sin descanso, sin respiro. Un cúmulo de situaciones montadas unas sobre otras, de novedades que tejen una pirámide frenética.
Es el tiempo y su rutina, que corren incluso en el manso atardecer de un desierto engañosamente moribundo.
Sobre la tierra reseca y bajo la tierra reseca, insectos y alimañas se enfrascan en la competencia del instinto que da origen a batallas sangrientas, inclementes. Palpita el ser en todos ellos, indiferente ante el horrendo espectáculo de la vida.

Llevo varios días imaginando que comienzo a escribir un cuento basado en esos parámetros; un cuento de acción eterna, en el que cada situación eclipsa a la anterior y obliga al lector a sumirse en un estado de concentración absoluta, atrapado por los hechos que se van desencadenando uno detrás del otro. Mientras el relato asciende, apasionado y violento, porque la verdadera acción implica violencia desmedida, yo describo mi estado físico y mental, mi pálida rutina, el ambiente en el que escribo, la música que escucho, el licor que bebo, lo que ocurre en mi casa, en mi entorno. Es el viejo truco del cuento dentro del cuento, el viejo truco del escritor en su propio cuento.
No sería tan difícil imaginar el cuento; en el fondo se trata de simples fórmulas que muy pronto podrán serles encargadas a un robot, si esto ya no se ha hecho. Menos complicado aún es describir mi estado, bastaría hablar del dolor que desde hace unas semanas empecé a sentir en los brazos al teclear, al cargar bolsas del supermercado, al hacer cualquier fuerza; del ingenuo bienestar que me embarga al beber una copa, de la tácita compañía de mi mujer, enfrascada en sus propias tareas ante su computador, del problema de las palabras que significan otra cosa, el eterno problema de las dudas, las inconsistencias y las correcciones, del destino de la trama, del valor, del sentido de los quince minutos que se le robarán al lector, minutos que le dejarían un sabor provechoso en el espíritu si el tema del tonel que le cae en el pie al cuidador de la bodega le pareciera interesante, o curioso, o dramático, teniendo en cuenta que anochece y los demás empleados de la viña se han ido, que es viernes y no regresarán sino hasta el lunes. El tonel contiene 10 mil litros de vino de guarda y en un descuido insólito rodó y las diez toneladas quedaron fijas sobre su pierna izquierda. Grita el hombre de dolor y de terror, pero su voz desde el fondo de la bodega cerrada rebota en las paredes y se devuelve a sus oídos en un eco insoportable.
Miro a todos lados y apenas ya distingo la fila de barriles ordenados, anclados en sus bases; no puedo aún creer que uno de ellos haya burlado toda regla de lógica y rodara en silencio hasta atraparme, descuidado como estaba, dándole la espalda. ¿O es que alguien tramó esta historia de terror? La oscuridad se va apoderando del recinto; de las angostas ventanas situadas a lo alto de los muros no entran ya las ondas luminosas que regalaba el día; habré de esperar hasta la madrugada del sábado para volver a ver. Mientras, deberé enfrentar el miedo de la pierna aplastada, el dolor de la fractura, las gotas de sangre que emanan de la pierna y que atraen a las ratas, siento sus colas en el hombro, sobre un brazo, en la oreja, en la camisa, son demasiadas, y han olido mi sangre...
El horror súbito y ascendente de la pierna aplastada, la ausencia de algún instrumento que la cercene para liberarse, el dolor extremo, la sangre que brota, las ratas que se acercan a lamer y a escarbar, a hundir sus hocicos y sus dientes en la herida abierta conforman una suma de láminas truculentas que más valdría la pena eliminar de raíz, pues no logran enganchar con la psiquis del lector desprevenido; para que se produzca la empatía se necesitarían más que unas pocas líneas, y una historia in crescendo, no la suma de situaciones de clímax que no pueden conducir sino a la muerte. Eso, y la natural decepción del trabajo mal hecho hacen que el autor se levante de la silla y salga a caminar; a veces las caminatas refrescan la mente y dan buenas ideas.
El viejo Hipólito se detuvo a pensar. Revisó las llaves y al salir miró hacia atrás. El polen inundaba el ambiente y lo hizo estornudar. Un tren se acercaba a la estación, las ruedas iban disminuyendo su marcha y al detenerse, la locomotora soltó un chorro de humo negro y echó dos pitidos cortos y uno largo. Desde el patio trasero el viejo lo oyó partir al cabo de un rato. Pelaba una manzana verde, ácida, y se la echaba a la boca en trozos. Al masticar se le hacían agua los carrillos y cerraba involuntariamente los ojos. Había un libro sobre la cubierta de vidrio de la mesa, pero no sentía ganas de reiniciar su lectura. Era un libro de Hölderlin. El separador resaltaba alrededor del primer tercio del ejemplar; los moscardones entraban y salían de los cilindros huecos que él había colgado de una rama y que los insectos habían elegido como nidos. Últimamente el viejo y los bichos se habían transformado en compañeros de viaje, aunque el diálogo entre ellos no pasaba de un par de gestos lindantes en el ridículo.
Sintió un leve sonido a su espalda, pero no le dio importancia sino hasta que una mano se posó en su hombro. Una mano suave, una mano desconocida de mujer.
La mujer se inclinó y lo besó en la mejilla; atardecía y las nubes oscurecieron el cielo. Pronto empezó a caer la lluvia; sin embargo no se movían ni se hablaban, ella siempre de pie detrás de él, sentado. Las lágrimas de ambos se confundían con las gotas de lluvia.
Su nombre era Diotima, y llegaba a su vida veinte años después de lo que el viejo Hipólito hubiese deseado.
Se abrió entonces el cuento en un abanico infinito, como las jugadas del ajedrez a medida que avanza el juego. No era eso lo que pretendía, una historia simbólica que se adivinaba ficticia; él quería una como las que había leído la noche anterior en una selección de cuentos canadienses. Historias que les sucedían a personajes de carne y hueso y que reflejaban momentos importantes de sus vidas; historias que casi se podían oler, saborear, historias inteligentes sobre gentes sencillas. Molesto, argumentó para sí mismo que sus crónicas estaban plagadas de historias bien contadas de personas reales, de lo que desprendió que el camino no era aquel, por mucha admiración que sintiera hacia esos autores de excelencia. El cuento, su forma de narrar los cuentos, no apuntaba en esa dirección. Ese pensamiento lo incomodaba, no lo dejaba tranquilo; se le aparecía en la duermevela y le quitaba amaneceres, mediodías.
Los nuevos cuentos son como las nuevas sinfonías: irritan. Mientras, los materiales más diversos se van mezclando en el gigantesco remolino que al final los transforma en el inevitable y único gran tema. Así eran sus cuentos. Comenzaban de las formas más extrañas; terminaban uniéndose hasta dar con la sensación de abandono que se alojaba en lo más profundo de su alma. No había nada que hacer. Estaba predestinado a hablar de sí mismo, a sucumbir a la tentación del autoanálisis.

miércoles, septiembre 11, 2019

Tres preguntas a la Luna

Yo ya he cumplido mi tarea y hoy transito hacia el depósito de la confusión; los hechos han situado a mi vanidad donde siempre estuvo, donde nunca quiso estar.
Recién abría mis ojos cuando me atribuí un valor. Y en eso me llevé a tantos conmigo.
He perdido días, meses, años completos al acecho de rostros, cerebros influyentes absortos en sus propios temas con tantas cosas que pensar,
como niño esperando ante una puerta cerrada.

Destino aciago el del artista; vivir pendiente de sí mismo construyendo ficciones a partir de la gota de fuego que brota de su alma.
Tal vez por eso ya no más cerebros influyentes, no más mirar hacia uno u otro lado de la tierra.
A mi edad, hoy ya me puedo dar el lujo de hablarle a la Luna sin temor al ridículo. Por qué no, si ella es más grande que nosotros, guarda más secretos,  presagia tantas cosas.

Luna, tú que aún te hallas a medio camino, con millones de años de vida por delante
(no sé si envidiar tu horizonte o compadecer tus vueltas inmutables)
¿me puedes enseñar, decirme algo sobre los días que me restan?
¿Intuyes los años que para ti vendrán?
¿Aguardas tu final con la misma dignidad del Sol y las estrellas?

Todo ha sido dicho, afirma la soberbia humana.
Pero qué hay del significado de los mensajes que no llegan.

domingo, agosto 11, 2019

El verbo de los dioses

Opacos nubarrones han persistido en anclarse varios días sobre la tierra, a modo de amenaza velada. En el momento designado por los dioses y solo por ellos, eternos e inmutables, los cielos se vacían, el llanto corre en riadas sobre las mejillas y sobre los chalecos incapaces de absorber el agua que baja por la tela; los padres les imploran el perdón a sus hijos y son perdonados, pero queda un gusto ardiente y amargo que ronda los días, no se aplaca sino hasta la siguiente catarata, y la siguiente. Las noches se pueblan de fantasmas, surge oscuro el pincelazo de un auto arrinconado a medio estacionar y los amaneceres no traen alegría sino angustias, temores. El agua salada taladra como gota china, se concentra en un solo punto de la mente. Salen a flote las equivocaciones, los errores de trato, los descuidos.
Los dioses observan, de lo alto. Todo está siendo encaminado conforme a nuestros designios, y nuestra orden recuerda las páginas de Job. Eso se espera que piensen los dioses, pero solamente ellos saben lo que piensan...
Habrá una fortuna sin miedos; despertará leve la alegría y el chaparrón quedará flotando en el pozo del alma, como buena señal. Antes que eso habrá que sufrir, seguir llorando, seguir pidiendo explicaciones, rogar a los dioses, cuestionar la sustancia, esperar lo peor.

***

Entré a la oficina de la AFP a arreglar el asunto de mi hijo. Me explicaron el tema, lo entendí y quedé conforme. La diligencia me tomó solo diez minutos. Haciendo tiempo para juntarme con mi esposa pasé y seguí de largo ante un  negocio que ya me había llamado la atención; se ubica cerca del teatro Nescafé de las Artes, donde me quedé mirando la programación de la ópera del MET. Pero el imán del negocio hizo que se devolvieran mis pasos. Entré, miré y compré un surtidor de aceite y una copa de vino que me faltaba del juego de seis. De allí me fui al Drugstore, entré a la librería Altamira y elegí un libro de bolsillo, que deseché al momento de pagar por hallarlo demasiado caro, considerando su tamaño y extensión, apenas unas docenas de páginas por nueve mil pesos. Los míos cuestan lo mismo y tienen 300 páginas, pero concedo que eso no demuestra nada.
Tomamos café, charlamos, tratamos de relajarnos. El destino corría por debajo, a modo de tren subterráneo; me fraguaba otro día infernal. Ya era hora de partir a la iglesia, pero antes nos separamos un momento: ella iría a comprarse un cosmético y yo pasaría por la librería Tak. Allí encontré a un autor que andaba buscando hace dos años. Me lo había dado a conocer Tomás Nettle, un poeta mayor del Valle del Elqui; fue él quien por primera vez me habló una tarde de verano, bajo la sombra de un árbol al costado de la capilla que hace las veces de plaza de Alcohuaz, de George Trakl. Ahora lo tenía ante mí en la vidriera, un precioso volumen ilustrado por Alfred Kubin. Miré con asombro sus dibujos a plumilla de los poemas en prosa del austríaco: lograban trasmitir esa atmósfera pesadillesca que se desprende de los versos de Trakl. Así me gustaría hacer un libro con mi hijo. Memorias del dr. Vicious, ilustradas por su pluma. Dibujos profundos para historias quizás no tan profundas; dibujos que se merecerían otro poeta. El tema de mi hijo me ronda desde hace dos semanas, aunque la verdad es que me ronda desde hace casi cuarenta años. Un niño, un adolescente, un muchacho, un joven, un hombre de extraordinaria sensibilidad, frágil frente a un mundo que no lo representa, puesto que el suyo sobrevuela la realidad o la transita por debajo, palabras estas últimas que tal vez constituyan la mejor definición de lo que es ser artista. Su música y sus dibujos son el iceberg de su alma, un alma alimentada de sufrimiento, ansiosa de dar y recibir amor. Y yo, ¡cuánto he hecho por negárselo!
A la salida de la librería el destino echa a rodar su plan. Alguien me informa que un colega de trabajo ha sido hallado muerto en el hogar de sus padres. Me estremezco. Nadie se atreve a decir la causa, la información oficial se esconde. Luego se produce el primer desencuentro con mi esposa. Ella no está donde dijo que estaría y yo la espero donde dije que no estaría. Al fin nos reunimos, pero tomamos el metro equivocado, que retrasa nuestro viaje a la iglesia en más de media hora. Al subir los escalones que nos devuelven a la superficie de Santiago nos recibe la Gran Avenida; años que no andábamos por esos lados. En la iglesia nos aclaran que la misa de difuntos será media hora más tarde de lo que pensábamos y que el servicio funerario que trae los restos del padre de Vicky, la amiga de mi esposa, no ha llegado.
Esperamos sentados en un banco situado fuera de la iglesia, en plena calle. Ella me indica a la hermana de Vicky, la "hermana rica". Se le nota en su vestuario, en su corte de pelo, en la estampa de sus hijos. Un grupo de haitianos aparece en fila india justo cuando llega el carro fúnebre y detrás, el auto con familiares. Vicky baja sola, sin sus hijos; los haitianos corren a abrazarla. Le agradecen de esa forma la dedicación a ellos, su labor voluntaria en pro de la causa de los inmigrantes.
Todo rastro de calor ha huido de la iglesia; es como si brotara aire helado de un témpano escondido detrás del altar. Mi mujer siente el frío; viene saliendo de una bronquitis y por un momento temo que eso le haga mal. El cura no puede desprenderse de los lugares comunes; habla de "don Osvaldo", olvida que para la muerte no hay dones ni doñas, todos somos el mismo cuerpo que se degrada. Nos damos el abrazo de la paz, también con los haitianos de los bancos aledaños. Mi mujer reza, pero no comulga. Al momento de los discursos sube al púlpito uno de los hijos del difunto, quien destaca las características y cualidades de su padre: honrado, de pocos pero buenos amigos, trabajador. Dos minutos de discurso improvisado dan por finalizada la ceremonia, de la que solo resta el rocío de agua bendita y los seis hombres sacando el cajón.
Volvemos caminando hasta el metro. Sin darnos cuenta ya estamos en la estación Inés de Suárez. Mi mujer se asusta al no ver su bicicleta estacionada donde creyó haberla dejado, pero estaba donde siempre estuvo. Resolvemos que ella se irá pedaleando a calentar el almuerzo y yo me iré caminando. Me esperan, fuera de este, otros dos días libres. Hubiese deseado pasarlos trabajando, porque me pesa una enorme angustia, que no me deja en paz y me lleva a un solo punto: mi hijo. Cómo salir de esto; no bastan ni los rezos ni los llantos, es algo realmente maquiavélico, la concentración en un ser que depende en mínima parte de uno, la búsqueda de soluciones, la amenaza de los miedos que afloran desde cualquier rincón, el más banal, el más inesperado, una imagen en la TV, el salto de la gata, las mismas cosas que en otro instante depararían alegría e invitarían a la relajación del músculo. Cada intento evasivo me lleva al daño que he hecho con este carácter que, buscando la perfección, deja huellas dolorosas en la persona amada. Si fuese más ligero, despreocupado, si fuese otra persona... pero vivo aislado en mi propia trampa, sacando la cabeza de vez en cuando para tomar el aire puro que me mantenga salvo al volver a sumergirme; así ha sido mi vida toda, un respiro entre fantasías de desgracia.
Luego, a poner caras en la once, a tratar de animarme; y entonces viene la estocada, mi hijo me abraza y yo le cuento la desgracia de mi compañero de trabajo, se lo digo como señal de alarma, pero provoco el efecto contrario; vuelve a angustiarse, a concentrarse en su propio caso, en su crisis, a relacionarlo todo. Me aferro a él y me transmite su molestia: no desea un padre miedoso, un padre atormentado, necesita un padre que le infunda esperanza y valor, un padre alegre y optimista que lo saque de su estado.
Se retira a su pieza de música, le comenta a mi hija mayor lo que le acabo de decir. Y de pronto comienzo a creer que todos me aíslan como a un loco. Pienso en mi vida de loco, esa palabra que me atrae por su originalidad pero que ahora adquiere ribetes impensables, peligrosos de angustia. Un loco es capaz de cualquier cosa; la locura es la negación de la realidad. Un loco inventa sus propias realidades y las saca a relucir a través de la rabia. Ay del loco que despierte aislado, maltrecho, arrinconado su ser, no le quedará más que la soledad de su mente hermética, cueva que no sirve de refugio, sótano que aloja a una loba enferma. Llegará la noche que fue solaz del alma, invitación al descanso, hoy sinónimo de sueños pesadillescos, sobresaltos, golpes inconscientes en la cama, aleteos de murciélagos resonando en las paredes. La noche que la mente quisiera que fuese interminable, noche ausente sumergida en mundos extraños y apasionantes, acaso mundos desconocidos, mundos blancos mundos invisibles mundos ignorados mundos ajenos mundos sanadores dan paso al nuevo amanecer que ordena incorporarse, caminar a tientas hasta el baño, ducharse y afeitarse, recoger el diario, comer el cereal, lavarse los dientes, enfrentar el día, dirigirse al café con un libro bajo el brazo y una libreta en el bolsillo, vivir el día a pesar de las tinieblas, el día con sus vidas desplegadas como juego de naipes; el día bendito que recoge los despojos de mi alma y los devuelve a la vida, hijo mío, bendito que saldrás adelante a pesar de tu padre. Bendito seas. Bendito. Bendito.





  

sábado, julio 06, 2019

El mordisco imaginario

Era un camino de tierra, como siempre un camino de tierra, en bajada. Yo y mi cadena mediana, que hacía girar a más no poder. Detrás, las figuras de la televisión, que se disponían a humillarme, rostros perfectos de hombres y mujeres, guapos en sus trajes, bromeando entre ellos, no podrás escaparte de nosotros, ¡tu cadenita, de qué vale! y sin embargo hay que esquivarla. Pero le di y hasta lo dejé atrapado al más alto, al de Megavisión, que aguantaba y superaba el dolor con gestos dramáticos; claro que no había logrado hacerle daño, era una cadena hasta cierto punto sin importancia, elemento de poca fuerza, o quizá un golpe mal dado, o tal vez lo asimiló bien, no lo esquivó pero supo asimilarlo. De modo que el desenlace venía siendo previsible, como en los sueños, toda la escena estaba destinada a mi sufrimiento, a ser atrapado por ellos, acogotado, ahorcado en un rincón, aunque me quedaba la cadena; si la hacía girar podría darle en plena espalda y liberarme, lo que no ocurrió. Entonces la mente ideó una última salida, el mordisco en el brazo, mordisco de perro, y así lo hice: giré la cabeza y mordí hasta sentir la carne del victimario, a sabiendas de que después vendría la paliza.
-Despierta -me abrazó mi mujer- despierta, mi amor, estás soñando.
Llevo varias jornadas saltando, manoteando y pateando en los sueños. Quizás debiese poner una almohada entre ella y yo. De vez en cuando conviene tomar ciertas precauciones.

viernes, junio 14, 2019

La voz de la autopista

Demostración sin costo
Se vende
Vendo arriendo
Parada
La mejor parrilla sin pagar de más
En el corazón de Chile
Festina
Salida
SOS
Primera clase gratis
Salga aquí
Disponible
Vale la pena el viaje
Cuídate
Grandes ofertas
El futuro comienza ahora
Solo residentes
Nadie se resiste
No entrar
Parada suprimida
Todas las edades y razas
Áridos
Centro de distribución
Santo secreto
Aquí lo primero es tu seguridad
Vivero del alma
Gran show en vivo viernes y sábado
Sé el superhéroe que quieras
Inflamable
No contamine
Precaución de sobrepeso
Se te acabó tu pacto
Huevos lácteos
Paso inferior catemito sur
Paso inferior catemito norte
La caserita
Todos por Chile
Precisión
La noche es nuestra
¿Necesitas un cambio de aceite?
Jesús es el camino la verdad y la vida
Entrada solo compradores
Desde 1938 tu vida más fácil
Mi talento es tu envidia gusano
Alto
Religiosas adoratrices
35 años de lucha
Unión de parejas

miércoles, junio 12, 2019

Las pasiones. A manera de desahogo

Algo tienen las pasiones, en las personas débiles, que aplastan la razón, la nublan, la ciegan a pesar de las promesas anteriores, hechas una y mil veces, de que eso no volverá a suceder. A menudo nacen de las verdades más profundas que incuba la mente, represiones impuestas por la sociedad que brotan ante una ínfima provocación. El arrepentimiento que sigue a esa explosión de la lengua no es virtuoso, sino lógico; lo que cuesta es expresarlo, pero aun así no vale gran cosa. Lo que sí es digno de admiración, lo que roza la proeza, es la contención ante el ataque, la entrega irascible y vergonzosa al adversario. Decirse a uno mismo, en último término: me has ofendido, has pisoteado lo que más quiero, que es mi vanidad, pero te admiro y te sigo respetando.
Estos apuntes no tienen logro alguno; solo fueron escritos a manera de desahogo.

jueves, mayo 16, 2019

Un paseo por el Valle de la muerte

Las señales anunciaban la caída, pero mi entendimiento era incapaz de interpretar los hechos. Aun así, percibí tangencialmente que llegaba la hora final, como sucede con ese tipo de intuiciones que se dan en el sueño, donde las cosas suceden después de que se han previsto. Lo relato de esta forma, la más clara posible, con la vana pretensión de describir en forma objetiva el largo paseo que di anoche por el Valle de la muerte.
Íbamos con mi esposa al atardecer, a sabiendas de que pronto nos separaríamos. Cuando subí al ascensor quedamos de encontrarnos nuevamente, casi de inmediato, en cosa de minutos, pero era el ascensor de un gran edificio de los años 50, puertas anchas de metal brillante, un aparato desmedido que me superaba, o tal vez fue descuido, de seguro fue un descuido mío, porque cuando otra pasajera me hizo ver que no había marcado el piso 2 y lo marcó ella por mí, la máquina ya se remontaba dos o tres pisos más arriba, y por muy inteligente que fuera no se iba a devolver de buenas a primeras porque mi deseo, mi orden, fuese esa.
Eran muchos pisos, cincuenta pisos; el ascensor iba subiendo cada vez más rápido al cielo, con un zangoloteo preocupante.
Debía devolverme, el otro hombre que compartía el ascensor daba muestras de intranquilidad, un señor de mi edad, abrigo gris, rostro ojeroso, acaso un fumador empedernido. Arriba nos enfrentamos con un pasillo extraño, inhabitable, cortinas cerradas de lo que pudieron haber sido grandes oficinas, locales comerciales. No había otra salida que bajar, pero entonces el hombre, más lúcido que yo, hizo ver lo incomprensible. ¿Estábamos muertos? ¿Nos habíamos precipitado al vacío durante ese viaje inestable y no lo sentimos?
Los patios, generalmente embaldosados, se asocian con zonas reducidas, cerradas con paredes o galerías; pero este que me recibió al bajar se parecía más a un espacio abierto en un pueblo campesino. Estaba delimitado por hileras de árboles otoñales que daban a un campo típico de nuestra zona Central, un plano terroso donde crecen verduras. A los pies de los árboles, vendedores ofrecían sus productos. Al centro, sobre la tierra dura, caminaba yo bajo un cielo espeso que no dejaba escapar la más mínima brisa. Me hallaba, mal que me pesara, ya no cabía duda alguna, en el Valle de la muerte. Era la tarde de un día frío y gris. Comenzaba mi periplo por el el país de los muertos, un comienzo nada de esperanzador para una experiencia que habría de ser eterna. ¿Podía, era posible fugarme? Había, en efecto, un portón de campo que daba a la salida, una simple suma de palos cruzados que se abría con facilidad. Me bastaba con correr el alambre que lo unía al cierre para pasar al otro lado, donde estaba la vida. Pero al abrirlo solo vi tinieblas, extensión de la tierra que habitaba. Eso me confirmó que no se podía salir. No había salida.
Sentado en uno de los escaños contemplé con optimismo la llegada de los mozos. Traían una bandeja con vasos de whisky con hielo, más la botella. Todo un panorama; pero eran vasos ordinarios.
En el salón había llegado el momento. Me rodearon, me sentaron, no a la fuerza, porque allí la fuerza no tenía sentido, los mandatos eran imperativos y la obediencia, ley suprema. Empezaron a operarme, a introducirme mangueritas de plástico desde el cuello hacia la zona abdominal, mientras me advertían en voz muy baja, casi suplicando, quejidos irónicos, amenazas veladas, blasfemias, sobre mi ingreso a la vida eterna. Era la parte central del proceso, el sello definitivo de mi incorporación. En la espalda me sometieron a otra punción. No sentía dolor, sentía pánico.
Hablaba en sueños, pedía auxilio con una voz gutural, desconocida incluso para mí. Era otra voz, la voz de un hombre gordo, intervenido, que reflejaba la antesala de la locura. Otros me oirían hablando en sueños y dictaminarían mi locura. Moví la cabeza de un lado a otro, como las plumillas de un parabrisas, sabía que podía estarlo haciendo por toda la eternidad.
Y sin embargo debía regresar donde mi esposa.
Anduve por el campo, pasé por dentro de una casa donde una madre le daba de mamar a una de sus hijas; la otra niña, chiquita, me sonrió. Apareció el perro de la casa y me persiguió ante la presencia de la familia, era un perro clásico, grande, blanquinegro. A punto de morderme. Bajé al camino, me siguió, se mantuvo al acecho.
Iba al lugar esperado, caminando en tiempo real la larga cuadra de Hernán Cortés, entre Villaseca y Pedro de Valdivia. En tiempo real, me repetía, es un sueño y lo estoy soñando en tiempo real.
Llegué, al fin, sin grandes esperanzas, porque no sabía con qué me iba a encontrar. Era un parrón multicolor cubierto de guirnaldas. Al fondo, en el altar hindú, me esperaba mi esposa, vestida con un sari azul con amarillo, rodeada de ayudantes.
Inciensos, velas. Techo cubierto con gasas de colores. Para acceder al altar debía prosternarme en una tabla puesta en bajada. Fue problemático y fallido: me acostaba y retrocedía, resbalaba hacia abajo, hasta tocar el suelo con los pies, y volvía a intentar la maniobra.

miércoles, abril 24, 2019

71 años

Los cuatro amigos hicieron su ingreso en silencio, en fila india, como si pidieran perdón. Él los miró con los ojos desmesuradamente abiertos, sorprendidos. Ellos no hallaban qué decir. Eran unos ojos redondos, situados al fondo de un remolino azuloso; transmitían claramente algo que venía de muy adentro. Una forma de alegría inexplicable, rayana en la desesperación, una desesperación controlada.
A su lado, ellos parecían cuatro muchachitos, meros aficionados en la expedición a los abismos del alma, de la que solo eran testigos presenciales. No les había llegado aún la hora de la verdad.
Su amiga, que estaba de antes allí, le retiró los lentes y el computador personal de la mesita de la cama, depositando a cambio la bandeja con la comida que le traía la enfermera. Él miró la bandeja, por primera vez con un ligero gesto de desagrado. Había un platillo cubierto de trozos de zanahoria y un limón partido por la mitad. "Yo no pedí esto", comentó sin fuerzas, resignado. Levantó la tapa de aluminio que cubría el plato de fondo, le echó una mirada a su contenido y volvió a taparlo.
Los cuatro amigos se miraban entre ellos; hablaban con gestos. Habían visto previamente la mesa cubierta de papeles, lápices y apuntes. Surgió naturalmente el tema de la novela (la novela póstuma, habrán pensado al unísono).
-¿Ya está terminada?
-Sí... sí... en eso estoy.
-En las correcciones.
-Esto me ha demorado.
-¿Y el tratamiento?
-El doctor dice que es mejor sellar la pleura -comentó con voz traposa.
-¿La médula?
-La pleura. Sellar la pleura -repitió la frase y rió, se rió de sí mismo, recordando un viejo dicho que en el grupo pasaba por chiste, chiste contado tantas veces en las cenas trimestrales pletóricas de alegría y goce de vivir sobre la suerte de algún personaje conocido: lo abrieron y lo cerraron...
-¿Estás cansado, quieres comer tranquilo?
Él no respondió, pero tampoco acercó el servicio al plato.
-Es temprano, no tengo apetito.
La reunión se hacía tensa. Uno de los amigos anunció su retirada, pretextando cierto atraso, y los demás avalaron la propuesta de inmediato. Llegaba la hora de la despedida.
-¿No le van a cantar? -preguntó ella.
-Claro, por supuesto.
Se afinaron las voces, hicieron una ronda en torno a la cama y cantaron a coro:
-Cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños, Pepito, que los cumplas feliz.
Él cantaba también desde la cama, con los ojos abiertos, desesperadamente sorprendidos. Unos ojos redondos, aureolados por una pesada sombra. 

jueves, marzo 14, 2019

Elecciones presidenciales

La tarde del 4 de septiembre de 1958 yo estaba sentado en la cuneta en la calle Palominos, a media cuadra de mi casa, mirando sin objeto la calzada de piedras de huevo, cuando la tierra empezó a moverse. Las viviendas de la población Rubio dejaban escapar por las ventanas abiertas las voces de la radio, y lo que transmitían eran los primeros cómputos de la elección presidencial. Corrí a refugiarme en mi hogar y allí me quedé un buen rato. Como de costumbre, no recuerdo que adentro hubiese alguien más.
El temblor fue solo un susto, un hecho de la causa; repudio la sola idea de usarlo como profecía metafórica para lo que diré al final de este recuerdo. A lo que deseo referirme es a que Allende y Alessandri disputaban palmo a palmo el sillón de La Moneda. Frei aparecía relegado al tercer lugar, a una distancia irremontable, y lejos, en el último puesto, surgía el nombre del Cura de Catapilco, pero ya los analistas comenzaban a destacar que sus pocos votos, robados a la candidatura de Allende, podían inclinar la balanza en favor de Alessandri, como finalmente ocurrió.
Seis años después, Frei saborearía un triunfo histórico.
La campaña del 64 fue prendiendo en abril o mayo, cuando Frei comenzó a ganar fuerza de una manera aparentemente inexplicable. A la gente se le hizo simpático el idealismo de sus militantes, especie de soldados de Cristo, hombres y mujeres empapados de ideas nuevas que combinaban la justicia con la solidaridad y que parecían gozar de la vivencia de compartir con los demás. El programa de gobierno se plasmó en torno al famoso eslogan de la "revolución en libertad" y como era natural, los niños de entonces nos contagiamos con este fenómeno. Con el Julio y el Lucho caminábamos en fila india por las calles; el Julio dibujaba con tiza una flecha en la muralla, el Lucho le agregaba una raya horizontal y yo la otra, completando la flecha roja, el símbolo que había patentado la Democracia Cristiana. A veces uno de los tres se detenía y escribía a la rápida VIVA FREI. Mientras, el tío Pablo recorría la ciudad en su cacharro de turno, que había acondicionado para que el tubo de escape lanzara cada ciertos metros un violento disparo que hacía saltar a los transeúntes. No sé qué utilidad política podía salir de eso, pero lo cierto es que el método propagandístico resultó efectivo: todo Rancagua hablaba del "caballero medio pelado que le hacía campaña a Frei manejando un vejestorio que se tiraba pedos". Mi mamá, que se había inscrito junto con mi papá en los registros del partido, contaba que durante una reunión le habían preguntado a un prohombre de la dirigencia nacional, que se hallaba de paso en Rancagua, qué significaba el símbolo de la flecha roja. "La flecha roja, señora Fani, significa la búsqueda y el cumplimiento de un ideal. La flecha sube y le surge un obstáculo, que es la primera raya atravesada, pero no se detiene. Le surge un segundo obstáculo y no se detiene, y así llega finalmente a la cumbre", dijo que les había respondido el sabio.
Ese año 64 y frente a nuestra casa, por Palominos, en la pandereta que usábamos de arco cuando jugábamos a la pelota, aún lucía una leyenda desgastada escrita a carbón seis años antes: Allende es el pan. Desde el comedor, a la hora de almuerzo, nos reíamos de la frase con el Vitorio y mis papás. Nos imaginábamos a Allende con cuerpo de pan francés y pensábamos hasta en los pelusitas cometiendo un acto de canibalismo. Para nosotros, que teníamos pan todos los días, Allende es el pan era una frase ridícula, pasada de moda, al contrario que la marcha de la patria joven, el bombo del guatón Becker y los encendidos reportes de Tito Mundt desde el lugar de las concentraciones multitudinarias.
Cuando ganó Frei se produjo un despertar, pero la verdadera locura se desató meses después, en las elecciones parlamentarias. La DC había obtenido una votación impensada. En Santiago había ganado tres de los cinco cupos senatoriales, perdiendo un cuarto senador por exceso de humildad: solo había inscrito a tres postulantes en su lista.
Esa noche acudí como toda la ciudad al centro de Rancagua a formar parte de un espectáculo del que yo conocía solo un antecedente, el sensacional triunfo de Chile a Unión Soviética en Arica, tres años antes, que causó revuelo nacional.
Descubrí entonces que en la calle Independencia todos eran democratacristianos. Tengo el recuerdo de haber visto caras eufóricas de gente joven, muchachos de terno y corbata que se abrazaban , chiquillas que tiraban challas, y también el recuerdo de la voz de mi padre. Se perdió el cuarto, Fani, decía con una voz entre devota, incrédula y firme, como si lamentara una desgracia con un asombro optimista, como si se quejara de lleno.
Pero está demostrado hasta el cansancio que el camino al infierno se halla plagado de buenas intenciones. La borrachera de esa noche de marzo de 1965 en Rancagua y en todo Chile acabó al día siguiente. La sucedió una resaca que duró 24 años. Al gobierno de Frei se le fue escapando de las manos la conducción social; la rueda de la historia giró en otro sentido y al país y su gente, yo con ellos, comenzó a rodearnos una telaraña pegajosa de reivindicaciones, resentimientos, exigencias, enfrentamientos, torturas, desapariciones, frustración, desconfianza, odiosidad, sadismo y muerte.
Vergüenza.

lunes, marzo 04, 2019

La mujer difícil

Desde el punto de vista masculino, viril, ella era una mujer difícil. Se quitaba el traje de dos piezas con la mirada perdida, y si la tocaban sacaba la voz para hablar del tiempo, la oficina, las noticias de la televisión.
-Eres maravillosa...
-Regálame unos aros.
Hastiada de él, la chispa del deseo no hacía conexión en la mujer difícil. Tal vez por eso torcía la mirada, o quizás porque la esperaban diligencias realmente importantes, que resultaban ser nuevos minutos vacíos, pero libres, ausentes de preocupaciones.
La mujer difícil aumentaba el misterio del sentido de la vida. ¿Qué es vivir, además de ser testigo, de sentir en carne propia el paso del tiempo? Vivir era Valvivia, y Valdivia, sus bosques y sus lluvias, se hallaba demasiado lejos, a casi mil kilómetros de distancia. Una carnada que sin embargo no dejaba de morder; una vieja carnada que se le iba tornando más fresca y apetitosa cada vez.
Ni por un instante el hombre pensaba que la mujer difícil era maravillosa. Si se lo dijo fue para congraciarse consigo mismo, para darse la impresión de que hacía algo bueno, edificante, aun desde la esencia del problema moral que ella le planteaba a su discernimiento. Ni siquiera buscaba en su cuerpo la satisfacción de sus deseos. Tal vez lo que buscaba era traducir a realidad sus fantasías, hacer materia lo que se cuece en la mente, vana labor, imposible.
Ese día habían quedado de verse en la esquina habitual. Hablarían un par de minutos, como siempre, y luego atravesarían a su pieza. Adentro habría sexo, con las cortinas corridas. Sexo instintivo, oscuro, encerrado, impersonal y hasta insensible.
-Eres maravillosa...
-Esa corbata te sienta. Me gusta.
Pero ella no llegó.
El hombre subió al departamento de la mujer difícil y abrió la puerta; se encontró con un panorama febril. Un grupo de niños, entre los que se encontraba su hija, corría por las habitaciones, mientras el agua de la lluvia se filtraba por un rincón del cielo de yeso.
-Vengo a buscarte -le dijo a la niña-. ¿Ya terminó el cumpleaños?
Su hija no le hacía caso, de modo que no le quedó otra opción que tratar de entablar algún diálogo con los demás mayores que esperaban el momento de retirarse con sus propios hijos. Unos permanecían sentados en sillones de brocato y otros se amontonaban bajo los dinteles, como pasajeros del metro.
De pronto entró la mujer difícil. Parecía muy pequeña, venía de sus quehaceres y en vez de hallar su casa serena y ordenada se encontró con una especie de carnaval de animales. En la penumbra recargada de objetos apenas perceptibles la pieza lucía pesadillesca, el hombre nunca había reparado en ello. De las paredes adornadas con papel mural colgaban innumerables cuadros y retratos familiares; había un macizo escritorio colmado de utensilios menores, vasijas de metal, espejitos, cajas musicales, un jarrón de porcelana con su lavatorio. El escritorio ocupaba un costado completo de la sala de estar, frente al cual se plantaba un piano negro de media cola.
Ambos se miraron con cierta indiferencia, como si no se conocieran, para despistar. Él quiso llevarla a la habitación contigua para besarla; ella tomó de la mano a su propia hija y le recordó:
-Ya se va el tío. Despídase.        
La pieza comenzó a remecerse, era un temblor que le recordó a Valdivia; caían los vasos y los tinteros, se desplomó el televisor y del cielo se desprendió la lámpara. Las paredes se abrieron, dando paso a un polvo irrespirable, y de un rincón asomó el fuego.

viernes, marzo 01, 2019

El asistente

Personajes:
Gómez
El asistente
El narrador omnisciente
La clienta


(Una oficina).
El narrador omnisciente: De vuelta del almuerzo, Gómez suelta unos pedos en el ascensor que lo sube sin acompañantes al piso 7. Mientras examina el celular huele sus gases mirando hacia los lados, hasta que el elevador se detiene abruptamente. Abre la rejilla, desganado, y se dirige a la oficina, donde lo espera su asistente.
Gómez: ¿Ha llamado alguien?
El asistente: No, señor Gómez. Le tengo lista su...
Gómez: ¿Seguro que no?
El asistente: No, señor Gómez.
Gómez: ¿Correspondencia?
El asistente: Llegó esta carta.
-Dámela.
(La abre y lee).
Gómez: Es una cadena, ¿pa qué la recibiste?
El asistente: La tiraron por debajo de la puerta, señor Gómez.
Gómez: ¿No sabís que traen mala suerte? Baja a comprar sobre y papel con plata de tu bolsillo. Escríbete veintiuna cartas y a la salida las vái repartiendo por el edificio.
El asistente: Voy al tiro, señor Gómez. ¿Se le ofrece algo más?
Gómez: Ando con acidez. Tráete una sal de fruta.
El asistente: Bajo, señor Gómez.
(El asistente sale de la oficina).
El narrador omnisciente: Así corren los días en esta oficina entre el señor Gómez y su asistente. Yo me limito a describirlos, sin tomar partido en el asunto.
(Vuelve el asistente).
El asistente: Aquí está lo que me encargó, señor Gómez.
Gómez: Ponte a escribir y avísame si llama alguien. Voy a echarme una siestecita.
El asistente: ¿Lo despierto si lo llaman?
Gómez: No me molestes. Pero avísame.
El asistente: Sí, señor Gómez.
(El asistente se sienta a teclear).
Gómez: No teclees.
El asistente: Sí, señor Gómez.
Gómez: Te dije que iba a dormir la siesta. ¿Qué estái haciendo?
El asistente: Había empezado a escribir las cartas, señor Gómez.
Gómez: Escríbelas a mano y déjate de huevear.
El narrador omnisciente: La oficina adopta la atmósfera de un mausoleo de dos compartimientos con un cadáver en cada habitación; uno que ronca a pata suelta en una salita privada y otro que escribe en la sala principal. El asistente, sentado en su silla de plástico, se entrega sumiso a su pesada fatalidad en el recinto ciego, cuyas ventanas dan al patio interior del viejo edificio. Apenas vislumbra las paredes descascaradas, las réplicas de cuadros impresionistas, los diplomas deslavados, la puerta del baño, la puerta que da al “dormitorio” de su jefe.
El asistente (deja de escribir y murmura): Hoy cumplo trece años con usted, señor Gómez.
El narrador omnisciente (mientras el asistente retoma su labor): Hoy cumplo trece años con usted, señor Gómez. El asistente espera decírselo con esas mismas ocho palabras; se las ha aprendido de memoria el día anterior. Es el homenaje, la sorpresa que quiere darle a su jefe. Al asistente se le humedecen las manos al repasar su discurso. Se las frota con una toalla de papel; no desea que él repare en ese detalle cuando se den la mano.
(Del otro lado de la puerta se oye movimiento, primero del sofá desvencijado, luego del rugido de un cuerpo al estirarse. Reaparece Gómez).
Gómez: ¿Ha llamado alguien?
El asistente: No, señor Gómez.
Gómez: ¿Quedan asuntos pendientes?
El asistente: Le tengo lista su...
Gómez: No, eso no. Me refiero a algo importante.
El asistente: Hay... cuentas pendientes, señor Gómez. Están en el kárdex. ¿Quiere que se las vaya a pagar?
Gómez: No me freguís la cachimba.
El asistente: Perdón, señor Gómez.
El narrador omnisciente: Gómez examina a su asistente. De perfil, luce demasiado delgado, casi se transparenta su cuerpo con el pálido brillo que despide la ventana. El pelo enrulado le tapa el cuello de la camisa. Al verlo a la distancia le brota un sentimiento insospechado, un raro placer. Es poco más que un insecto; se parece a una mantis religiosa, pero sumisa.
Gómez: ¿Terminaste las cartas?
El asistente: Sí, señor Gómez.
Gómez: ¿Revisaste los correos? ¿Nada del ministerio?... Olvídalo.
El asistente: No, lo de siempre, señor Gómez.
Gómez: Lo de siempre, lo de siempre… ¿no tenís nada mejor que decir?
El asistente: No, señor Gómez.
(Suena el timbre. El asistente corre a abrir. Saluda a una mujer, la deja ante la puerta y vuelve con Gómez).
El asistente (en voz baja): Es un cliente, señor Gómez.
Gómez: Dile que pase.
El asistente: Adelante, por favor.
Gómez: Cómo está mi dama buenas tardes.
(El asistente se retira a un rincón y los deja solos).
La mujer: Buenas tardes, señor Pérez. Vengo a pedirle que me ayude a iniciar los trámites para una posesión efectiva. (Pausa. Saca un pañuelo). Mi marido acaba de morir de un cáncer bien doloroso que tuvo. Un cáncer a la próstata, bien largo, le decía que fuera al doctor y no me hacía caso, se hacía el duro, se hacía el fuerte, hasta que se empezó a sentir mal y cuando lo llevamos al hospital (pausa) no había caso y murió a los poquitos días, no alcanzó a cumplir 67 años. Nos dejó una casita y un auto…
Gómez: El abogado atiende en la oficina de al lado, señora.
La mujer: Disculpe, señor Pérez.
Gómez: Gómez.
La señora: Señor Gómez…
(Gómez toca una campanilla).
El asistente: ¿Llamó, señor Gómez?
Gómez: Acompaña a esta señora a la salida.
El asistente: Señora, tenga la bondad.
(Se va la señora. Se hace un vacío en la oficina. El asistente permanece sentado en su silla, frotándose las manos. Gómez se corta las uñas en su escritorio. Tañen seis veces las campanas de una iglesia cercana).
El narrador omnisciente: Dan las seis de la tarde. Oscurece, hora de irse.
Gómez (se levanta, se pone el abrigo): Llévate las cartas y bota la basura en el incinerador.
El asistente: Bueno, señor Gómez, así lo haré.
Gómez: Chao, deja bien cerrado.
El asistente: Señor Gómez...
Gómez: ¿Qué?
El asistente: Quería decirle…
Gómez: ¡Qué!
El asistente: Hasta mañana...
Gómez: Chao, te dije. Deja cerrado con llave.

jueves, febrero 28, 2019

El aspirante

Por qué. Por qué no puedo acceder, si tengo los méritos.
El superior, amigo suyo, no le respondía.
El superior sabía más que él, intuía más que él, se manejaba en el mundo mejor que él, pero no era más que él. El superior era bajo de estatura, sospechosamente bajo, como si alardeara de su tamaño. El aspirante sabía que, detrás de su altura, el superior escondía los resentimientos más amargos y desquiciados que hubiese conocido jamás, aquellos que abrían las puertas a los territorios inaccesibles donde se tejían las telarañas que atrapaban a la gente y le daban consistencia al mundo. Pero no podía decírselo en su cara. En el fondo no eran amigos, aunque había algo demasiado fuerte que los unía.
Detrás de los barrotes, contemplando los éxitos de pobres figurillas que se paseaban delante de sus ojos, el aspirante le espetaba al superior:
-Por qué, por qué no puedo acceder, si tengo los méritos de sobra.
Suplicaba con angustia, agitando los barrotes con un ímpetu arrollador; el piso temblaba ante su osadía y por un momento las figurillas suspendieron sus trámites para echar un vistazo a lo que se les exhibía allá lejos, al fondo del pasillo.

martes, febrero 26, 2019

Delirios y obsesiones

¿A qué dedica la mente su tiempo una vez que logra arrancar los delirios y obsesiones de maleza que la pueblan y antes de que vuelvan a crecer? O dicho de este modo: ¿Constituye la verdadera dicha el ojo abierto, el oído alerta, el roce de la hoja sobre la punta del cabello?
Volcarse a realidades externas, viajar al mundo de los sueños, modificar el contenido de la sangre, ilusas escapadas, todo conduce al embudo donde van a dar las fantasías y el miedo. El miedo a sí mismo, el miedo al dolor, el miedo a perder la vida.
¿Quién, salvo un puñado de personajes literarios, le teme a la inmortalidad? Y sin embargo, el dolor de ir perdiendo a los amigos uno a uno, a los parientes, a los seres más queridos, a los amores imposibles, a los años en que fue persona y lo llamaron por teléfono, le escribieron una carta, le concedieron un crédito hipotecario, resultaría insuperable. Enfrentado a un mundo que cambia día a día, deshecho su cuerpo, arrinconado por un hatajo de datos y valores, el inmortal se volcaría, reducido a su conciencia, a la única obsesión posible, la del final que nunca será.

miércoles, febrero 20, 2019

Novela de terror

Si se me ocurriera escribir una novela de terror la situaría en un hotelucho abandonado del centro de Santiago. Habitaría sus tenebrosas dependencias un artista frustrado cuyo sueño sería escribir una novela de terror. La novela trataría de la vida de un hombre que escribe una novela de terror en un hotel abandonado del centro de Santiago, y empezaría así: "No por mucho madrugar amanece más temprano. No por mucho madrugar amanece más temprano. No por mucho madrugar amanece más temprano..." El hotel se llamaría Resplandor. El personaje sería yo, y mi vicio consistiría en plagiar argumentos de películas famosas.

jueves, febrero 14, 2019

Palabras de su padre a Benicio en el día de su tercer cumpleaños

Mi hermosura más chiquitita, este año has crecido mucho. Puedo percibir perfectamente como ha crecido tu empatía, en cada nuevo gesto, en tus nuevas inflexiones al hablar, tus deducciones hermosas. Estamos todos asombrados por las hermosas y complejas conexiones que haces, el vocabulario que has desarrollado, Tatines esta seguro de que eres un genio, es impresionante ver como le alegras la vida. Nosotros, tus papás, creemos que ser un genio, o no, es una idea obsoleta, y lo que nos impresiona es que te estás desarrollando sin prejuicios en todos los planos de la inteligencia; con empatía por los seres humanos, la naturaleza, la música, los fenómenos físicos, el mundo fantástico. Eres muy seguro, tienes un ímpetu gigante. Tus habilidades físicas son maravillosas, estas equilibrándote muy bien en la minicleta, tu puntería es muy buena, aprendiste a saltar y cada vez saltas más largo. ¡Estás tirándote unos piqueros también! (y unos peos). Corres cada vez más rápido, tocas unas canciones hermosas en el piano con unos ritmitos repetitivos muy lindos. Te gusta jugar a oír qué instrumentos hay en la radio Petofen y ya reconoces los violines, el piano y la flauta. También ha ido creciendo tu gusto por los autitos y trenes y mundos pequeños que a nosotros también nos encantan. ¡Y por las plantitas y los pájaros de los Petos a los que les damos comida! Tienes una sonrisa hermosa y una expresión muy amable que envidio, que heredaste de tu Mamái. Papucho, ¡eres un cantarín también, te gusta cantar y bailar! (a nosotros dos nos encanta bailar) y te gusta escuchar y contarnos historias. Eres increíblemente cariñoso, muy cariñoso y regalón, te gusta mucho mucho estar en upa, abrazar y darnos besitos y sentir al monstruo de la guata y del cuello y jugar a esconderte. También eres calladito cuando llegas a un lugar nuevo y pareciera que te tomas tu tiempo antes de interactuar con personas y contextos desconocidos, lo que me parece muy sano y hermoso. Papucho, eres libre para ir descubriendo tu personalidad y de cambiarla cuando quieras, nosotros te vamos a aceptar y apoyar siempre. Hay mucho amor y energía dentro tuyo, y nos entregas mucha felicidad y amor y amor y te amamos infinitamente y estamos enamorados de ti.
Gracias.
Tu Peto y tu Mamái

miércoles, febrero 13, 2019

Tres días

Dudé varios minutos en entrar, porque no soy de agua helada,  pero el sol había temperado naturalmente la piscina, de modo que con Marcos, sumergidos hasta el pecho y con los brazos apoyados en la orilla, comenzamos a oír las historias que nos contaba Pato desde arriba. Una vibración imperceptible recorría la zona, agitaba mansamente el agua y la brisa fresca tornaba aun más agradable la tarde; eran cerca de las seis y disponíamos de todo el tiempo del mundo.
Al momento de la once y como al pasar, Pato aclaró que no se llamaba Pato. Ni siquiera Patricio. Sorpresa general, exceptuando a su negrita, que conocía de sobra la anécdota, aunque no pareció molestarse al oírla de nuevo. Pero cómo, si todos te dicen Pato. Así es, cuando nací me pusieron Sergio pero me querían poner Pato. Todo el mundo me conoce como Pato, pero me llamo Sergio.
En la piscina la conversación había derivado espontáneamente hacia "temas de hombres". Pato-Sergio, el anfitrión, lucía saludable a sus ochenta años, delgado, rubicundo; al menos esa impresión dejaba su figura a contraluz. Mi mujer me diría más tarde que Pato le había caído bien por su carácter, como de niño de veinte años, niño idealista, desprendido, libre de las triquiñuelas que les permiten sobrellevar la vida a los mayores. Pato vestía una polera con dos rayas horizontales verde limón. Más abajo, pantalón blanco y zapato blanco. Las comisuras de sus labios siempre apuntando hacia arriba. En el agua, Marcos y yo nadábamos en felicidad. Marcos ni pensaba en sus esculturas; a mí me comenzaba a surgir la metáfora de unas células que se agrupan con sus semejantes. Además me hacía el panorama que al volver a la parcela con nuestras esposas veríamos por Netflix otra de las historias de Buster Scruggs en el televisor de 65 pulgadas, película que noche a noche íbamos vaciando junto a la botella de Wild Turkey.
-Esta cabaña que arriendas debe ser especial para parejas -le comenté a Pato desde mi paraíso acuático, impresionado por la yurta, el quincho, la piscina exclusiva, los deliciosos jardines, todo a pasos del camino a Vicuña, y a la vez oculto por la vegetación. Las tres esposas compartían en el rincón opuesto de la parcela, en la casa de madera de Pato y Rosy, edificada sobre pilotes. Pato adora a Rosy y deja constancia de su amor a cada momento. La llama "mi negrita". Ella es menor que él, no tanto pero se nota la diferencia; ella es algo así como una pantera mimada por un cordero regalón. Camina con desplante con su traje largo de lino, transparente, luce cejas arqueadas por el lápiz, boca roja y la piel bronceada, curtida por el sol, pero es su mirada la que vence a sus años, ojos escrutadores que tasan y desechan al segundo. Mi negrita. Viven sus años dorados de la renta que les deja la yurta, esa cabaña nómada originaria de Mongolia, redonda y recubierta con fieltro y lona blanca. Los mongoles la instalaban en las estepas del Asia Central y quien entraba a una de ellas sin permiso podía morir degollado. A los turistas de hoy les encanta y si hoy nos han invitado a gozar de sus delicias es porque se les produjo un bache en la agenda de Booking.  
-No creas, lo que más viene es el matrimonio con dos niños -dice Pato, caminando sobre los ladrillos que rodean la piscina. Su felicidad es natural, se diría genética. Habrá pasado estrecheces, habrá quebrado en sus negocios, pero no pierde la sonrisa ni el buen humor ni el optimismo. Después de todo tiene a su negrita, y eso le basta. Da la sensación de que luego de que los amigos se vayan y ellos queden solos seguirá con su rutina y su buen humor, como si la vida fuese igual con su pareja que acompañado de visitas. Ignoro si su negrita siente igual.
Pero la pregunta lo había dejado pensando.
-Fíjate que una vez un turista de Copiapó se alojó y quedó tan complacido que me preguntó si se la podía reservar para un amigo de La Serena. Cómo no, cuándo quiere venir. Este sábado. Conforme. El sábado llegó, pero acompañado de un gallo menor, dijo que era su sobrino. No problem. Por la tarde me llamó el tío. Don Pato, le voy a ser sincero, ¿podemos traer unas mulatas? No problem. Fueron a La Serena y volvieron con dos diosas, dos deidades, nunca había visto algo así, ni siquiera en la televisión. El tío parece que trabajaba en la minería y tenía unos días libres. Al rato me llamó para callado: don Pato, déjese caer más tardecito, como que no quiere la cosa, porque las mulatas se van a bañar piluchas. Usted hace como que está desinfectando los paltos y se cuartea.
-¿Y las viste?
-Ni loco.
-¿Pero hubo fiestoca esa noche?
-No sé. Cuando se fueron dejaron todo tal cual, no quebraron nada. Pero al hacer la limpieza conté noventa y ocho latas de cerveza vacías. ¡Noventa y ocho latas divididas por cuatro, en menos de 24 horas, restando las horas de sueño, si es que durmieron!
Noventa y ocho latas, repetía, obligándonos a calcular.
Patricia intervenía en la charla de sobremesa haciendo comentarios libres, divertidos y cristalinos. Trataba a los hombres de "chicos", hablaba del último libro de Harari y se paseaba por los recientes conciertos de música selecta de las Semanas Musicales de Frutillar y los filmes que desplegaba la cartelera santiaguina, temas que Rosy desconocía. Se hallaba a sus anchas, detalle que nunca me deja de sorprender, grata y amargamente. Me gusta ser testigo de esos arranques de jolgorio de mi mujer. Pero también ese soltar amarras y navegar sobre la proa con la brisa fresca abriéndose a través de su rostro, permitiéndose incluso bromear conmigo, haciéndome participar del juego, contrasta con el carácter apagado, callado, no quiero que la palabra asome a  mi mente, pero qué va, resentido, que ella carga a su pesar cuando, solos, nos toca compartir los momentos cotidianos de la vida. De modo que soy yo, concluí, como siempre, de modo que soy yo quien la devuelvo a la tierra chata, incluso la bajo al inframundo, le imprimo a su faz hoy tan liviana ese halo de pesadumbre, de neblina aceitosa que rodea sus párpados y se le inyecta en los ojos. Yo. El castrador, el juez y el policía. Está bien, yo, pero por qué, por qué soy así, más bien por qué me comporto así solo con ella. ¿Cuán atrás debo trasladarme en mi propia vida, o en la suya, para dar con la respuesta? ¿Es que aún no puede perdonarme esa añeja infidelidad? Analizaba mi propia historia de amor al observar la relación que llevaban Pato y su negrita.
Así como las células microscópicas arman cadenas espontáneas para agruparse con sus semejantes, haciendo de sus vidas algo tolerable, dándoles sentido por esa sola reunión, y tal como las estrellas forman asociaciones inconmensurables que les permiten disfrutar una vista espléndida del horizonte galáctico -que a su vez las observa desde el predio de enfrente-, así mismo, reflexionaba, los seres humanos tienden a formar tejidos con sus pares, de lo contrario no se hablaría de brecha generacional, racismo, clasismo, discriminación u otras incomodidades que utilizan los nuevos tiempos para exacerbar el alma de las sociedades. Cuando los hombres están con sus iguales se sienten libres; cuando no, adoptan posturas de superioridad o inferioridad, afloran en ellos conductas sospechosas de envidia, celos, compasión, lástima, miedo, insatisfacción, desprecio, escarnio, abulia, tedio. Si todos los hombres fuesen iguales vivirían como niños de un jardín infantil, abrazándose, peleándose, respirando, comiendo y bebiendo agua; se ayudarían entre ellos, se comprometerían con los demás, practicarían de buena gana la solidaridad y la alegría. Algo menos que eso encierra la verdadera amistad.
No creo ser un maldito gusano fascista reaccionario; si pensaba esas cosas era por la experiencia vivida los últimos tres días, que partieron en la parcela de nuestros amigos de años, Marcos y Cecilia, una pareja con avatares parecidos a los nuestros, rencores destemplados al desayuno, usted me compromete con sus proyectos y después se va a Santiago y me deja solo, no me diga que no es así porque es así; y tú dices que vendrán a ayudarnos con el trabajo de la parcela, pero si traes a esos franceses a vivir gratis yo me voy porque son ellos o yo; usted quiere hacer una piscina para que vengan más turistas pero quién paga la piscina, yo no gasto un peso más y vivo con lo que tengo; claro, tú vives de sueños y de tu pensión, nadie entra ni a mirar tus esculturas y te lo pasas el día entero esperando que los visitantes lleguen por docenas, en micros repletas; diálogos como esos, que escondían un amor gastado pero fuerte, demoledor, con veladas amenazas de separación, amores como los de antes, tan parecidos al nuestro, tan diferentes a lo que veía entre Pato y Rosy, o Liesbeth  y Fernando. Porque si Pato adoraba a su negrita, Fernando reverenciaba a Liesbeth, su pareja holandesa, y se lo decía con todas sus letras; es más, gustosamente pasaba a segundo plano en su compañía. Lo demostró en la tertulia que siguió a la de la parcela de la yurta, sin Pato ni Rosy, pero con Marcos, Cecilia, Paty y yo. Porque así eran las cosas en esas solariegas tierras del norte chico. Se podía pasar la tarde en una piscina temperada por el sol, tomar el aperitivo en otra parcela y ver una película con un whisky en la mano en una tercera, la de Marcos y Cecilia, nuestros anfitriones, lo que no nos dejaba de maravillar y a veces hasta nos hacía preguntarnos, ¿qué estamos esperando para unirnos a ellos?
Al contar su historia alrededor de unos pisco sours, con una pasión impensada para un europeo más del norte que del sur, la holandesa nos dejó a todos sin habla. Luego subimos los seis por la pendiente escalada del terreno y conocimos el teatro que estaban a punto de inaugurar, empresa cuyo único fin era facilitar la expresión artística de los talentos de la zona... y de la mimo Liesbeth, cuyo arte lo aprendió del mismísimo Marceau. Desde la afortunada altura de la cabaña contemplábamos el sereno atardecer, mientras Liesbeth consumía uno o dos kilovatios de los miles almacenados en su batería interna.
-Mi mamá fue escritora, pero escribir para ella era trabajo para mí, ¿cachái?
Hablaba el español fluidamente; de vez en cuando algún detalle sin importancia la traicionaba.
-La bruja me obligaba a atender a mis hermanos menores, vestirlos, darles la comida, llevarlos al escuela... ¡y yo con diez años!, pero la entendía porque había estado en campo de concentración de los alemanes. Y mi papá, en Filipinas, prisionero de guerra de los japoneses.
En ese punto rebobinó la memoria, tal parece que algo había quedado flotando en el aire, algo en lo que nadie había reparado.
-Los holandeses siempre hemos desconfiado de los alemanes. Se autoexigen buscando siempre la superioridad y la excelencia; eso los hace... los hace...
-¿Cómo?
-Inseguros, los hace inseguros. Así los veo yo.
-Parece un contrasentido.
-No tanto. Las personas más libres, las más arriesgadas y las que más fallan son las más seguras. Hay muchos ejemplos en la historia.
-Desde luego, y tú eres uno de ellos, mi amor -acotó Fernando. Liesbeth sonrió y le mostró los dientes. Tiene una boca desmesurada, como la de Julia Roberts. Su sonrisa transmitía un mensaje directo: no necesito cumplidos, quiero seguir hablando. Fumaba un cigarrillo tras otro, con fruición y ansiedad; la delataba la gravedad de su voz. Intensa, impropia de un mimo.
-No soporté vivir un día más en mi casa. Escogí el día de Navidad y en la cena me levanté, tomó la copa y yo anunció: me voy ahora mismo, para siempre. Era una casa de campo, tú abrías la ventana y estaba el bosque. Todos me miran, mi madre no dijo nada, mi papá pregunta dónde te vas y yo le dijo no sé, pero me voy. Salí con la maleta y mi papá corriendo espera espera espera yo te voy a dejar a la estación, pero al final me fue a dejar hasta París. Cuando nos despedimos me dio una tarjeta de crédito. La usas cuando estás en dificultades. ¡Pero nunca le gasté un jodido peso!
-¿Qué edad tenías?
-15 años.
-¡15 años! ¿Y cómo te las arreglaste en París? ¿A qué casa llegaste?
-Unos amigos me recibieron por unos días. Luego encontré empleo de mesera en un restaurante y por la noche dormía en el baño. Así estuve viviendo siete meses. Mi sueño era ser mimo y cada vez que se abría la convocatoria para la escuela de Marcel Marceau me presentaba, y nunca quedaba. Me presenté dos veces y no quedé. A la tercera vez fui a ver la lista y quedé. Pero antes que eso estuve dos años en una casa. Tenía 17, era un trabajo negro. Barriendo, lavando la loza, cuidando a los niños, limpiando la caca a los niños, querer culiando el patrón.
Hubo un silencio. Ella siguió, sentía la necesidad de desahogarse con sus amigos.
-La tonta dueña de casa se llevó a los niños el fin de semana y me dejó sola con el hombre. Entró a mi pieza en la noche y amenaza: lo hacemos en la casa, ¡o a la calle! Me levanto, saco el stiletto que compré y lo apunto a los ojos. ¡Atrévete! Él agarra mis cosas y las tira por la ventana y yo me voy. Pero nunca usé la tarjeta del papá.
Mientras regresábamos a Santiago, el auto iba devorando los kilómetros uno a uno y los exasperantes letreros, que no quería mirar, pero cada vez que aparecían capturaban mis ojos como las sirenas encantaban a Ulises, me lo recordaban. Km 430... Km 429... Km 428... La obsesión no me dejaba tranquilo y gran parte del viaje se consumía en la espera del kilómetro siguiente, Km 312... Km 311... hasta que conseguía olvidar, o dejarme llevar por otra obsesión, la de la fama esquiva; idear nuevas formas, encontrar el filón de Buster Scruggs, escribir mucho este año, escribir algo como no se haya escrito nunca, retirarme y escribir, y Patricia al lado, condenada al silencio que le imponía. Así era el viaje de nunca acabar, un viaje que demandaba urgencia, llegar lo antes posible a casa, echarme a mis anchas en el sillón, con la copa en la mano, leyendo bajo la luz del farol frente a la pileta de agua. La fuerza de gravedad que emanaba de Marcos y Cecilia, Pato y Rosy, Liesbeth y Fernando iba perdiendo fuerza a medida que sus historias y sus modos de contarlas iban siendo reemplazados por cuestas, puestos de venta de queso de cabra, las últimas playas visibles, los malditos cuentakilómetros. Ancladas en el valle, las tres parejas se iban guardando en el garaje de la memoria y allí, en la psiquis de un conductor, se desplegaban ahora como personajes literarios, como hilos sentimentales, como se abre la nostalgia a los buenos recuerdos.
-Después me casé con un ruso. El ruso era un bailarín que necesitaba una excusa para quedarse en Francia. Yo ya estudiaba con Marcel Marceau. Recién a los quince días fuimos presentados en un coctel. ¿Tú eres Iván? Sí, ¿y tú eres Liesbeth? Sí. ¿Entonces somos nosotros los que estamos casados? Sí. Por eso el matrimonio no duró y yo seguí estudiando con Marceau. Un día llegaron al teatro de mimos unos representantes del Crazy Horse a buscar chicas. Me miraron de arriba abajo y me contrataron. Allí trabajé nueve meses, de cuatro de la tarde a seis de la mañana, lunes a lunes. Gané mucho dinero. Los dueños eran una pareja que había perdido a su hijo bailarín y en su homenaje crearon el mejor cabaret de París, que instalaron a dos pasos de Les Champs-Élysées, como dice la propaganda. Cada noche se llenaba; iba gente de todo el mundo, clientes millonarios, tengo una cajón llena de tarjetas, pero la política del local era tenerte nueve meses porque después de eso puedes volverte prostituta, así que nos protegían y me fui, volví con Marceau, que para mí es un dios de la técnica al servicio de la sutileza, la expresión y la sensibilidad.
-Qué fuerza de carácter, la de la holandesa -reflexioné en voz alta, al volante. Patricia cerró el libro de Harari.
-Es una mujer especial.
-Y cuándo me iba a imaginar que su segundo marido era mi compañero de universidad. ¿Te acuerdas de él?, varias veces estuvimos juntos. Y enterarme por boca de ella que murió hace dos años. ¡Pero si nos encontramos hace unos meses en el Paseo Huérfanos!, o eso me parecía.
Patricia no decía nada.
-Además, no tenía idea de que estuvo exiliado en París. Yo siempre lo miré en menos y ahora, después de muerto, se me sube a un pedestal.
Se hizo un nuevo silencio en el auto.
-A veces pelean, pero es más lo que se quieren -dije.
-¿Quiénes?
-Marcos y la Ceci.
-Él la quiere mucho y ella también.
-Él lo dice con gestos, ella con palabras.
Patricia miraba la ruta, parecía ir ensimismada en algo a lo que yo no lograba acceder. Me sucede continuamente, me resulta imposible cachurear en sus pensamientos y en sus recuerdos, experimento una especie de vértigo voyerista ante sus silencios, una sensación de ser excluido de un mundo que no me pertenece, y así hemos vivido más de cuarenta años.
Mi tía no sabe nada de estas cosas, aunque si vislumbrara el haz de sombra que a menudo escapa de mi alma, escarbaría en él con esa insistencia periodística que la caracteriza y que le hace a uno a ir confesándole todo, de allí que yo tenga el cuidado de no comentárselas. Me hace bien esa ignorancia de mi tía, de modo que me limité a contarle que veníamos llegando de pasar unos días en el Valle del Elqui, que Patricia estaba bien, que todos en mi casa estaban bien y que le mandaban saludos. De ahí en adelante retrocedí en el tiempo. Si iba a verla mes a mes, o ahora que disponía de mi último día de vacaciones, no era para despertar su interés ante mis torcidas preocupaciones, sino para recordar a mi propia madre en la figura de su hermana. Mi tía Mirita no es ni la sombra de mi madre, pero yo me agarro de la finísima trama que las unió para recrear mi fantasía, la del niño eterno en su hogar eterno de su tierra eterna, Rancagua.
Éramos tres en la sobremesa de la once. Rosamaría contaba detalles de la muerte de su amiga Bárbara. Mi tía, muy interesada, seguía la conversación, sin perder detalle. Al oírla me daba la impresión de que la pena que ella evidenciaba en su relato era su propio salvavidas, que a través de historias como esas su soledad se alumbraba de sentido, que a través del ejercicio de la solidaridad en el dolor llenaba su espíritu de un dulzor que suavizaba la capa de desconsuelo que lo había ido cubriendo con el paso de los años. Rosamaría se había retirado antes de tiempo y había regresado a su ciudad natal. Vivía sola, de trabajos esporádicos que aliviaban su magra pensión. Ya no era mi jefa, pero ¡cuánto me había ayudado en mi carrera!
-Es una novela, señora Mireya, una teleserie de degradación y abandono, pero yo no podría contarla.
La mesa seguía tentando. Había queso chanco y queso de cabra, mermelada de damasco y de mora, mantequilla, jamón, panecillos dulces, jugo de naranja, dobladitas, té, café y leche humeante de un jarro blanco de porcelana. Pero las migas y las tazas vacías evidenciaban que el aparato digestivo de cada uno comenzaba a desarrollar, complacido, sus labores de artesano.
-Sírvanse un whisky -ofreció mi tía. Abrí el mueble y saqué la botella; estaba en el mismo sitio en que la había dejado el mes anterior y su contenido no había bajado un solo centímetro. Serví en los vasos redondos, con dos cubos de hielo para Rosamaría, sin hielo para mí. Mi tía esperaba que ese trámite pasara rápido; únicamente le interesaba oír la continuación de la historia.  
-En el velorio había diez personas, señora Mireya, pero ninguna corona.
-¿En qué velorio?
-El de la Bárbara, señora Mireya.
-Su amiga...
-Mi amiga, la esposa del Paragua. ¡Fuimos tan amigas! Cuando estudiábamos en Antofagasta las tres con la Cata, su mamá le mandaba de todo y ella lo compartía con nosotras. Su papá, que la adoraba, le compró un auto. Era equitadora y como periodista siempre destacó, pero antes de morir no sabía ni cómo se llamaba. Y en su velorio no había más de diez personas.
-En el velorio de la Bárbara...
-Yo me rebelé contra eso, señora Mireya. Busqué una florería y compré un ramito de rosas. Con el calor, los pétalos estaban marchitos. Peor es nada, pensé, pero cuando entré de nuevo al velorio me dio vergüenza y boté las flores a un papelero. En la sala de al lado estaban velando a una señora que parecía ser muy importante, porque la sala estaba llena de gente y el ataúd, lleno de coronas. Llamé a los encargados; eran tres venezolanos de una empresa funeraria que se ha puesto de moda en el barrio alto de Santiago. Los tres eran como Danny DeVito, rechonchos de terno y corbata y me miraban muy amables. Les mostré el cajón vacío de la Bárbara y les mostré el cajón lleno de la otra pieza. "No se preocupe, dama, nosotros nos encargamos". Al minuto llegaron con dos coronas y el velorio de mi amiga tomó cuerpo. Como a la hora volvieron a retirar las coronas, porque a la finada de al lado se la estaban llevando al cementerio. ¡Pero cómo señores! Sí, dama, son coronas prestadas. ¡Las flores no se mueven de aquí! Pero dama, qué van a decir los deudos de la finada. ¡A mí qué me importa, ustedes nos trajeron estas coronas de regalo y de aquí no se mueven! ¡Pero dama, está en juego nuestro prestigio! ¡Peor para ustedes si se llevan las coronas! Y las coronas se quedaron en el cajón de la Bárbara, señora Mireya.
-No se las pudieron llevar -acotó mi tía, con una alegría inmensa en el rostro.
-A la semana siguiente viajé a Chillán a darle el pésame al Paragua, me llevó la Charito. Llegamos a su casa en el campo y... esto no me lo va a creer, señora Mireya, lo que voy a decir no le llega a los talones a lo que vi. No soy capaz de graficar con palabras la escena.
-¿Quién es el Paragua? -preguntó mi tía.
-El viudo de la Bárbara, señora Mireya.
-Nuestro ex jefe en el diario -le agregué.
-Ah. ¿Y por qué le dicen Paragua?
-Porque es paraguayo. Pero vive en Chile hace más de cincuenta años. Era un hombre de situación, con un regio sueldo, y hoy está en la miseria.
-Ah. ¿Y qué había en la casa?
-Había un caos patagüino de grande, señora Mireya. El Paragua me ofreció una taza de té y calentó un pan en el tostador. Las tazas brillaban de grasa y el pan estaba vencido. En el lavaplatos había un alto de ollas y los pies se llegaban a hundir en el polvo del suelo. Oye Paragua, el pan está vencido, le dije, cuando vi el moho verde. No importa, chiquilla, en el tostador se arregla, me dijo. Mientras tanto se acomodaba la bolsita recolectora, porque hace tiempo le hicieron una colostomía. Como se le habían acabado las que le entregan en el consultorio estaba usando una bolsa de supermercado. ¡Una bolsa de supermercado, señora Mireya!
-El hombre pa cochino... -apuntó mi tía.
-Tiene una diabetes galopante y la presión por las nubes; todos pensaban que se iba él primero, pero no fue así. Oye Paragua, le pregunté, para romper el hielo, ¿la Bárbara te reconocía? Cómo iba a reconocerme, chiquilla, si no sabía ni quién era ella, dijo, y le brotaban las lágrimas. En el sillón al lado suyo estaba sentado su hijo autista, un cuarentón que no decía nada, puro escuchaba lo que hablábamos. Un cero a la izquierda. En eso entró la hija y me reconoció: ¡Rosamaría ji ji ji! ¡Rosamaría ji ji ji! La miré sin entender, porque no tenía ese recuerdo de ella, yo la había visto jovencita y me había parecido bien simpática, pero esta se notaba que era de las chacras. ¡Rosamaría ji ji ji!, ¿qué es del Quique Pizarro, lo has visto? El Quique Pizarro murió hace más de veinte años Carmencita, le dije. Ah... y se quedó callada. Al final, cuando me iba, se despidió bien cordial. ¡Saludos al Quique Pizarro, Rosamaría! El Quique Pizarro se murió hace veinte años Carmencita. Ah. Cuando nos subimos al auto con la Charito me hizo así con la mano y gritó: ¡Dale saludos al Quique Pizarro!
-No se daba cuenta -comentó mi tía.
Rosamaría miró su reloj de reojo; se hacía tarde. Le ofrecí acompañarla, lo que aceptó de buen grado. La noche estaba cálida, pero solitaria. Rancagua, de noche, sigue siendo una ciudad provinciana. La gente se recoge temprano y los faroles no ayudan mucho a subir el ánimo. Desparramados cada demasiados metros, lanzan desde lo alto una luz mortecina.
Caminamos las cuatro cuadras que median entre la casa de mi tía y la suya casi sin decir palabra, como si ambos conociéramos la solución del acertijo que tácitamente nos sobrevolaba. Al llegar a su puerta nos abrazamos y nos deseamos buenas noches. Ella traspasó la reja del umbral, caminó unos pasos hasta la entrada, metió la llave y de pronto desapareció.
Después de tres días de ocultas vibraciones, historias insólitas, pasiones fallidas, había llegado el momento del retorno, escrito está que la vida y los grandes mitos se componen de momentos circulares; pero entonces un velo inesperado oscureció aun más el ambiente, llamando a quien quisiera verlo a hacer las paces con la infancia. De esa forma debía de venir acompañado el ficticio renacer, que se hallaba a tiro de cañón. Mi mundo infantil estuvo separado apenas dos cuadras y media de la casa de mi tía, pero habían pasado cincuenta años desde que dejé ese barrio y jamás lo había vuelto a recorrer con el detalle con que pensaba hacerlo ahora.
Historias, historias, me he pasado la vida contando historias, ¿qué sentido tiene desenterrar la mía ahora, a quién podría interesarle? Lo ignoro, yo mismo no le entiendo el valor; confieso que me abruma terminar el relato de esta forma, confieso que las líneas que vienen, que corrijo hasta el cansancio, cambiando frases, giros, tiempos verbales y conceptos una y otra vez, me han traído más problemas y dolores que todo lo narrado anteriormente en esta crónica; días, semanas de inquietud. Aun así las ofrezco de la manera más honesta que puedo, en el sobreentendido que honestidad no es ni por asomo arte, creo que apelo a algún pasaje de Roth, el mayor de los embusteros de la literatura de alcances realistas.
Devolví entonces mis pasos por la caletera de Millán, al lado sur de la línea del tren a Sewell. Hace décadas que los rieles fueron levantados. Persistía, con otros residentes, la casa del mariconcito que tocaba el órgano en la misa de la Catedral, eso se comentaba en voz baja en mis tiempos. Sus hermanas preparaban dulces chilenos. Un sábado mi mamá les encargó dos docenas para un aniversario que se festejaría en nuestra casa. De noche, en plena fiesta, los invitados empezaron a marearse; alguien retiró los braseros de las habitaciones y todo volvió a la normalidad. Cerca de esa, no pude recordar exactamente dónde, se hallaba la de Eugenito, el siniestro joven de ojos blancos que vestía de luto riguroso y alimentaba su pensamiento con funerales y velorios. Más allá, la de Juanico, el hombre de la oreja mocha, el dueño de la cantina. Yo lo odiaba porque a veces me mandaban a buscar a mi papá y yo entraba por el pasillo a regañadientes, miedoso, y lo veía tomando pipeño con el Ojos Grandes, el Pezoa y el Conejo, bajo el parrón. Hoy se podría visitar a todos los nombrados en el cementerio de Rancagua. Un sábado jugábamos a la pelota cuando un ebrio salió de la cantina y ofreció plata al que dominara más tiempo el balón. Algunos trataron y no pudieron. Mi hermano se lo tomó a pecho y comenzó a levantarlo con el pie, sin dejarlo caer al suelo. El curadito se llevó la mano al bolsillo, lo que provocó el efecto deseado en mi hermano, que redobló sus malabares, pero enseguida el curadito sacó la mano limpia, amague que realizó tres o cuatro veces hasta que se aburrió y volvió a la taberna.
El quiosco del tío Pablo quedaba en la esquina de Millán con Bueras, a pasos de la línea. Cuando sentíamos que venía el tren poníamos monedas sobre el riel y al enfilar la locomotora con sus carros rumbo a la mina las retirábamos, casi transparentes de planas. Quedaban buenas para nada, pero era divertido ver cómo las dejaba el paso del tren.
La mejor cancha estaba detrás del quiosco; era más larga que la de Juanico y no tenía árboles que interrumpieran el juego. Era de pura tierra. El tío Pablo solía incorporarse a las pichangas, como jugador o árbitro. Mi papá lo veía con un dejo de tristeza y comentaba que no había tenido infancia. Pablo no tuvo infancia, decía hasta con un tono de lástima, pero no tenía en cuenta que a nosotros nos hacía felices. En el mismo quiosco, por el lado sur, la mamá de la tía Georgina, que se llamaba Berta, vendía pan que sacaba levantando la tapa inclinada del mesón. Era la suegra del tío Pablo. A nosotros no nos gustaba comprarle pan porque tenía un ojo huero, de modo que caminábamos una cuadra más, donde la Brujita. Al marido de la Brujita lo habían jubilado de la mina El Teniente, por la silicosis. Atendía el negocio resoplando, aunque siempre me pareció verlo alegre. Un día expiró, la Brujita quedó viuda y cerró el negocio. Bajando por Bueras hacia la población Esperanza estaba la casa donde jugábamos al taca taca y cambiábamos revistas. Al lado trabajaba el maestro Vallejos, el zapatero. Lo recuerdo con su delantal de cuero y una infaltable tachuela en la comisura de los labios, bajo el bigotazo. ¡Hola, maestrola! ¡Hola, Chiruguín! Una mañana el local amaneció cerrado. El maestro Vallejos se había empleado como chofer de Tur Bus. Su sueldo aumentó y sus hijos comenzaron a vestir mejor, pero años después lo vi de nuevo poniendo mediasuelas.
La casa de la esquina de Bueras con Palominos, Bueras 129, luego pasó a ser Bueras 0106. Mi casa. Al frente, la de la señora Blanca, su hija la Llanita y su nieta la Lauri, nuestra amiga de juegos infantiles, como la escondida, saltar en el sillón, tirarnos almohadones. Mi casa se mantenía igual que siempre, estucada, sin pintar, las mismas tejas grises, con el agregado del tubo de una chimenea Bosca. Solo el árbol que la adornaba había desaparecido. Nunca fue un gran árbol. Tronco redondo y rugoso como pata de elefante y en la copa, un par de ramas con hojas verdes que ni siquiera daban oxígeno. A los pies del tronco jugábamos a las bolitas porque la tierra dura era especial para fabricar hoyos. Ahora la dominaba una oscuridad de muerte, tanto así que me pareció que de su estructura emanó una poderosa vibración cuando me detuve frente a ella. Adentro no se veía una sola luz. Si no hubiese estado seguro de estar donde estaba, diría que me hallaba frente a un mausoleo, un mausoleo vibrante pero indestructible, grisáceo. Y sin embargo, cuando pasé por la puerta lateral de la cocina me pareció que desde su  lóbrego interior brotaba el sonido, más bien el chillido de una radio, como si unas ratas estuviesen cuchicheando frente al micrófono. Pegado a la cocina se mantenía erguido el tétrico culto evangélico, pero en ruinas. La edificación de dos pisos fue expresamente construida para uso religioso, por mandato de la abuela Ángela, la madre de mi padre, miembro de esa iglesia. Una vez al mes los canutos pasaban la noche entera gritando, llorando y confesando sus pecados, en delirante éxtasis. Con mi hermano despertábamos con pesadillas. Nuestro dormitorio, pasando por el pequeño rectángulo que hacía de patio, daba a las ventanas laterales del culto; de allí nos llegaban las vibraciones nocturnas. Ahora las ventanas superiores, al menos las que daban a la calle, lucían como bocas negras abiertas.
La población Sewell... no la recordaba tan pequeña y vulgar, siempre me pareció larga, plena de significado, con sus bloques enanos de dos pisos y su gente tosca, revestida de cobre. Antes había tierra entre los bloques que se enfrentaban, ahora el pasaje se hallaba asfaltado. En esa callejuela saqué de un frasco de vidrio una araña peluda con la que impresioné a los pelusitas que me miraban. La hice caminar por la tierra, bajo el poste de la luz, la guardé en el frasco y volví con ella a mi hogar. Me acosté y de pronto oí la voz temblorosa de mi madre. No podía dormir, sabiendo que había un animal así dentro de su casa. Tuve que levantarme y volver a la población Sewell, caminar hasta el canal Juan Molina y arrojarla a las aguas.
Me sorprendió divisar al fondo la gruta iluminada de la Virgen. De modo que su recuerdo no era un sueño, una invención. Percibí con mis propios ojos las rugosidades de la luz a la distancia y me estremecí. Pero había otra cuadra más allá. De sus ventanas colgaban letreros de talleres eléctricos y de venta de colchones; nunca supe qué había antes, ni siquiera si ese espacio existía, tan alejado quedaba de mi infancia. Recordé haber visto circulando un coche victoria por la calle empedrada en dirección a Unión Obrera, paralela a Palominos, donde había una plazuela, la plazuela Simón Bolívar. Por allí quedaba la casa del Becerra. Yo era compañero suyo cuando su papá murió de un ataque al corazón a los 32 años, eso dijeron en el vecindario. El papá lucía un bigotillo y cuando yo pasaba por ahí lo veía fumando de pie, afirmado a la reja de la casa, mirando un horizonte invisible. Al morir, el cortejo fúnebre con la carroza y los caballos vestidos de negro pasó frente a nuestra casa y yo puse el disco de la Filarmónica de Boston, dirigida por Eugene Ormandy, en el surco de la Danza Macabra. Fue una especie de homenaje. Yo circulaba mucho por Unión Obrera porque ahí estaba la casa del tío Isidoro. La casa del tío Isidoro tenía un olor como de cuero con menta, que me gustaba; la casa del tío Pablo tenía un olor ácido, que no me gustaba. El tío Isidoro le había regalado un tren eléctrico al Rigo, y también una mesa de pimpón. Cuando la Ángela se colgaba con las piernas en la rama de un árbol se le veían los calzones; le gustaba jugar a los piratas y pegaba fuerte con la espada de palo. A veces pasábamos tardes enteras jugando pimpón y leyendo revistas de historietas SEA, porque el tío Isidoro tenía un quiosco más grande que el tío Pablo, y todos los viernes la mesa de pimpón se llenaba de revistas. El Llanero Solitario. La pequeña Lulú. Gene Autry. Hopalong Cassidy. Batman. Superman. Susy. Flash. Joyas de la Mitología. Vidas Ejemplares. Tom y Jerry. Disneylandia. Archie. Marvilla. Red Ryder (con Castorcito y La Duquesa). Andy Panda. Pingüi el pingüino travieso. Tarzan. Domingos Alegres. El Pájaro Loco.
Pero esta noche era una casa igual que todas las de la población, alumbrada desde afuera por uno de esos postes de los que he hablado; ni siquiera pude precisar de cuál se trataba y nada hubiese sacado con tocar cualquiera de las puertas: el tío Isidoro duerme el sueño de los justos hace más de 15 años, la Ángela vive en Viña del Mar, el Rigo en otro sector de Rancagua y la Tati, en Renca.
En la esquina de Unión Obrera con Astorga se mantenía, sin embargo, el club Simón Bolívar. Volví a escuchar el sonido de la pelota de pimpón, golpeada por las paletas a uno y otro lado de la mesa. Así lo hacía yo también hace más de 50 años, cuando formé parte de la sección infantil. El Silva y el Valenzuela eran los mejores, yo andaba entre el tercero y el cuarto puesto y el Pérez, un cojito que soñaba con formar parte del equipo, se ubicaba a la cola. Sin embargo el Pérez fue ascendiendo y un día me contaron que había disputado una final nacional.
Entré a la plazuela, en la esquina opuesta vivía la Carmen y frente a su casa, la familia del Zurita. Un día, jugando, el Zurita me confesó que lo que más le gustaba era el bistec con tomates. El Lucho y el Julio llegaban a hacer piruetas con sus bicis. Vi de paso el banco donde jugábamos a declararnos a las niñas. Yo estaba enamorado de la Lilian, pero también me gustaba la Pele. Pero a la Pele le gustaba el Fuenzalida. Cuando daban las nueve, las diez de la noche, regresaba a la casa por Palominos. Por ahí estaba la casa del Cuadra, donde me quedé jugando hasta las once de la noche en los camarotes del dormitorio del Hugo y del Andrés, sin avisarles a mis papás. Tenía cinco años. Por esa misma calle, casi llegando a Bueras, se me acercó por detrás el Juan Traverso, me metió conversa y me reventó un globo que llevaba bajo el brazo, como tesoro de una fiesta de cumpleaños. Me lo reventó con un cigarro que escondía entre los dedos y se largó a reír. Al notarme apenado me prometió que al día siguiente me iría a dejar otro igual, y yo le creí.
El recorrido se había completado. Estaba otra vez ante el mausoleo vibrante, imponente en su oscura pequeñez. No había puerta alguna que abrir, piedra alguna que correr, todo había sido solo un recuerdo. Pasé por la casa de don Armando y la señora Juana, matrimonio silencioso, sin niños; el piso se mantenía eternamente encerado y la luz del acuario era la única que iluminaba el living.
Regresé donde mi tía, sin volver la vista atrás. Los pasos que me faltaban para llegar eran pasos sin sustancia.
-Tanto que se demoró.
-Fui a reconocer el barrio. Hace tiempo que quería hacerlo.
-¿Adónde fue?
-A la población Rubio. A mi casa.
-La otra vez el Toyito también fue y golpeó la puerta para verla por dentro, pero no quisieron hacerlo pasar.
-¿Quedó whisky?
-Abra el mueble. Todavía queda.