Graham Greene no peca de falsa modestia al declararse una especie de aprendiz del cuento corto. "El cuento corto es una forma literaria exigente que no he practicado nunca en debida forma", declara. En ese mismo comentario, escrito antes de dar a luz sus obras maestras, el escritor británico considera a los cuentos cortos como "productos subsidiarios de la carrera de un novelista". Yo creo, por lo tanto, en esa declaración. No obstante, su relato "El inocente" es una obra maestra y podría figurar en cualquier antología del género. No es el mejor que produjo su pluma (creo que "Una salita cerca de la calle Edgware" es aún más brillante, aunque en la segunda lectura lo hice bajar un escalón) lo que me da pie para detenerme a experimentar en él. De paso, debo admitir que relatos suyos posteriores a los que he mencionado me decepcionaron vivamente.
¿A qué aspiran los cuentos cortos? ¿A qué aspiran los cuentos? Creo que a tumbar al lector con un golpe de nocaut, y a dejarle marcado el recuerdo del golpe. Hay cuentos cortos que logran ese efecto noqueador, como los de Maupassant, que la memoria retiene a pesar de los años. Su secreto es la fuerza de la anécdota. Otros actúan por lenta demolición, por adormecimiento (valga la paradoja) como sucede con los relatos de Kafka. Creo que los relatos borgianos, tan cerebrales, están construidos para deslumbrar y allí se les va un poco la fuerza. La sinceridad que les falta, esa impresión que dan de que Borges ocultara su verdadero yo detrás de estos fuegos artificiales, es la que le sobra a Rulfo, quien parece jugarse la vida en cada historia. Chejov y la bandita norteamericana comandada por Salinger y Carver figuran también en el ránking de los mejores. Al ruso le basta una página para hacer llorar. Salinger estremece, sin desperdiciar una sola coma. Carver lo deja a uno atónito, pensando en lo fácil que parece ser escribir de nimiedades. En fin, Boccaccio, Chesterton, Chaucer, las mil noches y una noche... es prudente detenerse.
Un cuento corto ideal debería cambiar en algo la vida del lector. A mí "El inocente" me cambió la vida. Me devolvió por unos minutos a mi niñez provinciana, a mi primer enamoramiento. Me hizo comparar la sensibilidad del autor con la mía, me hizo comparar su técnica cuentística con la mía, me obligó a escribir este ensayo de ensayo. Me ha hecho variar por un momento el curso que les quiero dar a estas Memorias. Por todo aquello le rindo el tributo de estas variaciones fallidas.
"El inocente" es un cuento que se compone de tres o cuatro elementos, dispuestos con precisión matemática y ascendente. Un adulto joven ya corroído por los años retorna a su pueblito natal, a petición de su amante, una atractiva pero insensible meretriz que desea gozar de un fin de semana en el campo. No más descender del tren el protagonista se da cuenta de su error. Pudo escoger otro lugar, "otro campo" para satisfacer el capricho de su compañera de turno, pero el primero que se le vino a la cabeza fue ése, el suyo. Los coches en la estación, el mismo cerro de arena a la salida, las primeras casitas, apenas modificadas por una ampliación o una nueva mano de pintura, le devuelven de golpe a la memoria sus años de niñez. Ella está decepcionada, él desearía estar solo. Alquilan una habitación en el viejo hotel, bajan al bar, un parroquiano lo mira con envidia desde su mesa solitaria. Acicateado por la emoción, por ese refresco de imágenes olvidadas, él sale a recorrer el pueblo a solas (¿No te molestaría que lo hiciera?, le pregunta antes a su amante). Ella acepta y se queda en el bar.
Mi primera variación, pues, consiste en la relación que traba el parroquiano con la vistosa mujer. El apetito carnal de este hombre se despierta ante la posibilidad de una aventura, avalada por el descuido del protagonista. El choque de dos formas de vida, la de la banal y artificiosa mujer de la ciudad con la del simple hombre de campo, cede paso a la tensión física. Podría introducirse aquí un dato valioso: ella guarda un pasado similar y sueña con una casa rodeada de gallinas y cerditos. En los brazos de un desconocido del pueblo le dice entonces adiós a su pasado y le abre los brazos a su destino de granjera. Pero el parroquiano, ¿quedará con dudas o tendrá la valentía de hacer caso omiso de la historia de corrupción y bajeza que carga la que es a partir de hoy compañera de su vida? Dicho de otro modo, ¿ha renegado ella realmente de su vida licenciosa por el solo encuentro con un hombre en un miserable pueblito de campo? Si fuese así, no era la anterior su naturaleza, se escondía detrás de máscaras utilitarias. Pero si era esa su condición esencial, ¿qué lo anticipó en el relato? ¿O se trataba de una sorpresa que nos reservaba el autor? ¡Cuidado con las sorpresas en la literatura!
Pero hagamos cuenta que prostituta y parroquiano inician una relación sentimental. ¿Qué será entonces de ellos, lo sabremos? Si no lo sabemos estaríamos probablemente ante un cuento acerca del triunfo del amor primigenio. Si lo llegamos a saber, de un cuento sobre las consecuencias de una pobre transacción sentimental. Cualquiera de estas soluciones, que van surgiendo como consecuencia de erradas jugadas en el tablero, complican más de lo aconsejable una historia sencilla, profunda y efectiva.
También puede suceder que, a solas en el bar, la mujer ve en el hombre la posibilidad de ganarse unas libras extras. Entonces ambos suben rápidamente a la habitación y ella le satisface su deseo. El hombre, al bajar las escaleras, toma conciencia de que ha malgastado parte de los ahorros de meses destinados a la compra de animales. Ella se ríe íntimamente de la guinda de la torta que le sacó al fin de semana de campo. Pero tal opción argumental importa una grave falla: no es posible cambiar el tono del relato sin dañarlo. Si el protagonista se ha revelado como una persona sensible, inteligente, aunque decepcionada tempranamente de la vida, no es razonable que el cuento se transforme de pronto en un relato picaresco, a sus espaldas.
Nunca creo haber leído que un crítico haya considerado la constante bifurcación de senderos con que se topa el argumento de un cuento para destacar su majestad. Mi discernimiento, eternamente en busca del cuento perfecto, toma en cuenta ese aspecto antes que cualquier otro, descartado lo básico. Graham Greene no empleó ninguno de estos ejemplos de variantes, y se me antoja que pudo tener varias más en mente al teclear la máquina. Finalmente decidió dejar fuera toda posibilidad de desarrollo de los personajes secundarios. El parroquiano no volvió a aparecer y de la mujer sólo sabremos que en la noche, luego de hacer el amor con su compañero, se dio vuelta en la cama y se durmió.
Descuiden, queridos lectores: aún queda mucho cuento y por ende, muchas variaciones. La maestra de piano que da clases de baile daría para un final al estilo de Joyce, quien gusta cambiar la dirección del viento en el último tercio de sus relatos. El papelito en un agujero del portón me recuerda un cuento de la escritora española Marta González Acosta, titulado, si no me equivoco, "La tercera gestación". En ambas ocasiones el corazón de la vida parece estar encerrado en un perímetro microscópico: he allí otra posibilidad de cambio. Y en cuanto al dibujo obsceno de un hombre y una mujer... pero la prudencia me vuelve a llamar a su redil. Mejor abandono este fallido ensayo; lo dejo hasta aquí, sin más.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
Visitas de la última semana a la página
miércoles, junio 18, 2008
martes, junio 10, 2008
A mis lectoras y lectores
Menguan las lecturas de estas Memorias. Menguan los comentarios. Si eso me causa inquietud se debe a la intuición de que al descuidar vuestras experiencias, queridos amigos, los ofendo. Nada más lejos de la verdad. Si escribo es en parte por ustedes, aunque la motivación principal siga siendo la de llegar al centro mismo de mi soplo vital. Una vez que lo haya conseguido ya no habrá necesidad de plasmar mis ocurrencias por escrito y podré retirarme a mi casa de campo. En tanto no suceda, debo seguir insistiendo, poniéndolos por fuerza como testigos de este sueño pesadillesco, de este arrebato que se asemeja a una proeza civil. Y aunque quisiera, no puedo detenerme un minuto a contemplar otros paisajes; bastantes ya reclaman su exhibición en una sombría lista de espera.
Todo es miseria y vanidad; nada sacamos con negarlo. Hasta la sabiduría es vanidad. Ésta sólo deja de alumbrar en el paraíso perdido de Lao Tse y de las sagradas escrituras. Cada uno de nosotros ha descubierto el mundo y reclama su pertenencia con los mejores argumentos. Ni siquiera los jueces del más versado de los tribunales de la tierra podrían fallar un caso como éste.
No es mi ánimo parecer pedante, sino reivindicar al corazón, órgano tan sacado de contexto en los tiempos que corren.
Todo es miseria y vanidad; nada sacamos con negarlo. Hasta la sabiduría es vanidad. Ésta sólo deja de alumbrar en el paraíso perdido de Lao Tse y de las sagradas escrituras. Cada uno de nosotros ha descubierto el mundo y reclama su pertenencia con los mejores argumentos. Ni siquiera los jueces del más versado de los tribunales de la tierra podrían fallar un caso como éste.
No es mi ánimo parecer pedante, sino reivindicar al corazón, órgano tan sacado de contexto en los tiempos que corren.
lunes, mayo 19, 2008
Domingo
Vargas pedaleaba sin goce por un sendero cubierto de hojas secas. Su mujer lo hacía por un sendero paralelo. El parque disponía de varios; cada quien podía escoger el suyo y en ésa, como en tantas materias, resultaba increíble la diferencia de gustos y de pensamiento entre ambos. Increíble, considerando la cantidad de años que llevaban casados. Aún así, continuaban porfiando en remar para el mismo lado.
Era el paseo de prácticamente todas las mañanas de domingo, que ya llegaba a su fin. Comenzaba cuando ambos se dirigían a la cafetería, se instalaban a leer (Vargas, literatura; su mujer, sicología) e intercambiaban tres o cuatro impresiones acerca de la semana que se había ido. Luego venía el retorno y a continuación, el almuerzo en familia. El día solía culminar por la noche con su mujer recogida tempranamente en la habitación y con Vargas frente a la pantalla, bebiendo un trago ante un programa de análisis político.
El sendero, las hojas, la brisa cálida que anunciaba lluvia configuraban un cuadro de hermosura tenue, algo inquietante, otoñal, pero para Vargas era un cuadro ya visto y por lo tanto, ya disfrutado. Al día siguiente comprendería, tarde, que había desperdiciado un buen momento de sencillo placer.
No bien entró a la casa lo aquejó el mal humor, como cada domingo. Su mujer no reaccionó de manera diferente. En eso sí se parecían. Todo estaba igual. Ninguno de sus hijos les había leído el pensamiento. La cocina lucía fría, desordenada y vacía. La olla dormía en la despensa, el horno era una cripta olvidada. Las verduras reposaban en la parte baja del refrigerador. Sobre la mesa del comedor no había mantel, copas, vajilla, servilletas, panera, vino, velas. No había nada.
¿Se es esclavo de los hijos? ¿Se les debe amor y cuidado eternos? ¿Crecen los hijos y pasan a ser pares, amigos, confidentes, incluso cómplices, o nunca dejan de ser hijos? Ambos lo pensaban en silencio mientras partían rábanos, echaban el salmón al horno, papas a la olla, gritaban órdenes que más que órdenes eran quejas, y más que eso, súplicas.
La casa se iba animando. La menor disponía el arreglo del comedor; la mayor se enfrascaba en la elaboración de complejas ensaladas; la nieta se levantaba de vez en cuando del sofá, corría por la casa y repartía abrazos sin motivo, el hijo seguía ensimismado en su pieza con su batería y sus dibujos. La casa de locos, otra vez, nuestro sino, pensaba Vargas, concentrado en sus labores de chef de pacotilla, sumido en esa tensión que ya tan bien le conocían los demás y que se prestaba para tantas bromas.
***
Encendió la estufa y se sentó a la mesa, el primero. Sirvió el vino y esperó un tiempo prudencial. De a poco se fueron integrando los demás, menos el hijo de la batería, a quien se habían cansado de llamar. Afuera parecía que se iba a hacer de noche, cuando no eran ni las tres y media de la tarde. En vez de iniciar un tema agradable, Vargas protestó a medias, desnudó su desencanto con el estado de las cosas, como si los demás tuvieran algún grado de culpa del estado de las cosas. Lo tenían, es verdad, pero ¿no era un pecado fabricado por él mismo a lo largo de los años? Su mujer fue la primera en burlarse de él y a ella le siguió la nieta, que solía analizar sus pasos en los más mínimos detalles. El hijo apareció de pronto y se hundió en su plato. Vargas farfulló un remedo de reclamo y se echó un pedazo de carne a la boca, que se comió con un placer atroz, oculto en un rostro amargo, tenso, angustiado. Mientras comía recordaba la cara que tenía su padre en momentos como ésos, de "sana alegría familiar". Cuando lo miraba de reojo, de niño, de adolescente, en la adultez, ese rostro agrio le parecía mezquino, injusto; pero ahora, al hacerlo suyo, lo comprendía cada vez mejor. El peso del destino, los sacos de tristeza guardados en el desván de la memoria, la renuncia de la alegría a cambio de la ilusión del control sobre los demás. Ese había sido, al final de cuentas, el resumen de la vida de su padre, más allá de sus vicios y de su eterno mal humor. Con cuánta claridad le enviaba hoy ese mensaje desde el más allá.
La segunda copa de vino lo tranquilizó y ya en la mitad del almuerzo comenzaron a volar bromas afectuosas, bromas buenas, tan diferentes de aquellas que dichas con las mismas palabras destilan veneno y dan inicio a encarnizados combates. Vargas al fin entraba en vereda y escogía, de las dos opciones, la mejor.
Brindó, aceptó las bromas, limó asperezas, concilió, dio consejos y se ofreció incluso para lavar los platos, pero sus hijos se le adelantaron, al considerar sabiamente que poco habían hecho hasta el momento por justificar sus invaluables existencias. La oferta le vino como anillo al dedo: se tendió en el sofá, se arropó con su manta favorita y sintonizó el concierto de la tarde. Abrió uno de los libros que tenía a medio leer, fijó la vista en el párrafo indicado y se durmió profundamente.
***
Cuando despertó, su mujer leía el suplemento dominical. El sonido placentero de las hojas al dar la vuelta lo había sacado del sueño, de modo que su retorno a la vida fue grato. Propuso entonces comprar pasteles, darle un paseo a la mascota y arrendar una película en el local de la esquina. Una a una, sus ideas fueron cayendo como el clásico castillo de naipes. Su mujer tenía otros planes, como siempre y como por lo demás resultaba lógico. ¿O consideraba Vargas que el mundo se había detenido con una pequeña siesta? El domingo ya iniciaba su descenso hacia el océano, donde se pone el sol, y ya no era momento de placeres: había que planificar la semana, planchar ropa, revisar cuadernos, en fin, navegar por los ríos que surcan entre sombríos desfiladeros, como hacen las personas hechas y derechas que saben disfrutar la luz... en el momento apropiado.
En ese punto de la tarde entró una vez más en una ligera depresión. Sintió que su vida no estaba hecha para sacrificios, que sólo el placer lo atraía; incluso más, que sólo el placer de encontrarse consigo mismo le decía algo en esta suerte de plan absurdo que lo retenía y lo doblegaba, a pesar de sus defensas. Pero sintió también lo que sentía todos los domingos a esta hora: que todo placer tiene hora de término; o en otras palabras, que nada es eterno, nada puede postergarse hasta el infinito. Y si Vargas deseaba ser un hombre bien hombre, como lo deseó desde que tuvo uso de razón, debía enfrentar este reto a lo hombre.
Salió a la calle y caminó unas tres cuadras bajo un cielo negro y amenazante, hasta llegar a su destino. De vuelta notó que el viento ya cimbreaba las copas de los árboles y plagaba la calle de grandes hojas amarillas. Si enfocaba su vista hacia los focos encendidos de los automóviles podía ver cientos de chispitas blancas que los atravesaban en diagonal. Se acercaba al galope una tormenta, el peor de los presagios que albergaba su inconsciente. Aunque podría ser -había una esperanza- que la tormenta misma no llegase a los niveles míticos del vaticinio que le daba su mente y cumpliera noblemente su sencillo rol de fenómeno atmosférico. Aunque él mismo aún no estuviera preparado para enfrentar los relámpagos mentales que alumbraban por segundos los rincones más horrorosos de su interior, aquéllos que dejaban al descubierto un vacío inefable, imposible de comprender; su casa, fundada en bases sólidas, sí lo estaba. Tal idea lo entusiasmó y cuando entró de nuevo al hogar, Vargas depositó con ingenua alegría una docena de pasteles sobre la mesa.
Era el paseo de prácticamente todas las mañanas de domingo, que ya llegaba a su fin. Comenzaba cuando ambos se dirigían a la cafetería, se instalaban a leer (Vargas, literatura; su mujer, sicología) e intercambiaban tres o cuatro impresiones acerca de la semana que se había ido. Luego venía el retorno y a continuación, el almuerzo en familia. El día solía culminar por la noche con su mujer recogida tempranamente en la habitación y con Vargas frente a la pantalla, bebiendo un trago ante un programa de análisis político.
El sendero, las hojas, la brisa cálida que anunciaba lluvia configuraban un cuadro de hermosura tenue, algo inquietante, otoñal, pero para Vargas era un cuadro ya visto y por lo tanto, ya disfrutado. Al día siguiente comprendería, tarde, que había desperdiciado un buen momento de sencillo placer.
No bien entró a la casa lo aquejó el mal humor, como cada domingo. Su mujer no reaccionó de manera diferente. En eso sí se parecían. Todo estaba igual. Ninguno de sus hijos les había leído el pensamiento. La cocina lucía fría, desordenada y vacía. La olla dormía en la despensa, el horno era una cripta olvidada. Las verduras reposaban en la parte baja del refrigerador. Sobre la mesa del comedor no había mantel, copas, vajilla, servilletas, panera, vino, velas. No había nada.
¿Se es esclavo de los hijos? ¿Se les debe amor y cuidado eternos? ¿Crecen los hijos y pasan a ser pares, amigos, confidentes, incluso cómplices, o nunca dejan de ser hijos? Ambos lo pensaban en silencio mientras partían rábanos, echaban el salmón al horno, papas a la olla, gritaban órdenes que más que órdenes eran quejas, y más que eso, súplicas.
La casa se iba animando. La menor disponía el arreglo del comedor; la mayor se enfrascaba en la elaboración de complejas ensaladas; la nieta se levantaba de vez en cuando del sofá, corría por la casa y repartía abrazos sin motivo, el hijo seguía ensimismado en su pieza con su batería y sus dibujos. La casa de locos, otra vez, nuestro sino, pensaba Vargas, concentrado en sus labores de chef de pacotilla, sumido en esa tensión que ya tan bien le conocían los demás y que se prestaba para tantas bromas.
***
Encendió la estufa y se sentó a la mesa, el primero. Sirvió el vino y esperó un tiempo prudencial. De a poco se fueron integrando los demás, menos el hijo de la batería, a quien se habían cansado de llamar. Afuera parecía que se iba a hacer de noche, cuando no eran ni las tres y media de la tarde. En vez de iniciar un tema agradable, Vargas protestó a medias, desnudó su desencanto con el estado de las cosas, como si los demás tuvieran algún grado de culpa del estado de las cosas. Lo tenían, es verdad, pero ¿no era un pecado fabricado por él mismo a lo largo de los años? Su mujer fue la primera en burlarse de él y a ella le siguió la nieta, que solía analizar sus pasos en los más mínimos detalles. El hijo apareció de pronto y se hundió en su plato. Vargas farfulló un remedo de reclamo y se echó un pedazo de carne a la boca, que se comió con un placer atroz, oculto en un rostro amargo, tenso, angustiado. Mientras comía recordaba la cara que tenía su padre en momentos como ésos, de "sana alegría familiar". Cuando lo miraba de reojo, de niño, de adolescente, en la adultez, ese rostro agrio le parecía mezquino, injusto; pero ahora, al hacerlo suyo, lo comprendía cada vez mejor. El peso del destino, los sacos de tristeza guardados en el desván de la memoria, la renuncia de la alegría a cambio de la ilusión del control sobre los demás. Ese había sido, al final de cuentas, el resumen de la vida de su padre, más allá de sus vicios y de su eterno mal humor. Con cuánta claridad le enviaba hoy ese mensaje desde el más allá.
La segunda copa de vino lo tranquilizó y ya en la mitad del almuerzo comenzaron a volar bromas afectuosas, bromas buenas, tan diferentes de aquellas que dichas con las mismas palabras destilan veneno y dan inicio a encarnizados combates. Vargas al fin entraba en vereda y escogía, de las dos opciones, la mejor.
Brindó, aceptó las bromas, limó asperezas, concilió, dio consejos y se ofreció incluso para lavar los platos, pero sus hijos se le adelantaron, al considerar sabiamente que poco habían hecho hasta el momento por justificar sus invaluables existencias. La oferta le vino como anillo al dedo: se tendió en el sofá, se arropó con su manta favorita y sintonizó el concierto de la tarde. Abrió uno de los libros que tenía a medio leer, fijó la vista en el párrafo indicado y se durmió profundamente.
***
Cuando despertó, su mujer leía el suplemento dominical. El sonido placentero de las hojas al dar la vuelta lo había sacado del sueño, de modo que su retorno a la vida fue grato. Propuso entonces comprar pasteles, darle un paseo a la mascota y arrendar una película en el local de la esquina. Una a una, sus ideas fueron cayendo como el clásico castillo de naipes. Su mujer tenía otros planes, como siempre y como por lo demás resultaba lógico. ¿O consideraba Vargas que el mundo se había detenido con una pequeña siesta? El domingo ya iniciaba su descenso hacia el océano, donde se pone el sol, y ya no era momento de placeres: había que planificar la semana, planchar ropa, revisar cuadernos, en fin, navegar por los ríos que surcan entre sombríos desfiladeros, como hacen las personas hechas y derechas que saben disfrutar la luz... en el momento apropiado.
En ese punto de la tarde entró una vez más en una ligera depresión. Sintió que su vida no estaba hecha para sacrificios, que sólo el placer lo atraía; incluso más, que sólo el placer de encontrarse consigo mismo le decía algo en esta suerte de plan absurdo que lo retenía y lo doblegaba, a pesar de sus defensas. Pero sintió también lo que sentía todos los domingos a esta hora: que todo placer tiene hora de término; o en otras palabras, que nada es eterno, nada puede postergarse hasta el infinito. Y si Vargas deseaba ser un hombre bien hombre, como lo deseó desde que tuvo uso de razón, debía enfrentar este reto a lo hombre.
Salió a la calle y caminó unas tres cuadras bajo un cielo negro y amenazante, hasta llegar a su destino. De vuelta notó que el viento ya cimbreaba las copas de los árboles y plagaba la calle de grandes hojas amarillas. Si enfocaba su vista hacia los focos encendidos de los automóviles podía ver cientos de chispitas blancas que los atravesaban en diagonal. Se acercaba al galope una tormenta, el peor de los presagios que albergaba su inconsciente. Aunque podría ser -había una esperanza- que la tormenta misma no llegase a los niveles míticos del vaticinio que le daba su mente y cumpliera noblemente su sencillo rol de fenómeno atmosférico. Aunque él mismo aún no estuviera preparado para enfrentar los relámpagos mentales que alumbraban por segundos los rincones más horrorosos de su interior, aquéllos que dejaban al descubierto un vacío inefable, imposible de comprender; su casa, fundada en bases sólidas, sí lo estaba. Tal idea lo entusiasmó y cuando entró de nuevo al hogar, Vargas depositó con ingenua alegría una docena de pasteles sobre la mesa.
miércoles, mayo 14, 2008
Galletas de oxígeno para Romero
Jorge Romero se vio obligado a suspender la lectura para ir al cajón por su cuota de oxígeno. Dio gracias a Dios, sin pensarlo, sólo sintiéndolo, por contar con los medios para ello. Desde la ventana de su departamento del sexto piso miró hacia la calle: la gente que aún permanecía en el planeta se desplomaba en el suelo como moscas rociadas con insecticida. Antes de expirar, pataleaban. Nadie recogía a nadie y no había perros que devoraran los cadáveres. El mundo evolucionaba a pasos agigantados hacia una nueva forma de vida, en la que no parecía haber cabida para el ser humano, entendido como el espectro de lo que alguna vez fue La raza.
Sacó una galleta y se la comió: el oxígeno que contenía le daría para media hora más de vida.
Recordó que no hace mucho los hombres respiraban normalmente, con la misma naturalidad con que pensaban. Ahora iba quedando solamente el pensamiento, ya que la respiración había desaparecido y con ella, el ritmo y la música. En un futuro cercano del hombre no quedaría nada. Habría animales de tallos enormes que apuntarían al sol, animales parecidos a flores; monstruos sin dientes pero con bocas del tamaño de una cancha de fútbol, bocas imantadas hechas para captar y tragar polvo metálico; habría huéspedes de dichas criaturas nacidos para disolver y procesar en segundos los metales. Por los rincones de la urbe ya se intuía la aparición de estos nuevos seres. No se percibían, pero estaban en el aire. No era una situación para cortarse las venas al estilo de los patricios romanos desencantados. Bien vistas las cosas, la realidad era bastante sostenible, incluso placentera, más que "en los buenos tiempos". A Romero siempre le había llamado la atención el cariz sombrío y terrorífico de las novelas de ciencia ficción, en circunstancias de que cuando se vive inmerso en mundos similares a los que describen con tanta ingenuidad los libros es harto el provecho que se puede sacar de esas falencias. Por lo demás, las consecuencias seguían siendo las mismas: mientras los débiles se desplomaban, pataleando, los fuertes se paseaban victoriosos, contemplativos.
No había un profético más allá, los profetas no sacaban nada con vociferar, sus advertencias parecían tan vacías, divertidas, posmodernas. El mundo de los profetas había llegado a su fin. Al menos en el mundo en que vivía Romero. Aún así o quizá por eso mismo, los profetas proliferaban como zombies.
El paseo de la tarde lo sumía en esas hondas reflexiones. Hacía frío. En el bolso que le colgaba al hombro llevaba una provisión de galletas para unas tres horas, dos más que lo calculado. No podía sucederle nada malo. Los zombies no tenían la fuerza necesaria para asaltarlo y quitarle las galletas. Ni siquiera cincuenta zombies lo podrían hacer. Tal vez cien, pero decir cien era como interpelar a un ángel.
Entró al Bristol, su café de siempre, y ordenó lo de siempre. Aunque nadie se engañaba con el evidente artificio, todo dentro del local intentaba crear la ilusión de un café "a la antigua", como a él le gustaban, con mesas y sillas de madera y canciones viejas, oxidadas. Reconoció la voz de un bolerista mexicano, tal vez de apellido Soza o Solís, de timbre meloso, agudo, pero no desagradable. Sacó el libro de turno y comenzó a leer. La chica de ojos verdes, la misma de siempre, no tardó en volver con la bandeja. Cubrió la mesa con el mantelito azul, depositó la taza humeante, el vaso de agua y el bizcocho, uno solo. Antes de retirarse lo miró con cierta ternura y él le sonrió.
Entre sus manos tenía una edición de bolsillo con ensayos escogidos de Montaigne, pero digerir una mísera página le estaba costando demasiado, pues la música que emitían los parlantes ubicados en ángulos discretos del local lo distraía abiertamente.
"Si te pudiera mentir, te diría que aquí todo va marchando muy bien, pero no es así. Estas tardes oscuras me asustan y no me hace bien caminar. A veces creo oír que me necesitas...", cantaba el bolerista.
Afuera, los zombies se aferraban a la ventana sin fuerza, lo miraban a los ojos, y caían. Caían, pataleaban y morían. Romero le hizo un gesto a la chica. Ésta corrió a cerrar la cortina y luego se encogió de hombros, como disculpándose. Fue un momento extraño de felicidad y miseria: al parecer ambos se entendían mejor de lo que pensaban, mientras el vidrio se hacía trizas de un golpe. Comprendió que los mundos, incluso los paradisiacos, encierran en sí mismos el germen del horror.
Saliendo del café se echó a la boca una tercera galleta: le quedaban dos. Los zombies le suplicaron vanamente una migaja de oxígeno; él los ignoró. No podía actuar de otra manera. Era simplemente su vida o la de ellos. A su paso iba dejando un reguero de pataleos. Los sentía, pero no se daba vuelta para mirar la escena. Tuvo que hacerlo veinte minutos después cuando a su espalda, más allá de las sombras, le pareció oír una voz conocida. Aguzó la vista y divisó la silueta de un hombre desnudo. Por el timbre de la voz y vista desde lejos se le antojó la de su viejo compañero de curso, Miguel Fredes, único amigo que sobrevivió al tiempo y los cataclismos. Romero lo hacía en Montana y tal vez Fredes estuviera realmente en Montana; últimamente le había perdido un poco la pista.
El hombre desnudo que parecía ser Fredes hacía fuego en plena calle con una provisión de galletas de oxígeno sacadas desde su departamento. A primera vista parecía una de tantas profecías, uno de tantos actos delirantes que se veían a diario. Sin embargo era más que eso. Los zombies lograban rescatar algunas cajas antes de que se quemaran y desaparecían como ratas, por rendijas subterráneas, pero la mayor parte de las galletas era consumida por un fuego exigente y devorador. Tal derroche sólo podía explicarse como un acto de locura extrema, un acto suicida.
El hombre desnudo gesticulaba y maldecía a viva voz, como si ofrendara su cuerpo a una fuerza intangible. Romero no lograba escuchar sus palabras, debido a la distancia; juzgó riesgoso acercarse. Eso lo obligó a intentar un inusual rodeo para volver a su hogar.
Inició el trayecto, algo nervioso, por callejuelas oscuras, plagadas de zombies moribundos. En un momento intuyó que sobrepasaban la centena. Los zombies le tironeaban el bolso con una torpeza irritante. Se vio obligado a lanzarles una galleta, que desapareció en el suelo bajo una especie de ameba de mil caras, enloquecida por la esperanza. Antes de que lo desvalijaran sacó la que restaba y se la quiso echar a la boca, pero una mano angustiada actuó más rápido que la suya y se la robó. Ahora le quedaban, a lo sumo, dos o tres minutos para llegar a casa.
Sacó una galleta y se la comió: el oxígeno que contenía le daría para media hora más de vida.
Recordó que no hace mucho los hombres respiraban normalmente, con la misma naturalidad con que pensaban. Ahora iba quedando solamente el pensamiento, ya que la respiración había desaparecido y con ella, el ritmo y la música. En un futuro cercano del hombre no quedaría nada. Habría animales de tallos enormes que apuntarían al sol, animales parecidos a flores; monstruos sin dientes pero con bocas del tamaño de una cancha de fútbol, bocas imantadas hechas para captar y tragar polvo metálico; habría huéspedes de dichas criaturas nacidos para disolver y procesar en segundos los metales. Por los rincones de la urbe ya se intuía la aparición de estos nuevos seres. No se percibían, pero estaban en el aire. No era una situación para cortarse las venas al estilo de los patricios romanos desencantados. Bien vistas las cosas, la realidad era bastante sostenible, incluso placentera, más que "en los buenos tiempos". A Romero siempre le había llamado la atención el cariz sombrío y terrorífico de las novelas de ciencia ficción, en circunstancias de que cuando se vive inmerso en mundos similares a los que describen con tanta ingenuidad los libros es harto el provecho que se puede sacar de esas falencias. Por lo demás, las consecuencias seguían siendo las mismas: mientras los débiles se desplomaban, pataleando, los fuertes se paseaban victoriosos, contemplativos.
No había un profético más allá, los profetas no sacaban nada con vociferar, sus advertencias parecían tan vacías, divertidas, posmodernas. El mundo de los profetas había llegado a su fin. Al menos en el mundo en que vivía Romero. Aún así o quizá por eso mismo, los profetas proliferaban como zombies.
El paseo de la tarde lo sumía en esas hondas reflexiones. Hacía frío. En el bolso que le colgaba al hombro llevaba una provisión de galletas para unas tres horas, dos más que lo calculado. No podía sucederle nada malo. Los zombies no tenían la fuerza necesaria para asaltarlo y quitarle las galletas. Ni siquiera cincuenta zombies lo podrían hacer. Tal vez cien, pero decir cien era como interpelar a un ángel.
Entró al Bristol, su café de siempre, y ordenó lo de siempre. Aunque nadie se engañaba con el evidente artificio, todo dentro del local intentaba crear la ilusión de un café "a la antigua", como a él le gustaban, con mesas y sillas de madera y canciones viejas, oxidadas. Reconoció la voz de un bolerista mexicano, tal vez de apellido Soza o Solís, de timbre meloso, agudo, pero no desagradable. Sacó el libro de turno y comenzó a leer. La chica de ojos verdes, la misma de siempre, no tardó en volver con la bandeja. Cubrió la mesa con el mantelito azul, depositó la taza humeante, el vaso de agua y el bizcocho, uno solo. Antes de retirarse lo miró con cierta ternura y él le sonrió.
Entre sus manos tenía una edición de bolsillo con ensayos escogidos de Montaigne, pero digerir una mísera página le estaba costando demasiado, pues la música que emitían los parlantes ubicados en ángulos discretos del local lo distraía abiertamente.
"Si te pudiera mentir, te diría que aquí todo va marchando muy bien, pero no es así. Estas tardes oscuras me asustan y no me hace bien caminar. A veces creo oír que me necesitas...", cantaba el bolerista.
Afuera, los zombies se aferraban a la ventana sin fuerza, lo miraban a los ojos, y caían. Caían, pataleaban y morían. Romero le hizo un gesto a la chica. Ésta corrió a cerrar la cortina y luego se encogió de hombros, como disculpándose. Fue un momento extraño de felicidad y miseria: al parecer ambos se entendían mejor de lo que pensaban, mientras el vidrio se hacía trizas de un golpe. Comprendió que los mundos, incluso los paradisiacos, encierran en sí mismos el germen del horror.
Saliendo del café se echó a la boca una tercera galleta: le quedaban dos. Los zombies le suplicaron vanamente una migaja de oxígeno; él los ignoró. No podía actuar de otra manera. Era simplemente su vida o la de ellos. A su paso iba dejando un reguero de pataleos. Los sentía, pero no se daba vuelta para mirar la escena. Tuvo que hacerlo veinte minutos después cuando a su espalda, más allá de las sombras, le pareció oír una voz conocida. Aguzó la vista y divisó la silueta de un hombre desnudo. Por el timbre de la voz y vista desde lejos se le antojó la de su viejo compañero de curso, Miguel Fredes, único amigo que sobrevivió al tiempo y los cataclismos. Romero lo hacía en Montana y tal vez Fredes estuviera realmente en Montana; últimamente le había perdido un poco la pista.
El hombre desnudo que parecía ser Fredes hacía fuego en plena calle con una provisión de galletas de oxígeno sacadas desde su departamento. A primera vista parecía una de tantas profecías, uno de tantos actos delirantes que se veían a diario. Sin embargo era más que eso. Los zombies lograban rescatar algunas cajas antes de que se quemaran y desaparecían como ratas, por rendijas subterráneas, pero la mayor parte de las galletas era consumida por un fuego exigente y devorador. Tal derroche sólo podía explicarse como un acto de locura extrema, un acto suicida.
El hombre desnudo gesticulaba y maldecía a viva voz, como si ofrendara su cuerpo a una fuerza intangible. Romero no lograba escuchar sus palabras, debido a la distancia; juzgó riesgoso acercarse. Eso lo obligó a intentar un inusual rodeo para volver a su hogar.
Inició el trayecto, algo nervioso, por callejuelas oscuras, plagadas de zombies moribundos. En un momento intuyó que sobrepasaban la centena. Los zombies le tironeaban el bolso con una torpeza irritante. Se vio obligado a lanzarles una galleta, que desapareció en el suelo bajo una especie de ameba de mil caras, enloquecida por la esperanza. Antes de que lo desvalijaran sacó la que restaba y se la quiso echar a la boca, pero una mano angustiada actuó más rápido que la suya y se la robó. Ahora le quedaban, a lo sumo, dos o tres minutos para llegar a casa.
lunes, abril 28, 2008
El mundo de Ark ark Nauw, donde no todos los días amanece
Existe un mundo donde no todos los días amanece. Fue vislumbrado por Lovecraft en uno de sus extraños escritos. Los críticos y los lectores tomaron al pie de la letra el mensaje; o sea, interpretaron dicho relato como una más de sus locas fantasías. Pero se equivocaban: ese mundo existe y yo lo descubrí cuando mi expedición se extravió en el Ártico.
Habíamos bajado a tierra firme cuando la expedición se topó de pronto con una laguna, que no pudo ser confirmada por imágenes satelitales, pero que en modo alguno sorprendió a los científicos de la nave, quienes vienen alertando junto a sus pares sobre el peligro del calentamiento global.
Mientras tomaban muestras en la orilla me subí al zodiac y eché a andar el motor. ¿Qué buscaba?, no lo sé. Tal vez, desaparecer de una vez por todas, hastiado de una vida que, era mi sentimiento de esa tarde, no me había regalado lo que merecía. De modo que me interné en la laguna y navegué varias horas, ya que se trataba de una laguna inmensa, de una superficie tres o cuatro veces mayor que la del lago Llanquihue.
El trayecto tuvo su momento clave cuando surgió un abismo en medio de las aguas, de aproximadamente 30 metros de ancho por cuarenta de largo. En ese punto la laguna estaba congelada, luego entendí que artificialmente. Bajé del zodiac y caminé hacia el precipicio. Ante mi vista se abría una escalera de hielo en forma de remolino. Descendí con todo cuidado, pues carecía de barandas. De acuerdo con mi reloj pulsera llegué a la base exactamente 47 minutos después.
Me recibió un hombre muy delgado. Vestía con extrema humildad. Al presentarse me dijo que la semana pasada había cumplido 148 años. "Yo soy Ark ark Nauw, el rey". Me disponía a arrodillarme, pero me tendió la mano. "No lo merezco; para eso están los sabios". Dijo entonces que en la ciudad submarina de Bhraq bhraq Wauw -con ese nombre había sido bautizada hace 243 mil años- el rey era el menor de los seres vivos, por no decir el menos sensato. Con la excepción de un extraño mareo que me invadió apenas toqué el piso, yo me encontraba muy a gusto y no sentía hambre, a pesar del tiempo transcurrido desde que emprendí la aventura. Ark ark Nauw pareció comprender mi pequeño drama, porque antes de iniciar el recorrido por la ciudad me entregó una píldora para el mareo y un vaso de agua. "¿Tiene hambre?". No, le dije. "O sea, estamos bien". Apenas me tomé la píldora se me pasó el mareo, fue inconcebible. En tierra firme, cualquier píldora demora varios minutos en hacer su efecto, pero aquí éste fue instantáneo. Eso me llevó a pensar en dos posibilidades: que Ark ark Nauw me había administrado un placebo o que me hallaba en la antesala de un lugar mágico, desconocido por la ciencia y capaz de abrir grandes perspectivas al mundo que hasta entonces habitó el humano.
El piso era de hielo brillante pintado en cuadros verdes y amarillos y contrastaba naturalmente -sin rebuscamientos de diseño- con la opacidad de la escalera y de los muros, también de hielo, pero sin pintar. La gente se paseaba por los amplios pasillos con túnicas transparentes; el calor en ciertos trechos se hacía insoportable, a pesar de que el brillo del sol era de los más tenues que alguna vez contemplé. El ancho de los pasillos se aproximaba al de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. Le dije entonces que los demás miembros de la expedición se encontraban tomando muestras arriba, en la orilla de la laguna, y le pregunté si eso era peligroso. "Sí, lo sabemos". Miré entonces la hora y descubrí que los punteros del reloj habían retrocedido unos 25 minutos, pero no me preocupé mayormente; antes bien me alegré: así dispondría de más tiempo para recorrer la ciudad. "Lo llevaremos al salón central de la gran Asamblea. Allí conocerá la verdad". Cualquier otro se habría angustiado ante este cuadro delirante, mas yo me sentía feliz. Ninguna pesadilla vivida en mi vida anterior se parecía a ésta; lo malo de las pesadillas no son los ambientes, sino las sensaciones que se experimentan en los ambientes. Anoche, por ejemplo, soñaba en el barco que un ejemplar de jabalí-ternero pugnaba por entrar a mi casa para darme coces y yo apenas podía sujetar las puertas, que presentaban graves fallas, rendijas absurdas. Pues bien, allí la ansiedad se mezclaba con una especie de miedo al futuro: sabía que de un momento a otro el jabalí-ternero vencería mis fuerzas y entraría, mas no estaba seguro de qué daño me podría hacer entonces. Aquí, en cambio, la sensación que rodeaba todos mis actos y los de los demás era la sensación de la maravilla ante la serenidad, y eso no podía ser malo.
"Ya falta poco". Pero veía a la misma gente pasearse, como si fuésemos caminando al revés. ¿Cree usted, Ark ark Nauw, que realmente falte poco? A mí se me hace que ya va a amanecer. "Ya falta muy poco". El sol bajó hasta perderse entre la bruma de las montañas y entonces amaneció. "Tenía razón, amaneció. Hace como 14 días que no amanecía. Es buena señal. Ya falta muy poco". Efectivamente había amanecido. En ciertas esquinas de los pasillos la gente hacía ejercicios para entrar en calor. Un hombre tocaba un pito y cientos de mujeres en fila intentaban la posición invertida contra el muro de hielo. Las que tenían éxito quedaban pegadas al muro con sus pies pelados; las que iban a dar al suelo se deshacían y eran barridas por una máquina, luego depositadas en un embudo al centro del pasillo. Unos 30 metros más adelante surgían de un pozo y el hombre del pito les exigía que se ubicaran contra el muro e intentaran el ejercicio una vez más, hasta que finalmente todas quedaron pegadas. "Clap clap clap". ¿Por qué aplaudes tan efusivamente, Ark ark Nauw? "Lo han hecho, por fin. Ahora les queda muy poca vida".
Entonces pasaron mis padres. ¿Hijo, tú aquí? No sabíamos, nadie nos contó; pero no podemos atenderte ahora, vamos atrasados a la función de las seis.
Me sentía tan feliz. Se veían rozagantes envueltos en sus túnicas. ¿Son ellos, de verdad, Ark ark Nauw? "Los vio con sus propios ojos". Tengo otra duda, Ark ark Nauw: durante todo el trayecto no he sabido si tratarlo de tú o de usted. "Tráteme de usted". Pero me siento más en confianza tratándote de tú. "Entonces tráteme de tú". Qué bien, muchas gracias. ¿Puedo hacerte una pregunta, oh, rey? "Bueno". ¿Por qué los relojes en esta ciudad submarina a veces van al revés y a veces van al derecho? "¿Que en su mundo no es así?" No, en mi mundo van siempre al derecho. "¿Qué es ir al derecho?" Ir hacia adelante. "¿Qué es ir hacia adelante?" Es ir hacia adelante en el tiempo. "Ah, veo que es un principiante. Le voy a explicar un pequeño detalle semántico para que nos vayamos entendiendo: en el reino de Bhraq bhraq Wauw llamamos principiantes a las personas que hacen preguntas". ¿Es malo hacer preguntas, me castigarás? "No es malo; sólo que es una actitud de principiante". ¿Qué cosa es ser malo en Bhraq bhraq Wauw, Ark ark Nauw? "Ser malo es no comerse la comida y no lavarse los dientes antes de acostarse. No. Es broma". Comprendí que estaba ante un rey lúdico, no como los grandes patriarcas de Israel, pero no debía confiar en él. Aunque me leyera el pensamiento, no debía confiar en ese tipo de rey. Y efectivamente a los pocos segundos un gesto suyo me lo confirmó. En una curva del pasillo dobló antes que yo y se me perdió de vista entre la multitud. Era un gentío impresionante y encima parecían ir todos atrasados, pues se pasaban a llevar unos con otros; muchos rodaban por el hielo y los más veloces corrían en zig zag, como si calzaran patines. ¡Espera, espera!, pero no había caso. Dónde va, le pregunté a una dama que se veía bien respetable. Ay, no me mire así, joven, dijo bajando la vista, encendida, y se escabulló. Le hice la misma pregunta a un hombre de mediana edad, aunque ya sabía, por lo que me había informado Ark ark Nauw, que por lo menos ese hombre debía tener 148 años y un mes. Me respondió que se dirigía a la gran Asamblea. Le pregunté si lo podía acompañar y me dijo que sí. Me tomó del brazo, como hacen los jubilados, y comenzó entonces una gratificante charla de la que no recuerdo nada, salvo que fue gratificante. Llegamos a la Asamblea cuando amanecía otra vez. Ahora que recuerdo, el hombre dijo sentirse asombrado de que hubiese amanecido dos veces en el lapso de una hora. También me acuerdo de que cuando dijo eso miré el reloj pulsera: el calendario fallaba visiblemente porque marcaba que habían pasado tres días.
Luego de tantos amaneceres me dispuse a dormir una siesta; un ayudante de Ark ark Nauw me llevó a una habitación retirada del mundanal ruido, a instancias del rey. Allí me encontré con un grupo de personas que desarrollaban acciones por separado, rayanas en lo absurdo. Me acerqué al que estaba más cerca de mí y le pregunté qué hacía. Su barba le llegaba al suelo y tropezaba al caminar; le recomendé que se la amarrara con un elástico y le pasé uno que guardaba por casualidad en el bolsillo. “Gracias”. Qué hace usted. “Hago un cuento”. Usted es artista. “Hago cuentos”. En mi tierra los cuentos se escriben. “Aquí se hacen... ¿cómo dijo que era la cosa en su tierra?” Los cuentos se escriben. “Aquí también se escriben, pero primero se hacen”. En mi tierra también generalmente se hacen y luego se escriben. “Entonces hablamos el mismo idioma”. Su diálogo me confundía y por un momento sentí que usaba sofismas para tenderme una trampa de impredecibles resultados. Acababa de afirmar que hacía un cuento, pero en la práctica se estaba disfrazando. “Le digo que estoy haciendo el cuento. ¿No es así en su tierra?”. No, arriba en mi tierra primero sucede algo, luego el escritor se inspira basándose en el recuerdo y luego escribe el cuento, poniendo de su cosecha. “Ahora entiendo. Acá es muy diferente”. Le pedí que me explicara la diferencia. “Bueno”. Pero se quedó mirando un buen rato hacia el bus-carril que pasó a toda velocidad, sin detenerse en el paradero. Luego miró la hora en su reloj pulsera y disipó mi duda con visible malhumor, pero antes me advirtió que yo lo distraía porque el diálogo en que nos estábamos enfrascando no formaba parte del argumento. “Ahora estoy haciendo un cuento sobre una visita secreta que le hago a mi amor imposible”. ¿Cómo se llama el cuento? “Se llama En la mañana me verás, en la tarde me hablarás, en la noche me besarás. Así se llama”. ¿Y cómo hace el cuento?. “Ahora viajaré donde mi amada, son cuatro lunas y tres amaneceres, y me pasearé disfrazado de mendigo ante ella. En la mañana me verá, pero no me reconocerá. Por la tarde entraré donde está comiendo, le regalaré una ranita de juguete y me dará las gracias, sin saber aún que soy yo. Por la noche la llamaré a su balcón y le diré que mire su ranita porque se ha convertido en príncipe, me sacaré el disfraz y entonces al ver la ranita y mirar hacia la calle me reconocerá y bajará a besarme. Luego de que pase todo eso tengo que escribir el cuento”. ¿O sea que usted fabrica primero la acción y después la relata? “Usted lo dijo, yo no he sido”. Pero recién va en la parte del disfraz. “Es que soy un cuentista lento, me cuesta que me salgan las palabras. Además, ¡hace tantas preguntas!”. Creo que entonces me quedé dormido; al incorporarme todavía no terminaba su disfraz. Se veía casi igual e hizo parar un bus-carril sin matrícula que lo llevó a destino incierto. “Adiós, futuro rey, espero entrar en el ránking de los cuentos más leídos en dos semanas más, llevo mucho efectivo”. Antes de doblar, el vehículo ya se había descarrilado: el escritor salió disparado por la ventana y se hizo un chichón al golpearse contra el muro. Entre todos los pasajeros, que eran unos diez, volvieron la máquina al riel y partieron nuevamente, esta vez sí se perdieron tras la curva y ya no los vi nunca más.
Me avisaron que estaba lista mi cama; creí que ya había dormido pero me insistieron que me acostara a disfrutar la siesta. Como ya no tenía sueño se puede decir que me vi afectado de insomnio, de modo que abrí los ojos y contemplé a los demás miembros de la habitación. Me llamó la atención una dama de pelo entrecano y maneras voluptuosas. Le calculé unos 175 años, a vuelo de pájaro. Es atractiva. “Gracias, pero entre usted y yo no puede haber nada”. ¿Por qué? “Somos de mundos diferentes”. Casi me caí de la cama: ¿cómo podía saber que yo no pertenecía a su mundo? "Intuición femenina". ¿A qué se dedica? “Soy pintora”. No la veo que esté pintando. “¿No le han dicho que usted hace muchas preguntas?”. Perdón, estoy tratando de dormir la siesta pero no me da sueño. “Podría haberlo dicho antes. Mire, yo le daré una clase de pintura. Así… así… así… y así. ¿Entendió?”.
La verdad es que no entendía nada. Tuve que explicarle que efectivamente venía de otro mundo y que en mi mundo los pintores tomaban un pincel, lo untaban de color y lo pasaban por una tela, hasta que se iba formando el cuadro. Ella en cambio no paraba de moverse a un lado y otro. “¿Entendió… entendió?”. ¿Por qué se movía tanto? Conseguía que me diera sueño otra vez. “¿Que el escritor no le contó como se hace acá?”. Me contó sobre su oficio, sí. “Bueno, la pintura es igual, primero se crea la realidad y después se pinta”. Pero usted lo único que ha hecho es moverse. “Es que yo formo parte de la nueva escuela abstracta, pero no se le vaya a salir porque me pueden mandar a Siberia”. ¿En Bhraq bhraq Wuaw también existe Siberia? “Sí, es un horno espantoso... ¡lléveme con usted! ¡Llévame lejos! ¡Llévame al fin del mundo!” y se lanzó sobre mí, pero con el vuelo pasó de largo y patinó sobre el hielo.
Un hombre de unos 204 años me agarró del brazo; me advirtió que estaba loca y que no le hiciera caso. "Acá las cosas no son como ella dice, son diferentes". Le pregunté quién era él y por qué hablaba con más juicio; en su compañía me había vuelto a tranquilizar, pero me llamaba la atención que aspirara cada rincón de la sala y hasta el aire de los espacios vacíos con una máquina que terminaba en un embudo invertido. "Soy compositor". ¿De huesos? "Hago mi Sexta Sinfonía". Ah, sonreí. "Usted se quiere pasar de listo, pero por lo que le he escuchado hablar en este rato, en su mundo el arte es una burrada porque nace del entorno. Aquí el arte hace el entorno, de modo que está indisolublemente ligado a la religión. Nuestra religión cree en Wuaw wuaw Wak. Él fue el primer artista. Fue quien creó el reino de Bhraq bhraq Wuaw; a cada momento le rezamos y le damos las gracias por eso". ¡Cómo hablaba! "No se burle. Aquí las burlas del tipo de las suyas se castigan con la pena de muerte. Agradezca que me cayó bien y que estas notas le sirven a mi sinfonía, le dan un aire patético". En efecto, la boca del embudo apuntaba directamente hacia mí y por un instante temí que me tragara.
El reino de Bhraq bhraq Wauw consta de siete subreinos, gobernados por líderes que se hacen llamar príncipes. Durante mi estadía trabé una fructífera relación con Bornj nornj Lornj, primo en segundo grado de Kornj kornj Lornj, quien a su vez mandaba en el subreino de Waugw waugw Grauw. Bornj nornj Lornj era príncipe del subreino de Laurnw laurnw Wraunw. Me preguntó qué tal me había parecido el rey Ark ark Nauw y yo le di las mejores referencias, pero en un momento determinado no le pude ocultar que me pareció algo lúdico, por no decir irresponsable. "Es buen tipo. Ya está aprendiendo". Ante esa respuesta callé: no convenía llevarles la contra a las autoridades en un lugar tan extraño como éste.
Yo le planteaba qué sentido tenía la existencia de los habitantes de Bhraq bhraq Wauw, si nunca se estaba seguro del concepto del tiempo, que es el que mueve todas las vidas hacia un fin determinado. "Se quedó corto". Reflexioné en su breve respuesta; el tiempo no tardó en darle la razón: eran muchas más las cosas diferentes, aunque no sabría explicarlas. De momento noté que ciertas mujeres, o me pareció así, digo que ciertas mujeres que vi pegadas al hielo aparecieron más tarde vestidas con túnica de hombre en la gran Asamblea. ¿Serán las mismas, Bornj nornj Lornj? "Ahí tiene usted". En cuanto a las piernas de las gentes, eran sin excepción de pantorrilla gorda, a pesar de que había personas delgadas, bajitas y hasta de complexión anoréxica. Los montes tan altos ocultaban el cielo; costaba ver el sol. En dos ocasiones el sol descendió por una ladera, como rueda de bicicleta. Iba quemando todo a su paso. Uno de los príncipes envió un destacamento y de lejos se veía a los soldados amarrándolo entre todos a una cuerda y tirándolo de nuevo hacia la cima, para dejarlo caer hacia el otro lado, conocido por todos como "el lado oscuro de los montes". He allí una de las grandes paradojas de Bhraq bhraq Wauw: el lado oscuro resulta ser el lado más iluminado, pues el sol se esconde detrás de los montes y una suposición lógica indicaría que aquel sector desconocido para los habitantes del reino se halla completamente iluminado a partir del momento en que el sol se esconde, y no al revés. Pero esos son detalles que se pueden graficar. Las diferencias a que aludo son incorpóreas, aunque hay algo en la mente que hace que uno las presienta. Esto es tan difícil de explicar que para hacerlo sólo se me ha venido a la cabeza un asunto que descubrí por entera casualidad. Conversando en los pasillos con la gente reparé en que al menos el noventa por ciento hablaba, fuera de su lengua materna, un inglés con acento británico. Comprobado el hecho de que allí no existían institutos para ninguna clase de idiomas y de que tampoco se sabía del beneficio de cierto tipo de becas o de cursos por correspondencia llegué a la conclusión de que algo desconocido para los hombres que habitan la superficie de nuestro planeta Tierra hacía a los seres de este reino hablar así. Dentro de las posibilidades figuraban la instalación de dispositivos dentro del cuerpo, el aprendizaje subconsciente y generalizado, venido de labios de un mismo maestro, en las horas de sueño; una suerte de mecanismo genético aplicable a la raza, en fin, la impresión en el oyente de que las cosas eran como uno creía. Esta última hipótesis se vio reforzada cuando al abrir los libros reverenciales detecté que la situación no siempre fue así. En el video que acompañaba a las actas de la semana anterior el acento que se desprendía de las palabras pronunciadas en inglés era australiano, y en la antepenúltima semana los testimonios de los vecinos se entregaban en un francés muy bien pronunciado, al estilo del que se habla en Lyon. De modo que las diferencias eran incorpóreas, como ya lo enuncié.
En la gran Asamblea usaba la palabra Ark ark Nauw: ¡allí estaba otra vez!, lo vi desde afuera, aunque la túnica que vestía resultaba un tanto pretenciosa, atendido el tenor de su discurso. En la sala no cabía un alfiler. Al ruido del pito hubieron de levantarse andamios sobre los cuales se iba colocando un piso de madera entablonada. Desgraciadamente el peso de la improvisada edificación hundió las bases en el hielo y fue bajando los pilares hasta que éstos se encontraron con la roca sólida. Consecuencia del accidente fue que aquellos ubicados en el primer nivel, los que llegaron de los primeros, injusto castigo, tuvieron que escuchar a Ark ark Nauw flotando en las aguas, como si estuviesen disputando un partido de waterpolo. Debido a mi desconocimiento de las costumbres del reino, no a mi impuntualidad, accedí con bastante suerte al tercer nivel, pero muy detrás entre el gentío, de modo que parte de mi testimonio se basa en suposiciones. La gente escuchaba con extrema atención sus palabras y cada vez que Ark ark Nauw bajaba la voz, sonaba el pito y la Asamblea estallaba en un aplauso matemático. "Qué dice, qué dice", comentaban unos con otros. "Está diciendo que uno de los presentes en la gran Asamblea no es del reino", me llegó finalmente la frase al oído, que me estremeció. La fiebre aumentaba y por momentos los zumbidos se tornaban insoportables. Mi cabeza parecía una nuez partiéndose con el martillo. Las articulaciones hacían acto de presencia sin motivo, desde los hombros hasta las últimas falanges. Una lija recubierta de brasas me raspaba la garganta. Bornj nornj Lornj se acercó con una píldora blanca en la palma de la mano. "Tómese una aspirina". Tras ingerirla el dolor pasó en el acto, como la vez anterior. El príncipe me leía el pensamiento, qué duda cabe. La gente volvía a sus casas en camiones estacionados en calles que nacían a los costados del pasillo central. Los caminos eran angostos laberintos. Se trataba de un sistema primitivo de transporte, evidenciado en tres detalles: no existían escaleras para que la gente se apeara de los acoplados ni barandas para afirmarse. Del mismo modo, los neumáticos resultaban inoperantes a la hora de desplazarse en el hielo para subir la pendiente y así, a menudo se veía descender a los camiones marcha atrás a toda máquina hasta chocar contra las paredes. No existía otra forma de transporte pues el ancho de las calles -con la excepción del pasillo central, reservado únicamente para el tránsito de personas- no permitía el uso de automóviles. Los camiones que lograban llegar al paradero lo hacían casi siempre a destinos cambiados, debido a lo intrincado de los laberintos, que por lo demás no disponían de una buena señalética. La gente entonces se veía obligada a pernoctar en casas ajenas. Esta circunstancia tan nimia que relato con detalle explica el frágil valor que en el reino de Bhraq bhraq Wauw tiene el concepto de la propiedad privada. Las casas, todas equipadas con calefacción central, disponen sin embargo de insignificantes elementos, algo más que un refrigerador, que de poco sirve, y un par de camas. La gente hace sus necesidades a toda vista en la primera pieza, en el rincón de la derecha, en un hoyo abierto en el hielo. El príncipe Bornj nornj Lornj, quien resultó ser el más humano de los príncipes, exceptuando al rey, me convidó a alojar en su palacio. Era una casa como todas. Allí vi desplazarse a dos gatos vistiendo elegantes túnicas. Fíjese Bornj nornj Lornj que es la primera vez que veo animales en el reino de Bhraq bhraq Wauw, le comenté. "Sh... eso no se dice por ningún motivo". Me enseñó la cama y me ofreció a su esposa, pero rehusé, pues se trataba de una dama entrada en años. ¿Cuántos años tiene? "Tengo 245, pero represento 212". ¿Aquí no existen los cirujanos plásticos? "¿Que no me encuentra bonita?" Reproduzco este diálogo al pie de la letra para graficar la esencia de la sicología femenina, que es similar a la de este género en la tierra. Bornj nornj Lornj miraba la escena desde afuera. Se había asomado a la ventana y de no habérseme informado con anterioridad de que en Bhraq bhraq Wauw los hijos no eran procreados mediante la triquiñuela de la satisfacción sexual, juraría que se estaba masturbando.
Me hicieron pasar a la pieza de alojados y con suma delicadeza Bornj nornj Lornj me convidó un par de frazadas extras, pero el calor era insoportable y no las necesité. Cuando desperté me di cuenta de que había dormido como un lirón. Cualquiera habría dicho "cuando me desperté a la mañana siguiente". Yo debo declarar con toda certeza que no me desperté a la mañana siguiente sino al menos tres decenas de años antes. Lo afirmo porque al mirarme al espejo constaté que era poco más que un bebé. Cuando la esposa de Bornj nornj Lornj me llevó el desayuno corrió a darle la noticia a su marido. Éste volvió con la corona en sus manos y dijo: "Bienvenido. Ark ark Nauw me encarga avisarle que ahora que cumplió cien años usted es el rey". Ya me sentía uno de ellos y mi primera orden fue que se me llevara al corazón del reino, a su recinto más sagrado, en el entendido de que intuia que no se trataba de la gran Asamblea sino de algo trascendental. "Aprende rápido". Sí, le respondí, orgulloso.
Me llevó a una sala donde me esperaban todos los patriarcas. Ark ark Nauw se acercó a saludarme y le corrieron las lágrimas, estaba emocionado de verdad. "¡Hermano!". Nos abrazamos y me presentó a los siete príncipes. Cuando saludé a Bornj nornj Lornj me hice el leso, en un gesto de cobardía y timidez que hasta hoy no me explico. Él me saludó como a un viejo conocido. "Se puso colorado como un tomate". Hace menos calor hoy. "No me cambie el tema". ¡Pero si lo digo de verdad! "Y qué me importa". Era la primera señal de agresividad que detectaba en el reino, justo ahora que yo era el líder. Tuve que reconocerle que sí y entonces se quedó tranquilo. Ark ark Nauw no pareció darse cuenta del problema de fondo que ocultaba dicho diálogo y tomó la palabra. "Mire". En el centro de la sala había una extraña máquina. Le pregunté de qué se trataba. "Ésta es la máquina que hace la última máquina". No entiendo, Ark ark Nauw, ¿quisiera explicármelo con más detalle, ahora que yo soy el rey? "Nunca se preguntó como se hacía la última máquina porque no le gustaba ir al fondo ni menos pensar obviedades. Pues se hacía con esta máquina y ahora que ya lo supo le está llegando su hora". Explíquese mejor, si tiene la bondad. "Mire, le voy a dar un ejemplo. Un libro se hace con una máquina para hacer libros. Pero usted nunca se preguntó de dónde salía la máquina para hacer libros. Pues bien, salía de una máquina para hacer máquinas que hacen libros. Las máquinas que hacen máquinas para hacer libros salen de una máquina y así sucesivamente. Ésta que ve es la última máquina, o la primera máquina, si lo quiere mirar desde el otro punto de vista. O sea, ésta es la máquina que permite el funcionamiento de todas las demás". ¿Pero cómo surgió esta maravilla, Ark ark Nauw? "Fue hecha a mano, pieza por pieza". ¿Pero con qué máquina se fabricó cada pieza? "Todo se hizo a mano". Pero se ve mohosa. "Es que ya no se usa". Entonces quiere decir que en este reino todo está estancado. "Usted lo ha dicho, mas no lo dije yo".
Sentí un pánico infernal al escuchar la última frase. ¿Me puedo ir? "Usted tiene la palabra, nosotros obedecemos". Quiero volver al zodiac, amado Ark ark Nauw. "Qué se cree". No se enoje. "Es que me ofende". Por qué. "Váyase ahora mismo".
Subí las escalinatas de hielo mientras el reino entero me despedía con pañuelos blancos que salían de los bolsillos de las túnicas. ¡Adiós, amigos! "Adiós". ¡Adiós, Ark ark Nauw! "Adiós, buen hombre". ¡Adiós, Bornj nornj Lornj! "Adiós". Adiós, papá y mamá. "Adiós, hijo, vuelve pronto". Mientras subía los ochocientos o novecientos escalones el océano revuelto iba cubriendo los de más abajo. El agua me llegaba a los talones y al arribar a la superficie me cubrió por completo y sólo alcanzó a emerger una de mis manos sobre el hielo. Sentí unos picotazos y luego unos brazos humanos me subieron al zodiac.
"¡Vaya qué milagro!" "Hace como media hora que te andábamos buscando". "¡De la que te salvaste!".
Eran Joe Francis, Dean Harrison y Werner Stutz, tres oceanógrafos de prestigio mundial que viajaban conmigo en la expedición: me acababan de salvar la vida.
Habíamos bajado a tierra firme cuando la expedición se topó de pronto con una laguna, que no pudo ser confirmada por imágenes satelitales, pero que en modo alguno sorprendió a los científicos de la nave, quienes vienen alertando junto a sus pares sobre el peligro del calentamiento global.
Mientras tomaban muestras en la orilla me subí al zodiac y eché a andar el motor. ¿Qué buscaba?, no lo sé. Tal vez, desaparecer de una vez por todas, hastiado de una vida que, era mi sentimiento de esa tarde, no me había regalado lo que merecía. De modo que me interné en la laguna y navegué varias horas, ya que se trataba de una laguna inmensa, de una superficie tres o cuatro veces mayor que la del lago Llanquihue.
El trayecto tuvo su momento clave cuando surgió un abismo en medio de las aguas, de aproximadamente 30 metros de ancho por cuarenta de largo. En ese punto la laguna estaba congelada, luego entendí que artificialmente. Bajé del zodiac y caminé hacia el precipicio. Ante mi vista se abría una escalera de hielo en forma de remolino. Descendí con todo cuidado, pues carecía de barandas. De acuerdo con mi reloj pulsera llegué a la base exactamente 47 minutos después.
Me recibió un hombre muy delgado. Vestía con extrema humildad. Al presentarse me dijo que la semana pasada había cumplido 148 años. "Yo soy Ark ark Nauw, el rey". Me disponía a arrodillarme, pero me tendió la mano. "No lo merezco; para eso están los sabios". Dijo entonces que en la ciudad submarina de Bhraq bhraq Wauw -con ese nombre había sido bautizada hace 243 mil años- el rey era el menor de los seres vivos, por no decir el menos sensato. Con la excepción de un extraño mareo que me invadió apenas toqué el piso, yo me encontraba muy a gusto y no sentía hambre, a pesar del tiempo transcurrido desde que emprendí la aventura. Ark ark Nauw pareció comprender mi pequeño drama, porque antes de iniciar el recorrido por la ciudad me entregó una píldora para el mareo y un vaso de agua. "¿Tiene hambre?". No, le dije. "O sea, estamos bien". Apenas me tomé la píldora se me pasó el mareo, fue inconcebible. En tierra firme, cualquier píldora demora varios minutos en hacer su efecto, pero aquí éste fue instantáneo. Eso me llevó a pensar en dos posibilidades: que Ark ark Nauw me había administrado un placebo o que me hallaba en la antesala de un lugar mágico, desconocido por la ciencia y capaz de abrir grandes perspectivas al mundo que hasta entonces habitó el humano.
El piso era de hielo brillante pintado en cuadros verdes y amarillos y contrastaba naturalmente -sin rebuscamientos de diseño- con la opacidad de la escalera y de los muros, también de hielo, pero sin pintar. La gente se paseaba por los amplios pasillos con túnicas transparentes; el calor en ciertos trechos se hacía insoportable, a pesar de que el brillo del sol era de los más tenues que alguna vez contemplé. El ancho de los pasillos se aproximaba al de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. Le dije entonces que los demás miembros de la expedición se encontraban tomando muestras arriba, en la orilla de la laguna, y le pregunté si eso era peligroso. "Sí, lo sabemos". Miré entonces la hora y descubrí que los punteros del reloj habían retrocedido unos 25 minutos, pero no me preocupé mayormente; antes bien me alegré: así dispondría de más tiempo para recorrer la ciudad. "Lo llevaremos al salón central de la gran Asamblea. Allí conocerá la verdad". Cualquier otro se habría angustiado ante este cuadro delirante, mas yo me sentía feliz. Ninguna pesadilla vivida en mi vida anterior se parecía a ésta; lo malo de las pesadillas no son los ambientes, sino las sensaciones que se experimentan en los ambientes. Anoche, por ejemplo, soñaba en el barco que un ejemplar de jabalí-ternero pugnaba por entrar a mi casa para darme coces y yo apenas podía sujetar las puertas, que presentaban graves fallas, rendijas absurdas. Pues bien, allí la ansiedad se mezclaba con una especie de miedo al futuro: sabía que de un momento a otro el jabalí-ternero vencería mis fuerzas y entraría, mas no estaba seguro de qué daño me podría hacer entonces. Aquí, en cambio, la sensación que rodeaba todos mis actos y los de los demás era la sensación de la maravilla ante la serenidad, y eso no podía ser malo.
"Ya falta poco". Pero veía a la misma gente pasearse, como si fuésemos caminando al revés. ¿Cree usted, Ark ark Nauw, que realmente falte poco? A mí se me hace que ya va a amanecer. "Ya falta muy poco". El sol bajó hasta perderse entre la bruma de las montañas y entonces amaneció. "Tenía razón, amaneció. Hace como 14 días que no amanecía. Es buena señal. Ya falta muy poco". Efectivamente había amanecido. En ciertas esquinas de los pasillos la gente hacía ejercicios para entrar en calor. Un hombre tocaba un pito y cientos de mujeres en fila intentaban la posición invertida contra el muro de hielo. Las que tenían éxito quedaban pegadas al muro con sus pies pelados; las que iban a dar al suelo se deshacían y eran barridas por una máquina, luego depositadas en un embudo al centro del pasillo. Unos 30 metros más adelante surgían de un pozo y el hombre del pito les exigía que se ubicaran contra el muro e intentaran el ejercicio una vez más, hasta que finalmente todas quedaron pegadas. "Clap clap clap". ¿Por qué aplaudes tan efusivamente, Ark ark Nauw? "Lo han hecho, por fin. Ahora les queda muy poca vida".
Entonces pasaron mis padres. ¿Hijo, tú aquí? No sabíamos, nadie nos contó; pero no podemos atenderte ahora, vamos atrasados a la función de las seis.
Me sentía tan feliz. Se veían rozagantes envueltos en sus túnicas. ¿Son ellos, de verdad, Ark ark Nauw? "Los vio con sus propios ojos". Tengo otra duda, Ark ark Nauw: durante todo el trayecto no he sabido si tratarlo de tú o de usted. "Tráteme de usted". Pero me siento más en confianza tratándote de tú. "Entonces tráteme de tú". Qué bien, muchas gracias. ¿Puedo hacerte una pregunta, oh, rey? "Bueno". ¿Por qué los relojes en esta ciudad submarina a veces van al revés y a veces van al derecho? "¿Que en su mundo no es así?" No, en mi mundo van siempre al derecho. "¿Qué es ir al derecho?" Ir hacia adelante. "¿Qué es ir hacia adelante?" Es ir hacia adelante en el tiempo. "Ah, veo que es un principiante. Le voy a explicar un pequeño detalle semántico para que nos vayamos entendiendo: en el reino de Bhraq bhraq Wauw llamamos principiantes a las personas que hacen preguntas". ¿Es malo hacer preguntas, me castigarás? "No es malo; sólo que es una actitud de principiante". ¿Qué cosa es ser malo en Bhraq bhraq Wauw, Ark ark Nauw? "Ser malo es no comerse la comida y no lavarse los dientes antes de acostarse. No. Es broma". Comprendí que estaba ante un rey lúdico, no como los grandes patriarcas de Israel, pero no debía confiar en él. Aunque me leyera el pensamiento, no debía confiar en ese tipo de rey. Y efectivamente a los pocos segundos un gesto suyo me lo confirmó. En una curva del pasillo dobló antes que yo y se me perdió de vista entre la multitud. Era un gentío impresionante y encima parecían ir todos atrasados, pues se pasaban a llevar unos con otros; muchos rodaban por el hielo y los más veloces corrían en zig zag, como si calzaran patines. ¡Espera, espera!, pero no había caso. Dónde va, le pregunté a una dama que se veía bien respetable. Ay, no me mire así, joven, dijo bajando la vista, encendida, y se escabulló. Le hice la misma pregunta a un hombre de mediana edad, aunque ya sabía, por lo que me había informado Ark ark Nauw, que por lo menos ese hombre debía tener 148 años y un mes. Me respondió que se dirigía a la gran Asamblea. Le pregunté si lo podía acompañar y me dijo que sí. Me tomó del brazo, como hacen los jubilados, y comenzó entonces una gratificante charla de la que no recuerdo nada, salvo que fue gratificante. Llegamos a la Asamblea cuando amanecía otra vez. Ahora que recuerdo, el hombre dijo sentirse asombrado de que hubiese amanecido dos veces en el lapso de una hora. También me acuerdo de que cuando dijo eso miré el reloj pulsera: el calendario fallaba visiblemente porque marcaba que habían pasado tres días.
Luego de tantos amaneceres me dispuse a dormir una siesta; un ayudante de Ark ark Nauw me llevó a una habitación retirada del mundanal ruido, a instancias del rey. Allí me encontré con un grupo de personas que desarrollaban acciones por separado, rayanas en lo absurdo. Me acerqué al que estaba más cerca de mí y le pregunté qué hacía. Su barba le llegaba al suelo y tropezaba al caminar; le recomendé que se la amarrara con un elástico y le pasé uno que guardaba por casualidad en el bolsillo. “Gracias”. Qué hace usted. “Hago un cuento”. Usted es artista. “Hago cuentos”. En mi tierra los cuentos se escriben. “Aquí se hacen... ¿cómo dijo que era la cosa en su tierra?” Los cuentos se escriben. “Aquí también se escriben, pero primero se hacen”. En mi tierra también generalmente se hacen y luego se escriben. “Entonces hablamos el mismo idioma”. Su diálogo me confundía y por un momento sentí que usaba sofismas para tenderme una trampa de impredecibles resultados. Acababa de afirmar que hacía un cuento, pero en la práctica se estaba disfrazando. “Le digo que estoy haciendo el cuento. ¿No es así en su tierra?”. No, arriba en mi tierra primero sucede algo, luego el escritor se inspira basándose en el recuerdo y luego escribe el cuento, poniendo de su cosecha. “Ahora entiendo. Acá es muy diferente”. Le pedí que me explicara la diferencia. “Bueno”. Pero se quedó mirando un buen rato hacia el bus-carril que pasó a toda velocidad, sin detenerse en el paradero. Luego miró la hora en su reloj pulsera y disipó mi duda con visible malhumor, pero antes me advirtió que yo lo distraía porque el diálogo en que nos estábamos enfrascando no formaba parte del argumento. “Ahora estoy haciendo un cuento sobre una visita secreta que le hago a mi amor imposible”. ¿Cómo se llama el cuento? “Se llama En la mañana me verás, en la tarde me hablarás, en la noche me besarás. Así se llama”. ¿Y cómo hace el cuento?. “Ahora viajaré donde mi amada, son cuatro lunas y tres amaneceres, y me pasearé disfrazado de mendigo ante ella. En la mañana me verá, pero no me reconocerá. Por la tarde entraré donde está comiendo, le regalaré una ranita de juguete y me dará las gracias, sin saber aún que soy yo. Por la noche la llamaré a su balcón y le diré que mire su ranita porque se ha convertido en príncipe, me sacaré el disfraz y entonces al ver la ranita y mirar hacia la calle me reconocerá y bajará a besarme. Luego de que pase todo eso tengo que escribir el cuento”. ¿O sea que usted fabrica primero la acción y después la relata? “Usted lo dijo, yo no he sido”. Pero recién va en la parte del disfraz. “Es que soy un cuentista lento, me cuesta que me salgan las palabras. Además, ¡hace tantas preguntas!”. Creo que entonces me quedé dormido; al incorporarme todavía no terminaba su disfraz. Se veía casi igual e hizo parar un bus-carril sin matrícula que lo llevó a destino incierto. “Adiós, futuro rey, espero entrar en el ránking de los cuentos más leídos en dos semanas más, llevo mucho efectivo”. Antes de doblar, el vehículo ya se había descarrilado: el escritor salió disparado por la ventana y se hizo un chichón al golpearse contra el muro. Entre todos los pasajeros, que eran unos diez, volvieron la máquina al riel y partieron nuevamente, esta vez sí se perdieron tras la curva y ya no los vi nunca más.
Me avisaron que estaba lista mi cama; creí que ya había dormido pero me insistieron que me acostara a disfrutar la siesta. Como ya no tenía sueño se puede decir que me vi afectado de insomnio, de modo que abrí los ojos y contemplé a los demás miembros de la habitación. Me llamó la atención una dama de pelo entrecano y maneras voluptuosas. Le calculé unos 175 años, a vuelo de pájaro. Es atractiva. “Gracias, pero entre usted y yo no puede haber nada”. ¿Por qué? “Somos de mundos diferentes”. Casi me caí de la cama: ¿cómo podía saber que yo no pertenecía a su mundo? "Intuición femenina". ¿A qué se dedica? “Soy pintora”. No la veo que esté pintando. “¿No le han dicho que usted hace muchas preguntas?”. Perdón, estoy tratando de dormir la siesta pero no me da sueño. “Podría haberlo dicho antes. Mire, yo le daré una clase de pintura. Así… así… así… y así. ¿Entendió?”.
La verdad es que no entendía nada. Tuve que explicarle que efectivamente venía de otro mundo y que en mi mundo los pintores tomaban un pincel, lo untaban de color y lo pasaban por una tela, hasta que se iba formando el cuadro. Ella en cambio no paraba de moverse a un lado y otro. “¿Entendió… entendió?”. ¿Por qué se movía tanto? Conseguía que me diera sueño otra vez. “¿Que el escritor no le contó como se hace acá?”. Me contó sobre su oficio, sí. “Bueno, la pintura es igual, primero se crea la realidad y después se pinta”. Pero usted lo único que ha hecho es moverse. “Es que yo formo parte de la nueva escuela abstracta, pero no se le vaya a salir porque me pueden mandar a Siberia”. ¿En Bhraq bhraq Wuaw también existe Siberia? “Sí, es un horno espantoso... ¡lléveme con usted! ¡Llévame lejos! ¡Llévame al fin del mundo!” y se lanzó sobre mí, pero con el vuelo pasó de largo y patinó sobre el hielo.
Un hombre de unos 204 años me agarró del brazo; me advirtió que estaba loca y que no le hiciera caso. "Acá las cosas no son como ella dice, son diferentes". Le pregunté quién era él y por qué hablaba con más juicio; en su compañía me había vuelto a tranquilizar, pero me llamaba la atención que aspirara cada rincón de la sala y hasta el aire de los espacios vacíos con una máquina que terminaba en un embudo invertido. "Soy compositor". ¿De huesos? "Hago mi Sexta Sinfonía". Ah, sonreí. "Usted se quiere pasar de listo, pero por lo que le he escuchado hablar en este rato, en su mundo el arte es una burrada porque nace del entorno. Aquí el arte hace el entorno, de modo que está indisolublemente ligado a la religión. Nuestra religión cree en Wuaw wuaw Wak. Él fue el primer artista. Fue quien creó el reino de Bhraq bhraq Wuaw; a cada momento le rezamos y le damos las gracias por eso". ¡Cómo hablaba! "No se burle. Aquí las burlas del tipo de las suyas se castigan con la pena de muerte. Agradezca que me cayó bien y que estas notas le sirven a mi sinfonía, le dan un aire patético". En efecto, la boca del embudo apuntaba directamente hacia mí y por un instante temí que me tragara.
El reino de Bhraq bhraq Wauw consta de siete subreinos, gobernados por líderes que se hacen llamar príncipes. Durante mi estadía trabé una fructífera relación con Bornj nornj Lornj, primo en segundo grado de Kornj kornj Lornj, quien a su vez mandaba en el subreino de Waugw waugw Grauw. Bornj nornj Lornj era príncipe del subreino de Laurnw laurnw Wraunw. Me preguntó qué tal me había parecido el rey Ark ark Nauw y yo le di las mejores referencias, pero en un momento determinado no le pude ocultar que me pareció algo lúdico, por no decir irresponsable. "Es buen tipo. Ya está aprendiendo". Ante esa respuesta callé: no convenía llevarles la contra a las autoridades en un lugar tan extraño como éste.
Yo le planteaba qué sentido tenía la existencia de los habitantes de Bhraq bhraq Wauw, si nunca se estaba seguro del concepto del tiempo, que es el que mueve todas las vidas hacia un fin determinado. "Se quedó corto". Reflexioné en su breve respuesta; el tiempo no tardó en darle la razón: eran muchas más las cosas diferentes, aunque no sabría explicarlas. De momento noté que ciertas mujeres, o me pareció así, digo que ciertas mujeres que vi pegadas al hielo aparecieron más tarde vestidas con túnica de hombre en la gran Asamblea. ¿Serán las mismas, Bornj nornj Lornj? "Ahí tiene usted". En cuanto a las piernas de las gentes, eran sin excepción de pantorrilla gorda, a pesar de que había personas delgadas, bajitas y hasta de complexión anoréxica. Los montes tan altos ocultaban el cielo; costaba ver el sol. En dos ocasiones el sol descendió por una ladera, como rueda de bicicleta. Iba quemando todo a su paso. Uno de los príncipes envió un destacamento y de lejos se veía a los soldados amarrándolo entre todos a una cuerda y tirándolo de nuevo hacia la cima, para dejarlo caer hacia el otro lado, conocido por todos como "el lado oscuro de los montes". He allí una de las grandes paradojas de Bhraq bhraq Wauw: el lado oscuro resulta ser el lado más iluminado, pues el sol se esconde detrás de los montes y una suposición lógica indicaría que aquel sector desconocido para los habitantes del reino se halla completamente iluminado a partir del momento en que el sol se esconde, y no al revés. Pero esos son detalles que se pueden graficar. Las diferencias a que aludo son incorpóreas, aunque hay algo en la mente que hace que uno las presienta. Esto es tan difícil de explicar que para hacerlo sólo se me ha venido a la cabeza un asunto que descubrí por entera casualidad. Conversando en los pasillos con la gente reparé en que al menos el noventa por ciento hablaba, fuera de su lengua materna, un inglés con acento británico. Comprobado el hecho de que allí no existían institutos para ninguna clase de idiomas y de que tampoco se sabía del beneficio de cierto tipo de becas o de cursos por correspondencia llegué a la conclusión de que algo desconocido para los hombres que habitan la superficie de nuestro planeta Tierra hacía a los seres de este reino hablar así. Dentro de las posibilidades figuraban la instalación de dispositivos dentro del cuerpo, el aprendizaje subconsciente y generalizado, venido de labios de un mismo maestro, en las horas de sueño; una suerte de mecanismo genético aplicable a la raza, en fin, la impresión en el oyente de que las cosas eran como uno creía. Esta última hipótesis se vio reforzada cuando al abrir los libros reverenciales detecté que la situación no siempre fue así. En el video que acompañaba a las actas de la semana anterior el acento que se desprendía de las palabras pronunciadas en inglés era australiano, y en la antepenúltima semana los testimonios de los vecinos se entregaban en un francés muy bien pronunciado, al estilo del que se habla en Lyon. De modo que las diferencias eran incorpóreas, como ya lo enuncié.
En la gran Asamblea usaba la palabra Ark ark Nauw: ¡allí estaba otra vez!, lo vi desde afuera, aunque la túnica que vestía resultaba un tanto pretenciosa, atendido el tenor de su discurso. En la sala no cabía un alfiler. Al ruido del pito hubieron de levantarse andamios sobre los cuales se iba colocando un piso de madera entablonada. Desgraciadamente el peso de la improvisada edificación hundió las bases en el hielo y fue bajando los pilares hasta que éstos se encontraron con la roca sólida. Consecuencia del accidente fue que aquellos ubicados en el primer nivel, los que llegaron de los primeros, injusto castigo, tuvieron que escuchar a Ark ark Nauw flotando en las aguas, como si estuviesen disputando un partido de waterpolo. Debido a mi desconocimiento de las costumbres del reino, no a mi impuntualidad, accedí con bastante suerte al tercer nivel, pero muy detrás entre el gentío, de modo que parte de mi testimonio se basa en suposiciones. La gente escuchaba con extrema atención sus palabras y cada vez que Ark ark Nauw bajaba la voz, sonaba el pito y la Asamblea estallaba en un aplauso matemático. "Qué dice, qué dice", comentaban unos con otros. "Está diciendo que uno de los presentes en la gran Asamblea no es del reino", me llegó finalmente la frase al oído, que me estremeció. La fiebre aumentaba y por momentos los zumbidos se tornaban insoportables. Mi cabeza parecía una nuez partiéndose con el martillo. Las articulaciones hacían acto de presencia sin motivo, desde los hombros hasta las últimas falanges. Una lija recubierta de brasas me raspaba la garganta. Bornj nornj Lornj se acercó con una píldora blanca en la palma de la mano. "Tómese una aspirina". Tras ingerirla el dolor pasó en el acto, como la vez anterior. El príncipe me leía el pensamiento, qué duda cabe. La gente volvía a sus casas en camiones estacionados en calles que nacían a los costados del pasillo central. Los caminos eran angostos laberintos. Se trataba de un sistema primitivo de transporte, evidenciado en tres detalles: no existían escaleras para que la gente se apeara de los acoplados ni barandas para afirmarse. Del mismo modo, los neumáticos resultaban inoperantes a la hora de desplazarse en el hielo para subir la pendiente y así, a menudo se veía descender a los camiones marcha atrás a toda máquina hasta chocar contra las paredes. No existía otra forma de transporte pues el ancho de las calles -con la excepción del pasillo central, reservado únicamente para el tránsito de personas- no permitía el uso de automóviles. Los camiones que lograban llegar al paradero lo hacían casi siempre a destinos cambiados, debido a lo intrincado de los laberintos, que por lo demás no disponían de una buena señalética. La gente entonces se veía obligada a pernoctar en casas ajenas. Esta circunstancia tan nimia que relato con detalle explica el frágil valor que en el reino de Bhraq bhraq Wauw tiene el concepto de la propiedad privada. Las casas, todas equipadas con calefacción central, disponen sin embargo de insignificantes elementos, algo más que un refrigerador, que de poco sirve, y un par de camas. La gente hace sus necesidades a toda vista en la primera pieza, en el rincón de la derecha, en un hoyo abierto en el hielo. El príncipe Bornj nornj Lornj, quien resultó ser el más humano de los príncipes, exceptuando al rey, me convidó a alojar en su palacio. Era una casa como todas. Allí vi desplazarse a dos gatos vistiendo elegantes túnicas. Fíjese Bornj nornj Lornj que es la primera vez que veo animales en el reino de Bhraq bhraq Wauw, le comenté. "Sh... eso no se dice por ningún motivo". Me enseñó la cama y me ofreció a su esposa, pero rehusé, pues se trataba de una dama entrada en años. ¿Cuántos años tiene? "Tengo 245, pero represento 212". ¿Aquí no existen los cirujanos plásticos? "¿Que no me encuentra bonita?" Reproduzco este diálogo al pie de la letra para graficar la esencia de la sicología femenina, que es similar a la de este género en la tierra. Bornj nornj Lornj miraba la escena desde afuera. Se había asomado a la ventana y de no habérseme informado con anterioridad de que en Bhraq bhraq Wauw los hijos no eran procreados mediante la triquiñuela de la satisfacción sexual, juraría que se estaba masturbando.
Me hicieron pasar a la pieza de alojados y con suma delicadeza Bornj nornj Lornj me convidó un par de frazadas extras, pero el calor era insoportable y no las necesité. Cuando desperté me di cuenta de que había dormido como un lirón. Cualquiera habría dicho "cuando me desperté a la mañana siguiente". Yo debo declarar con toda certeza que no me desperté a la mañana siguiente sino al menos tres decenas de años antes. Lo afirmo porque al mirarme al espejo constaté que era poco más que un bebé. Cuando la esposa de Bornj nornj Lornj me llevó el desayuno corrió a darle la noticia a su marido. Éste volvió con la corona en sus manos y dijo: "Bienvenido. Ark ark Nauw me encarga avisarle que ahora que cumplió cien años usted es el rey". Ya me sentía uno de ellos y mi primera orden fue que se me llevara al corazón del reino, a su recinto más sagrado, en el entendido de que intuia que no se trataba de la gran Asamblea sino de algo trascendental. "Aprende rápido". Sí, le respondí, orgulloso.
Me llevó a una sala donde me esperaban todos los patriarcas. Ark ark Nauw se acercó a saludarme y le corrieron las lágrimas, estaba emocionado de verdad. "¡Hermano!". Nos abrazamos y me presentó a los siete príncipes. Cuando saludé a Bornj nornj Lornj me hice el leso, en un gesto de cobardía y timidez que hasta hoy no me explico. Él me saludó como a un viejo conocido. "Se puso colorado como un tomate". Hace menos calor hoy. "No me cambie el tema". ¡Pero si lo digo de verdad! "Y qué me importa". Era la primera señal de agresividad que detectaba en el reino, justo ahora que yo era el líder. Tuve que reconocerle que sí y entonces se quedó tranquilo. Ark ark Nauw no pareció darse cuenta del problema de fondo que ocultaba dicho diálogo y tomó la palabra. "Mire". En el centro de la sala había una extraña máquina. Le pregunté de qué se trataba. "Ésta es la máquina que hace la última máquina". No entiendo, Ark ark Nauw, ¿quisiera explicármelo con más detalle, ahora que yo soy el rey? "Nunca se preguntó como se hacía la última máquina porque no le gustaba ir al fondo ni menos pensar obviedades. Pues se hacía con esta máquina y ahora que ya lo supo le está llegando su hora". Explíquese mejor, si tiene la bondad. "Mire, le voy a dar un ejemplo. Un libro se hace con una máquina para hacer libros. Pero usted nunca se preguntó de dónde salía la máquina para hacer libros. Pues bien, salía de una máquina para hacer máquinas que hacen libros. Las máquinas que hacen máquinas para hacer libros salen de una máquina y así sucesivamente. Ésta que ve es la última máquina, o la primera máquina, si lo quiere mirar desde el otro punto de vista. O sea, ésta es la máquina que permite el funcionamiento de todas las demás". ¿Pero cómo surgió esta maravilla, Ark ark Nauw? "Fue hecha a mano, pieza por pieza". ¿Pero con qué máquina se fabricó cada pieza? "Todo se hizo a mano". Pero se ve mohosa. "Es que ya no se usa". Entonces quiere decir que en este reino todo está estancado. "Usted lo ha dicho, mas no lo dije yo".
Sentí un pánico infernal al escuchar la última frase. ¿Me puedo ir? "Usted tiene la palabra, nosotros obedecemos". Quiero volver al zodiac, amado Ark ark Nauw. "Qué se cree". No se enoje. "Es que me ofende". Por qué. "Váyase ahora mismo".
Subí las escalinatas de hielo mientras el reino entero me despedía con pañuelos blancos que salían de los bolsillos de las túnicas. ¡Adiós, amigos! "Adiós". ¡Adiós, Ark ark Nauw! "Adiós, buen hombre". ¡Adiós, Bornj nornj Lornj! "Adiós". Adiós, papá y mamá. "Adiós, hijo, vuelve pronto". Mientras subía los ochocientos o novecientos escalones el océano revuelto iba cubriendo los de más abajo. El agua me llegaba a los talones y al arribar a la superficie me cubrió por completo y sólo alcanzó a emerger una de mis manos sobre el hielo. Sentí unos picotazos y luego unos brazos humanos me subieron al zodiac.
"¡Vaya qué milagro!" "Hace como media hora que te andábamos buscando". "¡De la que te salvaste!".
Eran Joe Francis, Dean Harrison y Werner Stutz, tres oceanógrafos de prestigio mundial que viajaban conmigo en la expedición: me acababan de salvar la vida.
lunes, marzo 17, 2008
El punto débil del axioma de Cerval
Basado en un hecho real
Cerval partió de la siguiente nota policial perdida entre las páginas del diario: un chiquillo enviado por su madre a comprar al almacén de la esquina ha sido interceptado a la salida por una pandilla que le roba el poco dinero que lleva de vuelto. El chico, aterrado por el asalto del que ha sido víctima, le cuenta el percance a su mamá y ésta, sin medir las consecuencias, sale a buscar a los autores. La historia ha sido tomada por Cerval para un filme que ya se anuncia en cartelera. Dirigió John Murdo.
Días atrás Edgardo Rocca tuvo la oportunidad de asistir a la première de la película, merced a su alta posición en el concierto empresarial universitario. Como se dio la casualidad de que había leído la noticia en la prensa la pudo comparar con el guión de Cerval y al final de cuentas con el filme. Resultó que la ficción superaba a la realidad en acción, profundidad y suspenso. Se lo comentó a su socio al día siguiente en el café y éste rebatió su impresión. Hizo notar que si Rocca pensaba eso era porque había comparado un guión cinematográfico con una nota policial publicada por un diario. Como en ninguna de las dos latía la cruda realidad, lo más probable era que el guión superara a la nota en acción, profundidad y suspenso. Un razonamiento sencillo y efectivo. Aun así, el debate los mantuvo en el café más tiempo del presupuestado. Rocca llamó a la oficina y avisó que se retrasaría media hora. No había mensajes de importancia, le informó Diana, salvo el del señor Butronich, avisando que en la encomienda quincenal figuraban importantes novedades. La secretaria no repitió, pero recalcó las dos últimas palabras, elevando seriamente el tono de su voz. A Rocca se le secaron los labios y se vio en la disyuntiva de suspender la discusión mediática o dejar para después el informe de su detective privado, que tanto ansiaba conocer. Su socio jugaba con el lápiz sobre la servilleta. ¿Estaría su nombre en el informe? Al cerrar el celular descubrió que estaba cazado en su propia red, de modo que su réplica fue débil; se notaba que quería dar por terminada la cita.
-Es verdad lo que dices, si no fuera porque una nota periodística habla mucho más de la realidad que un guión cinematográfico. Mientras éste justamente tiene por misión eliminar baches, seleccionar la sustancia de la historia y adornarla luego al amaño del autor, la noticia suele ser brutalmente sensacional, en el sentido de que despierta los sentidos, más todavía si está mal escrita: deja a la imaginación del lector el detalle de las cosas, el momento mismo del crimen, la última mirada que le da la víctima a su asesino, el frenesí del horror. Eso no es comparable con un crimen recreado; o sea, vuelto a cometer, no por un observador que despliega en sus manos las páginas de un diario sino por un guionista que quiso pensar como él y finalmente como todos aquellos que acuden a la sala de cine. En consecuencia, si te digo que la historia del guionista supera a la del diario en acción, profundidad y suspenso no estoy diciendo que sea más verídica o provoque emociones más intensas, sino sólo que está mejor narrada, estéticamente hablando.
Antes de que su colega esgrimiera el argumento triunfal, que despedazaría al anterior, Rocca se levantó de la mesa y se despidió sin dar lugar al contraataque. Había vislumbrado en un segundo el talón de Aquiles escondido en sus palabras. No estaba acostumbrado a perder. El poder radica en la brutalidad y la sorpresa, recordó a tiempo y se marchó a conocer las novedades que le tenía el detective. Éstas, por lo demás, ocupaban el centro de su vida desde que su mujer le confesara amoríos de juventud.
Cuando llegó a la oficina le ordenó a Diana que no le pasara llamadas. Con el paquete entre sus manos involuntariamente temblorosas se encerró en su despacho. Lo abrió: había una nota y un video. La nota decía "Llameme, don Edgardo". La falta de tilde no lo inmutó; Cerval habría reparado en ello y sacado conclusiones acerca de la personalidad, la prolijidad y la educación del detective. Antes de echar a andar el aparato su pulso se aceleró. El video contenía imágenes de una mujer rubia, presumiblemente su mujer, saliendo de la casa que ya tan bien conocía y que había llegado a odiar con todas sus fuerzas. La despedía con un beso en la mejilla el propietario, un hombre de avanzada edad. Era todo; no más de dos minutos. Mientras observaba la acción por primera vez sintió una pulsión sexual derivada del dolor que provoca la humillación. La sensación venía desde lo más profundo de su ser, pero siendo intensa no le era suficiente: necesitaba más datos. Repasó las imágenes una y otra vez, sólo para aumentar su creciente frustración: necesitaba más. Necesitaba llegar al detalle, a la entrega final, al momento supremo del éxtasis de su mujer con el Otro, necesitaba llegar aún más allá de los hechos, necesitaba meterse en el cuerpo de ella, navegar corriente arriba por sus venas y desembocar en esa ajena laguna cerebral en la que tendría que bucear obligatoriamente hasta toparse en su fondo pantanoso con el esquivo tesoro, ignorado y misterioso, que desde hacía tanto tiempo le era vedado y que, estaba completamente seguro, escondía la gran verdad acerca de sí mismo, no de ella, porque ella era sólo el instrumento, el camino para llegar a su verdad.
De modo que llamó a Butronich y al hacerlo fue al grano.
-¿Es ella? -le preguntó.
El detective quiso dilatar la conversación, pero Rocca le cortó el paso.
-Dime si es ella.
-Sí, don Edgardo, es ella.
-¿Estás seguro?
-En un 99,9 por ciento, don Edgardo.
-¡Maldito gusano! ¡Cuántas veces te he repetido que yo pago por cien de cien!
Estaba descontrolado. Al hablar daba puñetazos en la mesa.
-Pero don Edgardo, estamos hablando del 99,99 por ciento, que es lo mismo que cien.
-¿Es exactamente lo mismo?
-Prácticamente lo mismo, don Edgardo.
-Vente altiro a la oficina.
-Voy volando, don Edgardo.
Mientras revisaban el video juntos, el detective le enseñaba detalles de la figura femenina. El tono rubio del pelo, el vestuario, el modo de caminar. Rocca no decía nada. Pero le inquietaba que la imagen estuviese borrosa. Luego de unos minutos de silencio, sumamente incómodos para el detective, quien sólo atinaba a mirar el marco y la foto en el escritorio de su cliente, Rocca habló de nuevo, nervioso.
-¿Y ahora, qué vamos a hacer?
-Usted dirá, don Edgardo.
Hizo una pausa breve, no más de ocho a diez segundos. Luego dijo, con voz áspera:
-Lo vamos a matar.
El detective palideció. No esperaba una frase tan brutal, tan apartada de la ley. Sólo atinó a balbucear en forma casi infantil:
-¿A... ella?
Rocca se enfureció y lo echó de la oficina. Qué curioso, odiaba con toda su alma a los traidores, pero los odiaba porque inconscientemente les admiraba su amoralidad y desparpajo. Sin embargo, a rastreros e ineptos como Butronich los despreciaba a tal punto que no podía dejar de experimentar un ligero temblorcillo de satisfacción cuando los humillaba en público. Diana vio pasar cabizbajo y sonrojado al enigmático personaje mientras su jefe lo despedía a viva voz:
-¡Ven a buscar tu plata el lunes!
Conque era dinero, pensó la chica. Eso contenía el sobre que el señor Butronich retiraba quincenalmente a cambio de sus encomiendas. Lo había sospechado siempre; ahora tenía la certeza. Pero le faltaba el motivo. ¿Por qué no se disponía para él un depósito en una cuenta corriente, como a los demás proveedores? ¿Es que se trataba de un proveedor especial? ¿Quién era, qué hacía Dante Butronich? ¿Qué contenían las encomiendas? Hubiese deseado ser detective para averiguarlo y por una vez lamentó la sagrada discreción de su oficio.
Rocca volvió a su hogar un poco antes de la hora acostumbrada. Su mujer notó de inmediato el brillo en sus ojos. Era el mismo de otras veces, afiebrado, rojizo, brillo de pupilas dilatadas que le encendía la mirada, lo dotaba de extraña fuerza y pasión. Las primeras veces le habían gustado las consecuencias de ese brillo, porque luego de un breve paroxismo remataban en caricias y promesas dulces. Pero desde hacía un tiempo aquella forma de presentarse por la noche estaba derivando nuevamente en delirantes discusiones centradas en la idea del engaño, que le rompían su frágil equilibrio.
Cenaron en silencio. Él se puso el pijama, se lavó los dientes y se acostó. Ella se sentó al tocador. Al apagar la luz del velador, él le dijo:
-Lo volviste a ver.
Ella respondió, cansada, pero temerosa, sin dar vuelta la cabeza:
-Ya empezaste...
Él le dijo:
-El viejo se va a arrepentir.
He tenido la suerte de acceder al nuevo trabajo de Cerval. A diferencia del trato dado al asunto de la madre que persigue a los asaltantes de su hijo, en el que luego de poner durante todo el filme el acento en el suspenso remata inesperadamente en una orgía de horror y brutalidad que pulveriza los valores más sagrados que laten en el alma del ser humano, esta vez su mirada se detiene en la compasión por la miseria humana.
Cerval nos anticipa la furia del protagonista en la gran escena inicial del mar estrellándose incesantemente contra los roqueríos, toma eterna y estática y sin embargo pletórica de acción en la espuma que salta, las gaviotas que se elevan para caer en picada, la bandada de pelícanos que desfila militarmente a ras de agua, el bote que aparece y desaparece a lo lejos entre el vaivén de las olas. De pronto la cámara se aleja y la pantalla se llena con un muro y luego con la forma arquitectónica que le da sentido: la casa en que se cometerá el crimen. Enseguida se dirige al sol, al fuego del sol, que se pierde en el océano.
Es magistral, asimismo, la resolución de la escena del clímax. Un viejo que dormita en el sofá en la comodidad de su hogar, sin imaginar que le quedan minutos de vida. Afuera, ruidos de motores que se apagan, puertas que se cierran, pasos, el timbre. El viejo, que les abre la puerta de par en par a sus asesinos. Los ojos de Rocca, aquellos que tan bien conoció su mujer. La sonrisa de Rocca, su voz de caballero ansioso. Luego -en tiempo real y con el asesino siempre visto de frente y en contrapicado; o sea, enfocado casi desde el suelo- la bencina derramada en la habitación, el golpe eléctrico a la víctima, la chispa maldita que enciende la pieza en un segundo, el plan fallido, la serie de torpezas que le hacen descender los escalones envuelto en llamas y huir de la casa entre aullidos escalofriantes.
Es imposible graficar en imágenes los sentimientos de un personaje si el espectador no se ha compenetrado e incluso adueñado de la personalidad de éste. He allí el mérito de Cerval: nos convierte en celópatas y en asesinos dentro de la sala de cine a través de tomas claves. Lleva la realidad más allá del que la vive y la inserta en nuestras vidas. Nos mete dentro de un pensamiento ajeno, tal como Rocca se metía en las venas de su mujer para navegar corriente arriba en busca de su propia verdad.
Tal vez la verdad está en los demás, no en nosotros. Tal vez nosotros somos solamente depósitos de verdades que vuelan en el universo y de pronto se nos incrustan, así como las gaviotas se hunden vertiginosamente en el mar. Cerval convierte dicha hipótesis en axioma; esa y no otra sería para mí la interpretación de la escena final, tan eterna como la que da inicio a la película. Rocca, cubierto de vendas, siente transcurrir los días en la clínica, uno tras otro, aguijoneado por un dolor inenarrable, entre tremendas agitaciones internas, incrustaciones de picos de gaviotas en cada molécula de su cuerpo. Ni un solo agregado a esa imagen descarnada, nada de música: sólo Rocca y sus vendas y la luz, que crece, inunda la pieza, lo baña de rayos de sol, se debilita, se hace suave, lo arrulla, da paso a la tiniebla, a la oscuridad, a la noche, entonces a un nuevo amanecer. La cámara fija, instalada en el techo, nos invita a inundarnos de esa luz y de esa oscuridad, a vivir las fases que vive Rocca, a sentir su dolor en nuestra carne, los picotazos de las gaviotas, el momento de la huida por la escala encendidos en llamas, el dolor de su fuego en nuestra piel, el dolor de los celos en nuestra mente, el momento del beso y del supuesto engaño en nuestra imaginación, el estertor de la desesperación en nuestra carne, y todo ello gracias a la imagen de un moribundo que se agita imperceptible en la cama y que nuestro pensamiento traduce en insoportable destino. Por unos minutos el dolor, nuestro dolor, se hace tan desagradable que desconcierta: es lo más que nos hemos logrado acercar al sufrimiento de otro hombre. La butaca nos cansa, cambiamos de postura de la misma forma en que cambiamos de postura al leer estas líneas que se alargan en forma innecesaria. Cerval lo intuye muy bien, extremadamente bien: sabe que no hay otra manera de profundizar en la experiencia del otro que machacándola, reiterándola, repitiéndola hasta el cansancio, aún a costa de la fea redundancia y del sacrificio estético. Pero nosotros, los espectadores, no tenemos por qué saberlo; ni siquiera lo sospechamos. De allí que apenas la palabra fin aparece en la pantalla nos regocijamos de volver a ser quienes somos y en ese instante, aquel en que transitamos lentamente hacia la luz en una especie de procesión adornada con restos de cabritas y latas vacías, la fallida apropiación del dolor ajeno troca en compasión por el otro y con esa sensación abandonamos la sala. Cerval es tan diabólico que me temo que ha calculado el último paso de su axioma; diríase la debilidad de su axioma. A pesar de la fuerza demoledora de las imágenes, creo que puede haber de parte suya un goce exhibicionista de su fracaso a través de nuestras reacciones. Es como si él estuviera proyectando en su mente esa verdadera escena final, la de la retirada del público de la sala de cine. Y es que si la verdad estuviera efectivamente en el universo y sus pruebas se nos incrustasen e hicieran de nosotros meros receptáculos, creo que Cerval apuesta finalmente, diciéndolo de modo tácito, por la idea de que únicamente nosotros, cada uno de nosotros, cada ser único en su individualidad y humanidad puede sentir como siente. Y ésa es más que una migaja de la vida: es la vida misma. De allí que en este filme haya decidido darnos un último regalo a la salida de la sala: el alivio que nos proporciona la piedad ante el dolor ajeno. No me cansaré de agradecérselo.
martes, marzo 04, 2008
Una vaga inquietud
Un día soleado. La luz les llega suavemente, casi atardece. Antes de bajar a la laguna, Vargas se cerciora de que todo marche bien. Revisa sus papeles, vuelve la vista atrás, le toma la mano a su mujer. Efectivamente, todo marcha bien. No falta nada.
Está llegando su hora, aquella que todo mortal consciente espera desde que tiene uso de razón.
Hoy es su día de suerte. Nunca se le había pasado por la cabeza que el acto de morir fuese tan dulce: un atardecer a orillas de una laguna que no se parece en nada a la tenebrosa Estigia, una mujer, la suya, acompañándolo en el trance. La vestimenta, impecable. La barba, rasurada. Agua de colonia en la solapa.
Bajan a la laguna y caminan por su ribera urbanizada. Árboles podados y faroles les van abriendo el paso. A estas alturas, es muy poco lo que resta conversar.
-¿Estás bien?, le pregunta su mujer.
-Sí, me siento bien.
-¿Estás preparado?
-Sí. Ahora sólo me queda esperar.
La muerte no aparece. El aviso no se concreta. No hay forma de saber el modo en que llegará. Desde el punto de vista romántico, Vargas tendría que haber expirado en el momento anterior, pero ambos siguen sentados en el escaño que da a las quietas aguas.
Revisa mentalmente sus asuntos. Todo está solucionado. Le asalta entonces una leve duda, que crece con esa sutileza propia de los crepúsculos provincianos. "Mi hijo -piensa-, qué será de él, mi pobre hijo desolado y frágil, inmerso en un mundo tan complejo, sin mí para apoyarlo". Siente por vez primera que quizás emprende este viaje con demasiada anticipación, siente que pudiese haber algo de egoísmo en esta muerte dulce que el destino ha dispuesto para él.
Pero aunque quisiera cambiar las cosas, los dados ya fueron echados. No les queda más que esperar, ignorantes del vestido que cubrirá a La Figura al momento de las presentaciones.
Por la cuesta sur aparece una camioneta destartalada. El rechinar de fierros y los estallidos del motor sugieren un desperfecto técnico.
Está llegando su hora, aquella que todo mortal consciente espera desde que tiene uso de razón.
Hoy es su día de suerte. Nunca se le había pasado por la cabeza que el acto de morir fuese tan dulce: un atardecer a orillas de una laguna que no se parece en nada a la tenebrosa Estigia, una mujer, la suya, acompañándolo en el trance. La vestimenta, impecable. La barba, rasurada. Agua de colonia en la solapa.
Bajan a la laguna y caminan por su ribera urbanizada. Árboles podados y faroles les van abriendo el paso. A estas alturas, es muy poco lo que resta conversar.
-¿Estás bien?, le pregunta su mujer.
-Sí, me siento bien.
-¿Estás preparado?
-Sí. Ahora sólo me queda esperar.
La muerte no aparece. El aviso no se concreta. No hay forma de saber el modo en que llegará. Desde el punto de vista romántico, Vargas tendría que haber expirado en el momento anterior, pero ambos siguen sentados en el escaño que da a las quietas aguas.
Revisa mentalmente sus asuntos. Todo está solucionado. Le asalta entonces una leve duda, que crece con esa sutileza propia de los crepúsculos provincianos. "Mi hijo -piensa-, qué será de él, mi pobre hijo desolado y frágil, inmerso en un mundo tan complejo, sin mí para apoyarlo". Siente por vez primera que quizás emprende este viaje con demasiada anticipación, siente que pudiese haber algo de egoísmo en esta muerte dulce que el destino ha dispuesto para él.
Pero aunque quisiera cambiar las cosas, los dados ya fueron echados. No les queda más que esperar, ignorantes del vestido que cubrirá a La Figura al momento de las presentaciones.
Por la cuesta sur aparece una camioneta destartalada. El rechinar de fierros y los estallidos del motor sugieren un desperfecto técnico.
viernes, febrero 22, 2008
La literatura
Entonces no había árboles; había un sólo árbol de tronco liso y ramas cortas que se levantaba de adorno frente a la ventana, en un cuadrado de tierra dura. Yo era un niño y estudiaba demasiado, sentía demasiado y soñaba demasiado, aunque a esas alturas quedaba poco y nada por hacer.
Más tarde, durante los días verdes, me puse a cavilar. A diario me atacaba el torturante pensamiento de transitar por el camino equivocado. Las energías se me iban en plantearme la duda, echar pie atrás y reemprender la marcha por la senda que creía correcta. Así, hasta divisar la nueva bifurcación a la vuelta de la esquina. Recuerdo que al llegar la noche acababa exhausto, sumido en un enredo fenomenal. ¿Había obrado bien o había dado pasos de ciego? Los signos del día eran ambiguos; se prestaban para las más diversas interpretaciones. Me atormentaba especialmente la medición intelectual con los de mi edad. Sobrepasaba a varios, pero los menos andaban a tranco seguro, ya eran famosos y destacaban, no así yo. No creo que haya sido un tema de vanidad, sino un sentimiento nacido en el ansia de afirmación del propio valor a través de la demostración de dicho valor a la persona que ejercía influencia sobre mí, que seguía siendo mi madre, pero ya con otros rostros, principalmente de hombres, e incluso un rostro abstracto, el rostro del mundo.
Hoy tiendo a pensar que voy por el camino correcto y esa autocomplacencia me ha permitido vivir mejor. Descartando fórmulas hallé ésta, que ha hecho mi vida más llevadera. Es la fórmula de la resignación ante la vejez, pero también la de la cosecha de los frutos que conducen a la muerte.
Si ha de extraérseme sin aplicación de corriente una confesión sincera, ésta sería la siguiente: sin duda alguien me protege desde la altura para que nadie descubriera mi truco de haber engañado a medio mundo durante 30 años simulando que trabajaba. Y si no me han descubierto -o se han hecho los lesos-, tal vez se deba a que la gente en su mayoría actúa igual o parecido a mí: hacemos de mala gana cosas para los demás; lo que realmente nos llena es lo que hacemos para nosotros mismos, sea gratuito o recompensado. Hasta los santos puede que piensen y obren así.
Mi vida es actualmente más artificial que real, y curiosamente ese estilo me hace más feliz. No he llegado aún a ese estado de felicidad que se desprende de la contemplación, el vacío y la renuncia. Abrigo la esperanza de que ése sea mi último derrotero en este planeta. Por ahora, no teniendo nada más que demostrarle al mercado, me he dedicado a inventar cuentos. Mi mente vive en función de los cuentos y no de las exigencias del mercado, absurdas y fáciles de satisfacer. (Mi mente vive también en función de los apetitos de la carne, pero ese tema me desviaría de lo que quiero decir hoy). Me he sorprendido varias veces riendo solo en la calle ante la ocurrencia de alguno de mis personajes, o temblando de angustia ante un crimen inevitable que teje mi mente. Demasiado a menudo vago malhumorado por las avenidas a raíz de un relato defectuoso. He allí un problema sumamente grave. Durante mi corta vida de escritor he comprobado con rigor casi científico que un relato que nace defectuoso morirá defectuoso, por más mutaciones que experimente, de modo que ese mal humor sólo puede aplacarse con un nuevo relato, siempre que éste último resulte feliz desde el principio, lo que es de rarísima ocurrencia.
Mi conclusión pasajera, en lo que a literatura respecta, es que un relato perfecto es aquél que me divirtió sobremanera mientras lo escribí y que además dejó una pizca de verdad, o sea, algo honesto y sincero acerca de mi propia vida. ¿Cómo diferenciarlo del relato defectuoso? Al parecer éste último está hecho a partir de una idea que se me antoja trascendente, pero que en última instancia esconde el deseo de impactar a los demás u obtener un reconocimiento. Es en el fondo un problema personal, el dilema de mi infancia, mi adolescencia y mi vida entera; un autoengaño muy difícil de detectar.
He comenzado esta divagación con un recuerdo espiritual de mi infancia. Eso me llevó a la eterna duda de estar transitando por el camino equivocado. Luego de una leve digresión sobre el trabajo desemboqué en el tema literario. Creo que es el momento de detener este enredo fenomenal.
Más tarde, durante los días verdes, me puse a cavilar. A diario me atacaba el torturante pensamiento de transitar por el camino equivocado. Las energías se me iban en plantearme la duda, echar pie atrás y reemprender la marcha por la senda que creía correcta. Así, hasta divisar la nueva bifurcación a la vuelta de la esquina. Recuerdo que al llegar la noche acababa exhausto, sumido en un enredo fenomenal. ¿Había obrado bien o había dado pasos de ciego? Los signos del día eran ambiguos; se prestaban para las más diversas interpretaciones. Me atormentaba especialmente la medición intelectual con los de mi edad. Sobrepasaba a varios, pero los menos andaban a tranco seguro, ya eran famosos y destacaban, no así yo. No creo que haya sido un tema de vanidad, sino un sentimiento nacido en el ansia de afirmación del propio valor a través de la demostración de dicho valor a la persona que ejercía influencia sobre mí, que seguía siendo mi madre, pero ya con otros rostros, principalmente de hombres, e incluso un rostro abstracto, el rostro del mundo.
Hoy tiendo a pensar que voy por el camino correcto y esa autocomplacencia me ha permitido vivir mejor. Descartando fórmulas hallé ésta, que ha hecho mi vida más llevadera. Es la fórmula de la resignación ante la vejez, pero también la de la cosecha de los frutos que conducen a la muerte.
Si ha de extraérseme sin aplicación de corriente una confesión sincera, ésta sería la siguiente: sin duda alguien me protege desde la altura para que nadie descubriera mi truco de haber engañado a medio mundo durante 30 años simulando que trabajaba. Y si no me han descubierto -o se han hecho los lesos-, tal vez se deba a que la gente en su mayoría actúa igual o parecido a mí: hacemos de mala gana cosas para los demás; lo que realmente nos llena es lo que hacemos para nosotros mismos, sea gratuito o recompensado. Hasta los santos puede que piensen y obren así.
Mi vida es actualmente más artificial que real, y curiosamente ese estilo me hace más feliz. No he llegado aún a ese estado de felicidad que se desprende de la contemplación, el vacío y la renuncia. Abrigo la esperanza de que ése sea mi último derrotero en este planeta. Por ahora, no teniendo nada más que demostrarle al mercado, me he dedicado a inventar cuentos. Mi mente vive en función de los cuentos y no de las exigencias del mercado, absurdas y fáciles de satisfacer. (Mi mente vive también en función de los apetitos de la carne, pero ese tema me desviaría de lo que quiero decir hoy). Me he sorprendido varias veces riendo solo en la calle ante la ocurrencia de alguno de mis personajes, o temblando de angustia ante un crimen inevitable que teje mi mente. Demasiado a menudo vago malhumorado por las avenidas a raíz de un relato defectuoso. He allí un problema sumamente grave. Durante mi corta vida de escritor he comprobado con rigor casi científico que un relato que nace defectuoso morirá defectuoso, por más mutaciones que experimente, de modo que ese mal humor sólo puede aplacarse con un nuevo relato, siempre que éste último resulte feliz desde el principio, lo que es de rarísima ocurrencia.
Mi conclusión pasajera, en lo que a literatura respecta, es que un relato perfecto es aquél que me divirtió sobremanera mientras lo escribí y que además dejó una pizca de verdad, o sea, algo honesto y sincero acerca de mi propia vida. ¿Cómo diferenciarlo del relato defectuoso? Al parecer éste último está hecho a partir de una idea que se me antoja trascendente, pero que en última instancia esconde el deseo de impactar a los demás u obtener un reconocimiento. Es en el fondo un problema personal, el dilema de mi infancia, mi adolescencia y mi vida entera; un autoengaño muy difícil de detectar.
He comenzado esta divagación con un recuerdo espiritual de mi infancia. Eso me llevó a la eterna duda de estar transitando por el camino equivocado. Luego de una leve digresión sobre el trabajo desemboqué en el tema literario. Creo que es el momento de detener este enredo fenomenal.
martes, enero 22, 2008
El caminante
Me acerqué con temor y lo abracé antes de que dijera nada. Mi primera impresión fue la de estar abrazando a una estatua de mármol. Estaba frío, pero además no reaccionaba de ninguna forma a mi abrazo. Ni me rechazaba ni me aceptaba; no había emoción en su mirar, aunque sus ojos se dirigían al centro de mi alma, si es que una mirada profunda a las pupilas pudiera significar eso. Comprendí entonces que había un abismo de diferencia entre nuestros mundos; mientras yo permanecía en la orilla, él me observaba desde la profundidad.
Siempre he pensado -la mayoría de las veces con pruebas a la vista- que mi forma de ver las cosas y las personas es de una superficialidad que excede el candor y cae francamente en la ramplonería. En ese abrazo esta sospecha se convirtió en certeza. No deseo dar más explicaciones, pues cada palabra que escribo me mete más hacia el centro del pantano. Sólo quería testimoniar la sensación de inferioridad que se experimenta al estar, de pie y desnudo, frente a un hombre superior.
¿Era realmente superior a mí?
No hay modo científico de verificarlo. No dio pruebas de ello; guardó su talento, lo acumuló durante años y no alcanzó a brotar; se diría que quedó dentro de sus ojos. Pero sus breves frases -chispazos, correazos eléctricos- bastaron para marcar la diferencia. El simple ejercicio de analizar una película entre ambos me ubicaba naturalmente a mí en la orilla y a él en la profundidad.
Como suele suceder, se termina odiando secretamente a las personas de esa laya. Se busca inconscientemente perjudicarlas, hacerles zancadillas. Hay algo sexual, incluso, que hace nacer ganas de matar.
¿Por qué entonces acercarse, abrazarlo, rendirle tributo silencioso?
Porque se está protegido. Porque el anuncio de su próxima muerte lo coloca inesperadamente a uno por primera vez en la posición de privilegio.
Se va a morir, es verdad. Yo estoy sano. Abrazarlo es, al tiempo que un homenaje, una burla melancólica.
Me recuerda la parábola del filósofo peripatético que despertó un buen día y tras recorrer parte del sendero que lo llevaba de un pueblo a otro, descubrió que no se había topado con ningún insecto. Decir ninguno es pecar de avaricia de lenguaje. La realidad es que a su alrededor no había absolutamente ningún bicho. Nada de nada.
El pobre estúpido se obsesionó a tal grado con su descubrimiento que iba levantando cada una de las piedras del camino, mirando el revés y el derecho de cada hoja de cada arbusto, observando cada centímetro de hierba a ras de piso, sólo para acentuar su desesperación, que ya se hacía metafísica.
Al oscurecer se dio cuenta de que desde el momento de su descubrimiento y la puesta del sol no había avanzado más de diez a doce pasos. Loco de terror, buscó una caverna cercana en el cerro donde pasar la noche o quitarse la vida, le daba lo mismo.
Pero no fue capaz de entrar: desde lo más profundo de la cueva, miles de millones de ojillos luminosos, todos los insectos del mundo concentrados en un metro cúbico, lo observaban con frialdad hermética. Ni un solo gesto desde el fondo, ningún movimiento, ninguna emoción.
Al día siguiente, repuesto de su ataque de nervios, llegó al villorrio más cercano y ofreció sobre los sucesos de las últimas horas la siguiente versión:
-Ocurrió un día -dijo- que todos los insectos que habitaban la tierra se replegaron para protegerse de la mano del hombre y buscaron una caverna donde sobrevivir. Allí se fueron reproduciendo sin medida, hasta que la situación se volvió insostenible. Cuando el espacio se les hizo exiguo se vieron obligados a salir de nuevo al mundo a procurarse el alimento.
Mientras hablaba, una nube de langostas oscurecía el cielo.
Siempre he pensado -la mayoría de las veces con pruebas a la vista- que mi forma de ver las cosas y las personas es de una superficialidad que excede el candor y cae francamente en la ramplonería. En ese abrazo esta sospecha se convirtió en certeza. No deseo dar más explicaciones, pues cada palabra que escribo me mete más hacia el centro del pantano. Sólo quería testimoniar la sensación de inferioridad que se experimenta al estar, de pie y desnudo, frente a un hombre superior.
¿Era realmente superior a mí?
No hay modo científico de verificarlo. No dio pruebas de ello; guardó su talento, lo acumuló durante años y no alcanzó a brotar; se diría que quedó dentro de sus ojos. Pero sus breves frases -chispazos, correazos eléctricos- bastaron para marcar la diferencia. El simple ejercicio de analizar una película entre ambos me ubicaba naturalmente a mí en la orilla y a él en la profundidad.
Como suele suceder, se termina odiando secretamente a las personas de esa laya. Se busca inconscientemente perjudicarlas, hacerles zancadillas. Hay algo sexual, incluso, que hace nacer ganas de matar.
¿Por qué entonces acercarse, abrazarlo, rendirle tributo silencioso?
Porque se está protegido. Porque el anuncio de su próxima muerte lo coloca inesperadamente a uno por primera vez en la posición de privilegio.
Se va a morir, es verdad. Yo estoy sano. Abrazarlo es, al tiempo que un homenaje, una burla melancólica.
Me recuerda la parábola del filósofo peripatético que despertó un buen día y tras recorrer parte del sendero que lo llevaba de un pueblo a otro, descubrió que no se había topado con ningún insecto. Decir ninguno es pecar de avaricia de lenguaje. La realidad es que a su alrededor no había absolutamente ningún bicho. Nada de nada.
El pobre estúpido se obsesionó a tal grado con su descubrimiento que iba levantando cada una de las piedras del camino, mirando el revés y el derecho de cada hoja de cada arbusto, observando cada centímetro de hierba a ras de piso, sólo para acentuar su desesperación, que ya se hacía metafísica.
Al oscurecer se dio cuenta de que desde el momento de su descubrimiento y la puesta del sol no había avanzado más de diez a doce pasos. Loco de terror, buscó una caverna cercana en el cerro donde pasar la noche o quitarse la vida, le daba lo mismo.
Pero no fue capaz de entrar: desde lo más profundo de la cueva, miles de millones de ojillos luminosos, todos los insectos del mundo concentrados en un metro cúbico, lo observaban con frialdad hermética. Ni un solo gesto desde el fondo, ningún movimiento, ninguna emoción.
Al día siguiente, repuesto de su ataque de nervios, llegó al villorrio más cercano y ofreció sobre los sucesos de las últimas horas la siguiente versión:
-Ocurrió un día -dijo- que todos los insectos que habitaban la tierra se replegaron para protegerse de la mano del hombre y buscaron una caverna donde sobrevivir. Allí se fueron reproduciendo sin medida, hasta que la situación se volvió insostenible. Cuando el espacio se les hizo exiguo se vieron obligados a salir de nuevo al mundo a procurarse el alimento.
Mientras hablaba, una nube de langostas oscurecía el cielo.
jueves, enero 17, 2008
El hombre metafórico (versión esencial)
Desde este paradero, la vida fluye más allá de lontananza, donde alados dragones, sultanes eróticos, sirenas sumergidas en los mares del norte. El tiempo, el eterno tiempo me retorna a los orígenes y soy feliz, asombrado de mi melancolía. Pero aquí cerca qué hay: hospitales, la morgue, el cementerio. Se quiere esperar lo que dicta el candor, no lo que vendrá.
miércoles, enero 16, 2008
El hombre metafórico (versión sintetizada)
Un hombre se transformó en bebé. Se llama Germán Arellano Silva. La ciencia escarba aún entre decenas de teorías para explicar el fenómeno. Dice la primera de ellas que casos como el de don Germán son característicos de las personas que padecen el mal de Alzheimer. Al olvido se suma un misterioso proceso que sufre la memoria, la que se devuelve a los días tempranos. No es momento de dar detalles técnicos; baste solamente lo dicho. La transformación sería entonces interna, mental.
Una segunda teoría, que contradice enteramente a la primera, sostiene que el retorno ha sido físico. Se apoya en la prueba de una guagua hallada días atrás en el paradero del Transantiago ubicado en la esquina de Santa María con Enrique Soro. El bebé llevaba en la muñeca una cinta con las iniciales G.A.S. Como es sabido, Germán Arellano Silva acostumbra a tomar la locomoción en ese paradero. Es más: desde que apareció el bebé no se sabe nada de él.
La tercera versión, de naturaleza poética, afirma que la transformación es metafórica. Quienes la sustentan se atreven a proclamar, incluso, que el mismo don Germán no es otra cosa que un hombre metafórico. Don Germán representaría a la eterna esperanza, que lleva no al final de los días, como se cree, sino a sus inicios. Arellano Silva, el hombre metafórico, habría visualizado su destino mientras esperaba la micro. La espera se le hizo eterna y en la ensoñación que se tejió en aquella esquina durante ese indefinido lapso de tiempo pudo visualizar las etapas postreras del individuo, asociadas al dolor de la muerte. Vio hospitales, servicios de urgencia, vio cementerios, intuyó el horrendo paso por la morgue que les aguarda a unos pocos antes de descender a la última morada. Las visiones le habrían hecho preguntarse: ¿Para esto he nacido? ¿Es ésta mi verdad? Toma en aquel instante, en consecuencia, la decisión de regresar a su estado primigenio. Pero se trata de una decisión metafórica: don Germán depende realmente del paso de un microbús por una esquina de Santiago.
Hay otras teorías, pero éstas son las tres más importantes.
Una segunda teoría, que contradice enteramente a la primera, sostiene que el retorno ha sido físico. Se apoya en la prueba de una guagua hallada días atrás en el paradero del Transantiago ubicado en la esquina de Santa María con Enrique Soro. El bebé llevaba en la muñeca una cinta con las iniciales G.A.S. Como es sabido, Germán Arellano Silva acostumbra a tomar la locomoción en ese paradero. Es más: desde que apareció el bebé no se sabe nada de él.
La tercera versión, de naturaleza poética, afirma que la transformación es metafórica. Quienes la sustentan se atreven a proclamar, incluso, que el mismo don Germán no es otra cosa que un hombre metafórico. Don Germán representaría a la eterna esperanza, que lleva no al final de los días, como se cree, sino a sus inicios. Arellano Silva, el hombre metafórico, habría visualizado su destino mientras esperaba la micro. La espera se le hizo eterna y en la ensoñación que se tejió en aquella esquina durante ese indefinido lapso de tiempo pudo visualizar las etapas postreras del individuo, asociadas al dolor de la muerte. Vio hospitales, servicios de urgencia, vio cementerios, intuyó el horrendo paso por la morgue que les aguarda a unos pocos antes de descender a la última morada. Las visiones le habrían hecho preguntarse: ¿Para esto he nacido? ¿Es ésta mi verdad? Toma en aquel instante, en consecuencia, la decisión de regresar a su estado primigenio. Pero se trata de una decisión metafórica: don Germán depende realmente del paso de un microbús por una esquina de Santiago.
Hay otras teorías, pero éstas son las tres más importantes.
lunes, enero 14, 2008
Un héroe de nuestro tiempo
Dicen que el héroe de nuestro tiempo es un hombre sencillo, cortés y respetuoso, amante de su familia, democrático y anónimo, que entrega modestamente su vida por los demás o por una causa superior, que bien podría ser su pequeña comuna. El sacrificio no tomaría entonces la forma de un acto suicida violento e irrefrenable sino aquella de un permanente teclear ante una máquina que registra, por ejemplo, las cotizaciones previsionales de los trabajadores. Antes habría sido este héroe uno de tantos; hoy se hace difícil hallar a alguien así. Los grandes héroes de antaño arrastraban naciones enteras en pos de sus quimeras. Daban la vida con arrobamiento por su tierra y de su sangre derramada ésta se alimentaba y renacía. Los poetas les cantaban a los héroes, mas a menudo, por deformación terminaban convirtiéndose ellos mismos en los héroes. Sabido es que los héroes no escriben: actúan; mientras que los poetas recogen y escriben. También sabido es que las personas escriben sobre lo que mejor conocen. Así, gran parte de las novelas y cuentos trata de las angustias de los propios escritores; muchas películas se basan en los sentires de guionistas, actores o directores, ¡incluso productores millonarios!; demasiados pintores usan y abusan del autorretrato. Hay quienes, incluso, han utilizado las iniciales de su propio nombre para componer música. De modo que detrás del héroe clásico puede haber mucha contaminación, partiendo por la más peligrosa de todas: la contaminación política, que en su tiempo pintó de héroes a Napoleón, Julio César, Hitler, Stalin, Pinochet. Habría que analizar sesudamente quiénes de ellos lo fueron realmente.
No se ofenderán las musas, por lo tanto, si hablo de un verdadero héroe de nuestro tiempo, a quien por razones de cercanía tuve la desgracia de haber conocido.
Era un ejemplar cuidador de autos conocido en el barrio como Il Postino, por su parecido físico con el malogrado actor italiano del filme de igual título.
La verdad es que nunca le he preguntado su nombre. Podría hacerlo, pues vive aún, pero es como si ya estuviera muerto. Il Postino es un héroe en el ocaso. Ya libró su última batalla y hoy sólo le queda recoger los despojos de un honor que en vida se le negó. Está a la espera de que el Ángel de la muerte baje del firmamento, lo alce entre sus brazos y lo conduzca a ignotas tierras, batiendo las alas sin sonido alguno, más allá de las nubes.
Los héroes se caracterizan por perder batallas antes que por ganarlas. ¡Cuánta experiencia pervive en su rostro bronceado por el sol de la espera!
Una noche Il Postino le hacía señas a un vehículo para que saliera de su puesto y se integrara pacíficamente al tránsito callejero. La propietaria, viendo que no disponía de monedas, a cambio lo insultó de grosera forma. Il Postino le pidió disculpas. Hace un par de semanas unos ladrones destrozaron la ventana del auto de turno para llevarse la radio. Il Postino vio la escena de lejos y corrió para impedir el robo, pero los malvados, que eran varios y musculosos, festinaron con su humanidad desgarbada, flaca y miserable, y su cuerpo rodó en la acera. El epílogo no fue menos aciago: el dueño del auto lo acusó del robo e Il Postino fue a dar a la comisaría, donde quedó libre a los tres días, por falta de pruebas en su contra. Pero esos tres días en el calabozo, qué terribles fueron, y nadie lo supo, sólo él.
Volvió a su trabajo, pero ya no era el mismo: la gente desconfiaba. “Lo metieron a la cárcel”, decían unos; “porque se robó un auto”, decían otros que hacían de la verdad un rumor, con las graves implicancias para la dignidad del afectado que supone aquello; “éstos terminan todos igual”, comentaba una señora honorable, con acento piadoso pero ya montada y al galope en el rumor; “se gasta la plata en vino”, decía el propietario de un restaurante de las cercanías, quien parecía conocer algunos detalles de su vida, pues añadió que “con los golpes le volvió la epilepsia”.
Curiosamente, la razón se esconde en el fondo de las palabras de cada comentarista de su pasar, pues la vida del héroe se nutre de mitos.
Pero así también lo han ido rematando, entre todos. Il Postino de hoy no tiene nada que ver con Il Postino de hace tan solo dos años. El anterior lucía el rostro lozano, afeitado, brillante. Las curvas del hueso de la calavera le otorgaban a su semblante un aire itálico, de galán melancólico. Las ondas del cabello acentuaban dicho aire y qué decir de sus ojos claros, misericordiosos. Il Postino era el buen servidor del barrio, siempre agradecido, aunque sus manos quedaran vacías detrás del tubo de escape envenenado.
Ayer lo vi echado al sol abrasador de este verano, delante de un negocio de arte. La dueña salió a mirar y al hacerlo se le salió una exclamación de horror ante la vista de esos harapos rellenos que olían a alcohol putrefacto. Me fijé en sus ojos turbios: Il Postino miraba hacia un punto indefinido del cielo, y sus labios sonreían.
viernes, diciembre 28, 2007
El hombre metafórico
Esto no es un cuento. De hecho, si lo fuese, los sucesos se presentarían de tal modo que terminarían alineándose en torno a un tema, como sucede con todos los cuentos, aún los aparentemente caóticos, que son los más cercanos a la vida. Un cuento supone un reordenamiento de la realidad, un truco artístico destinado la mayor parte de las veces a dar desahogo a los caprichos más insensatos del artista, a sus pasiones escondidas, sus represiones, sus sueños. Ni Chejov ni Maupassant, grandes reporteros de la literatura, escapan de eso. Si yo eligiese escribir un cuento, naturalmente debería tomar cierta distancia de los personajes o escoger una personalidad más adecuada, canónica (de haber resuelto usar la primera persona). Como no sé hacerlo -y de ello dan prueba mis decenas de manuscritos vertidos en el tacho de la basura por los jurados de los concursos de cuentos- decido presentar, en cambio, hechos que realmente sucedieron, o que yo creí que sucedieron, en dos días. Habrá quienes los interpreten como una ironía sobre nuestro sistema de transportes; otros verán en ellos una metáfora del hombre contemporáneo, otros el retrato de una persona de carne y hueso, otros las angustias de un escritor frustrado. Temo sin embargo que la mayoría llegue solamente hasta este párrafo, aburrida de leer insensateces, como aquella de proclamar que la vida es en sí misma un caos y que eso explicaría su florecimiento por doquier.
Aún así, quien persista en la lectura y desee buscarle un orden, un sentido, una lógica -a la vida y a este relato- se topará con muros insólitos, como los que me salieron al paso en aquellos dos días.
Pero basta. No es que desee hablar de don Germán Arellano Silva; son las circunstancias las que me obligan a volver a él.
Ya lo he mencionado antes en mis Parábolas y en estas Memorias; hasta me di el lujo de robarle el argumento de una monja enana que anduvo por ahí prestándose a ciertas perversas bajezas. Aquella vez no dijo nada, digo nada malo sino al contrario, me colmó de alabanzas. Nunca dice don Germán nada malo de los demás: es asombrosa su capacidad de transformar la ira -que en cualquier mortal nacería de una situación proclive a dicho sentimiento- en gestos o reflexiones poéticas, absurdas, acompañadas desde luego de improperios, chilenismos escalofriantes. En otras palabras, se burla de su suerte. Pensaba, antes de conocerlo mejor, que esa conducta suya escondía una picardía criolla de la que es conveniente resguardarse, so pena de terminar acuchillado a mansalva por el néctar de la venganza oral durante una tertulia que no lo tenga a uno por asistente; o tal vez, también pensé, ayudado por otros antecedentes acerca de su vida, que dicha conducta escondía una baja autoestima. Ahora me he convencido de la falsedad de lo primero. Y si fuese cierto lo segundo, es menos importante que la verdadera causa de sus desvelos: don Germán Arellano Silva, tal como ansío hacerlo yo, es un hombre que avanza a pasos agigantados hacia la niñez. La diferencia es que él avanza realmente, en tanto que yo sólo aspiro a hacerlo. Este estilo que asumo ahora mismo, por ejemplo, ya me traiciona, es un retroceso que se puede entender también como un progreso hacia el estado de estupidez que alcanza la mayor parte de los adultos. En cambio cada uno de sus nuevos poemas sí que son un avance, avance en el sentido de retorno.
Las circunstancias son de lo más extrañas. Paso por un momento de mi vida que se me antoja decisivo. Nada muy novedoso viéndolo desde afuera; agitado y revolucionario si se le examina por dentro. Los hechos objetivos, palpables, son que entrando a la bajada del vaivén de los cincuenta mi cuerpo comienza a dar señales verdaderas, no hipocondriacas, de declive. Me duelen las manos, surgen síntomas de artrosis, hace unos días me han brotado unas vergonzosas várices; la caída del cabello progresa a paso constante, al igual que las canas que van ganando el territorio del cráneo que se resiste a despoblarse. En el bus ya me han dado dos veces el asiento y en mi trabajo no queda casi nadie que no me trate de usted. Duermo menos, pero sueño repetidamente con un niño de poco más de un año que me mira con una sonrisa graciosa, inocente, pura. A mis hijos los veo tarde mal y nunca, de mi esposa me cuidaré de hablar...
Y fue dentro de estas circunstancias de mi vida -las he comentado porque ciertamente ejercerán un efecto dramático en el relato- que a don Germán le aconteció lo que pasaré a narrar.
Era de noche, cerca de las dos. Yo esperaba en mi puesto, casi el único ocupado en el potrero de computadoras en que se transformó de un tiempo a esta parte la oficina. Esperaba que don Germán cumpliera con su oficio un día más; es decir, terminara de leer la última prueba de página que le quedaba por corregir. Una vez que lo hubo hecho y el papel volvió a mis manos, incorporé las correcciones y al grito lúdico de ¡página! traspasé la responsabilidad de la edición al diseñador, quien envió de un teclazo su contenido a las rotativas. El diario ya estaba listo y sólo restaba que el cierre fuese confirmado por el reloj, instrumento que a pesar de lo que le estaba sucediendo a nuestro corrector-poeta, se resistía a dejar su papel de rector de almas del Siglo XXI.
Cuando los relojes marcaron efectivamente las dos campanadas apagué el computador, eché llave al escritorio, me levanté del asiento y me fui. Al darle las buenas noches, don Germán me agarró del brazo, lo que me hizo concentrarme en su mano, de la que extrañé la ausencia de sus clásicas manchas.
-No se vaya aún, por favor -me pidió.
Le pregunté si faltaba algo que despachar. Entonces me fijé en sus ojos: brillaban como luces venidas de un túnel infinito. La tersura de su piel era envidiable, como la de ciertas mujeres que se embetunan el rostro con esas famosas cremas destinadas a lucirse en las fiestas.
-Tengo un poco de miedo, señor Mardones... me está pasando... algo.
No hablaré más de mí y me concentraré en su situación. Había un café abierto en la esquina siguiente; se caracterizaba por atender a jóvenes y a turistas extranjeros. La ebullición nacida del alcohol salpicaba las carcajadas con oleadas de frenesí; dicho ambiente no era el mejor para escuchar el angustiante lamento de un poeta, mas no había posibilidad de elección: era el único café abierto a esa hora en cuadras a la redonda.
-Le ruego que me escuche y no me interrumpa -me rogó. Accedí.
Estas fueron sus palabras.
Hablan los poetas, habla toda la poesía del mundo de tres o cuatro cosas, más no. El tiempo, la muerte, la carne, el amor, la espera, sobre todo la espera. Puede uno imaginar las cosas más disparatadas mientras aguarda, tanto a su amada como su turno en la fila para pagar la cuenta del agua. La espera es la madre de la mentira piadosa, que es el arte. La espera, al contrario de lo que se cree, no regala visos de futuro sino que hace retroceder al alma, pues ésta se nutre de la memoria y la memoria es recuerdo, pasado. Fue así como Keats pudo ver al otoño dormitando bajo un árbol y el difunto mister Elvesham estuvo en un tris de lograr el acceso a la fuente de la eterna juventud a través del mecanismo del traspaso del hilo eterno de un ser a otro. Así también Wordsworth reencontró al niño que dormía en el padre, Blake abrumó a la conciencia con el rugido de un tigre indomable, Carpentier hizo a un hombre viajar a su semilla, Cernuda vio nubes aún no habiéndolas en el cielo infernal que aprisionaba su alma y yo, afiebrado de fiebre de espantosa espera, me aferré a mi balneario de Constitución, de donde jamás he podido salir. Pero éstas son metáforas, señor Mardones, fantasías, ansias de belleza en una tierra ansiosa de descalabros. Si mi vida hubiese seguido transcurriendo metafóricamente, como hasta el día de ayer, todo sería más llevadero. Las deudas me abrumarían, el trabajo de corrector de pruebas se me haría insoportable, los trucos para escabullirme de la presión de las admiradoras que leen mi blog me quitarían el sueño, la fría y solitaria pieza en que tiendo mis huesos cada noche se parecería a la habitación de Raskolnikov con su atmósfera cargada de culpa. ¡Ah, qué plácido y bello era todo aquello, mi pasar!, y no me daba cuenta. Hoy, en cambio, una bruma que conduce a los estados primigenios me traga a una velocidad desconocida y me siento a merced de dichas fuerzas y eso no me pone contento, como debería ser, porque la angustia que acompaña a esa sensación palpable no la puedo manejar.
Pero déjeme retroceder en la historia... ¡ah, retroceder... el retorno! (tragaba vasos enteros de agua; cada vez que pasaba Claudio, el mozo, le pedía otro). ¡Pero si todo comenzó apenas ayer por la tarde!... y antes... mi vida... ¡no me daba cuenta!... ¿Volverá a ser la misma?... ¡La añoro, sí, la añoro y no deseo que vuelva! Pero usted no entiende la contradicción, de seguro... ¡ay, si estuviera en mi pellejo!... ¡cómo entendería! ¡Y cómo se apoderaría de usted esta angustia insoportable! (un inesperado gallito le hizo agachar la cabeza, presumiblemente de vergüenza, hasta que ésta tocó su pecho agitado y se quedó en silencio, uno, dos, tres largos minutos. Luego secó el vaso y prosiguió).
Hay momentos en que me parece estar días y días en el paradero, esperando el Transantiago. Como usted bien sabe, antes, cuando había muchas líneas disputándose las calles, esto no era así.
(Se agitó más aún, hizo un largo paréntesis y continuó).
Ayer salí de mi casa después de almuerzo y me instalé en la esquina de Domingo Santa María con Enrique Soro a esperar la B-17. Me había resignado a esperar unos 40 minutos. De hecho, salí intencionalmente de mi casa con 40 minutos de anticipación. Pasó entonces el verdulero del barrio en su triciclo. Iba a despachar una mercadería y aunque le costaba un poco pedalear, levantó la mano para saludarme. Al rato lo vi pasar de vuelta. ¡Don Germán!, ¿todavía aquí?, me volvió a saludar. Yo no dije nada; me limité a mirarlo. Bien entrada la tarde lo vi venir de nuevo con una nueva carga de frutas y verduras. ¡Por Dios!, dijo, solamente. Esa vez temió saludarme y yo traduje su exclamación más bien como un gesto de piedad. Entre tanto, resultaba increíble comprobar como transcurrían las horas, una tras otra, mecánicamente, sin remedio, con esa fría objetividad que las caracteriza. Comencé a pensar entonces si la B-17 no sería una línea fantasma, si la B-17 no sería el remedo de una ficticia variante A-16. Usted sabe que la mente poética es así, señor Mardones, juega con lo que hace sufrir, convierte las desgracias en fantasía y así se libera del mal que el mundo y la naturaleza le van metiendo en la mollera, en el entendido de que la mente esté en la mollera. Pero me distraigo. Déjeme continuar, por favor... sí, déjeme continuar... más agua, por favor... gracias, muchas gracias. Le decía que habrían pasado horas, unas tres o cuatro; comenzaba a impacientarme, no surgían nuevas metáforas, se acababa la imaginación. Entonces sucedió algo muy grande y revelador, cuyo análisis dejo a su criterio, pues me temo que este retorno le está haciendo mal a mi memoria. Desde mi asiento en el bus fui testigo de una secuencia tenebrosa, aparte de lógica. Ante mis ojos desfilaron, una a una, las más diversas funerarias. "Cristo es la roca", "Hogar de Cristo", "Cristo luz del mundo", "Funerarias La Unión", "Hermanos Carrasco"... Eran las mismas de siempre, naturalmente, y sin embargo me abrían el espíritu, me invitaban a un descenso plagado de horror y dolores. Habiendo visto la última de ellas, la calle me regaló a continuación visiones de torturas medievales. "Hospital San José"... "Servicio de urgencia de adultos"... ¡"Instituto nacional del cáncer"! (aquí lo traicionó otro gallito). Como si no bastaran las funerarias, los centros de salud me hicieron ver que el único estado posible del hombre es la enfermedad, que conduce inexorablemente a la muerte. Los enajenados que circulaban por el sector pidiendo monedas para adquirir cigarrillos anunciaban a pocos metros, como si fuera poco, la estructura decadente del hospital siquiátrico y las familias enteras vestidas de negro que se veían dentro de ciertos vehículos que enfilaban por avenidas paralelas no podían dirigirse sino al lugar más tétrico de todos: la morgue. Entonces vi pasar ante mis ojos el Cementerio israelita, señal de que ya estaba próximo a la avenida Recoleta, embudo a cuya boca van a dar a su hora los habitantes de Santiago: el Cementerio general. Pero al mismo tiempo de que me sucedía lo que le acabo de narrar circulaba por tercera vez el verdulero con un nuevo encargo en su triciclo. Si no lo hubiese mirado tres veces no lo habría reconocido: ¡era un despojo del anterior!, un fantasma envejecido por los años, un hombre en el ocaso para el que el pedaleo se había convertido en una tortura, un castigo del Señor. Me pregunté si en esas condiciones no sería mejor estar muerto, pues, ¿de qué le valía ganarse la vida? o mejor, ¿para qué se la estaba ganando? Entonces me desperté por completo: yo seguía en el paradero, nunca había viajado ese día y lo que mis ojos habían visto eran anuncios, profecías venidas de la realidad, pues sabe usted perfectamente, señor Mardones, y ya lo he dicho, que por Santa María, Vivaceta, Bezanilla y Recoleta se hallan efectivamente esos lugares y edificios que le he descrito... sí... más agua, por favor... muchas gracias... pero lo que me despertó por entero no fue la constatación de ese hecho delirante; fue otra cosa, fue el haber tomado conciencia de que el verdulero me miró fijamente, sin saludarme. Tardé unos momentos en comprender que no me había reconocido. Y si no me había reconocido no era porque el farol de la esquina no alumbrara bien mi rostro -al contrario, lo encendía vivamente- sino porque mis rasgos no eran ya los mismos. ¿No lo nota, señor Mardones, no es capaz de notarlo? ¿No tiene ojos acaso? ¡Me estoy devolviendo a la infancia y usted no se da cuenta!
Nunca había sido testigo de una borrachera con agua de la llave, pero a juzgar por sus palabras, don Germán estaba enteramente borracho. ¿Retorno a la niñez? Está bien decirlo en un sentido metafórico, poético, pero ¿desafiar las leyes del tiempo y volver de verdad a los orígenes? Es imposible, no hay casos así ni los habrá jamás. Era verdad que sus manos, las manos de esa noche, eran manos juveniles; también era cierto que su piel estaba tersa, que su rostro no exhibía arrugas, que de su frente no brotaban pliegues, que su misma voz era casi una voz adolescente, lo que refrendaban los gallitos, pero, ¿volver a la infancia? Mucha lectura, mucho Quijote, demasiado Scott Fitzgerald, pensé.
Aún así, el suyo me pareció un discurso deslumbrante. Por lo mismo, no reparé cuando se levantó para ir al baño. Demasiada agua le pasó la cuenta, concluí. Transcurrieron diez minutos y no volvía; empecé a preocuparme. Decidí ir a buscarlo: el baño estaba abierto y adentro no había nadie. Aproveché de orinar yo mismo, ríos y ríos de orina. ¿Se había ido sin avisarme? Don Germán no era capaz de algo así. Volví al asiento, llamé a Claudio y le pedí la cuenta. La suma era ridícula. El agua no se cobra, me explicó, sólo el derecho a asiento, y como usted es cliente antiguo... Le pregunté entonces por don Germán. Claudio hizo una mueca, como si bebiera aceite de bacalao. ¿Se encuentra bien?, me preguntó. Me siento perfectamente, Claudio, le dije, pero me gustaría saber dónde se fue mi compañero de mesa. ¿Qué compañero de mesa? Don Germán Arellano, ¿lo ubica? ¿Don Germán? Claro que lo ubico. ¿No es ese amable señor de lentes, el corrector de pruebas de su diario? Él mismo. ¿Y qué hay con él? Nada, es que quiero saber dónde se fue. Usted vino solo, señor Mardones, convénzase. Sí, Claudio, je, je, era una broma, gusto de verlo y pórtese bien. Espere, señor Mardones, se le queda este papel...
No era momento para digresiones. Volví al diario y pregunté por don Germán. Los guardias hicieron un llamado a su sección y me confirmaron lo que me temía:
-No vino. Está en su día libre.
Volví a la calle. El principio de artrosis, la calvicie galopante eran bagatelas. La vejez me estaba haciendo su primera gran jugada. Esa vieja vestida con harapos que va de puerta en puerta anunciado la hora a todo el mundo me entregaba la primera señal a través de las palabras de mi amigo, invisible para todos, no para mí. El verdadero retorno no sólo es real sino dramático, angustiante. Don Germán me lo advirtió y no le entendí su mensaje cifrado, pero ahora se me abría la mente, igual que a él, ayer por la tarde.
Paré un taxi y le ordené que me llevara a la esquina de Santa María con Enrique Soro. Le rogué que encendiera la luz interior para examinar el papel. Era un poema, nacido indiscutiblemente de la mano genial del poeta moribundo. Decía así:
Un tiempo deslumbrante
Había en el ayer inciertas batallas
que destellaban en la maleza.
Había inexorables pasos en busca del mar,
de hundidos espacios cruzados por bellos artilugios,
de truenos,
del Edén que se soñaba eterno,
de matices y fantasmas.
Había un tiempo deslumbrante.
Y sólo los audaces regresaban,
cada noche,
a los torrentes,
a los bellos artilugios,
a los muslos en llamas,
a las inciertas batallas
que destellaban en la maleza...
¡Acelere! -le ordené. El taxista me hizo caso, pero sólo hasta un límite razonable, lo que juzgué casi como una traición y se lo hice ver.
-¿Usted me paga el parte? -protestó, fulminándome levemente a través del espejo retrovisor.
-¡Yo se lo pago! ¡Y le pago diez partes, si quiere! -reaccioné, fuera de mis cabales.
El chofer me dejó en la esquina, recibió su dinero y se marchó, ahora sí que apurado.
Desconocidos habían destruido la luminaria situada frente al paradero, a juzgar por los vidrios dispersos en la calzada, sin aplastar aún por los vehículos. El paradero estaba vacío, salvo por una especie de frazada arrinconada en el asiento. El humilde ropaje protegía el cuerpo de un bebé, un bebé de horas, se parecía tanto al de mis sueños, un bebé rozagante, hambriento, lleno de aire en los pulmones. Al acercarme, la criatura se agitó levemente y tendió a levantar su cabecita hacia arriba. Consiguió sacar sus manitas de la frazada y las estiró en mi dirección. Sus ojos negros brillaron en la oscuridad y juro que antes de largar el llanto me sonrieron. Lo tomé en mis brazos y lo acogí con todo el cariño que mi estado de incredulidad pudo darle, antes de llevarlo a la comisaría más cercana.
"Cuídenmelo, por fabor", se leía en una nota adosada a las iniciales del nombre escrito en su muñeca: G. A. S.
Pero no puedo terminar esta secuencia sin sacar de ciertas dudas, que naturalmente se les habrán despertado, a mis escasos lectores. Yo mismo, como lector, prefiero los finales cerrados a los abiertos. No me agrada darle al relato una dirección que el autor tal vez no imaginó. Aquello me huele a traición, a desequilibrio de intelectos. Pero qué digo, ya me alejo otra vez de la gran quimera...
Al día siguiente aparecí como siempre en el diario. Allí estaba, también como todos los días, don Germán, quien se levantó de un salto para decirme que me había visto en las noticias. Otros colegas hicieron lo mismo. Odio ser el centro en cualquier grupo humano, pero ayer tuve que soportar dicha sensación durante varios minutos; mejor dicho, hasta que conté el caso una y otra vez. Luego de que el apetito fue satisfecho pude recién sentarme en mi puesto e iniciar la jornada.
Tarde en la noche, durante un paréntesis, me acerqué a don Germán y le confesé que todo había sido por su culpa.
-¡No me diga, fíjese que yo lo adiviné! -exclamó, dejando por un momento la página que corregía. Acto seguido me enseñó un nuevo poema escrito en su blog, sembrado de comentarios femeninos. De pronto me lo imaginé dentro del féretro, marmóreo, imponente, intraducible, atrapado para siempre en la materia, impedido de evadirse a las orillas del Ganges o a los confines de Alemania.
-Usted habrá de morir un buen día -le advertí- y yo también. Nada de lo que hemos conocido nos estará esperando en la otra orilla. Nuestros sueños quedarán aquí y la ansiada niñez volverá al polvo de donde surgió. Hoy da lo mismo entrar en la sombría urna que estallar en llanto en el paradero de la micro; da lo mismo escaparse sin aviso de un café que ir a dejar a la comisaría más cercana a un bebé recién nacido con sus iniciales en la muñeca, ¿y dejarlo para qué? ¡Para salir en las noticias! De todos modos da lo mismo, porque esas imágenes son el producto de nuestras fantasías. Pero mañana no será igual, don Germán, mañana será otra cosa, muy diferente, y si tiene a bien aceptarme un pequeño consejo, le ruego encarecidamente que viva usted, que ame hasta lo imposible, que se desgarre de dolor por la virtud ausente, que cante serenatas ridículas ante una ventana cerrada...
-La pura verdad, señor Mardones -me dijo antes de volver a su página y luego a su poema adornado de perfumes. Era obvio que se burlaba de mis aires pontificadores; o tal vez no hacía otra cosa que refugiarse en su esencia, que es la esencia del alma del poeta: la sagrada mediación entre Dios y los hombres a través de la palabra.
Aún así, quien persista en la lectura y desee buscarle un orden, un sentido, una lógica -a la vida y a este relato- se topará con muros insólitos, como los que me salieron al paso en aquellos dos días.
Pero basta. No es que desee hablar de don Germán Arellano Silva; son las circunstancias las que me obligan a volver a él.
Ya lo he mencionado antes en mis Parábolas y en estas Memorias; hasta me di el lujo de robarle el argumento de una monja enana que anduvo por ahí prestándose a ciertas perversas bajezas. Aquella vez no dijo nada, digo nada malo sino al contrario, me colmó de alabanzas. Nunca dice don Germán nada malo de los demás: es asombrosa su capacidad de transformar la ira -que en cualquier mortal nacería de una situación proclive a dicho sentimiento- en gestos o reflexiones poéticas, absurdas, acompañadas desde luego de improperios, chilenismos escalofriantes. En otras palabras, se burla de su suerte. Pensaba, antes de conocerlo mejor, que esa conducta suya escondía una picardía criolla de la que es conveniente resguardarse, so pena de terminar acuchillado a mansalva por el néctar de la venganza oral durante una tertulia que no lo tenga a uno por asistente; o tal vez, también pensé, ayudado por otros antecedentes acerca de su vida, que dicha conducta escondía una baja autoestima. Ahora me he convencido de la falsedad de lo primero. Y si fuese cierto lo segundo, es menos importante que la verdadera causa de sus desvelos: don Germán Arellano Silva, tal como ansío hacerlo yo, es un hombre que avanza a pasos agigantados hacia la niñez. La diferencia es que él avanza realmente, en tanto que yo sólo aspiro a hacerlo. Este estilo que asumo ahora mismo, por ejemplo, ya me traiciona, es un retroceso que se puede entender también como un progreso hacia el estado de estupidez que alcanza la mayor parte de los adultos. En cambio cada uno de sus nuevos poemas sí que son un avance, avance en el sentido de retorno.
Las circunstancias son de lo más extrañas. Paso por un momento de mi vida que se me antoja decisivo. Nada muy novedoso viéndolo desde afuera; agitado y revolucionario si se le examina por dentro. Los hechos objetivos, palpables, son que entrando a la bajada del vaivén de los cincuenta mi cuerpo comienza a dar señales verdaderas, no hipocondriacas, de declive. Me duelen las manos, surgen síntomas de artrosis, hace unos días me han brotado unas vergonzosas várices; la caída del cabello progresa a paso constante, al igual que las canas que van ganando el territorio del cráneo que se resiste a despoblarse. En el bus ya me han dado dos veces el asiento y en mi trabajo no queda casi nadie que no me trate de usted. Duermo menos, pero sueño repetidamente con un niño de poco más de un año que me mira con una sonrisa graciosa, inocente, pura. A mis hijos los veo tarde mal y nunca, de mi esposa me cuidaré de hablar...
Y fue dentro de estas circunstancias de mi vida -las he comentado porque ciertamente ejercerán un efecto dramático en el relato- que a don Germán le aconteció lo que pasaré a narrar.
Era de noche, cerca de las dos. Yo esperaba en mi puesto, casi el único ocupado en el potrero de computadoras en que se transformó de un tiempo a esta parte la oficina. Esperaba que don Germán cumpliera con su oficio un día más; es decir, terminara de leer la última prueba de página que le quedaba por corregir. Una vez que lo hubo hecho y el papel volvió a mis manos, incorporé las correcciones y al grito lúdico de ¡página! traspasé la responsabilidad de la edición al diseñador, quien envió de un teclazo su contenido a las rotativas. El diario ya estaba listo y sólo restaba que el cierre fuese confirmado por el reloj, instrumento que a pesar de lo que le estaba sucediendo a nuestro corrector-poeta, se resistía a dejar su papel de rector de almas del Siglo XXI.
Cuando los relojes marcaron efectivamente las dos campanadas apagué el computador, eché llave al escritorio, me levanté del asiento y me fui. Al darle las buenas noches, don Germán me agarró del brazo, lo que me hizo concentrarme en su mano, de la que extrañé la ausencia de sus clásicas manchas.
-No se vaya aún, por favor -me pidió.
Le pregunté si faltaba algo que despachar. Entonces me fijé en sus ojos: brillaban como luces venidas de un túnel infinito. La tersura de su piel era envidiable, como la de ciertas mujeres que se embetunan el rostro con esas famosas cremas destinadas a lucirse en las fiestas.
-Tengo un poco de miedo, señor Mardones... me está pasando... algo.
No hablaré más de mí y me concentraré en su situación. Había un café abierto en la esquina siguiente; se caracterizaba por atender a jóvenes y a turistas extranjeros. La ebullición nacida del alcohol salpicaba las carcajadas con oleadas de frenesí; dicho ambiente no era el mejor para escuchar el angustiante lamento de un poeta, mas no había posibilidad de elección: era el único café abierto a esa hora en cuadras a la redonda.
-Le ruego que me escuche y no me interrumpa -me rogó. Accedí.
Estas fueron sus palabras.
Hablan los poetas, habla toda la poesía del mundo de tres o cuatro cosas, más no. El tiempo, la muerte, la carne, el amor, la espera, sobre todo la espera. Puede uno imaginar las cosas más disparatadas mientras aguarda, tanto a su amada como su turno en la fila para pagar la cuenta del agua. La espera es la madre de la mentira piadosa, que es el arte. La espera, al contrario de lo que se cree, no regala visos de futuro sino que hace retroceder al alma, pues ésta se nutre de la memoria y la memoria es recuerdo, pasado. Fue así como Keats pudo ver al otoño dormitando bajo un árbol y el difunto mister Elvesham estuvo en un tris de lograr el acceso a la fuente de la eterna juventud a través del mecanismo del traspaso del hilo eterno de un ser a otro. Así también Wordsworth reencontró al niño que dormía en el padre, Blake abrumó a la conciencia con el rugido de un tigre indomable, Carpentier hizo a un hombre viajar a su semilla, Cernuda vio nubes aún no habiéndolas en el cielo infernal que aprisionaba su alma y yo, afiebrado de fiebre de espantosa espera, me aferré a mi balneario de Constitución, de donde jamás he podido salir. Pero éstas son metáforas, señor Mardones, fantasías, ansias de belleza en una tierra ansiosa de descalabros. Si mi vida hubiese seguido transcurriendo metafóricamente, como hasta el día de ayer, todo sería más llevadero. Las deudas me abrumarían, el trabajo de corrector de pruebas se me haría insoportable, los trucos para escabullirme de la presión de las admiradoras que leen mi blog me quitarían el sueño, la fría y solitaria pieza en que tiendo mis huesos cada noche se parecería a la habitación de Raskolnikov con su atmósfera cargada de culpa. ¡Ah, qué plácido y bello era todo aquello, mi pasar!, y no me daba cuenta. Hoy, en cambio, una bruma que conduce a los estados primigenios me traga a una velocidad desconocida y me siento a merced de dichas fuerzas y eso no me pone contento, como debería ser, porque la angustia que acompaña a esa sensación palpable no la puedo manejar.
Pero déjeme retroceder en la historia... ¡ah, retroceder... el retorno! (tragaba vasos enteros de agua; cada vez que pasaba Claudio, el mozo, le pedía otro). ¡Pero si todo comenzó apenas ayer por la tarde!... y antes... mi vida... ¡no me daba cuenta!... ¿Volverá a ser la misma?... ¡La añoro, sí, la añoro y no deseo que vuelva! Pero usted no entiende la contradicción, de seguro... ¡ay, si estuviera en mi pellejo!... ¡cómo entendería! ¡Y cómo se apoderaría de usted esta angustia insoportable! (un inesperado gallito le hizo agachar la cabeza, presumiblemente de vergüenza, hasta que ésta tocó su pecho agitado y se quedó en silencio, uno, dos, tres largos minutos. Luego secó el vaso y prosiguió).
Hay momentos en que me parece estar días y días en el paradero, esperando el Transantiago. Como usted bien sabe, antes, cuando había muchas líneas disputándose las calles, esto no era así.
(Se agitó más aún, hizo un largo paréntesis y continuó).
Ayer salí de mi casa después de almuerzo y me instalé en la esquina de Domingo Santa María con Enrique Soro a esperar la B-17. Me había resignado a esperar unos 40 minutos. De hecho, salí intencionalmente de mi casa con 40 minutos de anticipación. Pasó entonces el verdulero del barrio en su triciclo. Iba a despachar una mercadería y aunque le costaba un poco pedalear, levantó la mano para saludarme. Al rato lo vi pasar de vuelta. ¡Don Germán!, ¿todavía aquí?, me volvió a saludar. Yo no dije nada; me limité a mirarlo. Bien entrada la tarde lo vi venir de nuevo con una nueva carga de frutas y verduras. ¡Por Dios!, dijo, solamente. Esa vez temió saludarme y yo traduje su exclamación más bien como un gesto de piedad. Entre tanto, resultaba increíble comprobar como transcurrían las horas, una tras otra, mecánicamente, sin remedio, con esa fría objetividad que las caracteriza. Comencé a pensar entonces si la B-17 no sería una línea fantasma, si la B-17 no sería el remedo de una ficticia variante A-16. Usted sabe que la mente poética es así, señor Mardones, juega con lo que hace sufrir, convierte las desgracias en fantasía y así se libera del mal que el mundo y la naturaleza le van metiendo en la mollera, en el entendido de que la mente esté en la mollera. Pero me distraigo. Déjeme continuar, por favor... sí, déjeme continuar... más agua, por favor... gracias, muchas gracias. Le decía que habrían pasado horas, unas tres o cuatro; comenzaba a impacientarme, no surgían nuevas metáforas, se acababa la imaginación. Entonces sucedió algo muy grande y revelador, cuyo análisis dejo a su criterio, pues me temo que este retorno le está haciendo mal a mi memoria. Desde mi asiento en el bus fui testigo de una secuencia tenebrosa, aparte de lógica. Ante mis ojos desfilaron, una a una, las más diversas funerarias. "Cristo es la roca", "Hogar de Cristo", "Cristo luz del mundo", "Funerarias La Unión", "Hermanos Carrasco"... Eran las mismas de siempre, naturalmente, y sin embargo me abrían el espíritu, me invitaban a un descenso plagado de horror y dolores. Habiendo visto la última de ellas, la calle me regaló a continuación visiones de torturas medievales. "Hospital San José"... "Servicio de urgencia de adultos"... ¡"Instituto nacional del cáncer"! (aquí lo traicionó otro gallito). Como si no bastaran las funerarias, los centros de salud me hicieron ver que el único estado posible del hombre es la enfermedad, que conduce inexorablemente a la muerte. Los enajenados que circulaban por el sector pidiendo monedas para adquirir cigarrillos anunciaban a pocos metros, como si fuera poco, la estructura decadente del hospital siquiátrico y las familias enteras vestidas de negro que se veían dentro de ciertos vehículos que enfilaban por avenidas paralelas no podían dirigirse sino al lugar más tétrico de todos: la morgue. Entonces vi pasar ante mis ojos el Cementerio israelita, señal de que ya estaba próximo a la avenida Recoleta, embudo a cuya boca van a dar a su hora los habitantes de Santiago: el Cementerio general. Pero al mismo tiempo de que me sucedía lo que le acabo de narrar circulaba por tercera vez el verdulero con un nuevo encargo en su triciclo. Si no lo hubiese mirado tres veces no lo habría reconocido: ¡era un despojo del anterior!, un fantasma envejecido por los años, un hombre en el ocaso para el que el pedaleo se había convertido en una tortura, un castigo del Señor. Me pregunté si en esas condiciones no sería mejor estar muerto, pues, ¿de qué le valía ganarse la vida? o mejor, ¿para qué se la estaba ganando? Entonces me desperté por completo: yo seguía en el paradero, nunca había viajado ese día y lo que mis ojos habían visto eran anuncios, profecías venidas de la realidad, pues sabe usted perfectamente, señor Mardones, y ya lo he dicho, que por Santa María, Vivaceta, Bezanilla y Recoleta se hallan efectivamente esos lugares y edificios que le he descrito... sí... más agua, por favor... muchas gracias... pero lo que me despertó por entero no fue la constatación de ese hecho delirante; fue otra cosa, fue el haber tomado conciencia de que el verdulero me miró fijamente, sin saludarme. Tardé unos momentos en comprender que no me había reconocido. Y si no me había reconocido no era porque el farol de la esquina no alumbrara bien mi rostro -al contrario, lo encendía vivamente- sino porque mis rasgos no eran ya los mismos. ¿No lo nota, señor Mardones, no es capaz de notarlo? ¿No tiene ojos acaso? ¡Me estoy devolviendo a la infancia y usted no se da cuenta!
Nunca había sido testigo de una borrachera con agua de la llave, pero a juzgar por sus palabras, don Germán estaba enteramente borracho. ¿Retorno a la niñez? Está bien decirlo en un sentido metafórico, poético, pero ¿desafiar las leyes del tiempo y volver de verdad a los orígenes? Es imposible, no hay casos así ni los habrá jamás. Era verdad que sus manos, las manos de esa noche, eran manos juveniles; también era cierto que su piel estaba tersa, que su rostro no exhibía arrugas, que de su frente no brotaban pliegues, que su misma voz era casi una voz adolescente, lo que refrendaban los gallitos, pero, ¿volver a la infancia? Mucha lectura, mucho Quijote, demasiado Scott Fitzgerald, pensé.
Aún así, el suyo me pareció un discurso deslumbrante. Por lo mismo, no reparé cuando se levantó para ir al baño. Demasiada agua le pasó la cuenta, concluí. Transcurrieron diez minutos y no volvía; empecé a preocuparme. Decidí ir a buscarlo: el baño estaba abierto y adentro no había nadie. Aproveché de orinar yo mismo, ríos y ríos de orina. ¿Se había ido sin avisarme? Don Germán no era capaz de algo así. Volví al asiento, llamé a Claudio y le pedí la cuenta. La suma era ridícula. El agua no se cobra, me explicó, sólo el derecho a asiento, y como usted es cliente antiguo... Le pregunté entonces por don Germán. Claudio hizo una mueca, como si bebiera aceite de bacalao. ¿Se encuentra bien?, me preguntó. Me siento perfectamente, Claudio, le dije, pero me gustaría saber dónde se fue mi compañero de mesa. ¿Qué compañero de mesa? Don Germán Arellano, ¿lo ubica? ¿Don Germán? Claro que lo ubico. ¿No es ese amable señor de lentes, el corrector de pruebas de su diario? Él mismo. ¿Y qué hay con él? Nada, es que quiero saber dónde se fue. Usted vino solo, señor Mardones, convénzase. Sí, Claudio, je, je, era una broma, gusto de verlo y pórtese bien. Espere, señor Mardones, se le queda este papel...
No era momento para digresiones. Volví al diario y pregunté por don Germán. Los guardias hicieron un llamado a su sección y me confirmaron lo que me temía:
-No vino. Está en su día libre.
Volví a la calle. El principio de artrosis, la calvicie galopante eran bagatelas. La vejez me estaba haciendo su primera gran jugada. Esa vieja vestida con harapos que va de puerta en puerta anunciado la hora a todo el mundo me entregaba la primera señal a través de las palabras de mi amigo, invisible para todos, no para mí. El verdadero retorno no sólo es real sino dramático, angustiante. Don Germán me lo advirtió y no le entendí su mensaje cifrado, pero ahora se me abría la mente, igual que a él, ayer por la tarde.
Paré un taxi y le ordené que me llevara a la esquina de Santa María con Enrique Soro. Le rogué que encendiera la luz interior para examinar el papel. Era un poema, nacido indiscutiblemente de la mano genial del poeta moribundo. Decía así:
Un tiempo deslumbrante
Había en el ayer inciertas batallas
que destellaban en la maleza.
Había inexorables pasos en busca del mar,
de hundidos espacios cruzados por bellos artilugios,
de truenos,
del Edén que se soñaba eterno,
de matices y fantasmas.
Había un tiempo deslumbrante.
Y sólo los audaces regresaban,
cada noche,
a los torrentes,
a los bellos artilugios,
a los muslos en llamas,
a las inciertas batallas
que destellaban en la maleza...
¡Acelere! -le ordené. El taxista me hizo caso, pero sólo hasta un límite razonable, lo que juzgué casi como una traición y se lo hice ver.
-¿Usted me paga el parte? -protestó, fulminándome levemente a través del espejo retrovisor.
-¡Yo se lo pago! ¡Y le pago diez partes, si quiere! -reaccioné, fuera de mis cabales.
El chofer me dejó en la esquina, recibió su dinero y se marchó, ahora sí que apurado.
Desconocidos habían destruido la luminaria situada frente al paradero, a juzgar por los vidrios dispersos en la calzada, sin aplastar aún por los vehículos. El paradero estaba vacío, salvo por una especie de frazada arrinconada en el asiento. El humilde ropaje protegía el cuerpo de un bebé, un bebé de horas, se parecía tanto al de mis sueños, un bebé rozagante, hambriento, lleno de aire en los pulmones. Al acercarme, la criatura se agitó levemente y tendió a levantar su cabecita hacia arriba. Consiguió sacar sus manitas de la frazada y las estiró en mi dirección. Sus ojos negros brillaron en la oscuridad y juro que antes de largar el llanto me sonrieron. Lo tomé en mis brazos y lo acogí con todo el cariño que mi estado de incredulidad pudo darle, antes de llevarlo a la comisaría más cercana.
"Cuídenmelo, por fabor", se leía en una nota adosada a las iniciales del nombre escrito en su muñeca: G. A. S.
Pero no puedo terminar esta secuencia sin sacar de ciertas dudas, que naturalmente se les habrán despertado, a mis escasos lectores. Yo mismo, como lector, prefiero los finales cerrados a los abiertos. No me agrada darle al relato una dirección que el autor tal vez no imaginó. Aquello me huele a traición, a desequilibrio de intelectos. Pero qué digo, ya me alejo otra vez de la gran quimera...
Al día siguiente aparecí como siempre en el diario. Allí estaba, también como todos los días, don Germán, quien se levantó de un salto para decirme que me había visto en las noticias. Otros colegas hicieron lo mismo. Odio ser el centro en cualquier grupo humano, pero ayer tuve que soportar dicha sensación durante varios minutos; mejor dicho, hasta que conté el caso una y otra vez. Luego de que el apetito fue satisfecho pude recién sentarme en mi puesto e iniciar la jornada.
Tarde en la noche, durante un paréntesis, me acerqué a don Germán y le confesé que todo había sido por su culpa.
-¡No me diga, fíjese que yo lo adiviné! -exclamó, dejando por un momento la página que corregía. Acto seguido me enseñó un nuevo poema escrito en su blog, sembrado de comentarios femeninos. De pronto me lo imaginé dentro del féretro, marmóreo, imponente, intraducible, atrapado para siempre en la materia, impedido de evadirse a las orillas del Ganges o a los confines de Alemania.
-Usted habrá de morir un buen día -le advertí- y yo también. Nada de lo que hemos conocido nos estará esperando en la otra orilla. Nuestros sueños quedarán aquí y la ansiada niñez volverá al polvo de donde surgió. Hoy da lo mismo entrar en la sombría urna que estallar en llanto en el paradero de la micro; da lo mismo escaparse sin aviso de un café que ir a dejar a la comisaría más cercana a un bebé recién nacido con sus iniciales en la muñeca, ¿y dejarlo para qué? ¡Para salir en las noticias! De todos modos da lo mismo, porque esas imágenes son el producto de nuestras fantasías. Pero mañana no será igual, don Germán, mañana será otra cosa, muy diferente, y si tiene a bien aceptarme un pequeño consejo, le ruego encarecidamente que viva usted, que ame hasta lo imposible, que se desgarre de dolor por la virtud ausente, que cante serenatas ridículas ante una ventana cerrada...
-La pura verdad, señor Mardones -me dijo antes de volver a su página y luego a su poema adornado de perfumes. Era obvio que se burlaba de mis aires pontificadores; o tal vez no hacía otra cosa que refugiarse en su esencia, que es la esencia del alma del poeta: la sagrada mediación entre Dios y los hombres a través de la palabra.
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