La corrupción es nuestra compañera fiel; y debemos ir a su encuentro. Aparece del modo menos esperado y la miramos de reojo. Seguimos de largo, postergamos la cita.
La corrupción se pasea por la plaza y se ofrece a los débiles, y los débiles caen ante la tentadora visión.
Su boca es demasiado grande; se traga con facilidad a los mortales.
Tiene alas y vuela de pueblo en pueblo, rozándose a los ángeles. Solo un saludo entre las razas, un saludo o un desdén.
El calor corrompe las aguas estancadas; por las mañanas la sombra hiede y llama como un espejo quebrado detrás de los juncos. Si asoman rostros de deseo la réplica viene de los ángeles: cámbiense de acera y vayan a mirar los ojos entornados de la virgen, de no hacerlo la degradación hará lo suyo en un carnaval de frenesí.
Obsceno poderío, guarda su oro negro en una cloaca ubicada a veintitrés metros de hondura; se accede bajando por una escalera de caracol camuflada en un almacén de venta de escaleras.
Cae la lluvia de septiembre sobre un gorrión muerto en el tejado; el pájaro rígido no evoca nada, lleva demasiado tiempo muerto. La casa se pudre por dentro, cuesta caminar en ella, las barandas del segundo piso huelen a traición, las goteras caen en el dormitorio y en los vestidores. Cuando el mundo era antiguo, el caos reinaba en los montes, en los ríos y en los mares; hoy reina dentro de la casa.
La quimera levanta magníficos estadios; todo el mundo promete visitarlos el día de mañana.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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miércoles, septiembre 26, 2018
viernes, septiembre 21, 2018
Work Café
Eligiendo un tema
Todos los temas son interesantes
Observando al enemigo
Todo el mundo es un enemigo
Invitando al cliente
Todo cliente contiene una bolsa de dinero
Planificando un asalto
Todos los asaltos son violentos
Preparando un café
Todos los cafés demandan trabajo
Mirando hacia el pasaje
Todos los transeúntes van a alguna parte
Aguardando la noche
Todos los días terminan en la noche
Escribiendo un poema
Todos los poemas persiguen la belleza
Cada elección es un dilema
Gracias mi buen Dios
El guardia ve enemigos
Gracias mi buen Dios
El banco ve dinero
Gracias mi buen Dios
El asaltante ve violencia
Gracias mi buen Dios
La empleada ve trabajo
Gracias mi buen Dios
Los transeúntes ven caminos
Gracias mi buen Dios
Las noches ven los días
Gracias mi buen Dios
El poeta ve palabras
Gracias mi buen Dios
El tiempo es una suma de puntos infinitos
En todos los puntos está Dios
Todos los dioses son el tiempo
Todos los temas son interesantes
Observando al enemigo
Todo el mundo es un enemigo
Invitando al cliente
Todo cliente contiene una bolsa de dinero
Planificando un asalto
Todos los asaltos son violentos
Preparando un café
Todos los cafés demandan trabajo
Mirando hacia el pasaje
Todos los transeúntes van a alguna parte
Aguardando la noche
Todos los días terminan en la noche
Escribiendo un poema
Todos los poemas persiguen la belleza
Cada elección es un dilema
Gracias mi buen Dios
El guardia ve enemigos
Gracias mi buen Dios
El banco ve dinero
Gracias mi buen Dios
El asaltante ve violencia
Gracias mi buen Dios
La empleada ve trabajo
Gracias mi buen Dios
Los transeúntes ven caminos
Gracias mi buen Dios
Las noches ven los días
Gracias mi buen Dios
El poeta ve palabras
Gracias mi buen Dios
El tiempo es una suma de puntos infinitos
En todos los puntos está Dios
Todos los dioses son el tiempo
miércoles, septiembre 12, 2018
La figura tentacular
No bien surgió de la tierra, la sustancia tentacular fue rodeada por unos brazos serpenteantes venidos de lo alto. Sobre el planeta de tres soles caían rayos de silicato de sodio, lo que fue interpretado como un buen signo de su nacimiento. El planeta nocturno se hallaba plagado de seres tentaculares, tardó la forma en darse cuenta de eso, y cuando tomó conciencia se sintió alegre pues, en dicho planeta, por muy extraño que parezca, la alegría sí tenía cabida, al igual que la aprensión, la negligencia y el miedo, no así sentimientos como la envidia, la serenidad, la rabia o sensaciones como el dolor y el cansancio, de modo que el planeta no se regía por principio moral alguno, aunque tampoco había tenido lugar jamás una guerra.
Con los primeros tintes de la alborada levantaron vuelo los pájaros de fuego; se elevaron hasta que se perdieron de vista en el cielo, rumbo a la primera estrella. Solo habría una alborada en sus vidas y la aguardaban con ansias, agazapados bajo las rocas, buscando evitar la lluvia ácida. Cuántos de ellos no vieron jamás la luz a la que estaban destinados, víctimas de su desidia. Al tiempo que las aves se elevaban los seres tentaculares desaparecían de la faz de la tierra y se refugiaban en sus escondrijos subterráneos, temerosos de la luz. El día les llegaba en el primer tercio de sus vidas.
De ordinario los seres tentaculares se agrupaban en pequeños conjuntos que se repartían el poco espacio que dejaban las estrías que conducían al centro de la tierra. Los tentáculos de un organismo abarcaban los brazos que iban naciendo y también aquellos convertidos en estropajos flácidos que se arrastraban por el suelo, como babosas reptilianas. Estos últimos seres, por su condición, se destinaban a limpiar el piso. La figura tentacular debía administrar su energía por decreto, pues ninguna ley moral lo obligaba a ello. Una vez que sus propias extremidades iban perdiendo fuerza era incorporado a los tentáculos que antes le eran una carga; estos a su vez recogían los tentáculos que brotaban de la tierra, lo que generalmente ocurría en la segunda noche de sus vidas.
Así dispuesta la existencia, esta se desenvolvía con normalidad en el planeta. Habrían de pasar millones de fases antes de que el primer sol dejara de alumbrar. Sabido era que en tal momento todo habría de cambiar, a pesar de mantenerse la reserva de los soles restantes; de allí que, a la espera de ese día trágico, la atmósfera aprensiva deviniese en asfixiante, un canto de alegría ante la desgracia inminente.
Los seres tentaculares se alimentaban de sierpes de carbonato de litio que mantenían en depósitos aéreos para que adquirieran tonalidades verdosas. El cambio de color significaba que ya habían incorporado a sus pieles retorcidas y escamosas los nutrientes de la atmósfera. Con el paso del tiempo se habían convertido en expertos en ese tipo de crianza, de modo que no precisaban de otra comida para vivir; y en cuanto a las sierpes, estas morían alegremente al ser absorbidas por los tentáculos, puesto que formaban parte de la misma pregunta que las hacía renacer desde las profundidades.
Cuando los tres soles, uno al lado del otro, dejaban caer sus rayos, el planeta se volvía una masa de arena ardiente, sobre la que maduraban flores de uranio. Al desintegrarse sus pétalos, el estallido se mezclaba con las risas de los seres que aguardaban en el fondo de la tierra. Reían de alegría, convertidos en abrazos tumorales, pegados entre sí, dispuestos en grupos que de cuando en cuando se tanteaban con las ventosas extremas de sus tentáculos, más bien para comprobar que todo acaecía como lo dictaba el libro.
En condiciones tan paradisíacas como las que se describen era inimaginable atisbar una disputa, por mínima que fuese, ya sea entre los seres tentaculares como entre ellos y el entorno. Sin embargo, en el apéndice del libro quedaría registrado un desarreglo que pudo haber cambiado la suerte del planeta. Ocurrió al iniciarse la estación del ocaso, entre la decimosexta y la decimonovena era. Los seres tentaculares se hallaban en plena instalación de sus cultivos aéreos y los primeros brotes de serpientes enroscaban sus escamas en los alambres de titanio cuando de la nada surgió un pájaro de fuego que se tragó a una de ellas, mientras emprendía vuelo al primer sol. Ninguno de los tentáculos fue capaz de llegar a sus alas; de las bocas escondidas manaron risas nerviosas que sonaron como chirridos de frenos. Evidentemente se trataba de un ave tardía, de esas que se daban una vez cada quinientas temporadas, de allí que el libro las clasificara en la categoría de los signos funestos. Y en efecto, los brotes se secaron y la consecuencia pasó al libro con el nombre de "la noche de la hambruna". Cientos de miles de seres tentaculares desfallecieron y quedaron esparcidos en la arena, separados unos de otros, cada uno entregado a su suerte. Las raíces de silicio se alimentaron de sus restos descompuestos y fueron creciendo a profundidades monstruosas. Las aprensiones de los pocos cuerpos tentaculares que quedaban aumentaron una vez llegado el tiempo de la luz, al constatar que sus escondrijos se habían cubierto de raíces enmarañadas, raíces que se habían alimentado de los ejemplares de su raza.
Pero esa fue solo una excepción dentro de aquel ambiente bucólico. Los seres tentaculares pudieron sobreponerse al miedo y el planeta volvió a ser testigo, llegada una vez más la estación de las sombras, del rebrote de sus miembros.
De tal modo pasaban los días, y duraban una eternidad; mejor dicho 11 mil días de los nuestros cada día del planeta, días consagrados al nacimiento, la conformación de grupos, el refugio ante la luz, la exposición alegre a la noche, el desarrollo tentacular y su ocaso. El ciclo se daba por cumplido en el momento en que la forma hacía entrega al planeta de los retoños anudados a su cuerpo y uno de ellos a su vez lo incorporaba al suyo, hasta que sus tentáculos gastados caían a la tierra junto con su humanidad entera, donde eran devorados por las raíces, como ya se ha dicho.
De por sí, nadie se rebelaba ante tal sistema. ¿Por qué habrían de hacerlo si la felicidad era completa, la alegría, intensa, y solo se le temía a la profecía del libro, que algún día habría de cumplirse inexorablemente y destruir su paraíso, como estaba escrito?
Las cosas debían ser así porque así estaba bien y no había chispa alguna en el alma de esos seres que incitara al cambio. Nada suponía desgaste, de nada se quejaban y nada más necesitaban; en tal sentido se asemejaban a nuestros animales, aunque ellos poseían, diríase, una inteligencia superior.
¿Por qué escribo todo esto, si el ciclo no hace más que repetirse una y otra vez hasta el cansancio?
Guardo, en el fondo de mi alma, el recuerdo de un ser tentacular que marchó al exilio luego de haber sido castigado por sus semejantes a raíz de una acción diversa que se leyó como traición. No fue un asunto mayor; se trataba de una interpretación ambigua acerca de hechos que disponían al conjunto a ir hacia una dirección, en circunstancias de que ese ser insistía, no en un afán rebelde sino de ingenua desorientación, en marchar en la dirección contraria. Más allá de los montes de arena, poco antes de la llegada de la estación de la luz, el pronóstico era incierto, aunque el grupo había decidido la ruta. El ser tentacular se desprendió de los demás brazos y se guardó en un escondrijo; los demás siguieron su camino y aquellos que quedaron huérfanos fueron reincorporados a otros cuerpos. Al perderse el clan de vista salió a la superficie y se dispuso a vivir su nueva vida indeseada. Sintió de inmediato la pérdida de peso, una sensación de levedad, brusco alivio, la noción de incertidumbre falsa que había comprendido sus acciones históricas, mas también se asomó a sus ojos el fantasma de la identidad, y con todo aquello descubrió una nueva forma de experimentar el peso de la noche, soslayando los miedos a través del ejercicio espiritual de la locura o cantando alegremente, casi con desprecio, a las apariciones de las tormentas de ácido sulfúrico. Así reinició sus quehaceres en la soledad de las frías arenas, idas las sierpes con su raza, cuando apareció la segunda ola de emigrantes y lo halló, lo juzgó y lo condenó a un día de trabajos forzados, un tercio de su vida, en la isla de las miríadas. Vagó el ser tentacular en su superficie ante el insólito espectáculo de las manchas refulgentes que a no más de treinta centímetros de altura nacían y morían en cuestión de momentos, formando una suerte de cielo en la tierra a la que se hallaba condenado. Era visto desde lejos y los límites de sus pretensiones terminaban en alambradas, por los cuatro costados. Lo estaban enseñando para que sintiera algo que jamás había experimentado y que por tanto no sabía cómo definir.
Al aproximarse la alborada fue trasladado a su antiguo grupo, donde se le asignó un cuerpo al que pronto se anudó. Nadie hizo preguntas y el periplo continuó en la faz del planeta.
Con los primeros tintes de la alborada levantaron vuelo los pájaros de fuego; se elevaron hasta que se perdieron de vista en el cielo, rumbo a la primera estrella. Solo habría una alborada en sus vidas y la aguardaban con ansias, agazapados bajo las rocas, buscando evitar la lluvia ácida. Cuántos de ellos no vieron jamás la luz a la que estaban destinados, víctimas de su desidia. Al tiempo que las aves se elevaban los seres tentaculares desaparecían de la faz de la tierra y se refugiaban en sus escondrijos subterráneos, temerosos de la luz. El día les llegaba en el primer tercio de sus vidas.
De ordinario los seres tentaculares se agrupaban en pequeños conjuntos que se repartían el poco espacio que dejaban las estrías que conducían al centro de la tierra. Los tentáculos de un organismo abarcaban los brazos que iban naciendo y también aquellos convertidos en estropajos flácidos que se arrastraban por el suelo, como babosas reptilianas. Estos últimos seres, por su condición, se destinaban a limpiar el piso. La figura tentacular debía administrar su energía por decreto, pues ninguna ley moral lo obligaba a ello. Una vez que sus propias extremidades iban perdiendo fuerza era incorporado a los tentáculos que antes le eran una carga; estos a su vez recogían los tentáculos que brotaban de la tierra, lo que generalmente ocurría en la segunda noche de sus vidas.
Así dispuesta la existencia, esta se desenvolvía con normalidad en el planeta. Habrían de pasar millones de fases antes de que el primer sol dejara de alumbrar. Sabido era que en tal momento todo habría de cambiar, a pesar de mantenerse la reserva de los soles restantes; de allí que, a la espera de ese día trágico, la atmósfera aprensiva deviniese en asfixiante, un canto de alegría ante la desgracia inminente.
Los seres tentaculares se alimentaban de sierpes de carbonato de litio que mantenían en depósitos aéreos para que adquirieran tonalidades verdosas. El cambio de color significaba que ya habían incorporado a sus pieles retorcidas y escamosas los nutrientes de la atmósfera. Con el paso del tiempo se habían convertido en expertos en ese tipo de crianza, de modo que no precisaban de otra comida para vivir; y en cuanto a las sierpes, estas morían alegremente al ser absorbidas por los tentáculos, puesto que formaban parte de la misma pregunta que las hacía renacer desde las profundidades.
Cuando los tres soles, uno al lado del otro, dejaban caer sus rayos, el planeta se volvía una masa de arena ardiente, sobre la que maduraban flores de uranio. Al desintegrarse sus pétalos, el estallido se mezclaba con las risas de los seres que aguardaban en el fondo de la tierra. Reían de alegría, convertidos en abrazos tumorales, pegados entre sí, dispuestos en grupos que de cuando en cuando se tanteaban con las ventosas extremas de sus tentáculos, más bien para comprobar que todo acaecía como lo dictaba el libro.
En condiciones tan paradisíacas como las que se describen era inimaginable atisbar una disputa, por mínima que fuese, ya sea entre los seres tentaculares como entre ellos y el entorno. Sin embargo, en el apéndice del libro quedaría registrado un desarreglo que pudo haber cambiado la suerte del planeta. Ocurrió al iniciarse la estación del ocaso, entre la decimosexta y la decimonovena era. Los seres tentaculares se hallaban en plena instalación de sus cultivos aéreos y los primeros brotes de serpientes enroscaban sus escamas en los alambres de titanio cuando de la nada surgió un pájaro de fuego que se tragó a una de ellas, mientras emprendía vuelo al primer sol. Ninguno de los tentáculos fue capaz de llegar a sus alas; de las bocas escondidas manaron risas nerviosas que sonaron como chirridos de frenos. Evidentemente se trataba de un ave tardía, de esas que se daban una vez cada quinientas temporadas, de allí que el libro las clasificara en la categoría de los signos funestos. Y en efecto, los brotes se secaron y la consecuencia pasó al libro con el nombre de "la noche de la hambruna". Cientos de miles de seres tentaculares desfallecieron y quedaron esparcidos en la arena, separados unos de otros, cada uno entregado a su suerte. Las raíces de silicio se alimentaron de sus restos descompuestos y fueron creciendo a profundidades monstruosas. Las aprensiones de los pocos cuerpos tentaculares que quedaban aumentaron una vez llegado el tiempo de la luz, al constatar que sus escondrijos se habían cubierto de raíces enmarañadas, raíces que se habían alimentado de los ejemplares de su raza.
Pero esa fue solo una excepción dentro de aquel ambiente bucólico. Los seres tentaculares pudieron sobreponerse al miedo y el planeta volvió a ser testigo, llegada una vez más la estación de las sombras, del rebrote de sus miembros.
De tal modo pasaban los días, y duraban una eternidad; mejor dicho 11 mil días de los nuestros cada día del planeta, días consagrados al nacimiento, la conformación de grupos, el refugio ante la luz, la exposición alegre a la noche, el desarrollo tentacular y su ocaso. El ciclo se daba por cumplido en el momento en que la forma hacía entrega al planeta de los retoños anudados a su cuerpo y uno de ellos a su vez lo incorporaba al suyo, hasta que sus tentáculos gastados caían a la tierra junto con su humanidad entera, donde eran devorados por las raíces, como ya se ha dicho.
De por sí, nadie se rebelaba ante tal sistema. ¿Por qué habrían de hacerlo si la felicidad era completa, la alegría, intensa, y solo se le temía a la profecía del libro, que algún día habría de cumplirse inexorablemente y destruir su paraíso, como estaba escrito?
Las cosas debían ser así porque así estaba bien y no había chispa alguna en el alma de esos seres que incitara al cambio. Nada suponía desgaste, de nada se quejaban y nada más necesitaban; en tal sentido se asemejaban a nuestros animales, aunque ellos poseían, diríase, una inteligencia superior.
¿Por qué escribo todo esto, si el ciclo no hace más que repetirse una y otra vez hasta el cansancio?
Guardo, en el fondo de mi alma, el recuerdo de un ser tentacular que marchó al exilio luego de haber sido castigado por sus semejantes a raíz de una acción diversa que se leyó como traición. No fue un asunto mayor; se trataba de una interpretación ambigua acerca de hechos que disponían al conjunto a ir hacia una dirección, en circunstancias de que ese ser insistía, no en un afán rebelde sino de ingenua desorientación, en marchar en la dirección contraria. Más allá de los montes de arena, poco antes de la llegada de la estación de la luz, el pronóstico era incierto, aunque el grupo había decidido la ruta. El ser tentacular se desprendió de los demás brazos y se guardó en un escondrijo; los demás siguieron su camino y aquellos que quedaron huérfanos fueron reincorporados a otros cuerpos. Al perderse el clan de vista salió a la superficie y se dispuso a vivir su nueva vida indeseada. Sintió de inmediato la pérdida de peso, una sensación de levedad, brusco alivio, la noción de incertidumbre falsa que había comprendido sus acciones históricas, mas también se asomó a sus ojos el fantasma de la identidad, y con todo aquello descubrió una nueva forma de experimentar el peso de la noche, soslayando los miedos a través del ejercicio espiritual de la locura o cantando alegremente, casi con desprecio, a las apariciones de las tormentas de ácido sulfúrico. Así reinició sus quehaceres en la soledad de las frías arenas, idas las sierpes con su raza, cuando apareció la segunda ola de emigrantes y lo halló, lo juzgó y lo condenó a un día de trabajos forzados, un tercio de su vida, en la isla de las miríadas. Vagó el ser tentacular en su superficie ante el insólito espectáculo de las manchas refulgentes que a no más de treinta centímetros de altura nacían y morían en cuestión de momentos, formando una suerte de cielo en la tierra a la que se hallaba condenado. Era visto desde lejos y los límites de sus pretensiones terminaban en alambradas, por los cuatro costados. Lo estaban enseñando para que sintiera algo que jamás había experimentado y que por tanto no sabía cómo definir.
Al aproximarse la alborada fue trasladado a su antiguo grupo, donde se le asignó un cuerpo al que pronto se anudó. Nadie hizo preguntas y el periplo continuó en la faz del planeta.
domingo, septiembre 09, 2018
El violín y la voz
El día del vino es otro de los inventos nuevos; se celebra tomando vino más barato que el que se vende los demás días, no tanto como para que no les convenga a los bares y restaurantes, y así las parejas y los amigos concurren a sus locales favoritos y ordenan sendas copas con un acompañamiento ordinario, por ejemplo un platón de papas fritas cubiertas de queso. Se trata de que la plata fluya siempre de mano en mano y así la vida prosiga su curso.
Un dúo de artistas quería entrar al local a tocar sus melodías, eran estos un violín y una voz que procuraban hacer la ganancia del día, mas sus intentos resultaron vanos, de modo que se conformaron con tocar desde afuera. A la salida recibían de los clientes alguna moneda huacha, que alcanzaba justo para no abandonar sus ambiciones. En cuanto a los transeúntes, casi todos pasaban mirando; uno que otro se agachaba al estuche forrado de terciopelo negro, gastado, brilloso, y echaba una gota de agua al océano.
Cerradas las puertas del bar repartieron las contribuciones, se besaron y separaron sus caminos. El violín subió a la micro, sin pagar, y a los veinte minutos llegó a una casa cubierta de rejas; rejas en el antejardín, en la puerta, en las ventanas, en los balones de gas, detrás de las cuales lo esperaban una mujer, sus tres hijos y su padre. El viejo lo miró, sin reconocerlo. El violín lo besó en la frente, dejó el estuche en lo más alto del estante y se sentó a la mesa, donde la mujer le sirvió un vaso de jugo en polvo y un plato de porotos hasta los bordes, como al violín le gustaba. ¿No hay bebida? Se acabó, y ella giró la cabeza hacia el cuarto de los niños. Los niños miraban la televisión y peleaban; la mayor le dio un coscorrón a la del medio y el niño, que terciaba en la disputa, se echó a llorar tras recibir un castigo inesperado de las dos, quienes al segundo se apiadaron de él y lo hicieron dormir entre ambas, al medio de la cama.
Se apagaron las luces de la casa y se hizo el silencio. ¿Cómo se portaron los niños? Bien. ¿Y el viejo? Hoy estuvo tranquilo, ni se movió. ¿No le dio por arrancarse? No, estuvo tranquilo.
La mujer le habló al oído.
Tái llegando con poca plata, búscate un acompañante y te va a ir mejor.
Sí, lo estaba pensando.
Un dúo de artistas quería entrar al local a tocar sus melodías, eran estos un violín y una voz que procuraban hacer la ganancia del día, mas sus intentos resultaron vanos, de modo que se conformaron con tocar desde afuera. A la salida recibían de los clientes alguna moneda huacha, que alcanzaba justo para no abandonar sus ambiciones. En cuanto a los transeúntes, casi todos pasaban mirando; uno que otro se agachaba al estuche forrado de terciopelo negro, gastado, brilloso, y echaba una gota de agua al océano.
Cerradas las puertas del bar repartieron las contribuciones, se besaron y separaron sus caminos. El violín subió a la micro, sin pagar, y a los veinte minutos llegó a una casa cubierta de rejas; rejas en el antejardín, en la puerta, en las ventanas, en los balones de gas, detrás de las cuales lo esperaban una mujer, sus tres hijos y su padre. El viejo lo miró, sin reconocerlo. El violín lo besó en la frente, dejó el estuche en lo más alto del estante y se sentó a la mesa, donde la mujer le sirvió un vaso de jugo en polvo y un plato de porotos hasta los bordes, como al violín le gustaba. ¿No hay bebida? Se acabó, y ella giró la cabeza hacia el cuarto de los niños. Los niños miraban la televisión y peleaban; la mayor le dio un coscorrón a la del medio y el niño, que terciaba en la disputa, se echó a llorar tras recibir un castigo inesperado de las dos, quienes al segundo se apiadaron de él y lo hicieron dormir entre ambas, al medio de la cama.
Se apagaron las luces de la casa y se hizo el silencio. ¿Cómo se portaron los niños? Bien. ¿Y el viejo? Hoy estuvo tranquilo, ni se movió. ¿No le dio por arrancarse? No, estuvo tranquilo.
La mujer le habló al oído.
Tái llegando con poca plata, búscate un acompañante y te va a ir mejor.
Sí, lo estaba pensando.
lunes, septiembre 03, 2018
Del cielo y del infierno
Y así ocurrió. Demasiadas atenciones me atrasaron; eran las 10:25 de la mañana cuando encaminé mis pasos al trabajo, que como bien sabía todo el mundo, quedaba muy lejos, cerca de La Dehesa. Los dueños de casa ofrecieron llevarme en auto al paradero más cercano, pero se trataba solamente de una oferta de buena crianza y la deseché. Un chofer que esperaba a la salida me dio a entender que iba partiendo, aunque se daba la casualidad que se dirigía al otro extremo de la ciudad.
Me vi obligado a esperar la micro. Me servían dos líneas, que se estaban demorando una eternidad. Caminaba por la amplia avenida de ripio, prácticamente sin esperanzas, cuando percibí entre las arboledas una manifestación que se tomaba el camino. Yendo hacia ese lado estaba perdido; cualquier vehículo de la locomoción colectiva debería detenerse, atrapado en su circuito. Me devolví, busqué otra calle y la encontré, pero de allí venía hacia mí otra marcha, aun más compleja que la anterior. Yo iba demasiado bien vestido a mi trabajo y pensé de inmediato en cómo ocultar la billetera, asomándose como primera opción esconderla dentro de los calcetines, como había hecho en más de una ocasión real. La descarté; siempre descartaba por necio todo lo que se iba presentando a mis posibilidades; se trataba esta vez de una maniobra que hubiese quedado al descubierto en cuestión de segundos. Resultaba evidente que la masa encabritada se abalanzaría para despojarme de mis pertenencias, si es que no de mi preciada vida.
La mente reacciona a la velocidad del rayo en circunstancias como estas, y no es extraño que surjan decisiones geniales. Ante la masa había que buscar protección y la hallé en la casa de una vecina que atendía un local de abarrotes y bebestibles, vecina de pelo ensortijado y cuerpo maduro y simpático, mandado a hacer para ocasiones como estas: me hizo entrar a su morada y me ofreció gratuitamente un escondite. No se trataba de una traidora, pero fue como si lo hubiese sido. Era imposible dar con una pieza de guardar en un laberinto de escaleras de caracol como el que caracterizaba su vivienda, y no pasaron ni cinco minutos cuando tuve ante mi vista los primeros rostros de la masa. Eran bustos de caras graves, silenciosas y extrañadas, como si las figuras de cera pudiesen cobrar vida.
Solo me restaba una posibilidad, que escogí sin meditar: refugiarme en la casa de mi viejo amigo.
Allí estaban él y su familia. Sus hijos, que habían crecido; su esposa, que asumía impasible la serenidad del desengaño en que se traducía su vida toda, aparentando la figura de las personas que ansían huir de lo que no se puede huir. Me acerqué a ella y la abracé. Se acordaba de mí, me lo dio a entender con la mirada. Los hijos estaban grandes, pero mantenían sus características. El mayor ya lucía barba y continuaba siendo el más alto de todos. Los demás eran los mismos de antes, pero más grandes. Dentro de esa habitación de piso de fléxit y decoración empobrecida me hallaba por lo menos a salvo. En pocos minutos se partiría la torta de bizcocho; me dio la impresión de que la habían comprado para mí.
Al salir de esa atmósfera nostálgica y pisar la calle desierta repasé mis apuntes y busqué en mi celular la dirección que requería, pero de la nada apareció Villena y se empeñó en interrumpir mi trabajo, porque todo esto era un trabajo, y lo hacía por... no diría obligación, sencillamente era mi deber hacerlo.
-Acompáñame, quiero mostrarte algo -me insistía, con su característica simpatía escondida en sus párpados caídos. Yo le respondía que no, y hasta quise pedirle que me dejara tranquilo, pero eso hubiese sido un signo de mala educación. Al final me tomó del brazo y me llevó a su esquina. Bueno, algo habrá de salir de esto, algo me querrá decir; lo escucharé y tomaré la decisión que me convenga. Pero entonces sucedió lo que me temía: nos hallábamos ante la puerta abierta de una librería de libros usados, era allí donde quería conducirme con su modo alambicado. ¡Ven, hay ofertas increíbles! ¡Mira! ¡Estos libros están a cuatrocientos pesos!, libros botados en el piso, muy interesantes, dignos al menos de un vistazo. Y qué gana él con su encerrona, pensaba, sabía que pasaría esto, se trataba de una trampa y de seguro yo habría de salir del local con una o dos ofertas bajo el brazo.
Ya me iba entusiasmando.
Pregunté por el libro de Swedenborg, Del cielo y del infierno, agotado hacía años en las librerías chilenas; para mi buena suerte el dependiente no debió ni dar un paso para sacarlo de un estante y ponerlo en mis manos. Era un volumen precioso, antiguo, de tapa de cuero azul, cubierto de polvo, como corresponde. Lo examiné y pregunté su precio. Me dijo mil novecientos setenta y ya me disponía a comprarlo cuando otra voz dijo cuarenta mil. Era demasiado caro para mi bolsillo, aun más caro que los veintisiete mil que pedía por él la Feria chilena del libro, aunque ahora no lo tenía porque se encontraba discontinuado, como he dicho.
Mientras pensaba, el dependiente le sacaba el polvo con un paño, dejándolo lustroso. Pero al abrirlo noté que había telarañas. Era un libro extrañísimo, con las páginas debajo de un enrejado que dificultaba leerlas, aunque se notaba que las palabras contenidas encerraban un tesoro.
Consideré que el precio era demasiado para mí, y sin que se diera cuenta deposité el libro en el estante, haciéndome el leso, y abandoné la librería.
Me vi obligado a esperar la micro. Me servían dos líneas, que se estaban demorando una eternidad. Caminaba por la amplia avenida de ripio, prácticamente sin esperanzas, cuando percibí entre las arboledas una manifestación que se tomaba el camino. Yendo hacia ese lado estaba perdido; cualquier vehículo de la locomoción colectiva debería detenerse, atrapado en su circuito. Me devolví, busqué otra calle y la encontré, pero de allí venía hacia mí otra marcha, aun más compleja que la anterior. Yo iba demasiado bien vestido a mi trabajo y pensé de inmediato en cómo ocultar la billetera, asomándose como primera opción esconderla dentro de los calcetines, como había hecho en más de una ocasión real. La descarté; siempre descartaba por necio todo lo que se iba presentando a mis posibilidades; se trataba esta vez de una maniobra que hubiese quedado al descubierto en cuestión de segundos. Resultaba evidente que la masa encabritada se abalanzaría para despojarme de mis pertenencias, si es que no de mi preciada vida.
La mente reacciona a la velocidad del rayo en circunstancias como estas, y no es extraño que surjan decisiones geniales. Ante la masa había que buscar protección y la hallé en la casa de una vecina que atendía un local de abarrotes y bebestibles, vecina de pelo ensortijado y cuerpo maduro y simpático, mandado a hacer para ocasiones como estas: me hizo entrar a su morada y me ofreció gratuitamente un escondite. No se trataba de una traidora, pero fue como si lo hubiese sido. Era imposible dar con una pieza de guardar en un laberinto de escaleras de caracol como el que caracterizaba su vivienda, y no pasaron ni cinco minutos cuando tuve ante mi vista los primeros rostros de la masa. Eran bustos de caras graves, silenciosas y extrañadas, como si las figuras de cera pudiesen cobrar vida.
Solo me restaba una posibilidad, que escogí sin meditar: refugiarme en la casa de mi viejo amigo.
Allí estaban él y su familia. Sus hijos, que habían crecido; su esposa, que asumía impasible la serenidad del desengaño en que se traducía su vida toda, aparentando la figura de las personas que ansían huir de lo que no se puede huir. Me acerqué a ella y la abracé. Se acordaba de mí, me lo dio a entender con la mirada. Los hijos estaban grandes, pero mantenían sus características. El mayor ya lucía barba y continuaba siendo el más alto de todos. Los demás eran los mismos de antes, pero más grandes. Dentro de esa habitación de piso de fléxit y decoración empobrecida me hallaba por lo menos a salvo. En pocos minutos se partiría la torta de bizcocho; me dio la impresión de que la habían comprado para mí.
Al salir de esa atmósfera nostálgica y pisar la calle desierta repasé mis apuntes y busqué en mi celular la dirección que requería, pero de la nada apareció Villena y se empeñó en interrumpir mi trabajo, porque todo esto era un trabajo, y lo hacía por... no diría obligación, sencillamente era mi deber hacerlo.
-Acompáñame, quiero mostrarte algo -me insistía, con su característica simpatía escondida en sus párpados caídos. Yo le respondía que no, y hasta quise pedirle que me dejara tranquilo, pero eso hubiese sido un signo de mala educación. Al final me tomó del brazo y me llevó a su esquina. Bueno, algo habrá de salir de esto, algo me querrá decir; lo escucharé y tomaré la decisión que me convenga. Pero entonces sucedió lo que me temía: nos hallábamos ante la puerta abierta de una librería de libros usados, era allí donde quería conducirme con su modo alambicado. ¡Ven, hay ofertas increíbles! ¡Mira! ¡Estos libros están a cuatrocientos pesos!, libros botados en el piso, muy interesantes, dignos al menos de un vistazo. Y qué gana él con su encerrona, pensaba, sabía que pasaría esto, se trataba de una trampa y de seguro yo habría de salir del local con una o dos ofertas bajo el brazo.
Ya me iba entusiasmando.
Pregunté por el libro de Swedenborg, Del cielo y del infierno, agotado hacía años en las librerías chilenas; para mi buena suerte el dependiente no debió ni dar un paso para sacarlo de un estante y ponerlo en mis manos. Era un volumen precioso, antiguo, de tapa de cuero azul, cubierto de polvo, como corresponde. Lo examiné y pregunté su precio. Me dijo mil novecientos setenta y ya me disponía a comprarlo cuando otra voz dijo cuarenta mil. Era demasiado caro para mi bolsillo, aun más caro que los veintisiete mil que pedía por él la Feria chilena del libro, aunque ahora no lo tenía porque se encontraba discontinuado, como he dicho.
Mientras pensaba, el dependiente le sacaba el polvo con un paño, dejándolo lustroso. Pero al abrirlo noté que había telarañas. Era un libro extrañísimo, con las páginas debajo de un enrejado que dificultaba leerlas, aunque se notaba que las palabras contenidas encerraban un tesoro.
Consideré que el precio era demasiado para mí, y sin que se diera cuenta deposité el libro en el estante, haciéndome el leso, y abandoné la librería.
martes, agosto 28, 2018
Una casa con un hombre sentado detrás de la ventana
La primera vez que me fijé en la casa fue una tarde fría de invierno. Pasaba por ahí y miré hacia adentro: un hombre leía un libro alumbrado por una lámpara de bronce. Sobre la mesita circular de arrimo reposaba una copa de cerveza a medio beber. La sensación que me dejó aquella escena me acompañó un buen rato. Cuando entré a mi propia casa aún se mantenía en mi mente.
Pasaron varios días. Había olvidado el asunto, así como la ubicación de la casa en el plano del trayecto entre mi trabajo y mi hogar. Entrada la noche volvía despreocupado, ansioso de probar algo contundente que me quitara el hambre, tras una jornada algo cansadora, no sé si tanto por la labor cumplida como por lo rutinario que se torna el día a día, cuando inconscientemente miré a la derecha, acaso seducido por la suave luz que emanaba de una ventana: era la casa; allí estaba el hombre, sentado en su cómodo sillón, concentrado en su libro, la copa de cerveza al alcance de la mano en la mesita de arrimo. Llevaba años haciendo la misma caminata tras bajar del metro, y era la segunda vez que la veía.
Mientras disfrutaba de mi propio coctel en la intimidad de mi hogar, con la vista en el vacío, tratando de retener los sabores del Wild Turkey en el paladar, dos pensamientos se me dejaron caer desde las alturas de lo que sea que haya dentro de la cabeza, siendo el primero el misterio de la atracción que iba sintiendo por esa escena que se me cruzaba de vuelta del trabajo; y el segundo las líneas del artículo que entraban a mis ojos, escritas por alguien que sostenía que la maestría del Gatopardo estribaba en que la melancolía del príncipe de Salina era una melancolía que no caía en el vacío, sino que se traducía prodigiosamente en los cambios que sufría Italia en ese entonces, cambios que al final de cuentas harían que la situación quedara igual que antes, de modo que las sensaciones del príncipe terminaban convirtiéndose en una metáfora de la sociedad italiana, y era eso lo que alumbraba la novela, cosa en la que, si estuviese de acuerdo, me irritaba. Yo, que también me sentía un escritor, nunca había aspirado a reflejar mi tiempo; al contrario, diría que despreciaba ese motivo y que escribía para reflejar, cuando mucho, mis estados de ánimo. Por lo demás, ¿qué graves cambios, qué trascendentales hechos podía estar viviendo mi país como para escribir sobre ellos, un país preocupado de escándalos de poca monta, que se amplifican con el único objetivo de esconder la paz grisácea que ensombrece el cotidiano devenir? Desde otro punto de vista, ¿qué sentido le daba la marea de inmigrantes al segundo principio de la termodinámica, entendido para esta pregunta como la máxima de que todo sistema tiende a llegar al equilibrio?; o bien, ¿por qué no había sido capaz de anticipar ese fenómeno para haberlo llevado al papel? Es más, ¿qué nuevos cambios se estaban gestando ante mis narices?
Llegó la hora de la cena. Mi mujer apareció con una bandeja. Mi mujer suele subir con una bandeja mientras yo veo las noticias y nunca tomo suficientemente en cuenta ese gesto. Pero no todo estaba escrito esa noche. La mesita en que se instaló la bandeja tenía una pata suelta; bastó un movimiento involuntario para que se cayera la pata y con ella la mesa entera y la bandeja, con las dos copas de vino y los platos, que rodaron por el suelo, junto con los pensamientos literarios y detectivescos que aún deambulaban en la guarida de mi entendimiento. La ira se apoderó de mí, eché blasfemias de grueso calibre contra la mesa, ya que no había motivo para echarlas contra mi muer, y así acabó la velada.
Al día siguiente, delimitada convenientemente la ubicación de la casa que había llamado mi atención, ya no quedaban dudas de eso, comencé a fijarme en algunos detalles. No había visto alarmas de ningún tipo y la separaba de la acera una baranda de madera demasiado baja; era llegar y encaramarse para entrar a la propiedad, posibilidad nada insólita para estos tiempos; sí para aquellos en que había sido edificada. Era una valla blanca, gastada por los años, de endeble estructura. Cada madero, de unos 15 centímetros de ancho, terminaba en una punta de flecha que servía de adorno antes que de advertencia protectora. Como solía apreciarse en otras casas parecidas de la vecindad, por la parte interior crecían pegadas a la valla plantas de dudoso propósito y mediocre mantenimiento, en un estilo algo así como a la que te criaste, especies que parecían replicarse en los muros con no mayor suerte. Sin dejar de caminar eché otro vistazo hacia adentro: el hombre leía su libro; en lugar de la cerveza había una copa de vino tinto y sobre una mesita en la que antes no había reparado, una mesita de centro, de patas bajas, emplazada frente al sillón, destacaba un computador personal en cuya pantalla brillaba una página de internet que el hombre no miraba.
Seguí mi camino.
Daba la impresión de que la casa, de un piso, nunca había cambiado de dueño; pero mi mujer me comentó, más bien las emprendió contra mi distracción, que los dos frecuentemente nos topábamos, al pasar frente a esa propiedad, con una anciana barriendo el antejardín y atendiendo las plantas, una anciana de vestido gris, floreado, cubierto en parte por un viejo delantal. Barría con una escoba de ramas y sus uñas siempre se veían sucias por el contacto con la tierra. ¿Que no te acuerdas? No. En todo eso ella se había fijado y para el escritor, para el supuesto observador que debía ser yo, blanqueaba la memoria al tratar de fijar el recuerdo de la casa antes de que apareciera el hombre detrás de la ventana.
Debo admitir que a menudo me blanquea la memoria, que muchas veces constato haber hecho trayectos que no recuerdo para nada; he recorrido cuadras enteras sin tenerlas en cuenta. Son minutos ocupados en viajes invisibles por los fondeaderos del alma, tránsito lento por los obstáculos que ponen las obsesiones y de vez en cuando, nuevos argumentos para mis escritos. Envidio a los niños, que todo lo ven por primera vez, envidio a los turistas que visitan ciudades extrañas, a los brasileños que levantan la cabeza ante la Escuela de Derecho y que se fotografían en el puente Pío Nono con el edificio de la Telefónica y la cordillera de los Andes como telón de fondo.
De modo que entonces la casa ha de tener un nuevo dueño, le dije a mi mujer; ella se encogió de hombros y retomó el libro que la comenzaba a atrapar, "Cerebro de pan", del doctor David Perlmutter.
Hecho el silencio me senté ante el computador para dar comienzo a un nuevo relato sobre un tema que me perseguía hace varias semanas. Pero mi mujer quiso participarme de su quehacer y distrajo mi atención leyéndome en voz alta algunos párrafos del libro, que subrayaban lo nefasto que resultaba para el organismo el consumo de trigo en todas sus variedades, como pan, sobre todo pan, mi pasión, voracidad de mis tardes atrasadas, sueño hecho realidad, pan amasado de rescoldo con chicharrones, dobladitas, hallullas, colizas peruanas, marraquetas humeantes con mantequilla, pero también pasteles, queques, tortas, kuchen de manzana, pastas, pizzas. No me lo dijo con palabras crueles, pero sí me dio a entender que mis hábitos me estaban condenando a un futuro de cardiopatías, diabetes, alzhéimer, demencia senil, artritis reumatoidea, hinchazón intestinal, ansiedad y estrés crónico, depresión, sobrepeso y si la cosa iba para grave, síndrome de Tourete...
Comas lo que comas te vas a morir; y si no comes también morirás; no es entonces la comida la causa de la muerte, intervine otra vez iracundo, ante el ataque que se desprendía de ese párrafo venido de los Estados Unidos y que a la postre, retorcíase mi razón en silencio, estaba destinado a cambiar mi vida. El asunto podría entonces reducirse a que comas lo que comas, morirás antes o después, y si dejas de comer morirás casi siempre a la cuenta de dos a tres meses, de lo que se desprende que si queremos vivir más debemos comer mejor. Eso es precisamente lo que dice el libro, me replicó. Pero no es tan cierto, porque la vida no está sujeta solamente a la calidad de la alimentación. Eso no se discute, dijo a media voz.
Hubiese querido interrumpirla a mi vez abriendo debate sobre el tema que ocupaba mis sentidos, pero ¿cómo explicar que la misión que me autoimpuse es arrancarle rastrojos de belleza a la vida cotidiana, sin ahondar en la vida cotidiana sino en la belleza que puede extraerse de ella? Ni yo mismo estaría de acuerdo en una tesis como aquella, menos podría desenredar en una charla un tema así, sin caer a la primera en graves contradicciones que terminarían por abrumarme y aumentar aún más la sensación de estar siendo incomprendido.
Volvió el silencio; retomamos cada uno lo que estábamos haciendo.
No he hablado con suficiente fuerza, por no decir con ninguna fuerza, sobre el conjunto de detalles que contribuyen al misterio de esa casa, comenzando por el hecho de que sus defensas luzcan tan débiles, signo de negligencia o desapego por parte de sus propietarios, aunque también la escuálida valla podría traducirse en la notificación de ausencia de riquezas materiales en el interior de la vivienda, lo que suena a embuste, pues una casa así, situada donde está situada, no podría no guardar al menos un par de objetos de valor, la sencilla prueba está en el computador personal del hombre detrás de la ventana, que a ojo de buen cubero debería rendir unos cincuenta mil pesos como mínimo en el mercado de los reducidores, puesto que se trata de una marca de cierto prestigio; y sin ir más lejos en la lámpara de bronce, pues un objeto como ese no cuesta menos de ciento cincuenta mil pesos en un local de antigüedades, de manera que no puedo sino concluir que los nuevos propietarios, quienes según mi mujer se han hecho hace poco de la casa, no disponen del dinero necesario para iniciar labores de remodelación y protección, digo remodelación porque me ha parecido ver la pintura descascarada en parte de los muros y sobre todo en el cielo de la sala de estar. Es curiosa la similitud de estos detalles con los de mi propia casa; lo enuncio a propósito del desacertado comentario emitido por mi amigo Valenzuela, quien la única y última vez que fue invitado por nosotros a cenar se fijó en fallas como las indicadas y al día siguiente festinó con su observación ante mis demás amigos de la barra del café, a quienes comentó graciosamente que con quince millones de pesos "la pocilga quedaría flamante", generando grandes carcajadas que crisparon a mi mujer -ya molesta con un par de dichos homofóbicos que Valenzuela se había mandado en la cena- una vez que por la tarde escuchó de mis labios la anécdota.
Cuando hablo de misterios solo quiero expresar que no cuento con los elementos suficientes para armar el rompecabezas que me viene planteando hace ya varias semanas esa casa, y sobre todo ese hombre detrás de la ventana. Cuántas veces lo inexplicable, lo fantasmal deriva en evidente, como sucedió en mi niñez con un episodio protagonizado por una gota de agua; esto creo haberlo escrito antes en otro de mis cuentos, la tarde que entré a la cocina y hallé un charco en la baldosa. El agua parecía no venir de ninguna parte, ya que sobre el cielo no corrían cañerías, solo la techumbre. Sin embargo, una gota que caía con exactitud matemática en el centro del charco y que habría terminado por inundar la pieza entera planteaba un misterio de categoría mayor al raciocinio de mis diez años. El misterio se tornó simple al cabo de unos minutos: alguien había dejado una taza sucia bajo la llave del lavaplatos; atravesaba la taza de un lado a otro de su circunferencia una cuchara de excelente concavidad, colocada por descuido como si fuese un puente, de forma tal que la gota que caía de la llave tomaba impulso al entrar en la cuchara y salía disparada hacia el centro de la cocina.
De misterios como esos está lleno el mundo; si no existieran no se hablaría de ovnis, entierros ni perros con ojos de diablo corriendo al lado de un automóvil en un bosque nocturno.
Otro de los misterios estriba en la presencia de dos vehículos en el estacionamiento a la entrada de la casa, vehículo el primero que casi se puede tocar con la mano, marca Suzuki; lo que redobla el enigma de la falta de defensas; y un segundo vehículo, al fondo, del que no he logrado ver la marca, aunque ninguno de los dos bajaría de cinco millones en el mercado de la compra y venta de automóviles usados. ¿Por qué se empeñan en permanecer estacionados dos vehículos, en circunstancias de que jamás he visto otro ocupante de la casa que no sea el hombre detrás de la ventana? Sería absurdo, imagino, que los tuviera para sortear los días de restricción vehicular, aunque tampoco es un ardid descabellado; hay personas adineradas que lo hacen. Sin embargo mi olfato me sugiere que allí no reside la solución del misterio. He acabado por convencerme de que el hombre se separó de su mujer y de que esta dejó su auto "en garantía", para "marcar presencia", como se dice, imprimiendo a fuego la señal de que alguna vez podría volver con él. Pero por qué se separaron o cuál de los dos tomó la decisión, esos sí que son misterios que con suerte me atrevería apenas a abordar. Podría ser que se tratara de las mentadas diferencias irreconciliables, como se estila hoy en día; esto es, fatiga de material, enfriamiento de la sangre, mas eso se parecería demasiado a la rutina que mantengo con la razón de mi vivir, la que no da para separación, ya que después de todo nos llevamos bastante bien, al menos así lo pienso y de ella no he oído algo diferente, salvo cuando clama al cielo ante algunos de mis exabruptos, como por ejemplo la burrada de la mesa de la pata coja. Volviendo a la otra casa, no descarto que la mujer del hombre de detrás de la ventana sea de pareceres diferentes a los míos y a los de mi mujer.
Pero ya va siendo hora de que me concentre en el mayor de los misterios: el misterio del hombre detrás de la ventana.
Días atrás pasé delante de la casa y no estaba él en su lugar. La lámpara derramaba su luz de siempre, pero sobre la mesita no había copa alguna. La habitación se encontraba vacía. Al día siguiente se repitió el cuadro. Mientras continuaba mi camino observé que en la segunda habitación, la que sigue a la puerta de entrada, puerta que las separa a ambas, digo que en la segunda habitación, en la que no había reparado hasta entonces, allí sí estaba el hombre, ahora no exactamente detrás de la ventana, sino sentado al fondo de la pieza, ante un escritorio sobre el que se hallaba su computador encendido. El hombre escribía, acompañado por una taza de café. No quiero pensar que se tratara de té o agua de manzanilla, a mí me suena mejor la taza de café, pero concedo que el contenido de la taza se agrega a los misterios, misterio de categoría menor en todo caso, que poco sumaría a la historia si lograra ser dilucidado.
Seguí a mi destino con la imagen del hombre escribiendo dentro de la casa, imagen que tantas veces habrán percibido diversos peatones al pasar frente a mi propia casa y levantar la vista hacia el segundo piso, en cuya terraza cubierta y calefaccionada con una estufa a gas licuado suelo escribir mis cuentos, relatos que por a, be o ce motivos nunca me dejan satisfecho, debe ser por mi tendencia a echar afuera todo lo que se acumula en mi mente, imagen similar al paso del camión de la basura los lunes, miércoles y viernes; así es la mente, siempre está llena de basura que si no se botara quizás qué sucedería.
Ignoro cómo hacen otros con ese lastre; en mi caso no he descubierto cosa mejor hasta el momento, lo que no quiere decir que sea la mejor o que la recomiende. A mí se me figura, por ejemplo, que el hombre de detrás de la ventana hace mucho tiempo decidió que la solución perfecta a sus problemas consiste en hacer lo que realmente anhela, no como yo, que sueño con ser un escritor profesional pero en el intertanto me he pasado la vida trabajando en algo que no me gusta, más bien por inercia que por placer, y también para llevar el sustento al hogar y darle un buen pasar a mi mujer, a pesar de que ella también trabaja, debo decir que mucho más a gusto que yo, porque lo hace con vocación de maestra. Se nota en cambio que el hombre sentado detrás de la ventana es un escritor hecho y derecho, un intelectual de sweater de cachemira con cuello de tortuga y barba casual, muy bien trabajada, encanecida por los años, lentes redondos de sobrio marco opaco, blancas manos gruesas, cuidadas hasta el exceso, digo que es un escritor mesurado, importante, un escritor de ensayos, un escritor de carácter, ajeno a bromas adolescentes y jugarretas de niños a las que yo soy tan proclive; un escritor concentrado en ideas que se toma muy en serio y que encamina con resolución matemática hacia un planificado objetivo en el que podría caber, por qué no, la locura, puesto que un verdadero escritor, un escritor de fuste, no lo es si no lleva dentro una chispa de locura.
Así, y a pesar de mi tendencia a la dispersión, creo haber resuelto al fin el misterio de la casa con el hombre que se exhibe sentado detrás de la ventana. Era tan simple como la historia de la gota en la cocina: una oscura y fría tarde de invierno vi a un hombre que inconscientemente hallé parecido a mí, a mis aspiraciones, producto de lo cual se me fijó en la memoria, al punto de comenzar a estudiarlo, a admirarlo, a desearlo, a incorporarlo a mi persona como se incorpora el pan que se come al desayuno. Me llevó tantas semanas descubrirlo, hasta que me cayó la teja: el segundo auto pertenecería a otro hombre, creo estar casi seguro, me parece haber visto con mis propios ojos una imagen sombría cruzando la segunda habitación, certeza que no constituye ni por asomo una proyección desviada, como diría algún especialista si leyera mis escritos. Nunca he sentido inclinación hacia mi propio género, ni en mis ensoñaciones durante el día ni en mis sueños eróticos, que los tengo como todos en medio de la noche. No se trata de eso, aunque si se tratase de eso pasaría por una tendencia inocua y demodé, no se trata de lo que llaman una transferencia, que a mi modesto juicio vendría siendo la incorporación de características ajenas a las propias con el fin de conformar una sola personalidad, de modo de completar por fin en vida lo que a uno le falta como hombre. Se trata, y aquí sí que reside el quid del misterio, se trata de que mido en todo sentido menos de lo que quisiera; se trata finalmente de una cuestión de números, de una cuestión matemática, irrebatible, haberlo sabido antes, todo residía en la estatura, en el largo del zapato, en el coeficiente intelectual, en todo tipo de medidas...
Pasaron varios días. Había olvidado el asunto, así como la ubicación de la casa en el plano del trayecto entre mi trabajo y mi hogar. Entrada la noche volvía despreocupado, ansioso de probar algo contundente que me quitara el hambre, tras una jornada algo cansadora, no sé si tanto por la labor cumplida como por lo rutinario que se torna el día a día, cuando inconscientemente miré a la derecha, acaso seducido por la suave luz que emanaba de una ventana: era la casa; allí estaba el hombre, sentado en su cómodo sillón, concentrado en su libro, la copa de cerveza al alcance de la mano en la mesita de arrimo. Llevaba años haciendo la misma caminata tras bajar del metro, y era la segunda vez que la veía.
Mientras disfrutaba de mi propio coctel en la intimidad de mi hogar, con la vista en el vacío, tratando de retener los sabores del Wild Turkey en el paladar, dos pensamientos se me dejaron caer desde las alturas de lo que sea que haya dentro de la cabeza, siendo el primero el misterio de la atracción que iba sintiendo por esa escena que se me cruzaba de vuelta del trabajo; y el segundo las líneas del artículo que entraban a mis ojos, escritas por alguien que sostenía que la maestría del Gatopardo estribaba en que la melancolía del príncipe de Salina era una melancolía que no caía en el vacío, sino que se traducía prodigiosamente en los cambios que sufría Italia en ese entonces, cambios que al final de cuentas harían que la situación quedara igual que antes, de modo que las sensaciones del príncipe terminaban convirtiéndose en una metáfora de la sociedad italiana, y era eso lo que alumbraba la novela, cosa en la que, si estuviese de acuerdo, me irritaba. Yo, que también me sentía un escritor, nunca había aspirado a reflejar mi tiempo; al contrario, diría que despreciaba ese motivo y que escribía para reflejar, cuando mucho, mis estados de ánimo. Por lo demás, ¿qué graves cambios, qué trascendentales hechos podía estar viviendo mi país como para escribir sobre ellos, un país preocupado de escándalos de poca monta, que se amplifican con el único objetivo de esconder la paz grisácea que ensombrece el cotidiano devenir? Desde otro punto de vista, ¿qué sentido le daba la marea de inmigrantes al segundo principio de la termodinámica, entendido para esta pregunta como la máxima de que todo sistema tiende a llegar al equilibrio?; o bien, ¿por qué no había sido capaz de anticipar ese fenómeno para haberlo llevado al papel? Es más, ¿qué nuevos cambios se estaban gestando ante mis narices?
Llegó la hora de la cena. Mi mujer apareció con una bandeja. Mi mujer suele subir con una bandeja mientras yo veo las noticias y nunca tomo suficientemente en cuenta ese gesto. Pero no todo estaba escrito esa noche. La mesita en que se instaló la bandeja tenía una pata suelta; bastó un movimiento involuntario para que se cayera la pata y con ella la mesa entera y la bandeja, con las dos copas de vino y los platos, que rodaron por el suelo, junto con los pensamientos literarios y detectivescos que aún deambulaban en la guarida de mi entendimiento. La ira se apoderó de mí, eché blasfemias de grueso calibre contra la mesa, ya que no había motivo para echarlas contra mi muer, y así acabó la velada.
Al día siguiente, delimitada convenientemente la ubicación de la casa que había llamado mi atención, ya no quedaban dudas de eso, comencé a fijarme en algunos detalles. No había visto alarmas de ningún tipo y la separaba de la acera una baranda de madera demasiado baja; era llegar y encaramarse para entrar a la propiedad, posibilidad nada insólita para estos tiempos; sí para aquellos en que había sido edificada. Era una valla blanca, gastada por los años, de endeble estructura. Cada madero, de unos 15 centímetros de ancho, terminaba en una punta de flecha que servía de adorno antes que de advertencia protectora. Como solía apreciarse en otras casas parecidas de la vecindad, por la parte interior crecían pegadas a la valla plantas de dudoso propósito y mediocre mantenimiento, en un estilo algo así como a la que te criaste, especies que parecían replicarse en los muros con no mayor suerte. Sin dejar de caminar eché otro vistazo hacia adentro: el hombre leía su libro; en lugar de la cerveza había una copa de vino tinto y sobre una mesita en la que antes no había reparado, una mesita de centro, de patas bajas, emplazada frente al sillón, destacaba un computador personal en cuya pantalla brillaba una página de internet que el hombre no miraba.
Seguí mi camino.
Daba la impresión de que la casa, de un piso, nunca había cambiado de dueño; pero mi mujer me comentó, más bien las emprendió contra mi distracción, que los dos frecuentemente nos topábamos, al pasar frente a esa propiedad, con una anciana barriendo el antejardín y atendiendo las plantas, una anciana de vestido gris, floreado, cubierto en parte por un viejo delantal. Barría con una escoba de ramas y sus uñas siempre se veían sucias por el contacto con la tierra. ¿Que no te acuerdas? No. En todo eso ella se había fijado y para el escritor, para el supuesto observador que debía ser yo, blanqueaba la memoria al tratar de fijar el recuerdo de la casa antes de que apareciera el hombre detrás de la ventana.
Debo admitir que a menudo me blanquea la memoria, que muchas veces constato haber hecho trayectos que no recuerdo para nada; he recorrido cuadras enteras sin tenerlas en cuenta. Son minutos ocupados en viajes invisibles por los fondeaderos del alma, tránsito lento por los obstáculos que ponen las obsesiones y de vez en cuando, nuevos argumentos para mis escritos. Envidio a los niños, que todo lo ven por primera vez, envidio a los turistas que visitan ciudades extrañas, a los brasileños que levantan la cabeza ante la Escuela de Derecho y que se fotografían en el puente Pío Nono con el edificio de la Telefónica y la cordillera de los Andes como telón de fondo.
De modo que entonces la casa ha de tener un nuevo dueño, le dije a mi mujer; ella se encogió de hombros y retomó el libro que la comenzaba a atrapar, "Cerebro de pan", del doctor David Perlmutter.
Hecho el silencio me senté ante el computador para dar comienzo a un nuevo relato sobre un tema que me perseguía hace varias semanas. Pero mi mujer quiso participarme de su quehacer y distrajo mi atención leyéndome en voz alta algunos párrafos del libro, que subrayaban lo nefasto que resultaba para el organismo el consumo de trigo en todas sus variedades, como pan, sobre todo pan, mi pasión, voracidad de mis tardes atrasadas, sueño hecho realidad, pan amasado de rescoldo con chicharrones, dobladitas, hallullas, colizas peruanas, marraquetas humeantes con mantequilla, pero también pasteles, queques, tortas, kuchen de manzana, pastas, pizzas. No me lo dijo con palabras crueles, pero sí me dio a entender que mis hábitos me estaban condenando a un futuro de cardiopatías, diabetes, alzhéimer, demencia senil, artritis reumatoidea, hinchazón intestinal, ansiedad y estrés crónico, depresión, sobrepeso y si la cosa iba para grave, síndrome de Tourete...
Comas lo que comas te vas a morir; y si no comes también morirás; no es entonces la comida la causa de la muerte, intervine otra vez iracundo, ante el ataque que se desprendía de ese párrafo venido de los Estados Unidos y que a la postre, retorcíase mi razón en silencio, estaba destinado a cambiar mi vida. El asunto podría entonces reducirse a que comas lo que comas, morirás antes o después, y si dejas de comer morirás casi siempre a la cuenta de dos a tres meses, de lo que se desprende que si queremos vivir más debemos comer mejor. Eso es precisamente lo que dice el libro, me replicó. Pero no es tan cierto, porque la vida no está sujeta solamente a la calidad de la alimentación. Eso no se discute, dijo a media voz.
Hubiese querido interrumpirla a mi vez abriendo debate sobre el tema que ocupaba mis sentidos, pero ¿cómo explicar que la misión que me autoimpuse es arrancarle rastrojos de belleza a la vida cotidiana, sin ahondar en la vida cotidiana sino en la belleza que puede extraerse de ella? Ni yo mismo estaría de acuerdo en una tesis como aquella, menos podría desenredar en una charla un tema así, sin caer a la primera en graves contradicciones que terminarían por abrumarme y aumentar aún más la sensación de estar siendo incomprendido.
Volvió el silencio; retomamos cada uno lo que estábamos haciendo.
No he hablado con suficiente fuerza, por no decir con ninguna fuerza, sobre el conjunto de detalles que contribuyen al misterio de esa casa, comenzando por el hecho de que sus defensas luzcan tan débiles, signo de negligencia o desapego por parte de sus propietarios, aunque también la escuálida valla podría traducirse en la notificación de ausencia de riquezas materiales en el interior de la vivienda, lo que suena a embuste, pues una casa así, situada donde está situada, no podría no guardar al menos un par de objetos de valor, la sencilla prueba está en el computador personal del hombre detrás de la ventana, que a ojo de buen cubero debería rendir unos cincuenta mil pesos como mínimo en el mercado de los reducidores, puesto que se trata de una marca de cierto prestigio; y sin ir más lejos en la lámpara de bronce, pues un objeto como ese no cuesta menos de ciento cincuenta mil pesos en un local de antigüedades, de manera que no puedo sino concluir que los nuevos propietarios, quienes según mi mujer se han hecho hace poco de la casa, no disponen del dinero necesario para iniciar labores de remodelación y protección, digo remodelación porque me ha parecido ver la pintura descascarada en parte de los muros y sobre todo en el cielo de la sala de estar. Es curiosa la similitud de estos detalles con los de mi propia casa; lo enuncio a propósito del desacertado comentario emitido por mi amigo Valenzuela, quien la única y última vez que fue invitado por nosotros a cenar se fijó en fallas como las indicadas y al día siguiente festinó con su observación ante mis demás amigos de la barra del café, a quienes comentó graciosamente que con quince millones de pesos "la pocilga quedaría flamante", generando grandes carcajadas que crisparon a mi mujer -ya molesta con un par de dichos homofóbicos que Valenzuela se había mandado en la cena- una vez que por la tarde escuchó de mis labios la anécdota.
Cuando hablo de misterios solo quiero expresar que no cuento con los elementos suficientes para armar el rompecabezas que me viene planteando hace ya varias semanas esa casa, y sobre todo ese hombre detrás de la ventana. Cuántas veces lo inexplicable, lo fantasmal deriva en evidente, como sucedió en mi niñez con un episodio protagonizado por una gota de agua; esto creo haberlo escrito antes en otro de mis cuentos, la tarde que entré a la cocina y hallé un charco en la baldosa. El agua parecía no venir de ninguna parte, ya que sobre el cielo no corrían cañerías, solo la techumbre. Sin embargo, una gota que caía con exactitud matemática en el centro del charco y que habría terminado por inundar la pieza entera planteaba un misterio de categoría mayor al raciocinio de mis diez años. El misterio se tornó simple al cabo de unos minutos: alguien había dejado una taza sucia bajo la llave del lavaplatos; atravesaba la taza de un lado a otro de su circunferencia una cuchara de excelente concavidad, colocada por descuido como si fuese un puente, de forma tal que la gota que caía de la llave tomaba impulso al entrar en la cuchara y salía disparada hacia el centro de la cocina.
De misterios como esos está lleno el mundo; si no existieran no se hablaría de ovnis, entierros ni perros con ojos de diablo corriendo al lado de un automóvil en un bosque nocturno.
Otro de los misterios estriba en la presencia de dos vehículos en el estacionamiento a la entrada de la casa, vehículo el primero que casi se puede tocar con la mano, marca Suzuki; lo que redobla el enigma de la falta de defensas; y un segundo vehículo, al fondo, del que no he logrado ver la marca, aunque ninguno de los dos bajaría de cinco millones en el mercado de la compra y venta de automóviles usados. ¿Por qué se empeñan en permanecer estacionados dos vehículos, en circunstancias de que jamás he visto otro ocupante de la casa que no sea el hombre detrás de la ventana? Sería absurdo, imagino, que los tuviera para sortear los días de restricción vehicular, aunque tampoco es un ardid descabellado; hay personas adineradas que lo hacen. Sin embargo mi olfato me sugiere que allí no reside la solución del misterio. He acabado por convencerme de que el hombre se separó de su mujer y de que esta dejó su auto "en garantía", para "marcar presencia", como se dice, imprimiendo a fuego la señal de que alguna vez podría volver con él. Pero por qué se separaron o cuál de los dos tomó la decisión, esos sí que son misterios que con suerte me atrevería apenas a abordar. Podría ser que se tratara de las mentadas diferencias irreconciliables, como se estila hoy en día; esto es, fatiga de material, enfriamiento de la sangre, mas eso se parecería demasiado a la rutina que mantengo con la razón de mi vivir, la que no da para separación, ya que después de todo nos llevamos bastante bien, al menos así lo pienso y de ella no he oído algo diferente, salvo cuando clama al cielo ante algunos de mis exabruptos, como por ejemplo la burrada de la mesa de la pata coja. Volviendo a la otra casa, no descarto que la mujer del hombre de detrás de la ventana sea de pareceres diferentes a los míos y a los de mi mujer.
Pero ya va siendo hora de que me concentre en el mayor de los misterios: el misterio del hombre detrás de la ventana.
Días atrás pasé delante de la casa y no estaba él en su lugar. La lámpara derramaba su luz de siempre, pero sobre la mesita no había copa alguna. La habitación se encontraba vacía. Al día siguiente se repitió el cuadro. Mientras continuaba mi camino observé que en la segunda habitación, la que sigue a la puerta de entrada, puerta que las separa a ambas, digo que en la segunda habitación, en la que no había reparado hasta entonces, allí sí estaba el hombre, ahora no exactamente detrás de la ventana, sino sentado al fondo de la pieza, ante un escritorio sobre el que se hallaba su computador encendido. El hombre escribía, acompañado por una taza de café. No quiero pensar que se tratara de té o agua de manzanilla, a mí me suena mejor la taza de café, pero concedo que el contenido de la taza se agrega a los misterios, misterio de categoría menor en todo caso, que poco sumaría a la historia si lograra ser dilucidado.
Seguí a mi destino con la imagen del hombre escribiendo dentro de la casa, imagen que tantas veces habrán percibido diversos peatones al pasar frente a mi propia casa y levantar la vista hacia el segundo piso, en cuya terraza cubierta y calefaccionada con una estufa a gas licuado suelo escribir mis cuentos, relatos que por a, be o ce motivos nunca me dejan satisfecho, debe ser por mi tendencia a echar afuera todo lo que se acumula en mi mente, imagen similar al paso del camión de la basura los lunes, miércoles y viernes; así es la mente, siempre está llena de basura que si no se botara quizás qué sucedería.
Ignoro cómo hacen otros con ese lastre; en mi caso no he descubierto cosa mejor hasta el momento, lo que no quiere decir que sea la mejor o que la recomiende. A mí se me figura, por ejemplo, que el hombre de detrás de la ventana hace mucho tiempo decidió que la solución perfecta a sus problemas consiste en hacer lo que realmente anhela, no como yo, que sueño con ser un escritor profesional pero en el intertanto me he pasado la vida trabajando en algo que no me gusta, más bien por inercia que por placer, y también para llevar el sustento al hogar y darle un buen pasar a mi mujer, a pesar de que ella también trabaja, debo decir que mucho más a gusto que yo, porque lo hace con vocación de maestra. Se nota en cambio que el hombre sentado detrás de la ventana es un escritor hecho y derecho, un intelectual de sweater de cachemira con cuello de tortuga y barba casual, muy bien trabajada, encanecida por los años, lentes redondos de sobrio marco opaco, blancas manos gruesas, cuidadas hasta el exceso, digo que es un escritor mesurado, importante, un escritor de ensayos, un escritor de carácter, ajeno a bromas adolescentes y jugarretas de niños a las que yo soy tan proclive; un escritor concentrado en ideas que se toma muy en serio y que encamina con resolución matemática hacia un planificado objetivo en el que podría caber, por qué no, la locura, puesto que un verdadero escritor, un escritor de fuste, no lo es si no lleva dentro una chispa de locura.
Así, y a pesar de mi tendencia a la dispersión, creo haber resuelto al fin el misterio de la casa con el hombre que se exhibe sentado detrás de la ventana. Era tan simple como la historia de la gota en la cocina: una oscura y fría tarde de invierno vi a un hombre que inconscientemente hallé parecido a mí, a mis aspiraciones, producto de lo cual se me fijó en la memoria, al punto de comenzar a estudiarlo, a admirarlo, a desearlo, a incorporarlo a mi persona como se incorpora el pan que se come al desayuno. Me llevó tantas semanas descubrirlo, hasta que me cayó la teja: el segundo auto pertenecería a otro hombre, creo estar casi seguro, me parece haber visto con mis propios ojos una imagen sombría cruzando la segunda habitación, certeza que no constituye ni por asomo una proyección desviada, como diría algún especialista si leyera mis escritos. Nunca he sentido inclinación hacia mi propio género, ni en mis ensoñaciones durante el día ni en mis sueños eróticos, que los tengo como todos en medio de la noche. No se trata de eso, aunque si se tratase de eso pasaría por una tendencia inocua y demodé, no se trata de lo que llaman una transferencia, que a mi modesto juicio vendría siendo la incorporación de características ajenas a las propias con el fin de conformar una sola personalidad, de modo de completar por fin en vida lo que a uno le falta como hombre. Se trata, y aquí sí que reside el quid del misterio, se trata de que mido en todo sentido menos de lo que quisiera; se trata finalmente de una cuestión de números, de una cuestión matemática, irrebatible, haberlo sabido antes, todo residía en la estatura, en el largo del zapato, en el coeficiente intelectual, en todo tipo de medidas...
sábado, agosto 25, 2018
Desde la barra del café
Trato de entender la vida mirando las caras de la gente, desde la barra del café.
La gente se mueve; la vida se mueve.
Transitan solos, o en grupo, la sensación general es la de un conjunto de hombres y mujeres que se cruzan, se mezclan ante el rojo de los semáforos y luego se separan, pero siempre reunidos; la vida es así.
Están rodeados de altos edificios construidos por ellos mismos, el cemento los atrapa y los constriñe; la vida actúa parecido. Algunos vuelan por los aires; la vida le ha entregado esa misión al polen de las flores.
El hormigueo mental que sobrevuela las cabezas no se percibe, pero se adivina; como el brote de la vida.
A pesar de sus edades, de sus cuerpos, se aprecian todos sanos. Si surge una excepción la vista tiende a clavarse en ella, y sin embargo es cosa segura que más de uno de los que he visto pasar en este rato morirá antes de un año; así es la vida.
No se ven difuntos en las calles; la vida se reserva ese derecho para el momento adecuado.
La gente se mueve; la vida se mueve.
Transitan solos, o en grupo, la sensación general es la de un conjunto de hombres y mujeres que se cruzan, se mezclan ante el rojo de los semáforos y luego se separan, pero siempre reunidos; la vida es así.
Están rodeados de altos edificios construidos por ellos mismos, el cemento los atrapa y los constriñe; la vida actúa parecido. Algunos vuelan por los aires; la vida le ha entregado esa misión al polen de las flores.
El hormigueo mental que sobrevuela las cabezas no se percibe, pero se adivina; como el brote de la vida.
A pesar de sus edades, de sus cuerpos, se aprecian todos sanos. Si surge una excepción la vista tiende a clavarse en ella, y sin embargo es cosa segura que más de uno de los que he visto pasar en este rato morirá antes de un año; así es la vida.
No se ven difuntos en las calles; la vida se reserva ese derecho para el momento adecuado.
martes, agosto 21, 2018
Una casa de verano con vista a las estrellas
Regocijo ante la incertidumbre. ¿Vendrán tareas nuevas? Es un territorio de baja densidad, pero aun en esas zonas hay desacuerdos, graves denuncias, hasta crímenes. La casa, cercana a la cima de un cerro de espinos y pasto seco, no es tan grande, pero cuenta con una soberbia vista al cielo. He dormido hoy en el segundo piso viendo las estrellas desde mi cama. Como el techo cubre solo parcialmente el dormitorio, las estrellas se lucen sobre mi cabeza. Hay algunas profundamente lejanas y misteriosas, semejantes a focos de automóvil vistos a lo lejos; destacan en la noche azulada, me llaman a compartir su verdad desde su lugar en el firmamento.
Esta tarea de ser sheriff de un lugar así me llena de ansiedad. Como ya he dicho, el condado se aprecia tranquilo, poco menos que desierto. Desde el dormitorio, que tampoco posee muros, domino casi todo el panorama. Me asomo a la orilla; bajo mis pies corren aves silvestres y de corral que se esconden entre los arbustos, en el barro sombrío. Un chorro débil de orina cae a la tierra y la salpica.
No puedo creer que la casa sea así. Si lloviera, por ejemplo, se mojaría mi cama. Pero ya es tiempo de mandar a buscar a los míos.
Me llama por teléfono Alexis Jéldrez. Dice que está con Saval y que ambos ocupan una casa similar, en un condado vecino. ¿A cuánto tiempo están?, les pregunto. En auto, por los caminos de tierra que atraviesan los cerros, serán unos 25 minutos, me responden. Ambos, contentos, me hacen ver que tendremos todo el verano para disfrutar de nuestros puestos. No debo preocuparme, porque el cargo de sheriff es simbólico; el verdadero lo desempeña otra persona.
Esta tarea de ser sheriff de un lugar así me llena de ansiedad. Como ya he dicho, el condado se aprecia tranquilo, poco menos que desierto. Desde el dormitorio, que tampoco posee muros, domino casi todo el panorama. Me asomo a la orilla; bajo mis pies corren aves silvestres y de corral que se esconden entre los arbustos, en el barro sombrío. Un chorro débil de orina cae a la tierra y la salpica.
No puedo creer que la casa sea así. Si lloviera, por ejemplo, se mojaría mi cama. Pero ya es tiempo de mandar a buscar a los míos.
Me llama por teléfono Alexis Jéldrez. Dice que está con Saval y que ambos ocupan una casa similar, en un condado vecino. ¿A cuánto tiempo están?, les pregunto. En auto, por los caminos de tierra que atraviesan los cerros, serán unos 25 minutos, me responden. Ambos, contentos, me hacen ver que tendremos todo el verano para disfrutar de nuestros puestos. No debo preocuparme, porque el cargo de sheriff es simbólico; el verdadero lo desempeña otra persona.
viernes, agosto 17, 2018
268 lugares comunes en la noche que cantó Gardel
El destacado periodista se encaminaba a cumplir su noble misión en un vehículo de alquiler que sorteaba una densa neblina. Volaba a reportear el dantesco incendio de una fábrica, originado en una falla garrafal que provocó un cortocircuito de funestas consecuencias. Al llegar al sitio de los hechos le llamó poderosamente la atención la magnitud de la catástrofe, ocurrida en un abrir y cerrar de ojos, que superaba toda expectativa. Por cierto, el destacado periodista se hallaba ante una tragedia de proporciones.
En las inmediaciones del lugar volaban plumas y se vivían escenas de honda aflicción nunca antes vistas. Visiblemente emocionado, el destacado periodista constató que tres operarios de la fábrica habían pasado a mejor vida y que más de una docena habían sufrido heridas de diversa consideración, tras ser rescatados por bomberos que debieron hacer uso de una fuerza hercúlea para llevar a cabo su magna tarea más allá de todo cálculo. Una hilera de ambulancias cobijaba en su interior a otros cinco trabajadores marcados por un trágico sino, por lo que se aguardaba de un momento a otro un nuevo desenlace fatal. Igual sus seres queridos hacían caso omiso de los controles y los miraban con sus propios ojos a través de las ventanillas de los coches del nosocomio, llorando a moco tendido, al tiempo que el equipo de psicólogos designados para contenerlos tiraba la toalla, sin pena ni gloria.
En las inmediaciones del lugar volaban plumas y se vivían escenas de honda aflicción nunca antes vistas. Visiblemente emocionado, el destacado periodista constató que tres operarios de la fábrica habían pasado a mejor vida y que más de una docena habían sufrido heridas de diversa consideración, tras ser rescatados por bomberos que debieron hacer uso de una fuerza hercúlea para llevar a cabo su magna tarea más allá de todo cálculo. Una hilera de ambulancias cobijaba en su interior a otros cinco trabajadores marcados por un trágico sino, por lo que se aguardaba de un momento a otro un nuevo desenlace fatal. Igual sus seres queridos hacían caso omiso de los controles y los miraban con sus propios ojos a través de las ventanillas de los coches del nosocomio, llorando a moco tendido, al tiempo que el equipo de psicólogos designados para contenerlos tiraba la toalla, sin pena ni gloria.
Para colmo, los amigos de lo ajeno hacían de las suyas con una violencia pura y dura, logrando apropiarse de la caja fuerte y otras numerosas especies de valor de lo que quedaba del inmueble, dándose a la fuga con camas y petacas en dos vehículos de alta gama. Caerían varias hojas del calendario antes de que la policía uniformada hiciera entrar en vereda con todas las de la ley a los sujetos, a quienes tenía entre ceja y ceja. Todavía estarían tomando el sol a cuadritos si Su Señoría no los hubiese dejado en libertad por falta de pruebas, que fue lo que ocurrió. Raya para la suma: había consenso unánime en que la fábrica sufría el más duro revés de su historia; desde luego, una historia plagada de laureles bien guardados en el baúl de los recuerdos.
El destacado periodista marchó al diario ipso facto para despachar la noticia, mientras el conductor del radiotaxi seguía un partido por la radio. Decir de paso que el encuentro de marras resultó ser de campanillas y se jugó con los dientes apretados; hubo acciones de riesgo en ambos pórticos, y la visita cayó por la cuenta mínima en las postrimerías de la brega, con un tanto dirigido al rincón de las arañas que hizo inflar las redes y delirar a la afición. ¡Justicia divina!, gritó el hombre del micrófono, pues minutos antes se había cobrado un dudoso penal a favor del conjunto visitante. Fue ejecutado desde los doce pasos y el golero se lució con una magistral intervención: voló hacia atrás como un Caravelle, atenazó el balón con las dos manos y se hizo un ovillo en el césped de nuestro principal coliseo deportivo. Por si fuera poco en los descuentos se armó una tole tole y el colegiado, que no estuvo a la altura de la confrontación, se metió en camisa de once varas repartiendo tarjetas a diestra y siniestra. Al momento del pitazo final el punta de lanza de la visita se perdió un gol cantado ante el arco desguarnecido. Agregar que se trató de un pleito no apto para cardíacos y que el estadio se hallaba repleto en sus dos terceras partes: más de cuarenta mil almas colmaban las aposentadurías.
Cabe destacar que el destacado periodista ardía en deseos de sentarse ante la computadora para sacarle trote a su afamada pluma, la que no escatimaría en recursos para describir la épica batalla de los caballeros del fuego. De un tiempo a esta parte, sin embargo, sentía menguar su proverbial sabiduría. “Tal vez me está llegando la hora de colgar los guantes, pues si bien es cierto aún me quedan fuerzas, no es menos cierto que los años no están pasando en vano para mí, aunque ni más ni menos que lo que pasan para todo el mundo”, reflexionaba en el asiento de atrás del mencionado coche de alquiler, con esa filosófica profundidad que caracteriza a los discípulos de Camilo Henríquez, entre un mar de dudas y el trasfondo del llamado a los cuarteles de invierno, bajo una lluvia torrencial que se había dejado caer con una furia patagüina. Y pensar que el día anterior reporteaba bajo un sol radiante. "En fin, volvió a filosofar, al mal tiempo buena cara".
Llegó al diario y despachó la nota en un dos por tres. En lo que era la sala de Crónica no volaba una mosca, reinaba un silencio sepulcral. A su lado, el colega Carloncho, de la sección Deportes, fumador empedernido, escribía con meridiana claridad sobre el cotejo recién finalizado, dándole el protagonismo de su joyita al silbante. "Fútbol, pasión de multitudes" murmuraba con el pucho en los labios mientras destacaba la volada de palo a palo del guardavallas, sacándole chispas al teclado. Mientras, el colega Canelo, de Economía, se mandaba al pecho una exclusiva sobre la crisis del gigante asiático, en que ponía en tela de juicio a aquellos que habían borrado con el codo lo que habían escrito con la mano y el colega Díaz, apodado el "Cabezón", lo hacía acerca del masivo éxodo de santiaguinos que gastarían sus morlacos el fin de semana largo para darse la vida del oso. El colega Quiroz, del Obituario, más conocido como el "Vampiro", abordaba el sensible fallecimiento de un renombrado hombre público que había pasado al más allá víctima de una larga y penosa enfermedad. Enterado Carloncho del deceso largó una de sus frases para el bronce: "¡Pero si lo vi la semana pasada!". El destacado periodista interrumpió a título de escopeta: "Hice una crónica para ponerla en un marco, pero por falta de espacio tuve que dejar afuera lo mejor". El colega Vega, de Policía, redactaba una jaita en que les doraba la píldora a los sabuesos de la BH, quienes asumiendo una orden perentoria y sin dar su brazo a torcer, tras una ardua investigación habían dado con una nueva arista del caso que los condujo a la semilla de maldad, un mocoso que resultó ser el autor del crimen y cuyo porvenir ahora pendía de un hilo. Apelando a su sexto sentido, Vega sospechó desde un principio que el mocoso no era más que una cortina de humo levantada por un potentado de alto rango a través de un testaferro, destinada a echarle tierra al caso... pero siguió escribiendo. En el escritorio contiguo, el colega Martínez, de Tribunales, despachaba la nota de portada sobre un fallo lapidario de la Corte Suprema, que al vulgo le sonaba a volador de luces pues, se comentaba entre bastidores, el supremazo distraía la atención del respetable ante cierto contubernio que se habría descubierto en el tribunal más alto de la república. "Viejos de mierda", mascullaba entre dientes, sin pelos en la lengua mientras tiraba las manos, hecho un quique. En cuanto al colega Urzúa, apodado el "Caballo", se limitaba a hacer acto de presencia, acabada su crónica política sobre los convenios truchos que habían salido a flote en unas fundaciones que dejaban harto que desear, escándalo que se había transformado en una papa caliente y que mantenía en vilo a la nación. La única reportera del lote, de apellido Alegría, despachaba para la sección de Espectáculos los avatares del reality del que hablaba medio mundo y donde el quid del asunto radicaba en si una pareja había o no hecho de las suyas debajo de las sábanas, como lo aseguraban ciertas lenguas viperinas. Las demás colegas del sexo débil se habían retirado qué rato, tras cumplir con sus deberes. En un momento dado los periodistas se dieron una rápida mirada cómplice y continuaron escribiendo, total y absolutamente concentrados, mientras afuera seguía lloviendo a cántaros.
De pronto y sin mediar provocación alguna, el colega Carloncho gritó, desaforado: "¡A las siete canta Gardel!". Vega replicó: "¡Pan para hoy, hambre para mañana!". "El salario del miedo", comentó el Caballo Urzúa. "Donde putas vamos", dijo Canelo. "A matar la gallina de los huevos de oro", propuso Díaz el "Cabezón". "¡Ay, chiquillos, las leseras que dicen!", cerró Alegría. Finalmente, con la honda satisfacción del deber cumplido, los viriles colegas provistos de dinero contante y sonante en sus bolsillos se pusieron las zapatillas con clavos y partieron a pasos agigantados al restaurante Don Quijote para disfrutar de una opípara cena de mantel largo. En el camino, al destacado periodista le asaltó una duda, puesto que no había alcanzado a apersonarse a la caja, que a esa hora estaba cerrada bajo siete llaves. Extrajo la billetera y se le vino la noche: estaba planchado, los piticlines brillaban por su ausencia. En resumen: el descubrimiento de hallarse al tres y al cuatro le cayó como balde de agua fría. "Calma y tiza, compipa; yo le empresto, mañana nos arreglamos", le ofreció el colega de Economía. "Una vez más mi compadre responde a las expectativas", caviló el destacado periodista. Acto seguido le volvió el alma al cuerpo, jurándose a sí mismo que a la mañana siguiente y contra viento y marea pagaría la deuda de honor que había contraído, aunque no estuviese en su sano juicio por la segura resaca.
Satisfecho el pecado de la gula enfilaron a un discreto lugar en que las mujeres tratan de tú. Escrito estaba que harían las de Quico y Caco y echarían la casa por la ventana. Alineados los astros, la flor y nata del periodismo nacional entró en gloria y majestad donde Las Costureras, que así llamábase el lupanar al que los ilustres reporteros habían acudido a disfrutar del reposo del guerrero. En estricto rigor, el lenocinio no destacaba precisamente por ostentar un lujo oriental. Lucía un letrero hecho y derecho, visto hasta el cansancio por los parroquianos: "A nuestra distinguida clientela: se prohíbe terminantemente escupir en el suelo"; y más abajo: "Hoy no se fía mañana sí".
Como era fin de mes, en la mancebía no cabía un alfiler. Sobre el tabique adornado con papel mural, una pintura versallesca más falsa que Judas, de lujos y riquezas al alcance de la mano, representaba a miembros de las más altas esferas poniendo el mundo a los pies de una joven danzarina de los siete velos. Sin ir más lejos y en honor a la verdad, era la misma escena que tenía la suerte de disfrutar la concurrencia, traducida a la chilena: una mujer de dudosa reputación, entrada en carnes y de paño pifiado en su faz de baja estofa se despojaba de sus pilchas para ellos, algo así como el sueño del pibe hecho realidad. Dándose ínfulas, el colega Carloncho, caballero a carta cabal, se mandó otra de sus frases para el bronce: estás más bonita que de costumbre, le susurró a la meretriz, a quien se le iluminó el rostro ante la mentira descarada. En gustos no hay nada escrito, murmuró el "Caballo" Urzúa con una sonrisa sardónica de oreja a oreja. A la hora de los quiubos el Vampiro del Obituario, tacaño por naturaleza, clavó sus ojos inyectados de sangre en la minita más baratieri del salón. Martínez ironizó muerto de la risa: "¿Querís darle una puñalada de carne a esa diosa?". El Vampiro respondió al vuelo: "La necesidad tiene cara de hereje, viejito". A renglón seguido el "Cabezón" Díaz puso el grito en el cielo ante el cobro leonino de una asilada reguleque.
Dirían las malas lenguas que la remolienda habría de durar hasta altas horas de la madrugada, como Dios manda, pero se pisaron la huasca porque cuando los miembros del grupo ya estaban en calidad de bulto se encendieron las alarmas, al verse envueltos en un confuso incidente. Un sapo -luego se comprobó que era pagado por el alto mando- dateó a los tiras, los que tomaron cartas en el asunto e hicieron su ingreso a sangre de pato, acompañados ni más ni menos que por la Comisión, con bombos y platillos. Se los llevaron a todos a la casa del jabonero por posesión de cuatro gramos de la yerba que hace reír, y por ofensas a la moral y a las buenas costumbres, ya que tres de ellos fueron sorprendidos bailando en calzoncillos; a saber, los colegas Carloncho, Canelo y el borracho consuetudinario del Vampiro, transformado este último en el alma de la fiesta. A pesar de que se jugaron el todo por el todo y de que Vega amenazó con hacer valer su credencial, quedaron con los crespos hechos y aunque hicieron de tripas corazón les salió el tiro por la culata. Cuento corto: al final del día sufrieron un fracaso estrepitoso, pero la sacaron barata gracias a una gestión providencial de la vieja decrépita de La Regenta, quien, al darse cuenta de que la situación escalaba a cotas impensadas, sin previo aviso ingresó como un celaje, acusó que el allanamiento era un chivo expiatorio para desprestigiar a la prensa, tiró a la mesa viejos favores recibidos por los señores de la ley, amenazó con destapar la olla y en menos que canta un gallo los dejó libres de polvo y paja, evitando que la denuncia pasara a mayores. Ironías del destino: la multa les salió un moco de pavo y la pagaron religiosamente.
Salieron de la capacha entre gallos y medianoche. Aunque la calle era una boca de lobo, al rato ya entonaban a los cuatro vientos el Himno al estudiante, con voces estentóreas. El grupo se disolvía cuando el Caballo Urzúa sintió la imperiosa necesidad de ir a las casitas; a la postre terminó contentándose con el tronco de un plátano oriental. Mientras el Caballo echaba la corta, al colega Vega le salió la del curado que dice la verdad y lo acusó de ignorancia supina. A la mañana siguiente se disculparía diciendo que andaba con el gorila al hombro porque a la salida del calabozo se le borró la película, lo agarró el aire y le bajó un delirio de grandeza. Volviendo a la escena de los hechos, ante tan inesperado ataque a mansalva el Caballo reaccionó a la velocidad del rayo y le tiró a Vega un combo a la maleta que fue a dar a las nubes. Vega casi liquida la pelea por la vía del cloroformo, ya que le respondió con un gualetazo en l'hocico que dejó al Caballo medio groggy. "¡Salgamos afuera!", le espetó el Caballo, sin darse cuenta de que ya estaban afuera. El colega Martínez aprovechó el envión para acusar al Vampiro de arreglarse los bigotes con los mandamases de la empresa; el Vampiro contraatacó donde más duele, afirmando sin pruebas al canto que "al Martínez se le queda la patita". Si no ardió Troya fue por la salomónica intervención de Carloncho, referee de la noche. "¡Paren de huevear, que parecen cabros chicos! ¡Desen la mano (sic) y aquí no ha pasado nada!", les ordenó y todos los colegas acataron como mansos corderitos.
Eso es lo fundamental de este cuento. El resto es música.
Y nada.
Cambiando radicalmente de tema, el Bardo de Avon y el Manco de Lepanto, quienes debieron conocer sin asomo de duda el dicho de su contemporáneo Francisco de Sales, patrón de los periodistas, de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, jamás imaginaron la de lugares comunes y aforismos del año de la cocoa que habrían de utilizar ciertos reporteros, noteros de matinales, locutores deportivos e informadores de cancha para contar sus historias. ¡Cómo se revolcarían en su tumba si alguien se los soplara al oído!
jueves, agosto 16, 2018
Ironías del destino
De joven
Fui de izquierda
Soñé con habitar una pocilga
Alejado de los bienes materiales
Desprecié el futuro
Vivía para amar
De viejo
Soy de centroderecha
Dueño de una espléndida casa
Vivo ahorrando plata
Pienso en puras desgracias
Amo para callado, como que me avergonzara amar
Fui de izquierda
Soñé con habitar una pocilga
Alejado de los bienes materiales
Desprecié el futuro
Vivía para amar
De viejo
Soy de centroderecha
Dueño de una espléndida casa
Vivo ahorrando plata
Pienso en puras desgracias
Amo para callado, como que me avergonzara amar
martes, agosto 07, 2018
Miedo a la vida
La charla menguaba; decidimos pedir la cuenta. Mis últimas palabras viraron hacia el asunto existencial. A mi amigo le brotó la voz con una especie de urgencia y declaró, ¿sabes?, ya no le tengo miedo a la muerte.
La frase venía, según propia confesión, de alguien que vivió bajo esa espada de Damocles. Luego de que se le detectara una grave enfermedad, hoy relativamente bajo control, había aprendido sin darse cuenta la lección.
Cada día que pasa es un regalo; eso no lo dijo él, lo pensé yo. Durante la semana había leído una nota sobre el alzhéimer que afecta a un famoso personaje de la TV y le admití que dicha lectura me despertó miedo, eso dije, aunque debí decir preocupación. Por qué, me preguntó, porque me quedan relatos por escribir y debo apresurarme antes de que la lotería de la vida coarte, o derechamente acabe, con mis capacidades.
Salimos del café y prometimos vernos pronto.
(Anticipas dramas, muerte
posibilidades en el espesor de la noche turbulenta
Amanece tu corazón agitado
todo es una suma de peligros, debes enfrentarlos
no se te ocurra esconder la cabeza como el avestruz
Así las cosas pasan entre líneas
Al atardecer buscas refugio en el alcohol
y algo consigues
la serenidad de la tarde cubre el riesgo
el calor del hogar
la música clásica
reconcilian a tu espíritu con el cosmos
y entras a la cama sigiloso
sumando recuerdos amenazas posibilidades).
Vuelvo a mis últimos días, en los que he rezado por uno de mis seres queridos. Postrado ante la Virgen del Carmen, ella me mira con sus ojos de vidrio entrecerrados y su carita de yeso se me torna humana. Su silencio me habla. Me dice: oigo tus ruegos.
La frase venía, según propia confesión, de alguien que vivió bajo esa espada de Damocles. Luego de que se le detectara una grave enfermedad, hoy relativamente bajo control, había aprendido sin darse cuenta la lección.
Cada día que pasa es un regalo; eso no lo dijo él, lo pensé yo. Durante la semana había leído una nota sobre el alzhéimer que afecta a un famoso personaje de la TV y le admití que dicha lectura me despertó miedo, eso dije, aunque debí decir preocupación. Por qué, me preguntó, porque me quedan relatos por escribir y debo apresurarme antes de que la lotería de la vida coarte, o derechamente acabe, con mis capacidades.
Salimos del café y prometimos vernos pronto.
(Anticipas dramas, muerte
posibilidades en el espesor de la noche turbulenta
Amanece tu corazón agitado
todo es una suma de peligros, debes enfrentarlos
no se te ocurra esconder la cabeza como el avestruz
Así las cosas pasan entre líneas
Al atardecer buscas refugio en el alcohol
y algo consigues
la serenidad de la tarde cubre el riesgo
el calor del hogar
la música clásica
reconcilian a tu espíritu con el cosmos
y entras a la cama sigiloso
sumando recuerdos amenazas posibilidades).
Vuelvo a mis últimos días, en los que he rezado por uno de mis seres queridos. Postrado ante la Virgen del Carmen, ella me mira con sus ojos de vidrio entrecerrados y su carita de yeso se me torna humana. Su silencio me habla. Me dice: oigo tus ruegos.
martes, junio 12, 2018
El tren
-¿Dice que el tren partió de la Estación Central a las 20 horas y 10 minutos?
-Sí.
-¿Y que a usted le pareció que diez segundos después de partir, el tren se detenía en el andén?
-Así es.
-¿Y que nuevamente partió y casi de inmediato se volvió a detener?
-Sí.
-De modo que, según su percepción, el tren se detuvo dos veces entre las 20 horas y 10 minutos y las 20 horas con, digamos como máximo, 11 minutos.
-Esa fue mi percepción.
-Y sin embargo, ese escaso minuto transcurrido, durante el cual el tren se detuvo dos veces, equivalió para usted a varias horas, sin que el tren se haya movido más que unos 500 metros.
-Sí.
-Lo afirma porque de pronto se dio cuenta de que cuando partió por segunda vez y se detuvo casi de inmediato, usted había llegado a la ciudad de Victoria, su destino normal tras nueve horas de viaje.
-Eso es lo que le acabo de decir y eso es lo que no puedo entender, pero fue así.
-El crimen de su vecina se cometió en ese lapso.
-Sí, señor Dinen. Yo descubrí su cuerpo ensangrentado sobre su cama y di aviso a la policía.
Pil Dinen le dirigió una mirada serena, profunda y oscura a su cliente. Este esperaba que el detective le dijera algo que lo ayudara a comprender el misterio. Pero Dinen rompió el silencio con una orden insólita:
-Queda usted detenido.
El cliente, un hombre entrado en años, de apariencia modesta, estiró el cuello y su primera reacción fue entregarse a la justicia, pero al mismo tiempo le echó un vistazo a la puerta de salida, a su espalda, de manera inconsciente. Dinen lo observaba desde su sillón, sin mover un músculo. El hombre tragó saliva y le argumentó que no podía detenerlo porque era un detective privado y los detectives privados no detienen; a lo más investigan. Enseguida le hizo ver lo ilógico de apresar a quien lo había contratado para resolver el crimen. Parecía absurdo que el cliente pasara a ser no sólo el autor, sino la víctima de su propia iniciativa. A Dinen le resbalaban esos argumentos, de tal forma que por primera vez esbozó una sonrisa, nada de tranquilizadora para su interlocutor, antes de reiterar la orden.
-Queda usted inmediatamente detenido.
Llevado a ese punto, el cliente reparó en que no andaba con la ropa apropiada para pasar una temporada en la cárcel. Mientras pensaba en lo fácil que es entrar y lo difícil que es salir, cuestiones como el cepillo y la pasta de dientes, el pago de las cuentas y la visita al supermercado, que había dejado para el fin de semana próximo, pasaron a adquirir una importancia desmedida. En cuanto a su automóvil, por ejemplo, aquella máquina que era casi su razón de ser y en cuya brillante carrocería se miraba todas las mañanas como si estuviera ante el espejo, ¿quién se lo apropiaría una vez que estuviera tras las rejas?
Hizo un nuevo cálculo mental: uno de los dos era el más fuerte y no era él. No es que Dinen constituyese una exposición de músculos, sino que él se hallaba fuera de forma, tras años de entrega a una vida sedentaria. Descartó así la fuga por sorpresa; además no solucionaba nada: si la conclusión del detective era cierta, tarde o temprano terminaría por caer a la cárcel. ¿Darle un dinero extra al investigador para que guardara silencio? Dinen no se prestaría para esa bajeza. En fin, concluyó con pesar, en la lucha del individuo frente a la Policía existe el mito de la derrota del individuo.
Las ideas se le iban revolviendo en la cabeza, mientras le brotaban nuevas emociones. Dinen le empezaba a causar fastidio... y un inexplicable desasosiego.
-¿De qué me está acusando, señor Dinen?
En los hechos no estaba preso. Terán se daba por derrotado antes de tiempo o utilizaba un recurso femenil. Continuaba sentado y en sus muñecas no había esposas. No había dos gendarmes a su lado; en la calle, que se supiera, no permanecía furgón alguno aguardando a un criminal. Sin embargo, sí estaba detenido. Por el crimen misterioso e imposible de su vecina mientras él viajaba en tren, o parecía que aún viajaba en tren.
Pil Dinen revolvió unos naipes, como acostumbraba a hacer. Calculó que a su cliente le habían bastado unas horas para que su vida se derrumbara.
-Estimado señor, por el aprecio que mi superior siempre le ha tenido, le informaré que su caso contiene tres misterios, y los tres han sido develados.
El cliente quedó sin habla. Ignoraba que Dinen tuviera un jefe. Tras un incómodo silencio se atrevió a preguntar:
-¿Cuáles, señor Dinen?
Dinen no abrió la boca, pero pensó: el misterio del tren que avanza y no corre, el misterio de las nueve horas que le pasan por la ventanilla mientras comete un crimen del que tarde o temprano será acusado, y el misterio... el misterio...
Lo había olvidado momentáneamente. Solía quedar con la mente en blanco, de allí su silencio. Y de allí también esos raros signos que ahora escribía en su libreta.
-Señor Dinen, ¿me podría aclarar esos misterios? Le estoy... pagando... y harto me costó juntar el dinero -se atrevió a decir.
-Cállese. Está detenido.
El tercer misterio era el más grande de todos: el convencimiento de su inocencia al que se aferra un ser cuando se ve acosado por la sociedad. Cuántos crímenes se habían cometido en la historia de la humanidad escudados por esa creencia. Por algún motivo ese misterio se le había escondido entre las bambalinas de su mente. Ahora que lo había recordado sintió una amargura en la garganta.
El cliente se levantó y caminó a la salida. "Debo acudir esta misma tarde a un especialista, para que me diga qué pasó en esas nueve horas que para mí fueron segundos", pensó mientras el ascensor descendía. Al llegar al primer piso las puertas se le abrieron; enfiló por el pasillo hacia la calle, mas se halló de nuevo ante el nombre de Pil Dinen sobre el cristal labrado de la puerta. Estaba en el piso 17.
-Lléveme al doctor, me encuentro muy mal -dijo.
El hombre que le abrió, que no era Dinen, le respondió:
-El señor Dinen ya se retiró. Pero me encargó que le recordara que usted está detenido, señor... Pase, por favor.
-Gracias... ¿qué... hora... es?
-Son las siete de la tarde y cuarto -le respondió, con esa imperfección en el hablar y una voz carente de sentimientos. El cliente parecía un fantasma a su lado. No acertaba a explicarse que hubiesen transcurrido cuarenta minutos entre el momento en que salió de la oficina de Dinen y el momento en que volvió, sin saber cómo. Mientras aguardaba lo que pudiese venir le pidió a su custodio la guía de teléfonos. Debía consultar a un especialista.
Cinco minutos más tarde un hipnotizador tocó a la puerta y preguntó por él. El hombre de voz carente de sentimientos lo hizo pasar. Al cliente le pareció imposible que el hipnotizador se hubiese desplazado de un extremo a otro de Santiago en tan corto tiempo. La guía de teléfonos no podía mentir en cuanto a la ubicación de su consulta.
-A menos que haya venido en helicóptero -le corrigió el hipnotizador, sonriendo.
-Sí, es verdad -aceptó el cliente, pero entonces su mente le planteó un nuevo dilema: ¿había helipuerto en el edificio de Pil Dinen?
-No, pero eso qué importa -le respondió el hipnotizador.
Me está leyendo el pensamiento, pensó el cliente. Ese es mi oficio, le habló el hipnotizador.
-Sí.
-¿Y que a usted le pareció que diez segundos después de partir, el tren se detenía en el andén?
-Así es.
-¿Y que nuevamente partió y casi de inmediato se volvió a detener?
-Sí.
-De modo que, según su percepción, el tren se detuvo dos veces entre las 20 horas y 10 minutos y las 20 horas con, digamos como máximo, 11 minutos.
-Esa fue mi percepción.
-Y sin embargo, ese escaso minuto transcurrido, durante el cual el tren se detuvo dos veces, equivalió para usted a varias horas, sin que el tren se haya movido más que unos 500 metros.
-Sí.
-Lo afirma porque de pronto se dio cuenta de que cuando partió por segunda vez y se detuvo casi de inmediato, usted había llegado a la ciudad de Victoria, su destino normal tras nueve horas de viaje.
-Eso es lo que le acabo de decir y eso es lo que no puedo entender, pero fue así.
-El crimen de su vecina se cometió en ese lapso.
-Sí, señor Dinen. Yo descubrí su cuerpo ensangrentado sobre su cama y di aviso a la policía.
Pil Dinen le dirigió una mirada serena, profunda y oscura a su cliente. Este esperaba que el detective le dijera algo que lo ayudara a comprender el misterio. Pero Dinen rompió el silencio con una orden insólita:
-Queda usted detenido.
El cliente, un hombre entrado en años, de apariencia modesta, estiró el cuello y su primera reacción fue entregarse a la justicia, pero al mismo tiempo le echó un vistazo a la puerta de salida, a su espalda, de manera inconsciente. Dinen lo observaba desde su sillón, sin mover un músculo. El hombre tragó saliva y le argumentó que no podía detenerlo porque era un detective privado y los detectives privados no detienen; a lo más investigan. Enseguida le hizo ver lo ilógico de apresar a quien lo había contratado para resolver el crimen. Parecía absurdo que el cliente pasara a ser no sólo el autor, sino la víctima de su propia iniciativa. A Dinen le resbalaban esos argumentos, de tal forma que por primera vez esbozó una sonrisa, nada de tranquilizadora para su interlocutor, antes de reiterar la orden.
-Queda usted inmediatamente detenido.
Llevado a ese punto, el cliente reparó en que no andaba con la ropa apropiada para pasar una temporada en la cárcel. Mientras pensaba en lo fácil que es entrar y lo difícil que es salir, cuestiones como el cepillo y la pasta de dientes, el pago de las cuentas y la visita al supermercado, que había dejado para el fin de semana próximo, pasaron a adquirir una importancia desmedida. En cuanto a su automóvil, por ejemplo, aquella máquina que era casi su razón de ser y en cuya brillante carrocería se miraba todas las mañanas como si estuviera ante el espejo, ¿quién se lo apropiaría una vez que estuviera tras las rejas?
Hizo un nuevo cálculo mental: uno de los dos era el más fuerte y no era él. No es que Dinen constituyese una exposición de músculos, sino que él se hallaba fuera de forma, tras años de entrega a una vida sedentaria. Descartó así la fuga por sorpresa; además no solucionaba nada: si la conclusión del detective era cierta, tarde o temprano terminaría por caer a la cárcel. ¿Darle un dinero extra al investigador para que guardara silencio? Dinen no se prestaría para esa bajeza. En fin, concluyó con pesar, en la lucha del individuo frente a la Policía existe el mito de la derrota del individuo.
Las ideas se le iban revolviendo en la cabeza, mientras le brotaban nuevas emociones. Dinen le empezaba a causar fastidio... y un inexplicable desasosiego.
-¿De qué me está acusando, señor Dinen?
En los hechos no estaba preso. Terán se daba por derrotado antes de tiempo o utilizaba un recurso femenil. Continuaba sentado y en sus muñecas no había esposas. No había dos gendarmes a su lado; en la calle, que se supiera, no permanecía furgón alguno aguardando a un criminal. Sin embargo, sí estaba detenido. Por el crimen misterioso e imposible de su vecina mientras él viajaba en tren, o parecía que aún viajaba en tren.
Pil Dinen revolvió unos naipes, como acostumbraba a hacer. Calculó que a su cliente le habían bastado unas horas para que su vida se derrumbara.
-Estimado señor, por el aprecio que mi superior siempre le ha tenido, le informaré que su caso contiene tres misterios, y los tres han sido develados.
El cliente quedó sin habla. Ignoraba que Dinen tuviera un jefe. Tras un incómodo silencio se atrevió a preguntar:
-¿Cuáles, señor Dinen?
Dinen no abrió la boca, pero pensó: el misterio del tren que avanza y no corre, el misterio de las nueve horas que le pasan por la ventanilla mientras comete un crimen del que tarde o temprano será acusado, y el misterio... el misterio...
Lo había olvidado momentáneamente. Solía quedar con la mente en blanco, de allí su silencio. Y de allí también esos raros signos que ahora escribía en su libreta.
-Señor Dinen, ¿me podría aclarar esos misterios? Le estoy... pagando... y harto me costó juntar el dinero -se atrevió a decir.
-Cállese. Está detenido.
El tercer misterio era el más grande de todos: el convencimiento de su inocencia al que se aferra un ser cuando se ve acosado por la sociedad. Cuántos crímenes se habían cometido en la historia de la humanidad escudados por esa creencia. Por algún motivo ese misterio se le había escondido entre las bambalinas de su mente. Ahora que lo había recordado sintió una amargura en la garganta.
El cliente se levantó y caminó a la salida. "Debo acudir esta misma tarde a un especialista, para que me diga qué pasó en esas nueve horas que para mí fueron segundos", pensó mientras el ascensor descendía. Al llegar al primer piso las puertas se le abrieron; enfiló por el pasillo hacia la calle, mas se halló de nuevo ante el nombre de Pil Dinen sobre el cristal labrado de la puerta. Estaba en el piso 17.
-Lléveme al doctor, me encuentro muy mal -dijo.
El hombre que le abrió, que no era Dinen, le respondió:
-El señor Dinen ya se retiró. Pero me encargó que le recordara que usted está detenido, señor... Pase, por favor.
-Gracias... ¿qué... hora... es?
-Son las siete de la tarde y cuarto -le respondió, con esa imperfección en el hablar y una voz carente de sentimientos. El cliente parecía un fantasma a su lado. No acertaba a explicarse que hubiesen transcurrido cuarenta minutos entre el momento en que salió de la oficina de Dinen y el momento en que volvió, sin saber cómo. Mientras aguardaba lo que pudiese venir le pidió a su custodio la guía de teléfonos. Debía consultar a un especialista.
Cinco minutos más tarde un hipnotizador tocó a la puerta y preguntó por él. El hombre de voz carente de sentimientos lo hizo pasar. Al cliente le pareció imposible que el hipnotizador se hubiese desplazado de un extremo a otro de Santiago en tan corto tiempo. La guía de teléfonos no podía mentir en cuanto a la ubicación de su consulta.
-A menos que haya venido en helicóptero -le corrigió el hipnotizador, sonriendo.
-Sí, es verdad -aceptó el cliente, pero entonces su mente le planteó un nuevo dilema: ¿había helipuerto en el edificio de Pil Dinen?
-No, pero eso qué importa -le respondió el hipnotizador.
Me está leyendo el pensamiento, pensó el cliente. Ese es mi oficio, le habló el hipnotizador.
Antes de pedirle al especialista que diera inicio a la sesión le surgieron dudas sobre la materia a la que debían circunscribirse. Había agregado problemas nuevos en su vida, tal vez más graves que el crimen mismo. El hombre le había confirmado que el edificio no disponía de helipuerto, de modo que el supuesto helicóptero no podía aterrizar en el edificio. El hipnotizador no pudo entonces volar en helicóptero. Aun así, había tardado sólo cinco minutos en llegar. Encima, le estaba leyendo el pensamiento.
Una pequeña luz le surgió en su afiebrada mente: ¿qué constancia tenía de que las cosas podían ser como las vivía y se las imaginaba, en circunstancias de que su historia se hallaba en manos del narrador?
"Me quiere enloquecer, el narrador me quiere enloquecer", pensó.
-No creo que sea así. El señor Dinen me asegura que el narrador lo tiene en alta estima -lo consoló el especialista. Sus palabras lo tranquilizaron, aunque de acuerdo al giro que tomaba la historia, no había razón para que causaran dicho efecto. De todos modos, pensó, no siendo ni él ni el hipnotizador dueños de sus vidas, la angustia ante el destino flaqueaba. Su problema, su caso, a lo más devendría en un pedazo de papel que el tiempo tornaría amarillento.
Una pequeña luz le surgió en su afiebrada mente: ¿qué constancia tenía de que las cosas podían ser como las vivía y se las imaginaba, en circunstancias de que su historia se hallaba en manos del narrador?
"Me quiere enloquecer, el narrador me quiere enloquecer", pensó.
-No creo que sea así. El señor Dinen me asegura que el narrador lo tiene en alta estima -lo consoló el especialista. Sus palabras lo tranquilizaron, aunque de acuerdo al giro que tomaba la historia, no había razón para que causaran dicho efecto. De todos modos, pensó, no siendo ni él ni el hipnotizador dueños de sus vidas, la angustia ante el destino flaqueaba. Su problema, su caso, a lo más devendría en un pedazo de papel que el tiempo tornaría amarillento.
-Así me gusta -le dijo el especialista.
-Hipnotíceme. A ver qué sale de esto.
La habitación, a media luz, se inundó de suave música mientras el hipnotizador le hablaba a su paciente con voz melosa. El cliente se durmió. El hombre carente de sentimientos que los acompañaba se desplomó de su silla y cayó al piso. El especialista vio entrar a Dinen a hurtadillas y le ordenó al cliente obedecer a la voz que le hablaría de allí en adelante. Pil Dinen tomó el lugar del especialista.
-Hipnotíceme. A ver qué sale de esto.
La habitación, a media luz, se inundó de suave música mientras el hipnotizador le hablaba a su paciente con voz melosa. El cliente se durmió. El hombre carente de sentimientos que los acompañaba se desplomó de su silla y cayó al piso. El especialista vio entrar a Dinen a hurtadillas y le ordenó al cliente obedecer a la voz que le hablaría de allí en adelante. Pil Dinen tomó el lugar del especialista.
-Está a bordo del tren...
-Estoy a bordo del tren...
-El tren parte y se detiene...
-Parte y se detiene...
-Dígame dónde está ahora.
-En mi casa de Victoria.
-Cuánto demoró el viaje.
-Un suspiro.
-Qué ve en sus manos.
-Sangre.
-De dónde salió esa sangre.
-De la casa de mi vecina.
-Dónde está ahora.
-En la casa de mi vecina.
-Qué le pasa a su vecina.
-Está sangrando en la cama.
-¿Está vestida?
-Está desnuda.
-Dónde está ahora.
-Me estoy lavando las manos en el baño de mi casa.
-¿Lo vio alguien?
-Estoy solo.
(El especialista se acercó a Dinen y le susurró al oído).
-Lo esperan en el bar de la esquina.
Dinen dejó a su cliente en manos del especialista y abandonó la oficina. Ya sabía lo que tenía que saber. El especialista completó la sesión.
-Ahora despertará y no recordará nada. Despierte.
El cliente abrió los ojos; en la habitación el especialista atendía al hombre de la voz carente de sentimientos, que seguía tumbado en el piso. El cliente aprovechó la ocasión para escapar. Abrió la puerta muy despacio y caminó por el pasillo hacia el ascensor. De lejos vio un cartel que decía "En reparación"; usó la escalera. "No lo logrará, no lo logrará", pensó y corrió frenéticamente, sudando de cansancio y de angustia. Llegó por fin a la salida. Empujó la puerta y entró.
-El nervio lo come, mi amigo. Vamos, siéntese -le sugirió el especialista, con una especie de provinciana gentileza.
-Es verdad, tiene razón. Soy un hombre destruido.
Así pensaba el cliente, según le iba leyendo el pensamiento el especialista.
"Soy un hombre destruido, el narrador me tiene en sus manos y el hipnotizador me lee el pensamiento. Se ha cometido un crimen, quieren hacerme creer que maté a mi vecina y estoy virtualmente detenido. Cada acción que intento iniciar para modificar mi destino me lleva hacia el despeñadero. La vida me pasa por la ventanilla del tren y no logro recordar lo que sucedió durante ese tiempo. En vez de ayudarme, Pil Dinen se convierte en mi enemigo. Nadie parece tener los sentimientos que yo tengo, nadie siente lo mismo que yo en el instante en que yo siento, de modo que nadie me entiende. Dinen se dedica a resolver casos insólitos; el especialista está atado a su oficio. Mi vecina... ¿la violenté? Un crimen así de brutal no me cabe en la cabeza, pero ¿lo sabré alguna vez o los días que me restan perdieron sentido? ¿Ha decidido el narrador que mi estrella se apague, con tanta cosa por hacer, tanto proyecto inacabado?"
Sonó el teléfono. Contestó el especialista.
-Es para usted.
El cliente tomó el teléfono. Era Dinen.
-Estamos analizando su caso con mi superior. A él le caben ciertas dudas, pero personalmente yo le recomiendo que asuma la verdad ocurrida a la ciega vista suya, sentado en un tren que espera por usted.
-Es verdad, tiene razón. Soy un hombre destruido.
Así pensaba el cliente, según le iba leyendo el pensamiento el especialista.
"Soy un hombre destruido, el narrador me tiene en sus manos y el hipnotizador me lee el pensamiento. Se ha cometido un crimen, quieren hacerme creer que maté a mi vecina y estoy virtualmente detenido. Cada acción que intento iniciar para modificar mi destino me lleva hacia el despeñadero. La vida me pasa por la ventanilla del tren y no logro recordar lo que sucedió durante ese tiempo. En vez de ayudarme, Pil Dinen se convierte en mi enemigo. Nadie parece tener los sentimientos que yo tengo, nadie siente lo mismo que yo en el instante en que yo siento, de modo que nadie me entiende. Dinen se dedica a resolver casos insólitos; el especialista está atado a su oficio. Mi vecina... ¿la violenté? Un crimen así de brutal no me cabe en la cabeza, pero ¿lo sabré alguna vez o los días que me restan perdieron sentido? ¿Ha decidido el narrador que mi estrella se apague, con tanta cosa por hacer, tanto proyecto inacabado?"
Sonó el teléfono. Contestó el especialista.
-Es para usted.
El cliente tomó el teléfono. Era Dinen.
-Estamos analizando su caso con mi superior. A él le caben ciertas dudas, pero personalmente yo le recomiendo que asuma la verdad ocurrida a la ciega vista suya, sentado en un tren que espera por usted.
-Pero señor Dinen, infórmele a su superior que el tren no se movía, por favor.
-Está detenido.
Pil Dinen apagó su teléfono y giró el asiento de la barra en dirección a su acompañante.
Pil Dinen apagó su teléfono y giró el asiento de la barra en dirección a su acompañante.
-¿Estás satisfecho, Dinen?
-Medianamente.
-Yo tengo mis dudas. Por lo que leo, tu cliente no ha confesado que la mató. Hipnotizado, solo te reveló que estuvo en su casa y que la vio desnuda en la cama, sangrando. Luego atravesó a su hogar y se lavó las manos.
-Él nunca admitirá su crimen. Insiste en que el tren no se movía; me pidió que te lo informara. Casi me atrevo a decir que es un inocente atrapado por su culpa. Más digna de análisis me parece tu retorcida imaginación, que de la nada ha ideado un caso de esta índole.
-Tanto como de la nada...
-¿Me dirás la verdad? Te escucho.
-Hace unos días abordé un tren con destino a mi ciudad natal. Al iniciar el viaje, el tren se detuvo varias veces en el andén, en forma inexplicable. El fastidio que sentí contra la empresa de Ferrocarriles fue grande, pero logré aplacar la rabia ideando el cuento en que te hallas metido. Al personaje le desfila el tiempo ante la ventanilla de un tren sin que se percate, como si ese tiempo no existiera. Durante ese lapso se comete un crimen frente a su hogar, a cientos de kilómetros de distancia. Se supone que algo lo angustia, eso el cuento no lo dice, porque la historia parte cuando el hombre te contrata para aclarar los hechos y tú lo culpas a él. Mi intención es que más allá de una metafísica de principiantes el tema encierre un misterio criminal que solo pueda ser solucionado por tu perspicacia. Aún no logro dar con el final, pero como has visto, la solución ha sido bastante fácil, típica de los relatos policiales.
Dinen guardó silencio un momento y luego continuó.
-¿Sabes? Es penoso que lo diga, pero te estoy perdiendo el respeto.
En el bar había pocas personas. El único que hablaba era Dinen.
-Ya en el segundo cuento me relegaste a personaje de segunda categoría, aunque eso fue comprensible, porque el tema debía centrarse en la persona de un cartero y no en la mía, como sucedió con el caso de las patentes 7777. Hace pocos meses escribiste acerca de un cíclope que se enamora de la Luna, metáfora bastante burda acerca del amor y la procreación. Allí me hiciste pasar por un imbécil; para cualquier lector atento hice el ridículo. En otros relatos aparezco de entrada y salida. Todo eso lo acepto, pero esto rebasa los límites.
-No lo veo de esa forma, Dinen. Estamos dando a luz tu postrer cuento fantástico.
-Descabellado, querrás decir.
-Puede ser fantástico y descabellado.
-Una vez más te equivocas. Te haces pasar por zorro viejo pero a mí no me puedes ocultar la candidez de tu pensamiento, de tu alma, de ese conjunto que te convierte en un ser humano. Perdóname la franqueza. Y conste que lo digo con envidia. Soy un casi-humano como tantos de este libro. Pero ya quisiera ser persona, como tú.
-No te entiendo.
-¡Te estás comportando como un niño!, estás abusando de nosotros debido quizás a qué situación personal. A mi cliente lo has acorralado, lo has dividido en dos. Me ordenas que lo detenga por un crimen alegórico, le haces perder toda noción de tiempo y espacio y le creas alteraciones de tipo esquizoide. Ese hombre está a punto de arrojarse por la ventana.
-No es lo que pienso hacer con él.
-¿Y qué me dices del hombre que aparece en mi oficina?: lo retratas como a un inepto, "una voz carente de sentimientos". Ni siquiera le pones nombre; nadie más que yo lleva nombre en esta historia. Ni tú llevas nombre. Eso es una niñería, una falta de educación.
-Quise alivianar el relato...
-Para alivianar un relato antes hay que densificarlo. Disculpas puede haber muchas, pero eso no te salva. Has desaprovechado un caso interesante, todo un desafío para un verdadero escritor de cuentos policiales.
El narrador rompió su silencio:
-Estoy en problemas, Dinen. La verdad es que no te cité por eso. Este cuento me tiene sin cuidado.
-¿Qué dices?
-Se me acaba el tiempo, los años se me han venido encima. Debo hincarle el diente de una vez por todas a una novela que vengo fraguando desde hace cuatro décadas, aquella que comienza con un hombre sentado a la orilla de un lago.
-Escribe la novela. No veo la crisis.
-Lo que me intranquiliza es que he postergado esta decisión porque tengo miedo. Cada día que pasa el argumento va cediendo en consistencia; se me desdibuja, pierde la fuerza que tuvo en mi juventud. A mi pesar, acabé por comprender que al joven todo lo suyo le parece original. Ahora miro las bibliotecas llenas de libros, uno al lado del otro producto de meses, años de sudor; y qué hay dentro de ellos, palabras, artilugios, vanidades, malabarismos, alardes revolucionarios, conformismo, y cómo lucen, lucen vestidos con trajes marchitos, pasados de moda o con prendas relucientes, recién salidas de las manos del joyero y la modista, en medio de un carnaval de estrenos que semana a semana pechan por un sitio en los anaqueles, ante la serena indiferencia del lector. Lo que me intranquiliza es que después de escribirla, escribirla con esa ambición de estantería, de penosa vanidad, mi tiempo restante consistirá en mirar por la ventana, sentarme en una plaza, leer libros escritos por otros en mi café del barrio.
-¿Sabes? Es penoso que lo diga, pero te estoy perdiendo el respeto.
En el bar había pocas personas. El único que hablaba era Dinen.
-Ya en el segundo cuento me relegaste a personaje de segunda categoría, aunque eso fue comprensible, porque el tema debía centrarse en la persona de un cartero y no en la mía, como sucedió con el caso de las patentes 7777. Hace pocos meses escribiste acerca de un cíclope que se enamora de la Luna, metáfora bastante burda acerca del amor y la procreación. Allí me hiciste pasar por un imbécil; para cualquier lector atento hice el ridículo. En otros relatos aparezco de entrada y salida. Todo eso lo acepto, pero esto rebasa los límites.
-No lo veo de esa forma, Dinen. Estamos dando a luz tu postrer cuento fantástico.
-Descabellado, querrás decir.
-Puede ser fantástico y descabellado.
-Una vez más te equivocas. Te haces pasar por zorro viejo pero a mí no me puedes ocultar la candidez de tu pensamiento, de tu alma, de ese conjunto que te convierte en un ser humano. Perdóname la franqueza. Y conste que lo digo con envidia. Soy un casi-humano como tantos de este libro. Pero ya quisiera ser persona, como tú.
-No te entiendo.
-¡Te estás comportando como un niño!, estás abusando de nosotros debido quizás a qué situación personal. A mi cliente lo has acorralado, lo has dividido en dos. Me ordenas que lo detenga por un crimen alegórico, le haces perder toda noción de tiempo y espacio y le creas alteraciones de tipo esquizoide. Ese hombre está a punto de arrojarse por la ventana.
-No es lo que pienso hacer con él.
-¿Y qué me dices del hombre que aparece en mi oficina?: lo retratas como a un inepto, "una voz carente de sentimientos". Ni siquiera le pones nombre; nadie más que yo lleva nombre en esta historia. Ni tú llevas nombre. Eso es una niñería, una falta de educación.
-Quise alivianar el relato...
-Para alivianar un relato antes hay que densificarlo. Disculpas puede haber muchas, pero eso no te salva. Has desaprovechado un caso interesante, todo un desafío para un verdadero escritor de cuentos policiales.
El narrador rompió su silencio:
-Estoy en problemas, Dinen. La verdad es que no te cité por eso. Este cuento me tiene sin cuidado.
-¿Qué dices?
-Se me acaba el tiempo, los años se me han venido encima. Debo hincarle el diente de una vez por todas a una novela que vengo fraguando desde hace cuatro décadas, aquella que comienza con un hombre sentado a la orilla de un lago.
-Escribe la novela. No veo la crisis.
-Lo que me intranquiliza es que he postergado esta decisión porque tengo miedo. Cada día que pasa el argumento va cediendo en consistencia; se me desdibuja, pierde la fuerza que tuvo en mi juventud. A mi pesar, acabé por comprender que al joven todo lo suyo le parece original. Ahora miro las bibliotecas llenas de libros, uno al lado del otro producto de meses, años de sudor; y qué hay dentro de ellos, palabras, artilugios, vanidades, malabarismos, alardes revolucionarios, conformismo, y cómo lucen, lucen vestidos con trajes marchitos, pasados de moda o con prendas relucientes, recién salidas de las manos del joyero y la modista, en medio de un carnaval de estrenos que semana a semana pechan por un sitio en los anaqueles, ante la serena indiferencia del lector. Lo que me intranquiliza es que después de escribirla, escribirla con esa ambición de estantería, de penosa vanidad, mi tiempo restante consistirá en mirar por la ventana, sentarme en una plaza, leer libros escritos por otros en mi café del barrio.
-Lo mejor que te podría ocurrir es vivir la vida. En cambio yo... para ninguno de tus lectores resultará dificultoso inferir que mi singular personaje se halla próximo a ser relegado a un cajón de escritorio.
-Así es, Dinen, me apena confirmártelo.
Dinen miró al piso. El narrador atisbó en esa mente fría y algo decadente un dejo de humanidad.
-¿Puedo tratarte por tu nombre? -preguntó.
-Cómo no.
-Haré gala de mis habilidades, Sergio. Resolveré el caso que sin querer me has propuesto aquí en el bar y que de antemano nos condena, y lo haré de tal modo que tú vivirás y yo no dejaré de vivir, porque bien sabes que los personajes de ficción también poseen el instinto animal de la supervivencia.
-Pil Dinen resuelve dos casos el mismo día... qué tal.
-Así es, Dinen, me apena confirmártelo.
Dinen miró al piso. El narrador atisbó en esa mente fría y algo decadente un dejo de humanidad.
-¿Puedo tratarte por tu nombre? -preguntó.
-Cómo no.
-Haré gala de mis habilidades, Sergio. Resolveré el caso que sin querer me has propuesto aquí en el bar y que de antemano nos condena, y lo haré de tal modo que tú vivirás y yo no dejaré de vivir, porque bien sabes que los personajes de ficción también poseen el instinto animal de la supervivencia.
-Pil Dinen resuelve dos casos el mismo día... qué tal.
-Préstame atención: tú ya no serás más mi jefe. De ahora en adelante mi jefe será aquel que llamaste "mi cliente".
-¡Tu cliente! ¡Un personaje, dueño de otro!
-Déjate de ironías, no nos veamos la suerte entre gitanos. Tú lo conoces, es tu amigo, mi cliente está inspirado en él. Él mismo te ha revelado que escribe, te ha mostrado sus bosquejos literarios y tú le has dado alas. Alguna vez te testimonió su admiración por el personaje que represento y te solicitó contar con mi participación, en calidad de préstamo, en los relatos que estaban naciendo de su pluma. Ese día te desprendiste de mí, ¡ese día le regalaste Pil Dinen a otro autor!
-Sí... recuerdo que le hice esa oferta.
-¡Tu cliente! ¡Un personaje, dueño de otro!
-Déjate de ironías, no nos veamos la suerte entre gitanos. Tú lo conoces, es tu amigo, mi cliente está inspirado en él. Él mismo te ha revelado que escribe, te ha mostrado sus bosquejos literarios y tú le has dado alas. Alguna vez te testimonió su admiración por el personaje que represento y te solicitó contar con mi participación, en calidad de préstamo, en los relatos que estaban naciendo de su pluma. Ese día te desprendiste de mí, ¡ese día le regalaste Pil Dinen a otro autor!
-Sí... recuerdo que le hice esa oferta.
-¡Menudo desprendimiento!
-Conque te mudas, conque haces las maletas. ¿Qué piensas hacer? ¿Cambiará tu personalidad?
-Ese será un asunto entre mi cliente y yo. Mi misión, si él la asume como propia, será ofrecerme de inspiración para sus noches lluviosas, para aquellos momentos en que los amigos brillan por su ausencia. Comeré de su comida, beberé de su vino y resolveré los mejores casos que broten de su mente. Espero que esa vida me torne más sencillo y cariñoso de lo que he sido contigo.
-¡Caso cerrado!
Daban las once de la noche cuando el narrador salió del bar. Caminó por una avenida adornada de frondosos árboles, una calle amable, silenciosa, iluminada; caminaba inmerso en una nube de pensamientos turbios, confusos. No terminaba por convencerlo el final de la historia. Dinen había hablado demasiado y tras entrar en confianza se había salido de su papel de detective parco, austero, de pocas palabras, probando suerte en el terreno de la retórica con resultados que a él, al narrador, no lo dejaban satisfecho. Borges no haría algo así, pensaba, desalentado, él no caería en ese juego. En el camino detectó otra inconsistencia. Dinen resuelve en el bar un nuevo caso que los involucra a ambos; sin embargo solamente él inicia una nueva vida en manos de su nuevo jefe. ¿Qué problema le ha resuelto al narrador? ¿El narrador vivirá mejor de allí en adelante? Nada en el cuento lo sugiere. El narrador viviría supuestamente mejor, viviría de verdad, una vez que haya producido su última obra. Solo entonces se podría decir de él que disfrutaría del mundo real, no del que ha construido su mente, de modo que eso no guarda relación con el regalo de Pil Dinen a su amigo. Por otro lado, qué le asegura que su amigo cumpla su palabra y haga suyo a Pil Dinen. Alguna vez su amigo le dio a leer el comienzo de una historia basada en sus años de juventud. Eran unas pocas páginas; la historia quedó trunca. Su amigo, una persona cariñosa, sigilosa, cercana a lo indescifrable; un confesado admirador de su vecina, a la que colma de atenciones, sin atreverse a dar el paso decisivo, frontal; su amigo, dueño de una pasión silenciosa, voyerista, no poseía vocación de escritor. Dinen estaba condenado al olvido.
Las cosas no cuadraban. Debía sentarse ante el computador apenas entrara a su hogar. Necesitaba pulir la lógica interna del relato, necesitaba algo redondo.
De modo que esto ha sido lo que acabo de construir. Una nueva historia de Pil Dinen basada en la brusca detención de un tren, absurda y retorcida como las anteriores, en la cual no se vislumbra ni una sola gota de humanidad. Una historia pretenciosa que no hace ni reír ni llorar ni reflexionar, una historia dentro de la cual mi alma trata de ocultarse detrás de la máscara del narrador, como si aquello me absolviera.
¿Y qué hacen los personajes? Sufren. Reclaman. Cada uno aporta su propio sufrimiento, su reclamo. El cliente se le queja a Pil Dinen, Pil Dinen le reclama al narrador, el narrador se sumerge en narcisistas tormentos creativos; el hipnotizador y el otro personaje que se cae al suelo pasan sin pena ni gloria. ¿Qué deja este tren? ¿A quién quiero engañar?
Alguna vez, años atrás, me emocioné hasta las lágrimas al tomar conciencia de las caricaturas que salían de mi mente. Mis compañeros pensaron que montaba una obra cómica, que lloraba lágrimas de cocodrilo, no les cabía en la cabeza que alguien derramara lágrimas por caricaturas ridículas. Pero no me estaba haciendo, eran lágrimas genuinas que me brotaron de repente, por alguna situación que no recuerdo, probablemente porque me vi disminuido ante ellos, reducido a la figura de un pobre gusano. Fue parecido al llanto en que rompí la noche en que me bautizaron en el internado de la escuela normal Abelardo Núñez, cuando de pronto mis compañeros de pieza, confabulados, me agarraron a patadas y a colchonazos en la cabeza hasta que fui a dar al suelo y solté el llanto. Ese día, el de las caricaturas, comprendí que yo, ante mí mismo, me tomaba como una caricatura, me mofaba de mi alma para defenderme de los males del mundo. En esos tiempos ya me hallaba en pleno proceso de construcción de la costra que fue cubriendo mi piel durante veinte, treinta, cuarenta años. El llanto desapareció para siempre y las caricaturas se confundieron con mi personalidad, se integraron a mi ser, pasaron a formar parte del personaje que todos los que me conocen describen de manera similar.
Está llegando la hora, tarde pero aún esperanzadora, de despedir esos tiempos, romper la costra y volver al pasado remoto.
jueves, junio 07, 2018
7 de junio de 1971
Un lunes 7 de junio, hace 47 años, la invité a Cartagena y aceptó. Nos fuimos en la micro hasta la Estación Central, nos bajamos y en San Borja tomamos el bus a Cartagena. Eran cerca de las cuatro de la tarde; con suerte llegaríamos a ver la puesta de sol. Una locura, de pies a cabeza.
Contaba con la plata de la mesada semanal, no tanta como para un desarreglo pero sí la suficiente para costear los pasajes.
En el país se vivían los primeros meses de la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular con una especie de euforia o al menos de optimismo, pero eso no duraría mucho.
En Cartagena nos sentamos en una baranda frente al mar y nos dimos un beso. Olas mansas golpeaban la arena, una tras otra, sin majestuosidad alguna. El sol estaba cubierto por las nubes; hacía frío y no había mucho más que hacer. Estábamos solos.
En un momento, le pedí pololeo y aceptó.
Regresamos cerca de las siete de la tarde, llegamos a Santiago de noche, la fui a dejar a su casa en la calle Francisco de Villagra y me devolví al pabellón Jota del pensionado del Pedagógico.
Yo vivía días de desadaptación e incertidumbre en mi carrera; de hecho, dos meses más tarde me retiraría de la universidad. Ella cursaba pedagogía en alemán y ya había pasado los temibles rápidos que debe sortear toda vocación. La mía no era una crisis vocacional, sino, pienso ahora, una crisis existencial. Esa vez abandoné la capital y me fui a enseñar a una escuela de campo; deseaba ser pobre con ansias, vivir poco menos que como san Francisco. Pero el plan se vino al suelo y tres años después, cuando todas las puertas se me habían cerrado, retomé la carrera, que me seguía esperando, y reinicié mi vida. Durante esos años ella siempre fue mi luz, la luz es amor, y nunca me falló.
Nos casamos en 1975; llevamos juntos 42 años y vamos para los 43.
Dejo este sencillo testimonio en mi blog en un día como hoy.
Contaba con la plata de la mesada semanal, no tanta como para un desarreglo pero sí la suficiente para costear los pasajes.
En el país se vivían los primeros meses de la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular con una especie de euforia o al menos de optimismo, pero eso no duraría mucho.
En Cartagena nos sentamos en una baranda frente al mar y nos dimos un beso. Olas mansas golpeaban la arena, una tras otra, sin majestuosidad alguna. El sol estaba cubierto por las nubes; hacía frío y no había mucho más que hacer. Estábamos solos.
En un momento, le pedí pololeo y aceptó.
Regresamos cerca de las siete de la tarde, llegamos a Santiago de noche, la fui a dejar a su casa en la calle Francisco de Villagra y me devolví al pabellón Jota del pensionado del Pedagógico.
Yo vivía días de desadaptación e incertidumbre en mi carrera; de hecho, dos meses más tarde me retiraría de la universidad. Ella cursaba pedagogía en alemán y ya había pasado los temibles rápidos que debe sortear toda vocación. La mía no era una crisis vocacional, sino, pienso ahora, una crisis existencial. Esa vez abandoné la capital y me fui a enseñar a una escuela de campo; deseaba ser pobre con ansias, vivir poco menos que como san Francisco. Pero el plan se vino al suelo y tres años después, cuando todas las puertas se me habían cerrado, retomé la carrera, que me seguía esperando, y reinicié mi vida. Durante esos años ella siempre fue mi luz, la luz es amor, y nunca me falló.
Nos casamos en 1975; llevamos juntos 42 años y vamos para los 43.
Dejo este sencillo testimonio en mi blog en un día como hoy.
martes, mayo 29, 2018
El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones
Más allá de San Alfonso, ya en los mismos pies de la Cordillera de los Andes, el cielo blanco anticipa lluvia y ensombrece el alma, presagiando desgracias. Levanto la vista desde la berma, la fila interminable de vehículos volviendo a sus hogares, mientras espero que salgan unas empanadas desde el horno de barro.
La tarde del domingo arrastra consigo ese misterio centenario que incuban los domingos. La noche del sábado ha sido la culpable, con sus embustes de vino y brindis y esperanzas.
El puñado de álamos sobrepasa la altura de los cables de la electricidad. Sus ramas peladas, rayas negras que se cruzan sobre el cielo blanco. Hojas amarillas se transfiguran imperceptiblemente sobre la tierra por el solo derecho concedido por la tradición. Las hojas de los castaños frondosos -otra historia, otra tradición- se mecen firmes con el viento tibio. Detrás de los castaños se adivinan dos moles: una casa de piedra y un hostal vacío.
No se puede huir de esa visión, debe conservarse, sin ademanes de arrojo, debe uno atornillarse a ella, resignado, porque los presagios anteceden al cielo blanco, a las ramas peladas y a la casa de piedra. La visión materializa el presagio, lo torna visible a los ojos.
La barca va venciendo el vaivén de las olas en un marco de silencio. Los funerales suelen ser así; los cuerpos caminan desestibados rumbo a la última morada del cadáver, el cortejo avanza, meciéndose a los lados. Las gaviotas rozan alas de sombreros, susurran cantos ignorados y el cielo, siempre blanco, no dice una palabra.
No es la hora de morir aún, pero parece que lo fuera. Me lo advierten los sueños, el paso de las horas. Todo proyecto queda relegado hasta que vuelvan los tiempos leves.
Ser alegre, revivir desconcentrado. Abrirse a la vida como la barca que va venciendo a las olas, pensar en cada ola, olvidar que se es la barca.
El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones.
La tarde del domingo arrastra consigo ese misterio centenario que incuban los domingos. La noche del sábado ha sido la culpable, con sus embustes de vino y brindis y esperanzas.
El puñado de álamos sobrepasa la altura de los cables de la electricidad. Sus ramas peladas, rayas negras que se cruzan sobre el cielo blanco. Hojas amarillas se transfiguran imperceptiblemente sobre la tierra por el solo derecho concedido por la tradición. Las hojas de los castaños frondosos -otra historia, otra tradición- se mecen firmes con el viento tibio. Detrás de los castaños se adivinan dos moles: una casa de piedra y un hostal vacío.
No se puede huir de esa visión, debe conservarse, sin ademanes de arrojo, debe uno atornillarse a ella, resignado, porque los presagios anteceden al cielo blanco, a las ramas peladas y a la casa de piedra. La visión materializa el presagio, lo torna visible a los ojos.
La barca va venciendo el vaivén de las olas en un marco de silencio. Los funerales suelen ser así; los cuerpos caminan desestibados rumbo a la última morada del cadáver, el cortejo avanza, meciéndose a los lados. Las gaviotas rozan alas de sombreros, susurran cantos ignorados y el cielo, siempre blanco, no dice una palabra.
No es la hora de morir aún, pero parece que lo fuera. Me lo advierten los sueños, el paso de las horas. Todo proyecto queda relegado hasta que vuelvan los tiempos leves.
Ser alegre, revivir desconcentrado. Abrirse a la vida como la barca que va venciendo a las olas, pensar en cada ola, olvidar que se es la barca.
El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones.
miércoles, mayo 16, 2018
Ciruelas verdes
Si no estábamos dándole a la pelota de plástico a lo largo y ancho del parrón, lo más probable era que pasáramos los ratos de ocio en el techo, al estilo del barón rampante. En Ibieta había tres techos, pero los que contaban eran dos. El del frontis de la casa no valía, porque no había forma de subirse a él. Una noche que esperábamos las victorias para viajar a la mala en el soporte trasero vimos caerse al gato de la casa. Estábamos sentados en la vereda, ante la puerta. El gato caminó por el borde del techo, se cayó y se murió. No era viejo, pero se veía que estaba enfermo, andaba quejándose hace rato.
En el tiempo de las brevas arrimábamos la escalera al techo que daba a la casa de los Reyes. A mí todavía no me gustaba la Margarita, eso fue después. La Margarita era la más grande y la Blanca Luz, la más chica. Cuando me gustó la estuve cortejando una semana entera desde la pandereta. Había una huelga del magisterio que duró meses y un viernes le anuncié que al lunes siguiente le iba a decir algo importante, de puro tímido que era, porque había escuchado en la radio que las negociaciones estaban entrando a buen camino. Dicho y hecho: la huelga terminó ese fin de semana, el lunes volvimos todos a clases, se acabaron los cortejos desde la pandereta y con el tiempo se me olvidó que me gustaba. Rodolfo Reyes, que era el papá, tenía una talabartería que se llamaba "El rodeo" y unas tierras en San Fernando.
Era un techo de zinc bastante largo, tanto que el Julio lo usaba para encumbrar volantines. Una tarde corrió de espaldas para que el volantín echara vuelo y siguió de largo. Las vigas del parrón y los troncos retorcidos de las vides no pudieron impedir que se precipitara al piso como un saco de papas, con la mano sujeta al hilo y el volantín hecho tiras entre los racimos maduros del otoño. Aunque suene increíble, no le pasó nada. Años atrás yo me había caído del mismo parrón y desde menor altura y había quedado para la corneta, diez minutos sin conocimiento.
Las brevas brotaban por docenas y copaban la mitad del techo; las enormes hojas oscurecían el último rincón del patio de los Reyes. Con el tiempo la higuera fue arrancada de cuajo y el techo perdió la mitad de su encanto.
El otro techo era cuadrado y cubría el gallinero. Después de una lluvia brotaban gusanos violáceos de la tierra barrosa y las gallinas se los peleaban. Para subirse al techo había que encaramarse al ciruelo; bien entrada la primavera el árbol desbordaba de ciruelas verdes. Ese techo daba a otra casa de Reyes, la de Rogelio Reyes, que era el hermano rico de Rodolfo. No vivía en casa sino en chalet, un chalet silencioso de ventanas cerradas y cortinas corridas, donde sus pocos habitantes no emitían ruido alguno. A él nunca se le vio la cara y cuando falleció no tuve información de que en su honor se haya organizado algún entierro memorable. La propiedad era tan grande que el patio le servía para guardar sus camiones. No contento con la norma había levantado una pandereta de ladrillo tendido de tres metros de alto para separar sus bienes de la casa de la abueli. Cuando nos asomábamos a mirar desde el techo nos ladraban unos perros policiales. Un día unos trabajadores apoyaron un tablón contra la pandereta. Los perros subieron, llegaron al techo y antes de que nos mordieran saltamos al tronco del ciruelo y bajamos rajados.
Otro día me lo pasé comiendo ciruelas verdes casi toda la mañana, estaban ricas. Por la tarde tenía que jugar a la pelota en la cancha Lizana. En los camarines el profesor me puso de siete y jugué todo el partido. Empatamos cero a cero contra la Escuela 3, clásico rival. No estaba triste, pero tampoco alegre; un poco desanimado, se diría. Me vestí y ya me disponía a volver a mi casa cuando me empezó a doler la guata. Los retortijones crecían con el paso de los minutos y llegó un momento en que pensé seriamente en ir al baño que estaba al lado de los camarines, pero el hedor del escusado me quitó las ganas y preferí caminar hasta la casa, craso error.
No había recorrido ni media cuadra por la Alameda cuando empecé a obsesionarme con la imagen de un limpio inodoro instalado en un cómodo baño destinado a mi uso exclusivo. A la segunda cuadra me arrepentí de no haber cagado en el estadio, por último qué importaba que estuviera hediondo o que no hubiera papel, daba lo mismo. A la tercera cuadra la necesidad tomó cara de pánico y eché a correr para llegar pronto, a sabiendas de que aún me faltaba entrar a la calle Bueras para recorrerla de norte a sur, ocho largas cuadras llenas de casas y de transeúntes antes de llegar al cruce de Millán; y de ahí otra cuadra más, atravesando la línea del tren a Sewell, antes de golpear la puerta frente al número 129, mi anhelada casa. Pensaba angustiado en esas cosas cuando se me infló el pantalón corto y me estalló el poto. Al alivio instantáneo del vaciamiento de las tripas se les sumaron el horror y la vergüenza, mientras la mierda me escurría por las piernas. Toda esa larga calle imaginada debería enfrentarla ahora de verdad, con la frente en alto, recibiendo las burlas que ya comenzaba a oír a mi paso. No sería capaz de soportarlo, pero debía ser capaz, de modo que no hallé mejor solución a mi drama que seguir corriendo y echarme a llorar. Mi recuerdo está asociado a las carcajadas de uno o dos grandotes que me señalaban con el dedo. No constituían la ciudad entera, ni siquiera la milésima parte, pero para mí bastaba. Yo, un niño tan serio y educado, era el hazmerreír de Rancagua.
Media cuadra antes de llegar pasé corriendo frente al taller del maestro Vallejos, el zapatero de mirada triste al que acostumbraba a saludar todos los días. Tuve el coraje de gritarle "¡hola, maestrola!", como si le regalara el mismo saludo de siempre. Escuché que me devolvía el saludo; ignoro si se dio cuenta de mi estado. Aunque destrozado por dentro, guardaba las apariencias por fuera, pero mi propio cuerpo me delataba. Llegué a la puerta y golpeé con furia. Quería que la casa me tragara pronto. Mi madre corrió a abrirme y me miró de arriba abajo, aterrada. Luego me confesaría que lo primero que pensó fue que me habían atropellado. Tras reparar en mi verdadero drama me llevó a la tina y me bañó.
Lo que sucedió el resto de ese día se me borró enteramente de la memoria.
Ciertas mentes estúpidas se aprovechan de acontecimientos como estos para verter su odio y airear su despecho. Quien ha sido objeto de esas burlas retrocede en el tiempo, repasa la lección y da vuelta la hoja.
En el tiempo de las brevas arrimábamos la escalera al techo que daba a la casa de los Reyes. A mí todavía no me gustaba la Margarita, eso fue después. La Margarita era la más grande y la Blanca Luz, la más chica. Cuando me gustó la estuve cortejando una semana entera desde la pandereta. Había una huelga del magisterio que duró meses y un viernes le anuncié que al lunes siguiente le iba a decir algo importante, de puro tímido que era, porque había escuchado en la radio que las negociaciones estaban entrando a buen camino. Dicho y hecho: la huelga terminó ese fin de semana, el lunes volvimos todos a clases, se acabaron los cortejos desde la pandereta y con el tiempo se me olvidó que me gustaba. Rodolfo Reyes, que era el papá, tenía una talabartería que se llamaba "El rodeo" y unas tierras en San Fernando.
Era un techo de zinc bastante largo, tanto que el Julio lo usaba para encumbrar volantines. Una tarde corrió de espaldas para que el volantín echara vuelo y siguió de largo. Las vigas del parrón y los troncos retorcidos de las vides no pudieron impedir que se precipitara al piso como un saco de papas, con la mano sujeta al hilo y el volantín hecho tiras entre los racimos maduros del otoño. Aunque suene increíble, no le pasó nada. Años atrás yo me había caído del mismo parrón y desde menor altura y había quedado para la corneta, diez minutos sin conocimiento.
Las brevas brotaban por docenas y copaban la mitad del techo; las enormes hojas oscurecían el último rincón del patio de los Reyes. Con el tiempo la higuera fue arrancada de cuajo y el techo perdió la mitad de su encanto.
El otro techo era cuadrado y cubría el gallinero. Después de una lluvia brotaban gusanos violáceos de la tierra barrosa y las gallinas se los peleaban. Para subirse al techo había que encaramarse al ciruelo; bien entrada la primavera el árbol desbordaba de ciruelas verdes. Ese techo daba a otra casa de Reyes, la de Rogelio Reyes, que era el hermano rico de Rodolfo. No vivía en casa sino en chalet, un chalet silencioso de ventanas cerradas y cortinas corridas, donde sus pocos habitantes no emitían ruido alguno. A él nunca se le vio la cara y cuando falleció no tuve información de que en su honor se haya organizado algún entierro memorable. La propiedad era tan grande que el patio le servía para guardar sus camiones. No contento con la norma había levantado una pandereta de ladrillo tendido de tres metros de alto para separar sus bienes de la casa de la abueli. Cuando nos asomábamos a mirar desde el techo nos ladraban unos perros policiales. Un día unos trabajadores apoyaron un tablón contra la pandereta. Los perros subieron, llegaron al techo y antes de que nos mordieran saltamos al tronco del ciruelo y bajamos rajados.
Otro día me lo pasé comiendo ciruelas verdes casi toda la mañana, estaban ricas. Por la tarde tenía que jugar a la pelota en la cancha Lizana. En los camarines el profesor me puso de siete y jugué todo el partido. Empatamos cero a cero contra la Escuela 3, clásico rival. No estaba triste, pero tampoco alegre; un poco desanimado, se diría. Me vestí y ya me disponía a volver a mi casa cuando me empezó a doler la guata. Los retortijones crecían con el paso de los minutos y llegó un momento en que pensé seriamente en ir al baño que estaba al lado de los camarines, pero el hedor del escusado me quitó las ganas y preferí caminar hasta la casa, craso error.
No había recorrido ni media cuadra por la Alameda cuando empecé a obsesionarme con la imagen de un limpio inodoro instalado en un cómodo baño destinado a mi uso exclusivo. A la segunda cuadra me arrepentí de no haber cagado en el estadio, por último qué importaba que estuviera hediondo o que no hubiera papel, daba lo mismo. A la tercera cuadra la necesidad tomó cara de pánico y eché a correr para llegar pronto, a sabiendas de que aún me faltaba entrar a la calle Bueras para recorrerla de norte a sur, ocho largas cuadras llenas de casas y de transeúntes antes de llegar al cruce de Millán; y de ahí otra cuadra más, atravesando la línea del tren a Sewell, antes de golpear la puerta frente al número 129, mi anhelada casa. Pensaba angustiado en esas cosas cuando se me infló el pantalón corto y me estalló el poto. Al alivio instantáneo del vaciamiento de las tripas se les sumaron el horror y la vergüenza, mientras la mierda me escurría por las piernas. Toda esa larga calle imaginada debería enfrentarla ahora de verdad, con la frente en alto, recibiendo las burlas que ya comenzaba a oír a mi paso. No sería capaz de soportarlo, pero debía ser capaz, de modo que no hallé mejor solución a mi drama que seguir corriendo y echarme a llorar. Mi recuerdo está asociado a las carcajadas de uno o dos grandotes que me señalaban con el dedo. No constituían la ciudad entera, ni siquiera la milésima parte, pero para mí bastaba. Yo, un niño tan serio y educado, era el hazmerreír de Rancagua.
Media cuadra antes de llegar pasé corriendo frente al taller del maestro Vallejos, el zapatero de mirada triste al que acostumbraba a saludar todos los días. Tuve el coraje de gritarle "¡hola, maestrola!", como si le regalara el mismo saludo de siempre. Escuché que me devolvía el saludo; ignoro si se dio cuenta de mi estado. Aunque destrozado por dentro, guardaba las apariencias por fuera, pero mi propio cuerpo me delataba. Llegué a la puerta y golpeé con furia. Quería que la casa me tragara pronto. Mi madre corrió a abrirme y me miró de arriba abajo, aterrada. Luego me confesaría que lo primero que pensó fue que me habían atropellado. Tras reparar en mi verdadero drama me llevó a la tina y me bañó.
Lo que sucedió el resto de ese día se me borró enteramente de la memoria.
Ciertas mentes estúpidas se aprovechan de acontecimientos como estos para verter su odio y airear su despecho. Quien ha sido objeto de esas burlas retrocede en el tiempo, repasa la lección y da vuelta la hoja.
miércoles, mayo 09, 2018
Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida
Eran días densos, cuán lejanos en su espíritu vivificante de los de antaño. Me encomendaba a Dios como nunca antes lo había hecho, con frío método y serena voluntad, rayana en la obsesión, queriendo creer en lo que en el fondo no se cree en lo más mínimo, mientras veía cómo los demás clavaban los ojos en sus celulares, haciendo alarde de una pose altanera, irresponsable ante la hora clave.
Delante mío caminaba el ex Presidente de la República, solitario, abandonado por los suyos, hacia el bosque. Me acerqué y le puse el brazo derecho sobre el hombro; me dieron ganas de contarle quién era yo, pero advertí que no habría resultado ni útil ni provechoso. Frágil, sin el poder de sus años de gloria, aceptó mi abrazo y seguimos juntos al bosque, donde todo atisbo de política sería tragado en breves momentos, como la puesta del sol se traga al día.
Mi hijo me enseñó sus piernas velludas, cubiertas de manchas rojas. Lo noté preocupado y así me lo confirmó, aunque el diagnóstico médico había sido tranquilizador: estaba somatizando las enfermedades de los demás en su propio cuerpo, las estaba haciendo suyas, sin el peligro que ellas implicaban. Su cuerpo era una muestra de que el mundo se había convertido en una gran enfermedad.
¿Qué esperaba el mundo de nosotros? Que yo supiera, nada; éramos nosotros, y solo nosotros, quienes debíamos descubrirle sus falencias, dejándolo al desnudo. Nos cabía un deber de proporciones, que ignorábamos, aunque lo asumíamos como una misión sagrada.
En lo más hondo del bosque, allí donde reinan la oscuridad y la angustia, fuimos testigos del desfile de un coro avasallador. Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida, hermanados en la ciega fe de la locura. Una áspera intuición me ordenó unirme a ellos, ahora estaba solo nuevamente, pero fui rechazado con el helado gesto de la indiferencia; sin embargo me cabía la certeza de no hallarme ante una secta de iniciados, no eran ellos la suma de la inteligencia humana que, como se sabe, es despreciativa. No se trataba de eso, sino de una especie de disolución de la verdad en una especie de líquido anodino: eran simples seres pletóricos de un sentimiento inefable, que traduje erradamente como piedad. Y sin embargo, cuán diferentes, cuán puros y resueltos en comparación a lo que había conocido hasta el momento.
Eran destellos en el bosque; no conseguían alumbrarlo, mas proyectaban imperceptibles sombras, como si el follaje marengo fuese cubierto por un manto de negrura de manera repentina y pasajera.
¿Dónde habitaba allí la bajeza? ¿Qué del dolor, del imperativo de la carne, de la vanidad humanas? ¿Había necesariamente que penetrar en lo más profundo del bosque para toparse cara a cara con el coro eufórico de voces que llevaban al centro de la nada? ¿O acaso no portaban también ellos el germen de la enajenación, al igual que el más común de los mortales?
Yo debía serlo todo, resolví, la depravación y la pureza, pero esta última me llevaba demasiada ventaja, debía retroceder demasiado para aspirar a alcanzarla, eso me enseñaba el fantasma de la redención.
Delante mío caminaba el ex Presidente de la República, solitario, abandonado por los suyos, hacia el bosque. Me acerqué y le puse el brazo derecho sobre el hombro; me dieron ganas de contarle quién era yo, pero advertí que no habría resultado ni útil ni provechoso. Frágil, sin el poder de sus años de gloria, aceptó mi abrazo y seguimos juntos al bosque, donde todo atisbo de política sería tragado en breves momentos, como la puesta del sol se traga al día.
Mi hijo me enseñó sus piernas velludas, cubiertas de manchas rojas. Lo noté preocupado y así me lo confirmó, aunque el diagnóstico médico había sido tranquilizador: estaba somatizando las enfermedades de los demás en su propio cuerpo, las estaba haciendo suyas, sin el peligro que ellas implicaban. Su cuerpo era una muestra de que el mundo se había convertido en una gran enfermedad.
¿Qué esperaba el mundo de nosotros? Que yo supiera, nada; éramos nosotros, y solo nosotros, quienes debíamos descubrirle sus falencias, dejándolo al desnudo. Nos cabía un deber de proporciones, que ignorábamos, aunque lo asumíamos como una misión sagrada.
En lo más hondo del bosque, allí donde reinan la oscuridad y la angustia, fuimos testigos del desfile de un coro avasallador. Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida, hermanados en la ciega fe de la locura. Una áspera intuición me ordenó unirme a ellos, ahora estaba solo nuevamente, pero fui rechazado con el helado gesto de la indiferencia; sin embargo me cabía la certeza de no hallarme ante una secta de iniciados, no eran ellos la suma de la inteligencia humana que, como se sabe, es despreciativa. No se trataba de eso, sino de una especie de disolución de la verdad en una especie de líquido anodino: eran simples seres pletóricos de un sentimiento inefable, que traduje erradamente como piedad. Y sin embargo, cuán diferentes, cuán puros y resueltos en comparación a lo que había conocido hasta el momento.
Eran destellos en el bosque; no conseguían alumbrarlo, mas proyectaban imperceptibles sombras, como si el follaje marengo fuese cubierto por un manto de negrura de manera repentina y pasajera.
¿Dónde habitaba allí la bajeza? ¿Qué del dolor, del imperativo de la carne, de la vanidad humanas? ¿Había necesariamente que penetrar en lo más profundo del bosque para toparse cara a cara con el coro eufórico de voces que llevaban al centro de la nada? ¿O acaso no portaban también ellos el germen de la enajenación, al igual que el más común de los mortales?
Yo debía serlo todo, resolví, la depravación y la pureza, pero esta última me llevaba demasiada ventaja, debía retroceder demasiado para aspirar a alcanzarla, eso me enseñaba el fantasma de la redención.
martes, mayo 01, 2018
El colibrí
Un colibrí se esconde en el ramaje antes de suspenderse a libar. Son las siete de la tarde; la noche se vislumbra a la vuelta de la esquina. No parece un buen momento para ganarse la vida, la hora llama al descanso.
Pero tú permaneces confundido entre el ramaje, como un hombre pensando en la disyuntiva que te ofrece el final de la jornada.
Es tarde, hace frío, corre viento, el día fue engañoso, hubo flores, no se te dieron abiertas ni fragantes, te quedaste con hambre y la sed no se calmó.
Se avecina un largo invierno. Aún es tiempo de libar, aun en los bordes del tiempo.
En esa disyuntiva estás, igual que al hombre al que los años ya le pesan como adobes que cargara en la espalda.
Los primeros segundos habrán de ser los más terribles para los testigos de tu último suspiro; un, dos, tres, el tiempo te irá dejando solo, rígido, verdoso, ausente del entorno.
Dará lo mismo lo que venga, avecilla, siete ocho, nueve, el reloj correrá hacia atrás, rígido su martillazo de piedra, habrá comenzado el olvido.
Pero tú permaneces confundido entre el ramaje, como un hombre pensando en la disyuntiva que te ofrece el final de la jornada.
Es tarde, hace frío, corre viento, el día fue engañoso, hubo flores, no se te dieron abiertas ni fragantes, te quedaste con hambre y la sed no se calmó.
Se avecina un largo invierno. Aún es tiempo de libar, aun en los bordes del tiempo.
En esa disyuntiva estás, igual que al hombre al que los años ya le pesan como adobes que cargara en la espalda.
Los primeros segundos habrán de ser los más terribles para los testigos de tu último suspiro; un, dos, tres, el tiempo te irá dejando solo, rígido, verdoso, ausente del entorno.
Dará lo mismo lo que venga, avecilla, siete ocho, nueve, el reloj correrá hacia atrás, rígido su martillazo de piedra, habrá comenzado el olvido.
miércoles, abril 25, 2018
Pato Zapato
Mi zapato nuevo es negro y tiene filigranas en el empeine. Es un zapato clásico, de cuero-cuero, punta redonda, marca Guante, "imitado, jamás igualado", como reza su publicidad. Hace como veinte años o como veintidós años que quería tener unos zapatos Guante. Ahora que lo pienso mejor, exactamente hace veintitrés años. Recuerdo cuando me echaba la plata al bolsillo y partía al centro. Me acercaba a la vitrina, los miraba, veía el precio y me iba a la zapatería de al lado. Ayer finalmente saqué la tarjeta, me los compré y ahora uno cuelga y se columpia junto con mi pierna derecha mientras lo miro, sentado en el sofá.
Antes vivía al tres y al cuatro. Ahora la plata me alcanza para hacer desarreglos como este. Antes el sueldo me lo daban al contado dentro de un sobre; ahora me lo depositan en la cuenta corriente. Antes era irascible e intolerante, impetuoso, besador. Ahora me he puesto más tranquilo y tengo dos nietos que me llaman Tatines.
Me gustan las formas clásicas, conservadoras, aunque me empeñe en demostrar lo contrario. Quería un zapato de marca y ahora lo tengo. Las marcas se le meten a uno en la cabeza cuando ve que alguien cercano, levemente superior, las usa. Había un colega en la oficina que decía que el mejor ahorro se hacía comprando cosas de calidad y que por eso calzaba Guante. ¿Qué será de él?
Es bonito mi zapato, da la sensación de solidez financiera, pero noto que ya no está entre los top ten, noto que hace mucho desempeña un papel secundario en el exclusivo mundo de la horma fina y que los verdaderos ejecutivos compran zapatos ingleses o italianos. He esperado veintitrés años para llegar justo tarde.
Zapato zapato zapato, la palabra se me antoja divertida, seca. Me acuerdo del cuento que me leía mi madre, cuando Gallo Caballo, Oca Bicoca, Pato Zapato y Gallina Fina huyeron al bosque creyendo que el cielo anunciaba ruina. Y los muy tontos, animales al fin, anda que andarás cayeron como chorlitos en la cueva de Vulpeja Vieja.
En mis tiempos, los zapatos tenían que ver con la pubertad; antes de esa edad eran simples objetos que servían para caminar. Hoy el elástico de la sociedad se estiró. La moda y el cine ya no se dictan apuntando a los mayores, ni siquiera a los jóvenes: son los niños y aun los viejos el epicentro del consumismo; a su vez el ingreso al mundo laboral pasó a relacionarse estrechamente con la madurez y llegará el día en que el trabajo humano será recordado con nostalgia. Los niños exigen zapatillas de marca, los ancianos salen a bailar y los grandulones no se marchan de la casa de sus padres ni siquiera ganando buenos sueldos.
A los 11, 12 años, al regresar de clases en el liceo, me detenía religiosamente ante las vitrinas de la zapatería Imperial, ubicada en Bueras con Independencia, esquina sur poniente. Allí se exhibían los zapatos de moda, los que todo adolescente soñaba calzar. Para mí, eran aquellos de color negro o café con un fino borde extra de cuero que corría por los costados y se perdía antes del taco en una diagonal que terminaba en la suela. Es complicado de explicar, pero fácil de entender si se los ve. Ese modelo debía poseer además la cualidad de sonar. “Mamá, quiero unos zapatos que suenen”, solía pedirle, influenciado por las películas de detectives o de espadachines, donde los héroes o villanos hacían retumbar su calzado en estrechos pasillos nocturnos, simple acción que provocaba un raro placer en el espectador. En estricto rigor, lo que yo deseaba eran unos zapatos con taco de suela, aunque mi mamá, siempre cuidadosa con la plata, terminaba comprándomelos con taco de goma, porque duraban más.
El Séper, mi primo, que era más grande, convirtió su sueño, que también era el mío, en realidad. Al tiempo que estudiaba, hacía trabajos menores y más de una vez señaló, ambos frente a la vitrina, que esos son, ahí están los zapatos que me voy a comprar, mientras el vidrio devolvía las imágenes de un adolescente de ojos picarones y de un imberbe de cejas juntas al que sus compañeros apodaban Pelado.
Una de esas frías mañanas, camino al liceo, me los mostró: eran flamantes y sonaban como ninguno. El secreto estribaba en que apenas los compró se los llevó al zapatero para que les instalara un refuerzo metálico en el borde trasero de los tacos. Así evitaba que se gastaran, al tiempo que el golpeteo se redoblaba.
Más tarde llegó la moda de las botas beatle. Había que tener botas beatle y las mías se mandaron a hacer a un zapatero de Santiago que nos recomendó la tía Luchita. Viajamos con el Vitorio, nos tomaron las medidas y 20 días después llegaron los dos pares de botas a la casa. Se veían preciosas, con el elástico negro por los costados, pero presionaban el empeine hasta la desesperación, de tal modo que el placer era ambiguo, mezcla de dicha y tortura.
Andando el tiempo surgió la moda de los pañuelos de seda sintética, bastante al alcance de la mano. Se lucían bajo la camisa, en vez de la corbata, y la combinación ideal los exigía con zapatos de gamuza o mocasines. Un verano viajamos con el Lucho a Santiago, con la expresa misión de hacernos de un par cada uno. Yo estaba obsesionado con que fueran sin suela y así me los compré en una zapatería de la calle Bandera: blancos y sin suela. Me quedaron flor flai. Antes de volver a Rancagua pasamos al cine Metro y vimos “Los doce del patíbulo”. Me quedó marcada una escena en que Telly Savalas, que representaba a un loco mesiánico, se prenda de una rubia nazi y la acuchilla: estaba siendo testigo del primer asomo de depravación en mi existencia. Días después me puse los mocasines para festejar el año nuevo en la fiesta popular de la Medialuna. Estuve toda la noche junto a la orquesta, mirando deprimido cómo los demás bailaban, y regresé a casa al amanecer, con los pies para la miseria.
Cómo echo de menos esos días, sentado ahora en el sofá, solo en la noche, el plato vacío, la copa vacía, descansando luego de la ardua jornada, mi mujer durmiendo, aburrido de no hacer nada, mirando mi zapato nuevo.
Antes vivía al tres y al cuatro. Ahora la plata me alcanza para hacer desarreglos como este. Antes el sueldo me lo daban al contado dentro de un sobre; ahora me lo depositan en la cuenta corriente. Antes era irascible e intolerante, impetuoso, besador. Ahora me he puesto más tranquilo y tengo dos nietos que me llaman Tatines.
Me gustan las formas clásicas, conservadoras, aunque me empeñe en demostrar lo contrario. Quería un zapato de marca y ahora lo tengo. Las marcas se le meten a uno en la cabeza cuando ve que alguien cercano, levemente superior, las usa. Había un colega en la oficina que decía que el mejor ahorro se hacía comprando cosas de calidad y que por eso calzaba Guante. ¿Qué será de él?
Es bonito mi zapato, da la sensación de solidez financiera, pero noto que ya no está entre los top ten, noto que hace mucho desempeña un papel secundario en el exclusivo mundo de la horma fina y que los verdaderos ejecutivos compran zapatos ingleses o italianos. He esperado veintitrés años para llegar justo tarde.
Zapato zapato zapato, la palabra se me antoja divertida, seca. Me acuerdo del cuento que me leía mi madre, cuando Gallo Caballo, Oca Bicoca, Pato Zapato y Gallina Fina huyeron al bosque creyendo que el cielo anunciaba ruina. Y los muy tontos, animales al fin, anda que andarás cayeron como chorlitos en la cueva de Vulpeja Vieja.
En mis tiempos, los zapatos tenían que ver con la pubertad; antes de esa edad eran simples objetos que servían para caminar. Hoy el elástico de la sociedad se estiró. La moda y el cine ya no se dictan apuntando a los mayores, ni siquiera a los jóvenes: son los niños y aun los viejos el epicentro del consumismo; a su vez el ingreso al mundo laboral pasó a relacionarse estrechamente con la madurez y llegará el día en que el trabajo humano será recordado con nostalgia. Los niños exigen zapatillas de marca, los ancianos salen a bailar y los grandulones no se marchan de la casa de sus padres ni siquiera ganando buenos sueldos.
A los 11, 12 años, al regresar de clases en el liceo, me detenía religiosamente ante las vitrinas de la zapatería Imperial, ubicada en Bueras con Independencia, esquina sur poniente. Allí se exhibían los zapatos de moda, los que todo adolescente soñaba calzar. Para mí, eran aquellos de color negro o café con un fino borde extra de cuero que corría por los costados y se perdía antes del taco en una diagonal que terminaba en la suela. Es complicado de explicar, pero fácil de entender si se los ve. Ese modelo debía poseer además la cualidad de sonar. “Mamá, quiero unos zapatos que suenen”, solía pedirle, influenciado por las películas de detectives o de espadachines, donde los héroes o villanos hacían retumbar su calzado en estrechos pasillos nocturnos, simple acción que provocaba un raro placer en el espectador. En estricto rigor, lo que yo deseaba eran unos zapatos con taco de suela, aunque mi mamá, siempre cuidadosa con la plata, terminaba comprándomelos con taco de goma, porque duraban más.
El Séper, mi primo, que era más grande, convirtió su sueño, que también era el mío, en realidad. Al tiempo que estudiaba, hacía trabajos menores y más de una vez señaló, ambos frente a la vitrina, que esos son, ahí están los zapatos que me voy a comprar, mientras el vidrio devolvía las imágenes de un adolescente de ojos picarones y de un imberbe de cejas juntas al que sus compañeros apodaban Pelado.
Una de esas frías mañanas, camino al liceo, me los mostró: eran flamantes y sonaban como ninguno. El secreto estribaba en que apenas los compró se los llevó al zapatero para que les instalara un refuerzo metálico en el borde trasero de los tacos. Así evitaba que se gastaran, al tiempo que el golpeteo se redoblaba.
Más tarde llegó la moda de las botas beatle. Había que tener botas beatle y las mías se mandaron a hacer a un zapatero de Santiago que nos recomendó la tía Luchita. Viajamos con el Vitorio, nos tomaron las medidas y 20 días después llegaron los dos pares de botas a la casa. Se veían preciosas, con el elástico negro por los costados, pero presionaban el empeine hasta la desesperación, de tal modo que el placer era ambiguo, mezcla de dicha y tortura.
Andando el tiempo surgió la moda de los pañuelos de seda sintética, bastante al alcance de la mano. Se lucían bajo la camisa, en vez de la corbata, y la combinación ideal los exigía con zapatos de gamuza o mocasines. Un verano viajamos con el Lucho a Santiago, con la expresa misión de hacernos de un par cada uno. Yo estaba obsesionado con que fueran sin suela y así me los compré en una zapatería de la calle Bandera: blancos y sin suela. Me quedaron flor flai. Antes de volver a Rancagua pasamos al cine Metro y vimos “Los doce del patíbulo”. Me quedó marcada una escena en que Telly Savalas, que representaba a un loco mesiánico, se prenda de una rubia nazi y la acuchilla: estaba siendo testigo del primer asomo de depravación en mi existencia. Días después me puse los mocasines para festejar el año nuevo en la fiesta popular de la Medialuna. Estuve toda la noche junto a la orquesta, mirando deprimido cómo los demás bailaban, y regresé a casa al amanecer, con los pies para la miseria.
Cómo echo de menos esos días, sentado ahora en el sofá, solo en la noche, el plato vacío, la copa vacía, descansando luego de la ardua jornada, mi mujer durmiendo, aburrido de no hacer nada, mirando mi zapato nuevo.
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