Visitas de la última semana a la página

martes, noviembre 29, 2016

Venía de excursión y me fui quedando

Un paisaje cercado por las dunas y por los excrementos de aves marinas que tiñen de blanco la cresta de las rocas del mar. El océano asoma en su plenitud desde la altura y se apropia, se burla del desierto, que baja a sus anchas sin pensar que será tragado por la azul voracidad. Ahora estamos en la cima. Me miras, sorprendida. Clic. Todo un horizonte se nos abre desde allí. El Sol abrasa cualquier intento pesimista. Su luz cegadora impregna la fotografía hasta sus márgenes.
Venía de excursión, me fui quedando y me establecí, protegido del exterior por las cortinas. La tarde entera en el sofá, dedicada a masticar, a desenredar el tiempo. Sobres y más sobres de fotos de los buenos tiempos, porque las fotos familiares solo se sacan en los buenos tiempos.
En este mundo comprimido, sin embargo, los errores del pasado se hacen visibles desde todos los rincones. Bajo el doble polvo del papel y la memoria surge una sonrisa mía de satisfacción junto a mi mujer y mis hijos pequeños en un camping, hijos que confían plenamente en mí, mujer hermosa y tierna, deseable por otros y a la que durante tantos años descuidé. Más abajo, mi padre exhibe unos mostachos al estilo mexicano y un terno a la medida con un impecable nudo en su corbata; está de pie en tercera fila, mirando como siempre hacia un horizonte indefinido ubicado arriba, a la derecha de la escena. Luego aparece sentado con los mismos compañeros del taller de la Braden Copper ante una mesa cubierta de botellas de vino a medio beber. La corbata está corrida y el botón superior de la camisa, abierto. Los ojos de casi todos los que miran a la cámara lucen vidriosos; el mantel, cuadriculado. Le sigue una foto que no está impresa en papel, sino en mi alma: mi padre llegando a casa al día subsiguiente, ebrio. En otro sobre está mi hermano, de chico más atractivo que yo. Mis primos, más grandes; la abueli, tan viejita, pequeña, sonriente y arrugada; mi madre, austera y prudente en su sonrisa y en el modo de disponer las piernas, ocultando, reprimiendo su pasión. El gran ciclista Hugo Miranda en el crepúsculo de su carrera, posando en uniforme deportivo tras su bicicleta, sin poder ocultar el asomo de su panza y acompañado de su mejor amigo, mi padre, que porta la bandera de partida. Hugo Miranda es la estrella y mi padre, el banderero. De pronto, la tía Dinorah con una corona de reina y tres de sus hermanos, ancianos y felices, en mi hogar. Todos muertos.
La unanimidad de los cuadros delata la ridiculez de las modas; la mayoría, la pobreza en sus detalles.
Las fotografías tienen la fuerza de un martillo que golpea blando.
Debajo de las fotos, al fondo del cajón, duermen tarjetas con dedicatorias románticas, cuentos infantiles de hadas del bosque y sádicos vampiros, libretas de notas, destinaciones periodísticas, medallas de servicio, el pasado familiar resumido en una caja.
¿Me preguntaba entonces si era natural lo que hacía? ¿Qué pensaba de verdad en aquel presente, tan lejano, pasado de moda?
Hoy quisiera saber qué hay detrás del espectro de la muerte, por qué la muerte ajena me resulta dulce al evocarla y la propia, la anunciada, me llena de angustia y paraliza mis días y los convierte en un infierno.
No estoy preparado, me asombra no estarlo, yo que he vivido del futuro. Un pequeño síntoma, un ligero malestar se apropian de mi mente y anulan mis proyectos, me vuelven hacia adentro. Indiferencia a la belleza de los momentos y los cuerpos que me rodean, temor de estallar, de confesar terrores que causarán risas, carcajadas, consejos vanos, como si los demás pudiesen comprender mi estado. Me pregunto si no son todos así, si esas reacciones bruscas tantas veces vistas por doquier no provienen del mismo fondo pantanoso que se halla sobre el espectro de la muerte...

lunes, noviembre 28, 2016

El "Pequeño gran circo"

Mi mamá me dio a elegir: Huguito, ¿quieres ir el sábado al "Pequeño gran circo" del Instituto O'Higgins o celebrar tu cumpleaños en la casa con invitados?
-¿Cómo al "Pequeño gran circo", mami?
-En el Instituto O'Higgins van a hacer un circo, con películas, globos, bebidas y torta. Ese sería el cumpleaños.
-¿Y los invitados?
-Los niños que vayan serían como invitados.
-¡Al circo!, respondí, sin dudar.
Mi decisión se reforzó durante la semana, pues todo el mundo -todo mi mundo, que no era más que la sala de clases, las casas de mis primos y los límites de la población Rubio- no hizo sino hablar del "Pequeño gran circo". Los comentarios se iban alimentando unos de otros y las expectativas subían como espuma. Al llegar el día sábado la ansiedad se tornó insoportable.
Bien pronto me arrepentiría de mi decisión.
Del "Pequeño gran circo" y de la torta me ha quedado poco y nada; de las películas, el sabor amargo de la frustración.
Aunque nunca me desvelé ante el panorama de una fiesta de cumpleaños, exceptuando el nervio al momento de recibir los regalos, tampoco habré de afirmar que el circo me quitaba el sueño. Con el Vitorio íbamos a casi todos los que pasaban por Rancagua, más que nada hipnotizados ante el desfile preliminar por Independencia, Brasil y San Martín, al mediodía de la primera función nocturna, cuando los artistas desplegaban al máximo sus encantadoras triquiñuelas y las fieras rugían que daba gusto (a causa del hambre, diría hoy, descreído). Solo una vez, de grande y con mis hijos sentados en mis piernas, abrí los ojos de par en par: fue cuando un hombre de goma hizo su ingreso a la pista dentro de un cubo de vidrio, una especie de acuario seco. Dos ayudantes lo trasladaban en vilo y lo dejaron sobre una mesa. El hombre fue sacando sus extremidades por parte hasta salir del depósito, entretuvo al público doblándose durante varios minutos como un monigote de plasticina, luego se metió de nuevo al cubo y fue sacado de la pista entre aplausos. En otra ocasión me impresionaron unos motociclistas que corrían alrededor de una esfera zumbando sus motores, cruzándose en un viaje metafórico, interminable, como si fuesen rutinarios seres humanos adiestrados por la rotación de la Tierra para renovar una y otra vez sus aventuras. Pero los circos de la infancia, lo admito hoy sin sombras de tristeza, me dejan el regusto de una compleja serie de sensaciones melancólicas: tal vez presentía que de vuelta a casa no hallaría a mi papá, tal vez las gracias de los animales no despertaban mi capacidad de asombro. Los payasos nunca me hicieron reír de verdad. Aún más que los trapecistas, los malabaristas me angustiaban con sus carreras tras los platillos dándose agónicas vueltas sobre un alambre que vaticinaba el fatal momento del error y su precio doloroso: la compasión de un público pegoteado de vergüenza ajena. De modo que no fue el circo lo que me llevó ese sábado al espectáculo organizado en el Instituto O'Higgins.
Fueron las películas.
La tarde pasaba en cámara lenta mientras el "Pequeño gran circo" continuaba la función. Para colmo no estaba resultando ser un circo hecho y derecho, sino exactamente un pequeño circo, un remedo de circo, sin pista, sin carpa, sin trapecistas, sin animales, y su show montado en el patio. Desganado, contemplaba acostado en la baldosa los números interminables cuando me animé a sacar la voz y le pregunté a mi mamá a qué hora daban las películas.
Me tomó de la mano y nos fuimos corriendo hacia las aulas. Atravesamos el mesón de las bebidas, el mesón de las tortas y el mesón de los globos. Me tomó en brazos y de pronto me vi dentro de una misteriosa oscuridad; al minuto pude advertir los rostros fascinados de otros niños mirando hacia una pantalla que cegaba la vista y doblegaba la razón. La sala estaba repleta, olía a niños agitados. El valeroso Tarzán voló en unas lianas y lanzó su mítico aullido en blanco y negro justo cuando dos palabras brillantes lanzaron un imprevisto mensaje en inglés:

The End

Los afortunados, que eran una  multitud, abandonaron la sala satisfechos, pero aún con energías para agarrar los últimos números del circo. Ya habían olvidado la película, aunque sospecho que el recuerdo les endulzaba el alma. Imaginé la ínfima posibilidad de otro filme de Tarzán o por último de una película cualquiera, pero mi mamá, tras hacer sus averiguaciones, me reveló tibiamente que la función había terminado. Yo estaba cumpliendo siete años y a esa edad ya estaba demasiado grande como para llorar, así que achaqué el episodio a la fortuna.
Mala suerte. Hora de volver a casa.  

viernes, noviembre 25, 2016

Boceto de la envidia

La envidia, en versos 

Uno a uno van cayendo ante sus ojos vigilantes para deleite de la envidia
que puja por salir de su escondite.
Hoy que libre asoma sobre campos miles de años cosechados
evidencia temblores agridulces:
detrás de cada muerte hay un Mesías.
Y en su dorado cuarto de hora siembra pestes, rodeada de testigos envidiosos.
Ha errado el camino; el sentido del ridículo la impulsa a volver a sumergirse
mas escrito está que permanezca abrasada por el sol, roída por la sal
congregando una multitud de adoradores
desterrados a la plaza pública.

-Debo admitir que escribes mejor que yo.
Inflamado por la vanidad acusó una respuesta humilde, pero falsa.
-Si pudiéramos unir tu genio con mi oficio...
Hablaban de la envidia y él, con esa falsa humildad que lo traicionaba a cada momento, había declarado su "admiración" por el genio de su amante, de modo que cuando ambos se separaron mentalmente para escribir sus pensamientos acerca de ese pecado capital, cada uno frente a su libreta de apuntes -corriendo el lápiz de uno más que el otro- presintió que esta vez sí sería el ganador. Le bastaría conectarse con su sentimiento más profundo, ese que en ella parecía estar ausente, para aplastar al fin su genio, sin pasársele por la cabeza el hecho de que si ella era más que él, como él lo suponía, su eventual padecimiento encubierto se debía dirigir por necesidad hacia alguien superior a ella.
Intercambiaron los papeles; ella dijo casi de inmediato:
-Debo admitir que escribes mejor que yo.
Luego de que él reaccionara como se acaba de decir, ella agregó:
-Es un interesante borrador de pensamiento, con pequeñas fallas y versos desafortunados producto del apuro. Te traiciona tu ímpetu, merecerías un mejor destino si escrutaras tus inspiraciones y fueses un poco menos práctico de lo que eres.
Bajó la vista, avergonzado de su pequeñez. Ante ella jamás había tenido capacidad de contraataque. De paso, entendió perfectamente que lo que para él había constituido un desafío, para ella no pasaba de una entretención destinada a matar algunos minutos de la tarde. La amaba, la odiaba, imaginaba su tibia indiferencia en todas las inflexiones de su voz y su tácito rechazo a la posibilidad de entregarse a él, y la envidiaba más que nunca.
Con la razón embadurnada de resentimiento clavó entonces los ojos en la libreta de su amante, sin comprender la frase escrita, que leía y releía silenciosamente:
"La envidia es una puta a la que un enano le arrancó los ojos".

viernes, octubre 28, 2016

Hora de ofrecer explicaciones

Si bien no se encontraba en el banquillo y frente a él no había jurado alguno que determinaría su suerte, Vargas admitió que había llegado el momento de contar su viaje, de dar explicaciones, de ofrecer su versión de los hechos. Comenzó entonces a relatar lo vivido; resurgieron en su mente los grandes rascacielos, las salas de concierto, las avenidas luminosas, las líneas del tren subterráneo, los puentes, los locales de comida al paso, los tipos de personas, las conductas de la gente, los parques kilométricos, los ríos, los suburbios. Pero pronto reparó, al sentir el timbre de su voz dentro de los huesos de la cabeza, que de sus labios salían simples palabras. Por más acentuadas, adornadas con gestos o exageradas que fuesen, no lograban sorprender a nadie y para los demás seguían siendo palabras. En el fondo les contaba lo que ellos conocían por experiencia directa o tantas veces habían visto en revistas y películas. Lo adivinaba en sus miradas benévolas que, sin llegar a rozar lo que él no les decía, se rendían pronto ante el fracaso.
Lo real permanecía adentro, bien guardado, y con los días fue internándose más y más en el depósito fangoso de su mente. Combinados con la vuelta a la rutina, los recuerdos asomaban brillantes, alegres, también preocupantes, abriéndoles un paréntesis a sus pensamientos gastados.
Esa caminata eterna por el parque, por ejemplo, cuando su ansiedad le nubló el día soleado y convirtió el paseo en un pequeño infierno de pasos sin sentido. Buscaba con urgencia estatuas perdidas de nula importancia, iba siempre delante de su mujer, que lo seguía cansada y esperaba el sosegado momento del picnic en la hierba, al borde del lago artificial y frente a los edificios majestuosos, momento que cuando llegó lo hizo bajo el barniz de la amargura. Eso no lo había contado. ¿Qué sentido hubiese tenido hacerlo? Y esas noches en la habitación del hotel, hambriento, comiendo de un pote ante una pantalla que por más que cambiara de canales solo hablaba del candidato presidencial, comida deslucida y silenciosa bajo una luz mortecina y las cortinas cerradas, ¿no eran la esencia de su verdadera realidad? Cumplió un sueño, gastándose todo el dinero del premio recibido por escribir un relato divertido, pero el estrés de la gran ciudad se lo había comido y le había reflotado sus temores, esos dolores del cuerpo desde los órganos vitales hasta los rincones más absurdos. Con las molestias iban naciendo graves advertencias sobre su penoso futuro. ¿Qué le dolía tanto?
Durante esos días de ensueño las diferencias con su mujer le parecieron irreconciliables; en medio del viaje imaginó que este se convertía en el preludio de un final tantas veces anunciado, la prueba de un duelo no resuelto de caracteres que chocaban una y otra vez en el obcecado muro de sus propias limitaciones, muro que Vargas, ahora que habían pasado los días y todo había vuelto a la normalidad, ahora que se le despertaba un piadoso deseo de proteger a su mujer, atribuía casi a su entera culpa.
Podía vivir con ella y ella podía vivir con él. Los días juntos en su ciudad de residencia hasta podían tornarse dichosos, otoñales, serenos, cada uno en sus afanes. Se podía morir a su lado y ella también podría cerrar los ojos en su compañía. Ambos estaban conscientes de lo perdido y lo ganado.
Algo, sin embargo, los separaba desde el lejano comienzo, desde los primeros días en que se miraron y se gustaron, algo intangible que ni siquiera pertenecía al reino de los gustos comunes, algo de lo que adolecen casi todas las parejas del mundo, quería convencerse; una palpitación que no existe en el diario vivir sino que solo es posible de vislumbrar en la otra vida: el latido de la felicidad sublime, inalcanzable para dos meros seres que habitan el planeta. La paradoja era que ese algo tenía que ver con lo real. ¿Qué era lo real, para Vargas?
Eran los rascacielos salpicados de ilusión, de un futuro próximo feliz, planificado, ausente de peligros, la dulce vida en su máximo esplendor. Era -a la larga- la última verdad, ante la cual termina inclinando la cerviz el engañoso tránsito cotidiano: la noticia evitada del dolor que sobreviene a la muerte.

domingo, septiembre 25, 2016

Oculta trinidad

Una mirada firme, resuelta, empecinada. En ella, detrás de ella, dentro de ella, décadas de conocimientos, angustias inefables, ilusiones demenciales.
Oculta trinidad corroída por un hígado gastado.

viernes, agosto 19, 2016

Ven conmigo a mi casa

Tú y yo, bajo un cielo gris de primavera fallida, no hallando la forma de darnos la satisfacción tan ansiada por ambos.
Estábamos expuestos.
Descendimos a tu morada por un agujero en la estepa, descolgándonos por las raíces resbaladizas que surgían de la tierra gredosa. Ya abajo se nos abrieron horizontes insospechados.
"Ven conmigo a mi casa", me propusiste.
El sendero serpenteaba hacia ninguna parte, flanqueado por un ramaje de mediana altura. Te tomé entonces por detrás, sin encontrar la satisfacción esperada. Debíamos continuar caminando y así fue, hasta que desembocamos en una inmensa pradera. De lejos nos miraban. Parecían turistas, o pastores de camisas blancas.
Tu casa estaba más arriba.
Subimos un riachuelo por las rocas que sobresalían del agua. De improviso se nos ofreció un muro natural maravilloso, que escalamos para tener la visión de la catarata de agua verde desde arriba. Era una caída de agua sin intenciones, sin bullicio, incluso sin agua.
Dominábamos el panorama completo, las nubes seguían siendo las mismas y la temperatura tibia de la primavera fallida nos seguía acompañando.

lunes, agosto 08, 2016

Y entonces lancé un grito de espanto

Era una noche muy oscura; todo lo que se veía a mi alrededor me hacía recordar las jornadas vividas como enviado especial a Temuco, cuando cenaba en el restaurante del hotel Continental, un espacio del porte de una cancha de básquetbol con mesas dispuestas una tras otra y tras otra, sin más comensales que mi compañero de trabajo y un vendedor viajero que nos observaba de reojo a unos 15 metros de distancia, en diagonal. La vieja garzona emergía del fondo del salón con la bandeja humeante, posaba los platos en la mesa y se retiraba, se iba achicando con la perspectiva, como si volviera al destierro. En el comedor la temperatura era agradable, pero en la calle el frío calaba los huesos. Lo sentíamos cuando salíamos a dar una vuelta para estirar las piernas y beber un par de copas, antes de recogernos en la penumbrosa habitación.
En la noche que ahora paso a describir reinaba el silencio en el invierno del gimnasio en ruinas. Un ancho pasillo recto como vagón de tren, con paredes de madera sin barniz, conducía al baño de servicio; el cielo era tan bajo que casi se tocaba con la cabeza. Las pisadas fantasmales no dejaban huella en el suelo alfombrado. Una luz mortecina surgida de faroles alineados matemáticamente en los costados no ayudaba a elevar la moral, más bien la echaba al suelo. Toda la escena infundía al alma una sensación de inseguridad y abandono; daba la impresión de que la noche me iba arrinconando, decidida a encerrarme en ese baño claustrofóbico, apenas visible al fondo del pasillo.
Hubiese esperado que no ocurriera nada, que la noche diera paso al día con la velocidad que el sueño les regala a los muertos, pero yo mismo escribiría que no podía ser así. Ya dentro del baño, aprisionado en una atmósfera de incertidumbre y un presentimiento de tragedia, con la sensación de no haber corrido el seguro de la puerta, miré hacia la insignificante ventanilla mientras me lavaba los dientes: de la cara filuda de un hombre solo se veían sus dos ojos claros que me miraban fijamente, y el hombre no decía una sola palabra.

miércoles, agosto 03, 2016

El mexicano

Poblete cuenta que ese día en el café Irlandés, donde él estaba, había un mexicano en la mesa de al lado, un mocetón bien vestido, de mediana edad. El mexicano se tomó dos cafés y pidió la cuenta. En la carpetita de cuero que contenía la boleta puso diez mil pesos, más un turro de dólares de propina. La chica que lo atendía se los recibió, boquiabierta. La carpetita no podía cerrarse con tantos billetes. El mexicano se despidió y se fue.
Poblete dice que él le ayudó a la chica a contar el dinero en una mesa del rincón. Contaron 35 billetes de 20 dólares. Eso sumaba 700 dólares, casi 500 mil pesos.
Al salir del café, Poblete llamó por celular a uno de sus amigos, porque necesitaba narrarle a alguien la historia. El amigo dijo posteriormente que lo notó deprimido.
Al día siguiente llegó a su otro café, el Haití, el café de la charla. Lucía cansado, pálido, ojeroso. Relató la misma anécdota a sus compañeros de la barra, uno de los cuales le preguntó si el mexicano le había pedido algo a cambio a la chica. Poblete se burló de la pregunta. Comentó que el mexicano no tenía necesidad de hacerlo, que así son los mexicanos. Su interlocutor le hizo ver que tal vez fuese lavado de dinero. Qué importa, dijo Poblete, que no lograba desprenderse de la sensación que le ocasionaba a su mente la acción presenciada con sus propios ojos.
Al día subsiguiente añadió que la chica que atendió al mexicano ahora está todo el día mirando hacia la puerta, esperando que el hombre de la generosa propina reaparezca.
Otro de los contertulios comentó: "Lo que fácil llega, fácil se va".

lunes, agosto 01, 2016

El jugo de naranja

-¡Hola, don Sergio, amor bello!
-Hola, Jackie.
-Altiro le preparo su jugo don Sergio, amor bello, precioso.
-¿Cómo está la caña?
-Nada, don Sergio, no celebramos. Íbamos a ir al Hipódromo, por donde yo vivo. Pero la pura entrada eran cuatro mil y adentro son más gastos. Comida. Bebida. Cobran muy caro. Hay que juntar para el Día del Niño, este domingo.
-¿Le gusta su nuevo presidente?
-No mucho.
-¿No votó por él?
-No. Yo soy fujimorista. Voté por Keiko. ¡Hola, preciosa bella!, ya le hago su juguito.
-¿Fujimorista?
-Sí, don Sergio. Es que sufrimos mucho en la selva...
-¿Sendero Luminoso?
-Por Sendero Luminoso. A mi mamá la mataron los terroristas. Yo tenía dos meses de vida. Le dijeron que tenía que doblegarse, pero ella dijo que al único que le pedía perdón era a Dios. Entonces la llevaron a su cuartel. Doblégate. No me doblego. Doblégate. No. Y le dispararon dos balazos en la cabeza delante de mis abuelos. Figúrese, no haberse doblegado, si tenía hijos chicos que mantener. Nosotros vivíamos en el Amazonas, don Sergio. Mi abuelo tenía 35 hectáreas de sembríos y lo perdimos todo. Después llegaron unos vecinos. Era de noche. Váyanse, que a las 3 de la mañana van a venir a buscarlos y los van a matar a todos. Nos fuimos a Trujillo, a empezar de cero. De norte a norte.
-Parece que su vecino de puesto sí que celebró, porque no lo veo.
-Ese gordo pasa curado. Toma por las puras, cuando hay fiesta y cuando no hay fiesta. Le va a pasar la cuenta el, ¿cómo se dice? el hígado... Tome, aquí está su juguito, amor bello.
-Gracias.

lunes, junio 06, 2016

El mar

Vinimos del mar y nos prestaron un tiempo a la ciudad. Pero llega la hora de volver.
Ella y yo, los amantes de siempre.
El mar no se halla lejos, menos aún del barco que aloja nuestros cuerpos. Demasiadas puertas, eso sí, una tras otra, puertas que conducen a la siguiente habitación, habitaciones más y más pequeñas en las que de pronto cabe apenas mi figura, no la suya, que se me pierde entre el laberinto de puertas blancas, puertas blancas en cada una de las cuatro paredes. Ya no son piezas, son clósets, receptáculos verticales blancos con manillas de puertas.
Antes de seguir debo confirmar que no estoy durmiendo. Lo hago abriendo bien los ojos, lo que me hace ver las cosas en detalle, especialmente las líneas y el color blanco invierno de las puertas. Hasta ese momento siempre avancé por la puerta delantera, creyendo que bastaría invertir el proceso para volver al principio. Ahora he decidido girar una manilla lateral. Así es como logro salir del barco y bajar a tierra, donde nos espera el mar, a ella y a mí.
Es una inclinación bastante molestosa; hay que hacer fuerza con las pantorrillas para no resbalar e irse de bruces.
Nos precede una mujer a la que llevan atada de una cuerda; la multitud festina con su suerte. Bajamos todos por ese camino de tierra dura y húmeda. Al borde del camino, una arboleda difusa. Al borde izquierdo, un vacío. Abajo la esperan los carabineros, delante de la multitud. Se percibe una vibración en el ambiente. Son varios funcionarios vestidos de verde, abrigados por el frío de la tarde.
Ella y yo nos distanciamos un poco para no ser confundidos, atrapados a los pies de la meta. Resuelvo que caminemos como dos personas de mediana edad, de modo de llegar al mar como una pareja de burgueses tomados del brazo, lo que en efecto nos salva del hostigamiento policial.
¡Ah, el mar! ¡Por fin el mar! ¡Volver a mis orígenes!
Piso ansioso unas piedras mientras me voy hundiendo en el agua. Me incomodan los zapatos, tan apretados, y la casaca de cuero. Pero son inconvenientes pasajeros y una vez que sea pez todo aquello habrá desaparecido, toda carcasa material, todo despojo del hombre que antes fui.
Sí, ya en el agua, pero... ¿y ella? ¿Cómo saber quién es entre decenas, cientos de peces que comienzan a rodearnos, dándonos la bienvenida?
Es el viaje definitivo; no podemos darnos el lujos de separarnos, de extraviarnos entrando al objetivo, al inicio del vasto e invisible horizonte oceánico.
Entonces distingo al rojo pececillo; lo acojo en la cuenca de mis manos. Reconozco en sus ojos, sus aletas y el lomo de su cuerpo a la compañera de mi vida.
Ahora sí estamos en condiciones de adentrarnos en el azulado paraíso.  

miércoles, junio 01, 2016

Escribir crónicas

En el periodismo hay personas que tienen alma de investigadores, de detectives, de científicos: son periodistas que escriben reportajes. En el reportaje lo que importa es la veracidad a toda prueba de los datos entregados, gran cantidad de fuentes, mucha información, todo esto para ofrecerle al lector un tema acabado.
En el periodismo también hay personas que tienen alma de escritores, de artistas, de poetas: son periodistas que escriben crónicas.
Los demás periodistas, la masa que conforma el oficio, nos limitamos a ejercitar la vanidad, a adaptarnos a rutinas de grupos, a ganarnos la vida.
La crónica es el género más bello del periodismo, pero no es privilegio de un profesional que haya pasado por una escuela de periodismo. Cualquiera puede escribir crónicas de excelente nivel. Facebook y los blogs son nidos de crónicas.
El cronista posee una buena dosis de holgazanería y dispersión. Se deleita en el ocio de mirar con los ojos de un niño, pero un niño que piensa y recuerda como adulto. El estudio de documentos le provoca rechazo. El alma humana le atrae. El mejor ejemplo que conozco de este tipo de cronistas es Roberto Merino.
El cronista es reportero. Observa, pregunta y luego crea. Evita la ficción, pero crea moldeando. Al momento de escribir, la observación se le achica como ojo afectado de glaucoma. Solo piensa en las letras que saldrán de su pluma, borradas una y otra vez hasta que las últimas lo dejen lo menos insatisfecho que se pueda.
¿Por qué hacer crónicas? ¿Qué necesidad existe de que se escriba sobre algo tan dicho, como un atardecer con granizos o un vendedor de fruta?
Si el cronista escribe es porque necesita escribir. Y no existe en el mundo nada igual a lo que escribe, que es su impresión sobre la vida que en suerte le tocó vivir.

jueves, mayo 19, 2016

19 de mayo de 2016

Las hordas dormidas despiertan
De la abundancia brota la escasez
La monótona compañera de ruta de la historia se ha vuelto herida abierta
Exigen placeres prohibidos, vida plena, el fuego de los dioses
Cuando pasen cincuenta años se dirá
Así vivían, a eso aspiraban
All New Edge. Nada puede detenerte. Ford. Go further
Déjate querer con todo el fútbol. Vive la Copa Centenario en DirecTV. Todos los partidos en vivo y en HD
Estoy contigo para lo que necesites. Pide tu súper avance CMR $ 1.000.000. 36 cuotas de $ 38.990
Italia con chispeza. Participa por un viaje a Italia con Gary. Santa Isabel Cencosud te conviene día a día
Yo elijo ser simple, busco encuentro. Led Samsung $ 239.990 Ripley.com
La recarga que te recarga Claro. Cámbiate a la nueva Tarifa 50 de Claro. Con tu prepago habla a solo $ 50 el minuto
Tan lindo que los otros teléfonos lo tienen de fondo de pantalla. Nuevo Öwn one. Una decisión Smart
Megaofertas Centenario. ABC DIN, la felicidad cuesta menos
Psicología para transformar. Una mirada positiva. Postgrados UAI. Escuela de Psicología
Deptos. full equipados. Full conectividad, full entretención, full comodidad. Juntémonos en el centro. Vende: Urmeneta
McCombo cuarto de libra. 2 X $ 5.000. Paga con tus tarjetas Banefe en cualquier McDonald's del país
Terracota. El poder está en su corazón. Motor Cummins 2.8 lt. diesel. Foton Cidef
Te quiero ver salir, te quiero ver feliz. Todos los viernes de mayo 10% dcto. en combustible en todas las bencineras de Chile pagando con tarjetas Cencosud Mastercard
Aconcagua conserva los buenos momentos. Frutas, jaleas y compotas
Estamos para grandes cosas. Antiácido Antiax, el buen comer
Luego todo vuelve a su lugar
Digo que todo vuelve a su lugar
Todo vuelve a su lugar
En la página del obituario
Andrés Michel Abufhele Bórquez
Sergio Alberto Adriazola Poblete
Irma Nidia Barrera Reyes
Eliecer Enrique Benavides Escobar
Elena Caques Zavala
Marcelina del Carmen Carrasco Banda
Pedro Carvajal Álvarez
Regina Claro Tocornal de Covarrubias
Enzo Raimundo Fantinati Caviedes
Eliana Franzani Fuenzalida
Marco Antonio Grez Muñoz
Rosa Natalia Ibarra Troncoso
Bernardo Loncon Ancao
Pedro César Osvaldo Olave Kiel
María Lidia Ramírez Contreras
Betty Reisberg de Oksenberg
Santiago Serrano Suárez
María Elba Suárez Godoy
Eleana Gloria Valencia González
Sara Amelia Vargas Spring
Josefina Vial Street
La muerte acecha y rapta, no solo al feliz desprevenido
Llegada la hora surge el mandato de aceptarla
Murmurando, rumiando quizá la frase amarga para el bronce
Dimos la pelea, fuimos doblegados
Las aves vuelan de sus nidos
El firmamento cubre de sombras
Invisible mínima difusa, la Tierra
Oh vana ilusión
Abro los ojos y de un portazo quedo a oscuras

jueves, mayo 12, 2016

Un día transfigurado

Usted, que se ve todo un caballero
Cómo entra con una mujer borracha
No me di cuenta. Debió de avisarme, ya que vive pendiente del peligro
Yo soy una mujer sana, caballero, no ando en esas cosas
Yo también soy sano, pero tengo mis fallas
Todos las tenemos
El caballero, según me confidenció días después, había sido abordado por una mujer borracha, quien lo hizo entrar a un edificio donde a toda costa quiso desnudarlo para lamerle el ano; él no se dejó y llamó a la señora de la casa, la que tras despedir a la ebria lo miró, sorprendida, para luego reprocharle:
Usted se ve un caballero. Cómo es que pudo venir con esa mujer.
A lo que él le contestó:
No me di cuenta, usted debió avisarme. Era una mujer salvaje y quizás estaba armada.
Eso es imposible, caballero, porque aquí hay cámaras. Aquí todo se graba...
Más tarde las cosas cambiaron. Con el semáforo en rojo, una joven automovilista instaló su todoterreno sobre el paso de peatones; él se lo hizo ver y ella reaccionó como si mi amigo no existiera. Este se acercó a la ventanilla, que estaba abierta, y le dio un puñetazo en la cara, que la hizo sangrar.
"Desconfíe de la gente a pie", le advirtió, excitado.
Me contó que por la noche, sentado en la platea de un teatro, escuchó que dos amantes caminaban bajo la luna que alumbraba las ramas negras del bosque. Ella le confesaba su angustia por llevar en su vientre un hijo que no era suyo, sino de un hombre extraño; él le respondía que el universo entero hablaba de gloria y que las llamas de pasión que desprendían ambos bajo la luz de la Luna lo transfiguraban todo, haciendo de la traición una prueba de amor.

jueves, mayo 05, 2016

Una casa que hace agua

Debe tenerse en cuenta, luego de un acucioso examen a la casa, que no se trata de una simple gotera. Como en tantas ocasiones, se culpa a la empleada de desempeñar mal sus funciones, descuidar sus obligaciones y se la condena usando un tono elevado, una voz prácticamente fuera de las casillas; ahora los hechos revelan que no ha sido suya la responsabilidad.
No fue despedida, pero se ha contratado a otra, que la acompaña en sus deberes. Es más joven y por la noche, al acostarse, levanta las sábanas y muestra el poto. Surge un deseo de meterse en esa cama, pero algo lo impide y el incidente queda en las ganas.
Calles vacías en una noche oscura; de las esquinas surgen sombras de mujeres. La cabeza, un torbellino. Vueltas y más vueltas; ojos cansados, oídos necios. Vagabundos, malhechores, ratas de la noche proclaman débilmente su poder.
La casa, en tanto, hace agua. Desde el segundo piso se dejan caer las goteras de los sectores menos pensados. El gásfiter ha hecho su visita y dictamina que el problema abarca todas las cañerías del hogar, pero no asegura nada. De todos modos, aunque jurara de rodillas el éxito absoluto, no se le podría encargar un trabajo como ese. La rotura de las paredes y del piso de arriba entero conllevan un desangramiento patrimonial.      

miércoles, abril 27, 2016

La gata y la araña

A mi gatita Jiji le gusta cazar pájaros. Esta mañana atrapó a una cría de zorzal de un puro salto. El ave no se dio ni cuenta cuando ya estaba en las garras del felino. La Jiji lo hace de placer, no de hambre. No habían pasado ni cinco minutos cuando la vi subida al acacio del antejardín. Desde una rama gruesa vio a una paloma parada un poco más arriba. La Jiji quedó en posición casi vertical en la rama, estiró la pata delantera y lanzó a la paloma al piso con un manotazo. Entonces decidí darle una lección. Me encaramé al árbol con una tabla gruesa; la gata bajó de inmediato al piso de cemento. Cuando la vi justo abajo solté el madero. Le cayó en una vértebra del lomo; el golpe artero, desmedido, la hizo sangrar y a mí, arrepentirme del castigo.
Bajé y la consolé, la Jiji lloraba de pena, se sentía traicionada y me lo hacía ver con su llanto. La cáscara de la vértebra rodaba por el suelo.
Comenzaba la noche, la hora del juego. La arañita se dejaba llevar por la velocidad. Cuando el Metro avanzaba, la arañita se iba hacia atrás; cuando frenaba volaba hacia adelante, al igual que unas pelusas que la acompañaban en su viaje por el pasillo. La arañita flotaba zigzagueando como lo hacen los deportistas que desafían a las olas del océano. Se veía feliz, ignorante del peligro. Los zapatos de los pasajeros se le asemejarían colinas imposibles de cruzar; sus piernas, columnas de titanes homicidas. La arañita entre ellos, bajo ellos, jugaba a correr enloquecida por la noche, a darle unas cosquillas a su estómago de araña.
Cuando el carro se detuvo en la estación los zapatos se le fueron acercando, pero la arañita, alerta, corrió a guarecerse bajo una barra telescópica de acero. Al estudiar su refugio notó que más arriba la mole se arqueaba y desplegaba tres brazos que se unían finalmente en el firmamento, una cúpula coronada de enormes estrellas despidiendo luz cegadora al vagón.
Cuídate de los ataques que vengan del cielo, Jiji.

domingo, abril 24, 2016

Rutina humorística

Escribo esta historia en tercera persona para darle mayor credibilidad al punto de vista del narrador, que en este caso debe aproximarse lo más cercanamente posible a la objetividad. De otra forma lo que viene se parecería más a un lloriqueo angustioso que a un episodio de la vida real.
Las cosas no demuestran estar a su favor en la rutina humorística que se apresta a ofrecer en la sala. Mira por detrás de las cortinas y las caras que observa no están expectantes. Sentados, solo esperan. A ellos debe hacerlos reír, esa es su condena. Es él ante el gran público, han pagado para eso, y ha llegado el momento. ¿Cuánto se ha preparado? Poco. ¿Qué curriculum lo respalda? Ninguno. ¿Por qué entonces aceptó meterse en este zapato chino? Lo ignora.
No recuerda haber firmado contrato, pero un extraño lazo lo compromete con esta gente. Tal vez se trata de un desafío personal, aunque de algo está seguro: ni siquiera es una cuestión de honor.
Hubo una ocasión en que tuvo que demostrar sus pobres capacidades al piano delante de un auditorio parecido. Su maestro lo había echado a los leones y de entrada desafinó por completo: los dedos de sus manos se desplazaron una o dos teclas más abajo y los acordes sonaron como música de película de terror. No era capaz de leer la partitura y no se podía levantar; estaba clavado ante el piano, él y su vergüenza. Al terminar, la gente lo aplaudió por lástima, mas nunca pudo volver a practicar el instrumento. ¿Ahora le espera lo mismo? Está a segundos de saberlo.
"Hola". Así comienza su rutina. Optó por un saludo improvisado, por un estilo juvenil. En vez de buenas noches damas y caballeros eligió barrer el protocolo con la escoba. Tal saludo, para ser efectivo, debe acompañarse de algo más, de un chiste rápido, una confesión, algo que enganche. ¿Pero qué hay detrás de su rutina? El vacío.
A poco andar una chica esbelta de ajustado buzo coloreado se arrastra de espaldas por el suelo, lo que interpreta como una mágica ayuda del destino. La atención del respetable se desvía; el momento debe ser aprovechado. "Eso se llama exhibicionismo", proclama, subrayando cada sílaba. Entonces los vapores del alcohol y las ganas de orinar lo levantan de la cama. Siempre que le ocurre esto su mente examina de un latigazo, mientras camina descalzo al baño, lo que hubo y lo que habrá. Así, el día que comienza vendrá cargado de monotonía, alegrías o preocupaciones, según lo que ha planificado. Pero esta madrugada, antes del albor, la oscuridad del recinto no le ofrece buenas noticias. Hacía más de treinta años que no vivía esa sensación indescriptible de terror en su alma. No hay nada de qué asustarse, todo anda bien entre comillas, pero le está volviendo sin aviso y sin motivo, al igual que aquella vez, ese estado que lo tuvo dos años angustiado, deprimido, inapetente, horrorizado. Reconoce los síntomas previos. Ante él, un océano marchito negruzco denso cuyas olas lo rodean, cerrándole cualquier escape razonable. De esa isla es imposible huir, solamente le resta una última esperanza, que es rezar a Dios. Atrapado en esa isla, la muerte se le antoja un consuelo dulce, el abandono, el descanso que derrota a lo inefable. ¿Tuvo algo que ver esa pesadilla difusa, plagada de sensaciones incómodas y sorpresas grises? No lo cree, es la misma de todas las noches, en una de sus incontables variantes.
Vuelto a la cama, abrigado, con dos horas más de sueño por delante, se entrega a una propuesta que surja de las cavernas de su alma. Y cierra los ojos.    

lunes, abril 18, 2016

Envidia

La envidia tiene nombre de serpiente. Se arrastra entre mis pies, va envolviéndome hasta asfixiarme y entonces me muerde, venenosa.
La envidia nace afuera y tiene forma de automóvil, de chalet, de mujer. En todo caso, el causante superior es una persona viva, contemporánea y coterránea, alguien que se aloja siempre al lado mío. Yo no siento envidia de los animales ni del Sol ni de la Luna. A las aves las observo con ternura y a los gatos, con cierta admiración. La fidelidad del perro me da ganas de llorar; los leones me despiertan curiosidad cuando se desplazan por la selva y lástima cuando se pasean en su jaula o enfrentan a su domador. De niño me fascinaban sus rugidos, pero a la salida del circo ya iba con otros pensamientos y otras sensaciones. Graves problemas me esperaban en mi hogar.
He dicho alguna vez que sentí envidia de mi primo Julio. Era dueño naturalmente de una inteligencia vivaz que de inmediato lo hacía destacar, lo que yo perseguía con desesperación. Solucionaba con vertiginosa agilidad todo tipo de problemas y por eso no estudiaba y no se sacrificaba, como yo. No tenía necesidad de memorizar, en cambio yo intentaba memorizarlo todo.
Al final lo sobreviví, que es lo que cuenta. Él me quería y tal vez hasta admiraba algunos rasgos míos. Cuando lo supuse inofensivo yo también lo empecé a querer. Pero justo entonces se durmió al volante de un camión y se mató en el sur de Argentina.
Desearía envidiar a quienes no le temen a un temporal y lo toman como una inclemencia que se enfrenta con frialdad, pero no puedo. Ni siquiera me sumo a ellos. ¡No advierten los riesgos infinitos que tiende el futuro! ¡No son capaces de vislumbrar el drama, la tragedia de vivir! No existe nada realmente seguro y nada que proporcione eterna felicidad; todo momento alegre da paso a una sombra y así, los tiempos por venir solamente se alimentan de buenos planes y fantasías. Solo entonces vuelven la calma, el optimismo y las ganas de luchar. Mi lucha ha sido velar por mis seres queridos, por protegerlos y advertirles los peligros, en eso he gastado gratuitamente buena parte de mi vida.
Algo bueno debe de tener la envidia para que la hayan hecho suya cientos de civilizaciones a lo largo de miles de años. Se me antoja que la comparación a la baja despierta instintos asesinos que -al demoler al mejor- equilibran el sistema. Los genios deben ser pisoteados por las botas del pueblo. Al transformarnos en una masa de mediocres sufrimos menos, porque estamos entre iguales y nos sentimos más seguros.

lunes, marzo 28, 2016

Viña en el horizonte

Si la calle que piso me lleva a los característicos edificios del plano de Valparaíso, quiere decir que me equivoqué de bajada, de modo que debo devolver lo andado para retomar el camino a Viña del Mar.
Busco un atajo por los senderos arbolados del zoológico y cruzo una reja que da a la calle, pero se me ha hecho de noche y de pronto me hallo sobre un camino de ripio en ascenso. En vez de berma, maleza seca. Al costado, otra ruta similar, de una sola vía, asfaltada pero inaccesible.
Me encuentro con un campesino. Una lamparilla a parafina alumbra nuestro diálogo. ¿Voy bien?, le digo. "No, Viña está para el otro lado".
A buscar, otra vez, de noche y por territorios desconocidos, poco transitados, hasta peligrosos. ¿Tan difícil se me hace llegar a Viña del Mar, sabiendo donde queda la Ciudad Jardín? A lo lejos la vislumbro. En el horizonte veo sus luces, las ansiadas luces de la ciudad.
Pero antes hay poblaciones populares. Paso entre casas de conventillo, circulo por sus patios traseros, de tierra apisonada, percibo los vapores malolientes que emergen del interior de las viviendas. Es la única forma de acceder a senderos que me lleven al camino principal.
Podría ser asaltado, hay gente de la que no tengo ningún antecedente, ni bueno ni malo. Lo único cierto es que soy un desconocido para ellos, que no soy de ese grupo y que me he extraviado en lugares tortuosos por buscar la ruta a Viña.
Camino por un sendero de tierra que remata en una roca blanca, que bajo con extremo cuidado para no resbalar. A lo lejos, las luces de Viña...
Ahora ya estoy en la ruta principal. Tienden a aclararse las cosas para mí. Piso el cemento azulino y vislumbro la curva que esconde la bajada.
Antes de darnos las buenas noches, acostados, la luz apagada, le cuento el sueño a mi mujer. Le digo que me ha tenido el día entero dándole vueltas, buscándole el sentido.
-Pero si es muy sencillo -siento su voz en la oscuridad-, tú mismo lo dijiste: tienes el objetivo claro, pero hasta hoy transitas por caminos equivocados.

   

miércoles, marzo 23, 2016

Discurso

¿Qué es la crónica? A mi modesto entender, un poema noticioso. O un cuento noticioso. En todo caso, la literatura guiando al periodismo, la belleza guiando a la verdad. Por más disfraces que se le traten de poner, algo me dice que la crónica es antes que nada literatura. Pero sabiamente y al igual que la sociedad hace con el hombre, el periodismo le ha instalado un corsé, de modo que una buena cantidad de metáforas y qué decir de ocurrencias de la mollera deben resignarse a morir entre la grasa que le sobra del cuerpo, echando sus últimos suspiros a través de las amarras. A la orden de su amo, en la crónica los caballos desbocados han vuelto de mal humor a las caballerizas. De tal cárcel asoman sus narices, que exhalan vapores de libertad y tormento, pero es mejor que sea así. El lector termina agradecido.
Llevo más de 30 años escribiendo crónicas, casi podría asegurar que me jubilaré en el oficio. El género me hizo viajar a apartados rincones de mi patria, incorporar a la mente las ventajas de la observación aterrizada y resumida, descubrir a la ciudad gente que salió por un minuto de su anonimato gracias a mi pluma. Me bastarían esas tres razones para abrazarme a sus rodillas, tributario de sus virtudes; pero este minuto inadecuado de traiciones, minuto en el que decido abrir voluntariamente mi corazón ante ustedes, me incita a confesar algo de lo que tal vez me arrepienta apenas doble esta hoja de papel. Y es que el centro de mi vida productiva no ha sido ser cronista. La ambición de mi vida ha sido ser poeta, empresa vasta, inaccesible como castillo de Kafka y a la vez humilde, mínima como ruiseñor de Keats.
Esa aspiración se me pegó en el alma desde que tuve uso de razón. Venía conmigo y lo ignoraba. Y de ignorante, la ignoré. Dejé pasar preciosas ocasiones de ser pobre, de echarme al borde del arroyo y compartir con Endimión sus aguas cristalinas; escapé con dientes y uñas del abismo que lleva a la gloria, me agarré del precipicio y cuando logré caminar, cuando al fin avancé entre el matorral de problemas de la vida diaria, cuando aprendí a reconocer las amenazas ya era otro, un hombre cubierto de armaduras, el hombre cactáceo que decidió proteger a su hijo.
El precio fue ser feliz, y lo pagué junto con las cuentas del agua y de la luz.
Recuerdo que de joven entraba a la iglesia los domingos. ¿Cuántos poetas como yo, fatalmente arrepentidos, sepultados por toneladas de culpa, se ocultaban bajo las sombras del incienso? Rezando arrodillado adivinaba sus miradas oblicuas. Entre las naves nos estudiábamos, nos reconocíamos y nos dábamos ánimo para enfrentar la luz del sol a la salida, separados como lo ordenan las leyes, devueltos a la dichosa orgía.
Todos quisimos ser poetas, bien pocos se atrevieron.
Pero he aquí otra prueba más de las ironías del destino. Ahora que los años se me han venido encima, ahora que los sufrimientos dieron paso a la esperanza, el niño que me habita se las da de vivo y reclama su oportunidad. Clama por gritar su nombre al viento, decir me llamo Huguito y exijo volver a la población Rubio de Rancagua para abrir mis ojos soñolientos y pisotear la realidad. Ansía el pequeñajo darse el gusto de decir las cosas como son y en eso, en lo caprichoso de sus sueños, se parece a Odradek, aquel carrete de hilo que le quita el sueño a un padre de familia al rodar día tras día por la baranda de la escalera.
Por mí le diera el pase, pero se me antoja que el geniecillo manipulador dejó pasar su momento. A saber, los poetas no saludan al mundo pasados los sesenta, a menos que estén fraguando un plan perverso. Por eso yo, que lo conozco, lo mantengo a raya: su risa infantil que cruje como las hojas secas lo delata.

lunes, marzo 21, 2016

Domingo de marzo

Es un domingo de marzo. La luminosidad del Sol anuncia al otoño. Apacigua el calor la brisa fresca; el silencio se suma a la desesperanza del retorno. En la tarde de Ocoa la atmósfera entera se asemeja a los dulces cuentos de Poe, extraviados en la persecución de la belleza divina y perfecta que solo la pluma imagina; las aves sobrevuelan la nube de angustia que a esta hora cubre la casa y los roedores corren por la hierba seca, proyectando largas sombras antes de esconderse en el hueco del tronco de un boldo. Esas tardes, en esos jardines, con esas criptas que guardan cadáveres adorados.
¿Son todos los viajes así? La víspera, explosión de locura irresponsable. Se enancha el alma y pugna por volar desnuda. El día del regreso se repliega como tortuga avergonzada. Y con tarjeta paga la cuenta del bar.
No esperar nada de la vida. Crear, como si los domingos fuesen lunes. Carecer, como joven que sueña con lo que hoy engorda. He allí tres mandamientos para ser enfrentados a la hora inevitable de la gravedad del confesionario.

sábado, febrero 27, 2016

Vida almacenada

Vida almacenada, y si volara, qué.
A tu lado cae una mujer. Mi cuerpo está rígido, al suelo por creerme lola se disculpa ante tus ojos de hombre. Luego hace ejercicios ridículos con los brazos, un-dos, un-dos.
A leguas de distancia a mares de distancia el sueño de Endimión reposa, misterioso. Y aquí mismo, en la mesa del café, el maldito libro pirateado de Cortázar me roba las mejores páginas de Keats.
Yo sentía, yo siempre he sentido y oculté. Por mostrar lo que no era, he perdido. Me faltó esa valentía que no es temeridad sino locura apasionada que nace y muere en el centro de uno mismo.
Invoco al niño, pero el niño fue peor, ni por asomo hablaba. De modo que la barra de eucaliptus que rodeaba la laguna falsa del cerrito San Juan de Machalí, la turbadora ansiedad de bajar al pueblo por ese camino retorcido llevando en una bolsa los restos de la fiesta, la fila para esperar la micro roja que me devolviera a casa, el silencio después de un día agitado, el vacío existencial en la fila de gente, la brutal materia que encierra la espera de una micro, las voces de mis primos, los ecos de mi padre y de mi madre, todo aquello no salía. Atrapado, se agitaba en la coctelera de mi alma anestesiada.

martes, febrero 23, 2016

La memoria. Decadencia, confusión

Amaneció sin fuerzas. Se levantó y le pesaron las piernas; caminó, se cansaba. En el comedor de diario tuvo que sentarse mientras el hervidor calentaba el agua. ¿Había entonces que encender la radio? No lo recordaba. ¿Debía desplazarse en bata o el mandato era meterse a la ducha y bajar vestido y rasurado a la cocina?
En vez de sumirse en la desesperación analizó la situación que estaba viviendo. Buscó papel y lápiz, para dejar el rastro de su pensamiento. Pero al momento de escribir había olvidado los signos, de modo que el papel registró garabatos únicamente descifrables para su mente de ese momento.
Quién soy. No lo recuerdo.
Dónde estoy. Creo que en mi casa.
Con quién vivo. No lo sé, mas también aquí otras personas parecen haber dejado sus huellas.
Qué edad tengo. Lo ignoro.
Soy un niño o soy un adulto. Me miro las manos y me digo que soy un adulto.
Qué debo hacer después del desayuno. No sé.
Podría llegar atrasado a mi trabajo. Sí.
Tengo un trabajo, estoy cesante o estoy jubilado. Puede ser.
No debo desesperarme. No.
Esto puede ser solamente una pesadilla. Sí.
Me duele el cuerpo. No, es cansancio.
Qué día de qué mes de qué año es hoy. Quisiera saberlo.
Estoy vivo o estoy muerto. Estoy vivo.
Estoy soñando o estoy despierto. Creo que estoy despierto, pero no lo sé con certeza.
Culminado el análisis, sorbió el té y mordió la tostada con mantequilla que su mujer le había dejado en la panera. Parecía increíble cómo ambos habían envejecido en tan corto tiempo. La sangre de las venas navegaba por sus manos contenida en ríos turbios y azulosos que sorteaban los huesos y arrugas.
Se sacó la bata; ella arrojó la suya al piso. Bailaron con la música de la radio, abrazados a pie pelado sobre la baldosa, sin decirse nada, desnudos, bañados en una vaga tensión.
¿Estás preparada?
No.  

viernes, enero 15, 2016

Sentimientos

Angustia frente al regalo de la vida
Deseo secreto de egoísta soledad
Serenidad ante la victoria
Miedo de que te la arrebaten
Ansias de fortaleza
Envidia de lo que no tienes
Tentación de humillar
Piedad con los infortunados
Temor de Dios

lunes, diciembre 21, 2015

El dictador. Un esbozo


Nació en el campo. De niño buscaba nidos de pájaros para quebrar los huevos y mató lagartijas, como todos. Con sus amigos sacaban las arañas peludas de sus cuevas. Y las hacían pelear entre ellas.
Acudió junto a los demás a la escuela rural.
A los 9 años era un niño dócil; a los 13 también. Fue a los 20 años cuando se empezó a diferenciar del resto. Sintió que ya se habían grabado en su alma todas las experiencias que se pueden acumular en el tránsito del hombre por la tierra. A esa edad ya intuía las mareas sobre las que navega el pueblo, la forma mutante de las masas y la estructura universal del corazón. Procedió en consecuencia.
Qué más se podría reseñar sobre los orígenes del gran dictador que alumbra las sombras por las que atraviesa la humanidad. Nada. El resto se halla envuelto en un halo de misterio, incluyendo el nombre de sus padres. Ni siquiera sus más cercanos consejeros conocen los enigmas de su ser, ni siquiera ellos han logrado acceder al manantial de donde emana su fuerza.
Acabará siendo apuñalado por la espalda, como los egregios dictadores. Pero antes le habrá dado muerte a la bestia prehistórica que habita en los bosques de cedro, hazaña que los poetas cantaron hace miles de años pero que ya no recogen los libros. Solo por esa gesta debería recordársele sin asomo alguno de envidia; vayan de antemano para él la admiración y el reconocimiento de un pueblo que no supo agradecerle en su día.
De vuelta a la civilización, con la cabeza del monstruo en la mano, fue reconocido y elevado a los altares de la fama, porque se atrevió a demostrar su genio. También los demás sabían qué hacer, pero había que ser temerario de verdad, despreciar la vida como la entienden los parroquianos de la taberna: una suma de buenos momentos y aspiraciones quiméricas, nunca el Irkalla de vecino.
Los años le irían jugando en contra. Nada menos recomendable para la gestión de un gobernante que un pueblo satisfecho cuando ve a su enemigo moribundo. El músculo se afloja; la cabeza no guía rebaños. Los dictadores no nacieron para tiempos de paz.

II

Grandes convicciones nunca tuvo. A veces se preguntaba él mismo qué perseguían sus actos, por qué los demás iban detrás de él. Entendió que en cada uno de los hombres de la tierra duerme la semilla del gran dictador. No podía mostrar el más ligero signo de debilidad; el mínimo error lo arrojaría al despeñadero donde los buitres se sacian de carne podrida.
Procedía entonces de acuerdo a los momentos. Y la última adición daba la consecuencia.
Los domingos, al acercarse el mediodía, debía ser visto en el coche engalanado. Era una victoria tirada por dos caballos blancos adornados con guirnaldas. Detrás del cochero, de pie entre los dos asientos, saludaba al pueblo que se agolpaba en la plaza para rendirle pleitesía. Luego los padres llevaban de la mano a sus hijos a tomar leche azucarada y comer pan de huevo a la confitería ubicada en la otra punta de la iglesia. Y todo el mundo se sentía mejor al regresar a sus casas.
A esa misma hora el dictador comía espárragos y bebía agua mineral, nervioso, insatisfecho. No era la paz que ansiaba aquella que se vivía en las paredes grises de su palacio subterráneo. Intentaba leer, pero las letras le bailaban en las páginas y terminaba apartando el libro, desorientado y ausente. Se le había informado que a su alrededor todo marchaba según sus directrices. Su pueblo era pobre; él le encendía una candela que le permitiera entrever en las tinieblas. El gusano en la manzana.
Conduciría a su gente al matadero, pero no había más opción. Y él fue el elegido de los dioses. La luz de la candela terminaría alumbrando sus llagas purulentas.

III

Su relación con las mujeres, dicho esto en el sentido erótico, daba vueltas y vueltas en el centro del remolino de sus secretos. Se afirmaba de él que era un atleta sexual; una oficina secreta sería la encargada de seleccionar para su privado goce los mejores ejemplares del género femenino, noche a noche. No era raro que en alguna fiesta de fin de año una chiflada se atreviera a sugerir, pasada de copas, que el dictador era el verdadero padre de sus hijos. El comentario más frecuente aseguraba que las mujeres ingresaban de incógnito, disfrazadas de aseadoras, y de madrugada salían despedidas por la puerta trasera, con dinero en efectivo. También se decía que abandonaban el palacio envueltas en sudarios, directo a la fosa común o al cinerario. Muy en la intimidad, otras voces comentaban que el dictador jugaba con lo ambiguo, de allí el aura de hermetismo con que se rodeaba todo lo concerniente a su vida personal. Incluso otro de los corrillos postulaba que de joven había sufrido un accidente que desembocó en la extirpación de sus testículos, de cuya desgracia surgió un hombre voluntarioso pero de apariencia amable, suave y serena, concentrado en la política, no asexuado sino célibe.
Jamás se pudo comprobar el más mínimo rumor, ni a favor ni en contra.

IV

Con su manto dorado, el crepúsculo va suavizando la luz en la faz de la tierra. Los campesinos vuelven de la magra jornada a sus casitas de adobe, donde los esperan sus mujeres y sus hijos. Entran extenuados y son recibidos con una jarra de agua dulce que les sacia la sed. A esa misma hora el dictador cita a sus hombres de confianza a la pieza más profunda de su palacio subterráneo, donde les imparte las órdenes que deberán cumplirse al día siguiente.
El trigo no ha brotado, la sequía agota los manantiales y a las ovejas no les queda pasto que comer. Nuestra tierra está baldía, pero los campos del país vecino refulgen de verdor y las cosechas llenan sus canastas.
¿Cómo encender la llama de la guerra, si nuestros hombres son pacíficos y humildes, faltos de ambición?
El problema ha sido planteado; las preguntas han sido planteadas. La sala se agita.
Irán cuatro al bosque y matarán al niño. Irán disfrazados de enemigos. Eso encenderá los espíritus y nos devolverá el agua y el trigo; es la necesidad.
No surgió voz opositora, ni siquiera una duda; esa apariencia amable, suave y serena es arma demasiado poderosa. Cada palabra que pasa por su filtro sale limpia y justa.
Fraguado el crimen, ¿perdona Dios la miseria? ¿Es cómplice pasivo del dictador que vela por su pueblo?
El sacrificio se cumple, el niño apuntado por la mano del destino se extravía y es hallado muerto, horriblemente mutilado. Los asesinos dejan huellas falsas y el espíritu del campesinado se inflama. Una invasión vengativa les devolverá el trigo y las cosechas; habrá una ofrenda y la tumba del niño se cubrirá de velas. La nación marcha hacia la guerra, morirán justos y pecadores, culpables e inocentes. El hombre ha vuelto a ser esclavo de su pasión. El dictador mueve monigotes sobre un mapa.

V

Las arcas están llenas y la ciudad se reconstruye; se han firmado pactos y tratados, ha vuelto la paz. Del enemigo vencido brotan sonrisas compungidas. Cerca de Dios, el dictador.
Se multiplican sus paseos por la plaza; accede a ser entrevistado. Huele la fragancia del éxito y la fama.
Es el momento de recomponer la madeja, volverla a su color blanquecino, borrar el color rojo de la lana. Pero el dictador no dispone aún de la tecnología para emprender tal desafío y pronto descubrirá que el paso del tiempo solo se encarga de ahondar la herida del vecino.
¿Qué deseaba lo más profundo de su corazón? ¿Dónde radicó el motivo de sus actos?
En un acto de arrojo, el dictador emprendió la ocupación de la tierra fértil para ser recordado y amado por su pueblo. Y para darle una demostración de su amor, llenando las arcas vacías.
Quiso amar y ser amado. Esa fue su única verdad, desprovista de ropajes filosóficos.
Las cartas han sido echadas; los hilos del destino le irán revelando con el correr de los días que habrá de fracasar en todos sus empeños. Morirá empalado, decapitado, crucificado.
El pueblo celebrará su ejecución y derribará sus estatuas.
El día siguiente será el día del caos.
Al surgir la decadencia, con trazos tenues, apenas perceptibles, el dictador cita a sus asesores y les anticipa lo que habrá de ocurrir años después. Es ahora cuando hay que detener lo inevitable o será tarde; es ahora y de no mediar remedio no solo él sino toda la sala reunida probará el sabor de su propia sangre, vertida a la vista del pueblo.
Surgen interminables teorías. Algunas motivadas en el miedo, otras en la desconfianza, otras en la indiferencia. El dictador contiene su ira y dibuja en la pizarra.
Qué dibuja. Una serpiente mordiéndose la cola.
He aquí el principio y el fin. Sus palabras no me han servido para nada. Retírense todos. Váyanse a beber. Y brinden por mí.

VI

Decálogo del dictador

El pueblo deambula en las tinieblas para ser iluminado.
El pueblo tiene nervio. El nervio requiere orden.
El pueblo tiene estómago; requiere pan.
El pueblo tiene piel lampiña. El pueblo requiere techo.
El pueblo tiene uso de razón; requiere circo.
Las necesidades del pueblo son infinitas.
El pueblo es ignorante. El pueblo intuye y olfatea.
El pueblo paga con su vida por sus sueños.
El buen dictador ama a su pueblo; de ahí que lo regañe.
Por emplear un eufemismo, el amor del dictador debe ser severo. Torturador.
El pueblo es traicionero. Si se le somete se amansa; si se le libera asesina.
El dictador necesita al pueblo. El dictador sin el pueblo no es nada.
Pocas veces el pueblo necesita dictador, contadas veces el pueblo exige dictador, nunca el pueblo está conforme.
Si el dictador no se rodea de aduladores es que no es un buen dictador.
Todo adulador debe morir en las mazmorras, mejor aun en el patíbulo.
Si el sucesor del dictador no aprendió la lección de gobernar, el dictador debe apartarlo por su propio bien.
El dictador no debe reír jamás. Su sonrisa le está reservada para los días de fiesta y una sola vez se le permitirá derramar una lágrima.
El día de su muerte el dictador deberá exhibir el temple de Hitler y Ceausescu.

VII

Cuando de los perdidos lindes de su territorio le llegaron las primeras noticias de la invasión reparó en lo mal que había hecho algunas cosas. No bastaba ganar una guerra. Las guerras debían ser eternas, una vez que se entraba en ellas. Declarar la guerra era apostar a la sangre fresca. La sangre seca no da frutos. Se limpia la baldosa con mangueras y la baldosa queda manchada de pasado. Esa mancha no sale con cloro; debe resignarse uno ante la presencia del recuerdo sucio.
El Decálogo, polvoriento, en una caja fuerte.
Negándolo, negándose a sí mismo, su memoria confusa lo había confinado al olvido, sobre todo los puntos siete y seis.
Alguno de sus consejeros le había metido en la cabeza que él siempre fue un demócrata. De modo que la lengua de la serpiente iba ya apuntando hacia la cola.
Ejércitos panzudos volvieron a la guerra. Caballos cansados. Las ruedas de los tanques chirriaron que dio dolor de muelas, porque les faltaba aceite. Los ministros en su gabinete. No había causa para matar a un niño. El pueblo veía televisión; había llegado la luz y el pueblo se informaba por la televisión, echado en los sillones.
Los generales dialogaron con los invasores a los pies de la ciudad, así de tanto habían avanzado. Los enemigos pidieron la cabeza del dictador, pero había que estudiar el modo. El comandante en jefe le transmitió en persona la noticia. El pueblo no estaba en ánimo de guerra. El dictador salió a la calle y un loco enfurecido le gritó que cerrara el trato; otros se le unieron y de pronto la plaza se llenó de vociferantes. Una masa no era, a lo más doscientos, trescientos, pero bastaron para incendiar los espíritus de los revolucionarios de sillón.
De esa forma se cumplieron los augurios.
El dictador fue entregado al pueblo y murió crucificado.
El pueblo celebró su ejecución y derribó sus estatuas.
El enemigo recuperó sus tierras.
El día siguiente fue el día del caos.

VIII

Pasan los años. Su flama se cuela entre los corazones del pueblo. Y los entibia.
Se le ve vagar a veces por las calles; sale de una esquina, aparece en una foto.
Empieza su imagen a poblar estanterías; las bibliotecas se nutren de su sangre.
Despierta la nostalgia.
Turbado, el pueblo confunde su fantasma con el de Gilgamesh y en el Parlamento un descerebrado presenta una moción para endiosarlo. Del inframundo surgen lenguas de fuego que arden en el cielo, como arreboles místicos.
Oh, dioses que malguían nuestros pasos y escamotean la escasa luz con que sorteamos las tinieblas de este mundo, apártense de una vez y dejen vivir al hombre a la usanza del hombre. No tenemos destino, la vida es el presente y el miedo es nuestro eterno compañero, pero ustedes se empeñan en dar vuelta el espejo y nos llenan de cuentos la cabeza. Hay tiempo para todo, nada nos faltará y si jamás llegó a mis brazos el amor por el que me amanecí esperando es que se trataba de un truco del espejo.
La madre del pueblo parió al dictador; su padre fue un borrachín.

martes, diciembre 15, 2015

Argumentos

Lo acompañaban dos ángeles. Pensaron que dormía, pero estaba imaginando; descartaba argumentos que iban y venían por su mente como ráfagas de viento contaminado, el del hombre que imaginó que lo aplastaba una montaña gigante, el de los tres amigos que salieron de juerga y se abrieron a la noche en un barrio bohemio sin meditar sobre las consecuencias que sufrirían sus tarjetas de crédito, el del ensayo de Otero sobre la epistemología leído en un bus que lo llevaba a Rancagua a visitar a su tía de 83 años mientras a su lado una mujer llamaba a su hija y le pedía que volviera pronto a su casa, el de sí  mismo pensando, el del tedio a medianoche con su cuerpo satisfecho y falto de inspiración, el de la mujer hinchada, el de la joven obsesionada con los regalos de Navidad, el de los ritmos del lenguaje, el de las profundidades en las que se internó una avioneta por las quebradas de los fiordos del sur.
No lo dejaremos solo, lo ayudaremos en su faena
Le diremos hasta cuándo debe seguir y cuándo debe parar
Está anclado a  metros del lugar donde murió su madre
Ella está viva a través de nosotros y él lo sabe
Entonces, por qué no escarmienta
Una suma de símbolos. Los ángeles se comunicaban entre ellos pero era él quien parecía incitarlos a imaginar, de nada valían si él no estaba allí, falto de inspiración, azuzando con su carencia a los nobles espíritus insomnes.

viernes, diciembre 11, 2015

El canario

-Hugo, despierta.
-Qué...
-Está cantando el canario del vecino.
-Ehhh... ¿qué dijiste?
-Está cantando el canario del vecino.
-Se le habrá olvidado taparle la jaula. Duérmete.
-Está cantando; el canario nunca había cantado a esta hora.
-¿Qué hora es?
-Son las cuatro de la mañana.
-Con razón está oscuro. Duérmete con el canto del canario y déjame dormir a mí.
(Al rato).
-Ya dejó de cantar.
-Para de fregar con el canario. Me despiertas.
(Al rato).
-Hay olor a humo. ¿No sientes olor a humo?
-Qué...
-¿No sientes?
-No... sí... parece...
-Está entrando por la ventana.

martes, noviembre 17, 2015

El misterio de los bosques

El calor era agobiante; Vargas había sido engañado por el pronóstico del tiempo y esperaba una lluvia que lo oscureciera todo. El camino de ripio levantaba polvareda y parecía no terminar nunca, lo que encendía su ansiedad. De la radio del auto hubiese deseado que surgieran las voces de los Beatles jóvenes cantando Can't buy my love, esa vieja melodía pegajosa. Pero a la sombra de los árboles nativos el tema habría lucido ajeno, leve, aplastado por el peso del enigmático sur de Chile, de modo que durante todo el trayecto desde el aeropuerto la radio había estado apagada.
Tras doblar una más de tantas curvas emergió una construcción fantástica que se elevaba en medio del bosque. Parecía una salvaje torre ideada para una película de ficción, con sus muros tapados por las enredaderas y las ventanillas iluminadas que sobresalían como luciérnagas en la noche de la zona austral.
-Creo que hemos llegado -le dijo a su mujer.
Estaba cansado y excitado. Tenía ganas de beber, comer y darse un baño de agua caliente.
-Qué hermoso -apuntó ella.
Solo dos palabras, que traducían su tensión acumulada durante cuarenta años.
Cuando entraron a la habitación, Vargas sintió que el mundo se le venía abajo. No veía aquello que había imaginado, sino algo muy distinto, cerrado, rústico, ordinario. Había telarañas en los rincones y las ventanas de duendes apenas dejaban entrar la luz que perdonaba el bosque.
La fortuna, sin embargo, se puso de su lado en el momento justo: observó que el frigobar convenido no se hallaba en ninguna parte, un detalle sin importancia, pero que le dio pie para exigir un cambio de habitación. Ella, maravillada por el entorno, no decía nada. Vargas intuyó que la única preocupación de su mujer era de que él no estuviese feliz, de modo que solucionado el problema, llevados ambos a una suite en altura con frigobar y vista al bosque, todo anduvo sobre rieles.
Las noticias que llegaban desde Europa le provocaban sentimientos encontrados. Sensaciones de angustia e incredulidad.
Aunque vivía tan lejos y su alma parecía ser tan ajena a esa experiencia, no podía dejar de hacerse la pregunta. ¿Por qué ellos les abrían los brazos a sus propios verdugos?
En el pasado remoto todos los pueblos partieron de cero. Los europeos habían usado las mismas armas y se habían impuesto al mundo por la fuerza, la inteligencia y ese poder de organización que brota de la voluntad de ciertas ideologías. Ahora, con la culpa en sus corazones y la ausencia de un Dios temido que los impulse a proseguir su misión, abrían sus brazos solo para recibir bofetadas de sangre, bombazos que hacían astillas sus almas y sus edificaciones.
Aquella reverencia hacia la debilidad, traducida por la sociedad moderna en humanidad, también la observaba en su país, mas no en los animales, que continuaban cumpliendo su destino, al igual que hace millones de años. Ellos no habían cambiado prácticamente nada. Solo evolucionaban de la manera en que evolucionan los animales; algunas especies desaparecían de la faz de la tierra, incapaces de adaptarse a los mandatos del matar para vivir; otras se mantenían, otras se convertían en plagas. A Vargas le pareció, caminando por el sendero que seguía el correr de las aguas turquesa del río Fuy, que la plaga era el hombre. Había demasiados, sobraban millones; el progreso de la ciencia ahora podía mantener con vida hasta a los desahuciados; los viejos iban llenando los espacios como si fuesen zombies que estiran los brazos a los seres vivos para alimentarse de ellos.
El bosque, el hotel de lujo, el ambiente de aniversario se prestaban para esas insensatas reflexiones antes del baño de vapor, de la copa de espumante en el balcón, mirando los árboles silenciosos y las nubes corredizas del cielo del sur. Reflexiones de ganador.
Al día siguiente un muchacho alegre les ofreció huevos en una cocinería del pueblito de Neltume. Se sentía feliz porque Vargas y su mujer le habían alabado la música que dejaba oír desde su computadora. Era música en inglés, de la que a ellos les gustaba. Temas de John Lennon, de Santana, Eagles. El destino del muchacho alegre era ese lugar. Trabajar para vivir. Mantenerse con tres chauchas, alejado de los centros donde se toman las grandes decisiones. Su sonrisa parecía sincera.
Quizás la solución imposible fuese rebobinar la historia. Detenerse en el nacimiento de Cristo. Hacer como que nunca nació, que nunca fue. No darle prensa. Dejarlo como un profeta más de esa región. Hacer que se peleen entre ellos mientras Roma sigue creciendo, cada vez más pagana y feliz, como se estila que hoy en día sean las personas.
¿Tanto les debemos a los primeros cristianos que pasamos a ser sustancia de esa religión nacida en Medio Oriente? Nos invadieron el alma; hoy rechazamos a quienes se apartan de sus mandamientos, pero al mismo tiempo abrazamos al dios dinero, al dios progreso, al dios de la salud, al dios de la gastronomía, al dios del ejercicio y al dios del consumo. Volvemos al politeísmo. Los bárbaros entran a Europa como los primeros cristianos y se inmolan como si se echaran ellos mismos a los leones. Da la impresión de que el único dios pareciera tener más fuerza que todos los demás juntos, al igual que el dictador ante la democracia. El único dios que ordena obedecer y elige para la foto a los más pobres mientras el hombre sigue haciendo su negocio.
-Mira allá -le dijo de pronto su mujer.
En pleno bosque, al lado de la reserva de los ciervos, una inmensa catedral de madera se levantaba a los pies de un monte tupido de verdor. Era el museo de los volcanes, construcción impropia, desmedida, como los hoteles del resort. El techo de piedra volcánica semejaba una cúpula negra y las puertas de madera nativa parecían abrirse a la verdad eterna.
Quedaba aún el tema del amor. Y la única verdad de Vargas, aparte de sus hijos, su nieta, su trabajo, sus amigos, sus dioses y su tiempo era él mismo. Él y su mujer. El misterio concentrado en las figuras suya y de su esposa. Caminando entre la húmeda sombra de los coigües y las lengas ella le comentó que le era más fácil entender el alma de su hermano que la suya propia. Pensó entonces Vargas a qué misterio podría referirse, su alma de fisgón elucubró sin base alguna en las veces en que ella pudo haberse echado a los pies de algún amante en un arrebato de locura, en las excusas que alguna vez pudo enhebrar para dar rienda suelta a las palpitaciones de su corazón, en si ella habría amado de verdad. Porque en el rescoldo de sus dudas, en el fondo pantanoso de su alma insegura, Vargas siempre pensó que ella no lo amaba de verdad. Antes lo asumía con abatimiento, hoy con la fría serenidad de quien comienza a despedirse de la vida. Y sin embargo allí estaban los dos, caminando de la mano, bebiendo el agua cristalina del torrente, celebrando cuarenta años de matrimonio envueltos en el misterio de los bosques.
De vuelta en el hotel su mujer reparó en la cantidad de espacios para el descanso en los pasillos. Sofás de los más variados estilos se desplegaban a la vista como cartas de naipe, como dados echados para un descanso que nadie tomaba. Las chimeneas encendidas no calentaban los huesos de nadie. Estaban allí no por ostentación, sino como la materialización de un sueño. Alguien había soñado esa grandeza y la había hecho materia. La desmesura está en el ADN de los genios, pensaba Vargas ya de noche, con la petaca de whisky en sus manos, bebiendo a sorbitos bajo las estrellas; son ellos quienes siembran la semilla de la locura en los espíritus dóciles, los mansos corderos que somos todos los demás.

martes, noviembre 10, 2015

Un sueño en un sueño

Hace unos días se me apareció una ex colega en una pesadilla breve, intensa, cuyo final me despertó abruptamente. Es la esposa de otro periodista y siempre la he tenido por una mujer delicada, optimista y amante de su marido. Una mujer buena. Debido a una lamentable distracción de su parte, ella cruzaba la avenida con ademán preocupado y yo fui testigo de ese cruce impertinente desde la micro que me llevaba al centro. Al pasar ante nosotros la micro frenó y ella, en medio de la calzada, indecisa, decidió seguir atravesando, pero se encontró de frente con otra micro. El atropello era inminente, ante lo cual optó por tenderse a lo largo del pavimento, pero entonces pude ver claramente que la micro iba directo a aplastarla con su rueda izquierda, de los pies a la cabeza. Queriendo evitar la colisión caía en algo peor. El sueño se contaminó con el horrible verbo reventar, tan desagradable y violento. Cerré los ojos para no ver la escena y desperté. Estaba en mi cama y los primeros trinos anunciaban el alba.
Dos días después, de nuevo durmiendo, nos encontramos con otro colega en medio de una avenida muy parecida, si no la misma, detrás de un camión detenido que de pronto echó a andar, dejándonos sin protección. Nos costó llegar a la vereda, pues tuvimos que sortear dos microbuses. Con la situación salvada y mientras caminábamos hacia una plaza le narré mi sueño de dos noches atrás y le comenté cuánto se parecía a lo que nos acababa de pasar.
De modo que le contaba un sueño, dentro de un sueño.
Ya despierto, al menos lo relativamente despierto que ando durante el día, traté de imaginar el sentido de esas moles que me rodeaban debido a la torpeza de inmiscuirme en sus dominios; intenté desentrañar la mirada asustadiza, de reojo, de mi colega arrollada. Pero sobre todo analicé sin éxito la razón de recurrir a un sueño para contar otro sueño.
Esta mañana, al bajarme del microbús, decidí atravesar la calle a mitad de cuadra, a sabiendas de que el taco que se forma allí me permite caminar entre los autos detenidos. Esta vez el taco se disolvió en segundos, pero logré llegar a salvo a la otra vereda, a pesar de mi imprudencia. No alcanzó para una revoltura del corazón, pero me recordó ambos sueños, tan demoledores frente a esta pobre anécdota de la realidad.

jueves, noviembre 05, 2015

El carnet

Mi mamá me levantó más temprano que de costumbre y me llevó al registro civil. Fue un día frío y yo me puse el abrigo de solapas cortas, abrochado hasta el penúltimo botón. Debajo, en vez del uniforme, usé un banlón beatle verde oscuro; si lo recuerdo a la perfección es gracias al documento que hoy aparece ante mis ojos mientras me deshago de algunos cachureos.
Hacía frío porque estábamos entrando al invierno. Era el día 3 de junio. Llegamos a la oficina, me parece que en O'Carroll o Gamero, y gracias a sus contactos me atendieron pronto. Mientras estaba sentado en la sala de espera miré un afiche pegado a la pared. Un niño dibujado en colores cruzaba la calle mientras un carabinero hacía parar el tránsito. Todos los personajes del dibujo sonreían. El afiche decía en letras mayúsculas SU MAJESTAD EL NIÑO.
Yo mismo era un niño y sentí que nunca nadie me había tratado así; jamás había reparado en los privilegios especiales sobre los mayores que me correspondían por mi condición de niño. Mi autocalificación había sido siempre la mínima, hay una palabra que la refleja mejor, y es insuficiente. Yo no era suficiente ni física ni mentalmente, no era suficiente ante el mundo, desplegaba colgajos de insuficiencia por todo el cuerpo, visibles a cualquier ojo adulto. Por eso mientras esperaba, mientras los grandes preparaban sus documentos y sus máquinas en la oficina; sentí que no merecía ese trato y me avergoncé del privilegio tácito que me otorgaba la sociedad, de lo que concluí que el mensaje explícito del afiche no era real sino engañoso, y posiblemente lo habían dibujado por otra razón, que bien podía ser la contraria. La sociedad necesitaba exculparse frente al maltrato que le daba al niño, imponer una nueva conducta, reforzar un nuevo mensaje que dijera que el niño era realmente su majestad, a través del expediente de un cartel pegado en las paredes de todas las oficinas públicas. Desde luego, en mi insuficiencia era incapaz de idear un razonamiento como este, de modo que lo fabriqué a través de una sensación de desasosiego, la que sentí tras la observación de ese cuadro.
Ya casi estaban por llamarme, dentro de unos minutos pasaría a tener identidad. Hasta ese momento era tan niño que no necesitaba poseerla. Me bastaban mi segundo nombre de pila y el apellido que pronunciaba todos los días la señorita María Eugenia cuando pasaba lista. Interiormente, sin embargo, ya iba notando un vacío. Si nunca había gozado plenamente la libertad de ser niño, ¿para qué prolongar un estado falso de las cosas? ¿No era hora de intentar un tímido debut como grande? Hoy algunos me tratan de señor, con respeto y a veces hasta con miedo; ignoran el secreto que escondo, pero a esos rostros mansos de amaneceres provincianos también les llegará su hora y elevarán la voz.
Primero me mancharon los dedos, cuyas huellas puse una a una en un libro; luego me sentaron, me pidieron mirar a la máquina, se encendió una luz  y listo. Ya tenía identidad, había pasado a ser el número 175.261. Tenía identidad, pero no tenía carnet. Gran desilusión. No lo entregaban de inmediato. Había que retirarlo como a los diez días. Y eso hice.
Cuando llegué a buscarlo iba preparado, me habían dicho que había que estampar una firma en el carnet, así que durante esos días estuve ensayando una. Debía ser parecida a la de mi padre, que empezaba con una S gigante, seguida del apellido, ilegible, y una cola que lo subrayaba. La mía la hice no igual, para que no se notara, sino con dirección vertical en vez de la cursiva que usaba mi padre. La firma de mi mamá era más bonita, porque su letra era más bonita, fina, redonda y cariñosa, pero eso significaba demasiado simple. La letra de mi papá era de sílabas separadas, bruscas y con recovecos ordenados que delataban un asomo de angustia.
Estampé mi firma en el libro, luego en el carnet y me lo entregaron. Curioso que algo tan sagrado, selecto y custodiado me perteneciera enteramente a partir de ese momento, sin ningún tipo de seguro. Era elegante, de plástico verde, con varias hojas. Caminé hasta la Plaza de los Héroes y me senté en un escaño. Lo abrí y lo primero que vi fue mi foto. Sentí palpitaciones y se me heló la sangre de las venas. ¡Había salido horrible de feo! y encima con un lunar de mentira a un costado del labio superior. La oreja izquierda se me veía aún más grande de lo grande que era y el pelo corto, casi al cero, era como una sombra erizada que me cubría la cabeza y realzaba mis cejas juntas. Mi mamá siempre me recordaba que debía cortármelo "para que no se me calzara la frente". A veces yo mismo me medía la frente ante el espejo y no alcanzaba a los dos dedos. Otras veces ella se untaba el dedo con saliva y trataba de echarme el pelo hacia arriba; en fin, cada 15 días la máquina de la tía Mirita pasaba a mordiscones sobre mi cabeza. En cambio al Vitorio le permitían usar chasquilla porque era frentón. Él se veía bien y yo me veía mal.
Y en esta foto del carnet ni siquiera sonreía. Estaba serio como un preso condenado a muerte, aunque no asustado, más bien aburrido. En resumidas cuentas estaba frito: el tesoro que soñaba con exhibir a mis amigos debería quedar guardado bajo siete llaves.
Esto ha venido a mi memoria a propósito de la ligera revisión de una gaveta, pero sobre todo porque hoy vivo obsesionado con los documentos valiosos que guardo en mi billetera. A cada rato me la palpo en el vestón para ver si todavía existe, a sabiendas de que la pérdida de cualquiera de esas tarjetas de plástico haría de mi futuro inmediato una catástrofe. Mi identidad se ha dispersado en ramificaciones increíbles.

miércoles, septiembre 30, 2015

La vida

Mis pensamientos habían pasado del horror al miedo, del miedo al desaliento y del desaliento a la resignación. Abatido en la celda, echado como un perro viejo en un rincón del altillo, aguardaba las primeras señales del alba con la mente puesta en el Señor, y hasta llegué a desear su pronta visión, mas no fue su luz la que me encegueció, sino  la de un rayo que partió la celda del castillo en dos, conmigo adentro. Desde el cielo se me reabrían las puertas de la vida y una vibración desconocida se apoderó de mis nervios; me hizo bajar las escaleras con la energía de un felino y pisar la hierba mojada que anunciaba el bosque impenetrable como si no hubiese recuerdos y mi ser entero fuese el solo momento del presente.
No era tiempo de analizar la despreciada ofrenda del abrazo divino. Un fenómeno imprevisto y misterioso me ofrecía un poco más de tiempo, mi cuerpo volaba hacia el bosque de la noche y las aves nocturnas ya ensayaban su concierto rutinario de notas disonantes.

miércoles, agosto 12, 2015

Una casa limpia, silenciosa y ordenada

-¿Qué buscas?
-Una casa limpia, silenciosa y ordenada.
-¿Para qué?
-Para instalar mis huesos.
-Y esta que te ofrezco, ¿no te gusta?
-Busco algo... más limpio.
-Eso es obsesión.
-Algo más... clásico.
-¿Sí? ¿Como qué?
-Viejas maderas barnizadas, una chimenea encendida, ausencia absoluta de arañas, una alfombra en el piso, un berger y una lámpara de pie con pedestal de bronce...
-Lo podríamos arreglar.
-... Un ventanal con vista al lago y a las ramas de los árboles que se mecen con el viento.
-¿Algo más?
-Una estantería repleta de libros, un cuaderno y un lápiz, y una botella de whisky.
-Subirá un poco el precio, pero se puede.
-No he hablado de dinero.
-Yo tampoco.
-Entonces, ¿firmamos?
-Espera. ¿Qué ves allá afuera?
-Un ave negra.
-¿Qué hace?
-Bate sus alas contra las nubes bajas que enturbian el ambiente.
-Es tu alma.
(Largo silencio).
-Mi alma... mi alma... ¿conque así sería mi alma? No estoy en desacuerdo por completo con la metáfora.
-Guarda esa imagen para cuando te llegue el momento de rendir cuentas.


miércoles, julio 29, 2015

Vergüenza

Vagos recuerdos alimentan mis días y de ellos unos pocos, muy pocos pero fuertes, precisos, inolvidables, me avergüenzan. Provienen de creaciones que he dejado impresas. Las palabras necias, los gestos ridículos, las actitudes absurdas del pasado se aceptan como hechos de la vida. Si durante el velatorio de un pariente anciano, en una fiesta de familia o en una reunión de amigos alguien devuelve esos hechos al presente, sirven como excusas para reír de buena gana (siempre que los recuerdos se hagan en los jardines de la iglesia, en el caso del velatorio). Pero son evocaciones que no avergüenzan. Lo que avergüenza es el testimonio inscrito en el papel, el testimonio que no acepta dobles interpretaciones. Hablo naturalmente de un tipo de vergüenza; diría una vergüenza terrenal, menuda, de la vergüenza infantil que hiere la inteligencia; esto es, la vanidad. Las grandes vergüenzas no caben en estas líneas. Haría falta un libro entero para intentar esbozarlas, otro para reconocerlas y un tercer volumen para expiarlas. Las grandes vergüenzas hablan de senderos mal escogidos y peor transitados, de traiciones, cobardías, secretos inconfesables, robos de almas, castigos brutales a seres que no lo merecían, imprudencias temerarias, deslealtades, decisiones insensatas y otros pecados atribuibles a la estupidez humana.
De modo que de las vergüenzas de que hablo son de las vergüenzas necias.
¿Cómo pude ser tan tonto?, me pregunto al revisar la obra en cuestión. Recuerdo mis respuestas en las pruebas, a temprana edad. ¿Qué pasó al hundirse la Esmeralda? Todos se mojan. Diga las partes del aparato digestivo. Boca, faringe, estómago, intestino grueso, intestino flaco, recto y ano. Mis padres reían a carcajadas al leerlas en la mesa y solo entonces caía en la cuenta de que algo no cuadraba en mi pensamiento, de que tenía que averiguar el origen de la ridiculez plasmada en el papel, de que no podía volver a caer en trampas como esas. Más crecido, habiendo dejado atrás el peso de la niñez, en plena edad del pavo, dominador del mundo, inventaba historias chistosas en vez de contestar simplemente las preguntas de los controles. Sacaba a relucir, sin asunto alguno, a la mosca tse-tse, de cuya existencia me había enterado hacía poco; la usaba como argumento para hacer dormir a mis compañeros, o como excusa por ignorar la materia, tal vez como método inconsciente de denuncia del aburrimiento soporífero que debíamos soportar, clase tras clase, hora tras hora en las aulas del liceo. Que yo sepa, no obtuve rédito alguno de mis osadías; apenas unas sonrisas de complicidad de los alumnos al abandonar la sala -complicidad engañosa-, cuando yo mismo les mostraba, en clave de reclamo pero también de orgullo, la escuálida nota que merecían mis respuestas.
 ¡Y pensar que al crearlas me sentía poderoso y hasta genial, y me ufanaba de enseñarlas!
Llegó el momento en que me atreví a dibujar la caricatura del profesor en la primera página de una prueba, junto a su nombre y a la asignatura. Un ratón de anteojos fumando pipa. ¡Confesaba yo mismo el delito y lo exponía a su vista! El roedor humano era un perfecto símil de los vestidos de lentejuelas que lucían los escaparates luminosos de la calle Independencia; era imposible que uno y otros pasaran inadvertidos en una ciudad tan escasa de luz como Rancagua, ni siquiera las volutas de humo que salían de la pipa eran capaces de ocultar la canallada juvenil. De modo que acepté la nota 1 de vuelta, avergonzado, herido en mi amor propio y decidido a cortar de raíz con ese vicio creciente. Fue mi última manifestación de estupidez recubierta de rebeldía.
Hoy pienso, sin embargo, que si el profesor hubiese sido yo, no le ponía el uno al alumno. Tal vez no me hubiese reído ante su ocurrencia, o quizás sí. Con el corazón en calma discurro que habría sabido aprovechar la ocasión para indagar en sus motivos y darle una lección que habría retenido durante toda su vida.
¿Qué le hubiese aconsejado? Haga esto siempre; rebélese. O: hágalo siempre, pero con astucia. O: no lo haga nunca más, sea respetuoso de sus mayores, proteja las bases del edificio que lo cobija. O: ¿eso dicen de mí a mis espaldas, que soy un ratón que fuma pipa? Bueno saberlo, vaya noticia que me has dado, tal vez convendría tenerte de mi lado para averiguar otras cosas.
Con mi esposa limpiábamos ayer de revistas viejas el desván; era un sábado de vacaciones de invierno y teníamos el día entero por delante. Nos esperaba un rico almuerzo y por la tarde, una función de teatro, escribo esto último sin cálculo estilístico alguno. De pronto, listo para ser echado a la basura, surgió ante mis ojos una "obra de arte" creada a mis 18 años. Un material encuadernado en tamaño carta, con una tapa de cartulina, que contenía dibujos, fotos, poemas y un cuento. Todo en él se notaba apresurado -las fotos con pelusas del negativo, los dibujos sin haber pasado por el cedazo del criterio, el calco de la máquina de escribir gastado- porque la idea se me había ocurrido a principios de diciembre. El destino era ser regalado en Navidad a mi mujer, quien era entonces mi polola. Todo a la rápida, todo entero digno de vergüenza, de ser en efecto echado a la basura. Y sin embargo, a centímetros del tacho, surgió de sus hojas la vibración de una súplica. La obra, que había vivido agazapada, hacía su último esfuerzo de defensa antes de perecer tragada por el tiempo; brotaban del polvo de sus páginas el cariño, la delicadeza, el amor puro, la ansiedad de amar, los sueños de grandeza que entonces nacían de mi alma. Se me vino un torbellino de imágenes a la cabeza, mis años de juventud, mi candor, los deseos que entonces tenía de hacer el bien, los rechazos y hasta la indiferencia que puede que aquello despertara en las personas que amaba.
El cuadernillo se llamaba "Horas de soledad" y estaba dedicado "a mi amorcito". Leí en la presentación: "Sergio Mardones, uno de los valores jóvenes de la literatura, actualmente está en periodo de receso, pero según los críticos, produciendo sus mejores obras".
La vergüenza y la piedad me dominaron. Sentí un violento repudio hacia mí mismo, nacido de la constatación de mi mediocridad, al tiempo que un sabor azucarado en la garganta, producto del amor que me han despertado siempre los perdedores.
Antes de que mi mujer descubriera la obra la deslicé otra vez, con discreción, hacia el desván. Perdonaba mi falla y acogía mis vergüenzas, que habrán de seguir vivas hasta mi último día, hablándome desde la hibernación.

domingo, julio 19, 2015

Compases al amanecer

La cándida avaricia me gobierna; aún conservo la energía animal con la que le hago frente y ambas comparten las horas del día junto a su rival sublime, la eterna búsqueda de la belleza y de la fama.
¿Por qué deseo tanto escribir bien y ser reconocido? ¿Qué me apasiona en demasía de las letras nacidas de mi pluma? Es la idea absurda de crear lo nunca visto, pero me doy cuenta -con realismo- que son ríos y ríos de tinta los que fluyen, y solo hablo de mi idioma, qué digo, de lo que en mi pueblo se está escribiendo a esta hora de la noche.
Desearía ahora mismo idear una novela sobre un artista anónimo que por un golpe de fortuna es invitado a participar de un encuentro de viejos escritores en un gran hotel del sur de Chile. Habría amaneceres lluviosos, caminatas matutinas por los bosques, revuelo de truchas contra la corriente, café a media mañana, lectura, observación y un momento largo de trabajo ante la página en blanco, que mostraría sus frutos al atardecer. Vestidos de terno y corbata, cada uno de los escritores leería lo producido en el día, los dramas más fantásticos, frente a la chimenea y siempre teniendo a la vista la licorera provista de bourbon, ginebra, vodka, pernod, gaseosas, más hielo a la orden. Dejando de lado la vanidad (en la medida de lo posible) se analizarían de cada obra los aciertos y desaciertos de su prosa, el brillo de las imágenes, las ideas flotantes, el objetivo del relato, la trascendencia de lo escrito. Durante la cena se abrirían acaloradas discusiones en torno a los más diversos problemas técnicos de los trabajos expuestos, como la incoherencia del intachable detective homosexual que desentraña un crimen cometido por su amado y calla, o la batalla descrita por un general desde su tienda de campaña; nadie se robaría la palabra y a cada uno se le coparía su dosis de necesidad de afecto. Los mozos circularían con bandejas de plata, ofreciendo costillas de cordero, estofado de res, pato al coñac, truchas y salmones de río, setas y vinos de cepas vigorosas. La conversación derivaría hacia el tema de las grandes emociones, los grandes amores y los grandes hombres de la historia. De todo el comedor emanaría una atmósfera de bienestar, amplificada con la visión de los copos de nieve que la ventisca haría chocar contra los ventanales de la sala ardiente. Antes de finalizar la jornada, luego de los postres, los quesos y el café de grano brasileño, los viejos escritores se refugiarían al calor del fuego con su nuevo amigo el artista anónimo en una sala rodeada de pesadas cortinas, donde los esperarían una caja de habanos Partagás y la bienamada licorera. Sentados en mullidos sillones, animados, imbuidos en una sensación de grandeza y amor a la humanidad, decidirían publicar un libro de lujo, con tapa de cuero y páginas cosidas con hilo, en el que cada autor elegiría libremente su mejor obra escrita en esos días. Habría dinero de sobra para la edición, una poderosa empresa del mercado ya se habría comprometido con los fondos; los críticos se sobarían las manos esperando la primicia y el país se paralizaría ante el anuncio del lanzamiento del libro de oro, libro que ya dan por hecho que haría vibrar a los jóvenes y cambiar el rumbo de sus planes a los intelectuales influyentes.
En este punto de la trama la novela da un vuelco. A la mañana siguiente, la mañana del regreso, sintiendo en carne propia la resaca de la última noche y el exceso de emociones, el artista anónimo comienza a sudar de angustia, porque capta que ha comenzado a descender desde la cima de la felicidad. Todo lo que viene ha de recubrirse de un velo mediocre, el mismo que empañaba su vida hasta antes del encuentro. Nada podrá compararse ni remotamente a la euforia experimentada por su alma en esa reunión de hermanos evadidos de la realidad. Aumenta su angustia al reparar tardíamente, durante el traslado al aeropuerto, en que la última noche se habló demasiado de cosas que en ese momento no le quedaron claras. Su compañero de asiento en el transfer le confidencia entonces en voz baja, con argumentaciones canallescas, que dentro de los viejos escritores había un torturador del régimen que no vivía ni avergonzado ni escondido. Todos lo sabían; las jornadas literarias no habían sido más que un remolino de belleza en cuyo centro giraba el néctar podrido de la complicidad. Recuerda el artista anónimo que esa noche el torturador había leído un cuento escrito en primera persona, donde el protagonista era una mujer que veía pasar las horas encerrada en un calabozo al que la condujeron vendada, argumento que no pudo evitar unas vagas reacciones de molestia en el ambiente. Algunos creadores le enrostraron que su cuento era una suerte de terapia, una manera desfachatada de sacarse de encima el peso que llevaba en  la conciencia. Con toda frialdad, él les replicó que en la misma mesa donde se había hablado de valores sublimes se hallaban sentados un conspirador, un saboteador y un farsante, y que los argumentos de sus relatos versaban sobre los pensamientos que fluyen por la mente de un general la víspera de una batalla crucial para él y su nación, sobre una pareja de químicos que quiebra su tormentosa relación mientras visitan Londres y sobre las vacaciones de un niño de campo en la capital, en ese mismo orden. Fue con esa frase que la reunión finalizó. Las luces de la sala se apagaron y cada uno se retiró a su habitación.
Ahora, a la mañana siguiente, una mañana fría y brumosa, todo aquello hería la epidermis del artista anónimo al subir al avión que lo llevaría de regreso a Santiago junto a los demás invitados. Recién lo entendía todo. El placer jamás se adquiere a precio de ganga; el ser debe someterse necesariamente a la verdad.
Las necesidades están satisfechas, pero el tiempo va gestando otras nuevas. Al ritmo de estos compases al amanecer me sorprendo en un estado bueno y delirante; debo detenerme. He de darles más libertad a mis amores. Debo confiar en ellos, entregarme a sus desdichas y a sus saltos al vacío. Tal vez yo mismo debiese dar más saltos al vacío, bien me haría sentir el vértigo de lo impredecible. Reír con ganas.  

martes, julio 07, 2015

El asesino oculto

Se sabía que dentro de aquellos túneles en ruinas se alojaba un asesino; pero mi sobrino era inocente, no lograba comprender ni el alcance ni el entramado de sus decisiones. Cuando bajó a los túneles le advertí que saliera de inmediato y lo hizo, pero en un momento mío de descuido volvió a entrar. Y ya no salió más. Luego un torrente de hombres emergió de los túneles y a todos los acorralé contra la gran pared de tierra que daba la entrada al laberinto. Estaba armado y no había duda alguna de que entre ellos se hallaba el asesino por partida doble.
Llamamos a la policía y tardó no poco en llegar. Había que trasladar al asesino a la ciudad, pero el vehículo policial era antiguo, de modo que varios civiles debimos sumarnos a la misión. A mi mujer con mi hija, que disponían de un station, les tocó llevar a dos sospechosos, pero en el último minuto decidí camuflarme en el maletero, sin que estos lo supieran. Las hice callar cuando me vieron entrar al auto y echarme sobre la esponja, cubierto con una frazada.
Se inició un largo viaje; entre nuestros sospechosos podía ir el asesino, también podía ser que no fuese ninguno de los dos. Como no había constancia y estábamos ante algo que solo le cabía determinar posteriormente a la justicia, nos resignamos a dejarlos viajar en libertad en el asiento trasero, no esposados. Mi misión era impedir que escaparan o que les hicieran daño a mis seres queridos.
Al atardecer entramos a la provincia y fuimos bien recibidos. Antes de pasar a tomar la once sonó el teléfono. Me pidieron que contestara y lo hice, imitando la voz de la dueña de casa, una señora entrada en años, de aspecto venerable. Del otro lado de la línea cuchicheaban. ¿Llamaba el asesino? Al principio lo pensé, porque hacían demasiadas preguntas; después olvidé mi papel y empecé a hablar con voz grave, de hombre.
Oscurecía. La turbia atmósfera provinciana se iba volviendo más y más tensa, por el efecto del chal de la señora, el olor de la estufa a parafina, el piso encerado, las moscas en las cortinas.
Por la noche llegamos finalmente a nuestra casa, donde los encargados trabajaban en diversas reparaciones y ampliaciones ordenadas por la constructora, sin costo para nosotros. Una pieza de metal brillante instalada para recubrir la chimenea se estaba fundiendo ante nuestros ojos, pero los entendidos insistían en que era a prueba de fuego. Luego recordé que ya habíamos vendido la propiedad, de modo que los beneficiados con las ampliaciones serían sus nuevos dueños, quienes se encontraban en salones interiores, diría yo sin atreverse a despedir a sus viejos y gastados ocupantes para plantarse como amos del lugar. Después de todo no era una gran casa. Era una casa inquietante de población; no se llevaba una buena vida allí.
Comencé a examinar seriamente la posibilidad de que el asesino oculto no fuese otro que yo mismo, por ciertos detalles, ciertos elementos que bordeaban mi memoria.