Visitas de la última semana a la página

miércoles, septiembre 27, 2023

Las hojas y el viento

Una hoja de pobre entendimiento se mecía con la brisa matutina. Por la tarde el viento cambió de dirección y apuntó directo a su hogar, el árbol que las iba formando a ella y sus hermanas.
Las aves, veleidosas, volaron a otras ramas; bajaron al prado a cazar gusanos, anidaron en copas más seguras en la profundidad del bosque.
La hoja y sus hermanas soportaban con angustia las inclemencias de la naturaleza, ignorando si lograrían sortear esa dificultad.
Se hallaban, como se dice, a merced del viento.
Así vivieron tres días y tres noches, privadas del conocimiento.
Y los cielos lloraron
Cuánta alegría se apoza entre las plantas del cementerio

lunes, septiembre 11, 2023

Mis recuerdos del 11 de septiembre de 1973

Mi amigo Jaime Cortés Ramírez era un militante de la juventud socialista que andaba viendo graves crisis políticas y confabulaciones por todas partes. Tenía cierta influencia en la dirigencia estudiantil de la Escuela Normal José Abelardo Núñez y yo creo que debido a una suerte de admiración que le despertaba mi persona, o algo en mi persona, decidió apadrinarme ante sus compañeros, aunque nunca me ofreció firmar los registros del partido, como si estuviese esperando el tiempo de mi madurez para hacerlo.  
Como alumnos de la escuela, que formaba profesores primarios, inventábamos exposiciones de pintura, conciertos, diseños de fotonovelas. A veces nos reuníamos por las noches en la casa de otro normalista al que bautizamos el Mayoneso Chico, por su parecido con el senador Carlos Altamirano. Mientras preparábamos las actividades culturales su mamá aparecía con una fuente de tallarines; el Mayoneso Chico sacaba una botella de whisky escondida en algún mueble y la noche se teñía de irresponsable felicidad. Su casa estaba cerca de la escuela, que al mismo tiempo me acogía en uno de sus pabellones dispuestos para los estudiantes de provincia. Corría el año 1973. Era yo entonces lo que se podría denominar un simpatizante, no hasta el grado de ciega obediencia a las órdenes de partido, pero sí bastante comprometido con la causa de la Unidad Popular del gobierno de Allende. Tenía 20 años cumplidos. 
Como cualquier ser humano de la época, vivía intranquilo ante el ambiente generalizado de odio, el desabastecimiento, los frecuentes paros de todo tipo de empresas y organizaciones, las tomas de fundos e industrias, los continuos desfiles multitudinarios, la ausencia de orden que reinaban en el país. Había que ser ingenuo o fanático para pensar que las cosas marchaban sobre ruedas. En el ambiente se adivinaba el movimiento subterráneo de la nueva placa que intentaba montarse sobre la existente, la que se resistía con fuerza a quedar debajo de la historia. Ese choque de placas anunciaba la proximidad de un cataclismo.
Mi amigo Jaime me regaló en junio de ese año una gira al sur viajando en el coche dormitorio del tren de la Empresa de Ferrocarriles del Estado. Dos pasajes gratuitos a nombre del partido en compartimiento cerrado, un lujo inalcanzable para mis bolsillos de estudiante, boletos que el inspector marcó en su momento con un aire de indiferencia. Acompañaba yo al dirigente Mauricio de la Parra con el fin de promocionar un festival nacional de teatro estudiantil que se realizaría en La Serena durante la segunda semana de septiembre. En ese viaje el que promocionaba era De la Parra. De hecho en años posteriores fundó los Temporales de Teatro de Puerto Montt, hoy convertido en un evento de carácter internacional. Mi papel en la gira se redujo a permanecer en silencio en las testeras, haciéndome el interesante. No saqué nada en provecho, no entablé relación con ningún estudiante; poseía en ese tiempo una desfigurada percepción de mí mismo. Rehuía a la gente, me creía importante, me sentía superior, pero en el fondo esos eran síntomas de soledad, baja autoestima, desorientación, lo puedo admitir ahora, cincuenta años después. El caso era que, parodiando la canción de John Lennon, solo tenía fe en mí mismo y en Patricia, mi polola, la que llegaría ser mi mujer.
De modo que esa gira al sur transcurrió entre salas de clases de colegios abarrotadas de alumnos que ansiaban escucharnos, dormitorios de internados, paseos por playas solitarias de arenas grises, cargadas de oscuros nubarrones,
La noche del 6 de junio comíamos en una taberna de Valdivia, frente a la pantalla del televisor que transmitía la final de la Copa Libertadores. Acabada la cena, un plato de ajiaco para cada uno, humeante, reponedor, sentimos ganas de fumar. Mauricio, que contaría unos diez años más que yo, se caracterizaba por ser una persona ejecutiva y optimista. Su cojera de nacimiento no le restaba fuerza alguna a su carácter simpático y extravertido. Se acercó a tres obreros que consumían en la mesa contigua y les pidió un cigarrillo. Sin negarse, uno de los hombres sacó de mala gana su cajetilla y nos ofreció uno a cada uno. La escasez de cigarrillos hacía que un paquete de Monza valiera su peso en oro, de modo que cuando en pleno alargue del partido que finalmente perdió Colo Colo Mauricio se levantó cojeando para pedir dos puchos más, estos nos fueron convidados poco menos que bajo amenaza de muerte si teníamos el descaro de pedir por tercera vez.
El 9 de septiembre nos juntamos con Jaime y partimos a la estación Mapocho a tomar el tren a La Serena, donde ambos formaríamos parte del jurado del mencionado festival de teatro. En el andén me iba comentando con su acostumbrado tremendismo el discurso pronunciado ese mismo día en el estadio Chile por Carlos Altamirano. "La cosa está seria, compadre", me aseguró al momento de subirnos al tren, pero yo no le hice mucho caso, emocionado como estaba de viajar a La Serena y abandonar Santiago por unos días. Viajamos toda la noche en el convoy de trocha angosta y por la mañana amanecimos en esa ciudad colonial tan ordenada, adornada su avenida de estatuas y donde se respira la brisa marina bajo cielos nublados por la mañana y soleados por la tarde. Una ciudad primaveral, semidesértica, donde se dan muy bien las papayas, donde casi nunca llueve. Allí estábamos, Jaime y yo, rumbo al festival de teatro estudiantil.
Nos alojaron en una escuela técnica, un magnífico e imponente edificio de diseño colonial, como todas las construcciones importantes de la ciudad privilegiada por el presidente González Videla, oriundo de la región. En el lugar nos juntamos con los grupos participantes, venidos de distintos puntos del país. El ambiente de fiesta era contagioso, se notaba que los estudiantes secundarios no hallaban la hora de pisar las tablas. Esa misma noche se abrió el festival; previamente los miembros del jurado nos reunimos para fijar las pautas de evaluación y escuchar las instrucciones que nos daba la actriz Norma Lomboy, quien se notaba que era la única que sabía de teatro. El festival debutó la noche del lunes con una obra vibrante, de la que no recuerdo absolutamente nada. Nos retiramos a la pieza con Jaime hablando cabezas de pescado sobre las actuaciones, el argumento, la escenografía, el sentido y la profundidad de la pieza teatral. Nos llamó la atención la presencia de un joven profesor santiaguino que se integró en ese momento al jurado, de apellido Gianelli, quien había viajado acompañado de su pareja. A diferencia de nosotros, parecían tener una buena situación. De hecho eran los únicos que estaban alojando en un hotel. Al parecer se trataba de un dirigente del magisterio y formaba parte del Partido Comunista. En el breve trato que mantuvimos con él doy fe de que era una persona carismática, propensa al diálogo, de refinados modales, conversación chispeante, una persona más cercana a lo que se entiende por un pequeñoburgués que a un militante comunista de cuota mensual y carnet. Vestía de terno claro y corbata y lucía un bigotillo que le venía muy bien a su barbilla cuadrada y a su apellido italiano.
El martes por la mañana Jaime me despertó con su típica alharaca; según él los tanques estaban frente a La Moneda y Allende había sido derrocado. Las dudas iniciales trocaron en incredulidad. Los primeros reportes de las radios intervenidas por los militares confirmaron los rumores. Media hora más tarde estaba claro que los dados habían sido echados y el destino de Chile comenzaba a teñirse de sangre.
En el patio, los jóvenes jugaban a las naciones o al pillarse; gastaban sus energías ante la mirada despreocupada de sus profesores, ignorantes unos y otros del drama que se tejía fuera de las paredes del colegio. Cuando le contamos la noticia a uno de los maestros se echó a reír. No estaba en sus planes algo así. De nuestros labios había oído un chiste divertido, no una broma macabra.
A las dos de la tarde el establecimiento parecía un cementerio de zombies. Los profesores recogieron a los muchachos en diferentes salas y comenzaron a planificar el regreso a sus ciudades en la medida de lo posible, nunca ese mismo día, ya que se estaba ad portas del comienzo del toque de queda.
Fui testigo entonces de dos hechos diametralmente opuestos, que solo se explican por la locura del momento. El primero ocurrió alrededor de las nueve de la noche. Por alguna razón Gianelli nos acompañaba en ese momento, no así su pareja, seguramente bien protegida en su pieza del hotel. Estábamos reunidos con Jaime y algún otro miembro del jurado en nuestra pieza del tercer piso, que daba a la calle, cuando al mirar por la ventana vimos llegar un camión cargado de soldados al mando de un oficial de alto rango. El coronel o general dio una breve orden y varios uniformados con sus fusiles al hombro coparon los árboles ubicados en la vereda a lo largo de toda la cuadra, camuflados entre las ramas. El grueso del pelotón entró detrás de él al colegio. Venían a saber de qué se trataba esa montonera de cabros afuerinos que ocupaba el liceo. Con toda tranquilidad, Gianelli impartió órdenes precisas. Esconder todo tipo de libros. Rasurarse la barba a la rápida. No perder la calma. Hacernos pasar por profesores. Nadie creería que éramos miembros del jurado de un concurso de teatro. La comitiva recorrió todas las piezas, pero tal vez, cansada de comprobar en cada sala la ingenuidad de los alumnos artistas y de sus cándidos profesores, por una especie de milagro se saltaron nuestra habitación. Al cabo de unos 45 minutos se retiraron, sin llevarse preso a nadie.
Vino entonces el cuchicheo y con él, la catarsis. Los maestros y maestras dejaron durmiendo a sus alumnos y bajaron a la sala de profesores. Alguien sacó unas botellas, otro hizo surgir música bailable de no se sabe dónde y de pronto se armaron las parejas. A media luz, ahuyentando el miedo y la angustia, en el marco del golpe de estado y la muerte de Allende nacían romances de una noche, frases de alegría, tallas, el baile del trencito, promesas de amor. Recuerdo que miraba la absurda escena desde mi rincón. La palabra inconsecuencia me danzaba en el cerebro así como danzaban los cuerpos presentes en la sala; Jaime se daba el lujo de gastar bromas entre los abrazos y los besos. Más que los chistes en los velorios, esto se parecía al ambiente que adornaba los cuentos de Boccaccio. Celebrar el triunfo de eros ante la amenaza de la muerte.
Pasado el momento de jolgorio nos recogimos a nuestras habitaciones. Cautivado por uno de esos datos que se transmiten boca a boca, Jaime sintonizó en la onda corta de su aparato a transistores la radio Moscú. Nuestras mentes afiebradas comenzaron a llenarse de ilusiones con las noticias que anunciaban el desplazamiento a Santiago de grandes regimientos leales a Salvador Allende, desde el norte grande, desde Concepción. Poco tardaríamos en comprender que no había que hacerles mucho caso a los rumores.
Comienza ahora la última parte de mis recuerdos del 11: la de mis estupideces.
La primera fue no haber llamado a la casa de mis padres. La noche del 12 vi que Jaime pudo conseguirse el teléfono del colegio y hablar con su mamá. En esos tiempos, como se sabe, una llamada telefónica de larga distancia era cosa seria. Había que tener plata para hacerla; cada minuto valía una fortuna. Pero Jaime pudo hacerla y con eso tranquilizó a su mamá. A mí no se me pasó por la cabeza que mis padres estuvieran preocupados de mi suerte. Ignoraba que ese mismo día habían viajado a Santiago para saber de mí, con todo el riesgo que implicaba un traslado entre dos ciudades, y con un toque de queda antes de que cayera el sol. Mi mente consideraba, simplemente: estoy bien, no veo el peligro por ninguna parte, la ciudad de La Serena está tranquila, la gente iza la bandera en sus casas, el comercio ha vuelto a poner a la venta mercaderías que hace dos días se hallaban agotadas.
La mayor estupidez la cometí al regreso. Volvimos a Santiago el 13 de septiembre en el mismo tren que nos llevó. Apenas nos bajamos en la estación y pisamos las calles descubrí un ambiente muy diferente al que habíamos dejado. Con Jaime nos despedimos con un abrazo; él partió a su casa y yo a la Escuela Normal. Pensaba retirar algunas de mis pertenencias, luego visitar a Patricia y finalmente viajar a la casa de mis padres, en Rancagua. A bordo de la liebre que me llevaba a la escuela vi a dos hombres boca abajo en una vereda. Dos soldados les pisaban las espaldas y les presionaban el cuello con sus bayonetas. Los transeúntes evadían la escena, pasaban de largo, hacían un rodeo, atravesaban la calle. Llegué a la escuela y la encontré cerrada. Me sucedía siempre, pero en las noches, cuando regresaba de pololear con Patricia en su casa, en el extremo oriente de Santiago. Subía la enorme reja, caminaba unos cincuenta metros por los patios arbolados y entraba al dormitorio, donde mis compañeros dormían o bromeaban con la luz apagada. Entonces hice lo mismo: escalé la reja, entré a la escuela y me dirigí a mi pabellón. Lo que vi fue brutal: todos los lockers abiertos, con las ropas, cuadernos, lápices, libros, bolsones, máquinas de afeitar, banderines, zapatos esparcidos por el suelo. Miles de artículos que no dejaban ver la madera del piso. Sillas rotas, vidrios quebrados. A gatas busqué lo que era mío y algo encontré. Algunos libros y lápices de colores para dibujar. Con eso en mi poder me fui. Escalé la reja y salí a la calle. 
No había caminado cincuenta metros cuando varios compañeros de internado surgieron de una esquina y fueron a recibirme y a recriminar mi temeraria, imprudente y, vuelvo a decirlo, estúpida osadía. Acaban de ser liberados del estadio Chile, donde estaban detenidos desde el miso día 11 junto a otros miles de chilenos, entre ellos Víctor Jara. El Ejército se había tomado la escuela y en ese momento permanecía en el interior una guardia armada de uniformados que la custodiaba. El solo hecho de ingresar equivalía al suicidio. Eso no lo vieron mis ojos. Yo perfectamente pude haber muerto ese día y nadie habría dicho nada. Ni siquiera hubiese sido un mártir.
Cuando llegué a casa de Patricia me informó que mis papás estaban desesperados. Habían llegado a verla para saber noticias mías y ella no tenía qué decirles, de modo que me quedé solo un momento y viajé a mi ciudad.
Al tocar el timbre mi mamá me vio y salió llorando. Me besaba y me abrazaba. Después, algo más tranquila, pero aún llorando, me comentó:
-Con los días empecé a olvidar el sonido de tu voz, empecé a olvidar tu cara. Era lo que más me dolía...      
Vinieron los días posteriores. Mi nombre no apareció entre los aceptados para volver a clases. En otras palabras, estaba en la lista negra. ¿Quién me había delatado y bajo qué cargos? No tenía la menor importancia; no había nada que hacer.
Sepultado para siempre el idealismo de mis pretensiones espirituales comenzó entonces la segunda larga etapa de mi vida.
Años después, recibido ya de periodista y ejerciendo la profesión, me topé a boca de jarro en la calle San Martín con mi ex compañero Gumercindo Soto, uno de los izquierdistas más recalcitrantes y efusivos en las asambleas, a quien apodábamos Barnabás, por el parecido con el personaje de "Sombras tenebrosas", la serie más popular de la época. Vestía uniforme de carabinero. Mi ingenuidad me hizo pensar que, tal como yo, había cambiado de rumbo o de vocación después del 11. Lo saludé; me reconoció de inmediato, ¡qué alegría verte, Mardones!, nos dimos un abrazo y recordamos los viejos tiempos de la escuela normal.
¿Desde cuándo eres carabinero?
"Desde siempre, Mardones. Yo estaba infiltrado, fue la misión que me encomendaron y la cumplí a carta cabal durante toda la carrera. ¿Y qué has sabido de Jaime Cortés, del guatón Nakuzi, de la Marcela Monsalve? Dales saludos de mi parte, si te los encuentras por ahí". 

lunes, agosto 28, 2023

Se está revolviendo el naipe

De pronto me ha dado la impresión que en el mundo se está revolviendo el naipe y que al cabo de un par de años, dos, tres, cinco años, emergerá algo nuevo. 
Contrasta esta sensación con la falta de perspectiva que caracteriza mi modo de ver la vida. Siempre pienso que las cosas son así, han sido así y seguirán así. La realidad me lo desmiente una y otra vez y sigo pensando lo mismo.
Mi actual "descubrimiento" obedece a un raciocinio bastante simple: si mi cuerpo se transforma día a día, lo mismo debe acontecerle al cuerpo de la humanidad, al cuerpo de la Tierra y por qué no, al cuerpo del Universo.
Es un razonamiento infantil, que no da para ponerse ni optimista ni pesimista. 

viernes, agosto 25, 2023

Influencias / Coincidencias

Influencias.
He buscado en Internet y hay mucha información acerca de la influencia que ejerció E.T.A. Hoffmann en la obra de Edgar Allan Poe, pero no hallo nada sobre el hipotético influjo del cuento "El mayorazgo" en "La caída de la Casa Usher". O yo ando en otro mundo o nadie se ha dado cuenta o es un asunto sin importancia académica. Del modo que sea, me bastan cuatro detalles presentes en ambos cuentos para postular lo anterior: el lóbrego paisaje que da la entrada al castillo, el nombre de su dueño, Roderich; la hipersensibilidad de Seraphine, esposa del barón; la sensación de que de un momento a otro se derrumbará el edificio. El cuento de Poe es de 1839. Hoffmann había muerto en 1822. Poe tiene que haber leído "El mayorazgo" y cada uno de estos detalles lo habrá sobrecogido, lo habrá hecho pensar, habrá servido de inspiración para su obra, "La caída de la Casa Usher", aún más romántica, tétrica, que la de Hoffmann. Me lo imagino meditando en su invención, con los ojos mirando hacia un rincón indefinido, embriagado ante las enormes posibilidades que el relato del prusiano le ofrecía a su morboso espíritu poético. Frente a la hoja de papel lo veo luego dibujando filigranas barrocas en torno a la muerte. 
Coincidencias.
Leo dos libros al mismo tiempo, muy diferente el uno del otro. "Nocturnos", de Hoffmann. "La máquina de follar", de Bukowski. Se me entrecruzan en la mente y despiertan mis propios fantasmas. 
Están separados por casi dos siglos, pero en el fondo coinciden en la presencia de un objeto de ribetes malévolos que se mete en la cabeza del protagonista y le cambia la vida. De modo parecido, ambos me alteran el momento.
Cuánto poder tiene el arte, cuán débil es el temple para digerirlo.

miércoles, agosto 23, 2023

Somos tú y yo, pero no vamos juntos

Somos tú y yo, pero no vamos juntos. Yo subo las escalas que acceden al gran parque, sigo a la persona equivocada; tú te quedas. Vuelvo, pero ya no estás.
La metrópoli tiende a rechazarnos con  su indiferencia, no nos llena el gusto, nos es desconocida.
No podemos separarnos, debemos seguir unidos. Solo así no te perderás, y yo te hallaré. 

domingo, agosto 20, 2023

La bella molinera

Un joven de campo, un soñador que se deja llevar por las aguas del arroyo en busca de su amada, la bella molinera. 
Un largo poema, simple y profundo; el joven se enamora; ella, tan rubia y recluida en la comarca, le abre un espacio en sus afectos; luego lo deja por un cazador. La luna observa desde el cielo, el sol ilumina el firmamento. 
Esos poemas ya no se escriben, el progreso del hombre dejó dentro del corazón, atrapados, los sentimientos más ardientes que gobiernan el espíritu. Tal vez dicha creación poética ni siquiera merezca llamarse una obra de arte; de hecho, si sus versos se recuerdan se debe más a la música genial que los contiene.
¿Y qué hago yo ahí en el teatro, a un lado dos hombres que bostezan y al otro un padre con su hijo?
Venid aquí, olas ondulantes; acunad con vuestros cantos al muchacho que duerme...
Pienso en el amor, en esa música y en esa letra que me hace brotar lágrimas, en el color verde, amado y odiado por el triste campesino, en la tumba abierta bajo el agua cristalina del arroyo, en los días que aún me restan en la tierra.

viernes, agosto 11, 2023

La lectura

La lectura es una fuente de inspiración, pero sobre todo un ejercicio de humildad.

domingo, agosto 06, 2023

El secreto de su vida

¿Y cuál es el gran secreto de su vida, el secreto que lo enorgullece, al tiempo que lo lastima hasta el punto de tenerlo confinado en el anonimato?
Es muy sencillo. Los hago míos y ellos no parecen darse cuenta. Hago mías a las personas que amo y admiro; las despierto ante sí mismas.
Creo sospechar lo que quiere decir con eso, pero no estoy tan seguro..
Oh, tal vez algún día sabrán al lado de quién estuvieron. Lamentablemente será tarde para mí.
Si fuera así como dice, no se engañe con lo que para usted es sinónimo de humildad, pues lo que veo en su alma es el aire de la resignación. Le aconsejo no dejarse llevar por el velado resentimiento; tampoco abandonarse tan fácilmente a las sombras. Por lo demás, aquel secreto del cual es portador no se diferencia tanto de lo que siente el grueso de la gente, de aquellos que van a pie por la calle soñando con un futuro mejor. Haría bien en desprenderse al menos de una capa de vanidad; así conocería las perspectivas que le ofrece el cielo. 

lunes, julio 31, 2023

Un paseo bajo el mar

Imagino entrando de noche a un mar sereno y gris, sin oleaje, sumido en una estela transparente, bajo la sombra de un día nublado, un mar de luz en blanco y negro. Imagino que me interno en la profundidad del agua quieta para mirar lo que reposa en la arena. 

Es natural andar bajo el agua sin tener que respirar; se aprovecha el momento para observar mejor las cosas. Imagino la aventura y me invade una sensación de serenidad.

En los bordes bajo el mar se empiezan a ver los primeros perros muertos, entre piedras blanquecinas, recostados, tapados en parte por la arena. Es natural que durante una exploración se suela dar con estos restos. Los perros no hieden, no hay olores en el agua.

Imagino que me acompaña alguien mayor, pero no logro determinar su edad, la forma de su rostro, su género. Estamos juntos en esto. Va detrás de mí, o sobre mí; está conmigo y con los restos de los perros.

Imagino, ya bien adentro del océano sin olas, luminoso como día nublado, sin sombras, a otros perros pagando sus pecados, esperando su hora, animales flacuchentos, desgreñados, cada cuatro o cinco metros en la arena, de pie, firmes como estatuas con las cabezas gachas, murmurando el murmullo de la muerte. Cada uno vive su tragedia en la soledad de lo profundo, apuntados desde arriba por una luminosidad en blanco y negro y la ausencia de bullicio.

Imagino que se acercan dos conejos furiosos del tamaño de los perros, más grandes que los perros y me ladran en dos patas, mostrándome sus enormes dientes de conejo. Ha llegado la hora de oponerles resistencia.   

jueves, julio 20, 2023

Parábola del tuerto y el ciego

En resumidas cuentas, para escribir hay que decir algo. Y para decir algo hay que sentir algo o pensar en algo; a veces basta recordar, los recuerdos sacan del paso cuando el estilo se pone cuesta arriba. Dicen que la creación no solo se nutre de recuerdos, sino que no es otra cosa que recuerdos. 
Un ciego y un tuerto viajaban en bote a su destino; el ciego remaba y el tuerto lo iba guiando con el ojo bueno.
De modo que todos sentimos, todos pensamos y todos recordamos.
Hasta aquí vamos bien le dijo el tuerto al ciego; el ciego siguió remando.
Pero hay cosas de las que ya no se puede hablar. Ya no se puede hablar de Dios, de Jesús ni del incienso en los altares, el daño que hicieron fue tremendo. Qué decir de Su Excelencia. Cristo ochentero, heroicos cardenales, aspiración de trascendencia, proporción helena, transfiguración, elegancia en el vestir, bigote recio, huecos asomándose a la boca de Sábados Gigantes. Todo fue a dar a la bodega hasta el reestreno. 
Los recuerdos dan para lo que sea; nunca aposté mis bolitas de piedra, esto no es una biografía por encargo. 
En cuanto al sentimiento, no es lo mismo decir me duele la espalda, a cualquiera le puede doler la espalda de atrás, menos decir está lloviendo a chuzos, con todo el nervio interno que transmite la lluvia al atardecer. No se ha inventado un termómetro que mida el sentimiento, menos se va a inventar uno que acredite su autenticidad.
Vendría quedando el pensamiento. Pero el pensamiento es un ratón que vive escapándose de la culebra que habita en la cabeza, no tiene tiempo para darse gustos.
Como diez minutos antes de llegar a su destino al ciego se le soltó un remo y le reventó el ojo bueno al tuerto. Hasta aquí no más llegamos dijo el tuerto y el ciego se bajó. 

miércoles, julio 19, 2023

Leves fallas no tan leves

Al momento de aceptar el galardón les comenté: allá en el sur estas noticias llegan como ondas impalpables, como luces de libélulas; allá en el sur el centro es el sur. Luego reparé en que el centro siempre estará donde me halle.
Me quedó dando vueltas la palabra libélula y hube de recurrir el diccionario para confirmar su... pertinencia... eso es, pertinencia.
Son esos los momentos en que me lo juego todo y estas leves fallas, o no tan leves, como confundir libélula con luciérnaga, marcan el nivel de la situación en que me encuentro y el peligro de los agradecimientos.

lunes, julio 17, 2023

Solo ante la acechanza de las máquinas

Todo se resume en que me fui quedando solo, y no es por lloriquear que lo digo. 
Solo ante la acechanza de las máquinas, el ulular del viento, las murmuraciones del aparato digestivo. Esas sensaciones no se las doy a nadie. De la tragedia un buen corazón se compadece; las pequeñas miserias despiertan sonrisas de ironía.
Antes, cuando no era tronco, cuando era una simple rama, la vida se hacía pasable a la sombra de las hojas; mamaba como laucha soñolienta.
Una vez que hube esparcido la semilla asumí la misión caballeresca de velar las armas.
Esto de vivir la soledad pasa de largo el aperitivo de las siete y va a dar a la voz anticipada de un silbido.   

viernes, julio 14, 2023

Dos comegatos caminando bajo la lluvia

Los dos comegatos caminaban por la calle lluviosa. Uno de los dos disimulaba mal la suela rajada de su zapato que le hacía entrar agua a los calcetines. 
Se ha cumplido el vaticinio de los dioses, le decía al otro comegatos, que andaba distraído, pensando en la pasada fiesta de la primavera, cuando no se atrevió a sacar a bailar a la hermana del Hugo Cholito. Con los años que llevaba ahora a cuestas, sin embargo, reparó en que la hermana del Hugo Cholito no tenía demasiados atributos, salvo unas piernas fuertes, engalanadas con medias y portaligas. Más que eso no ofrecía. No era buena para hablar, él tampoco, de modo que el romance no habría prosperado. No tenía por dónde. El comegatos distraído estaba sufriendo un ataque de digresión.
Se ha cumplido el vaticinio de los dioses. 
Y qué me importan tus ideas, parecía responderle con su silencio, su ensimismamiento.
Ahora tendrás que valértelas por ti mismo.
El comegatos de la fiesta de la primavera no comprendía el razonamiento de su compañero de desdichas, aunque ya se le habían metido sus palabras a la cabeza. De qué estará hablando el comegatos, debe ser uno de sus arranques nocturnos, se nota a la legua que le estarían haciendo falta las botas de lluvia. 

martes, julio 11, 2023

Sentado a la entrada del infierno

Allí estaba, sentado a la entrada del infierno. No parecía haber llegado aún el momento, de modo que continué esperando, empapado de ese vago malestar con que la tierra rocía de vez en cuando a sus moradores, más a unos que a otros. 
La entrada al infierno no iba a dar ni a puertas ni a ventanas, no había un abismo insondable bajo mis pies ni sobre mi cabeza flameaban ángeles satíricos. A decir verdad, el infierno duele menos que su antesala. La antesala se hallaba entre la punta de mis zapatillas y la estantería de libros que dominaban mis ojos; también en la discusión con mi hija, que me seguía resonando en la mente y me impedía concentrarme en la lectura. También en el inminente recálculo de mi pensión y en el chiflido del termo, que ya privaba dos días de agua caliente a la cabaña.
Dirán ustedes: eso no es infierno ni antesala ni nada parecido, son simplemente preocupaciones menores, que ya se las quisiera medio mundo. Pero doy fe de que el estado que me embarga se parece a la entrada del infierno, si es que no lo es. Las grandes tragedias remecen, desesperan; la antesala del infierno intranquiliza, advierte con las noticias que nos va dando, pequeñas noticias. Cada noticia es un leño más a la fogata y toma tiempo desprenderse de ellas.  
La antesala del infierno tiene forma semicircular y de sus cuevas emergen y se esconden setecientas trece cabezas azuladas de serpientes. No conviene husmear demasiado, a montones que lo han hecho se los han llevado.

lunes, julio 03, 2023

El hombre, su amante y el mentor

La composición de la primera escena es la siguiente: un hombre entrado en años y una mujer joven, ambos de pie, abrazados; ella lo mira desde su menor altura, con infinito cariño; él corresponde a su mirada y todo pareciera ir de maravillas, hasta que el varón se cuestiona si ese amor acaso no lo devuelve a problemas que, sin resolverse, ya se habían olvidado. El suyo es un caso de amor y de culpa. 
La segunda escena se desarrolla en la calle. La joven pasa frente a él con sus amigas, y no lo ve. El hombre corre a la librería donde hallará la respuesta a su duda abstracta. A esa altura ya está claro que ha sido superado por los conocimientos de su amante.
En la tercera escena el hombre se halla en la casa del mentor de su amante. Sentados en el sofá, el profesor, de una edad con el hombre, musita en sus oídos la trama de una historia que a él le cuesta entender. Le resulta difícil seguir el hilo de la intrincada ocurrencia. Hay un problema evidente de lenguaje y desequilibrio intelectual entre ambos. Intenta responderle y algo le sale, no ha quedado tan mal, ¡Ay, si ella estuviera allí, si lo pudiese sacar del apuro!
En la escena final el profesor se levanta a alimentar la chimenea, una insensatez. Echa al fuego dos, tres maderos que elevan la temperatura de la sala, ya sofocante. Es una chimenea enrejada por brazos de lata, ubicada al centro del estar de una casa antigua, una casa con escasa luz natural. El profesor viste calzoncillos largos de color blanco.

viernes, junio 30, 2023

Imagen de un tubo de aluminio

De un tubo gris de aluminio opaco va saliendo una aureola de humo que se despliega en forma de tirabuzón. Esa imagen tiene que significar forzosamente algo para mí, es mi deber sentirla en lo más profundo; es mi deber desentrañarla.
 

jueves, junio 29, 2023

Idea deschavetada para ir mejorando la cosa

Al próximo Presidente de la República, cuyo domicilio político es probable que se aloje en el extremo opuesto del que dirige hoy el país desde La Moneda, le sugiero que no haga lo que hacen todos los presidentes cuando asumen el cargo. Ya verá que el tiempo le dará la razón y que Chile saldrá ganando.
Los presidentes llegan rodeados, prácticamente estrangulados, por las asociaciones políticas que levantaron su candidatura. Contra lo que puedan pensar algunos ingenuos que aún quedan volando bajo, entre los que me contaba, los adherentes "del partido" no piensan en derrotar la pobreza, luchar contra la desigualdad, erradicar los campamentos, levantar la educación, mejorar la salud pública; en síntesis, no está en sus mentes el progreso del país cuando su líder asume el poder. Piensan solo en ellos mismos, en cobrar los famosos "favores políticos". Meses antes de la elección ya se han repartido los miles de cargos públicos que estarán a disposición de su voraz apetito por el dinero. La gente común y corriente, el vulgo, la mayoría silenciosa piensa que esto debe ser así y lo asume como mal menor. Cuando el nuevo gobierno ya ha entrado en funciones, los menos comprometidos y los simpatizantes de pacotilla que aún no han obtenido granjería alguna continúan deambulando por salas sombrías con olor a encerado, tratando de agarrar los últimos puestitos que van quedando o los que están a punto de crearse. Quienes fracasan en el intento suelen retirarse a sus hogares con un gusto amargo, la cabeza echando humo, vociferando contra los "apitutados de siempre".
A Su Excelencia que habrá de venir: hágame caso y mantenga a esos apitutados de siempre, a esos "cargos de confianza", cuando asuma el poder. Deje seguir trabajando a esos pelafustanes en ministerios, subsecretarías, reparticiones públicas de todo orden, con sus sueldos millonarios. No los reemplace por su propia gente, salvo que sus puestos no se justifiquen o de justificarse, que resulten no ser aptos para el cargo, abusen de las licencias médicas o incurran en actos de sabotaje. Resista la feroz presión de sus propias huestes, peor que la que ejercen las aguas abisales, que aplastará sus hombros. Aunque al principio la opinión pública crea ver gato encerrado, con el tiempo se lo agradecerá, pues comprobará que estos pelafustanes idealistas se habrán transformado en sus más fieles colaboradores. Y si sus propias autoridades le exigen acompañarse de un nutrido grupo de "asesores de confianza" para desempeñar sus altas responsabilidaes, deséchelas por ineptas, porque querrá decir que el trabajo se lo harán otros.
Esta sugerencia no es insólita. El mejor ejemplo de que sí es practicable y da buenos frutos se halla en la empresa privada. Cualquier empresario sabe que la mayoría sus empleados no adhiere a su filosofía política, si es que alguna vez la ha demostrado. Por decirlo de un modo sencillo, un empresario de derecha tiene su industria llena de trabajadores de izquierda (lo contrario es altamente improbable). A la salida del trabajo, en los cafés, en los bares, estos funcionarios se llegan a poner colorados como tomate pelando a sus jefes y patrones. Al otro día son los empleados más diligentes, rinden como escoba nueva; las ideologías quedan para el atardecer. Solo basta que les llegue el cheque a fin de mes.

miércoles, junio 28, 2023

Chejov

Bailabais minutos eternos alrededor del sofá, frente a la lámpara de velador, a una altura o una profundidad ignorada, y no os revelabais; un ansioso sufrimiento apoderábase de mi corazón, bailabais entre sílabas que iban y venían, burlándoos de lo más preciado que poseo. Se os fueron sumando más nombres que por fortuna se iban manifestando a tiempo. Carver. Raymond Carver aparecía diáfano; el escritor de vuestros últimos tres días. Y vos seguíais escondido y al alcance de la mano, bastaba mover un dedo, pero eso era claudicar; vos el que importaba, te afanabais por echarme a perder la noche. Dostoievski, Tolstoi, Pushkin, Eisenin, Nicolás Gogol. ¿Dónde os hallabais vos, autor del Tío Vania, del Jardín de los cerezos? Escondido en una pieza, como el niño de Amor. 
Perrot, Chinot, Peshnot... 
Claudiqué al fin, lo que nunca hago. Me declaré derrotado, duros tiempos parecen venir.
Anton Chejov.

lunes, junio 26, 2023

Turbulencias

Las turbulencias derivan de un fluido en el que la presión y la velocidad fluctúan irregularmente, formando remolinos. 
La vida de quien escribe ha transitado por una nube de turbulencias. Los pasajeros sosegados se remecen en los asientos; un pánico soterrado asoma en sus almas. A los momentos tranquilos del pasajero que escribe los asalta una turbulencia que transforma esa realidad en el destino de las turbulencias, que no es otro que agitar el pensamiento.
Si quien escribe las tomara como lo que son, fenómenos objetivos nacidos de la nada, la vida se haría más llevadera. Pero tomando cuerpo en segundos, las turbulencias se adueñan de una parte de la mente y montan una escenografía de ansiedad; tal vez fueron creadas por los dioses para señalar los días soleados que habrán de venir.
Anoche quien escribe entró en una turbulencia, se le desprendió el cachito de una muela, nada verdaderamente serio, como suele ocurrir con las turbulencias, salvo con aquellas que desembocan en un desastre, de allí la desazón, el miedo anticipado. Por la tarde tuvo otra, la de perder los bienes que posee si los confiara a otras manos. Luego se le asomó la turbulencia del estado del tiempo en Santiago y el posible corte de agua. Viajar del sur lluvioso a una ciudad con sequía y aterrizar en pleno temporal, con corte de agua a la vista. El mundo al revés. Turbulencia.
Ahora mismo el avión que lo lleva a su destino acaba de ser zarandeado por turbulencias. Quien escribe agacha la cabeza, cierra los ojos, piensa en la hija que dejó en la cabaña, su bella, intensa y buena hija; piensa en la mujer que estará a la salida del metro y con la cual espera, quien escribe, caminar bajo un paraguas a su casa, una casa como tantas, sin sentimientos, ausente de turbulencias.
Y si quien escribe ha logrado describir esta experiencia es que esas turbulencias quedaron atrás y el mundo se le abre a otras por padecer.  

miércoles, junio 14, 2023

Luminanda Valenzuela Donoso, de los Donoso de Talca

La abuelita Lumi murió como a los 104 años, eso se decía entre mis primos y era cosa de verla andar por la calle, las pocas veces que salía a tomar el sol. Era como si se le apareciera a la gente un manojito de arrugas del siglo pasado; o sea, del Siglo Diecinueve para los tiempos de esta historia. Pero era una viejita muy bien conservada. A lo más aparentaría unos 99 años. La tratábamos poco, y eso que vivía a no más de seis cuadras de nuestra casa, no sé si en una residencial o sola, pero sí estoy casi seguro que en una casa de fachada continua, de esas del radio céntrico de Rancagua, tal vez en calle Gamero, San Martín, O'Carroll, entre Bueras y San Martín. 
En contadas ocasiones nos visitaba, de seguro en fiestas familiares. Aparecía encorvada, casi en ángulo recto, con su traje de tweed de dos piezas en cuadritos celestes y blancos, y se sentaba a tomar una taza de té. A quienes la escuchaban les repetía, cuando el tema se encaminaba hacia el bosque donde se hallaba el árbol genealógico de su familia, que ella era Valenzuela Donoso, "de los Donoso de Talca". Como su oído iba acorde con su edad, en medio de la conversación mi papá le preguntaba a media voz hasta cuándo iba a seguir gastando oxígeno, insólita broma picaresca para su carácter tan dado a la gravedad y a las explosiones de furia. La abuelita Lumi se acercaba a mi mamá. ¿Qué dice este niño, Fanicita? y mi mamá sorteaba la situación con su acostumbrada diplomacia. Esa broma dio para amenizar innumerables veladas familiares y fue heredada por Maravilla Gamboa, o sea el Jorge, nuestro primo. Está gastando oxígeno, abuelita. ¿Qué dices, Jorgito? Hasta cuándo va a gastar oxígeno, abuelita...
En esos años, principios de los sesenta, ya era viuda de Dionisio Mardones, veterano del 79. Mi papá solía hermanar a la anécdota del oxígeno otra en que el abuelo Dionisio era el protagonista. Él y la abuelita Lumi habían ido a visitarnos a la casa de la población Rubio. En lo mejor del encuentro el abuelo Dionisio se aferró a los barrotes de la ventana del dormitorio y lanzó gritos estremecedores hacia la calle: "¡Me tienen secuestrado! ¡Carabineros, me tienen secuestrado!". En esos años no se hablaba de la demencia senil ni del alzheimer. Los ancianos simplemente estaban cucú y el hecho se tomaba con cariño, sin drama.
Extraño recuerdo aquel de la ventana, porque haciendo memoria, mi casa no tenía barrotes en las ventanas. Pero de que se imaginó encerrado, presumiblemente en un calabozo del enemigo, se lo imaginó y lo gritó, lo denunció a los cuatro vientos.
En estricto rigor, como se comprenderá, la abuelita Lumi, o Luminanda Valenzuela Donoso, de los Donoso de Talca, era mi bisabuela.
Cuando murió la enterraron en Codegua. Miento. Esa fue la tía Juana, viejita solterona que también anduvo rozando los cien años, no sé, a lo mejor murió a los setenta.
Viajamos a su funeral en un Ford Fairlane 500, un auto grandote que manejaba el Rigo. Su papá, el tío Isidoro, lo trabajaba como taxi y el Rigo, que con suerte tendría 16 años, también lo taxeaba con documentos arreglados. En esa época un taxista ganaba tanta o más plata que un carnicero, oficios envidiados por profesores o empleados bancarios que vivían de un sueldito. El Rigo conducía rajado por el camino de ripio hacia el cementerio de Codegua, parece que íbamos atrasados. De copiloto lo acompañaba el tío Hermes, un tío del campo que usaba chupalla y un bigote fino al estilo de Leo Marini y del que se decía que una tarde se volvió loco y se subió a cantar a un árbol, algo parecido al personaje de Amarcord, pero no igual, porque después el tío Hermes se recuperó; atrás viajábamos achoclonados con el Vitorio y algunos más, lo digo porque me cabe la certeza de que el auto iba lleno. 
De pronto el Rigo se pasó un cruce y el tío Hermes le señaló con su cariñoso tono campesino: "por ahí es, Riguito...". El Rigo frenó en seco, el auto se ronceó y hasta ahí no más me acuerdo. No es que haya habido un accidente; es que hasta ahí llegan mis recuerdos.