Germán
Arellano pasó por siete carreras y no se recibió en ninguna. Luis Alberto
Roldán es periodista y profesor de Castellano. Óscar Aedo es “de las dos
maneras”. El origen de este giro, de las dos maneras, que se hizo popular en el
diario Las Últimas Noticias, está en el pedido angustiado que surgía desde el
escritorio de algún reportero, a la hora de cierre, al telefonear a la
corrección de pruebas:
-¡Óscar,
rápido plis!: ¿lúdico o lúdicro?
-De
las dos maneras.
-¿Hendija
o rendija?
-De
las dos maneras.
-¿Batacazo
o batatazo?
-De las dos maneras.
No es
que Aedo se las sacara con sus ambiguas respuestas. Lo que pasa es que las
mismas palabras se escriben, muchas veces, así: de las dos maneras.
El
encabezado de esta crónica, que acaban de leer, fue escrito tal vez hace veinte
años, sino más, para una publicación interna de la empresa El Mercurio. En ese
tiempo mi estilo era más desenfadado. Es algo que me cuesta evitar. Aquella vez
me soplaron la molestia de Aedo por la supuesta doble intención de la frase, su
queja entre dientes, pero como no me la explicitó la tomé como un hecho de la
causa. Pensaba entonces que el privilegio de una crónica lo tenía el lector y
que los personajes de las notas debían someterse a una cuota de sacrificio en
pro de la verdad máxima, la que subyace bajo la superficie de las apariencias.
Hoy se respiran aires diferentes, no necesariamente más puros. Los guardianes y
guardianas de la corrección social andan al acecho de las plumas. Mejor será
volver a lo que nos interesa; es más entretenido y menos arriesgado.
Aunque
parezca paradójico, los correctores de pruebas –hablo de Aedo, Arellano, Roldán
y tantos otros- no son como las palabras. Son de una sola manera: hombres
educados, correctos, algo tímidos, diplomáticos. Esa sola manera, para resumir,
cabría en una palabra: queribles.
Ellos
mismos se denominan “los chicos de la trastienda”. Por alguna razón, que cuesta
entender, siempre han trabajado en el fondo, olvidados a medias, en un espacio
destinado a última hora para ellos. Se parecen a esas enciclopedias empolvadas
que desde su rincón del estante y por su solo desuso parecen gritar a los
cuatro vientos nuestra ignorancia.
Nuestros
chicos de la trastienda se lo toman con Nescafé -con una gota de malicia en las
noches de invierno- y se ríen de su destino.
Los
correctores tienen fama de hombres cultos, la verdad sea dicha, no siempre bien
ganada. También, de frustrados profesionales caídos al embudo de esa sección
desde las más diversas carreras o especialidades. No es raro encontrar
correctores abogados, arquitectos, lingüistas, poetas, profesores...
Aedo
menciona un hecho ocurrido hace muchos años en El Mercurio. Un joven
recomendado había llegado a la gerencia. Venía saliendo de las humanidades. El
diálogo fue este:
-Y
usted, joven, ¿qué sabe hacer?
-Vengo
saliendo del liceo, señor.
-¿Habrá
hecho algún curso?
-Hice
un curso de árbitro.
-Pero
algo sabrá.
-No
mucho. Era bueno en historia y castellano.
-Excelente.
A la Corrección de Pruebas.
Cuando
durante las noches de turno bajaba a la Corrección de Pruebas para compartir un café con Germán Arellano, él no
parecía alegrarse en demasía ante mi presencia, ya que generalmente aprovechaba
su hora de colación para ver alguna película por Youtube, pero con los minutos
empezaba a entusiasmarse.
-¿Me
convida azuquítar, don Germán?
-Sírvase,
está en su casa.
-¿Me
deja acompañarlo un ratito?
-Cómo
no.
Entre otras, contaba
entonces la historia de una prestigiosa editorial que refaccionó su edificio y lo inauguró con
gran pompa. Al día siguiente todo el mundo se sentó a trabajar, hasta que
alguien se dio cuenta de que los correctores seguían de pie.
“El
jefe nos llamó para callado, nos pidió disculpas y nos mandó por mientras a la
cocina. Allí trabajábamos, con el agravante que de vez en cuando, entre página
y página, algún empleado escaso de tiempo nos encargaba revolverle la olla”.
Germán
rememoraba otra sala, donde trabajó para la imprenta Horizonte: “Caminábamos
hasta el fondo de un pasillo oscuro, levantábamos una especie de puerta en el
piso de tabla y bajábamos por una escalera. Cada cierto tiempo subíamos la
escala, abríamos la puerta, sacábamos la mano y entregábamos la página
corregida al auxiliar”. Parece el colmo, pero no lo es. El colmo era este otro:
“Al colega Lucho Varela le tocó trabajar en un diario sureño en el que por el
lado de la mesa cruzaba una acequia”.
El
corrector de pruebas es como el arquero de fútbol. Está para atajar goles y no
todos los días entrega su valla invicta. Si este prólogo versara únicamente
sobre los goles no atajados llenaríamos páginas y páginas de chascarros y el conjunto se leería en
clave sarcástica, burlesca. En mi defensa afirmaré que mi desenfado esconde una
dosis de ternura y cariño. En tal sentido, este es un tributo a los correctores
de pruebas. A aquéllos que saben más que nosotros.
Aunque
sean excéntricos.
Refería Germán la
historia del Loco Zamorano, un corrector de El Mercurio cuya tendencia a la
paranoia fue creciendo hasta llegar a límites dramáticos. Vivía pensando que
los demás se mofaban de él, lo maldecían o lo perjudicaban, tanto así que a la
postre sus temores se transformaron en una profecía autocumplida. “Me contaron
que usted anda diciendo que a mí me gustan los hombres”, le espetó un día a
Germán, quien lo mandó a la punta del cerro. A cada colega le salía con algo
parecido, de lo que se desprende que el panorama en la sección iba adquiriendo
ribetes de una tensión insoportable, al menos en la nerviosa cabeza del
desatinado corrector de pruebas.
“Una
tarde el Loco Zamorano llegó a su turno, respiró hondo, sacó una pistola y la
puso sobre el escritorio. ¡Huevéenme
ahora!, amenazó. Todos nos quedamos de una pieza y mientras algunos lo
trataban de calmar otros fueron a llamar al jefe, quien con toda delicadeza se
lo llevó a la oficina. Superada la crisis lo puso de patitas en la calle”.
Un
viejo corrector de El Mercurio que encanecía a velocidades alarmantes tuvo la
mala ocurrencia de pintarse el pelo con betún de zapatos. Según Germán, “en
verano, cuando el calor arreciaba, el betún se licuaba y las gotas negras le
resbalaban por el cuello. Quedó bautizado como El comisario Nugget”.
Otro
personaje destacable era Carlitos Equis Equis. Su desmedida sed de figuración
lo hizo crear en su imaginación todo tipo de historias en los más renombrados
escenarios o en compañía de bellas y famosos. Por extrañas casualidades,
siempre era protagonista de hechos fantásticos y al mismo tiempo creíbles, de
los que en principio todos sus colegas daban fe. Hoy sus historias forman parte
de la mitología de los chicos de la trastienda.
Contaba
Carlitos que un día se dirigía a Mendoza cuando en la aduana se encontró con
Lucho Gatica, quien volvía a Chile de una gira. Según Carlitos, Lucho Gatica lo
reconoció de inmediato y le dijo: “Vengo de ver a Aníbal Troilo. Se está
muriendo; preguntó por usted”. Carlitos llegó en Mendoza la casa del eximio
bandoneonista, conductor de una gran orquesta de tango y compositor argentino y
tocó el timbre. Una anciana le susurró que el director no podía recibir a
nadie, pues se hallaba en la agonía. Él le dio su nombre. La mujer entró,
volvió enseguida y lo hizo pasar. Aníbal Troilo se incorporó a duras penas en
su lecho de muerte. Exclamó: “¡Carlitos...!”, y expiró.
En la
corrección de pruebas de Las Últimas Noticias se atesoraba una verdadera
colección con sus historias. Un día esperaba la micro para ir a la oficina de LUN en Lo Curro cuando
pasó un convertible rojo último modelo. La conductora, una rubia de minifalda,
se ofreció a llevarlo. Carlitos subió al vehículo y ambos enfilaron a toda
velocidad, dejando atrás a cuanto auto se les puso por delante. Él le comentó
lo buena conductora que era y la chica agradeció. Un par de piropos después ya
eran amigos. A la altura de Pedro de Valdivia puso su mano izquierda entre los
muslos de la joven, quien súbitamente estacionó.
-Carlos
-le explicó-, nada sacas con eso, porque... soy lesbiana.
Sus
colegas le preguntaron qué pasó entonces. Carlitos guardó silencio unos
segundos y remató:
-Yo la
hice mujer.
En otra
oportunidad dijo que se ofreció a ir a dejar en auto a sus padres al pueblo
donde vivían. Había llovido mucho. De pronto advirtió con horror que el camino
se acababa y que el puente se lo había llevado el riachuelo, convertido a esas
alturas en furioso caudal. Ante la emergencia decidió pisar a fondo el
acelerador al tiempo que advertía a sus progenitores: “¡Afírmense bien!”.
Aseguraba que saltó el río y cayó justo al otro lado del camino.
Acompañaba
a su compadre, que era camionero, en uno de sus viajes a Arica, cuando de
vuelta a Santiago, a la altura de Chañaral, poco más al norte, divisaron un
motorista volcado a la orilla del camino.
-¡Mire,
compadre, un accidente! Paremos-. El camión se detuvo y ambos corrieron a
socorrer al motociclista, quien yacía herido en la tierra, al lado de una roca
y de su averiada moto. Afortunadamente el hombre tenía puesto el casco.
-¿Está
bien? -le preguntaron.
-Sí, no
fue nada. Choqué contra esta roca y perdí el conocimiento un momento, pero ya
estoy bien. ¿Me pueden llevar a Santiago?
-Cómo no.
Subieron
la moto al camión. El motorista compartió el asiento delantero con los dos
amigos, sin sacarse el casco. En una bencinera se bajaron a comer algo. El
motorista se retiró por primera vez el casco y entonces Carlitos y su compadre
vieron cómo el cráneo se le abría en dos, dejando al descubierto la masa
encefálica. Ambos huyeron, despavoridos. De la completa veracidad de estas
historias -más bien de la completa autenticidad de los dichos de Carlitos- dan
fe Germán y el profesor Roldán Peña.
Volviendo
a los gazapos, Aedo
recuerda, risotadas mediante, un editorial de La Nación que la opinión pública
aguardaba con ansias. Se titulaba “Nuestra culpa” y daba cuenta de un gravísimo
asunto que el país no había sabido enfrentar como un todo. El editorialista
culminaba con una frase para el bronce: ¿Quién tiene la culpa? ¿Nadie tiene la
culpa? ¡Todos tenemos la culpa! A los correctores se les pasó el error, multiplicado
por tres, y la sentencia quedó así: “¿Quién tiene la cupla? ¿Nadie tiene la clupa?
¡Todos tenemos la culapa!”
Todos
tuvieron la culpa, incluidos los gazapos, los conejitos del taller.
Doquiera que se
hallase, la corrección
de pruebas era en sí misma un antro de personajes. Róbinson Equis (de nuevo la
equis, qué se le va a hacer) y su esposa salían del brazo a trabajar todas las
tardes; él, vestido con un abrigo de cuello de terciopelo; ella, de cartera,
taco alto y maquillada. Róbinson la pasaba a dejar a la Plaza de Armas y luego
encaminaba sus pasos al diario El Mercurio, en Compañía y Morandé. Era un
corrector que desempeñaba su oficio casi en completo silencio. Abandonaba el
diario de madrugada, recogía a su mujer en la plaza o la esperaba mientras ella
atendía a su último cliente, y ambos volvían al hogar, siempre del brazo.
Recordaba
también Germán el caso de don Pepe, otro corrector, y sus poemas. “En los
comistrajos de la sección, todos con el plato ante sus ojos, don Pepe se ponía
de pie en medio de la cena y comenzaba a recitar una poesía como de mil
doscientos versos. Con su voz retumbante declamaba acerca de un río de sangre
derramado al océano por los temibles piratas de los mares del sur, y sus colegas
comenzaban a impacientarse.
... A la voz de “¡barco viene!”
es de ver cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar
que yo soy el rey del mar...
-Don Pepe...
... En las presas
yo divido lo cogido por igual
sólo quiero por riqueza
la belleza sin rival...
-Ya pos don Pepe...
... Que es mi barco mi tesoro
Sentenciado estoy a muerte...
-Se está enfriando la comida, don Pepe...
-Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena...
-¡Cállate viejo chuchetumadre!
El
principal enemigo del corrector es la errata. Una página puede ser leída cien
veces; cinco pares de ojos pueden haberle dado el visto bueno y aun así la
errata aparecerá en la página una vez publicada, brillando como un diamante. El
finado Raúl Salinas, cultor del tango y el bolero, juraba que a principios de
1971 el balance del Banco de Chile fue publicado en El Mercurio con el absurdo
título de “Balance del Banco de Leche”. A seis columnas.
Al bucear
en la red sobre el tema del gazapo las anécdotas surgen por montones. En su libro Curiosités bibliographiques (pág. 272), Ludovic Lalanne
aporta que la primera errata de la historia del libro impreso corresponde al
Psalmorum Codex, de 1457, editado por Johann Fust. En el colofón aparece
escrito “Spalmorum Codex”.
La primera fe de erratas conocida está
contenida en una edición de las Sátiras, de Juvenal, poeta romano que vivió
entre los siglos I y II de nuestra era. El libro fue impreso por Gabriel Pierre
en Venecia en 1478, con notas de Giorgio Merula. Las erratas detectadas ocupan
nada menos que dos páginas. En estas primeras ediciones eran abundantes, como
es el caso del dominico Fray García que mandó imprimir, en 1578, una lista con
las erratas cometidas en la impresión de Summa Theologica de Santo Tomás. La lista ocupó 111
páginas.
Están además las erratas del autor. En su drama
“Julio César”, Acto III, Escena 3, Shakespeare escribe que Bruto pide a Casio que se
retire y menciona que el “reloj ha sonado tres veces”. Esta línea, que
indica las tres de la mañana, es un elemento anacrónico, ya que los relojes
mecánicos con campanas no existían en la Antigua Roma. Los defensores del Bardo
de Avon argumentan que probablemente incluyó al reloj para dar a los
conspiradores un sentido de urgencia o para añadir humor.
En “La Debacle”, Émile Zola escribe:
“Más lejos había un capitán con el brazo izquierdo arrancado, el costado
derecho perforado hasta el muslo, echado sobre el vientre y que se arrastraba
sobre los codos”. En estricto rigor debió escribir que se arrastraba sobre el
codo que le quedaba.
El crítico literario y académico cubano
José Prats Sariol cuenta que el poeta y editor español Manuel Altolaguirre publicó un
cuaderno de Emilio Ballagas donde uno de sus versos decía: “Siento un fuego
atroz que me devora”. Al imprimirse, el verso quedó así: “Siento un fuego atrás
que me devora”. El escándalo en la sociedad habanera de la época obligó al
poeta a echar al mar los ejemplares del libro. El poeta Rafael Alberti habría
agregado a dicha anécdota que el autor de los versos era homosexual.
Hay más erratas históricas, como esta de
Max Aub, en “Crímenes
ejemplares”. Donde dice: “La maté porque era mía” debió decir: “La
maté porque no era mía”. Se cuenta que el nombre de la editorial “Fondo de
Cultura Económica” fue inscrito así por error. Sus creadores llegaron al
registro de patentes con la decisión de bautizar la editorial como “Fondo de
Cultura Ecuménica”. Cuando al otro día descubrieron la errata no les quedó otra
que mantener la denominación. La novela “Mister Witt en el
Cantón”, del español Ramón J. Sender, publicada por Espasa Calpe en 1936, ganó
ese año el premio nacional de narrativa. Sin embargo ha pasado a la historia
por un gazapo que se desliza entre sus páginas. En vez de decir “God save the
Queen” se puede leer “God shave the Queen”. Nunca se aclaró si la reina quería
que Dios la afeitara con navaja o con Gillette.
El investigador cubano Jorge Domingo
Cuadriello recoge esta anécdota desopilante. “La Gaceta de Cuba publicó
en 1964 el cuento ‘A las 3:20 p.m.’, del novel narrador Sergio Chaple.
Ocurrió que en el proceso de impresión el nombre del autor desapareció. Al
tratar de enmendarse la ausencia, en una sección que tenía el diario El
Mundo se precisó que el texto había sido escrito por Sergio Chávez.
Leonel López Nussa quiso identificar correctamente el nombre y desde las
páginas de la revista Revolución aclaró que el nombre era en
realidad Sergio Chaplin. Espantado ante tantos desaciertos, Sergio Chaple pidió
entonces que lo dejasen en el anonimato”.
El escritor español Fernando Parra
Nogueras recuerda que Neruda se lamentaba de que en su “Crepusculario”
apareciera el verso “besos, leche y pan”, cuando él había escrito “besos, lecho
y pan”. Sus lamentos crecieron cuando detectó que las traducciones al inglés
hablaban de “kisses, milk and bread”.
En “Arroz y
tartana” su autor, Blasco Ibáñez, se encontró con que su personaje, doña
Manuela, se había levantado “con el coño fruncido”, en vez del ceño fruncido,
que habría sido más decente.
Carlos
Scavino recoge esta joyita en el diario uruguayo El País. La nota policial debía decir: “Ayer fue extraído del río, por medio de un gancho, el
cadáver del joven que días pasados tuvo la desgracia de ahogarse bañándose”. En
cambio los duendes del taller la redujeron a: “Ayer
fue extraído del río, por medio de un rancho, el cadáver del joven que días
pasados tuvo la gracia de ahogarse casándose”. Y esta otra debía decir: “Al
ultimátum de Inglaterra ha respondido el emperador de Marruecos con una
afirmativa”. Pero salió: “Al último atún de Inglaterra ha respondido el
emperador de Marruecos con una afirmativa”.
El periódico El Nacional de México hizo referencia a una
actitud sentimental de ciertos franceses, aunque cambió la palabra franceses
por galos, que se convirtieron en gatos en su edición internacional. De este
modo pudo leerse que “un 45% de los gatos que atentaban contra su vida, lo
hacían por celos o decepciones amorosas”.
Aunque parezca ilógico, las erratas a
veces favorecen al texto. En un poema, el verso “más adentro de tu frente” se
transformó en “mar adentro
de tu frente”. Y “de nívea leche y espumosa” la errata lo dejó en “de tibia leche y espumosa”. Lo saca
a colación Alfonso Reyes en su artículo “Escritores e impresores”.
Scavino agrega estas felices
erratas: Un verso de Alfonso Sastre que dice: “Tú eres la primera que se
marcha”, fue sustituido por: “Tú eres la primavera que se marcha”, que daba, de
manera más sutil, la idea de abandono. En sus “Versos Humanos”, un homenaje a
Alberti, Gerardo Diego escribió: “Noche disuelta en jazmines / iluminada de
escamas/ que pulsa en todas las ramas/ música de los confines”. En lugar de
ramas debía decir gamas. El poeta aceptó el cambio porque el verso era más
simple y efectivo.
Alessio Friederich se
desempeñó en varios diarios nacionales como corrector de pruebas. Tiene ciertas
dotes de galán, es un caballero a carta cabal y siempre luce una sonrisa a flor
de labios. Así al menos lo recuerdo, por lo que cuando me contó la siguiente
historia me extrañó su reacción tan airada. Sucedió que una mañana llegó hasta
su mesa de trabajo el editor del periódico local, increpándolo por una falla
que había dejado pasar en un aviso comercial. Una mueblería ofrecía finísimos
livings fabricados con madera de coigüe. El aviso, en cambio, ofrecía muebles
de coligüe. “Lo único que puedo hacer es enojarme –le contestó, furioso, a su
jefe-. ¡Claro que se me pasó el error!, lo admito, pero revise mi contrato y
dígame dónde dice que no me puedo equivocar”.
Contaba Friederich (esto,
para graficar sus dotes de galán) que durante un par de años se desempeñó en
una zapatería en una ciudad del centro sur del país, donde la costumbre sigue
siendo cerrar los locales a la hora de almuerzo. El picarón aprovechaba esa
instancia para quedarse dentro de la zapatería con una de las empleadas, donde
ambos se daban besitos. Quiso la diosa Fortuna que aquel día le encargaran
confeccionar el inventario de la tienda. En eso estaba con dos ayudantes cuando
se escuchó que afuera golpeaban con saña la cortina de metal. “¡Abre, tal por
cual, qué estái haciendo con mi señora allá adentro! ¡Por fin te pillo,
infeliz!”. Era el marido engañado, el famoso cornudo, al que alguien le había
soplado los deslices de su mujer. Friederich subió la cortina y lo enfrentó con
elegancia. “Qué le pasa, caballero, ¿se ha vuelto loco? Estamos haciendo el
inventario, su señora no está aquí, pase a ver. Y si sigue con esto llamo a los
Carabineros”.
Mi memoria retiene tres gazapos que un
investigador podría hallar en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, si se
diera el tiempo suficiente. Uno se refiere al día del Tránsito de la Virgen,
que se celebra cada 15 de agosto. El diario de gobierno El Cronista, que
reemplazó a La Nación entre 1975 y 1980, ilustró el principal título de portada
en esa fecha con la imagen de una paquita dirigiendo el tránsito en una calle
de Santiago. Sobre esta errata se podría divagar sobre la ausencia de noticias
publicables en dicha época y sobre la mediocridad periodística, que se mantiene
a través de los tiempos con una constancia que se la quisieran otras
disciplinas.
En tiempos militares las noticias
publicables escaseaban, como se ha dicho, de modo que las empresas de
relaciones públicas hacían su agosto. Cada día llegaban a los medios decenas de
notas intrascendentes, que el editor ordenaba colocar en columnas laterales, ya
fuese por falta de noticias o por algún curioso interés personal en verlas
publicadas. Recuerdo haber visto con mis propios ojos publicada una de ellas.
Se refería a un congreso científico que abordaría novedades en el campo de la
electromagnética. Tanto el redactor original de la nota como el periodista que
la publicó cometieron un error. El autor original supuso que bastaba con el
título “Novedades en el campo de la electromagnética” y puso en el texto que
los científicos abordarían durante el congreso el tema referido en el epígrafe.
El periodista, condenado ese día a despachar parrafitos insustanciales, tituló,
a una columna: “Congreso científico investigará el epígrafe”.
El Mercurio trató infructuosamente de
llegar a la raíz y dar con el autor del término Pernochet, que se coló en una noticia publicada en pleno gobierno
del Capitán General. Disponía de jefes, editores, correctores y lameculos que
nunca faltan, especializados en detectar a cualquiera que osara atornillar al
revés, pero no hubo caso. Nunca se conoció al autor de ese rebelde y sarcástico
apodo.
Una periodista en práctica que iba muy
bien encaminada perdió su puesto de un día para otro. ¿Era para tanto? Su
pecado fue confundir los cetáceos con los crustáceos en una nota dedicada a las
ballenas. Bajó llorando las escaleras de mármol del diario.
Célebre fue el gazapo oral que se mandó
el reportero Yuri Rojo, quien acostumbraba a pedir ayuda a sus colegas mientras
despachaba sus notas. El diálogo que recuerdo fue este:
-¿Me dan un sinónimo de Luna Par?
(Extrañeza general).
-Luna Park. Recinto deportivo
bonaerense…
-No. Luna Par… Luna Par…
-Estadio techado…
-Gimnasio…
-No…
-Palacio del boxeo…
-No.
-¿Qué andái buscando, Yuri?
-Un sinónimo para Luna Par, casa de
putas…
-¡Lupanar, huevón! Burdel, prostíbulo,
mancebía.
El ex diputado y columnista Luciano
Vásquez acostumbraba escribir los días lunes para la página de Redacción de Las
Últimas Noticias. Aquella mañana, con el diario en sus manos, telefoneó a la
corrección de pruebas, manifestó verbalmente su desagrado y el jefe se deshizo
en disculpas, aunque ambos sabían que ya no había nada que hacer. Donde debía
decir que “la política chilena ha entrado en un laberinto kafkiano” se publicó
“la política chilena ha entrado en un laberinto africano”.
Tembló muy fuerte en Talca una noche, se remeció la ciudad.
Darían las dos de la mañana; el diario local había cerrado y se hallaba impreso
y listo para su distribución. Pero el nochero, que en cuyo interior anidaba un
alma periodística, no podía dejar pasar una noticia como esa y resolvió hacer
el cambio con sus propias manos. Conociendo el manejo de las rotativas, tituló
a seis columnas: “El manso temblor de anoche”, sin texto alguno que respaldara
la información. Me temo que este último gazapo forma parte de la mitología
urbana. Nunca he podido dar con nadie que ofrezca una sola prueba de que
realmente hubo un título de esas características en un diario talquino.
Los correctores desprenden
un halo melancólico de resignación, como si sus metas hubiesen quedado alejadas
de lo que en realidad les deparó el destino. En favor de ellos habría que
remitirse a una frase vertida en la novela El Extranjero, de Camus. “No se
cambia nunca de vida, en cualquier caso todas valen lo mismo”.
Así como el periodismo se
fue transformando con el tiempo en un campo más femenino que masculino, tal vez
por la superioridad del sexo opuesto en el arte de la persuasión y por su mejor
dominio del lenguaje (hipótesis que habría que probar), el oficio de corrector
de pruebas es un reducto masculino. En sus tiempos de oro los despachos de los
correctores eran ocupados exclusivamente por hombres; ahora que viven sus
últimos estertores la presencia de alguna mujer sigue siendo una notable
excepción. De allí que abunden tanto anécdotas como las referidas.
Trato de acordarme de
alguna correctora mujer y hallo dos ejemplos: una licenciada en literatura que
ejerció corto tiempo en LUN y que no se llevaba bien con nadie, dado su
temperamento algo extraño, no sé si tímido o mirador en menos. Germán Arellano
aseguraba que una tarde pasó junto a ella, que estaba sentada revisando textos,
y la rozó en el hombro con su chaqueta, lo que derivó en una acusación formal
de acoso en su contra, que no llegó a ninguna parte, tras una breve
investigación.
La otra era mi colega
Margarita Espinoza, quien fue una correcta, meticulosa y fiable reportera del
mismo diario. Cubría el sector Defensa, que se avenía muy bien con su
personalidad. Margarita era de trato difícil, pero detrás de ese velo
avinagrado se escondía un gran corazón. Un día, por hacerle una broma pesada,
comencé a moverle por detrás la silla con ruedas en la que despachaba su
noticia frente al computador. Debí exagerar con el tiempo porque de pronto y
sin decir agua va me dio vuelta la cara de un cachuchazo. Toda la crónica se
quedó petrificada, ni siquiera dio para unas carcajadas (hablo del primer
momento; luego la copucha sería saboreada en el casino y en los pasillos).
Avanzada la tarde se me acercó y con toda humildad me ofreció disculpas. La
verdad es que no tenía de qué disculparse. Se había salido de sus casillas y me
había dado mi merecido.
Los clásicos cortes,
ajustes o cambios de línea editorial que sufren los periódicos cada cierto
tiempo la sacaron del diario. Así fue como llegó al mes siguiente a la
corrección de pruebas de El Mercurio, donde permaneció varios años y ejerció
impecablemente sus nuevas funciones.
Cuesta admitirlo, pero la verdad es
que los correctores son una especie en extinción, desde el día en que los
gerentes de los medios de prensa escritos, al fijar la lupa en sus presupuestos
y balances anuales, resolvieron prescindir de ellos, en el entendido que cada
reportero debía hacerse cargo de su trabajo y que a fin de cuentas, la lengua
es solamente un medio por el cual se grafica la noticia, no tanto más que eso.
Lo que lleva finalmente a volver con la pregunta del millón: ¿Quién tuvo la cupla? ¿Nadie tuvo la
cualp? ¡Todos tuvimos la culapa!