Visitas de la última semana a la página

lunes, septiembre 01, 2025

Dudas existenciales de discreto alcance

¿Cómo puedo comprobar que pasa el tiempo? ¿Mirando el avance del segundero en el reloj? ¿Yendo de un lado a otro? ¿Contemplando el paisaje, el viaje del sol desde que amanece hasta que se pierde tras las montañas (otro día más)? ¿Sintiendo la ráfaga de viento, la caída de la lluvia desde el cielo, el pequeño cansancio, agradable, al caminar? ¿Comprobando científicamente las fases de descomposición de un cadáver, o viéndolo echado en la hierba, a merced de perros, aves e insectos? ¿Combinando imágenes e ideas en la mente para desviarlas a una pantalla de computador? ¿Moviendo la lengua y los labios para hacerle frente a una tensa o placentera conversación? ¿Aceptando la teoría de la relatividad que postula que el espacio y el tiempo son un solo objeto continuo de cuatro dimensiones y que el tiempo transcurre más lento en un espacio con mayor gravedad? ¿O la segunda ley de la termodinámica, que postula la tendencia hacia el desorden a través de la flecha del tiempo?
Quisiera responder que sí, pero nada me asegura, de esos ejemplos, que el tiempo está pasando. Lo que veo que pasa son circunstancias dentro del tiempo.
Lo que imagino es que el tiempo está detenido, que el tiempo no se mueve. Lo que imagino es que nosotros nos movemos en torno a él.
El espacio es visible; el tiempo es invisible, como Dios. La definición de Dios podría ser la definición del tiempo. El gigante irreflexivo. 
Hora de nuevas preguntas. ¿Había tiempo antes de la creación del universo o no había nada; es decir, solo había muerte? Entonces pudiese ser que el tiempo haya nacido de la muerte, que Dios haya nacido de la muerte. ¿La muerte en sí misma marca el final del tiempo para lo muerto? ¿Están realmente ligados el tiempo y el espacio? ¿Puede haber espacio sin tiempo, tiempo sin espacio? ¿Comenzó el tiempo con la expansión del espacio?
Lamento entregar cavilaciones como estas, envueltas en una capa de tontería que esconde una supina ignorancia científica y filosófica. Si me atrevo a plasmarlas se debe, aunque no lo crean, a que principiantes como nosotros también les dedicamos de vez en cuando un tiempo a estas cosas.

jueves, agosto 28, 2025

El miedo del lector al disparo de Peter Handke

Hará unos treinta años escribí un cuento que titulé "Malditas palabras". Hace veinte años escribí dos cuentos, titulados "El mundo de Ark ark Nauw, donde no todos los días amanece" y "El palacio azul". En el primer caso se aborda la diferencia abismal e invisible entre el vocablo y la representación mental que los seres humanos hacemos de él; en otras palabras, cómo las voces pueden estar revestidas de profundo significado para un personaje y de insustancial significado para otro, aunque se trate de un simple saludo de "buenos días". Los otros dos cuentos tratan de la visión desestructurada de la realidad que poseen los protagonistas de esos relatos. Pasan de una imagen a otra sin enlace o consecuencia, abordan situaciones incomprensibles con toda naturalidad; o por el contrario, ante sus ojos hechos ordinarios derivan en absurdos.
De seguro esos temas ya fueron tratados mucho antes por diversos creadores, sería cosa de escarbar un poco y hallaría montones de ejemplos. El caso al que me deseo referir recae en Peter Handke, reciente ganador del Nobel, quien en 1970 escribió la novelita "El miedo del portero al tiro penal".
La saqué de la biblioteca y cuando comencé a leerla pensé: estoy ante el típico caso de un autor que escribe mientras va imaginando, método tan convencional y aceptable como aquel en que el escritor "ya tiene armada la novela en la cabeza" o definida mediante un minucioso plan dispuesto en su cuaderno de apuntes. Luego me fui dando cuenta de que a pesar de que Handke fuese improvisando había detrás una esforzada y desesperante planificación. Al final de la lectura quedé en la duda, lo que habla bien del libro. Un libro difícil, denso, angustiante, que deja huella, como me la dejó la lectura de "Las tablas de la ley", de Thomas Mann, en las antípodas en cuanto a estilo, pero cuyo enorme mérito es bajar del pedestal la figura del profeta de Dios, Moisés, traducir el mito, hacer verosímil su historia, terrenales sus decisiones.
Me felicito de haber acertado en la interpretación que le di al libro de Handke, que para mí aborda dos cuestiones fundamentales: la locura, vista por dentro ("El palacio azul"); y el misterio del lenguaje ("Malditas palabras"). Ambas cuestiones se ven reflejadas en el pánico que provoca la trivialidad, el pánico ante la existencia misma y los detalles que van surgiendo del acto de vivir. Mientras leía no pude dejar de preguntarme, con buena intención y nada de intentos evasivos, si no será mejor atontarse con la idea de un whisky al atardecer, una película por la noche, la preparación de una receta casera al mediodía, la lectura de un libro por la mañana...    
Lamentablemente, el escritor austriaco se vio enfrascado en la polémica cuando tomó partido por la posición serbia en la guerra de Bosnia, al punto de negar la masacre de miles de musulmanes en Srebrenica. Llegado el caso, tomar partido es un trago amargo para los artistas; el lugar común dicta que preferirían sobrevivir en la tibieza de sus despachos adornados con libros, una botella, un paquete de cigarrillos y un cenicero a mano, y una buena chimenea. Muchos de ellos hacen carne esa práctica, guardando las proporciones yo también trato de no distraerme con los conflictos sociales y prefiero permanecer en mi cuarto propio, mas la realidad siempre ordena tomar partido, ya sea activa, pasiva o tácitamente. En los meses del estallido social, también llamado octubrismo, tomé partido por el orden y contra el vandalismo que día a día revolvía mi estómago y me obligaba a ir a la cama con tres copas de whisky en el cuerpo. Afortunadamente mi nombre no es más que un chispazo en la internet, de tal modo que nadie me contradijo, nadie me funó. Con Peter Handke sí que lo hicieron, sobre todo tras ganar el Nobel. 
A las personas como yo, algo propensas a la incontinencia de la sensibilidad, temerosas en el fondo del monstruo desconocido que se aloja en el alma, les cuesta leer novelas como estas; temo que demasiados la hayan abandonado a la cuarta página; temo lo peor, que uno solo haya soltado amarras e ideado planes prohibidos, nunca antes pensados, arriesgándolo todo por fidelidad a sí mismo. 

martes, agosto 19, 2025

Domingo en el Metro

Cuesta rememorarlo, hay algo de ejercicio masoquista en ello. El solo recuerdo, la repetición del recuerdo, una y otra vez hasta el cansancio, aflige el espíritu. 
Dos hombres suben al Metro y se apegan demasiado a mi mujer, agarrándose de la barra con los brazos estirados sobre sus hombros. ¿Por qué no elevamos una protesta aunque hubiese sido tenue, tímida? He allí la primera imagen lacerante. Pecado de urbanidad.
A ella no tienen mucho que robarle, a mí, sí. Llevo mi bolso sobre el pecho, en bandolera. Pero estoy más preocupado de ese comportamiento que podría llegar a ser grosero, lascivo, dejando pasar el movimiento rotatorio de los carteristas. Segunda imagen, pecado de ingenuidad.
En un segundo descubro con horror que mi bolso está abierto y me falta la billetera. Se abren las puertas en la estación Baquedano, oigo la voz de los carteristas: ¡allá va el ladrón, bajando la escala! Tercera imagen, pecado de buena fe.
Alcanzo al supuesto ladrón, lo tomo por el cuello y le grito que me devuelva la cartera. El hombre, de mi edad, reacciona nervioso, sorprendido: ¿Es una broma? La gente se da vuelta, un joven me aclara: están en el vagón. Ya no sé quién es quién. Pido disculpas, regreso con mi mujer y mi nieto, tan afectados como yo. Cuarta imagen. Pecado de inculpación sin base sólida.
El alma ha caído en una bruma silenciosa que se extiende sobre el cálido domingo; un silencio confuso me atrapa en la contemplación infructuosa de la nada. Sentados en un banco cercano al parque Bustamente, vuelvo a fijar los ojos en mi nieto. 
¿Estás nervioso?
Benicito reflexiona.
Sí. Es primera vez que me toca ver algo así. Lo había visto en las revistas y en las películas, pero esto es diferente.
Me tomó más de una semana escribir sobre este robo; el tiempo ha logrado suavizar los días recientes así como atenuó en el olvido o el recuerdo los arcaicos,  por muy jubilosos o lúgubres que hayan sido.  

jueves, agosto 14, 2025

De paseo con la Mirita

De las virtudes de la Mirita, tal vez la más destacable fuese esa disposición constante a abrir su despensa, a la generosidad afectuosa y casi ingenua con que atendía al visitante. En eso no hacía más que seguir las enseñanzas de Jesús divulgadas en los evangelios, sin proponérselo, porque el suyo era un corazón sencillo. Admito que su insistencia nos llegaba a molestar a quienes teníamos más confianza con ella; esto es, a los familiares más cercanos, como yo, uno de sus sobrinos directos, al igual que Víctor, mi hermano. En mi caso el rechazo era tibio, debido a mi fama de "niño tranquilo", pero sus hijos no la dejaban pasar y muchos de los retos que se llevaba derivaban de aquella insignificancia.
A mí, lo que más me gustaba de ella era su gusto genuino por la conversación; eso me venía de perillas, porque siempre he preferido oír y observar, de tal forma que la nuestra era una charla en la que yo preguntaba y ella se extendía en respuestas que podían ser precisas o improvisadas, pero raras veces de una o dos palabras. Había eso sí un detalle en su estilo que resultaba verdaderamente de temer. Tenía una capacidad detectivesca innata para ir sonsacando detalles a partir de un dato mínimo surgido por descuido, de tal modo que finalmente uno le terminaba confesando lo que pretendía ocultar, como Raskolnikov ante Petrovich, su investigador. No es que esté hablando de un delito, de un crimen; hablo de una venta fallida larga de explicar, de un viaje en preparación, de un problema en el trabajo, asuntos personales que los corazones retraídos, mezquinos, como el mío, prefieren guardar para sí.
El viernes pasado me levantaron la tapa de su féretro. Había llegado demasiado temprano al segundo día del velatorio, desde Frutillar, y en la sala me acompañaba solo una vieja amiga rancagüina. Miré hacia abajo, a la ventanilla, a regañadientes; su rostro desprendía una luminosidad optimista, casi alegre, el rictus de la muerte no se le manifestaba en ningún surco de la cara.
Mireya Labra Herrera, tía por parte de mi madre. Había cumplido 93 años, hace poco más de un mes. 
Mi ritual de los últimos veinte años -hace veinte años la tía Mirita tenía la edad que casi tengo hoy- consistía en reservarle dos días en el mes. Me bajaba en la estación de ferrocarriles de Rancagua o en el terminal de Tur Bus alrededor de las ocho de la noche, caminaba sus buenas cuadras hasta llegar a la casa número 732 de la calle Ibieta, giraba la llave, entraba por el pasillo embaldosado, abría la puerta que daba a la sala de estar y gritaba soy yo, Mirita, ya llegué. Desde la cocina se oía su voz, atenta. Sentía entonces un placer inmenso al desprenderme de la chaqueta, lavarme las manos y entregarle en sus manos mi contribución para esta visita, adquirida en La Reina Victoria, pleno centro de la ciudad, que no consistía más que en un par de cervezas, algo de jamón y de queso, a veces un litro de helado, tres dulces del día del pago, media docena de hallullas. 
Siéntese, Huguito, está lista la comida...
Ah, qué placer, aquel del vástago que vuelve al hogar para sentir que una casa y una voz y una buena disposición lo alejan de sus problemas, como si fuese otra cabeza la suya y la cabeza que vive en Santiago se quedara en la calle, en las ramas del árbol solitario de la vereda, esperando retomar su lugar al momento del regreso.
En las visitas de invierno esas noches terminaban cerca de la chimenea, a veces junto a su hijo Miguel, ingeniero de Codelco; otras con Luis, su hijo mayor, sentados cada uno en sus respectivos sillones; otras veces los dos solos, mientras Miguel dormía y Luis permanecía en su casa de Malloco. No era raro que en esa instancia le pidiese que me rascara el pelo, porque me sentía en confianza. Ella lo hacía maquinalmente, con cierta rigidez, pero con gusto. Así se nos pasaban los minutos, la Mirita hablándome de las novedades de la ciudad, el deceso de alguien conocido, algún escandalillo que había dado que hablar en el vecindario, los logros escolares de su bisnieto, yo escuchando con un vaso de whisky en la mano, que paladeaba con estudiada economía, pues algo en mí rehuía el fin de la jornada.
Alrededor de las cinco de la madrugada se levantaba a prepararle la lonchera a Miguel, antes de que lo pasaran a buscar para subir a la mina. Avanzada la mañana nuestros pasos se encaminaban al centro; durante el trayecto me iba contando las vicisitudes de cada señora, cada anciano, cada jovencita o jovencito que se nos cruzaban, conocía prácticamente a todo Rancagua y casi todo Rancagua la conocía a ella. Los vecinos la querían a ojos vistas, la querían como solo se quiere en los pueblos chicos, con naturalidad, sin cálculos ni pretensiones.
Lo del día del pago se refiere a una vieja anécdota familiar. Era sagrado que cada fin de mes la abueli entrara a su hogar con una docena de panes de dulce para los niños y un paquetito de caramelos de anís para su propio disfrute, luego de cobrar su pensión de profesora jubilada. Eso era por los años sesenta; la compra la hacía en la Reina Victoria y su casa era la de Ibieta 732. Los niños éramos nosotros, sus nietos; de no ser por ese detalle y por el de que su cuerpo ya enteró más de cincuenta años en el cementerio el tiempo se mantendría congelado.     
Siguiendo con mis visitas, más de una vez la acompañaba a hacer trámites a alguna oficina; allí daba prueba de su astucia y se saltaba los números y las filas para acercarse de inmediato al mesón; entonces me daban ganas de huir, sentía vergüenza ajena, pero nadie del público reclamaba y como se daba siempre el caso de que la persona que la atendía la conocía de muchos años, el trámite derivaba en un encuentro de carácter social que terminaba con saludos a los hijos y a los nietos. Y es que ella siempre fue avispada. No habrá tenido quince años cuando viajó a Santiago a ver a su hermana mayor, mi madre, quien estudiaba para profesora normalista. A esas altura mi madre ya se había impregnado de los aires que regían a la clase media de esos tiempos, en los que el disfraz del recato desempeñaba un papel importante. De allí que en las sobremesas familiares se recordara una y otra vez ese día.   
"Cuando subimos a la góndola, la Mireya ubicó unos asientos vacíos, corrió a ocuparlos y me llamó a grito pelado: ¡garnacha Fani, garnacha!", relataba mi mamá.
Qué raro, la Mirita siempre fue vista como la hermana menor, hermana inferior en la familia; tal vez ella misma se haya sentido así, pero los hechos demostraron, sino lo contrario, algo al menos muy diferente. A partir de sus cuarenta, cincuenta años, la Mirita tuvo una hermosa vida, fue querida y apreciada, viajó por el mundo, se hizo respetar con su modo de ser, vivió finalmente rodeada de comodidades que le proporcionaron sus hijos Miguel y Luis y su modesta pensión; en fin, nada le faltó, ni siquiera tiempo, ese tiempo que fue tan avaro con mi madre.    
La mañana remataba en el café Carola Varas, donde aún se venden los mejores chilenitos del país, la masa fresca y delgada cruje suavemente en los dientes mientras el azúcar flor se pega en los labios y el manjar se derrite en la boca. Carola Varas, la dueña del local, delgada, de lentes, era sumamente cariñosa con mi tía, pero más lo era Teresa, la administradora, quien no bien la conoció se prendó de ella. Así, cada vez que pisábamos el café parecía que la Mirita le alegraba la mañana. Después venía el almuerzo, el tic tac del reloj, la despedida de abrazo y la partida a Santiago, donde retomaba mi rutina. 
Hace un par de años dejamos de ir al café, porque a la Mirita le comenzaron a flaquear las piernas y la sesera, no su carácter ni su sonrisa, solo sus recuerdos, que son menos que el presente, apenas asuntillos del pasado; aunque quiso mi pobre entendimiento que bastara ese desliz para ir distanciando las visitas a Rancagua, ya no era lo de antes, me gusta más ser servido que servir, hay mucho de egoísmo en el amor. 


martes, agosto 05, 2025

El sótano

Escrito y dibujado en 1981



Cuando llegamos a aquella casa campestre Heidi y yo lo esperábamos todo, luego de años de amargura y desdicha. Atrás quedaban mi infancia, su inseguridad, mi mutismo y tantas cosas.
Sin embargo el sueño duró lo que dura un sueño: a veces un segundo, otras, una eternidad; siempre un hecho consumado.
A los pocos días descubrí el sótano, que mi mujer se empeñaba en ocultarme. Habitación maldita, tan oscura como los laberintos de mi mente y al igual que ella, llamando a bocanadas a contemplar su vida propia, no tardó en invitarme para siempre a sus rincones. Primero fue el bar, luego el escritorio, más tarde el dormitorio solitario.
Un día mi cuerpo se resistió a dejar aquella paz de los temblores y la inercia. Desde arriba me llegaba la música de Bach. Tomé entonces mi último periódico. Doblé después sus hojas con cuidado. Apagué la luz y me senté a esperar.

martes, julio 29, 2025

Encuentro con Domingo Vargas

Deambulando por el laberinto del viejo edificio mercurial de Compañía 1214 me topé con dos conocidos; de no haber sido por ellos el edificio sería una mole semejante a un mausoleo. Nada recordaba el ajetreo de los despachos periodísticos en sus tiempos de oro. Las barandas de bronce se abrían a mis pasos con intencionalidad sospechosa, parecían vaticinios de muerte; desembocaban en placitas de interior adornadas con arbustos y pisos de baldosa que llevaban a salones privados de atmósfera eclesiástica. Todas las puertas se hallaban cerradas; al abrirlas, una por una, revelaban mundos deslumbrantemente fríos. Lucían como la última vez que fueron habitados, sin una mota de polvo; esto es, sin una mota de vida, pues aunque no se preste para la metáfora precisa, el polvo y las telarañas son signos de vida. 
A la salida del viejo ascensor, el colega Comte vestía su tradicional terno gris; yo lo apodaba el majadero, el rey de los majaderos y Comte, risueño, tomaba mis palabras como una broma soportable, indigna de ruptura; me consideraba su amigo y el sentimiento era recíproco, pero era tan majadero que yo no podía dejar de hacer el pesado comentario cada vez que iniciábamos un diálogo.
Esta vez callaba, ni siquiera me saludó. Estaba serio. Ya no era el hombre de los ojos azules y el trato cordial, el colega que no tenía suerte en el amor, porque amaba sinceramente y con pureza. Pero de seguro en su fuero interno seguía siendo un hombre bueno y limpio; el caso era que no me lo demostraba. Esperaba en el ascensor, de costado, no es que quisiese entrar. Estaba como de casualidad en ese momento justo.
Entonces se nos cruzó Domingo Vargas con su fila de seguidores, aunque sin hacer acto de presencia, estos últimos. Por la forma en que caminaba, seguro que lo acompañaba una cantidad de incondicionales, de eso no podía caber duda alguna; solo que no estaban allí, ya aparecerían. Vargas caminaba por el pasillo de un segundo piso adornado por arcos de medio punto, el silencio era sepulcral y no me dirigió la palabra. Yo sabía que había muerto hace unos días, pero no me extrañó para nada verlo por aquí. Tenía cosas que hacer, simplemente.
¿Por qué nadie me miraba? ¿O no me querían mirar a propósito? Hasta hoy no me lo explico. El asunto fue que el mismo Vargas desmintió mis aprensiones. Desaparecida la figura del majadero, Domingo Vargas esperaba la llegada del ascensor vestido de ojos tristes, sonrisa bonachona y una chaqueta de gamuza algo pasada de moda. Sabía que el aparato mecánico lo bajaría a los infiernos; por eso estaba nervioso, pero contento, se le notaba en la cara. 
El ascensor no aparecía; se atrasaba su hora. Entonces pronunció, solamente para mis oídos, y me sonaron a la súplica de una esperanza, las únicas palabras que escuché ese atardecer:
-Parece que se cortó la luz.
Se sobaba las manos; me vi obligado a consolarlo:
-No te preocupes, Domingo, fuiste un gran dirigente sindical.
Y con esta frase salida limpiamente de mi boca sentí la mano de mi esposa sobre mi hombro izquierdo, animándome a dejar mi sueño.

sábado, julio 12, 2025

Relaciones y detalles

Los detalles de la trama y las relaciones entre adultos inteligentes, dos ausencias relativas en mis historias. 
Mis personajes son más bien evasivos, desconfiados, diría infantiles, si quisiera profundizar en el análisis.
No me nace la creación de atmósferas en que una pareja de seres maduros, refinados e inteligentes se cuestione el mundo con la brillante normalidad que se esperaría de ambos. A esta supuesta falencia contribuye, además, la escasez de detalles. Las obras que conquistan cierta fama se nutren de detalles.
Lo pensé esta mañana en la biblioteca, donde me llevé la extraña, casi desagradable sorpresa, de constatar que el libro de Paul Auster que comenzaba a leer, Baumgartner, ya lo había leído hacía no más de dos meses. Me está sucediendo con películas que veo y olvido, películas que realmente vi para pasar el tiempo, películas sin importancia; pero no me había pasado con libros. Es más, tenía la certeza de que estaba dándole un tiempo de reposo a ese ejemplar adquirido en una librería de Frutillar para estirar lo más posible el momento de acometer su lectura, como ocurre cuando aplazamos un placer por el gusto de no matar su goce.
A la primera página sufrí el sobresalto: este libro me suena, este libro lo leí, no puede ser tanta la coincidencia. Recorrí las páginas, me fui al final, releí las últimas veinte hasta reincorporarlo a mis recuerdos. Al igual que Sumisión, Antigua Luz, Mi vida como hombre, es una novela de hombres brillantes pero desencantados que se mueven en círculos selectos. 
La relectura me hizo descubrir el porqué de mi olvido. No es que esté perdiendo la memoria en un sentido patológico, mi falencia es la normal para mi edad, al menos eso creo por ahora. El problema es que ese libro, que está lleno de detalles y de giros originales exhibidos dentro de una arquitectura literaria admirable, casi no tiene argumento. O si lo tiene, es el mismo argumento de la vida monótona que pasa delante de todos nosotros, con la única diferencia que se trata de una vida inteligente, con la que no me siento identificado, una vida de la que no soy parte. Por eso se olvida, por eso cuesta retenerlo. Y por eso es improbable que pase a la historia... para otros tantos como yo.