Yo lo escuchaba sin importarme un rábano, sus palabras me entraban por un oído y me salían por el otro. No es que lo menospreciara; sencillamente él no acababa de entender mi posición en el periódico. Yo había llegado voluntariamente a colaborar. Regalaba mi talento a la empresa, que se beneficiaba objetivamente de él; eso sí que el editor lo entendía, de allí que sus críticas fuesen medrosas, hipócritas. De manera que todo continuó tal cual; él había desperdiciado saliva y yo acentuaba mi prestigio; no hubo más drama que eso.
Diferente fue la situación en la vieja casa de mi colega y amigo José Gai. Allí se respiraba generosidad, aunque las cosas no cuadraban. El lavamanos estaba tapado y el orinal goteaba, mojando la baldosa. El otro baño no lucía mejor y la cocina era un desastre de ollas amontonadas en el lavaplatos, aunque todos parecían convivir alegremente en medio del caos.
Gai me preguntó si ya lo había hecho y le contesté que sí. Nos despedimos cariñosamente; al ayudante quise darle un abrazo en el pasillo, pero se mostró reticente; tal vez temía ser apuntado con el dedo, mala cosa para él, considerando su bajo perfil. Las mujeres de la casa no presentaban características que se acoplaran al recuerdo. Al jefe lo seguí a la calle; el caballero vestía un terno gris y atravesaba la plaza rumbo a la escala que daba al edificio público. Era un hombre maduro, amable, reflexivo, pero tampoco estaba para abrazos. Decidí continiuar con mis asuntos, en un estado de ánimo optimista.
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