Esta mañana me despertó el timbre del whatsapp. Pasé buena noche; no tuve que levantarme dos o tres veces para ir al baño, cosa rara a mi edad. Lo de levantarse no pesa, hasta tiene su encanto. La molestia la producen los sueños que avisan; siempre se trata de sueños confusos, inquietantes.
Miré el celular. Era mi amigo Roldán, a quien apodamos Sargento. Alcancé a leer el encabezado, sin abrir el mensaje. "Queridos amigos..." Pensé lo peor. Determiné seguir durmiendo una hora más. Eran las 7.25 de la mañana.
Entonces se me apareció Gambetti. Caminaba por un galpón desordenado en cuyo fondo brillaban las brasas de una fragua. Brotaban lenguas de fuego y saltaban chispas; se adivinaba movimiento, calor, desorden. Íbamos del brazo. Ya estarás acostumbrado a esto, le comenté. No, me contestó, allá no es así. Lucía alegre y pícaro, aun vistiendo ese abrigo gris que lo empaquetaba, le quitaba elasticidad. Saliendo del galpón nos encontramos con el Caballo Urzúa; los tres habíamos sido grandes amigos, años atrás. Se lo mostré, esa es la palabra, le mostré a Gambetti. Urzúa no lo podía creer; él sabía que Gambetti llevaba muerto más de ocho meses, de modo que quiso comprobar ante quién se hallaba: se le acercó a la cara hasta que casi se tocaron; en ese instante Gambetti se esfumó y Urzúa quedó con la cara contra el vidrio del ascensor. Es correcto lo que está sucediendo, me dije, Urzúa cortó el nudo; no podían encontrarse.
Al abrir el mensaje se confirmaron mis aprensiones. "Queridos amigos y hermanos: lamento comunicar que ayer partió a la casa del Señor mi querida esposa Miriam. Ella soportó una larga enfermedad y ayer descansó junto a mí y nuestro hijo mayor. Que en paz descanse". Remataban tres manos en señal de oración.
Al amigo se le quiere y se le acompaña, especialmente en trances como estos. Mis expectativas para este domingo eran tomarme un expreso con dos alfajores de maicena en la cafetería del hotel Ayacara. El joven barista ya conoce mis gustos; los alfajores se deshacen en la boca. Dos por mil quinientos pesos, un regalo. Por la tarde pensaba ver algunos partidos de fútbol por la TV, dormir una siesta, revisar el prólogo del proyecto de un libro de gazapos, al que el mismo Sargento ha hecho valiosos aportes. En cambio he dado inicio al recorrido de 444 kilómetros de ida y 444 de vuelta. En fin, ya estoy arriba del segundo bus que me acercará a mi destino final, Capitán Pastene. Dentro de todo he tenido suerte: hasta ayer sentía los coletazos de un peso doloroso en el estómago, malestar que llegaba hasta la espalda. Con esos síntomas no habría podido viajar. Ahora voy saliendo de Osorno rumbo a Temuco, con una mochila y El Extranjero en las manos.
Hace falta un cambio de aire, de repente. Mi natural predisposición a la culpa me sopla que estoy viviendo este momento no como un sacrificio, sino como una grata aventura. Mis amigos del grupo Le Tengo Pieza insisten en hablar de sacrificio y en agradecerme el viaje en su representación. Mauricio, nuestro Comandante Yuyul, está en París, disfrutando de un soñado viaje junto a su mujer; Arnaldo, o Batallón Campesino, tiene sus cosas que hacer en Santiago y a Ernesto, el Viejito Olivares, no se le puede pedir mucho, su estado de salud no es de los mejores, así lo ha confirmado esta mañana al teléfono. De manera que quien habla, conocido en este grupo de cincuenta años de amistad como General Lamordes, representará a Le Tengo Pieza.
Una vez en Temuco un taxi me conduce al terminal rural, donde funciona la única línea que lleva a Capitán Pastene. Son las seis y cuarto, el último bus del día sale a las seis y media, estoy con suerte. La máquina exhibe en su letrero la otra localidad a la que se dirige: Triaguén. Desde París, Mauricio hace ver el gazapo en la foto que les he enviado por whatsapp. "¿Triaguén será lo mismo que Traiguén? Miren el letrero". Arnaldo comenta: "Ese cartel lo hizo el chofer".
Traiguén merece un paréntesis. A toda vista luce ordenada, limpia, bien cuidada, sin grafitis, con casas que da gusto ver por el cuidado, el aprecio que les demuestran sus dueños. Allí debe de haber una buena mano que guía.
Tres buses, diez horas de viaje, sembrados amarillos que asombran por su esplendor, el fiel Sargento esperándome en el terminal de Capitán Pastene, mientras el cuerpo de su esposa reposa en la capilla de la iglesia de San Felipe Neri, frente a la plaza. Se ha hecho un tiempito para irme a buscar. En los pueblos chicos las cosas son así. Primero la familia, los amigos, los vecinos, después lo que venga. Nos abrazamos, le doy el pésame, en mi nombre y el de mis amigos. Me hace pasar a la capilla fúnebre, amplia y ya semivacía a esa hora, cerca de las diez de la noche. La vida está en la sala anexa, que conecta a una cocina, de donde una mujer aparece con una tetera gigante. En la mesa hay té, café, galletas preparadas por señoras de la comunidad cristiana a la que pertenece Roldán, pan amasado, rodajas de coppa, jamón de esta zona especializada en gastronomía italiana. El ambiente es fraterno y algo festivo, mientras en la sala de al lado se levanta el féretro rodeado de cirios y canastillos de flores. Un hombre de mi edad intenta burlarse de un niño que está a su lado; el niño lo sorprende: "Usted quedó pelado porque no se comió la comida cuando chico". Todos ríen, el niño remata: "No se preocupe, córtese el pelo de atrás y se lo pega arriba". No deja de llamar la atención la viveza del chiquillo; para mal o para bien, hoy los niños no sienten ese temor reverencial hacia los mayores que sentíamos los niños de antes.
Remato la primera noche en una excelente cabaña para mí solo, a la que sin embargo le faltó leña para la chimenea y una toalla de baño. Eso es lo de menos, considerando que lo importante fue haber tomado mis providencias en Temuco. Saco de la mochila la petaca de whisky Ballantines que compré en una botillería cercana al terminal y luego de dos buenos tragos me voy a la cama.
Pero a propósito de lo importante, ya va siendo hora de hablar de lo realmente importante. Le he ido quitando el bulto con el beneplácito de la conciencia y los resultados están a la vista: una seguidilla de metáforas que hacen el papel de justificativos, excusas melosas destinadas a rehuir el enfrentamiento con la verdad.
¿Qué es lo importante?
Lo importante son las imágenes decisivas, la imagen de la muerta arropada de blanco, con su carita serena detrás del vidrio, una carita en la que aparecen dos dientecillos inocentes, perfectos, dientes buenos. ¿Qué edad tenía?, le pregunto a mi amigo. Roldán responde secamente: ochenta años. Cómo, ochenta, siempre pensé que andaba por los sesenta. No, era diez años mayor que yo, revela, desatado del supuesto peso que le habrá significado guardar las apariencias durante tanto tiempo. Es un dato que jamás dominamos ni yo ni Mauricio ni Arnaldo ni Ernesto. El responso lo confirma; varios oradores hacen ver su edad. En Capitán Pastene se sabía, era algo de conocimiento público.
Pero eso no es tan importante. Mucho más importante es el confrontamiento de ese cuerpo menudo en proceso de transformación con las palabras del diácono, repetidas con fe por los presentes.
.. Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna...
¿Cómo conciliar la verdad brutal de que este cuerpo frío, inerte, alejado de la vida, algún día, en el fin de los tiempos, se levantará de su tumba como Lázaro y volverá a caminar, volverá a ver los brotes de las plantas en octubre y volverá a ver las teleseries de la tarde, con una taza de café con sopaipillas? Eso es lo importante, el misterio indescifrable.
En nuestras jornadas de camaradería, alguno de los cofrades de Le Tengo Pieza suele reflotar la siguiente anécdota. Por allá por los años setenta se corría la Vuelta a Chile; Roldán viajaba como enviado especial de la agencia Orbe, junto a otros colegas de diversos medios escritos, radiales y televisivos. Durante un descanso de la carrera ciclística, en Concepción, nuestro amigo se escabulló mientras los demás reporteros deportivos salieron a recorrer el centro. De pronto, a la vuelta de una esquina, se toparon a boca de jarro con Roldán, acompañado de una linda rubiecita de ojos verde mar. Con toda inocencia, así salió del paso: "Muchachos, les presento a mi ex polola". Era una verdad del porte de un buque. La relación entre ellos había terminado hacía poco, Miriam vivía en ese tiempo en Concepción y él había aprovechado la ocasión para visitarla. Nadie nunca supo si a ella le agradó esa presentación; el hecho cierto es que retomaron el pololeo, se casaron, tuvieron hijos, nietos, y ahora...
Entonces lo importante, además, es Roldán, el misterio de Luis Alberto Roldán. En una capa más abajo de su sufrimiento sostenido durante los últimos once años, que todos dan por sentado y del que acaba de liberarse (lo que se comenta en susurros, como si se hablara de un santo), más adentro de su sufrimiento y de su liberación él está preocupado de atender. Roldán se posterga, rehúsa asumir el protagonismo que hoy le corresponde, se yergue a un costado en el momento supremo, el de la ceremonia litúrgica de adiós a su mujer, y luego conduce su automóvil hacia el cementerio en discreta posición secundaria, llevando a vecinos necesitados consigo, personas que no tienen auto y a las que se les hace pesado el camino de casi dos kilómetros al camposanto situado en una de tantas colinas que caracterizan a este pueblo fundado por italianos, como si de Roma se tratase. Eso es lo importante: ser testigo de su generosidad para compartir lo que tiene, he estado a punto de decir lo poco que tiene, constatar directamente el grado de entrega a su comunidad, al pueblo que le abrió los brazos, así como el cariño que siente por él este mismo puñado de gente abierta y sencilla.
La segunda noche la paso en su casa. A la hora de dormir reparo en que Alberto ocupa la cama de al lado en el mismo dormitorio. Cubierto hasta la mitad de la cara me desea buenas noches y cierra los ojos, extenuado.
¿Cómo dormiste?, me pregunta al otro día.
Bien, le contesto, ¿te molesté?
No, te moviste, algo agitado, pero nada serio.
He allí otro misterio, el mandato propio del cuerpo en el mundo de los sueños. Ya me quisiera un reposo total, pero el cuerpo tiene otros planes.
En el cementerio se plantea un penúltimo misterio. Habrán integrado el cortejo fúnebre unas cien personas; el alcalde Richard Leonelli, que asiste como un vecino más de la comuna, se ha fundido en un apretado abrazo con Roldán. De vecino en la fila me ha tocado por casualidad, o no tanto, porque noto que acá las cosas parece que las gobierna el azar pero la verdad es que se disponen de antemano, me ha tocado Fermín, el pícaro de Fermín Arévalo, quien caminando bajo la tarde primaveral bajo las nubes blancas y el intenso celeste del cielo me comenta acerca de los días que estuvo de visita en Santiago, primero en un Puente Alto peligroso y caótico; luego en un barrio hermoso y agradable. ¡Otro Santiago, boniiito! Un día entré al Metro; toda la gente apretujada, no sé cómo lo hacían para escribir con las dos manos en sus teléfonos, yo me tenía que agarrar de las manillas para no caerme y ellos no, menos mal que no me robaron, pero yo creo que habrán estado a punto, señor Mardones.
Tras unas breves y sentidas palabras de Andrés, el hijo mayor de Roldán, llega el momento de la sepultación. No estamos en Santiago, donde un manto de terciopelo esconde el ataúd en descenso mientras los deudos comienzan a retirarse entre llantos o simulando pena. Aquí es a la chilena, o a la italiana; el cajón lo bajan entre todos con unas cuerdas improvisadas hasta las profundidades del foso cavado el día anterior, y lo sepultan entre todos en una lúdica competencia de músculos y resistencia en el uso de la pala. Stefanini lleva la delantera, con su corpachón y sus brazos robustos. Andrés y Miguel, los hijos de Roldán, alternan la herramienta cada cinco minutos; los demás vecinos del pueblo aportan con lo suyo, hay palas de sobra. Hasta se les agrega la hermana de la finada. A sus casi ochenta años echa tierra sin descanso mientras comenta: "¡Herencia campesina!", como para lucirse. Me animo de repente y recuerdo viejos tiempos. ¡No es un ejercicio fácil! A los dos minutos pido cambio; jadeo con el corazón a mil, espero un tiempo y vuelvo a tomar la pala. A la hora del descanso, pues también han hecho fuerza, Fermín y Walter, su hermano menor, se entregan a sencillos cálculos matemáticos, acicateados por mi curiosidad.
¿Andará por los tres metros cúbicos?
Por ahí, yo creo.
¿Y cuánto es eso?
Unos dos mil quinientos kilos serán.
¿Dos toneladas y media?
Claro. Esa tierra es la que estamos echando.
Con la instalación de la cruz de madera culmina el rito fúnebre, sin lágrimas, sin llanto. Una ceremonia natural, de pueblo sureño disimulado entre los montes. El cementerio va perdiendo la vida que le volvió a dar sentido durante unos minutos, vaya contradicción.
Walter Arévalo me lleva de vuelta a la casa de Roldán en su camioneta roja. Antes pasa al restaurante de su cuñada Anita Covili a retirar una olla repleta de ñoquis con champiñones; catorce porciones costo cero que ella y su hermana Olaya, la esposa de Walter y administradora del local, han destinado a "don Luis Alberto" para que atienda a su gente después del funeral. Y así ocurre, en efecto. Hijos, nietos, sobrinas y sobrinos, nueras, ahijados, amigos y vecinos, unos locuaces, otros callados, se turnan en la pequeña mesa para darle el bajo a la magnífica pasta.
Sentado junto con los demás, en un extremo, Juanito Iubini me saluda con una sonrisa inocente y me pregunta de dónde vengo. Se parece a uno de los jugadores de cartas de ese cuadro impresionista, con su pose tranquila, sus manos grandes de trabajador del campo y sus ojos glaucos en los que parecen haber irrumpido cataratas. Si no fuera porque yo mismo lo vi echar paladas pensaría que entró qué rato a los cuarteles de invierno. Se lo comento a Roldán y me agrega: Juanito le hace a todo; puede caminar kilómetros para cortar leña.
Por la tarde Walter nos recibe en su casa. Ha preparado un picoteo de miedo y ha encendido la bosca gigante, que calienta la sala de estar en minutos. Olaya brilla por su ausencia; un par de horas más tarde llega rendida del restaurante al que ha entregado su vida, le quita el sofá a Walter y se dispone a descansar, por fin. Desde su trono conversa, ríe, opina, pregunta. La generosidad de esta familia es impresionante, extemporánea. Se cuenta que no faltan los vecinos, no necesariamente amigos, que por las tardes van entrando a charlar, comer y beber, como uno ha leído que hacen los personajes de las novelas rusas o francesas del Siglo Diecinueve. Lo que pasa es que en Capitán Pastene, como ocurre con los pueblos lluviosos, existe una necesidad extra de reunirse a compartir las penurias y los logros del día en torno al pan, al vino y al fuego.
Antes de irnos, Walter, desde su nuevo asiento, se levanta de pronto, hurguetea en un estante y vuelve, orgulloso a más no poder, con lo que para él constituye un tesoro. Qué me irá a mostrar, pienso, antes de que ofrezca a mi vista y a mi juicio una foto enmarcada. Allí aparece él, en medio de un grupo de amigos. En la foto se puede leer: "Los 30 por el 11".
Al día siguiente, último para mí en esta tierra, Cristian, ahijado de Roldán que guarda gran parecido con Marco Enríquez-Ominami, hasta en la verborrea de que hace gala (la diferencia es que Cristian, contador de profesión, es liviano de sangre y chileno de a pie) me enseña las bondades turísticas del pueblo, que hasta el momento no había podido conocer; sus calles, casas, restaurantes, un pequeño cine antiguo que abre cuando hay más de diez interesados en conocerlo, un museo que muestra el proceso de maduración del jamón serrano. Descubro que aquí los cafés abren recién al mediodía. Lo otro, rayano en lo insólito, es que en nuestra caminata por el centro no hemos visto un alma en las calles, y eso que estamos en día laboral. Ningún empleado de tienda, ningún vecino saliemdo de una oficina, ningún escolar haciendo la cimarra. Solo unos pocos turistas como nosotros, buscando qué hacer. Es un pueblo dormitorio, me aclara Cristian; la gente sale temprano a trabajar a Lumaco, Traiguén, Victoria, y vuelve por la tarde. Y los restaurantes, como te habrás dado cuenta, empiezan a funcionar tipo una de la tarde.
Walter nos espera en su casa, otra vez. Ahora quiere mostrarnos sus tierras, sus caballos. Subimos a la camioneta roja y en un dos por tres nos bajamos a la entrada del pueblo, al lado del estadio y de un circo instalado por unos días. Atravesamos un arroyo caminando sobre un delgado tronco, abrimos un portón de fierro y entramos a su mundo. Walter se sube a un montículo que se estira por unas tres hectáreas hasta el final de unas colinas y nos habla desde arriba: aquí quiero hacer mi nueva casa. De unos treinta metros de frente, mirando a la ciudad. Usted le puede pedir a su hermano arquitecto que me haga un dibujo del frontis y yo me encargo de la parte de adentro. En arquitectura las cosas no son así, Walter, trato de explicarle, pero me insiste. Con el frente me basta, lo de adentro lo veo yo.
Llegamos al establo, donde nos espera Fermín. Hay tres o cuatro caballos chilenos de rodeo, debidamente inscritos, deben costar un dineral. Este semental tiene más de veinte años y todavía puede cubrir yeguas por unos tres años más, ilustra Walter. El que anda por allá es de carrera, pero falta domarlo; a todos les guardé este pedazo de tierra que ve aquí, para que hagan ejercicio. Estos árboles que estamos viendo los he plantado yo, mire qué belleza de árboles, este es un coigüe, ese un canelo, allá una luma. Tengo raulíes, notros, lengas, tepas, ulmos, arrayanes. ¡Y por este arroyo pasan unos salmones así de grandes, señor Mardones! (dale con tratarme de señor Mardones) agrega Fermín, abriendo los brazos y cerrándolos abruptamente hasta que queda entre ellos una distancia de apenas diez centímetros. Tallero el hombre, y pícaro además, como se ha dicho. Hace recordar al peladito del show de Benny Hill y cuentan que con esa pinta se las arregla para tener buena llegada entre las mujeres del lugar; dicen que le gustan maceteaditas.
De vuelta Walter me enseña la casa donde vivió Darío Cortesi, un cuasi mendigo que al morir se descubrió que había dejado una fortuna. La historia no fue tan así, me asegura, la prensa le puso mucho, ignorando que yo mismo escribí esa crónica para "Las Últimas Noticias", allá por el año noventa y dos.
Y así llegan a su fin estos tres días en Capitán Pastene, en torno a Roldán y a la pérdida de su amada niña. Andrés, su hijo mayor, me brinda alojamiento en su departamento de Temuco. Durante el viaje desde Pastene en su Mahindra hablamos de lo humano y lo divino. Sus dos hijos, en el asiento de atrás, guardan silencio. Andrés admite con una cuota de orgullo, una vez que los ha ido a dejar con la mamá, que les impone límites, que tiende a ser exigente con ellos y que ese tipo de formación le está dando frutos. Al otro día me lleva al terminal, donde tomo el bus de regreso a Frutillar.
Para cerrar de una vez por todas esta historia, me cuentan ahora último que la Olayita se resbaló en el baño y se sacó la ñoña. Guardó tres días de cama y hasta le tuvieron que dar unos masajes en la espalda, todo por andar siempre apurada pensando en mil cosas. Lo que demuestra que en Capitán Pastene la vida sigue igual que en todas partes, no para, como canta nuestro querido Julio Iglesias.