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martes, marzo 25, 2025

Wakefield, decisiones inexplicables

La historia de Wakefield es menos insólita de lo que pudiera entenderse a la primera lectura, sin mayor análisis, historia destinada a disfrutar de un grato momento al atardecer. Así como no es improbable que habite en nosotros un Bartleby, un Don Quijote, una Madame Bovary, un Capitán Ahab, sospecho que también llevamos escondido un inefable Wakefield y que habiendo llegado el momento, hemos dado prueba de ello. 
Nathaniel Hawthorne publicó el cuento en 1837 dentro del volumen titulado "Twice-Told Tales" (Cuentos contados dos veces, pues los originales venían de difundirse en diversas revistas) y lo situó en Londres. A Borges le impresionó el relato y le dedicó una conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, que dictó en marzo de 1949 y recopiló en 1967 en el libro "Nueva antología personal" (Siglo XXI Editores, pág. 172 y siguientes).
En síntesis, y valga como ilustración de lo que deseo testimoniar a continuación, Wakfield es un sosegado jefe de hogar, felizmente casado hace diez años, dueño de una imaginación propensa a elaborar "misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes... un hombre tibio, de gran pereza imaginativa y mental" (Borges se acopla al retrato que bosqueja Hawthorne) que de un día para otro abandona su hogar para alojarse a la vuelta de su casa durante veinte años, durante los cuales suele pasar frente a su domicilio, mirar por la ventana a su mujer y hasta encontrarse frente a frente a ella en una calle de Londres, sin que la supuesta viuda lo reconozca, para finalmente regresar como si nada y vivir el resto de sus días junto a su esposa como un marido ejemplar.
Esa tendencia a "elaborar misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes", la reconozco en mi persona, no es objeto de orgullo sino de asombro, pero es trascendente porque dice mucho de mí y hasta cambió mi vida en un momento de mi juventud y ahora, entrado a la vejez.
Tiendo a pensar que el escritor, más que por necesidad, escribe por placer; de otro modo no lo haría. No obstante, hay ocasiones en que lo hace por pesar; de esto daré ejemplos que no enfrentan al placer con el pesar, sino que de alguna misteriosa manera los entrelazan en un instante de su vida.
Me asaltan confusas sensaciones de pérdida, de enemigos que acechan a través de las cosas. Las cosas suelen generar más espanto que las ideas, las creencias, los recuerdos, el porvenir. Mensajeras de presumibles o desconocidas desgracias, atacan, en su inocencia, la base del ser, y despiertan la cobardía. Una de las razones que tengo para escribir es hacerles frente a las cosas, evitándolas. A pesar de todo, dejan su huella en el texto; una consecuencia es la historia que estoy narrando.
Esto ya lo he contado alguna vez; el hecho fue que no tendría más de seis años, era de noche y jugábamos a las escondidas en el patio de Rancagua. Había una fiesta en la casa, lo recuerdo por el entrechocar de copas y las risotadas de los mayores, por esas luces mortecinas que llegaban desde el comedor, repartiendo sombras que semejaban espectros jubilosos. No sé hoy dónde me escondí; sí sé que era un escondite inexpugnable. Mi hermano y mis primos iban saliendo de sus guaridas y trataban de llegar al punto concertado; algunos eran pillados, otros lograban su propósito. Yo escuchaba gritos y risas infantiles. Y no salía. ¿Qué me hizo permanecer oculto durante un tiempo irracional, desmedido, tanto así que el juego terminó y todos se entraron en la casa, sin que nadie me echara de menos? Hasta ahora solo tengo una explicación para haber tomado esa decisión irracional, aunque inofensiva. Se trataba de ganar, y para ganar hay que hacer sacrificios, ejercitar la paciencia y apostarlo todo solamente cuando el campo se halla libre de enemigos. Esa noche triunfé sobre el silencio y la indiferencia, que es algo así como triunfar sobre la muerte, una especie de victoria pírrica. Ya se anidaba en mí el espíritu de Wakefield.
Darían las dos de la tarde del 21 de agosto de 1971 cuando mi cuerpo me impulsó a tomar una micro hasta la Estación Central. Durante el trayecto traté de pensar hacia dónde me dirigía; una vaga idea se me cruzó por la mente. Contaba 18 años cumplidos. Al bajar me dirigí a un terminal secundario de buses cuyo destino es el litoral central. Busqué un pasaje para Rosario Lo Solís y para mi suerte, estaba por salir el único bus del día que llevaba a ese pueblito. Alrededor de las siete de la tarde descendí en San Vicente de Pucalán, algo menos que un caserío, ubicado unos diez kilómetros antes del destino final. Llovía intensamente. Toqué a la puerta de una casa de adobe frente a un pino gigante y a un costado de la escuelita del lugar; me salió a abrir una anciana que temblaba por efectos del Parkinson. Era la señorita María Williams, ex colega de mi abuela Amanda en otra escuela rural. Mi abuela había conseguido un puesto en la ciudad y ya no vivía en este mundo; la señorita María Williams había permanecido en el campo, le quedaba un poco más de vida y estaba jubilada. Yo la conocía porque con mi tía y mi primo Miguel habíamos pasado unas vacaciones en esa casa, dos años antes. Me presenté y fui reconocido e invitado a entrar. Sus manos tiritonas me sirvieron un pan con dulce de membrillo y un café con leche, sin derramar una sola gota. Recuerdo que yo vestía uno de esos ponchos de lana que estaban de moda en los años setenta, y que mi pelo largo la impresionó, mejor dicho la inquietó. Y sin embargo me ofreció su hospitalidad. ¿Qué presentimiento me hizo abandonar la carrera universitaria ese 21 de agosto y emprender la aventura de convertirme en profesor primario en una escuelita rural durante cuatro meses, acogido por una anciana que apenas me conocía? He allí uno de esos misterios pueriles, secretos insignificantes. Dejaba mi mundo y entraba en otro, alejado pero en el fondo a la vuelta de mi casa. Esa decisión tomada sin previo análisis, venida del fondo de mi ser, me cambió la vida. Vista con el prisma de hoy, fue una determinación temeraria, pero al final de cuentas beneficiosa. En la universidad daba tumbos; era demasiado joven para afrontar el peso de un ambiente plagado de seres pensantes, revolucionarios; deseaba entregarme en ese momento a un entorno puro y desamparado, que identificaba con el campo, con los niños del campo, y esos cuatro meses, sumados al estudio posterior de la carrera de pedagogía, que se truncó a raíz del Golpe de Estado, fue el revoltijo necesario para reintegrarme a mi carrera original, periodismo, y rectificar mi existencia.     
Tendría unos 35 años, vivíamos en La Florida. Éramos entonces Patricia, Constanza, Matías y yo. No había nacido Valentina. La Conita debía de tener nueve años y Matías, siete. Esa tarde llegué más temprano del trabajo; los niños jugaban en el pasaje. Mi espíritu lúdico ideó un juego cruel, nacido de una idea atornillada en los orígenes de mi razonamiento, consistente en que la emoción, para que sea más viva, debe ser precedida por una sensación trágica: me disfrazaría de monstruo para asustarlos. Me cubrí el cuerpo hasta la cabeza con una bata azul y esperé, escondido en una habitación del segundo piso. Los niños entraron; di sonoros pasos, que de pronto fueron escuchados. Sentí una agitación en la sangre; me corrió un sudor nervioso por la espalda y podría jurar que en mi cara se dibujó una mueca de ominosa felicidad. Mi hija mayor, que siempre ha dado muestras de una valentía que pasa por desaconsejable, comenzó a subir los escalones, desafiando a gritos al ladrón que había entrado a robar a la casa. Portaba una lanza del movimiento scout; Matías había huido disparado a la calle. Juzgué que era el momento de dar la divertida sorpresa. Comencé a bajar hasta ella y me descubrí, cuando estaba a punto de arrojarme la lanza. Hasta hoy, hasta este mismo momento en que la rememoro, me maldigo por esa broma, que harto pánico y sufrimiento les causó a los dos. Pesar y placer. Wakefield.
Existe finalmente una decisión que se fue dando de manera natural, pero que bien pensadas las cosas no tiene asidero lógico. Porque, ¿es sensato que un hombre de setenta años, de los cuales ha vivido cincuenta o poquito menos junto a su esposa y sus tres hijos, deje su hogar de un día para otro para establecerse en otra casa, ubicada a mil kilómetros, y que esto se dé manteniendo su matrimonio y aun redoblando el cariño por su mujer y sus hijos? De hecho, es la primera pregunta que me hacen cuando se enteran de mi cambio: ¿y estás viviendo solo? Entonces les respondo con argumentos que parecen normales, pero que bien pensadas las cosas no tienen asidero lógico. "Ella sigue haciendo clases y yo no puedo dejar esta cabaña sola, después de haberla construido". Las preguntan flotan, tácitas, densas, en el aire. ¿Por qué sigue haciendo clases? ¿Por qué ordenó construir esta cabaña? ¿No había otra solución para este matrimonio que se casó "para toda la vida" y que juró permanecer unido y protegerse en la salud y en la enfermedad? ¿O bien pensadas las cosas no podía haber mejor plan que este, considerando el desgaste natural de la pareja y el aire fresco que entra en los pulmones de él y de ella cuando respiran libertad y los fantasmas de la neurosis y del desinterés se evanecen? 
Wakefield lleva ya tres años instalado "a la vuelta de su casa". Cada día mira por la ventana del whatsapp a su mujer, a su familia y deja pasar el tiempo, convencido íntimamente de que no alcanzará la cifra mágica de los veinte años. Antes se hallará habitando el patio de los callados, como ya estaba muerto en vida el personaje original, al retornar de pronto a su hogar en Londres.

sábado, marzo 22, 2025

La imaginación de Kafka

Jack London vivió defendiéndose contra las acusaciones de plagio de varios de sus cuentos; su defensa, lejos de negar la semejanza, consistía en cambiar el concepto de plagio por el de influencia. Para él resultaba válido basarse o inspirarse en un cuento ajeno para crear un cuento propio. La prueba de su inocencia, o de la castidad de su filosofía artística, es que en una ocasión le escribió una carta de agradecimiento al autor de la publicación original, antes de que éste elevara una protesta pública; eso está documentado. La mayoría de las veces se excusaba con el argumento de que ambos creadores habían sacado el tema de un suceso criminal descrito antes por un periódico; ambos estarían plagiando entonces al periódico y a través suyo, a la vida  misma. De todas formas, siempre hacía ver que era el tratamiento de la obra el que hacía la diferencia, lo que equivalía a disminuir al nivel de la insignificancia la imputación.
London escribió novelas y cuentos memorables; sin duda entre estos últimos "To Build a Fire", traducido como "Encender una hoguera" o "Encender un fuego", en su segunda versión, brilla en la cima. "La historia del hombre leopardo" no figura entre sus mejores obras, rara vez es mencionado, cuesta llegar a él; y sin embargo en estas solitarias tardes de otoño en el sur me ha dado que pensar, hasta el extremo de que no logro sacarme de la cabeza que Kafka, el mismísimo Franz Kafka, tuvo que haberse inspirado en él para crear su famosa historia "Un artista del hambre".
El hombre leopardo llegó a mis manos gracias a la existencia de la magnífica biblioteca de Frutillar. Una mañana escogí al azar una diminuta antología de relatos de crimen y misterio; escogí ese libro precisamente por su escasa cantidad de páginas y por lo tanto, de cuentos, entre los que se incluía el de Jack London, además de otra obra maestra que desconocía, "Markheim", de Robert Louis Stevenson. Cada día me es más difícil abordar obras monumentales; estoy dejando para otra ocasión "2666" y "Los detectives salvajes", tal vez algún día me digne a afrontarlos o quizás queden para una nueva vida, pero en tal caso tendría que cambiarme a la religión hinduísta, y dificulto que lo haga, por ahora, de tal manera que ante la disyuntiva de un lomo generoso y otro escuálido, tiendo a retirar de la estantería el lomo escuálido, y así fue como di con la historia del hombre leopardo.
"La historia del hombre leopardo" fue publicada en 1903 en la revista ilustrada norteamericana "Leslie's Weekly". "Un artista del hambre" fue publicada en 1922 en la revista literaria alemana "Die neue Rundschau". A juzgar por las vagas similitudes entre ambos cuentos no es improbable entonces que Kafka haya leído en su momento "La historia del hombre leopardo", escrita casi veinte años antes; de alguna forma tuvo que llegar a sus manos esa revista u otra que copió el relato, lo que desembocaría así en la paradoja, o el extraño caso, del plagiador plagiado. London no pudo haber elevado una demanda contra Kafka porque había muerto seis años antes de que "Un artista del hambre" saliese a la luz, en 1916, a los 40 años. Kafka murió en 1924, también a los 40 años.
Cito el párrafo de mi interés de "La historia del hombre leopardo", al inicio del cuento:
"Había en sus ojos una mirada distraída, perdida, y su voz triste, insistente, dulce como la de una doncella, parecía la representación apacible de una melancolía profundamente arraigada. Era el hombre leopardo, pero no lo parecía. Su profesión, su medio de vida, consistía en aparecer en una jaula de leopardos amaestrados ante públicos numerosos, a los que emocionaba mediante ciertas exhibiciones de valor por las que sus empresarios lo recompensaban a una escala proporcionada a las emociones que producía" ... "parecía agobiado no tanto por la melancolía como por una tristeza grata y discreta" ... "al parecer carecía de imaginación. Para él no había ningún atractivo en su vistosa carrera, ningún hecho atrevido, ninguna emoción, tan solo una gris monotonía y un aburrimiento infinito".
Cito un párrafo escogido de "Un artista del hambre":
"Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador"... "permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían"... "Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar- alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era...".
En ambos casos, un hombre mínimo, inofensivo, melancólico; un hombre encerrado en una jaula de circo; un empresario que lo exhibe a un público asombrado hasta donde el espectáculo de feria lo permite. No se trata de coincidencias imposibles: en aquellos años de fines del Siglo XIX y principios del XX era bastante recurrente el tema de los artistas deformes, entendidos como seres desviados del común vivir de la gente, rechazados y temidos por la sociedad. La película "Freaks", de 1932, dirigida por Tod Browning, retrata magistralmente ese tema, y en los últimos años varias producciones cinematográficas se han hecho cargo del relevo.
Mi conjetura es que Kafka estudió el argumento de la historia de London y echó a andar su imaginación retorcida (uso el verbo retorcer en el sentido de sinuosidad, de darle vueltas a algo), llevando a su personaje a alturas que London no consiguió con el suyo. Me detengo entonces, porque yo no soy ningún académico, ningún estudioso de la literatura, no redacto papers ni tesinas, en el simple fenómeno de la chispa que pudo haber echado a andar la imaginación de Kafka en aquella ocasión. A Kafka le gustaban esos personajes y a la menor oportunidad que se le presentara debió de apropiárselos, hacerlos suyos. Sumándole su estilo ambiguo de vueltas y vueltas, vueltas para confirmar, vueltas para rebatir, vueltas para desmentir y nuevas vueltas para volver a confirmar, tenemos al hombre leopardo convertido en artista del hambre.
Queda por analizar la posibilidad de una colisión de fenómenos que parecieran estar siempre sobrevolando las nubes, hasta que se dejan caer sobre ciertas mentes afiebradas que los aguardan inconscientemente y se nutren de ellos. Se daría la casualidad que dichos fenómenos serían asimilados por mentes semejantes o proclives a incorporarlos a su repertorio (matemáticos, filósofos, inventores, poetas, químicos) de tal manera que entonces la cacería ocurriría a la inversa; esto es, dos artistas crean el mismo verso casi al mismo tiempo (lo atrapan) y no el mismo verso atrapa a dos artistas. 
No deja de ser curioso que en el párrafo final del cuento de Kafka, el artista del hambre sea reemplazado en la jaula por una pantera. Como bien lo saben los zoólogos, el nombre científico del leopardo es panthera pardus.
Tal vez haya constituido el humilde tributo del escritor checo al norteamericano que lo inspiró.

miércoles, marzo 05, 2025

Chesil Beach

Al margen de que este libro me despertó recuerdos de ciertas experiencias personales, lo que siempre se agradece, hayan sido buenas o malas (hablo de una parte fundamental de la literatura, el compromiso, el involucramiento del lector con la obra), hay un aspecto del mismo que no deja de causarme curiosidad, sobre todo luego de leer las numerosas reseñas disponibles en internet.
Pero antes he de declarar mi admiración por el trato que el narrador le da al conflicto entre dos enamorados, a la sutileza y el detalle con que lo afronta desde la perspectiva interna de los personajes. Es fácil decir que Edward y Florence se hallan en las antípodas acerca de la forma en que experimentan su sexualidad y es fácil decir que llegado el momento de que ambas visiones se hagan carne se producirá un choque psicológico de insospechadas consecuencias. La gracia está en anunciar el conflicto desde las primeras páginas, irse para atrás a desarrollar el nudo y luego describirlo en todo su detalle, eligiendo primero la reacción del personaje más complejo y luego, la del otro. A  mi gusto, el punto más alto de la novela se da en la sensación que queda cuando ha pasado la noche de bodas. Quiero decir, cuando está clareando el día. Es notable la identificación del lector con los sentimientos tanto de ella como de él, y para que ocurra esto en la mente del que lee no se necesitan palabras; es el regusto que deja el conflicto lo que lo agiganta. Son las sensaciones de ira, frustración, culpa, autocompasión, vividas por personajes ficticios y traspasadas a una persona sentada ante un libro. Cuánta diferencia, lamentablemente, con ciertas novelas chilenas que intentan meterse en aquellas honduras. Ejemplo digno de estudiar el de McEwan, y por qué no de imitar, en la medida de lo posible.
Y sin embargo no hay mayor profundidad que la de un desencuentro sexual motivado en las vivencias previas de los personajes, o en la época cuasi isabelina en que seguía viviendo Inglaterra hasta 1962, temas ambos que el autor examina con la exactitud con que un científico se planta frente a su microscopio, pero que a fin de cuentas retrata los mismos problemas que viven todas las parejas, con las infinitas variantes que surgen de cada una de ellas. Visto así sería un libro soslayable... si no fuese por la fuerza que dejan sus personajes.
El asunto pendiente es que pocos reparan en el origen de la frigidez de la novia, que no sería otro que el supuesto abuso al que la sometió su padre en su niñez y adolescencia. El autor desliza esa posibilidad, proporciona datos que van en esa dirección y no en otra, y no confirma nada. Tal barbaridad ella parece haberla sepultado en los recovecos más oscuros de su mente, diríase en el desván de su cabeza. Pero el hecho remoto persiste en el tiempo y le ha modificado no solo su vida -su manera de sentir y quizás hasta de pensar- sino la de su pareja y sumándose a ello, la de las múltiples relaciones surgidas pasado el tiempo; es decir, estamos ante una prueba más de lo que pudo ser versus la realidad de lo que fue. El daño que causa la supuesta conducta paterna nunca se toma la obra; queda flotando entre las páginas, de tal modo que el tema central de la novela no se plantea, y ese es otro de los méritos del libro.

viernes, febrero 21, 2025

Destellos de felicidad

Algo despertó de pronto la atención del inquilino, sin darse cuenta realmente de lo que era. Sentado en una cómoda silla de lona frente al mismo paisaje de todos los días que se desplegaba ante su vista, su mente, que segundos antes estaba en blanco, comenzó a tomar conciencia de ciertos detalles del momento. 
La temperatura ambiente era, por decirlo de algún modo, ideal. Además, no corría ni una brizna de viento, ese viento helado del sur que obliga a los hombres a recogerse en sus guaridas; tampoco estaba el sol, ese sol que de tan directo y fuerte quema el rostro en minutos. Delicadas nubes servían de telón de fondo al volcán, a los frondosos árboles, a los pastos resecos del verano, a los zorros que se dejaban caer desde el cerro; una música suave y melodiosa le llegaba a sus oídos desde dentro de la cabaña. 
Reparó entonces en que su cuerpo estaba viviendo como si no existiera, oh paradoja. Nada lo hacía sentirlo, ningún reclamo le llegaba desde ninguna zona suya, oídos, articulaciones, aparato digestivo, ojos, cuello, garganta, cabeza. Sentirse en un cuerpo así es un prodigio, rarísimas veces ocurre ese fenómeno. Y el inquilino lo estaba experimentando.
Lo más grande de todo era que su mente se hallaba tranquila; por arte de magia no la atacaba tribulación alguna. Las noticias que le llegaban de sus seres queridos eran buenas; sus preocupaciones económicas, especialmente aquellas relacionadas con el porvenir, se habían refugiado en algún cajón secreto de su estantería. Era un momento sin pasado ni futuro.
El inquilino no lograba comprender lo que estaba sintiendo, atendido el caso de que el momento por el que pasaba no tenía nada de extraordinario, aunque alcanzaba a advertir que era algo bueno. Lo extraño de la situación era que bajo circunstancias similares podía ser, y había sido, presa de sensaciones de angustia, de tedio, de malestar, de rechazo a la vida. 
Tanto mejor que lo ignorase: esta vez se trataba de un destello de felicidad que atravesaba su ser, lo más sencillo del mundo, como ocurre en algún instante con todas las criaturas de este reino, en el lapso que va de un minuto a otro.      

jueves, febrero 06, 2025

Semblanza del Amigo Bigote

No pretendo erigirme en juez de la Inquisición, pero al notar la escasa asistencia hubiese deseado tener más poder que aquella insignificancia que alguna vez alentó mi vanidad. Dado tal caso, habría aplicado merecidos correctivos a los remolones, displicentes, indiferentes y un cuantuay de epítetos que se me alojaron en la cabeza esa acalorada mañana de febrero, dentro del cinerario del Parque del Recuerdo, mientras se presentaban a mi memoria los rostros de la ausencia. Cubierto con túnica blanca y capuchón, escucharía peticiones de súplica desde un trono ficticio; oiría juramentos, vanas excusas del montón de arrepentidos que se niegan a ser conducidos, tiritando de miedo, a la sala de tormentos, una vez pillados en falta. 
La imaginación me juega malas pasadas. Más que tirria me domina una sensación de sorpresa, de incredulidad ante lo que, se me figura, debió ser una inolvidable ceremonia, un apoteósico momento. Y entonces casi lo puedo sentir dentro de su féretro, sereno, al Amigo Bigote, soltando una de sus estentóreas carcajadas y recriminándome con estas mismas palabras, o muy parecidas:
-¡Zanahoria, usted no escarmienta ni siquiera en esta grave instancia! Deje enfrentar solo este momento a su egregio amigo; un emperador no precisa de apoyos destemplados. Si hiciese gala de una agudeza que parece serle tan esquiva, daríase cuenta de que yo mismo he escogido esta suerte de despedida. Están los que están, es lo que vale, y los que no asistieron habrán tenido sus justificadas razones. No pretenda constituirse en mánager del Tribunal del Santo Oficio, por Dios. Por lo demás, como no puedo hablar, como no puedo aportar al debate, como no puedo confrontar esta vez a mis ilustres contradictores, este rito me da casi lo mismo. 
De modo que los que no han venido, no vinieron no más. Febrero es mes de vacaciones, el sábado es día de cambio de aires. Ya no es tiempo de afectos entre colegas de oficina. Y si alguna virtud poseen los palogruesos, esa es posar de olvidadizos.
Para alguien como yo, de pocas luces, desentrañar, siquiera bosquejar la compleja personalidad del Amigo Bigote se torna un desafío que dan ganas de no afrontar. Me culpo de haber cerrado la boca en el momento de la despedida, aunque no hacía falta hablar: las palabras de Olivia, su mujer, pronunciadas por su sobrina, lo reflejaron en su esencia: fue un hombre completo, un marido amoroso y leal.
A pesar de todo, sin embargo, no quedaría en paz conmigo mismo si sumara esta nueva deuda en mi hoja de vida, de modo que escribiré lo que me vaya saliendo acerca de su figura. 
Está, para empezar, el tema del conocimiento, del vuelo, de las ramificaciones de su conocimiento. Del carácter enciclopédico de su conocimiento. No es que fuese Heidegger o Goethe, o el Dante, como hubiese preferido al hablar de parecidos, o semejanzas. Y sin embargo, con cuántas sorpresas salía al calor de una conversación matutina rumbo al café, ese café que le hacía el quite al trabajo oficinesco que es también el del periodismo; o durante un regado almuerzo, o una cena, o en cualquier momento del día que compartiera con nosotros. La singularidad de una planta cualquiera que divisaba en un jardín cercano, a la que se refería por su nombre científico; la letra completa en italiano o en dialecto siciliano de una ópera de Mascagni; los orígenes perdidos en el tiempo de un plato de garbanzos con tocino, la marcha equívoca de la sociedad, las trampas dialécticas del comunismo, las cumbres literarias. Todo lo sabía, o aparentaba saberlo, que ya es mucho, al punto de que uno se preguntaba, de que yo me preguntaba, ¿cuándo aprendió tanto? Porque nunca lo vi leer nada. ¿O leía, y en qué momento? ¿Estudiaba? ¿Y cómo fue que yo nunca supe nada de esas cosas que hablaba? ¿Es que todo ha pasado ante mis ojos, sin darme cuenta? ¿Es que no tuve tiempo de aprender, enfrascado como estaba en otros asuntos? O lo peor, ¿traté de aprender y no me resultó? Sea lo que fuere, he allí el primer misterio que nos ofreció su vida.
Enseguida vendría la contradicción.
Está bien, era una enciclopedia viviente. Pero entonces, ¿por qué no se elevó al pináculo dorado desde el cual la intelligentsia imparte sus mandatos? ¿Qué lo hizo quedarse con nosotros, simples mortales que acaso viven para satisfacer apetitos y necesidades? (estoy por decir burguesas). Intentaré una hipótesis para explicar este segundo misterio al final de mi tributo.
Otro gran misterio, revelador, que da para profundo estudio, es la frase que escogió, de entre otras miles, para advertirle al mundo que nadie lo heriría impunemente. En alguno de mis cuentos sostuve que cada ser humano rige su vida basado en un episodio que lo marcó en su más temprana infancia y que está perdido en la memoria. Convertido en una frase, esa frase es inamovible, gobierna a la persona para bien o para mal, y está en cada uno de nosotros descubrir cuál fue la que elegimos para afrontar la existencia. Como postula Leibniz, al decir de Borges, cada ser contiene al mismo tiempo lo que fue, lo que es y lo que será. Nemo me impune lacessit ("nadie me hiere impunemente" o dicho en forma más coloquial "no te metas conmigo") es el lema oficial del reino de Escocia y Edgard Allan Poe lo utiliza como epígrafe de su cuento "El barril de amontillado". El Amigo Bigote alguna vez confesó que lo había sacado del clásico relato del maestro del horror. Bastaba con tratarlo superficialmente para comprobar que no solo lo hizo suyo, sino que lo practicó, lo hizo carne, como se dice. Dos ejemplos. Cierta mañana se desayunó con una nota escrita por una colega de su misma sección en el diario, una colega muy inteligente pero bien poco agraciada, hay que decirlo. La nota criticaba gratuitamente y con fría ironía ciertas intervenciones o dichos, no lo recuerdo con exactitud, de la Miss Chile del momento, amiga de nuestro personaje. O sea, y aunque fuese discutible, podía tomarse como un flechazo venenoso e indirecto a su persona. Por esos días el Amigo Bigote, además de su reporteo para la sección de Espectáculos, escribía una columna semanal en la página de Redacción, y dio la casualidad que su joyita, como la llamaba, debía publicarse al día siguiente. La tituló "La rana que le cantó a la Luna". No más publicarse, los desprevenidos alabaron su estilo, caracterizado por la perfección en el uso de las palabras (dejaban en el espíritu del lector un gusto delicioso tras paladearlas) y cierta inclinación hacia el barroquismo. Había algo de melancolía en esos párrafos, algo de literatura pastoril en la aspiración imposible de un batracio por alcanzar desde su charco pestilente, acercarse aunque fuese, a la diosa pálida y eterna que lo gobernaba desde el firmamento. Solo a quien estaba dirigida la columna, y a su círculo cercano, les fue dado comprender y sufrir la picada de La Araña, su pseudónimo de aquella época. Tal acierto en la elección de las metáforas -"El sapo que le cantó a la Luna" habría denotado crueldad, por ejemplo, y vulgaridad- acarreó entre las consecuencias dictadas por la lógica una de carácter sustancial: nadie pudo acusarlo de nada. El Amigo Bigote sabía mejor que nadie que las interpretaciones son siempre subjetivas, ya que las palabras semejan telarañas que atrapan en sus redes un montón de equivalencias y hasta perdidas analogías. La venganza se había concretado, cabe especular si secundada o no por la justicia.
A propósito de esta anécdota, ya sería hora de desmentir una vez más la creencia asentada en nuestra sociedad, especialmente entre los hombres, de que las mujeres bonitas son tontas y las mujeres feas son inteligentes. Aceptando el supuesto caso de que la belleza evita trabajo, de lo que se desprende que ciertas facultades cognitivas podrían aletargarse en las mujeres que nacieron bonitas; y la fealdad lo exige, lo que implica el desarrollo de numerosas fuerzas supletorias, ningún otro factor, que yo sepa, apoyaría tal creencia.
El segundo ejemplo, más revelador aún que el anterior, pues demuestra la fragilidad escondida debajo de una engañadora y aparente arrogancia, me fue dado conocerlo de primera fuente en tiempos en que yo integraba la directiva del sindicato de periodistas de la empresa. El Amigo Bigote, que no era dado a arrimarse al árbol gremial, posiblemente porque sus ideas conservadoras consideraban que tan buena sombra no daba, me confesó discretamente que había recibido un llamado del director y que todo indicaba que su valioso aporte periodístico a la empresa estaba a las puertas de llegar a su fin. Me pidió algunos consejos, mejor dicho algunas aclaraciones, y se las di. Quedamos de hablar a la salida de la reunión. 
Entró a la oficina, donde lo esperaban el director, el gerente general y el jefe de personal. La plana mayor. Treinta minutos después abandonó el despacho sonriente y relajado. Camino al café me fue contando que, en efecto, le habían solicitado la renuncia, pero acompañada de una oferta más que digna en términos económicos, considerando sus más de cuarenta años de servicio, oferta que había aceptado gustoso. De yapa le ofrecían continuar la crítica gastronómica en calidad de colaborador. En otras palabras, una buena tucada, la merecida pensión otorgada por el antiguo sistema previsional, pues nunca se cambió a una Afp, más un estipendio mensual por visitar los mejores hoteles y restaurantes y escribir sobre ellos. Qué mejor. El sueño del pibe. Agradeció mis escuálidos servicios de dirigente sindical, resaltando que no serían necesarios. Entendí que yo había cumplido el papel de un porsiacaso y en el fondo agradecí haberme quitado ese eventual peso de encima. Fue entonces cuando lo traicionó la sensación de bienestar que lo dominaba, y dejó escapar una extraña confidencia. Dijo: "Iba preparado, Zanahoria, llevaba en el bolsillo mi camarita fotográfica para retratarlos si las cosas no salían bien, pero no tuve necesidad de usarla". ¡Vaya, el Amigo Bigote revelando que estaba asustado!, temía una artimaña, una traición proveniente de las altas esferas, una traición de aquellos con los que se codeaba en cenas de gala, en empingorotados hoteles cinco estrellas, en aniversarios de fuste. ¿Cómo pudo haber siquiera imaginado la posibilidad de que ello sucediese? Ni al más desconfiado de los mortales se le habría ocurrido. Concluí que la respuesta se hallaba en lo más recóndito de su alma: Nemo me impune lacessit.
El Amigo Bigote no siempre fue el Amigo Bigote. En sus mejores tiempos, tal vez los de La Araña, aquellos tiempos en que el periodismo se hacía a mata caballo, en que los periodistas llegaban con noticias que los jefes se limitaban a ordenar en las páginas, en que el diario parecía no obedecer a línea editorial ni propósito alguno, y sin embargo era muchísimo más coherente que el actual, que todo lo dicta desde las alturas y, vaya paradoja, postrándose ante los gustos de la gente; decía que en sus mejores tiempos el Amigo Bigote usaba una barba candado, cuando el único que la utilizaba era el actor español Fernando Rey, con quien guardaba cierto parecido. Pero bastó que las barbas candado se pusieran de moda, por allá por los noventa, para cortársela y modificar su rostro con un bigotillo a la antigua, que le dio un toque de Leo Marini o Hércules Poirot. Para mí pasó a ser entonces el Amigo Bigote. Y para él yo quedé convertido en El Zanahoria, en honor a un personaje de un comercial de los noventa. En los últimos años se atrevió a experimentar con una colita que le sobresalía de la nuca. Sus amigos lo tomamos como una humorada y más de alguno le exigió un aro, pero hasta ahí no más llegó. Con Castelli lo vimos días antes de su deceso, con el pelo al viento, animado, flaco y rotundo como siempre. Esa mañana nos ofreció una clase magistral sobre el cerro Manquehue, a la vista desde la ventana de la clínica. La colita ya no tenía la menor importancia.  
Compleja, como decía, la personalidad de Rodolfo Gambetti, el Amigo Bigote. Tan querido de los demás no era. Había que descubrirlo, atreverse a entrar en su mundo para admirar el jardín que cultivaba para sus conocidos y para cualquier persona que quisiera internarse en él, sin pisotearle las flores, claro está. Una vez en confianza, a sabiendas de que no sería agredido, se convertía en un hombre de gran corazón, generoso y compasivo. Solo con unos pocos entraba en chanzas, juegos absurdos, como torturar al compañero pegándole en los brazos, agarrándolo del cuello hasta dejarlo sin aliento o practicándole una llave. Huelga contar las caras de espanto que ponían las colegas recién llegadas al diario o las estudiantes en práctica testigos de aquellas escenas insólitas. Saval, Camilo Lardinois, el Negro Paredes y el Amigo Bigote ofrecieron episodios inolvidables de esas chiquilladas, en plena sala de crónica de Las Últimas Noticias.
Muchos le temían, otros hablaban mal de él a sus espaldas; unos pocos trataban de competir con él de tú a tú, como el joven Yuri Rojo, entrador, oriundo de Ovalle, alma de minero, quien recién llegado al diario lo saludó con un "¡hola guatón Gambetti!". 
"Me dejó descolocado. ¿Quién es este mocoso que se atreve a tratarme así? Tuve que hacer mis averiguaciones y cuando nos volvimos a encontrar lo llamé Ovallego", contaba. 
Notable era su costumbre de dormir la siesta con la mano derecha agarrada al mouse del computador, después de un regado almuerzo. Una tarde un amigo lo alertó de que venía entrando Agustín Edwards Jr., director del diario. Como no advertía reacción alguna en el soñoliento le exigió que se despertara, casi al borde de la desesperación. Gambetti le contestó con una de sus genialidades: "¡Me importa un pico!". 
El Amigo Bigote fue siempre un conservador de tomo y lomo; no cambió de ideas como tantos lo hemos hecho con el tiempo, por atendibles razones. Desde que ingresó a estudiar periodismo a la Universidad Católica se identificó con el ideario derechista, ignoro si el gremialista de Jaime Guzmán, tiendo a pensar que no, porque las suyas no eran propiamente ideas liberales, sino conservadoras, las de Franco, Pinochet; es más, del excomulgado arzobispo Marcel Lefebvre. Durante el velatorio tuve la oportunidad de conocer a su hijo, Rodolfo. Al advertir que se hallaba de muy buen semblante, deseoso de dialogar, le pregunté: ¿era creyente tu padre? Me respondió: "Buena pregunta. Mi papá era de misa en latín. Participaba enteramente de la ceremonia; se la sabía de memoria. Decía que con la fórmula instaurada por el Concilio Vaticano II se perdía". 
Esta que presentaré a continuación es una hipótesis descabellada, lo confieso, pero sigo esperando que alguien me la rebata. Tal vez no dé ni siquiera para eso. El hecho es que me parece haber detectado que las personas a las que les ha ido bien en la vida, habiendo partido de una posición endeble, terminan inclinándose hacia la derecha. En cambio aquellas que no lograron despegar y viven en la cuerera, siguen siendo de izquierda o se van hacia la izquierda. El trasfondo de la hipótesis sería que es el dinero el que va modelando al hombre. Que en el fondo, todas las protestas sociales no tienen nada de románticas y su origen se halla no en la justicia social ni en la igualdad sino en el dinero. Deuda histórica: dinero. Reforma previsional: dinero. Listas de espera: dinero. Política habitacional: dinero. Educación gratuita: dinero. Por supuesto que hay ejemplos de izquierdistas a los que les ha ido bien y derechistas que no tienen donde caerse muertos, pero en tales casos mi defensa es que se trata de personas que piensan poco.
El Amigo Bigote era de pensamiento rápido, relampagueante. No había cómo ganarle una discusión. Llegado el caso, coronaba sus intervenciones con un doloroso sarcasmo, imposible de contrarrestar. No quedaba otra que retirarse con la cola entre las piernas. Pero al momento de explayarse, de justificar sus ideas, adolecía de cierta dispersión. No eran meridianamente claras sus disertaciones, tendía a confundirse y generalmente no redondeaba su argumentación.
Lo que duele con su partida es que con él se ha ido esa monumental personalidad y esa cantidad de conocimiento digerido imposible de hallar en internet o en las bibliotecas y librerías del mundo, pues llevaban implícito su sello personal.
Vuelvo finalmente al comienzo. Lo que pudo ser y eligió no ser. El Amigo Bigote se quedó entre nosotros, abjurando de la fama, el éxito y el dinero, porque el Amigo Bigote era más sabio que todos aquellos que se creen sabios. El Amigo Bigote prefirió mil veces compartir un pisco sour catedral con un ser de esta tierra que encerrarse a escribir una nueva teoría del conocimiento o a investigar las veleidades de la lingüística en los tiempos que corren, que dicho sea de paso detestaba. Gozador, término que no reconoce la Real Academia, es un adjetivo que por lo general desacredita a quien lo personifica. Para una persona cabal, de ambiciones, se prefiere trabajador, estudioso, investigador.
El Amigo Bigote era un gozador que contempló la vida desde su trono situado en la periferia del poder. Poder al que sin embargo nunca perdió de vista.
                             


jueves, enero 30, 2025

Vida/Muerte

Hoy es el cumpleaños de mi amada hija Constanza. ¡Salud, felicidad, prosperidad, alegría y amor para ti, Conita, reina del flamenco!
Hoy acaba de fallecer mi querido y admirado amigo Gambetti. Descanso eterno a tu alma. 

domingo, enero 26, 2025

Encuentro inesperado con Fernández

Ocurrió entonces que vi caminando por la calle (no por la vereda sino por la calle, por el tránsito destinado a los vehículos) a mi viejo amigo Fernández. Recién vine a reparar en él cuando me llevaba varios metros de ventaja y ya se disponía a subir a un automóvil. Vestía su clásico terno gris perla de oficinista meticuloso que le ayudaba a disfrazar su trastorno maníaco depresivo, según había concluido él mismo al momento de analizar sus gustos en materia de vestimenta, durante alguno de esos pequeños viajes que emprendimos juntos. 
No me entusiasmó demasiado la idea de correr a saludarlo. Primero debía despejar de mi mente una duda prácticamente infantil, de aficionado. Mediaba entre nosotros una distancia de unos veinticinco metros. Así fue como le pregunté a quienes me acompañaban: 
-¿Esto está grabado?
-¿Cómo?
-¿Esto que estoy viendo pertenece a una escena del pasado? ¿Está grabado?
-No. Está ocurriendo ahora.
-Pero eso es imposible. Fernández murió hace varios años.
-¿Quién es Fernández?
Corté el diálogo y corrí a toda prisa. Fernández ya se hallaba sentado al volante y giraba la llave del motor.
-¡Para, para!
Debió ver mi rostro angustiado que lo miraba a los ojos a través de la ventanilla, porque detuvo el motor. Yo, a mi vez, noté cómo su expresión correcta y desganada mutaba por la de un sentimiento intenso, del que no se hallaban excluidas ni la alegría ni la tristeza.
Bajó del auto y nos abrazamos con fervor. Calculo que así tuvo que ser el abrazo al hijo pródigo del que hablan las sagradas escrituras, o el que se dieron padre e hijo, exhaustos, apenas pisaron tierra firme tras salvarse del naufragio. Fue un abrazo forzudo, demasiado emotivo; tanto que la elegante caída del terno se le desbarajustó y las solapas le subieron hasta la mitad de la cabeza.
Con el sosiego que otorga la imposibilidad de la huida intenté profundizar en ciertos temas de fondo. Me interesaba sobremanera conocer su testimonio acerca de la muerte. Fernández no se hizo de rogar; mientras caminábamos tomados del brazo me iba relatando sus experiencias, todas muy interesantes. Había una duda que siempre había rondado mi mente desde que era chico, y Fernández me la despejó en un santiamén. Consistía en saber si los finados se mezclaban o vivían separados según continentes, razas, ideas políticas o grados de cultura; más aún, si compartían "los de este tiempo" con los de "todos los tiempos" o, caso contrario, Dios había destinado diferentes reinos para cada década o centuria o mejor dicho, reinos diferentes cada cuarenta o cincuenta años, el paso de unas dos a tres generaciones. Fernández me aseguró que se mezclaban naturalmente. Añadió que hace unos días se había encontrado con el famoso economista Friedrich von Hayek y tuvo el gusto de intercambiar un par de palabras con él, definiéndolo de paso como "un viejito amable".
Al llegar la hora de despedirnos trocó su efusividad física por una frase para ponerla en un marco, que me dejó en un estado de meditación por varios minutos. Pues mientras se alejaba, mientras volvía al patio de los callados, como se le dice también al Más Allá, me susurró desde lejos: "Mientras tú estés vivo yo no estoy muerto. Tu cabeza me mantiene con vida. Tú eres el recuerdo de los muertos".
Me acababa de rendir un sincero tributo, gesto que me conmovió por su implicancia.