Nathaniel Hawthorne publicó el cuento en 1837 dentro del volumen titulado "Twice-Told Tales" (Cuentos contados dos veces, pues los originales venían de difundirse en diversas revistas) y lo situó en Londres. A Borges le impresionó el relato y le dedicó una conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, que dictó en marzo de 1949 y recopiló en 1967 en el libro "Nueva antología personal" (Siglo XXI Editores, pág. 172 y siguientes).
En síntesis, y valga como ilustración de lo que deseo testimoniar a continuación, Wakfield es un sosegado jefe de hogar, felizmente casado hace diez años, dueño de una imaginación propensa a elaborar "misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes... un hombre tibio, de gran pereza imaginativa y mental" (Borges se acopla al retrato que bosqueja Hawthorne) que de un día para otro abandona su hogar para alojarse a la vuelta de su casa durante veinte años, durante los cuales suele pasar frente a su domicilio, mirar por la ventana a su mujer y hasta encontrarse frente a frente a ella en una calle de Londres, sin que la supuesta viuda lo reconozca, para finalmente regresar como si nada y vivir el resto de sus días junto a su esposa como un marido ejemplar.
Esa tendencia a "elaborar misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes", la reconozco en mi persona, no es objeto de orgullo sino de asombro, pero es trascendente porque dice mucho de mí y hasta cambió mi vida en un momento de mi juventud y ahora, entrado a la vejez.
Tiendo a pensar que el escritor, más que por necesidad, escribe por placer; de otro modo no lo haría. No obstante, hay ocasiones en que lo hace por pesar; de esto daré ejemplos que no enfrentan al placer con el pesar, sino que de alguna misteriosa manera los entrelazan en un instante de su vida.
Me asaltan confusas sensaciones de pérdida, de enemigos que acechan a través de las cosas. Las cosas suelen generar más espanto que las ideas, las creencias, los recuerdos, el porvenir. Mensajeras de presumibles o desconocidas desgracias, atacan, en su inocencia, la base del ser, y despiertan la cobardía. Una de las razones que tengo para escribir es hacerles frente a las cosas, evitándolas. A pesar de todo, dejan su huella en el texto; una consecuencia es la historia que estoy narrando.
Esto ya lo he contado alguna vez; el hecho fue que no tendría más de seis años, era de noche y jugábamos a las escondidas en el patio de Rancagua. Había una fiesta en la casa, lo recuerdo por el entrechocar de copas y las risotadas de los mayores, por esas luces mortecinas que llegaban desde el comedor, repartiendo sombras que semejaban espectros jubilosos. No sé hoy dónde me escondí; sí sé que era un escondite inexpugnable. Mi hermano y mis primos iban saliendo de sus guaridas y trataban de llegar al punto concertado; algunos eran pillados, otros lograban su propósito. Yo escuchaba gritos y risas infantiles. Y no salía. ¿Qué me hizo permanecer oculto durante un tiempo irracional, desmedido, tanto así que el juego terminó y todos se entraron en la casa, sin que nadie me echara de menos? Hasta ahora solo tengo una explicación para haber tomado esa decisión irracional, aunque inofensiva. Se trataba de ganar, y para ganar hay que hacer sacrificios, ejercitar la paciencia y apostarlo todo solamente cuando el campo se halla libre de enemigos. Esa noche triunfé sobre el silencio y la indiferencia, que es algo así como triunfar sobre la muerte, una especie de victoria pírrica. Ya se anidaba en mí el espíritu de Wakefield.
Darían las dos de la tarde del 21 de agosto de 1971 cuando mi cuerpo me impulsó a tomar una micro hasta la Estación Central. Durante el trayecto traté de pensar hacia dónde me dirigía; una vaga idea se me cruzó por la mente. Contaba 18 años cumplidos. Al bajar me dirigí a un terminal secundario de buses cuyo destino es el litoral central. Busqué un pasaje para Rosario Lo Solís y para mi suerte, estaba por salir el único bus del día que llevaba a ese pueblito. Alrededor de las siete de la tarde descendí en San Vicente de Pucalán, algo menos que un caserío, ubicado unos diez kilómetros antes del destino final. Llovía intensamente. Toqué a la puerta de una casa de adobe frente a un pino gigante y a un costado de la escuelita del lugar; me salió a abrir una anciana que temblaba por efectos del Parkinson. Era la señorita María Williams, ex colega de mi abuela Amanda en otra escuela rural. Mi abuela había conseguido un puesto en la ciudad y ya no vivía en este mundo; la señorita María Williams había permanecido en el campo, le quedaba un poco más de vida y estaba jubilada. Yo la conocía porque con mi tía y mi primo Miguel habíamos pasado unas vacaciones en esa casa, dos años antes. Me presenté y fui reconocido e invitado a entrar. Sus manos tiritonas me sirvieron un pan con dulce de membrillo y un café con leche, sin derramar una sola gota. Recuerdo que yo vestía uno de esos ponchos de lana que estaban de moda en los años setenta, y que mi pelo largo la impresionó, mejor dicho la inquietó. Y sin embargo me ofreció su hospitalidad. ¿Qué presentimiento me hizo abandonar la carrera universitaria ese 21 de agosto y emprender la aventura de convertirme en profesor primario en una escuelita rural durante cuatro meses, acogido por una anciana que apenas me conocía? He allí uno de esos misterios pueriles, secretos insignificantes. Dejaba mi mundo y entraba en otro, alejado pero en el fondo a la vuelta de mi casa. Esa decisión tomada sin previo análisis, venida del fondo de mi ser, me cambió la vida. Vista con el prisma de hoy, fue una determinación temeraria, pero al final de cuentas beneficiosa. En la universidad daba tumbos; era demasiado joven para afrontar el peso de un ambiente plagado de seres pensantes, revolucionarios; deseaba entregarme en ese momento a un entorno puro y desamparado, que identificaba con el campo, con los niños del campo, y esos cuatro meses, sumados al estudio posterior de la carrera de pedagogía, que se truncó a raíz del Golpe de Estado, fue el revoltijo necesario para reintegrarme a mi carrera original, periodismo, y rectificar mi existencia.
Tendría unos 35 años, vivíamos en La Florida. Éramos entonces Patricia, Constanza, Matías y yo. No había nacido Valentina. La Conita debía de tener nueve años y Matías, siete. Esa tarde llegué más temprano del trabajo; los niños jugaban en el pasaje. Mi espíritu lúdico ideó un juego cruel, nacido de una idea atornillada en los orígenes de mi razonamiento, consistente en que la emoción, para que sea más viva, debe ser precedida por una sensación trágica: me disfrazaría de monstruo para asustarlos. Me cubrí el cuerpo hasta la cabeza con una bata azul y esperé, escondido en una habitación del segundo piso. Los niños entraron; di sonoros pasos, que de pronto fueron escuchados. Sentí una agitación en la sangre; me corrió un sudor nervioso por la espalda y podría jurar que en mi cara se dibujó una mueca de ominosa felicidad. Mi hija mayor, que siempre ha dado muestras de una valentía que pasa por desaconsejable, comenzó a subir los escalones, desafiando a gritos al ladrón que había entrado a robar a la casa. Portaba una lanza del movimiento scout; Matías había huido disparado a la calle. Juzgué que era el momento de dar la divertida sorpresa. Comencé a bajar hasta ella y me descubrí, cuando estaba a punto de arrojarme la lanza. Hasta hoy, hasta este mismo momento en que la rememoro, me maldigo por esa broma, que harto pánico y sufrimiento les causó a los dos. Pesar y placer. Wakefield.
Existe finalmente una decisión que se fue dando de manera natural, pero que bien pensadas las cosas no tiene asidero lógico. Porque, ¿es sensato que un hombre de setenta años, de los cuales ha vivido cincuenta o poquito menos junto a su esposa y sus tres hijos, deje su hogar de un día para otro para establecerse en otra casa, ubicada a mil kilómetros, y que esto se dé manteniendo su matrimonio y aun redoblando el cariño por su mujer y sus hijos? De hecho, es la primera pregunta que me hacen cuando se enteran de mi cambio: ¿y estás viviendo solo? Entonces les respondo con argumentos que parecen normales, pero que bien pensadas las cosas no tienen asidero lógico. "Ella sigue haciendo clases y yo no puedo dejar esta cabaña sola, después de haberla construido". Las preguntan flotan, tácitas, densas, en el aire. ¿Por qué sigue haciendo clases? ¿Por qué ordenó construir esta cabaña? ¿No había otra solución para este matrimonio que se casó "para toda la vida" y que juró permanecer unido y protegerse en la salud y en la enfermedad? ¿O bien pensadas las cosas no podía haber mejor plan que este, considerando el desgaste natural de la pareja y el aire fresco que entra en los pulmones de él y de ella cuando respiran libertad y los fantasmas de la neurosis y del desinterés se evanecen?
Wakefield lleva ya tres años instalado "a la vuelta de su casa". Cada día mira por la ventana del whatsapp a su mujer, a su familia y deja pasar el tiempo, convencido íntimamente de que no alcanzará la cifra mágica de los veinte años. Antes se hallará habitando el patio de los callados, como ya estaba muerto en vida el personaje original, al retornar de pronto a su hogar en Londres.