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martes, agosto 15, 2017

Visiones

Decían, con frases cortantes, a la rápida, que se navegaba en un mar agitado y era cosa de palparlo, lo que se podría llamar un pleonasmo de lenguas mordaces hablando sobre la evidente ferocidad del océano: las olas asaltaban la cubierta, dejando una estela de espuma rabiosa que se iba por los bordes antes de que llegara la próxima advertencia.
Había proyectado, y lo seguía pensando, que a contar de ahora comenzaría para mí el tiempo sosegado, pero las inclemencias meteorológicas enviaban señales inquietantes. Descubrí, agarrado a la baranda, el único del grupo, que mi personalidad se había forjado de temprano a través del simple expediente de mirar por encima o por debajo. Podía obedecer, reverenciar, cumplir con éxito lo que se esperaba de mí; podía sentir piedad, desprecio, desconsuelo. Pero no había un horizonte que al separar, igualara. Era esa la fórmula que había que romper, pero no disponía de las herramientas ni del secreto para lograrlo.
La nave se dejaba llevar hasta la base de una ola gigantesca, perdiendo todo contacto con el mundo exterior, rodeada de una verde oscuridad donde se desparramaban y eran tragados en cosa de segundos vómitos compungidos, asquerosos; cuando parecía todo perdido ella y nosotros volábamos de un salto a la cresta blanquecina: allí el viento mojado lanzaba carcajadas sobre mi rostro y el de los demás marineros, que hacían su trabajo.

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