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lunes, marzo 27, 2023

El soldadito

De a poco, el Chico Sergio me ha ido metiendo cuco. Casi todas las mañanas lo veo pasar frente a mi cabaña. Él también me ve; nos saludamos de lejos. 
Entra al establo de mi vecino el Huaso Triviño, extrae la bosta, limpia el piso, llena un balde con forraje de alfalfa y se lo ofrece a los caballos corraleros, que esperan con ansias el manjar en el campo, galopando, echando coces, diríase que sintiéndose felices de estar vivos, pero sobre todo, de recordar que existe el futuro, y que ese futuro les depara el placer de saciar el hambre. El Chico Sergio les renueva el agua; los caballos, ya bien alimentados, se mueven lánguidos por el pasto corto del terreno, arrancado a punta de mordidas; agachan el pescuezo y beben del depósito ubicado en el otro extremo de la parcela, al lado de la alambrada de púas; un hilo les chorrea por las barbas, mezclado con restos de hierba. 
Tiendo a perder el interés en su jornada de trabajo. A veces limpia malezas, fortifica las tazas de las plantas, cambia los sendos pesos de fierro que fijan al toro y la vaquilla a sus limitados radios en el prado. Al anochecer se retira a su hogar, marchando con paso de soldado. Una figura pequeña, erguida, con botas de agua, chaleco de lana, la pequeña mochila y su eterna gorra. El soldadito. 
Nos levantamos la mano, me acerco y le ofrezco un sandwich envuelto en una servilleta junto a una lata de cerveza helada, como parte de algún ligero servicio que me ha hecho. Con el sandwich y la cerveza en su mochila sortea el camino de ripio hasta la salida, toma la ruta asfaltada y desaparece en la pendiente arbolada que lo lleva a su hogar, donde lo espera su hermana con cuatro platadas de cazuela.
Esto, en el fondo, se trata de un choque de culturas. El letrado, el santiaguino, el afuerino, el advenedizo, condesciende ante el Chico Sergio, el soldadito, el humilde campesino de metro cincuenta, y le ofrece migas de amistad, que este agradece, no rechaza.
Tengo la manía de inventarle cargos importantes a la gente de la calle, y viceversa. Al economista Hernán Somerville me lo imagino animando una boite; al juez Juan Guzmán, detrás del mesón de la carnicería con el delantal blanco cubierto de sangre; a la doctora Cordero, presidiendo la reunión de un centro de madres en la comuna de Pudahuel. A la inversa, el joven pordiosero que pasa por mi casa de Santiago tiene un aire a Alexis Sánchez. Más de un transeúnte que baja por la escalera mecánica del Metro pasaría por senador de la república. Al soldadito, recién salido de la ducha y vestido con beatle negro, jeans y zapatillas blancas, lo habrían confundido en las calles de Manhattan con Philip Roth y hasta le habrían pedido autógrafos.
Como iba diciendo, la cercanía me ha llevado a encargarle pequeños trabajos -arrinconar en los límites de la parcela los montones de pasto seco, cavar la tierra y plantar dos coigües, un canelo, un par de hortensias; apalear el material estabilizador que le está dando forma al camino de entrada-. Me cobra lo mínimo, diríase que le da vergüenza cobrarme; yo le agrego una cerveza, su bebida favorita, y un sandwich. Me cuenta las novedades del entorno, capto que le gusta darme noticias. El otro día se robaron los portones de fierro de la entrada de un fundo, el domingo hay una fiesta costumbrista en Frutillar Alto, con baile, carne y cerveza; mañana llueve fuerte, los perros asalvajados se comieron un cordero del vecino. Me cuesta entenderle, le hago repetir casi todo lo que me dice; hilvana mal las frases, deja palabras sin terminar, usa pocos artículos. Yo suelo escucharlo desde el borde de la terraza mientras él me habla desde el pasto. Desde ese ángulo mi figura se agranda y la suya empequeñece.
Anoche entraron con su segundo patrón, mi vecino, hasta el fondo del condominio, donde están las caballerizas. Miré entre las cortinas y los vi alumbrando con linternas; me asusté, pensé que les estaban robando. Mi vecino ya me había contado que a veces se metía gente extraña en auto a mirar, a sapear, y de un disparo al aire los sacaba volando. "Hace unos meses entró una pareja. ¡Váyanse a culiar a otra parte!, les grité, y se fueron", relató en uno de sus arranques de locuacidad. La filosofía del Huaso Triviño, muy atendible en los campos, es que si el estado no da seguridad, uno tiene que afrontar el desafío.
Pero anoche no estaban robando. Cuando se retiraron y el Chico Sergio procedía a cerrar el acceso a  mi parcela y a las caballerizas salí a preguntarle qué había pasado. La noche estaba oscura, lloviznaba. El Chico Sergio me alumbró a la cara con la linterna y se tranquilizó. "Estábamos echándole fuego a dos nidos de chaquetas amarillas... en la tarde me picaron... pero falló el soplete... la señora Maite nos convidó fósforos... pican fuerte las avispas... hay que cuidarse".
Su persona me despierta cariño; tanto así que lo he invitado a comer a mi casa dos veces. La primera vez entró medio asustado, cansado después de su jornada; le indiqué el baño, para que se lavara las manos, y lo senté a la mesa. Miraba el televisor y no entendía muy bien por qué salía música y la imagen de la pantalla estaba fija. Le conté que me gustaba escuchar una radio de Irlanda a través de internet. Cambié la señal a un partido de fútbol que se estaba jugando en Europa; luego volví con mi radio favorita. "Qué bonita su casa", me dijo.
Le serví un plato de carne, palanca, con acompañamiento de merluza al horno, más una lata de medio litro de cerveza. La verdad es que ambas porciones me habían sobrado y al día siguiente debía viajar a Santiago, por lo que no me quedaría más remedio que echarlas a la basura o dárselas a los tiuques, enganchándolas en las púas de la alambrada. Razoné que era más cuerdo ofrecerle esa comida al Soldadito; así lo hice y él aceptó de buena gana, me quiso convencer con una suerte de fría pasión que la comida nunca se rechaza, aunque lo dijo con otras palabras.
La segunda vez compartimos unos panes amasados con huevos revueltos, mantequilla y queso. Le pregunté si deseaba té o café y me dijo café, porque el té le hacía mal al estómago. ¿Con leche? Bueno.
Le acerqué el frasco de Nescafé y se echó una porción ridícula, la punta de la cuchara. En el fondo de la taza se veían unos polvitos de café. ¡Sírvase más, tocayo! Bueno. Y se echó otro cuarto de cucharada. 
Comía con cuidado, apretaba las uñas sucias contra la servilleta y se llevaba el pan a la boca; las migas caían al suelo, al lado de su gorra. 
El Chico Sergio trabaja en el día para el patrón de un fundo, por la tarde pasa a atender los requerimientos de mi vecino el Huaso Triviño y al culminar la jornada lo tomo yo. Mientras se comía los huevos me contó que la noche que le convidé esa cerveza de medio litro había tenido puros sueños raros. Soñé que me casaba (sacó los dientes y rió). ¿Que se casaba? ¿Acaso usted es soltero? (reí por mi parte, ante la cándida confesión). Claro. ¿Y qué edad tiene? 51 años. Ya está bueno que se case. No, un amigo mío se casó con una de las huifas y salió perdiendo... se compró casa... la puso a nombre de ella... la de las huifas llegó un día con otro hombre... mi amigo le aceptó... al mes lo echaron... ahora vive donde una hermana. Igual que usted. Igual que yo... pero yo no me caso... ¿Le han robado? Un día fui a Puerto Montt... bajé en el paradero... había un montón de gente... me empujaban... saqué la billetera de la mochila y estaba llena de billetes de diarios cortados... no sé cómo lo hicieron... fui donde mi patrón... me robaron, qué hago ahora... présteme para unos días...
Entraba en confianza y se iba soltando. Entonces me confesó que la noche anterior lo había seguido la Trauca. Afirmó que la Trauca sigue a la gente cuando en la noche no hay luna ni hay estrellas y el camino es una boca de lobo. También se aparece en un cruce la Viuda Negra, que es una mujer que si lo agarra a uno no lo suelta hasta que pasan ocho años. Entonces la persona se muere. Algunos se revientan en sangre. También existen duendes en el campo, son chiquititos y pasan corriendo, pero los ven casi los puros niños. ¿Y aquí hay brujos? Claro... en la casa que yo vivía en el fundo del patrón... antes de irme a vivir... había una señora... bajando por una escalera... en un subterráneo... la casa marcada... bruja... se revientan en sangre... después yo me fui con mi hermana a mi casa de ahora... está sana... la otra la demolieron... pero el patrón nunca supo que estaba marcada...
Al momento de marcharse recogió su gorra del suelo, tomó su mochila y se despidió. 
Mañana no vengo don Sergio... le hace falta una carretilla... mañana me pagan... cerveza...
Últimamente lo he notado algo corrido, huidizo. No me parece que se deba solamente a mi imaginación, puesto que antes, cada tarde al marcharse y pasar frente a mi cabaña giraba la cabeza en mi dirección, levantaba la mano derecha y continuaba con su marcha de soldadito. Ahora lo he visto que pasa, echa una mirada de reojo y sigue caminando.
Una de estas tardes fui a saludarlo y le recordé que seguía pendiente el ripiado del camino de entrada a mi cabaña. Me escuchó, echó un vistazo casi imperceptible hacia la casa del Huaso Triviño y me inventó una de esas excusas que en mis tiempos se conocían como "barretas mogosas". O así lo pensé.
Y es que con los días, las semanas, los tres meses que ya llevo viviendo en el sur, he terminado por convencerme de que aquí las cosas que realmente importan de la vida no emergen, sino que se manifiestan debajo de la tierra. Y que detrás de cada hoja que adorna el paraíso se esconde un avispero de irregularidades.
Hay veces, pocas, no muchas, noches escogidas, en que sentado ante la mesa, con el paisaje abierto de los árboles frondosos que se mecen con el viento, los caballos inmóviles en el terreno del frente, caballos ausentes de espíritu de vida, acompañado del canto profético de las bandurrias, del recuerdo de Santiago, de mi familia, de los míos, de los seres a los que amo pero de los que necesito separarme para hallar por fin lo que hay dentro de mí, lo que se guarda en mi alma, si es que en el fondo de mi alma realmente hay algo y no el vacío, algo que trascienda al egoísmo, los nervios, la concupiscencia, el destino trágico, el temor a la pobreza; o quizás no hay más que eso, superficie, un alma adoremecida en la rutina del día perfecto; en esas noches selectas, digo, se me aparecen de repente las palabras del Soldadito, sus temores cavernarios, el acecho constante de una sombra invisible, y siento miedo, tiendo a creer en ese mundo subterráneo, tiendo a ponerme a la defensiva, a bajar la vista, parar la oreja y pensar en otra cosa, hasta que la imagen de mí mismo reventado en sangre se va difuminando detrás de ideas edificantes, autocontrol, el correr de los minutos, y es reemplazada por alguna menos pesimista.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Las luces y las sombras, de la vida en el campo, de la vida en soledad.
Bonita crónica sobre el Soldadito.
Un abrazo enorme
La Lechucita