-Hola...
-¡Ya pues, salude! Es para la Rosa María. Ahora...
-¡Holaaa!
-¿Cómo está?
-¿Yo? Estoy bien. ¿Pa qué es eso?
-Ya pues, salude. Si es para la Rosa María. Dígale hola Rosa María. ¡Salude, pues!
-Ay... dale dale dale.
-¿Te acuerdas de ella?
-Sí, pues. Era...
-¿Quién era ella? A ver, cuéntame.
-¡La Rosa María, pues!
-Pero quién es.
¿Quién es?
-Sí.
-La que estaba... vivía... ah, cómo se llama... ya se me olvidó.
-¿Era una amiga tuya?
-No, vivía al lado mío.
-Ella trabajaba contigo.
-Sí.
-¿Y dónde trabajaba?
-Primero trabajaba en... Marín... eh...
-¿En El Mercurio?
-Noooo.
-¿No trabajaba contigo en El Mercurio?
-No, pos.
-Ah, yo pensé que trabajaba contigo.
-No.
-¿Simpática?
-Simpática.
-Mándale muchos saludos. Dile "cariños Rosa María".
-Rosa María...
-Dile. ¡Cariños! ¡Saludos!
-Saludos... a todos... y acuérdate... ¡del Lucho!
Bajo ese video de WhatsApp que miré con escaso interés y curiosidad, Mauricio había escrito la frase que da título a esta crónica. Le pregunté quién era el personaje de lentes y sombrero que se dirigía a la cámara, considerando que el diálogo con la mujer que lo entrevistaba hacía referencia a nuestra ex jefa en El Mercurio, Rosa María Astudillo. Enflaquecido, falto de memoria y de varios dientes, se revelaba a todas luces como un viejo acabado, digno de compasión, como tantos que deambulan por el mundo, sin entenderlo.
-Es Alejandro Meza. Y quien le habla es su mujer -me escribió.
La propia esposa exhibía, con buena intención, la terrible decadencia de su marido. Pero a la larga el video provocaba un raro efecto, de rechazo.
-¿Meservéricus?
-El mismo.
La imagen me trasladó en cosa de segundos al Mesita rozagante de corbata a rayas, camisa amarilla, chaqueta parda de tweed, al Mesita de labios gruesos y sonrisita cargante. Aparecía puntualmente en la Central de Informaciones a las diez de la mañana, su hora de entrada. Hola chiquillos, saludaba con desparpajo, como si la urgencia noticiosa no fuese sino una variante agitada de la rutina oficinesca. Los teletipos parecían disputarse la copa mundial del zangoloteo; su tecleo eléctrico convertía la sala en un festival de pájaros locos, Miguel Montt atravesaba contra el tiempo el estrecho pasillo que daba a El Mercurio, La Segunda y Las Últimas Noticias con un manojo de cables en la mano. Mesita, en tanto, se despojaba con elegancia de la chaqueta, la llevaba al colgador, se arremangaba la camisa, encendía el primer cigarrillo de la mañana y se sentaba al teletipo, donde lo esperaba un alto de noticias que debían transmitirse a los diarios regionales. A partir de ese momento sus dedos se movían a una velocidad inhumana, era un artista de la máquina; todo lo hacía con tal displicencia, con tal naturalidad, que parecía que él mismo se creyera no mejor que el resto, sino perfecto. No había mala intención en su actuar, pero su desdén, su incomprensión del quehacer periodístico en su sentir más profundo, que es el valor de la hora, el minuto, el segundo, sumada a la excelencia en el desempeño de su oficio, provocaban un efecto de rechazo en los demás. Cuenta Diocares que durante un turno de fin de semana Mesita bajó a cenar al viejo casino, una suerte de ratonera subterránea colindante con el departamento de Fotografía, donde el Cabezón Farías atendía con cara de natre las solicitudes periodísticas. Demoró más de la cuenta, cerca de una hora y media. Degustó sabrosos platos, comida de la buena que por esos entonces se servía a los funcionarios de la empresa, se comió dos postres, llenó de café su jarro enlozado y se fumó un par de cigarrillos con filtro. Cuando volvió a la Central de Informaciones se encontró en la puerta con una jauría de perros rabiosos; eran los encargados de las secciones de Crónica, Deportes, Internacional y Espectáculos de los diarios de la empresa. Mesita había dejado la sala cerrada con llave. Estaba convencido, porque siempre lo había sabido, que las noticias bien pueden esperar un rato, que no existe nada que no se pueda solucionar, que la impaciencia destruye los más elevados propósitos.
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