Gambetti se me había aparecido en mitad de la noche. Caminaba por un galpón desordenado en cuyo fondo brillaban las brasas de una fragua. Brotaban las lenguas de fuego y saltaban las chispas; se adivinaba movimiento, calor, desorden. Estarás acostumbrado a esto, le comenté. Íbamos del brazo. No, me contestó, allá no es así. Lucía alegre y pícaro, aun vistiendo ese abrigo gris que lo empaquetaba, le quitaba elasticidad. Saliendo del galpón nos encontramos con el gordo Urzúa; los tres habíamos sido grandes amigos, años atrás. Se lo mostré, esa es la palabra, le mostré a Gambetti. Urzúa no lo podía creer; él sabía que Gambetti llevaba muerto más de ocho meses, de modo que quiso comprobar ante quién se hallaba: se le acercó a la cara hasta que casi se tocaron; en ese instante Gambetti se esfumó y Urzúa quedó con la cara contra el vidrio del ascensor. Es correcto lo que está sucediendo, me dije, Urzúa cortó el nudo; no podían encontrarse.
Al abrir el mensaje se confirmaron mis aprensiones. "Queridos amigos y hermanos: lamento comunicar que ayer partió a la casa del Señor mi querida esposa Miriam. Ella soportó una larga enfermedad y ayer descansó junto a mí y nuestro hijo mayor. Que en paz descanse". Remataban tres manos en señal de oración.
Al amigo se le quiere y se le acompaña, especialmemnte en trances como estos. Mis expectativas para este domingo eran tomarme un expreso con dos alfajores de maicena en la cafetería del hotel Ayacara, donde se cambiaron hace poco mi amigo del Suzuki y su mujer. Él ya conoce mis gustos y los alfajores son un regalo que se deshace en la boca. Dos por mil quinientos pesos. Por la tarde pensaba ver algunos partidos de fútbol por la TV, dormir una siesta, revisar el prólogo del libro de gazapos, que me entusiasma y al que el mismo Sargento ha hecho valiosos aportes. En cambio habré de recorrer 444 kilómerros de ida y 444 de vuelta. En fin, ya estoy arriba del segundo bus que me acercará a mi destino final, Capitán Pastene. Dentro de todo he tenido suerte: hasta ayer sentía los coletazos de un cuadro de salud indefinido que duró tres días (un peso doloroso en el estómago que llegaba hasta la espalda, algunos tiritones, dolor de cabeza, sensación general de malestar). Con esos síntomas no habría podido viajar. Ahora voy saliendo de Osorno rumbo a Temuco, con una mochila y un libro en las manos.
Hace falta un cambio de aire, de repente. Mi natural predisposición a la culpa me sopla que esto no es un sacrificio, que es una grata aventura. Mis amigos del grupo Le Tengo Pieza insisten en hablar de sacrificio y en agradecerme el viaje en su representación. Mauricio está en París, disfrutando de un soñado viaje junto a su mujer; Arnaldo tiene sus cosas que hacer en Santiago y al Viejito Olivares noi se le puede pedir mucho, su estado de salud no es el de los mejores, así lo ha confirmado esta mañana al teléfono.
Hoy ha muerto la mujer de Roldán. O ayer. En el bus voy releyendo El Extranjero y se me antoja que esta crónica podría comenzar a la manera de Camus; mi tendencia a copiar de los grandes me lleva a seguir su estilo. Camus escribe como si estuviese llevando un diario de vida. Además, desde el primer momento le imprime un tono de insensibilidad al protagonista, a quien nada lo conmueve. Su genialidad, como se da con los maestros, estriba en el manejo del detalle. Parece sumamente fácil, pero no es así, y mis palabras son la prueba: hasta el momento no he hecho más que presentar la historia del viaje al entierro de la esposa de Roldán siguiendo los pasos habituales. Recuerdo haber pensado, cuando leí por primera vez el libro, hará unos cincuenta años: qué simple escribe.
De modo que he combinado dos muertes. La de la madre de Mersault, en Marengo, Argelia; la de la esposa de Roldán, en Capitán Pastene, región de La Araucanía. La primera es la abulia de Mersault. La segunda es la conformidad de Roldán. Y yo, ¿qué estoy sintiendo mientras viajo? No es el dolor que experimenté ante la muerte de mi propia madre, años atrás, sino un vago sentimiento de pesar ante el deceso de la esposa de mi amigo, unido a esa angustia placentera, flaubertiana, que genera la persecución del mot juste que, créase o no, se alza como el principal interés de mi vida. Tal vez estoy siendo un desagradecido; no sé qué haría si Dios en este mismo momento me diera a elegir entre mi mujer, mis hijos y mis nietos, como un conjunto; la literatura, mis amigos, el goce de lo que ofrece la vida. El ejercicio actual sería mentiroso; ya lo hice en los años setenta. Mi mujer (con mis hijos y mis nietos). El goce de la vida. Mis amigos. La literatura.
(sigue)