Debí ser músico, pianista. Por las mañanas habría tomado el café en los comedores del hotel, con un diario extranjero en la mano. Perdida la noción del tiempo, de vez en cuando sacaría una servilleta y dibujaría notas en un pentagrama hecho a la rápida. Galoparía con los dedos en la mesa y corregiría algunas de las notas. El café se habría enfriado, pero eso sería lo de menos.
En mi habitación no habría guaguas llorando ni ropa sucia encima de la cama ni habría oscuridad; en la cocina no habría un basurero repleto de envases de yogur, cáscaras de plátano y huesos de pollo y los ángulos de las piezas no estarían blanqueados por telarañas.
Pasaría mis mañanas en el teatro, ensayando frente al piano. De reojo vería desde el escenario la platea vacía, en sombras, misteriosa. Debussy, Bartok, Ligeti significarían la mitad de mi vida y las variaciones Goldberg, la causa de mi frustración. Pasearía a Brahms, Schumann y Chopin por el Metropolitan, el Musikwerein, el Teatro de la Ópera. Sería capaz de retar a duelo a quien sostuviera que Gavril Popov no fue más que un curadito. ¡Ay del que lo diga!
El miedo a la locura, el aturdimiento ante la nada, el amor perdido me sumirían en desgarradora melancolía y de pronto los vuelos entre Lisboa y Buenos Aires se me antojarían vacíos y el marfil de las teclas frío, cruel, burlesco. Querría renegar entonces de la música y huir en citroneta a un pueblito de provincia donde me acogieran una esposa, tres hijos y una nieta. O anhelaría la utopía de una rutina semanal de supermercado y shoping, de visitas al doctor, clases de catequesis, cuentas de Falabella y rojos en las libretas: esos serían los sueños imposibles que soñaría antes de comenzar a estudiar en los ensayos y antes de que mis labios bebieran de la copa de vino blanco sobre el piano.
Luego, seguramente, me reconciliaría con las teclas y las besaría con mis dedos y entonces el pensamiento sería sonido que conduce a unos laberintos sin olores ni sabores ni colores, las tierras del paraíso.
Debí ser músico, pero no lo fui. Dios me expulsó de sus dominios y me ha obligado a trabajar. Trabajar. Trabajar.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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domingo, diciembre 27, 2009
jueves, diciembre 24, 2009
Childe, el extra del espacio (cuento corto con epílogo largo)
Un cometa pasó por la Tierra, una filóloga lo descubrió y lo bautizó Childe. ¿Por qué una filóloga? Pudo haber sido una maestra, una sicóloga, una obrera, una estudiante, una dueña de casa. El caso es que fue una filóloga y sobre eso no hay más que hablar. Se amaron con ese amor irracional que se da una vez en un millón entre un cometa y una filóloga. A pesar de ciertos gestos malintencionados, nacidos sobre todo de hombres y mujeres corroídos por la envidia, nadie pudo decir nada. Por las noches ella le tocaba el violín; el cometa le respondía con guiños picarescos.
¿Cuál es tu mayor deseo?
Besarte.
Niña loca.
¡Volaré hacia ti, con o sin Dios que me cuide!
¿Si bajo a tus tierras me amarás allí mismo?
Sí, sí, sí... ven.
El cometa, aunque no quisiera, seguía volando tal como le ordenaba el destino. Luego de orbitar el Sol y de vuelta a la negrura de la elipse, su atmósfera luminosa se empezó a gastar. Apenas hablaba; por cada dos palabras que decía descansaba tres.
Meses después el mundo lo olvidó. Esa última noche, cuando el puntito borroso se perdió en medio de la nada, la filóloga estalló en lágrimas y lo hizo a un lado de su vida, aunque hay quienes creen firmemente que lo sigue amando.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado
Quien me lo contó no es el mismo que este epílogo dejó
El uno vive entre las musas, dichoso y animado
El otro la esperanza en un bolsillo roto se guardó
Epílogo
La vida sigue para todos. Para la filóloga, para el cometa Childe y para el mundo. En secreto, ella dedica cada noche un minuto de su sagrado tiempo a elevar su carita hacia las estrellas. Entonces vuela y sus mejillas se ruborizan con la fricción y el pelo le ondea como bandera en un faro de los mares australes. Con su magia alcanza a su cometa, lo acaricia y se declara su esclava y su dueña, imagina que él la mira y la abraza y hasta la besa y ella se siente acogida, entre algodones, pero también lo recrimina con dulzura, por qué te fuiste, por qué me dejaste, le susurra mientras le besa su cuerpo encendido de cometa furioso, creíste que yo era el Sol, me creíste la Luna y te engañaste, yo sólo era una soñadora que te vio, te descubrió, sólo eso, no más, no soy el Sol ni soy la Luna, sólo te amo mi cometa y te beso y te beso a ti, no a otro, eres tú el que me despierta en este mundo gris y eres tú la belleza y mi Dios, el destino, mi sueño de amor, mi fantasía astronómica, mi cielo y mi rey, y desearía que toda la vida fuese este momento, que no hubiese amanecer y que estos segundos fuesen infinitos como los son en el verdadero espacio.
El cometa, muy lejos de esa imaginación, a años luz de ese instante de dicha melancólica, se sigue alejando de la Tierra, se adentra en profundidades nunca vistas, nunca sentidas por ser alguno, con la oscuridad total y un fondo de estrellas por compañeros, como si fuese volando dentro de un inmenso estómago de paredes de cuero invisible, sin siquiera una ligera brisa que pase por su lado ni un referente que le indique que avanza a una velocidad prodigiosa, de forma tal que vuela la imaginación de la filóloga, se exalta y se estremece, mientras el cometa vuela de verdad pero parece que estuviera suspendido en el infinito, sin ir ni hacia atrás ni hacia adelante, ni hacia arriba ni hacia abajo, porque en el espacio no hay arriba ni abajo ni atrás ni adelante, sólo oscuridad y un frío que al cometa lo reduce y le apaga la pluma de pavo real, dejándolo convertido en una bolita de hielo; avanza solitario por el mismo cielo en que los hombres insensatos imaginan moradas de dioses, almas disfrutando del paraíso, muertos esperando volver a la Tierra, espíritus que nacen y bajan, espíritus que vienen subiendo, fuerzas malignas que gobiernan ciertas almas, fuerzas buenas a las que algunos rezan; mas para el cometa no hay dioses visibles ni almas de difuntos, la divinidad es un concepto que no tiene sentido en este mundo inhabitado, a pesar de que él mismo es un mentís a esa apreciación, pero cómo saberlo si está solo, cómo darse cuenta de su presencia si está solo, cómo explicarse la vida si nada se mueve y nadie le muestra nada, ni siquiera una sonrisa, aunque fuera una sonrisa; pareciera estar hundido para siempre en esa inmensidad negra y absurda hasta que de pronto miles de aerolitos desorientados pasan buscando otros rumbos y el cometa los intuye cuando desfilan a diez mil, a cien mil kilómetros de su ruta y al sentirlos en su loco andar por el firmamento recuerda que está vivo y que se mueve, siente que él mismo va hacia un lugar, hacia alguna parte, eso se lo han indicado los meteoritos, y recuerda vagamente que su existencia tiene o tuvo por unos días una misión, pero bien pronto, en cosa de minutos, vuelve a navegar solo en el vacío, terriblemente único y sin otro destino que dejar atrás Saturno y Urano, Neptuno, Plutón; no hay más destino en su delirante peregrinar, es como un protón girando en torno al núcleo, no hay belleza en su destino, la belleza le es ajena en este éter de angustia metafísica sin parámetros estéticos, muy diferente es el Cielo desde la Tierra que el Cielo desde el Cielo y así lo entiende y por ello nada espera, no enloquece de nada esperar porque en el Cielo es lo mismo un segundo que cien años, todo da lo mismo, su destino inexorable es ir hacia la nada, traspasar los límites del sistema solar hasta que un día cualquiera de un siglo cualquiera su orbitar errante le regale de nuevo la esperanza al mirar de frente al Sol, cuerpo lejano, estrella creciente, creciente, que lo llamará y lo calentará y lo hará revivir, encenderse, le hará renacer su cola gaseosa y será otra vez el cometa alegre y viril que advierte movimiento y vida, cambios, grandes esperanzas, y su rostro se iluminará al divisar la Tierra y su gente, los niños corriendo por las calles mientras elevan sus propios cometas; se iluminará al ver los zorros en los campos, las truchas saltando en los arroyos; buscará entonces irracionalmente la carita de su amada, sus ojos de musa, sus labios húmedos, su belleza infinita, pero allí habrá un vacío inmenso no llenado por nadie, porque el hada que le dio vida a su alma de cometa será un recuerdo, un fragmento de recuerdo, miles de versos en un libro, una efigie, y así aunque habrá visto humanos desplazándose en sus autos y delfines surcando los océanos, para el extra del espacio todo no habrá sido más que un regreso nostálgico, un remake cinematográfico de mala calidad, porque los años no habrán pasado en vano y esa alegría aparente, ese espejismo del paso por la Tierra se diluirá entre vagas sensaciones de tristeza y dolor, de debilidad, de vejez, y su mismo tamaño será más reducido aún, y su cola ya no flameará como lo hacía el cabello de la beldad a quien amó sino que será una cola delgada y corta que irá liberando su energía hasta que a la siguiente vuelta o a la subsiguiente o a la enésima vuelta el cometa furioso querrá proclamar su nombre al divisar la Tierra, querrá saludar desde lejos como lo hacen los grandes cometas pero nadie se asomará a las ventanas, nadie reparará en su imagen, no habrá niños en las calles ni zorros en los campos ni truchas en los ríos, en su lugar efluvios vaporosos, grietas, hedor de volcanes moribundos, caricaturas de bunkers, ruinas de la gran muralla china, y esos pocos meses que han sido últimamente la única esperanza de su vida de cometa, esos meses tan extraños en que pasaba cerca del planeta del amor y de la vida serán tiempo perdido porque sin su amada no hay amor pero sin vida no hay nada, y entonces la turné matemática del cometa se volverá descabellada, necia, incoherente; ni siquiera el Sol se tomará la molestia de tragárselo porque ya no quedará casi nada de su cuerpo de cometa, apenas un kilo o dos de materia que se irá consumiendo con el paso del tiempo, como se consume una enana blanca en la galaxia, un libro en el estante, el metal oxidado, un perro muerto en la basura...
¿Cuál es tu mayor deseo?
Besarte.
Niña loca.
¡Volaré hacia ti, con o sin Dios que me cuide!
¿Si bajo a tus tierras me amarás allí mismo?
Sí, sí, sí... ven.
El cometa, aunque no quisiera, seguía volando tal como le ordenaba el destino. Luego de orbitar el Sol y de vuelta a la negrura de la elipse, su atmósfera luminosa se empezó a gastar. Apenas hablaba; por cada dos palabras que decía descansaba tres.
Meses después el mundo lo olvidó. Esa última noche, cuando el puntito borroso se perdió en medio de la nada, la filóloga estalló en lágrimas y lo hizo a un lado de su vida, aunque hay quienes creen firmemente que lo sigue amando.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado
Quien me lo contó no es el mismo que este epílogo dejó
El uno vive entre las musas, dichoso y animado
El otro la esperanza en un bolsillo roto se guardó
Epílogo
La vida sigue para todos. Para la filóloga, para el cometa Childe y para el mundo. En secreto, ella dedica cada noche un minuto de su sagrado tiempo a elevar su carita hacia las estrellas. Entonces vuela y sus mejillas se ruborizan con la fricción y el pelo le ondea como bandera en un faro de los mares australes. Con su magia alcanza a su cometa, lo acaricia y se declara su esclava y su dueña, imagina que él la mira y la abraza y hasta la besa y ella se siente acogida, entre algodones, pero también lo recrimina con dulzura, por qué te fuiste, por qué me dejaste, le susurra mientras le besa su cuerpo encendido de cometa furioso, creíste que yo era el Sol, me creíste la Luna y te engañaste, yo sólo era una soñadora que te vio, te descubrió, sólo eso, no más, no soy el Sol ni soy la Luna, sólo te amo mi cometa y te beso y te beso a ti, no a otro, eres tú el que me despierta en este mundo gris y eres tú la belleza y mi Dios, el destino, mi sueño de amor, mi fantasía astronómica, mi cielo y mi rey, y desearía que toda la vida fuese este momento, que no hubiese amanecer y que estos segundos fuesen infinitos como los son en el verdadero espacio.
El cometa, muy lejos de esa imaginación, a años luz de ese instante de dicha melancólica, se sigue alejando de la Tierra, se adentra en profundidades nunca vistas, nunca sentidas por ser alguno, con la oscuridad total y un fondo de estrellas por compañeros, como si fuese volando dentro de un inmenso estómago de paredes de cuero invisible, sin siquiera una ligera brisa que pase por su lado ni un referente que le indique que avanza a una velocidad prodigiosa, de forma tal que vuela la imaginación de la filóloga, se exalta y se estremece, mientras el cometa vuela de verdad pero parece que estuviera suspendido en el infinito, sin ir ni hacia atrás ni hacia adelante, ni hacia arriba ni hacia abajo, porque en el espacio no hay arriba ni abajo ni atrás ni adelante, sólo oscuridad y un frío que al cometa lo reduce y le apaga la pluma de pavo real, dejándolo convertido en una bolita de hielo; avanza solitario por el mismo cielo en que los hombres insensatos imaginan moradas de dioses, almas disfrutando del paraíso, muertos esperando volver a la Tierra, espíritus que nacen y bajan, espíritus que vienen subiendo, fuerzas malignas que gobiernan ciertas almas, fuerzas buenas a las que algunos rezan; mas para el cometa no hay dioses visibles ni almas de difuntos, la divinidad es un concepto que no tiene sentido en este mundo inhabitado, a pesar de que él mismo es un mentís a esa apreciación, pero cómo saberlo si está solo, cómo darse cuenta de su presencia si está solo, cómo explicarse la vida si nada se mueve y nadie le muestra nada, ni siquiera una sonrisa, aunque fuera una sonrisa; pareciera estar hundido para siempre en esa inmensidad negra y absurda hasta que de pronto miles de aerolitos desorientados pasan buscando otros rumbos y el cometa los intuye cuando desfilan a diez mil, a cien mil kilómetros de su ruta y al sentirlos en su loco andar por el firmamento recuerda que está vivo y que se mueve, siente que él mismo va hacia un lugar, hacia alguna parte, eso se lo han indicado los meteoritos, y recuerda vagamente que su existencia tiene o tuvo por unos días una misión, pero bien pronto, en cosa de minutos, vuelve a navegar solo en el vacío, terriblemente único y sin otro destino que dejar atrás Saturno y Urano, Neptuno, Plutón; no hay más destino en su delirante peregrinar, es como un protón girando en torno al núcleo, no hay belleza en su destino, la belleza le es ajena en este éter de angustia metafísica sin parámetros estéticos, muy diferente es el Cielo desde la Tierra que el Cielo desde el Cielo y así lo entiende y por ello nada espera, no enloquece de nada esperar porque en el Cielo es lo mismo un segundo que cien años, todo da lo mismo, su destino inexorable es ir hacia la nada, traspasar los límites del sistema solar hasta que un día cualquiera de un siglo cualquiera su orbitar errante le regale de nuevo la esperanza al mirar de frente al Sol, cuerpo lejano, estrella creciente, creciente, que lo llamará y lo calentará y lo hará revivir, encenderse, le hará renacer su cola gaseosa y será otra vez el cometa alegre y viril que advierte movimiento y vida, cambios, grandes esperanzas, y su rostro se iluminará al divisar la Tierra y su gente, los niños corriendo por las calles mientras elevan sus propios cometas; se iluminará al ver los zorros en los campos, las truchas saltando en los arroyos; buscará entonces irracionalmente la carita de su amada, sus ojos de musa, sus labios húmedos, su belleza infinita, pero allí habrá un vacío inmenso no llenado por nadie, porque el hada que le dio vida a su alma de cometa será un recuerdo, un fragmento de recuerdo, miles de versos en un libro, una efigie, y así aunque habrá visto humanos desplazándose en sus autos y delfines surcando los océanos, para el extra del espacio todo no habrá sido más que un regreso nostálgico, un remake cinematográfico de mala calidad, porque los años no habrán pasado en vano y esa alegría aparente, ese espejismo del paso por la Tierra se diluirá entre vagas sensaciones de tristeza y dolor, de debilidad, de vejez, y su mismo tamaño será más reducido aún, y su cola ya no flameará como lo hacía el cabello de la beldad a quien amó sino que será una cola delgada y corta que irá liberando su energía hasta que a la siguiente vuelta o a la subsiguiente o a la enésima vuelta el cometa furioso querrá proclamar su nombre al divisar la Tierra, querrá saludar desde lejos como lo hacen los grandes cometas pero nadie se asomará a las ventanas, nadie reparará en su imagen, no habrá niños en las calles ni zorros en los campos ni truchas en los ríos, en su lugar efluvios vaporosos, grietas, hedor de volcanes moribundos, caricaturas de bunkers, ruinas de la gran muralla china, y esos pocos meses que han sido últimamente la única esperanza de su vida de cometa, esos meses tan extraños en que pasaba cerca del planeta del amor y de la vida serán tiempo perdido porque sin su amada no hay amor pero sin vida no hay nada, y entonces la turné matemática del cometa se volverá descabellada, necia, incoherente; ni siquiera el Sol se tomará la molestia de tragárselo porque ya no quedará casi nada de su cuerpo de cometa, apenas un kilo o dos de materia que se irá consumiendo con el paso del tiempo, como se consume una enana blanca en la galaxia, un libro en el estante, el metal oxidado, un perro muerto en la basura...
miércoles, diciembre 23, 2009
La multitud
Los rostros desafían a mi memoria en la escalera mecánica del Metro. Mientras la multitud y yo vamos subiendo, otra multitud viene bajando. Los miro uno a uno, hago un esfuerzo por retener todos los rostros. Cuando piso el Paseo Ahumada trato de recordar los que me llamaron más la atención, como tantas veces lo debió de hacer Fellini en las calles de Roma. Surgen uno o dos, tal vez tres. La figura perfecta de un asesino. Un deforme. Un hombre sin dientes. Una dama de lascivia reprimida. Los demás ya han desaparecido, no existen. Y la multitud que venía conmigo se dispersó. De nuevo estoy solo.
Las personas caminan de un lado a otro, como buscando algo de prisa. ¿Quién soy yo para ellas? Al llegar a las esquinas no respetan los semáforos y en el ancho Paseo cada uno construye su propio camino, con senderos, cruces y diagonales invisibles en los que suele triunfar el más rápido, el más fuerte.
Una chica que emerge como una ola atrapa mi atención y mis ojos la siguen hasta que otra ola, la tela de un abrigo masculino, la cubre. Surge de nuevo más allá, desaparece y vuelve a salir de pronto, hasta que el mar se la traga para siempre. Me dejo llevar entonces por un hombre con una cicatriz, por otra chica que dobla hacia Agustinas, por un traje bien cortado, por un perfume, por el acordeón de Enriquito.
Un malestar, producto del exceso de estímulos, se va adueñando de mí. Pienso que si no estuviera aquí y una bomba arrasara con este montón de gente yo no sentiría nada. Descubro que casi lo deseo. Habría menos habitantes y menos problemas. Viviríamos en una ciudad sin esmog, sin tacos, como en las provincias; sin muchedumbre, sin rostros amenazantes, vacíos, violentos. La muerte de mil, de diez mil personas sin nombres y sin historias no tiene mayor importancia.
Yo tampoco importo para ellas. Yo sólo consigo ser alguien en la mesa redonda de trabajo, en el café del frente, en el saludo del quiosquero de la esquina, en las lentejas con queso rallado que me sirve mi mujer y en la ilusión de mi pequeña cuando me pide láminas para su álbum. Aquí en el Paseo estoy solo, pero a mi funeral irán ocho, diez, y eso ya es bueno. Los verdaderos solitarios son los pobres que vagan entre la muchedumbre y hacen de la muchedumbre su hogar. Los locos, los drogadictos, los alcohólicos y los mendigos que duermen a los pies de una iglesia, los que no tienen a nadie y viven del amor que les puede prodigar la multitud.
Sea de ellos el reino de los cielos.
Las personas caminan de un lado a otro, como buscando algo de prisa. ¿Quién soy yo para ellas? Al llegar a las esquinas no respetan los semáforos y en el ancho Paseo cada uno construye su propio camino, con senderos, cruces y diagonales invisibles en los que suele triunfar el más rápido, el más fuerte.
Una chica que emerge como una ola atrapa mi atención y mis ojos la siguen hasta que otra ola, la tela de un abrigo masculino, la cubre. Surge de nuevo más allá, desaparece y vuelve a salir de pronto, hasta que el mar se la traga para siempre. Me dejo llevar entonces por un hombre con una cicatriz, por otra chica que dobla hacia Agustinas, por un traje bien cortado, por un perfume, por el acordeón de Enriquito.
Un malestar, producto del exceso de estímulos, se va adueñando de mí. Pienso que si no estuviera aquí y una bomba arrasara con este montón de gente yo no sentiría nada. Descubro que casi lo deseo. Habría menos habitantes y menos problemas. Viviríamos en una ciudad sin esmog, sin tacos, como en las provincias; sin muchedumbre, sin rostros amenazantes, vacíos, violentos. La muerte de mil, de diez mil personas sin nombres y sin historias no tiene mayor importancia.
Yo tampoco importo para ellas. Yo sólo consigo ser alguien en la mesa redonda de trabajo, en el café del frente, en el saludo del quiosquero de la esquina, en las lentejas con queso rallado que me sirve mi mujer y en la ilusión de mi pequeña cuando me pide láminas para su álbum. Aquí en el Paseo estoy solo, pero a mi funeral irán ocho, diez, y eso ya es bueno. Los verdaderos solitarios son los pobres que vagan entre la muchedumbre y hacen de la muchedumbre su hogar. Los locos, los drogadictos, los alcohólicos y los mendigos que duermen a los pies de una iglesia, los que no tienen a nadie y viven del amor que les puede prodigar la multitud.
Sea de ellos el reino de los cielos.
lunes, diciembre 21, 2009
Mirándome al espejo
Tal como lo reflejan ciertos mitos, mirarse al espejo es un acto en último término femenino, porque en su esencia lo femenino es belleza y lo masculino, energía o acción. La belleza es pasiva, ha sido creada, es un fruto que se contempla, se admira y en lo posible se devora; la acción es un toro que acomete, puja y crea, no mira hacia los lados. No por nada el Dios de la Biblia hizo primero a Adán y de su costilla, a Eva. Si la mujer hoy se ha masculinizado y el hombre feminizado, se debe a que la mujer desarrolló su enérgico potencial creativo y el hombre colgó la espada y cayó en la tentación de sentirse objeto digno de contemplación y deseo. Un autorretrato es la síntesis de los géneros.
¿A qué viene todo esto? A que esta mañana asumo mi parte femenina, mi neurótica parte femenina, y parto mirándome al espejo.
Estoy bonito. Me vuelvo hacia un lado y al otro. Me encuentro viril, interesante; si me pintara los labios la imagen sería aún más interesante, por lo grotesca.
El vidrio refleja una mirada certera y la luz del baño no proyecta sombras demasiado intensas bajo los ojos, de tal forma que esas bolsas que me han aparecido últimamente no deforman mi rostro maduro. Definitivamente puedo salir a la calle sin problemas.
En el Metro me veo otra vez y aún me gusto más, porque las ventanas de los carros nuevos proyectan una figura alargada, y yo creo que me veo mejor alargado que normal. Pienso que los obesos tendrán la misma opinión mía al mirarse, castigados como están desde hace décadas por la sociedad.
En el trabajo acudo al baño y al momento de lavarme las manos me topo de nuevo conmigo. Ahora estoy asombrosamente feo, aunque mi esencia no ha variado. Las luces cambiaron, es verdad, y el pelo lavado se me secó. Pero no es eso. Es algo más, indescriptible, lo mismo que hace que no me reconozca en una fotografía o en una grabación con mi voz, a pesar de que todos los demás digan lo contrario. Esto querría decir que yo no soy yo o que el verdadero yo no es tal como yo creo, sino como dicen los otros. Por ejemplo, cuando me miro al espejo ¿soy yo, realmente, o soy quien quiero ser? ¿Esa mirada es la que siempre ando trayendo, o está fabricada especialmente para mirarme al espejo? Yo sé que soy bueno, pero los demás ¿lo saben? ¿Cómo sé con tanta seguridad que los demás son pesados o superficiales, o que son feos? ¿Por qué dictamino sobre la faz de la Tierra y digo este es feo, este es bonito? ¿Acaso los que yo dictamino que son feos se sienten feos? ¿No se sentirán también como yo, bonitos de mañana, feos por la tarde, bonitos en la noche? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan bonitos, bonitas? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan feos, feas? ¿Podría vivir normalmente alguien que siempre se sintiera feo? ¿O la naturaleza impuso para estos casos la fórmula del espejismo? Si fuese así entonces todos, creyéndonos lindos, seríamos realmente feos.
Aunque respondiera a esas preguntas no solucionaría el dilema de este momento. Algo pasó en mi cara que en la mañana era bonito y en la tarde soy feo y posiblemente en una hora vuelva a ser bonito. Los labios sensuales ahora son parte de una boca de poto. Los ojos inyectados de furia se volvieron globos blancos, marchitos, de viejo pusilánime. Las líneas de carácter, huellas de carreta que anuncian la muerte. Y ese pelo, ¡tan blanco!, ya no es el de un galán cincuentón, sino hilos cosidos a una calavera abandonada en un cementerio de provincia.
Tenía nueve años cuando una tarde, apurado entre juego y juego, entré al baño oscuro y me miré al espejo. Anhelaba ser mayor, como los oficinistas del banco, pero nunca crecía: cara redonda, ojos grandes, pelo de chuzo, siempre igual. Chico. Me lavé las manos, me eché agua al pelo y salí de nuevo a correr.
Ese recuerdo me dejó marcado porque logré detener la vida durante unos segundos. Casi cincuenta años después, cumplido el sueño, me pregunto, Hamlet de tercera mano ante el espejo: ¿Era esto a lo que aspiraba de niño?
Pero esa no es la duda. La duda es, llegada la noche, nuevamente solo ante el espejo: ¿Por qué a veces feo y otras bonito? ¿Por qué me miro tanto?
¿A qué viene todo esto? A que esta mañana asumo mi parte femenina, mi neurótica parte femenina, y parto mirándome al espejo.
Estoy bonito. Me vuelvo hacia un lado y al otro. Me encuentro viril, interesante; si me pintara los labios la imagen sería aún más interesante, por lo grotesca.
El vidrio refleja una mirada certera y la luz del baño no proyecta sombras demasiado intensas bajo los ojos, de tal forma que esas bolsas que me han aparecido últimamente no deforman mi rostro maduro. Definitivamente puedo salir a la calle sin problemas.
En el Metro me veo otra vez y aún me gusto más, porque las ventanas de los carros nuevos proyectan una figura alargada, y yo creo que me veo mejor alargado que normal. Pienso que los obesos tendrán la misma opinión mía al mirarse, castigados como están desde hace décadas por la sociedad.
En el trabajo acudo al baño y al momento de lavarme las manos me topo de nuevo conmigo. Ahora estoy asombrosamente feo, aunque mi esencia no ha variado. Las luces cambiaron, es verdad, y el pelo lavado se me secó. Pero no es eso. Es algo más, indescriptible, lo mismo que hace que no me reconozca en una fotografía o en una grabación con mi voz, a pesar de que todos los demás digan lo contrario. Esto querría decir que yo no soy yo o que el verdadero yo no es tal como yo creo, sino como dicen los otros. Por ejemplo, cuando me miro al espejo ¿soy yo, realmente, o soy quien quiero ser? ¿Esa mirada es la que siempre ando trayendo, o está fabricada especialmente para mirarme al espejo? Yo sé que soy bueno, pero los demás ¿lo saben? ¿Cómo sé con tanta seguridad que los demás son pesados o superficiales, o que son feos? ¿Por qué dictamino sobre la faz de la Tierra y digo este es feo, este es bonito? ¿Acaso los que yo dictamino que son feos se sienten feos? ¿No se sentirán también como yo, bonitos de mañana, feos por la tarde, bonitos en la noche? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan bonitos, bonitas? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan feos, feas? ¿Podría vivir normalmente alguien que siempre se sintiera feo? ¿O la naturaleza impuso para estos casos la fórmula del espejismo? Si fuese así entonces todos, creyéndonos lindos, seríamos realmente feos.
Aunque respondiera a esas preguntas no solucionaría el dilema de este momento. Algo pasó en mi cara que en la mañana era bonito y en la tarde soy feo y posiblemente en una hora vuelva a ser bonito. Los labios sensuales ahora son parte de una boca de poto. Los ojos inyectados de furia se volvieron globos blancos, marchitos, de viejo pusilánime. Las líneas de carácter, huellas de carreta que anuncian la muerte. Y ese pelo, ¡tan blanco!, ya no es el de un galán cincuentón, sino hilos cosidos a una calavera abandonada en un cementerio de provincia.
Tenía nueve años cuando una tarde, apurado entre juego y juego, entré al baño oscuro y me miré al espejo. Anhelaba ser mayor, como los oficinistas del banco, pero nunca crecía: cara redonda, ojos grandes, pelo de chuzo, siempre igual. Chico. Me lavé las manos, me eché agua al pelo y salí de nuevo a correr.
Ese recuerdo me dejó marcado porque logré detener la vida durante unos segundos. Casi cincuenta años después, cumplido el sueño, me pregunto, Hamlet de tercera mano ante el espejo: ¿Era esto a lo que aspiraba de niño?
Pero esa no es la duda. La duda es, llegada la noche, nuevamente solo ante el espejo: ¿Por qué a veces feo y otras bonito? ¿Por qué me miro tanto?
martes, diciembre 15, 2009
¡Huasca atrás!
Por las noches salíamos a esperar las victorias. Subían por Ibieta hacia el centro; venían de la estación, de la Braden, de los bares aledaños a la Braden, de los prostíbulos de Maruri. Me fijaba en sus números, mi favorito era el 53. Cuando cumplí 53 años recordé esos coches de mi niñez y podría decirse que el 2006, entero, fue para mí un año de nostalgia. A los ocho años, mientras esperaba con mis primos la aparición de las victorias, jamás habría imaginado llegar a esa edad. Cuando tuve 18 recuerdo que elaboré una sentencia, nunca supe destinada a qué: vivir más allá de los 40 es gastar oxígeno, todo lo que suceda después de los 40 está de más. Ahora me parece que tener 53 no es ser tan viejo y que los 40 sencillamente son la plena juventud. De haber sabido que los 53 quedarían incluso atrás y se mirarían con envidia y que mis mejores años están siendo precisamente estos, me habría otorgado a mí mismo el título de viejo conformista, que anda demasiado cerca del otro, viejo de mierda. Tal vez con no poca razón.
¿Cuándo se es más feliz? ¿Cuando se aspira a oír el sonido de un huascazo que a la vuelta de la esquina anuncia la aparición de la victoria o cuando se recuerda ese momento?
Hay dos grandes tipos de felicidad. La de una emoción que hace latir el corazón es insuperable, mas la que vivo en este instante, sentado ante las teclas, diría que casi la iguala. Construir frases reviviendo momentos me hace inmensamente feliz, pero esos momentos me recuerdan, oh paradoja, que la vida que provoca emociones está afuera y depende de la relación que surja entre mi persona y las demás, entre yo y los árboles, yo y el lago, yo y el crucifijo, yo y la memoria. Se vuelve entonces al sano aislamiento, lo exterior desaparece y el hombre se consume en sus fantasías.
Sospecho que el lector quiere acción. Y la tendrá. Decía que con mis primos esperábamos a las victorias, de preferencia en las noches de verano. Intercambiábamos frases con el Amadeo y el Mosta, los vecinos de la casa del frente, y nos disputábamos la acera con las cucarachas que salían a ramonear. No nos daba asco pisarlas con las sandalias para ver fluir su sangre blanca, la leche le llamábamos. Sentados ante la puerta veíamos desfilar a los últimos transeúntes con ese paso urgido que suena más fuerte, cuando de pronto nuestro corazón experimentaba un vuelco. Aunque invisibles, las que se oían de lejos eran indiscutiblemente pisadas de herraduras contra el cemento. El destino se decidía al final de la cuadra: el coche podía continuar por San Martín hacia el norte o enfilar por Ibieta hacia el centro. Si pasaba de largo, experimentábamos una ligera frustración; si doblaba, no había tiempo que perder. En segundos estaba ante nosotros y el cochero, que era hombre avezado, adivinaba nuestra intención con sólo echarnos una ojeada. Había que correr detrás, saltar a la suspensión de las ruedas traseras, afirmarse en esa combinación de travesaños y comenzar a disfrutar del viaje hasta un máximo de cincuenta a cien metros, para de allí devolverse al puesto de guardia.
Los cocheros se asemejaban a lo que no debía ser la mujer de César: no eran hombres malos, pero lo parecían. Creo que cuando escuchaban de otros niños el grito "¡huasca atrás!" se sentían obligados a representar su papel. Una de esas noches en que viajaba de contrabando en el soporte, el huascazo me dio de lleno en la cara, pero hasta hoy me suena a un golpe dulce, aunque sorpresivo: el miedo me hizo saltar a la calle y volví lamentándome, sobándome el rostro y haciéndome la víctima, ante la risotada general.
Mi hermano tenía un compañero de curso que era hijo de un cochero. Era como decir el hijo del carbonero. Al hijo del carbonero le decíamos Papá barata y era un niño gordo y feo y extremadamente bueno y dulce, todos lo queríamos. El hijo del cochero creo que se llamaba Toro y su padre lo convertía el día de la fiesta de disfraces en el personaje de la Escuela 1. Lo hacía desfilar sobre un caballo lujosamente ataviado y lo vestía de árabe con joyas y turbante. Los 364 días restantes del año era el hijo del cochero, pero ese día, ante tan desmedida representación, no cabía otra que doblar la cerviz.
Una noche sentimos el ruido de una motoneta. El conductor paró ante nosotros, se sacó el casco y nos invitó a dar una vuelta a la manzana, uno por uno. ¡Era el tío Isidoro!, que pasaba a lucir su nueva adquisición. No era una Vespa ni una Lambretta, sino una más grande, lo que concordaba perfectamente con su estilo.
Cuando llegó mi turno me puse el casco, me agarré a su cuerpo, rugió el motor y salimos disparados. El viento silbaba en torno a mí, la motoneta se tragaba de un bocado al mundo tenebroso que nos rodeaba y amenazaba con matarnos, se inclinaba en las esquinas con real desprecio a las leyes físicas y a la vida, adelantaba fácilmente a las ridículas victorias y de pronto estuve abajo, ante la puerta, intentando pensar en lo que había sucedido.
¿Cuándo se es más feliz? ¿Cuando se aspira a oír el sonido de un huascazo que a la vuelta de la esquina anuncia la aparición de la victoria o cuando se recuerda ese momento?
Hay dos grandes tipos de felicidad. La de una emoción que hace latir el corazón es insuperable, mas la que vivo en este instante, sentado ante las teclas, diría que casi la iguala. Construir frases reviviendo momentos me hace inmensamente feliz, pero esos momentos me recuerdan, oh paradoja, que la vida que provoca emociones está afuera y depende de la relación que surja entre mi persona y las demás, entre yo y los árboles, yo y el lago, yo y el crucifijo, yo y la memoria. Se vuelve entonces al sano aislamiento, lo exterior desaparece y el hombre se consume en sus fantasías.
Sospecho que el lector quiere acción. Y la tendrá. Decía que con mis primos esperábamos a las victorias, de preferencia en las noches de verano. Intercambiábamos frases con el Amadeo y el Mosta, los vecinos de la casa del frente, y nos disputábamos la acera con las cucarachas que salían a ramonear. No nos daba asco pisarlas con las sandalias para ver fluir su sangre blanca, la leche le llamábamos. Sentados ante la puerta veíamos desfilar a los últimos transeúntes con ese paso urgido que suena más fuerte, cuando de pronto nuestro corazón experimentaba un vuelco. Aunque invisibles, las que se oían de lejos eran indiscutiblemente pisadas de herraduras contra el cemento. El destino se decidía al final de la cuadra: el coche podía continuar por San Martín hacia el norte o enfilar por Ibieta hacia el centro. Si pasaba de largo, experimentábamos una ligera frustración; si doblaba, no había tiempo que perder. En segundos estaba ante nosotros y el cochero, que era hombre avezado, adivinaba nuestra intención con sólo echarnos una ojeada. Había que correr detrás, saltar a la suspensión de las ruedas traseras, afirmarse en esa combinación de travesaños y comenzar a disfrutar del viaje hasta un máximo de cincuenta a cien metros, para de allí devolverse al puesto de guardia.
Los cocheros se asemejaban a lo que no debía ser la mujer de César: no eran hombres malos, pero lo parecían. Creo que cuando escuchaban de otros niños el grito "¡huasca atrás!" se sentían obligados a representar su papel. Una de esas noches en que viajaba de contrabando en el soporte, el huascazo me dio de lleno en la cara, pero hasta hoy me suena a un golpe dulce, aunque sorpresivo: el miedo me hizo saltar a la calle y volví lamentándome, sobándome el rostro y haciéndome la víctima, ante la risotada general.
Mi hermano tenía un compañero de curso que era hijo de un cochero. Era como decir el hijo del carbonero. Al hijo del carbonero le decíamos Papá barata y era un niño gordo y feo y extremadamente bueno y dulce, todos lo queríamos. El hijo del cochero creo que se llamaba Toro y su padre lo convertía el día de la fiesta de disfraces en el personaje de la Escuela 1. Lo hacía desfilar sobre un caballo lujosamente ataviado y lo vestía de árabe con joyas y turbante. Los 364 días restantes del año era el hijo del cochero, pero ese día, ante tan desmedida representación, no cabía otra que doblar la cerviz.
Una noche sentimos el ruido de una motoneta. El conductor paró ante nosotros, se sacó el casco y nos invitó a dar una vuelta a la manzana, uno por uno. ¡Era el tío Isidoro!, que pasaba a lucir su nueva adquisición. No era una Vespa ni una Lambretta, sino una más grande, lo que concordaba perfectamente con su estilo.
Cuando llegó mi turno me puse el casco, me agarré a su cuerpo, rugió el motor y salimos disparados. El viento silbaba en torno a mí, la motoneta se tragaba de un bocado al mundo tenebroso que nos rodeaba y amenazaba con matarnos, se inclinaba en las esquinas con real desprecio a las leyes físicas y a la vida, adelantaba fácilmente a las ridículas victorias y de pronto estuve abajo, ante la puerta, intentando pensar en lo que había sucedido.
sábado, diciembre 12, 2009
El hombre mediocre
El hombre mediocre tuvo una casa mediocre, un hogar mediocre, unos hijos mediocres, un trabajo mediocre, un país mediocre. Alguna vez le palmotearon la espalda y lo subieron a un podio, pero cuando miró desde la altura vio a gente como él y no sintió alegría.
Sintió pena.
El hombre mediocre quiso destacar y no pudo, porque era mediocre de nacimiento; le faltaba inteligencia.
Dios, para condenarlo más, le echó algo de sensibilidad en el cerebro y se lo batió bien batido, de tal forma que cuando vino al mundo ya traía una revoltura.
Estaba frito.
El hombre mediocre fue niño alguna vez y como todos sus amigos, soñó con ser grande y luminoso como una estrella. Todos fueron creciendo mediocres y hoy se juntan de tarde en tarde para recordar sus buenos tiempos. Los demás creen que han triunfado, porque son mediocres inconscientes, en estado puro.
Grandes de corazón, ciegos de la mente.
El hombre mediocre está angustiado porque envidia a los famosos y no quiere ser como ellos, porque recibe cariño de su gente pero no se siente bien. Quisiera estrangular a la famosa rubia del Mercedes, pero ¡ay si lo invitara a subir! Desearía comer el pan, beber el vino y luego limpiar la copa con un pañuelo, pero vienen las arcadas.
Está en problemas.
El hombre mediocre hace girar al mundo, levanta las casas, atiende las oficinas, llena los estadios, copa los consultorios y espera en las filas para pagar las cuentas. Desde el púlpito lo intentan convencer de que todos los hombres son hermanos y algo de eso le queda hasta el último cántico, peor, a la salida del templo dos hombres se acuchillan ante la mirada del resto y nadie levanta al muerto; todos huyen despavoridos menos los perros, que hunden sus hocicos en el vientre del cadáver.
El hombre mediocre morirá de una infección al páncreas.
Sintió pena.
El hombre mediocre quiso destacar y no pudo, porque era mediocre de nacimiento; le faltaba inteligencia.
Dios, para condenarlo más, le echó algo de sensibilidad en el cerebro y se lo batió bien batido, de tal forma que cuando vino al mundo ya traía una revoltura.
Estaba frito.
El hombre mediocre fue niño alguna vez y como todos sus amigos, soñó con ser grande y luminoso como una estrella. Todos fueron creciendo mediocres y hoy se juntan de tarde en tarde para recordar sus buenos tiempos. Los demás creen que han triunfado, porque son mediocres inconscientes, en estado puro.
Grandes de corazón, ciegos de la mente.
El hombre mediocre está angustiado porque envidia a los famosos y no quiere ser como ellos, porque recibe cariño de su gente pero no se siente bien. Quisiera estrangular a la famosa rubia del Mercedes, pero ¡ay si lo invitara a subir! Desearía comer el pan, beber el vino y luego limpiar la copa con un pañuelo, pero vienen las arcadas.
Está en problemas.
El hombre mediocre hace girar al mundo, levanta las casas, atiende las oficinas, llena los estadios, copa los consultorios y espera en las filas para pagar las cuentas. Desde el púlpito lo intentan convencer de que todos los hombres son hermanos y algo de eso le queda hasta el último cántico, peor, a la salida del templo dos hombres se acuchillan ante la mirada del resto y nadie levanta al muerto; todos huyen despavoridos menos los perros, que hunden sus hocicos en el vientre del cadáver.
El hombre mediocre morirá de una infección al páncreas.
jueves, noviembre 26, 2009
El tablón
A una edad en que aquellos a los que aspiro a imitar ya están consagrados y dedican buena parte de su tiempo a explicar los motivos por los cuales lograron extraer del mundo su merecida cuota de fama, a esa edad, pienso, aún permanezco en el anonimato. Y esta realidad, que podría carcomer mis vísceras, está terminando por provocarme una secreta alegría.
¡Qué desperdicio de tiempo!, me digo, contar lo que uno hace ante un micrófono, ante una cámara, ante la grabadora de alguien que no tiene la más remota idea de lo que uno es, salvo aquello que hizo y plasmó en un producto material. Tratar de convertir esa materia ya muerta en palabras inteligentes, como si las palabras pudieran reemplazar a esa materia. Luego, descubrir que no se ha hecho más que decir sandeces, que esas palabras nunca debieron pronunciarse y que si tenían que existir, su lugar natural estaba dentro del producto del que, paradójicamente, hablaban.
La vida fluye naturalmente; los tropezones de la memoria no interfieren su destino. El timón gira varias veces al día y de manera importante, una o dos veces en la vida. Lo demás es simplemente el fluir de la vida y los recuerdos operan como espejismos melancólicos que lanzan flechas que dan en el blanco del presente.
Mi secreta alegría es el peso de mi obra y la esperanza de que algún día sea descubierta, es mi forma de enfrentar el flujo. Mi obra está constituida por una suma de otros yo, de caricaturas que no se han tomado en serio. Caricaturas a las que amo y protejo. Mi pálida obra es una suma de perdedores cándidos, rabiosos pero inocentes, temerosos de la montaña y del vacío. ElMonito es la fragilidad humana, un títere que nunca tendrá otra edad que siete años y eso lo salva, porque a los 11, a los 25, a los 55 sería uno más en la selva, otro que muerde el polvo, estaría comprando pañales, recibiendo órdenes, soportando humillaciones; lo veríamos al pobre apretujado dentro de una micro del Transantiago, recordando a su tío negligente, centrado en sí mismo, aquél que lo crió de mala gana y le enseñó lo cruel que era el mundo que debía enfrentar. ¡Cuánta razón tenía! ¡Por qué no le hice caso! ¡Por qué no estudié más, no fui mejor! Mi querido tío el señor Lamordes me lo advertía diariamente, me castigaba, me mandaba a dormir al closet para que aprendiera y aún así no aprendía, no aprendí y aquí me ven, viejo y cansado, cuidándome a mí mismo y sin embargo contento al recordar que hubo alguien que me quiso de verdad, en forma tan humana, imperfecta.
El dr. Vicious, un laberinto de odio al poderoso, de fuerza endemoniada, de dominación a la mujer y de lujuria, ¿quién resultó ser ese pobre? ¡Un puñado de papel amarillo en una librería de viejos! ¿Dónde quedaron sus arrestos, esa ampulosidad de ratón, esa soberbia? ¡En la ignorancia de su conocimiento! ¿Y ese pene brutal que exhibía, qué era, a final de cuentas? El mísero llanto del abandono en que vivió, la metáfora del presuntuoso.
Pereptil, hilillo de carne pegada a los huesos, al menos admite la tragicomedia de su destino: nació para el accidente, todo lo que hace desemboca en un accidente, a su pesar. Sus pretensiones de honradez son chistes que pueden hacer reír hasta las lágrimas. Nada le resulta como lo había pensado porque la vida fluye junto a él... a su pesar. ¿Cuándo hizo mal las cosas Pereptil? ¿En qué momento mantuve yo firme el timón, en vez de darle vueltas? ¿Cuando fue la última vez que miré el abismo con la misma intensidad de ese día en que miraba el agua desde el tablón más alto de la piscina, con mi padre instándome a lanzarme de piquero, mis primos dándome la orden desde abajo, desde ese remoto lugar apenas visible en mi sitio vibrante, alargado, húmedo, solo yo ante el azul del agua y mi terror? ¿No fue hace 25 años, hace 14 años, hace seis años, no fue ayer, no fue esta mañana?
Me di la vuelta y bajé los escalones con una inmensa sensación de derrota. Mi padre, que nunca aprendió a nadar, no me dijo nada; mis primos retomaron sus juegos en el césped y luego se zambulleron, felices. Y yo me preguntaba por qué, por qué, ¡por qué no soy capaz!
¡Qué desperdicio de tiempo!, me digo, contar lo que uno hace ante un micrófono, ante una cámara, ante la grabadora de alguien que no tiene la más remota idea de lo que uno es, salvo aquello que hizo y plasmó en un producto material. Tratar de convertir esa materia ya muerta en palabras inteligentes, como si las palabras pudieran reemplazar a esa materia. Luego, descubrir que no se ha hecho más que decir sandeces, que esas palabras nunca debieron pronunciarse y que si tenían que existir, su lugar natural estaba dentro del producto del que, paradójicamente, hablaban.
La vida fluye naturalmente; los tropezones de la memoria no interfieren su destino. El timón gira varias veces al día y de manera importante, una o dos veces en la vida. Lo demás es simplemente el fluir de la vida y los recuerdos operan como espejismos melancólicos que lanzan flechas que dan en el blanco del presente.
Mi secreta alegría es el peso de mi obra y la esperanza de que algún día sea descubierta, es mi forma de enfrentar el flujo. Mi obra está constituida por una suma de otros yo, de caricaturas que no se han tomado en serio. Caricaturas a las que amo y protejo. Mi pálida obra es una suma de perdedores cándidos, rabiosos pero inocentes, temerosos de la montaña y del vacío. ElMonito es la fragilidad humana, un títere que nunca tendrá otra edad que siete años y eso lo salva, porque a los 11, a los 25, a los 55 sería uno más en la selva, otro que muerde el polvo, estaría comprando pañales, recibiendo órdenes, soportando humillaciones; lo veríamos al pobre apretujado dentro de una micro del Transantiago, recordando a su tío negligente, centrado en sí mismo, aquél que lo crió de mala gana y le enseñó lo cruel que era el mundo que debía enfrentar. ¡Cuánta razón tenía! ¡Por qué no le hice caso! ¡Por qué no estudié más, no fui mejor! Mi querido tío el señor Lamordes me lo advertía diariamente, me castigaba, me mandaba a dormir al closet para que aprendiera y aún así no aprendía, no aprendí y aquí me ven, viejo y cansado, cuidándome a mí mismo y sin embargo contento al recordar que hubo alguien que me quiso de verdad, en forma tan humana, imperfecta.
El dr. Vicious, un laberinto de odio al poderoso, de fuerza endemoniada, de dominación a la mujer y de lujuria, ¿quién resultó ser ese pobre? ¡Un puñado de papel amarillo en una librería de viejos! ¿Dónde quedaron sus arrestos, esa ampulosidad de ratón, esa soberbia? ¡En la ignorancia de su conocimiento! ¿Y ese pene brutal que exhibía, qué era, a final de cuentas? El mísero llanto del abandono en que vivió, la metáfora del presuntuoso.
Pereptil, hilillo de carne pegada a los huesos, al menos admite la tragicomedia de su destino: nació para el accidente, todo lo que hace desemboca en un accidente, a su pesar. Sus pretensiones de honradez son chistes que pueden hacer reír hasta las lágrimas. Nada le resulta como lo había pensado porque la vida fluye junto a él... a su pesar. ¿Cuándo hizo mal las cosas Pereptil? ¿En qué momento mantuve yo firme el timón, en vez de darle vueltas? ¿Cuando fue la última vez que miré el abismo con la misma intensidad de ese día en que miraba el agua desde el tablón más alto de la piscina, con mi padre instándome a lanzarme de piquero, mis primos dándome la orden desde abajo, desde ese remoto lugar apenas visible en mi sitio vibrante, alargado, húmedo, solo yo ante el azul del agua y mi terror? ¿No fue hace 25 años, hace 14 años, hace seis años, no fue ayer, no fue esta mañana?
Me di la vuelta y bajé los escalones con una inmensa sensación de derrota. Mi padre, que nunca aprendió a nadar, no me dijo nada; mis primos retomaron sus juegos en el césped y luego se zambulleron, felices. Y yo me preguntaba por qué, por qué, ¡por qué no soy capaz!
Pereptil, hilillo de carne pegada a
los huesos, al menos admite la tragicomedia de su destino: nació para el
accidente, todo lo que hace desemboca en un accidente, a su pesar. Sus
pretensiones de honradez son chistes que pueden hacer reír hasta las lágrimas.
Nada le resulta como lo había pensado porque la vida fluye junto a él... a su
pesar. ¿Cuándo hizo mal las cosas Pereptil? ¿En qué momento mantuve yo firme el
timón, en vez de darle vueltas? ¿Cuando fue la última vez que miré el abismo
con la misma intensidad de ese día en que miraba el agua desde el tablón más alto
de la piscina, con mi padre instándome a lanzarme de piquero, mis primos
dándome la orden desde abajo, desde ese remoto lugar apenas visible en mi sitio
vibrante, alargado, húmedo, solo yo ante el azul del agua y mi terror? ¿No fue
hace 25 años, hace 14 años, hace seis años, no fue ayer, no fue esta mañana?
Me di la vuelta y bajé los escalones con una inmensa sensación de derrota. Mi padre, que nunca aprendió a nadar, no me dijo nada; mis primos retomaron sus juegos en el césped y luego se zambulleron, felices. Y yo me preguntaba por qué, por qué, ¡por qué no soy capaz!
Me di la vuelta y bajé los escalones con una inmensa sensación de derrota. Mi padre, que nunca aprendió a nadar, no me dijo nada; mis primos retomaron sus juegos en el césped y luego se zambulleron, felices. Y yo me preguntaba por qué, por qué, ¡por qué no soy capaz!
viernes, noviembre 20, 2009
Chile, esa larga y angosta faja de tierra de Arica a Magallanes
Esta introducción, leída hoy, tiene sentido; el tiempo la tornará ininteligible.
Don Eduardo Frei Ruiz-Tagle dice ser Chile y cada uno de los seguidores que aparecen en su propaganda -pagados o no- también. ¿Por qué no habríamos de creerle al señor Frei? ¿Por qué esa insistencia en tratarlo de "fome", de rebajarlo, de asegurar que ya nada puede ofrecerle al país? Don Sebastián Piñera también es Chile; él lo dice de otro modo, pero la mayoría, al igual que sucede con Don Eduardo, no le cree. Es más, la mayoría lo ataca con saña, lo trata de "empresario" y eso quiere decir esquilmador, y los rostros que lo escrutan se refocilan cuando es descubierto en alguna debilidad, como si la debilidad ocultara algo intencionadamente malo.
¿Por qué nos alegran las debilidades de los demás? ¿Es delito ser empresario? ¿No fue el señor Frei un empresario; no lo fue el otro candidato, Marco Enríquez-Ominami? Uno más grande que los otros, pero empresarios al fin y al cabo. Debieran clasificarse, en justicia, como excelente empresario, buen empresario, pequeño empresario. Aun más, si un excelente empresario, no éste sino cualquiera, se dedica a servir al país antes que a ganar dinero, ¿por qué eso habría de ser motivo de desconfianza? ¿No sería más lógico pensar al revés, o sea, que un mal empresario se dedicara a servir al país? ¿No habría allí motivos para pensar que desea enriquecerse a costa de la política? Porque, la verdad, no me imagino cuánto más dinero podría ganar el señor Piñera si es Presidente de Chile.
Del señor Arrate no voy a escribir nada negativo tampoco, salvo recordar ese famoso dicho que alude al infierno y a las buenas intenciones. Pero el señor Arrate, en sí mismo, me parece que es una persona encantadora, con la que me gustaría compartir otra vez una cena. Compartí hace años una cena con él y me quedó la impresión de que es de esas personas con las cuales uno, sin mayor justificación, no teme confesarse. ¿Por qué nadie lo ataca? Porque en Chile no se gasta pólvora en gallinazos, porque los perdedores caen bien; porque cuando el equipo chico va ganando todo el estadio está con él, y hasta se habla de heroísmo en las graderías.
Chile es una larga y angosta y agregaría desconfiada faja de tierra. Aquí a eso le llaman chaqueteo. Quiere decir que cuando alguien sube en la escala de la popularidad, lo tiran de la chaqueta y baja; lo chaquetean. En Chile prima la envidia. La envidia prima cuando no existe verdadera justicia. Si los chilenos estuviéramos conformes con lo que somos, con las oportunidades que se nos han dado, si comprobáramos día a día que todos somos tratados de la misma forma y que al esfuerzo incluso más humilde le llega su recompensa, entonces no seríamos chaqueteros. Pero como no es así, lo somos. La razón de esta conducta es que en los países jóvenes como el nuestro se debe escarbar muy poco bajo la tierra para que aparezcan los esqueletos de las víctimas que generaron la riqueza de los millonarios. De allí la desconfianza, el chaqueteo.
De modo que con toda propiedad Chile es Frei, Chile es Piñera, Chile es Marco Enríquez-Ominami, Chile es Arrate y ¿por qué no? Chile también soy yo, con mis mejores virtudes y mis peores defectos.
Chile es constante. Voy, día a día, construyendo casi nada, edificando pequeños castillos de naipes que no miran a ninguna parte. Me rijo por dos o tres ideas, de ahí no me muevo, con ellas vivo, de ellas me alimento hasta que vienen dos, tres más.
Es honrado, como lo puedo ser yo, dentro de todo; mintiendo algo, robando a veces (casi nunca), traicionando como traiciona el hombre y a pesar, dentro de todo, en el fondo, diría honrado.
Chile tiene algo de hermético. En Chile no hay huracanes ni tornados; los golpes vienen de adentro. Dentro de mí corre un torrente enfurecido de emociones, las mismas que tratan de definir los libros, emociones que se precipitan al mundo a través de la boca, de los dedos, de la mirada, emociones que nacieron, se fueron y volvieron a entrar al instante, transformadas, rejuvenecidas y gastadas; intuyo las mismas en el lustrabotas que me limpia los zapatos cada mañana y que padece de hernia. Una vecina lo sube y lo baja a grito pelado, delante de todos, porque no se ha puesto la faja que le indicó. Él agacha la cabeza y me sigue lustrando. Cuando se va, lanza un suspiro y no sé bien si quiere matarla o lamentarse de su destino.
Se apropia de Chile el miedo. Hay razones de sobra para tener miedo. Están los mencionados azotes de la naturaleza, están las revueltas de los hombres, están los vaivenes del mundo. Mi horizonte ha sido el miedo, cada mañana lo miro a lo lejos. Si duerme detrás de la cordillera hecho una cagarruta, respiro tranquilo y salgo a la calle a vivir la vida; si las nubes lo bajan a la tierra y me lo acercan, tiemblo de espanto. El miedo se apropia de los países cuando en éstos rige la abundancia. Los pueblos ricos son pueblos de poca fe y Chile está perdiendo la fe. El causante del miedo es la riqueza. El antídoto del miedo es la fe. La religión no es, como se dice, el opio de los pueblos. La religión es el sostén y la esperanza de la fragilidad humana.
¿Sigue Chile siendo provinciano? Claro que sí.
De niño me miraba en Santiago: llegué a Santiago. Entonces me miré en Nueva York: nunca he ido a Nueva York, parece título de canción.
Chile nunca ha estado en Nueva York
Pero vendería su alma por unos diitas
Para llegar cantando
Que estuvo en Nueva York
Que los rascacielos eran casi tan altos
Como la Cordillera de los Andes
Y que Broadway, el Metropolitan Opera House
La Estatua de la libertad, el hoyo de las Torres Gemelas
El clarinete de Woody Allen, Studio 54
La Calle 42, la Quinta Avenida, el Central Park
El edificio Dakota donde asesinaron a John Lennon
El Empire State Building, el Carnegie Hall, el British Museum
No, el British Museum está en Londres
Pero igual puede pasar como que estaba en Nueva York
Llegaría Chile cantando, tan feliz, que todas esas maravillas
Son
Todo eso lo sé, y aun así me empeño, me rompo los nudillos, me excito.
Mediocre es Chile, ahí sí que estaría en el mismísimo centro de la lista.
Los genios no son chilenos, son universales. Mi país es el mundo.
Vengo del sur de Río Grande... ¡qué verde era mi valle!
No, los genios viven exiliados en sus cuatro paredes. Los genios, ya lo dije alguna vez, son como los locos: no los soportamos más de cinco minutos.
A nosotros, los verdaderos chilenos, dennos a Elisa, Morandé con Compañía, Carnes Morandé, el Conde Vrolok, la Madrastra, las putas argentinas, Los Buenos Muchachos, Raúl Correa y Familia, la Piccola Italia, La Cuca, la Kmasu de la tía Mané, Larry Moe, Alberto Plaza, el Mall Plaza, Raúl Nosecuánto está aprendiendo inglés, se quema los ojos aprendiendo inglés, ¡y los moteles con cajitas de fósforos!, sin olvidar el consabido espejo que refleja las carnes flácidas que huelen a parrillada y amor eterno, carne mediocre, poto plano, pico chico... y sin embargo se mueve.
La lista es tan enorme. Imagínense, de Arica a Magallanes, pasando por el desierto de Atacama con su Valle de la luna y sus géiseres del Tatio, encanto sin igual, medios aporreados andan ahora los pobres... pero Julito lo dijo mejor en la Segunda Teletón, la del año 79, dijo:
... Desde Arica
Y después ver a Copiapó
Y viene el norte verde
Y viene Viña y la República de Valparaíso
Y viene Aconcagua con sus valles
Y viene la gran ciudad
¡La selva de cemento que es Santiago!
Y viene la manta colchagüina, como le llamo yo al sur de Rancagua, Talca, Curicó
Para llegar al cordón umbilical de las industrias
Donde hay carbón, donde hay loza
Que es Concepción
Y después seguimos con los árboles
Seguimos con los álamos
Seguimos con los bosques
Seguimos con los volcanes nevados
Seguimos con Osorno
Con Valdivia, donde la luna se baña desnuda
Seguimos por Temuco, mi tierra
(Aplausos)
Donde hay un sendero de copihues que llevan al Ñielol
Y seguimos por allá hasta Punta Arenas
Que nos brinda el calor que contrasta
Con la frialdad que le dio la naturaleza
Porque esa ciudad, que podría ser fría, es tremendamente calurosa
Y seguimos hacia Coyhaique
Y seguimos navegando por el mar de Drake
Y llegamos a esas islas que son nuestras
(Aplausos, vítores)
Que significan patria...
(Aplausos, la gente se levanta de sus asientos)
Bah, pensé que había hablado más, no dijo nada de Copiapó ni del sufrido minero ni del Valle de Elqui con su misterio esotérico. Cómo se le pudo olvidar a Julito ese mar que tranquilo te baña, nada que ver con el mar de Drake, y al no incluirlo en su discurso privó de inmortalidad a los sufridos pescadores, a Rolando Alarcón, al minero de Lota, a Sub terra, a Baldomero Lillo, al Cabeza de cobre, al Hijo de ladrón y a la caleta de Maitencillo el día domingo en la mañana, bullente de figuras del mundo del espectáculo y la política. No habló de los cerros de Valparaíso, el cerro Alegre, el cerro Concepción, ¡Lukas y su humorismo señorial!, los ascensores, el reloj de flores de Viña del Mar, el festival internacional de la canción, el traje metálico de Raquel Argandoña, no dijo una sola palabra del Chile pujante, del Hombre Nuevo, de los ingleses de Sudamérica.
La lista es larga, les decía. Se los anticipé.
El rodeo de Rancagua, el aguardiente de Doñihue, el salto del Laja, los indios de Temuco, la zona de los lagos, el indio pícaro, los palafitos de Chiloé, las acuarelas de Pacheco Altamirano, el Festival de coros del magisterio, las torres del Paine, Magallanes... Magallanes... y el territorio antártico. Y puros chilenos metidos adentro.
¡Cáfila de mediocres!
27 mil ombligos.
Así me desprecio y así me quiero. No existe otro sueño ni otra tierra; Perú no es el paraíso. Brasil no es el paraíso. ¿Cancún? Cancún podría ser por unos días, sin el ciclón Eduvigis ni menos el Rosamel.
Me quiero igual como se quieren los judíos, casi con ese mismo sentimiento de culpa, de ansiedad, de estrechez, de ridícula derrota, de eternos terceros lugares, de clasificaciones con calculadora y de triunfos enanos.
¡Oh Plaza Italia! ¡Qué falta que me hacés! Recíbeme una noche en tus brazos, una sola bastaría; endulza mi vida, convénceme de que nada es como lo pensé. ¡Déjame ser! Quiero matar, vomitar mi ombligo, quiero vomitar las torres del Paine aunque sea una vez cada siete años, como fluye la vida.
Ayer entré a mi oficina y amé lo que vi, mis compañeros de ruta. Se fue uno, llegó otro. El amigo Bigote ya se fue, después me tocará a mí. Me voy yo y Chile se va conmigo, así de simple. Cagaron todos. El día que yo deje de ser mediocre, Chile dejará de ser mediocre. Surgirán las oscuras golondrinas y alumbrarán los cielos, susurrarán sus voces no me olvides no me olvides yo también yo también yo también, millones de yo también armando una telaraña en los cielos; levantarán sus alas fantasmales de los escondrijos clandestinos; el buen campesino que durante una borrachera mató a su mejor amigo a hachazos en un arranque de celos desenterrará los huesos de Gabriela Mistral y bailará con ella a la fuerza, ya que Lucila se resistirá, no querrá ni tocar al hombre; el auxiliar de Tur Bus, ese muchacho flaco y moreno que nos controla los boletos, ese se alzará para destronar a Pablo Neruda; y por qué no, la Claudia y la Paty le echarán en cara a la Violeta el desaseo en que vive y terminarán las tres en la cama, tomando café con torta de frutilla y entonando parabienes ante la tierna mirada de Luis Urrutia O'Nell, Chomsky. Qué dirán los escondrijos, los ángulos remotos del salón y qué dirán las termitas, la larva que se asoma, qué pasará con las termitas.
Dentro de mí reposa el germen de la grandeza
Se alimenta de mediocridad
Y como dice el tango que pedimos prestado
Tan tan
Don Eduardo Frei Ruiz-Tagle dice ser Chile y cada uno de los seguidores que aparecen en su propaganda -pagados o no- también. ¿Por qué no habríamos de creerle al señor Frei? ¿Por qué esa insistencia en tratarlo de "fome", de rebajarlo, de asegurar que ya nada puede ofrecerle al país? Don Sebastián Piñera también es Chile; él lo dice de otro modo, pero la mayoría, al igual que sucede con Don Eduardo, no le cree. Es más, la mayoría lo ataca con saña, lo trata de "empresario" y eso quiere decir esquilmador, y los rostros que lo escrutan se refocilan cuando es descubierto en alguna debilidad, como si la debilidad ocultara algo intencionadamente malo.
¿Por qué nos alegran las debilidades de los demás? ¿Es delito ser empresario? ¿No fue el señor Frei un empresario; no lo fue el otro candidato, Marco Enríquez-Ominami? Uno más grande que los otros, pero empresarios al fin y al cabo. Debieran clasificarse, en justicia, como excelente empresario, buen empresario, pequeño empresario. Aun más, si un excelente empresario, no éste sino cualquiera, se dedica a servir al país antes que a ganar dinero, ¿por qué eso habría de ser motivo de desconfianza? ¿No sería más lógico pensar al revés, o sea, que un mal empresario se dedicara a servir al país? ¿No habría allí motivos para pensar que desea enriquecerse a costa de la política? Porque, la verdad, no me imagino cuánto más dinero podría ganar el señor Piñera si es Presidente de Chile.
Del señor Arrate no voy a escribir nada negativo tampoco, salvo recordar ese famoso dicho que alude al infierno y a las buenas intenciones. Pero el señor Arrate, en sí mismo, me parece que es una persona encantadora, con la que me gustaría compartir otra vez una cena. Compartí hace años una cena con él y me quedó la impresión de que es de esas personas con las cuales uno, sin mayor justificación, no teme confesarse. ¿Por qué nadie lo ataca? Porque en Chile no se gasta pólvora en gallinazos, porque los perdedores caen bien; porque cuando el equipo chico va ganando todo el estadio está con él, y hasta se habla de heroísmo en las graderías.
Chile es una larga y angosta y agregaría desconfiada faja de tierra. Aquí a eso le llaman chaqueteo. Quiere decir que cuando alguien sube en la escala de la popularidad, lo tiran de la chaqueta y baja; lo chaquetean. En Chile prima la envidia. La envidia prima cuando no existe verdadera justicia. Si los chilenos estuviéramos conformes con lo que somos, con las oportunidades que se nos han dado, si comprobáramos día a día que todos somos tratados de la misma forma y que al esfuerzo incluso más humilde le llega su recompensa, entonces no seríamos chaqueteros. Pero como no es así, lo somos. La razón de esta conducta es que en los países jóvenes como el nuestro se debe escarbar muy poco bajo la tierra para que aparezcan los esqueletos de las víctimas que generaron la riqueza de los millonarios. De allí la desconfianza, el chaqueteo.
De modo que con toda propiedad Chile es Frei, Chile es Piñera, Chile es Marco Enríquez-Ominami, Chile es Arrate y ¿por qué no? Chile también soy yo, con mis mejores virtudes y mis peores defectos.
Chile es constante. Voy, día a día, construyendo casi nada, edificando pequeños castillos de naipes que no miran a ninguna parte. Me rijo por dos o tres ideas, de ahí no me muevo, con ellas vivo, de ellas me alimento hasta que vienen dos, tres más.
Es honrado, como lo puedo ser yo, dentro de todo; mintiendo algo, robando a veces (casi nunca), traicionando como traiciona el hombre y a pesar, dentro de todo, en el fondo, diría honrado.
Chile tiene algo de hermético. En Chile no hay huracanes ni tornados; los golpes vienen de adentro. Dentro de mí corre un torrente enfurecido de emociones, las mismas que tratan de definir los libros, emociones que se precipitan al mundo a través de la boca, de los dedos, de la mirada, emociones que nacieron, se fueron y volvieron a entrar al instante, transformadas, rejuvenecidas y gastadas; intuyo las mismas en el lustrabotas que me limpia los zapatos cada mañana y que padece de hernia. Una vecina lo sube y lo baja a grito pelado, delante de todos, porque no se ha puesto la faja que le indicó. Él agacha la cabeza y me sigue lustrando. Cuando se va, lanza un suspiro y no sé bien si quiere matarla o lamentarse de su destino.
Se apropia de Chile el miedo. Hay razones de sobra para tener miedo. Están los mencionados azotes de la naturaleza, están las revueltas de los hombres, están los vaivenes del mundo. Mi horizonte ha sido el miedo, cada mañana lo miro a lo lejos. Si duerme detrás de la cordillera hecho una cagarruta, respiro tranquilo y salgo a la calle a vivir la vida; si las nubes lo bajan a la tierra y me lo acercan, tiemblo de espanto. El miedo se apropia de los países cuando en éstos rige la abundancia. Los pueblos ricos son pueblos de poca fe y Chile está perdiendo la fe. El causante del miedo es la riqueza. El antídoto del miedo es la fe. La religión no es, como se dice, el opio de los pueblos. La religión es el sostén y la esperanza de la fragilidad humana.
¿Sigue Chile siendo provinciano? Claro que sí.
De niño me miraba en Santiago: llegué a Santiago. Entonces me miré en Nueva York: nunca he ido a Nueva York, parece título de canción.
Chile nunca ha estado en Nueva York
Pero vendería su alma por unos diitas
Para llegar cantando
Que estuvo en Nueva York
Que los rascacielos eran casi tan altos
Como la Cordillera de los Andes
Y que Broadway, el Metropolitan Opera House
La Estatua de la libertad, el hoyo de las Torres Gemelas
El clarinete de Woody Allen, Studio 54
La Calle 42, la Quinta Avenida, el Central Park
El edificio Dakota donde asesinaron a John Lennon
El Empire State Building, el Carnegie Hall, el British Museum
No, el British Museum está en Londres
Pero igual puede pasar como que estaba en Nueva York
Llegaría Chile cantando, tan feliz, que todas esas maravillas
Son
Todo eso lo sé, y aun así me empeño, me rompo los nudillos, me excito.
Mediocre es Chile, ahí sí que estaría en el mismísimo centro de la lista.
Los genios no son chilenos, son universales. Mi país es el mundo.
Vengo del sur de Río Grande... ¡qué verde era mi valle!
No, los genios viven exiliados en sus cuatro paredes. Los genios, ya lo dije alguna vez, son como los locos: no los soportamos más de cinco minutos.
A nosotros, los verdaderos chilenos, dennos a Elisa, Morandé con Compañía, Carnes Morandé, el Conde Vrolok, la Madrastra, las putas argentinas, Los Buenos Muchachos, Raúl Correa y Familia, la Piccola Italia, La Cuca, la Kmasu de la tía Mané, Larry Moe, Alberto Plaza, el Mall Plaza, Raúl Nosecuánto está aprendiendo inglés, se quema los ojos aprendiendo inglés, ¡y los moteles con cajitas de fósforos!, sin olvidar el consabido espejo que refleja las carnes flácidas que huelen a parrillada y amor eterno, carne mediocre, poto plano, pico chico... y sin embargo se mueve.
La lista es tan enorme. Imagínense, de Arica a Magallanes, pasando por el desierto de Atacama con su Valle de la luna y sus géiseres del Tatio, encanto sin igual, medios aporreados andan ahora los pobres... pero Julito lo dijo mejor en la Segunda Teletón, la del año 79, dijo:
... Desde Arica
Y después ver a Copiapó
Y viene el norte verde
Y viene Viña y la República de Valparaíso
Y viene Aconcagua con sus valles
Y viene la gran ciudad
¡La selva de cemento que es Santiago!
Y viene la manta colchagüina, como le llamo yo al sur de Rancagua, Talca, Curicó
Para llegar al cordón umbilical de las industrias
Donde hay carbón, donde hay loza
Que es Concepción
Y después seguimos con los árboles
Seguimos con los álamos
Seguimos con los bosques
Seguimos con los volcanes nevados
Seguimos con Osorno
Con Valdivia, donde la luna se baña desnuda
Seguimos por Temuco, mi tierra
(Aplausos)
Donde hay un sendero de copihues que llevan al Ñielol
Y seguimos por allá hasta Punta Arenas
Que nos brinda el calor que contrasta
Con la frialdad que le dio la naturaleza
Porque esa ciudad, que podría ser fría, es tremendamente calurosa
Y seguimos hacia Coyhaique
Y seguimos navegando por el mar de Drake
Y llegamos a esas islas que son nuestras
(Aplausos, vítores)
Que significan patria...
(Aplausos, la gente se levanta de sus asientos)
Bah, pensé que había hablado más, no dijo nada de Copiapó ni del sufrido minero ni del Valle de Elqui con su misterio esotérico. Cómo se le pudo olvidar a Julito ese mar que tranquilo te baña, nada que ver con el mar de Drake, y al no incluirlo en su discurso privó de inmortalidad a los sufridos pescadores, a Rolando Alarcón, al minero de Lota, a Sub terra, a Baldomero Lillo, al Cabeza de cobre, al Hijo de ladrón y a la caleta de Maitencillo el día domingo en la mañana, bullente de figuras del mundo del espectáculo y la política. No habló de los cerros de Valparaíso, el cerro Alegre, el cerro Concepción, ¡Lukas y su humorismo señorial!, los ascensores, el reloj de flores de Viña del Mar, el festival internacional de la canción, el traje metálico de Raquel Argandoña, no dijo una sola palabra del Chile pujante, del Hombre Nuevo, de los ingleses de Sudamérica.
La lista es larga, les decía. Se los anticipé.
El rodeo de Rancagua, el aguardiente de Doñihue, el salto del Laja, los indios de Temuco, la zona de los lagos, el indio pícaro, los palafitos de Chiloé, las acuarelas de Pacheco Altamirano, el Festival de coros del magisterio, las torres del Paine, Magallanes... Magallanes... y el territorio antártico. Y puros chilenos metidos adentro.
¡Cáfila de mediocres!
27 mil ombligos.
Así me desprecio y así me quiero. No existe otro sueño ni otra tierra; Perú no es el paraíso. Brasil no es el paraíso. ¿Cancún? Cancún podría ser por unos días, sin el ciclón Eduvigis ni menos el Rosamel.
Me quiero igual como se quieren los judíos, casi con ese mismo sentimiento de culpa, de ansiedad, de estrechez, de ridícula derrota, de eternos terceros lugares, de clasificaciones con calculadora y de triunfos enanos.
¡Oh Plaza Italia! ¡Qué falta que me hacés! Recíbeme una noche en tus brazos, una sola bastaría; endulza mi vida, convénceme de que nada es como lo pensé. ¡Déjame ser! Quiero matar, vomitar mi ombligo, quiero vomitar las torres del Paine aunque sea una vez cada siete años, como fluye la vida.
Ayer entré a mi oficina y amé lo que vi, mis compañeros de ruta. Se fue uno, llegó otro. El amigo Bigote ya se fue, después me tocará a mí. Me voy yo y Chile se va conmigo, así de simple. Cagaron todos. El día que yo deje de ser mediocre, Chile dejará de ser mediocre. Surgirán las oscuras golondrinas y alumbrarán los cielos, susurrarán sus voces no me olvides no me olvides yo también yo también yo también, millones de yo también armando una telaraña en los cielos; levantarán sus alas fantasmales de los escondrijos clandestinos; el buen campesino que durante una borrachera mató a su mejor amigo a hachazos en un arranque de celos desenterrará los huesos de Gabriela Mistral y bailará con ella a la fuerza, ya que Lucila se resistirá, no querrá ni tocar al hombre; el auxiliar de Tur Bus, ese muchacho flaco y moreno que nos controla los boletos, ese se alzará para destronar a Pablo Neruda; y por qué no, la Claudia y la Paty le echarán en cara a la Violeta el desaseo en que vive y terminarán las tres en la cama, tomando café con torta de frutilla y entonando parabienes ante la tierna mirada de Luis Urrutia O'Nell, Chomsky. Qué dirán los escondrijos, los ángulos remotos del salón y qué dirán las termitas, la larva que se asoma, qué pasará con las termitas.
Dentro de mí reposa el germen de la grandeza
Se alimenta de mediocridad
Y como dice el tango que pedimos prestado
Tan tan
lunes, noviembre 16, 2009
El avión
Cuando mi papá nos comunicó con toda naturalidad que viajaría en avión a un congreso en Antofagasta se produjo una ligera conmoción en la familia. Mi papá nunca había viajado en avión y nosotros tampoco, aunque declararlo de este modo no es tan obvio como parece: un par de veces con el Vitorio habíamos declinado ir al afanadero -así se le decía al aeródromo, ignoro la razón- para participar en calidad de pasajeros en el festival de vuelos populares; renuncias, debo admitir, motivadas más por la flojera de caminar tantas cuadras que por el miedo de subir a un avión.
En cuanto al modo en que mi papá nos había hecho el anuncio, todos sabíamos que detrás de su aparente frialdad se escondía una enorme agitación.
La conmoción familiar estribaba menos en el vuelo que en la importancia que significaba para todos nosotros el que hubiese sido seleccionado. Sabíamos que en la Braden se estaba ganando cierto prestigio como delegado sindical, pero nunca pensamos que fuera para tanto. Este viaje venía a confirmarlo, el prestigio, y le daba motivos a mi mamá para echar a volar la noticia a los cuatro vientos: su esposo también figuraba en la nómina del congreso sindical de los trabajadores del cobre y viajaba en avión al hotel de Antofagasta, con todos los gastos pagados.
El día del viaje mi papá se levantó muy temprano, besó al Vitorio en la cara y le hizo entrega de su reloj cronómetro, "por si pasaba algo". El Vitorio se lo puso altiro y siguió durmiendo, pero en el sueño el reloj le bailaba en la muñeca y la correa metálica le rasguñaba el brazo. Minutos después mi papá, con toda delicadeza, se lo retiró y el Vitorio no se dio cuenta. Cuando despertó y se miró la muñeca, estaba vacía.
El párrafo anterior costaría entenderlo si no se explica que mi papá efectivamente volvió a la casa a los pocos minutos, desempacó la maleta y partió al taller con ese aire triunfante y superior, pero también desgarrador, silencioso, humilde, propio de las personas que son víctimas de una injusticia.
Lo que había sucedido lo supimos de labios de mi madre: "A Sergio lo bajaron del avión", le comentó esa misma mañana a su amiga, la señora Ana Fuentes, delante de nosotros. Con el Vitorio tratamos de captar los detalles y descubrimos que al momento de abordar el vehículo que lo trasladaría junto a demás invitados desde Rancagua al aeropuerto de Los Cerrillos, un dirigente de mayor rango le comunicó que él no viajaba. "Mardones, tú no", le dijo, y mi papá lo había tomado con esa misma naturalidad que exhibió cuando nos contó lo del viaje. No era su momento, se había producido un pequeño error en la lista, un exceso en el cupo (después llegué al convencimiento que lo habían citado en calidad de reserva, por si alguien fallaba). Mas para su filosofía, para su forma de ver el mundo, el balde de agua fría constituyó esa vez un aviso del destino: un ángel de bigote fino e insignia en la solapa, un ángel que se las daba de líder de los demás, lo acababa de salvar de una espantosa tragedia aérea. Así de simple. Así lo quiso entender y no hubo quien lo sacara de esa creencia, al menos de la que manifestaba hacia los demás, porque lo que sentía íntimamente se lo guardó.
El congreso se efectuó con toda normalidad y los participantes volvieron renovados, dispuestos a cambiar las cosas, pero las cosas siguieron funcionando como antes, con la vida de mi padre y la vida de nuestra familia y la vida de Rancagua mezclada entre las cosas. Los años pasaron y mi padre viajó varias veces en avión, a veces solo, a veces con mi madre, a veces conmigo. De la crueldad, de la insensibilidad de ese dirigente de terno y corbata que lo bajó del vuelo no quedó más que un recuerdo. Para mí, una amarga sentencia, una lección. Tal como en la suya, en mi vida laboral se filtró una condena: inclinarme ante el mando de mediocres e insensibles, hombres y mujeres, que me han dejado en incontables ocasiones abajo del avión sin jamás detenerse a pensar que eso me ha dolido más por el ejemplo que heredarán mis hijos que por mi propio dolor. Aguanté en silencio y me hice fuerte en ese sentimiento de superioridad que a pito de nada tenemos los perdedores. Desprecié desde el fondo de mi alma a los pechadores, a las guaguas que lloran para mamar y nunca fui parte de ellos. Si alguien desea descubrir y admirar mis méritos, pues que se dé el trabajo. Así me enseñaron.
Mi hermano fue más inteligente: tomó la historia a la chacota y cada vez que la recuerda se lamenta de ese cronómetro que fue suyo durante algunos minutos, para ser exactos, aventuremos unos 33 minutos con 27 segundos, el tiempo que va desde la ilusión de la partida hasta el dolor del regreso.
En cuanto al modo en que mi papá nos había hecho el anuncio, todos sabíamos que detrás de su aparente frialdad se escondía una enorme agitación.
La conmoción familiar estribaba menos en el vuelo que en la importancia que significaba para todos nosotros el que hubiese sido seleccionado. Sabíamos que en la Braden se estaba ganando cierto prestigio como delegado sindical, pero nunca pensamos que fuera para tanto. Este viaje venía a confirmarlo, el prestigio, y le daba motivos a mi mamá para echar a volar la noticia a los cuatro vientos: su esposo también figuraba en la nómina del congreso sindical de los trabajadores del cobre y viajaba en avión al hotel de Antofagasta, con todos los gastos pagados.
El día del viaje mi papá se levantó muy temprano, besó al Vitorio en la cara y le hizo entrega de su reloj cronómetro, "por si pasaba algo". El Vitorio se lo puso altiro y siguió durmiendo, pero en el sueño el reloj le bailaba en la muñeca y la correa metálica le rasguñaba el brazo. Minutos después mi papá, con toda delicadeza, se lo retiró y el Vitorio no se dio cuenta. Cuando despertó y se miró la muñeca, estaba vacía.
El párrafo anterior costaría entenderlo si no se explica que mi papá efectivamente volvió a la casa a los pocos minutos, desempacó la maleta y partió al taller con ese aire triunfante y superior, pero también desgarrador, silencioso, humilde, propio de las personas que son víctimas de una injusticia.
Lo que había sucedido lo supimos de labios de mi madre: "A Sergio lo bajaron del avión", le comentó esa misma mañana a su amiga, la señora Ana Fuentes, delante de nosotros. Con el Vitorio tratamos de captar los detalles y descubrimos que al momento de abordar el vehículo que lo trasladaría junto a demás invitados desde Rancagua al aeropuerto de Los Cerrillos, un dirigente de mayor rango le comunicó que él no viajaba. "Mardones, tú no", le dijo, y mi papá lo había tomado con esa misma naturalidad que exhibió cuando nos contó lo del viaje. No era su momento, se había producido un pequeño error en la lista, un exceso en el cupo (después llegué al convencimiento que lo habían citado en calidad de reserva, por si alguien fallaba). Mas para su filosofía, para su forma de ver el mundo, el balde de agua fría constituyó esa vez un aviso del destino: un ángel de bigote fino e insignia en la solapa, un ángel que se las daba de líder de los demás, lo acababa de salvar de una espantosa tragedia aérea. Así de simple. Así lo quiso entender y no hubo quien lo sacara de esa creencia, al menos de la que manifestaba hacia los demás, porque lo que sentía íntimamente se lo guardó.
El congreso se efectuó con toda normalidad y los participantes volvieron renovados, dispuestos a cambiar las cosas, pero las cosas siguieron funcionando como antes, con la vida de mi padre y la vida de nuestra familia y la vida de Rancagua mezclada entre las cosas. Los años pasaron y mi padre viajó varias veces en avión, a veces solo, a veces con mi madre, a veces conmigo. De la crueldad, de la insensibilidad de ese dirigente de terno y corbata que lo bajó del vuelo no quedó más que un recuerdo. Para mí, una amarga sentencia, una lección. Tal como en la suya, en mi vida laboral se filtró una condena: inclinarme ante el mando de mediocres e insensibles, hombres y mujeres, que me han dejado en incontables ocasiones abajo del avión sin jamás detenerse a pensar que eso me ha dolido más por el ejemplo que heredarán mis hijos que por mi propio dolor. Aguanté en silencio y me hice fuerte en ese sentimiento de superioridad que a pito de nada tenemos los perdedores. Desprecié desde el fondo de mi alma a los pechadores, a las guaguas que lloran para mamar y nunca fui parte de ellos. Si alguien desea descubrir y admirar mis méritos, pues que se dé el trabajo. Así me enseñaron.
Mi hermano fue más inteligente: tomó la historia a la chacota y cada vez que la recuerda se lamenta de ese cronómetro que fue suyo durante algunos minutos, para ser exactos, aventuremos unos 33 minutos con 27 segundos, el tiempo que va desde la ilusión de la partida hasta el dolor del regreso.
jueves, noviembre 12, 2009
Guelamino, el hombre que veía el futuro
Cuando de los pantanos emanaban efluvios nauseabundos y la niebla era la señora de la tierra; en esos tiempos de incertidumbre originados en el poder de los planetas y las bestias, de las fuerzas naturales, en esos tiempos en que llovía días enteros y el barro subía hasta las canillas, y durante meses no había nada pero nada que comer y el rayo era la bendición del fuego, hubo un hombre que vislumbró el futuro, Lo Que Sería. Lo llamaban Bastra o Pastra, otros le decían Uzziel y otros Guelamino, y tenía el don de la supervivencia. El hombre, el hombre en general, en ese tiempo caía arrodillado y su tragedia era una de tantas, apenas un entierro para no ser devorado en medio del grupo. Enterrar era un asunto de visión y de olfato, nada de dolores insufribles, había que seguir temiendo. Y los volcanes los despedían de sus reinos, viajaban como semillas al viento.
Guelamino iba con ellos, desprendía soles de sus venas e indicaba el camino; siempre acertando y siempre solo, y al volver la vista, funesta pintura. Fue el primero en prohibir la antropofagia y alertar contra el incesto; pocos le hicieron caso pero el tiempo le dio la razón. La carne humana y el placer sexual no son malos en sí mismos, pero cuántas familias, cuántos pueblos, cuántas razas desaparecieron más tarde al ceder a la tentación de comerse la cola.
Uzziel predijo lo que habría de venir y lo dejó escrito en la piedra; han pasado miles de años y no logran descifrar sus jeroglíficos, que resplandecen, límpidos. El hombre continúa viviendo en las tinieblas, afinando los detalles de su prueba máxima de imagen, la exportación planetaria; a Uzziel lo han contratado para que trabaje en la bolsa y le pagan buen dinero, menos que lo merecido, y los grandes centros militares lo mantienen cautivo en sus oficinas blindadas, sentado junto a un teléfono rojo. Desnudo, Guelamino intuye el tiempo y le cuelga de un banquillo su blanco pene de niño-adolescente; a él no le importan esas cosas, ni la desnudez ni la bolsa ni la guerra. Son preocupaciones históricas, vencidas, que advirtió a su tiempo, hace más de 3533 años. Maravillado, observa el sabor que trasladan las nubes que vienen del Pacífico y de pronto grita, fuera de sí, presa del pánico: ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado!
Guelamino iba con ellos, desprendía soles de sus venas e indicaba el camino; siempre acertando y siempre solo, y al volver la vista, funesta pintura. Fue el primero en prohibir la antropofagia y alertar contra el incesto; pocos le hicieron caso pero el tiempo le dio la razón. La carne humana y el placer sexual no son malos en sí mismos, pero cuántas familias, cuántos pueblos, cuántas razas desaparecieron más tarde al ceder a la tentación de comerse la cola.
Uzziel predijo lo que habría de venir y lo dejó escrito en la piedra; han pasado miles de años y no logran descifrar sus jeroglíficos, que resplandecen, límpidos. El hombre continúa viviendo en las tinieblas, afinando los detalles de su prueba máxima de imagen, la exportación planetaria; a Uzziel lo han contratado para que trabaje en la bolsa y le pagan buen dinero, menos que lo merecido, y los grandes centros militares lo mantienen cautivo en sus oficinas blindadas, sentado junto a un teléfono rojo. Desnudo, Guelamino intuye el tiempo y le cuelga de un banquillo su blanco pene de niño-adolescente; a él no le importan esas cosas, ni la desnudez ni la bolsa ni la guerra. Son preocupaciones históricas, vencidas, que advirtió a su tiempo, hace más de 3533 años. Maravillado, observa el sabor que trasladan las nubes que vienen del Pacífico y de pronto grita, fuera de sí, presa del pánico: ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado!
martes, noviembre 10, 2009
Un ligero destello
Una pequeña explosión sería suficiente, así lo sentía. Bastaría con hacer estallar el rincón, el detalle de un mecanismo y el equívoco se podría arreglar, aunque no habría seguridad completa, la certeza no existe más que cuando se ha dejado de respirar, y aun así hay casos que demuestran que es posible revertir el proceso inevitable. Planteadas las cosas de ese modo, la calle, los vehículos y sus motores, las ruedas forradas en goma que giran sumando su característico sonido al contexto, voces que pasan, que van cambiando de timbre, de tono, de énfasis, voces que hablan sobre pequeñeces, las pequeñeces que conforman la vida, y el espíritu allí, entre ellas, tratando de olvidar el ruido de los motores, imaginando que el estallido de la pieza clave de un mecanismo secreto podría cambiarlo todo. Mas, ¿era eso lo que ansiaba? Porque a fin de cuentas, ¿no se sentía parcialmente conforme con el estado de las cosas? ¿No hubiese deseado, mejor, pequeños cambios de dirección dentro de la gran alameda general? Las masas copan las calles clamando peticiones, la masa herida, humillada, un cúmulo de ideales que se mueve por dinero, la justicia equivale a más dinero, habiendo más dinero se echa a andar la maquinaria y ya vamos yendo mejor por la vida y las protestas se acallan, pensar las vacaciones. ¿Cuándo le dio por amar, por centrarse en el amar? Pero amar tan erradamente, al espíritu del valle. Amar erradamente es oír la propia voz, la orden primigenia. Se coló donde no debía y cuando halló, no era exactamente lo que andaba buscando. El espíritu es, por su naturaleza, egoísta. Al ser no una masa como la que copa las calles, al ser ni siquiera una idea, al ser un sentimiento, menos que una luz, irá siempre a tientas metiéndose en recovecos malsanos y en paraísos oscuros prohibitivos a su esencia, que confunden. ¡Te amo, amor mío! No, no es exactamente eso, debe proseguir el camino, dejar atrás el amor hallado, el verdadero amor que pasó por su lado y sacó los brazos níveos desde las catacumbas y lo llamó ven, espíritu, ven a mi lado, quédate conmigo, no sería capaz de vivir aquí adentro si te vas, no te vayas, ándate si quieres, pero entonces no mires hacia atrás, no hagas la del niño, no te vayas a hacer en los pantalones, un espíritu como tú no usa pantalones, no digiere; el espíritu intenta elevarse un par de metros en la calle para oír mejor aun su voz, como si no la oyera todo el día como oyen voces los locos, sí, la he perdido, he optado por seguir, ¿amar hoy a esta masa enferma de ceguera? ¿Amar de una vez a sus fieles compañeros de ruta, aquellos que lo han acompañado, que en silencio lo han visto sufrir, pidiendo tan poco a cambio, una migaja de atención, una palabra bonita? ¿Amarse de verdad a sí mismo? Eso lleva a la sordera. Espíritu que se ama, esto es que se olvida que es, que flota tranquilo sobre el asfalto caliente y sortea el polen, que ama al Espíritu Mayor, que se guarece del frío con el Manto Sagrado, Manu redivivo, oh, Gran Chaparral, espíritu que se ama tan solo precisaría de un ligero destello y todo podría andar mejor...
A veces, por las noches, salía de la alcantarilla a mirar el cielo; lo que se pudiera ver, alguna estrella que fuese. En su lugar, millones de luciérnagas sobrevolaban edificios y bares, estaciones de trenes, hospitales, comisarías. Quería hacer carne su sueño como el cisne que sometió a la elegida en el río, pero no le salía la voz porque ese tal Odradek no tiene voz, apenas le alcanza para carretilla de hilo.
"Amor... amor... amor...", resuena el trueno; las luciérnagas se esparcen en todas direcciones, son las mismas que por la mañana pedían más dinero.
Momento de bajar al habitáculo viscoso.
A veces, por las noches, salía de la alcantarilla a mirar el cielo; lo que se pudiera ver, alguna estrella que fuese. En su lugar, millones de luciérnagas sobrevolaban edificios y bares, estaciones de trenes, hospitales, comisarías. Quería hacer carne su sueño como el cisne que sometió a la elegida en el río, pero no le salía la voz porque ese tal Odradek no tiene voz, apenas le alcanza para carretilla de hilo.
"Amor... amor... amor...", resuena el trueno; las luciérnagas se esparcen en todas direcciones, son las mismas que por la mañana pedían más dinero.
Momento de bajar al habitáculo viscoso.
sábado, noviembre 07, 2009
Un anciano de ojos claros
¡Cuánta vida ha pasado por el anciano de ojos claros que camina por Alameda, en dirección a República! El peso de los años le ha ladeado la cabeza y le ha encadenado una bola de fierro a sus pies, de tal forma que para él caminar no es caminar; es morir en cada paso, de muerte natural o aplastado por la lava humana que vomita mecánica y religiosamente la boca del Metro, lo más probable esto último, sabe Dios cómo ha escapado tanto tiempo de ese final.
Ha de haber avanzado una pizca de legua en línea recta, el hombre tortuga, mientras nosotros, los hombres liebres, recorríamos callejuelas, subíamos y bajábamos peldaños, comprábamos en tiendas, leíamos los titulares en los quioscos, pasábamos a la fuente de soda, hacíamos una cosa y otra hasta que a la vuelta del día lo veíamos llegar por fin a su esquina, ¿para qué?, piensa uno.
El anciano de ojos claros viste terno azul, cruzado. Tiene la opción de no hacerlo y quedarse en casa, pero cada mañana se incorpora del lecho y con las pocas fuerzas que le quedan va hacia el closet y elige sus prendas. Se las va colocando sin ayuda y cuando estima que está listo se mira al espejo para corregir algún detalle, mas no lo hace bien, porque el cuello de la camisa blanca sigue doblado. Antes de salir se sirve una taza de té, se echa un pan a la boca y así mismo, con migas en la comisura de los labios, abre la puerta e inicia su viaje.
Para él no hay triunfos momentáneos ni cambio de siglo. No hay placeres físicos y ni siquiera una mujer que le lave los calcetines, porque la que tuvo ya se fue. Todas las mañanas acude ingenuamente a esperarla a su esquina, porque allí está la verdad de la que fue su vida, pero a la vuelta del día regresa a su pieza con lo único que le queda: una bola de fierro encadenada a sus pies, una cabeza ladeada y un terno azul, cruzado, con el que espera recibir dignamente, en cualquier momento, a la Sombría Dama.
Ha de haber avanzado una pizca de legua en línea recta, el hombre tortuga, mientras nosotros, los hombres liebres, recorríamos callejuelas, subíamos y bajábamos peldaños, comprábamos en tiendas, leíamos los titulares en los quioscos, pasábamos a la fuente de soda, hacíamos una cosa y otra hasta que a la vuelta del día lo veíamos llegar por fin a su esquina, ¿para qué?, piensa uno.
El anciano de ojos claros viste terno azul, cruzado. Tiene la opción de no hacerlo y quedarse en casa, pero cada mañana se incorpora del lecho y con las pocas fuerzas que le quedan va hacia el closet y elige sus prendas. Se las va colocando sin ayuda y cuando estima que está listo se mira al espejo para corregir algún detalle, mas no lo hace bien, porque el cuello de la camisa blanca sigue doblado. Antes de salir se sirve una taza de té, se echa un pan a la boca y así mismo, con migas en la comisura de los labios, abre la puerta e inicia su viaje.
Para él no hay triunfos momentáneos ni cambio de siglo. No hay placeres físicos y ni siquiera una mujer que le lave los calcetines, porque la que tuvo ya se fue. Todas las mañanas acude ingenuamente a esperarla a su esquina, porque allí está la verdad de la que fue su vida, pero a la vuelta del día regresa a su pieza con lo único que le queda: una bola de fierro encadenada a sus pies, una cabeza ladeada y un terno azul, cruzado, con el que espera recibir dignamente, en cualquier momento, a la Sombría Dama.
jueves, octubre 29, 2009
El chicle
Mi primer recuerdo, mi primera noción consciente de que me hallaba ante la vida, es bastante simple.
Vamos de vuelta a casa con el tata Lucho y unos obreros por un camino de tierra bajo el sol, a la altura de la población Esperanza. A un costado corre una acequia, más bien un hilo de agua turbia. Son cerca de las dos de la tarde. En un momento yo, que marcho desafiando el peligro, por el borde de la acequia, caigo al agua, no entero ni la mitad; apenas habrá sido una pierna, es decir, el pie y la sandalia, sin siquiera mojarme el pantalón corto. El tropiezo es lo bastante evidente como para que el grupo se ría. Pero no es una risa de burla, sino de simpatía. Retomo la marcha y el recuerdo desaparece.
Calculo que debo de haber tenido entre dos y tres años; lo digo porque a los cuatro años mi cerebro ya estaba cargado de imágenes. Antes de los dos no fue, porque no habría ido caminando con ellos, me habrían llevado en brazos.
¿A qué viene todo esto?
A lo sorprendente que resulta constatar cómo a tan temprana edad el hombre ya se ha formado una idea central y definitiva de las cosas que lo rodean.
Se camina al borde del peligro, consciente de que se está ante un peligro pero también lo suficientemente convencido de que es un peligro abordable, no mortal. Se camina junto al abuelo y un grupo de obreros; es decir, ante un familiar, una persona de confianza, que va acompañada de obreros, de gente desconocida, gente incluso de otro rango, inferior. Y sin embargo vamos todos juntos porque en mi infancia la vida consiste en compartir sin mayores distingos de clase. Y por eso cuando se ríen de mí, lo hacen todos.
La risa, fuera de ser democrática, es simpática. No hay asomo de burla en los dientes que miro desde abajo, con mirada que parece de temor. El niño se cayó, don Lucho. No le pasó nada. Se mojó la sandalia. ¡Levántate, Huguito, ven conmigo, que ya vamos a llegar!
¿Y qué me ha pasado a mí, por dentro? ¿Por qué ese recuerdo se me fija en la memoria? Imposible saberlo. Sólo podría teorizar declarando que a esa edad, a los dos años, ya estaba convencido de que si bien se podía fallar, yo no podía, porque si fallaba podía ser objeto de risas, risas que podrían transformarse en burlas, algo absolutamente impropio para la mayoría de edad de mi alma, pues el niño que era en ese entonces, mi Yo más íntimo consideraba que había dejado de serlo hace mucho tiempo. En el lapso de meses había envejecido cincuenta, sesenta años, me doy cuenta ahora. A los dos años ya no podía darme el lujo de actuar como niño.
De allí en adelante, todo lo hecho en mi vida ha sido tratar de rescatar desesperadamente la niñez, de llegar a la razón de su secreto.
Ya tendría cinco años cuando una noche volvía de la sede del club O'Higgins con mi tía y mis primos. Mi tía nos había comprado chicles y yo masticaba el mío con pasión silenciosa. Era dulce y gelatinoso, no se parecía a nada que hasta entonces hubiese probado. Pero pagué el noviciado y de repente me lo tragué. Ideé la rápida solución de echarme a llorar a moco tendido. Paramos frente a una fuente de agua donde había pececillos rojos y mi tía me hundió un dedo en la garganta para que el chicle saliera, porque si no salía se me podía quedar pegado en las tripas y yo me podía morir. Entre el llanto y las arcadas el chicle se negó a salir y yo redoblé el berrinche, en la esperanza de que esa maravilla subiera al paladar a pasearse entre las muelas, pero también en la esperanza de que el llanto conmoviera a mi tía y me comprara otro chicle.
No hubo caso. Volvimos a casa contra mi voluntad y el llanto desapareció, o el recuerdo del llanto. Me quedó el sabor de la goma rosada; cuando siento uno parecido detengo mi accionar, me escabullo para viajar al pasado y ya estoy a punto de llegar al tesoro, pero el tesoro se mueve, desciende. Sigo excavando, con alicaída ilusión, hasta que miro mis manos vacías: no hay chicle, no hay pasado, he caído una vez más en la trampa del espejismo del tiempo. Entonces retomo el paso.
¿Era bueno expresarse o no siempre conseguía uno su propósito a través de las lágrimas?, pensé esa noche, acostado en mi cama. ¿No era preferible masticar con más cuidado, prevenir el peligro antes que llorar sobre la leche derramada? Porque al final de cuentas, ¿qué había conseguido sino hacer el ridículo, quedar a la vista de todos como un niño chico?
¡Cuánto envejeció Huguito esa noche!
Vamos de vuelta a casa con el tata Lucho y unos obreros por un camino de tierra bajo el sol, a la altura de la población Esperanza. A un costado corre una acequia, más bien un hilo de agua turbia. Son cerca de las dos de la tarde. En un momento yo, que marcho desafiando el peligro, por el borde de la acequia, caigo al agua, no entero ni la mitad; apenas habrá sido una pierna, es decir, el pie y la sandalia, sin siquiera mojarme el pantalón corto. El tropiezo es lo bastante evidente como para que el grupo se ría. Pero no es una risa de burla, sino de simpatía. Retomo la marcha y el recuerdo desaparece.
Calculo que debo de haber tenido entre dos y tres años; lo digo porque a los cuatro años mi cerebro ya estaba cargado de imágenes. Antes de los dos no fue, porque no habría ido caminando con ellos, me habrían llevado en brazos.
¿A qué viene todo esto?
A lo sorprendente que resulta constatar cómo a tan temprana edad el hombre ya se ha formado una idea central y definitiva de las cosas que lo rodean.
Se camina al borde del peligro, consciente de que se está ante un peligro pero también lo suficientemente convencido de que es un peligro abordable, no mortal. Se camina junto al abuelo y un grupo de obreros; es decir, ante un familiar, una persona de confianza, que va acompañada de obreros, de gente desconocida, gente incluso de otro rango, inferior. Y sin embargo vamos todos juntos porque en mi infancia la vida consiste en compartir sin mayores distingos de clase. Y por eso cuando se ríen de mí, lo hacen todos.
La risa, fuera de ser democrática, es simpática. No hay asomo de burla en los dientes que miro desde abajo, con mirada que parece de temor. El niño se cayó, don Lucho. No le pasó nada. Se mojó la sandalia. ¡Levántate, Huguito, ven conmigo, que ya vamos a llegar!
¿Y qué me ha pasado a mí, por dentro? ¿Por qué ese recuerdo se me fija en la memoria? Imposible saberlo. Sólo podría teorizar declarando que a esa edad, a los dos años, ya estaba convencido de que si bien se podía fallar, yo no podía, porque si fallaba podía ser objeto de risas, risas que podrían transformarse en burlas, algo absolutamente impropio para la mayoría de edad de mi alma, pues el niño que era en ese entonces, mi Yo más íntimo consideraba que había dejado de serlo hace mucho tiempo. En el lapso de meses había envejecido cincuenta, sesenta años, me doy cuenta ahora. A los dos años ya no podía darme el lujo de actuar como niño.
De allí en adelante, todo lo hecho en mi vida ha sido tratar de rescatar desesperadamente la niñez, de llegar a la razón de su secreto.
Ya tendría cinco años cuando una noche volvía de la sede del club O'Higgins con mi tía y mis primos. Mi tía nos había comprado chicles y yo masticaba el mío con pasión silenciosa. Era dulce y gelatinoso, no se parecía a nada que hasta entonces hubiese probado. Pero pagué el noviciado y de repente me lo tragué. Ideé la rápida solución de echarme a llorar a moco tendido. Paramos frente a una fuente de agua donde había pececillos rojos y mi tía me hundió un dedo en la garganta para que el chicle saliera, porque si no salía se me podía quedar pegado en las tripas y yo me podía morir. Entre el llanto y las arcadas el chicle se negó a salir y yo redoblé el berrinche, en la esperanza de que esa maravilla subiera al paladar a pasearse entre las muelas, pero también en la esperanza de que el llanto conmoviera a mi tía y me comprara otro chicle.
No hubo caso. Volvimos a casa contra mi voluntad y el llanto desapareció, o el recuerdo del llanto. Me quedó el sabor de la goma rosada; cuando siento uno parecido detengo mi accionar, me escabullo para viajar al pasado y ya estoy a punto de llegar al tesoro, pero el tesoro se mueve, desciende. Sigo excavando, con alicaída ilusión, hasta que miro mis manos vacías: no hay chicle, no hay pasado, he caído una vez más en la trampa del espejismo del tiempo. Entonces retomo el paso.
¿Era bueno expresarse o no siempre conseguía uno su propósito a través de las lágrimas?, pensé esa noche, acostado en mi cama. ¿No era preferible masticar con más cuidado, prevenir el peligro antes que llorar sobre la leche derramada? Porque al final de cuentas, ¿qué había conseguido sino hacer el ridículo, quedar a la vista de todos como un niño chico?
¡Cuánto envejeció Huguito esa noche!
miércoles, octubre 21, 2009
Regalos sorpresa
Mi padre destacaba por sus regalos sorpresa, era su manera de demostrar no sólo su cariño hacia los seres más próximos a él -mi madre en primer lugar- sino la veneración, la cuidada preocupación por sus más mínimos deseos y la resolución de dedicar su tiempo libre a satisfacerlos. Hubo una temporada, por ejemplo, en que mi madre contemplaba cada tarde que regresaba de hacer clases en la Escuela 2 una cartera roja de cuero con forma de triángulo, que se exhibía en un escaparate de la calle Independencia. Apenas llegaba a casa y se cambiaba los zapatos de taco alto por unas pantuflas hacía de esa contemplación un comentario, hasta que una noche la escuché decirle a su mejor amiga: "¡Any, se la llevaron!".
Mi padre le había robado su sueño en secreto y la noche de Navidad se lo devolvió, envuelto a los pies del árbol, para asombro y euforia de mi madre. Creo que la filosofía encerrada dentro de la cabeza de mi padre para elaborar ese artificio era que la alegría mayor no debía ser serena y tenía que llegar recubierta de una dosis de amargura.
Las cosas de la vida tienen vueltas. Con el tiempo he llegado a pensar que la actitud tan cristalina de mi madre pudo ser realmente una muestra magistral de histrionismo y manipulación, pero sería injusto dejar establecida esa tesis ahora que no la puedo confrontar con sus descargos. Mas, ¿por qué destacó en voz alta y con tanta persistencia las cualidades de esa cartera? ¿No sería porque conocía perfectamente a su marido?
Mi madre, la cerebral y espontánea; mi padre, el ingenuo apasionado.
Un 29 de noviembre ella encontró en medio del living una inmensa caja de cartón, capaz de contener una silla. Era el día de su cumpleaños y apenas se acercó a mirarla vio la dedicatoria en la tarjeta: "A Fanicita". Saltó de gusto y me llamó a gritos. Yo estaba aún en la cama y al llegar al living abrí los ojos, pero no dije nada. La dejaba hablar a ella; era ella quien se expresaba por mí. Y así creo que ha sido hasta el día de hoy.
Abrió la caja. Adentro venía otra más pequeña. Así, cual juego de las muñequitas rusas, continuó el espectáculo que mi padre sólo pudo imaginar desde el taller donde engrasaba sus manos. Cada caja daba lugar a una nueva muestra de sorpresa, hasta que llegó a un envoltorio minúsculo que contenía un anillo de oro con una piedra roja. Recuerdo que hacía frío y estaba lloviznando, a pesar de la fecha.
Hubo una Navidad que lo pilló poco inspirado. Mi madre abrió su regalo y se encontró con un juego de vasos whiskeros. En otra ocasión descubrió un oso gigante de peluche que la hizo reír a carcajadas, lo que desorientó a mi padre y lo dejó a la deriva y al desnudo con su desafortunada elección.
El mejor regalo sorpresa se lo dio en los últimos años de su vida. De un día para otro dejó de beber y eso los llevó a concretar la máxima aspiración de Homero para sus héroes: morir cada uno en su momento en la paz del hogar, rodeados de sus descendientes.
sábado, octubre 17, 2009
Bitácora de una expedición al sol
Lunes 9
Despegamos; nos paraliza un vacío. Perdemos la noción de las cosas por unos segundos; luego todo vuelve a la normalidad. Durante un momento de lo que se podría llamar "la tarde", pero que en realidad corresponde a la cuarta hora del viaje que para nosotros comenzó al mediodía, Brent y Gastón me miran, extrañados. Todo marcha demasiado bien.
Martes 10
Llegamos al Sol a la hora prevista. La nave flota sobre la superficie gaseosa. Gastón y yo bajamos a inspeccionar; Brent permanece en la nave. Luego sube Gastón y baja Brent. Finalmente subo yo y baja Gastón. Sacando cuentas, habremos logrado descender unos 250 metros dentro del Sol.
Miércoles 11
Ya estamos de vuelta en la Tierra. Conversando con Brent y Gastón luego de la recepción tan amable que nos brindó la Agencia, decidimos mantener ocultos ciertos detalles del viaje. Nuestras mujeres ríen y beben en la terraza, nosotros preferimos conversar a oscuras, en el salón.
Jueves 12
El Sol es lo más parecido al dios de los egipcios. Una fuerza incontrolable, una luz tan intensa que no deja ver nada, un calor que derritió nuestros trajes, y a nosotros con ellos. La recomposición atómica de nuestros cuerpos ha debido de experimentar alguna falla, pues no me siento exactamente el mismo después de la expedición. Brent y Gastón me confirman que sienten como yo.
Viernes 13
Todo ha sido acordado. Fundaremos la religión definitiva o moriremos, no habrá término medio. Se deberá actuar con energía y extrema frialdad; nuestras familias han quedado al margen, ya forman parte de la historia. Don Gastón de Oliveira no estaba tan, tan de acuerdo con el plan, pero la flemática elocuencia de sir Brent Morris, unida a mis métodos heterodoxos, lo han logrado convencer. El tiempo es oro.
Despegamos; nos paraliza un vacío. Perdemos la noción de las cosas por unos segundos; luego todo vuelve a la normalidad. Durante un momento de lo que se podría llamar "la tarde", pero que en realidad corresponde a la cuarta hora del viaje que para nosotros comenzó al mediodía, Brent y Gastón me miran, extrañados. Todo marcha demasiado bien.
Martes 10
Llegamos al Sol a la hora prevista. La nave flota sobre la superficie gaseosa. Gastón y yo bajamos a inspeccionar; Brent permanece en la nave. Luego sube Gastón y baja Brent. Finalmente subo yo y baja Gastón. Sacando cuentas, habremos logrado descender unos 250 metros dentro del Sol.
Miércoles 11
Ya estamos de vuelta en la Tierra. Conversando con Brent y Gastón luego de la recepción tan amable que nos brindó la Agencia, decidimos mantener ocultos ciertos detalles del viaje. Nuestras mujeres ríen y beben en la terraza, nosotros preferimos conversar a oscuras, en el salón.
Jueves 12
El Sol es lo más parecido al dios de los egipcios. Una fuerza incontrolable, una luz tan intensa que no deja ver nada, un calor que derritió nuestros trajes, y a nosotros con ellos. La recomposición atómica de nuestros cuerpos ha debido de experimentar alguna falla, pues no me siento exactamente el mismo después de la expedición. Brent y Gastón me confirman que sienten como yo.
Viernes 13
Todo ha sido acordado. Fundaremos la religión definitiva o moriremos, no habrá término medio. Se deberá actuar con energía y extrema frialdad; nuestras familias han quedado al margen, ya forman parte de la historia. Don Gastón de Oliveira no estaba tan, tan de acuerdo con el plan, pero la flemática elocuencia de sir Brent Morris, unida a mis métodos heterodoxos, lo han logrado convencer. El tiempo es oro.
lunes, octubre 05, 2009
La primera fiesta de verdad
Mi primera fiesta "de grande" fue a los 13 años. Mis papás nos dejaron todo preparado y se fueron como a las tres de la tarde, según se había convenido. Se les olvidó algo y volvieron a los dos minutos. El Tonyi corrió a esconderse al patio, porque ya estaba fumando. Cuando se fueron de nuevo mandamos un loro para asegurarse de que estaban lejos. Cuando el loro dio el visto bueno y comunicó que ya habían pasado la línea del tren encendimos nuestros cigarrillos, que escondíamos en un bolsón de cuero ubicado sobre el pedal de la máquina de coser.
Fumar a esa edad era uno de los grandes placeres, sólo superado por el placer de correrse la paja, pero éste último era un placer privado y prohibido que provocaba depresión nacida del sentimiento de culpa, culpa que a su vez generaba conflictos existenciales y confesiones vergonzosas al sacerdote. Fumar también era un placer prohibido y a escondidas, pero no tan privado. Siempre se nos reprochaba que fumábamos para sentirnos grandes, pero nunca me pareció que yo lo hiciera por eso; más bien el placer radicaba para mí en el acto mismo de fumar, y su centro se ubicaba en el momento justo en que el humo se aspiraba y entraba por la garganta, más que en su expulsión o en la fabricación de argollas que entraban dentro de otras argollas, acción de fantasista que no otorgaba mayor prestigio.
Yo solía confesarme los sábados para poder comulgar los domingos. Jamás se me pasó por la cabeza comulgar sin haberme antes confesado, pues tal conducta importaba un pecado grave hacia Dios. El problema era que entre las tres o cuatro de la tarde del sábado y el mediodía del domingo no podía cometer pecados, de modo que con el tiempo cambié la confesión al mismo domingo, en plena misa. Así tenía plazo hasta el sábado en la noche para correrme la paja. Desde luego, esa mañana debía portarme como un angelito y además no podía comer nada después de las diez, o sea, dos horas antes de la misa.
Un día le confesé mi pecado habitual al cura, el que inteligentemente deslizaba en el cuarto o quinto lugar de la lista, para que no se notara tanto. La lista comprendía mentir, desobedecer a los padres, pelear con el hermano, estudiar poco y otros que no recuerdo. Tras la rejilla noté que el cura se extrañó y me pidió que detallara el pecado, pero yo no disponía de palabras académicas para hacerlo y me daba vergüenza describir mi acto usando términos vulgares.
-¿Pero qué es para ti fornicar? -insistía.
-Es... moverlo con la mano... para atrás y para adelante, Padre...
El cura se sintió aliviado de mi malentendido, se le notó en la voz, y me otorgó el perdón, no sin antes darme a rezar en penitencia dos padrenuestros y dos avemarías.
Tiempo después salí del error con la palabra, pero entonces me pregunté por qué ningún sacerdote se había preocupado antes de la seriedad y consecuencias que le acarrearía a un niño un pecado como ese.
Pero estaba en la fiesta. La lista de invitados fue reducida: el Lucho, el Julio, el Miguel, el Rigo, el Séper, la Eli, Jorge Maravilla Gamboa, la Ángela y la Tati, que eran mis primos. La Lauri, vecina, la Lilian Inostroza, que era la que me gustaba, y su hermano el Jorge. El Tonyi, el Tatán, el Honeyman y el Ogaz asistieron en calidad de compañeros de curso. Y el Vitorio, por ser también dueño de casa.
Recuerdo que todos esperaron el abrazo que me daría la Lilian, porque sabían que me gustaba. Ese era el término que se usaba entonces y se expresaba "mandando saludos" a través de un tercero. Si eran correspondidos se podía afirmar sin ánimo de exageración que el mundo dejaba de girar. La había conocido un día que nos cruzamos en la calle. Yo venía de vuelta del liceo y ella asistía a clases por la tarde. Nos volvimos a ver un par de veces. A la tercera experimenté la sensación rara y nueva de descubrir que me gustaba. A la cuarta calculé matemáticamente la hora y el trayecto que usaba para dirigirse a su colegio, de modo de asegurar que me la toparía diariamente, por casualidad. A la sexta o a la séptima me atreví a decirle hola y ella me respondió. Esa vez el mundo se detuvo, me enamoré perdidamente y pasamos a ser oficialmente amigos, según mi modo de ver las cosas. Cada tarde, alrededor de las seis y media, me asomaba a la ventana para verla regresar con el bolsón.
Cuando me entregó el regalo y me dio el abrazo nadie dijo nada, por pudor y porque no se bromeaba con esas cosas. Nos abrazamos, ella era totalmente plana, blanca y delgada. Usaba zapatos negros de charol con una correíta que le atravesaba el empeine y le cubría las calcetas blancas. Recogía su pelo en un moño que le estiraba los ojos verdes. Era la niña más hermosa de la tierra, sin duda alguna, pero yo era demasiado tímido como para hablarle, así que la abracé, le recibí el regalo, me sonrojé y, no hallando qué más hacer, dejé que se sentara en un sillón y tomara una revista. Luego me esmeré en ofrecerle regularmente, pero sin que se notara mucho mi interés, canapés de paté y huevo duro con vasos de Fanta o Coca Cola. Por primera vez no había chocolate caliente ni torta: era verdaderamente un cumpleaños de grande, encima acompañado de música de Bert Kaempfert y de una botella de Cinzano, que se reservó para servir en vasitos minúsculos alrededor de las siete de la tarde. A esa hora los invitados se empezaron a retirar, la Lilian entre ellos, pero la música del tocadiscos despertó a los truhanes del barrio, los coléricos de 17 y hasta 19 años que se peinaban con jopo y vestían pecos bill y chaqueta de cuero. El Roberto Urbina, que era el más caballero porque usaba corbata y tenía un pelo ondulado aplastado y brillante por la gomina, solicitó permiso para ingresar con su polola. Una vez concedido los demás fueron entrando uno a uno, como un huracán, con sus propias cajetillas y discos de Bill Halley bajo el brazo.
Cuando mis papás llegaron, a eso de las diez de la noche, me vieron ofreciéndoles Cinzano en una bandeja, portándome bien con ellos.
En un dos por tres la casa quedó vacía.
Fumar a esa edad era uno de los grandes placeres, sólo superado por el placer de correrse la paja, pero éste último era un placer privado y prohibido que provocaba depresión nacida del sentimiento de culpa, culpa que a su vez generaba conflictos existenciales y confesiones vergonzosas al sacerdote. Fumar también era un placer prohibido y a escondidas, pero no tan privado. Siempre se nos reprochaba que fumábamos para sentirnos grandes, pero nunca me pareció que yo lo hiciera por eso; más bien el placer radicaba para mí en el acto mismo de fumar, y su centro se ubicaba en el momento justo en que el humo se aspiraba y entraba por la garganta, más que en su expulsión o en la fabricación de argollas que entraban dentro de otras argollas, acción de fantasista que no otorgaba mayor prestigio.
Yo solía confesarme los sábados para poder comulgar los domingos. Jamás se me pasó por la cabeza comulgar sin haberme antes confesado, pues tal conducta importaba un pecado grave hacia Dios. El problema era que entre las tres o cuatro de la tarde del sábado y el mediodía del domingo no podía cometer pecados, de modo que con el tiempo cambié la confesión al mismo domingo, en plena misa. Así tenía plazo hasta el sábado en la noche para correrme la paja. Desde luego, esa mañana debía portarme como un angelito y además no podía comer nada después de las diez, o sea, dos horas antes de la misa.
Un día le confesé mi pecado habitual al cura, el que inteligentemente deslizaba en el cuarto o quinto lugar de la lista, para que no se notara tanto. La lista comprendía mentir, desobedecer a los padres, pelear con el hermano, estudiar poco y otros que no recuerdo. Tras la rejilla noté que el cura se extrañó y me pidió que detallara el pecado, pero yo no disponía de palabras académicas para hacerlo y me daba vergüenza describir mi acto usando términos vulgares.
-¿Pero qué es para ti fornicar? -insistía.
-Es... moverlo con la mano... para atrás y para adelante, Padre...
El cura se sintió aliviado de mi malentendido, se le notó en la voz, y me otorgó el perdón, no sin antes darme a rezar en penitencia dos padrenuestros y dos avemarías.
Tiempo después salí del error con la palabra, pero entonces me pregunté por qué ningún sacerdote se había preocupado antes de la seriedad y consecuencias que le acarrearía a un niño un pecado como ese.
Pero estaba en la fiesta. La lista de invitados fue reducida: el Lucho, el Julio, el Miguel, el Rigo, el Séper, la Eli, Jorge Maravilla Gamboa, la Ángela y la Tati, que eran mis primos. La Lauri, vecina, la Lilian Inostroza, que era la que me gustaba, y su hermano el Jorge. El Tonyi, el Tatán, el Honeyman y el Ogaz asistieron en calidad de compañeros de curso. Y el Vitorio, por ser también dueño de casa.
Recuerdo que todos esperaron el abrazo que me daría la Lilian, porque sabían que me gustaba. Ese era el término que se usaba entonces y se expresaba "mandando saludos" a través de un tercero. Si eran correspondidos se podía afirmar sin ánimo de exageración que el mundo dejaba de girar. La había conocido un día que nos cruzamos en la calle. Yo venía de vuelta del liceo y ella asistía a clases por la tarde. Nos volvimos a ver un par de veces. A la tercera experimenté la sensación rara y nueva de descubrir que me gustaba. A la cuarta calculé matemáticamente la hora y el trayecto que usaba para dirigirse a su colegio, de modo de asegurar que me la toparía diariamente, por casualidad. A la sexta o a la séptima me atreví a decirle hola y ella me respondió. Esa vez el mundo se detuvo, me enamoré perdidamente y pasamos a ser oficialmente amigos, según mi modo de ver las cosas. Cada tarde, alrededor de las seis y media, me asomaba a la ventana para verla regresar con el bolsón.
Cuando me entregó el regalo y me dio el abrazo nadie dijo nada, por pudor y porque no se bromeaba con esas cosas. Nos abrazamos, ella era totalmente plana, blanca y delgada. Usaba zapatos negros de charol con una correíta que le atravesaba el empeine y le cubría las calcetas blancas. Recogía su pelo en un moño que le estiraba los ojos verdes. Era la niña más hermosa de la tierra, sin duda alguna, pero yo era demasiado tímido como para hablarle, así que la abracé, le recibí el regalo, me sonrojé y, no hallando qué más hacer, dejé que se sentara en un sillón y tomara una revista. Luego me esmeré en ofrecerle regularmente, pero sin que se notara mucho mi interés, canapés de paté y huevo duro con vasos de Fanta o Coca Cola. Por primera vez no había chocolate caliente ni torta: era verdaderamente un cumpleaños de grande, encima acompañado de música de Bert Kaempfert y de una botella de Cinzano, que se reservó para servir en vasitos minúsculos alrededor de las siete de la tarde. A esa hora los invitados se empezaron a retirar, la Lilian entre ellos, pero la música del tocadiscos despertó a los truhanes del barrio, los coléricos de 17 y hasta 19 años que se peinaban con jopo y vestían pecos bill y chaqueta de cuero. El Roberto Urbina, que era el más caballero porque usaba corbata y tenía un pelo ondulado aplastado y brillante por la gomina, solicitó permiso para ingresar con su polola. Una vez concedido los demás fueron entrando uno a uno, como un huracán, con sus propias cajetillas y discos de Bill Halley bajo el brazo.
Cuando mis papás llegaron, a eso de las diez de la noche, me vieron ofreciéndoles Cinzano en una bandeja, portándome bien con ellos.
En un dos por tres la casa quedó vacía.
domingo, octubre 04, 2009
Al otro lado
Mientras dormía, Vargas tuvo un sueño. Soñó que las relaciones humanas se fundaban en una desinteresada y abierta entrega, mejor dicho soñó que pensaba así, pues el sueño consistía en gente en el parque y él sentado en un banco, mirándola pasar. De modo que el sueño era una metáfora; ni siquiera allí -en el mundo donde el ser humano es más libre que en ningún otro lugar- los hechos se correspondían con los pensamientos.
Cuando despertó, con la boca reseca producto del vino consumido la noche anterior, se propuso darle una interpretación a aquel sueño. Se dijo que lo más honesto sería comparar el sueño con sus propios pensamientos. Éstos dictaminaban que lo vivo se rechaza, lo que muere provoca alegría y la muerte se admira, porque además de ser inofensiva mata a la competencia, al expulsar de la mente del observador los prejuicios ante al sujeto que la sufre, que de envidiado pasa a admirado.
Había llegado a esa conclusión tras descubrir cuán envidioso era de los talentos de los demás, no de todos los demás sino de aquellos que competían con los talentos suyos. ¿Por qué un físico no le despertaba envidia? Porque Vargas jamás sería físico. ¿Por qué un poeta vivo, un poeta bueno, le despertaba envidia? Porque Vargas quería ser poeta. ¿Por qué los poetas malos le despertaban simpatía? Por compasión. ¿Y por qué se refocilaba cuando un crítico hacía pedazos la obra del "poeta bueno"? Porque así seguía abierto un espacio para él, así el gran mundo de las letras continuaba esperando a su profeta y redentor. Recordó la alegría secreta sentida el día de la muerte de Bolaño y lo que esa vez pensó: "Ya no me puede hacer sombra, ya está al otro lado". Recordó con cuánta admiración se refería a los colosales maestros extranjeros y a los colosales maestros difuntos, tan lejanos ambos de su radio de acción.
Su mujer lo esperaba en la mesa con el té a punto, el pan tostado y el jugo de naranjas recién exprimido. Rechazó el té y el pan, bebió el jugo. Abrió el diario, leyó los titulares y esperó su turno para entrar al baño. La perrita ladraba, pidiendo comida; las gatas dormitaban encima de una frazada de lana que cubría el sofá. Se paseó inquieto por la casa, se quedó rígido ante una ventana, mirando hacia la nada. Minutos después subirían a sus bicicletas y se abrirían camino hacia el café literario del parque.
Empezaba el domingo.
Cuando despertó, con la boca reseca producto del vino consumido la noche anterior, se propuso darle una interpretación a aquel sueño. Se dijo que lo más honesto sería comparar el sueño con sus propios pensamientos. Éstos dictaminaban que lo vivo se rechaza, lo que muere provoca alegría y la muerte se admira, porque además de ser inofensiva mata a la competencia, al expulsar de la mente del observador los prejuicios ante al sujeto que la sufre, que de envidiado pasa a admirado.
Había llegado a esa conclusión tras descubrir cuán envidioso era de los talentos de los demás, no de todos los demás sino de aquellos que competían con los talentos suyos. ¿Por qué un físico no le despertaba envidia? Porque Vargas jamás sería físico. ¿Por qué un poeta vivo, un poeta bueno, le despertaba envidia? Porque Vargas quería ser poeta. ¿Por qué los poetas malos le despertaban simpatía? Por compasión. ¿Y por qué se refocilaba cuando un crítico hacía pedazos la obra del "poeta bueno"? Porque así seguía abierto un espacio para él, así el gran mundo de las letras continuaba esperando a su profeta y redentor. Recordó la alegría secreta sentida el día de la muerte de Bolaño y lo que esa vez pensó: "Ya no me puede hacer sombra, ya está al otro lado". Recordó con cuánta admiración se refería a los colosales maestros extranjeros y a los colosales maestros difuntos, tan lejanos ambos de su radio de acción.
Su mujer lo esperaba en la mesa con el té a punto, el pan tostado y el jugo de naranjas recién exprimido. Rechazó el té y el pan, bebió el jugo. Abrió el diario, leyó los titulares y esperó su turno para entrar al baño. La perrita ladraba, pidiendo comida; las gatas dormitaban encima de una frazada de lana que cubría el sofá. Se paseó inquieto por la casa, se quedó rígido ante una ventana, mirando hacia la nada. Minutos después subirían a sus bicicletas y se abrirían camino hacia el café literario del parque.
Empezaba el domingo.
viernes, octubre 02, 2009
El trino
Un pájaro de color grisáceo, cuyo nombre no podría precisar, gorjeaba insistentemente desde la rama del arbusto. El arbusto miraba hacia el mar desde la loma nortina. Había un cielo despejado, un sol esplendoroso; no corría ni siquiera brisa y la tierra gredosa, normalmente árida, verdeaba después de la lluvia; incluso asomaban flores moradas cuyos mantos tomaban a lo lejos tintes plateados. El golpe de las olas contra los roqueríos llegaba como un rumor difuso, un fondo de suave gravedad.
El ambiente era un cruce de trinos entre los que de pronto se colaba el paso de un moscardón, dejando la estela de su característico zumbido.
El primer trino del ave en cuestión se asemejaba a un toque de trompeta con sordina. Remataba con cuatro notas cortantes, que al cantarlas lo obligaban a abrir el pico y echar su cuello hacia atrás. Era un pájaro que cabía en la palma de la mano.
¿Qué buscaba transmitir con su canto? ¿Se trataba de un macho que llamaba a su hembra o de un ejemplar que le cantaba a la vida? Era evidente que, en su caso, no andaba en busca de alimento.
Ah, el canto a la vida, una frase tan gastada.
De vez en cuando volaba de un arbusto a otro. Entonces volvía a su gorjeo: un llamado largo y agudo; cuatro notas cortantes.
Nadie iba hacia él, ningún otro ejemplar se declaraba afín a ese canto. Otros cantos, otros trinos se mezclaban con el suyo. Cada uno trasladaba un mensaje simple hacia un destino secreto.
Bordeaba riesgosamente los roqueríos un bote con seis pescadores que se bamboleaba y desaparecía por trechos, ya la proa, ya la popa, ya un costado o el otro. El mar no estaba en calma, como parecía desde lejos: lo delataba ese vaivén. Dentro del bote había movimiento, tal vez gritos que no llegaban, no interrumpían el canto del pájaro grisáceo. Un hombre cayó al agua, no se escuchó el chapuzón.
Nadie le arrojó un salvavidas; los pescadores remaron mar adentro, dentro de una especie de lejano filme sin sonido, y en su arbusto el ave continuó trinando.
El ambiente era un cruce de trinos entre los que de pronto se colaba el paso de un moscardón, dejando la estela de su característico zumbido.
El primer trino del ave en cuestión se asemejaba a un toque de trompeta con sordina. Remataba con cuatro notas cortantes, que al cantarlas lo obligaban a abrir el pico y echar su cuello hacia atrás. Era un pájaro que cabía en la palma de la mano.
¿Qué buscaba transmitir con su canto? ¿Se trataba de un macho que llamaba a su hembra o de un ejemplar que le cantaba a la vida? Era evidente que, en su caso, no andaba en busca de alimento.
Ah, el canto a la vida, una frase tan gastada.
De vez en cuando volaba de un arbusto a otro. Entonces volvía a su gorjeo: un llamado largo y agudo; cuatro notas cortantes.
Nadie iba hacia él, ningún otro ejemplar se declaraba afín a ese canto. Otros cantos, otros trinos se mezclaban con el suyo. Cada uno trasladaba un mensaje simple hacia un destino secreto.
Bordeaba riesgosamente los roqueríos un bote con seis pescadores que se bamboleaba y desaparecía por trechos, ya la proa, ya la popa, ya un costado o el otro. El mar no estaba en calma, como parecía desde lejos: lo delataba ese vaivén. Dentro del bote había movimiento, tal vez gritos que no llegaban, no interrumpían el canto del pájaro grisáceo. Un hombre cayó al agua, no se escuchó el chapuzón.
Nadie le arrojó un salvavidas; los pescadores remaron mar adentro, dentro de una especie de lejano filme sin sonido, y en su arbusto el ave continuó trinando.
jueves, septiembre 24, 2009
Basura
El pensamiento de Vargas se llenó, de un momento a otro, de basura. Descendió los doscientos escalones de la nave y se encontró con su sombra en el muelle, bajo el sol afilado del sur. Sus acompañantes venían más atrás, se esforzaba en dejarlos atrás, se complacía rabiosamente en dejarlos solos. Venían tranquilos, cada uno con un pensamiento en la mente. Vargas habría jurado que dentro de ellos bullían pensamientos normales, pacíficos, que guardaban relación con ese mundo vulgar que habita la gente vulgar que puebla el mundo y que son todos, unos examinándose a otros, el mundo convertido en una oleada de caparazones, en millones de acciones, mejor aun, actuaciones, según el postulado que proclama el autor de "La bestia en la jungla", cuyo libro llevaba en la maleta.
Entre las que lo seguían se hallaba su mujer. Contra su voluntad admitió -puesto que admitirlo le dejaba su falla al descubierto- que luego sentiría una gran compasión hacia ella, compasión que por supuesto ella nunca le había pedido. En favor de nuestro personaje habremos de reconocer que dicha compasión no pasaba de ser un plan; o sea, una compasión ficticia, por venir y por lo tanto falsa, demasiado lejana de la rabia que lo envolvía en ese momento; peor aún, de la desazón, que es la antesala de la angustia. De modo que cabía la posibilidad de que la compasión no apareciera y en su lugar, si es que algo le podía nacer después de esto, surgiese un sentimiento mayor, más elevado.
La desazón dio paso al miedo: a estas alturas de su vida conocía perfectamente lo que había un escalón más abajo, revolviendo la basura que flotaba en ese resumidero expuesto al brillo del sol. Allí estaba, espesa y gris como siempre, la laguna fantasma. Cada vez que tropezaba y caía en ella trataba de huir a toda costa, se ponía bueno, generalmente entraba a una iglesia y rezaba oraciones inventadas, porque la laguna fantasma era una laguna de temer; huir de sus aguas fangosas devenía en ilusión, escapar de su légamo pútrido, andar a saltos sobre ella era la fórmula ridícula para no sumergirse para siempre, pues ya debajo se pierden el hambre y la sed, y el cuerpo se marchita y entonces ya nada vale.
Se esforzaba en sacar a flote toda su basura, en derramarla desde sus ojos al paisaje del sur y a esos autos que iban y venían por la costanera y a las inmundicias que flotaban en el mar, basura real, no imaginada, y a los graffitis en las esculturas y a los estudiantes que se besaban a las tres de la tarde.
Pero eran toneladas de basura, riadas interminables que vencían la gravedad cuando salían por sus ojos, su boca...
Pensó, desesperado: qué me haría feliz, qué me haría feliz, qué me haría feliz. Mas de qué servía pensar, si sabía la respuesta. Pensar justamente en esas cosas no hacía más que enriquecer la basura.
Debes esperar
Es un estado pasajero
Ya todo volverá a la normalidad
Y querrás disfrutar nuevamente del sabor del té
Y te complacerá la sonrisa de los tuyos
Y dirás: todo bien, todo está bien
Y sentirás pena de ti mismo
Y al sentirla
Compadecerás a los que sufren
Eso te hará inmensamente feliz
Y querrás llorar
Pero ahora estás inmerso en la basura
Y debes esperar
Esperaba, tratando de cometer la menor cantidad de insensateces. Deseando, deseo absurdo, de que nadie se diera cuenta de su sentir. A veces tuvo que esperar días. Hubo una vez que esperó varios meses; analizando las cosas con frialdad, tres años.
Ahora las esperas eran cada vez más cortas. Antes su pensamiento le exigía proezas para salir adelante; hoy le bastaba con apostar que el taco del riachuelo se abriría de repente y la basura dejaría fluir de nuevo el agua por donde se movían sus pensamientos.
Pensó que el pensamiento se deja cazar a menudo, queda aprisionado por estos desagradables tacos y la basura que se amontona consta de palabras sucias cuyas similitudes aturden. La basura se manifiesta a través de voces, frases hechas, vida interior pura (un siquiatra diría algo así como "recuerdos que neurotizan", "estados incompletos"; una larga lista de definiciones que de nada le sirven a la víctima). Sabía que en ese momento le era imperioso salir de sí mismo, que no debía seguir atrapado por esa sensación lacerante y autodestructiva.
-¿Qué te pasa? ¿Ya te sientes mal?
Qué le podía responder.
-Si quieres irte solo, vete, basta que lo digas.
¿Quería irse de verdad? ¿Deseaba estar solo? ¿Qué quería?
-Sentémonos un momento.
Vieron esos graffitis, esos muchachos besándose, perros dando vueltas en una plaza, las fondas vacías, acabado el 18; el Club Alemán, el edificio de Ripley, Paris y Falabella, espejismo de esperanza; y recortando el horizonte, el mar, el mar... más amenazante aplastado por el sol de primavera. El mar podía ser la escapatoria, tal vez la solución que abriera el taco del pensamiento. Pero si se ha venido del mar, si ya se ha vuelto del mar, si el mar se aleja hacia el pasado, si las tiernas caras, las noches y la contemplación de los bosques que lo acompañaron desde la nave van retrocediendo en la estela que se dirige hacia la profundidad de la memoria, ¿qué queda entonces?
No, el mar no era la esperanza.
La única esperanza era esperar.
Entre las que lo seguían se hallaba su mujer. Contra su voluntad admitió -puesto que admitirlo le dejaba su falla al descubierto- que luego sentiría una gran compasión hacia ella, compasión que por supuesto ella nunca le había pedido. En favor de nuestro personaje habremos de reconocer que dicha compasión no pasaba de ser un plan; o sea, una compasión ficticia, por venir y por lo tanto falsa, demasiado lejana de la rabia que lo envolvía en ese momento; peor aún, de la desazón, que es la antesala de la angustia. De modo que cabía la posibilidad de que la compasión no apareciera y en su lugar, si es que algo le podía nacer después de esto, surgiese un sentimiento mayor, más elevado.
La desazón dio paso al miedo: a estas alturas de su vida conocía perfectamente lo que había un escalón más abajo, revolviendo la basura que flotaba en ese resumidero expuesto al brillo del sol. Allí estaba, espesa y gris como siempre, la laguna fantasma. Cada vez que tropezaba y caía en ella trataba de huir a toda costa, se ponía bueno, generalmente entraba a una iglesia y rezaba oraciones inventadas, porque la laguna fantasma era una laguna de temer; huir de sus aguas fangosas devenía en ilusión, escapar de su légamo pútrido, andar a saltos sobre ella era la fórmula ridícula para no sumergirse para siempre, pues ya debajo se pierden el hambre y la sed, y el cuerpo se marchita y entonces ya nada vale.
Se esforzaba en sacar a flote toda su basura, en derramarla desde sus ojos al paisaje del sur y a esos autos que iban y venían por la costanera y a las inmundicias que flotaban en el mar, basura real, no imaginada, y a los graffitis en las esculturas y a los estudiantes que se besaban a las tres de la tarde.
Pero eran toneladas de basura, riadas interminables que vencían la gravedad cuando salían por sus ojos, su boca...
Pensó, desesperado: qué me haría feliz, qué me haría feliz, qué me haría feliz. Mas de qué servía pensar, si sabía la respuesta. Pensar justamente en esas cosas no hacía más que enriquecer la basura.
Debes esperar
Es un estado pasajero
Ya todo volverá a la normalidad
Y querrás disfrutar nuevamente del sabor del té
Y te complacerá la sonrisa de los tuyos
Y dirás: todo bien, todo está bien
Y sentirás pena de ti mismo
Y al sentirla
Compadecerás a los que sufren
Eso te hará inmensamente feliz
Y querrás llorar
Pero ahora estás inmerso en la basura
Y debes esperar
Esperaba, tratando de cometer la menor cantidad de insensateces. Deseando, deseo absurdo, de que nadie se diera cuenta de su sentir. A veces tuvo que esperar días. Hubo una vez que esperó varios meses; analizando las cosas con frialdad, tres años.
Ahora las esperas eran cada vez más cortas. Antes su pensamiento le exigía proezas para salir adelante; hoy le bastaba con apostar que el taco del riachuelo se abriría de repente y la basura dejaría fluir de nuevo el agua por donde se movían sus pensamientos.
Pensó que el pensamiento se deja cazar a menudo, queda aprisionado por estos desagradables tacos y la basura que se amontona consta de palabras sucias cuyas similitudes aturden. La basura se manifiesta a través de voces, frases hechas, vida interior pura (un siquiatra diría algo así como "recuerdos que neurotizan", "estados incompletos"; una larga lista de definiciones que de nada le sirven a la víctima). Sabía que en ese momento le era imperioso salir de sí mismo, que no debía seguir atrapado por esa sensación lacerante y autodestructiva.
-¿Qué te pasa? ¿Ya te sientes mal?
Qué le podía responder.
-Si quieres irte solo, vete, basta que lo digas.
¿Quería irse de verdad? ¿Deseaba estar solo? ¿Qué quería?
-Sentémonos un momento.
Vieron esos graffitis, esos muchachos besándose, perros dando vueltas en una plaza, las fondas vacías, acabado el 18; el Club Alemán, el edificio de Ripley, Paris y Falabella, espejismo de esperanza; y recortando el horizonte, el mar, el mar... más amenazante aplastado por el sol de primavera. El mar podía ser la escapatoria, tal vez la solución que abriera el taco del pensamiento. Pero si se ha venido del mar, si ya se ha vuelto del mar, si el mar se aleja hacia el pasado, si las tiernas caras, las noches y la contemplación de los bosques que lo acompañaron desde la nave van retrocediendo en la estela que se dirige hacia la profundidad de la memoria, ¿qué queda entonces?
No, el mar no era la esperanza.
La única esperanza era esperar.
lunes, septiembre 14, 2009
La mujer invisible
Tal como la describe ese popular cuento de folletín, la mujer invisible utilizó su poder para hacerse millonaria. El amor no le sentó bien, pero el sexo sí, y de qué manera. Aprovechando que nadie la podía ver desahogó sus más extrañas pasiones. Luego se recluyó en una isla paradisiaca, rodeada de esclavos, a quienes trató como perros. El cuento termina cuando una nave espacial se la llevó a otro planeta, costo que pagó por su invisibilidad.
Se me ocurre que es imposible imaginar con certeza, más todavía para un varón que se entregue a ese ejercicio, lo que haría realmente una mujer invisible, me refiero al modo en que variaría su conducta habitual, si tuviera ese don.
Partir conjeturando que no habría una sola mujer invisible, sino millones de mujeres invisibles (así como no existe un solo hombre invisible) parece una ingenuidad, dado el elevado grado de fiabilidad de la hipótesis.
Dificulto en todo caso que la mujer invisible sería como la de ese cuento, escrito sin lugar a dudas desde una perspectiva masculina. Creo que la verdadera mujer invisible, hasta la más andrógina de las mujeres, se hallaría en serios problemas apenas su piel, sus músculos, órganos y huesos se transparentaran. Si quisiera utilizar su poder, que más bien sería su castigo, probablemente lo haría para averiguar asuntos de otros, no tanto para ver a otros. Sin embargo, hechos los descubrimientos que le interesasen su aburrimiento se tornaría mortal. ¿Ser invisible? ¿Para qué? ¿Para entrar a los probadores a mirar hombres desnudos? ¿Robar dinero de las bóvedas de los bancos? ¿Colarse en lujosos cruceros? ¿Comer gratis en los restaurantes franceses? ¿Desentrañar los secretos diplomáticos?
La mujer invisible no podría ser mirada y menos admirada. Nadie la tendría en cuenta, nadie la desearía ni le ofrecería matrimonio. Nadie la trataría como a una reina y de ninguna de sus amigas sería la envidia. Si fuese bella, nadie lo sabría. ¿De qué le serviría ponerle el pie encima a los hombres? ¿Qué quedaría demostrado con eso?
Para la óptica masculina, que creo que es la mía, la mujer invisible típica, aun la de estos días, y debiera decir sobre todo la de estos días, vendería su alma por ser joven, bella y demasiado visible. Rindiéndose a sus propios pecados capitales sí que gozaría como china.
Epílogo de este breve ensayo: cuando se invente la tinta que haga invisible al cuerpo humano, sea hombre o mujer el cuerpo que cubra, se acabará el amor en la tierra, tal como lo conocemos hoy. En otras palabras, el amor se verá obligado a entrar en una nueva fase. Y eso le hará muy bien a la humanidad, descontando los miles de crímenes que naturalmente habrán de cometer los amantes engañados, aprovechando que actúan a mansalva.
Pues ningún amante es capaz de salir indemne de la invisibilidad de su pareja.
Se me ocurre que es imposible imaginar con certeza, más todavía para un varón que se entregue a ese ejercicio, lo que haría realmente una mujer invisible, me refiero al modo en que variaría su conducta habitual, si tuviera ese don.
Partir conjeturando que no habría una sola mujer invisible, sino millones de mujeres invisibles (así como no existe un solo hombre invisible) parece una ingenuidad, dado el elevado grado de fiabilidad de la hipótesis.
Dificulto en todo caso que la mujer invisible sería como la de ese cuento, escrito sin lugar a dudas desde una perspectiva masculina. Creo que la verdadera mujer invisible, hasta la más andrógina de las mujeres, se hallaría en serios problemas apenas su piel, sus músculos, órganos y huesos se transparentaran. Si quisiera utilizar su poder, que más bien sería su castigo, probablemente lo haría para averiguar asuntos de otros, no tanto para ver a otros. Sin embargo, hechos los descubrimientos que le interesasen su aburrimiento se tornaría mortal. ¿Ser invisible? ¿Para qué? ¿Para entrar a los probadores a mirar hombres desnudos? ¿Robar dinero de las bóvedas de los bancos? ¿Colarse en lujosos cruceros? ¿Comer gratis en los restaurantes franceses? ¿Desentrañar los secretos diplomáticos?
La mujer invisible no podría ser mirada y menos admirada. Nadie la tendría en cuenta, nadie la desearía ni le ofrecería matrimonio. Nadie la trataría como a una reina y de ninguna de sus amigas sería la envidia. Si fuese bella, nadie lo sabría. ¿De qué le serviría ponerle el pie encima a los hombres? ¿Qué quedaría demostrado con eso?
Para la óptica masculina, que creo que es la mía, la mujer invisible típica, aun la de estos días, y debiera decir sobre todo la de estos días, vendería su alma por ser joven, bella y demasiado visible. Rindiéndose a sus propios pecados capitales sí que gozaría como china.
Epílogo de este breve ensayo: cuando se invente la tinta que haga invisible al cuerpo humano, sea hombre o mujer el cuerpo que cubra, se acabará el amor en la tierra, tal como lo conocemos hoy. En otras palabras, el amor se verá obligado a entrar en una nueva fase. Y eso le hará muy bien a la humanidad, descontando los miles de crímenes que naturalmente habrán de cometer los amantes engañados, aprovechando que actúan a mansalva.
Pues ningún amante es capaz de salir indemne de la invisibilidad de su pareja.
miércoles, septiembre 09, 2009
El primer puesto
Lo he dicho antes, pero me parece que no con la precisión que intentaré decirlo ahora: si de algo he de arrepentirme cuando llegue mi última hora es de haber intentado buscar amor. Tanto daño a la fe, tanta traición al cariño recibido.
El sacerdote escuchará, como suelen escuchar los sacerdotes, y doy por descontado que me perdonará cuando alce su mano y haga la señal de la cruz, pero yo no me quedaré tranquilo: solamente habré cumplido el rito y eso, para el alma, no significa gran cosa. Lo que hay adentro, debajo de la máscara que cubre la piel, es imposible de engañar. Eso que se esconde ni siquiera es un concepto moral heredado de las tradiciones cristianas. Es una sensación, la de no haber sido honesto conmigo mismo.
El mandato que recibió mi mente, creo que entre los tres y cuatro años, fue que yo era un ser vivo, un ser humano, desde luego, un ser pensante, un ser que vivía rodeado de seres sobre los cuales debía imperiosamente destacar, para de esa forma lograr el ansiado amor, que ni más ni menos traduje como el reconocimiento de que yo era un ser vivo, único, imprescindible.
El amor se asociaba a la vida y la vida, al reconocimiento. Al reconocimiento sólo se llegaba a través de la superioridad. Mis frases de ese tiempo e incluso de este tiempo: "El ser anónimo es indigno de amor". "El desconocido no vale nada". "Ser ignorado es ser despreciado". Curiosamente son máximas que hacía y hago valer sólo para mí, pues ante los verdaderos despreciados, que son los perdedores, los encadenados al vicio, los locos y los mendigos, sentía y siento una compasión que a menudo me hace brotar lágrimas.
No hay peor afrenta para mí que ser ignorado. Soy capaz de hacer locuras, incluso de llegar a la violencia cuando me dejan al margen, me desestiman, se olvidan de mí, me miran por encima del hombro. Y no hay peor vergüenza que la ignorancia, porque abre flancos que desnudan y humillan mis aspiraciones.
Por las noches, al acostarme, repetía sagradamente la oración inventada: "¿Quién ha sido la persona más famosa del mundo? Jesucristo. ¿Quién ha sido el hombre más famoso del mundo? Jesucristo". Venía entonces el mandamiento: "Debo ser superior a Jesucristo". "Debo ser imperiosamente superior a Jesucristo". "Urge sobrepasar a Jesucristo". Y terminaba, antes de dormirme, con las preguntas y la arenga: "¿Puedo serlo? ¿Me es dable cumplir tan alta meta? ¡Sí, puedo! ¡Sí, debo!". Entonces me dormía como un pajarito.
Con el tiempo escalé en mi curso hasta conseguir el primer puesto, lo que me costó sangre, sudor y lágrimas. Ese día, cuando le ofrecí de sorpresa la libreta de notas a mi mamá, ese día en que ella saltó de alegría, ese día fui, lejos, superior a Jesucristo. Creo que el otro día fue cuando aprobé el examen de grado con distinción máxima. Estaba ebrio de alegría y había dicho puras estupideces ante la comisión. Pero demostré que se podía ser superior a Jesucristo.
En tanto, me amaban y no me daba cuenta. Porque vivía y vivo buscando amor, por los caminos más absurdos.
Ya estoy (iba a decir viejo) algo maduro en edad, aunque para muchos, sí, ya estoy viejo. Y he descubierto algo que no por ser obvio deja de tener su importancia: creo que Jesucristo no pasa de ser un mito y darme cuenta de esa verdad recubre mi ser de una pacífica melancolía, como si una tibia niebla me brindara su compañía desde este mismo momento, haciendo menos áspero el camino que me resta por transitar. Sí, a Jesucristo se lo puede superar, pero fundar un nuevo mito capaz de derribar al mencionado, eso gracias a Dios no me preocupa; pues ya estaríamos hablando de palabras mayores.
Tal vez aún sea tiempo de tomar la senda real, ausente de fantasías megalómanas, la senda que lleve al lirio del campo del que habla Blake.
El sacerdote escuchará, como suelen escuchar los sacerdotes, y doy por descontado que me perdonará cuando alce su mano y haga la señal de la cruz, pero yo no me quedaré tranquilo: solamente habré cumplido el rito y eso, para el alma, no significa gran cosa. Lo que hay adentro, debajo de la máscara que cubre la piel, es imposible de engañar. Eso que se esconde ni siquiera es un concepto moral heredado de las tradiciones cristianas. Es una sensación, la de no haber sido honesto conmigo mismo.
El mandato que recibió mi mente, creo que entre los tres y cuatro años, fue que yo era un ser vivo, un ser humano, desde luego, un ser pensante, un ser que vivía rodeado de seres sobre los cuales debía imperiosamente destacar, para de esa forma lograr el ansiado amor, que ni más ni menos traduje como el reconocimiento de que yo era un ser vivo, único, imprescindible.
El amor se asociaba a la vida y la vida, al reconocimiento. Al reconocimiento sólo se llegaba a través de la superioridad. Mis frases de ese tiempo e incluso de este tiempo: "El ser anónimo es indigno de amor". "El desconocido no vale nada". "Ser ignorado es ser despreciado". Curiosamente son máximas que hacía y hago valer sólo para mí, pues ante los verdaderos despreciados, que son los perdedores, los encadenados al vicio, los locos y los mendigos, sentía y siento una compasión que a menudo me hace brotar lágrimas.
No hay peor afrenta para mí que ser ignorado. Soy capaz de hacer locuras, incluso de llegar a la violencia cuando me dejan al margen, me desestiman, se olvidan de mí, me miran por encima del hombro. Y no hay peor vergüenza que la ignorancia, porque abre flancos que desnudan y humillan mis aspiraciones.
Por las noches, al acostarme, repetía sagradamente la oración inventada: "¿Quién ha sido la persona más famosa del mundo? Jesucristo. ¿Quién ha sido el hombre más famoso del mundo? Jesucristo". Venía entonces el mandamiento: "Debo ser superior a Jesucristo". "Debo ser imperiosamente superior a Jesucristo". "Urge sobrepasar a Jesucristo". Y terminaba, antes de dormirme, con las preguntas y la arenga: "¿Puedo serlo? ¿Me es dable cumplir tan alta meta? ¡Sí, puedo! ¡Sí, debo!". Entonces me dormía como un pajarito.
Con el tiempo escalé en mi curso hasta conseguir el primer puesto, lo que me costó sangre, sudor y lágrimas. Ese día, cuando le ofrecí de sorpresa la libreta de notas a mi mamá, ese día en que ella saltó de alegría, ese día fui, lejos, superior a Jesucristo. Creo que el otro día fue cuando aprobé el examen de grado con distinción máxima. Estaba ebrio de alegría y había dicho puras estupideces ante la comisión. Pero demostré que se podía ser superior a Jesucristo.
En tanto, me amaban y no me daba cuenta. Porque vivía y vivo buscando amor, por los caminos más absurdos.
Ya estoy (iba a decir viejo) algo maduro en edad, aunque para muchos, sí, ya estoy viejo. Y he descubierto algo que no por ser obvio deja de tener su importancia: creo que Jesucristo no pasa de ser un mito y darme cuenta de esa verdad recubre mi ser de una pacífica melancolía, como si una tibia niebla me brindara su compañía desde este mismo momento, haciendo menos áspero el camino que me resta por transitar. Sí, a Jesucristo se lo puede superar, pero fundar un nuevo mito capaz de derribar al mencionado, eso gracias a Dios no me preocupa; pues ya estaríamos hablando de palabras mayores.
Tal vez aún sea tiempo de tomar la senda real, ausente de fantasías megalómanas, la senda que lleve al lirio del campo del que habla Blake.
sábado, septiembre 05, 2009
La hoja de diario
Es la hora más larga de las 24 que componen el día. La hora en que el cuerpo se adormece naturalmente después del almuerzo, para que la digestión y sus órganos pasen a jugar el protagonismo de esta historia tan absurda, la historia del paso del hombre por la tierra.
Vargas se sienta en su sofá y se tapa con su manta favorita; la luminosa habitación sólo registra un movimiento: el del péndulo silencioso del reloj de pedestal. Del campo no le llega ni un sonido; hasta los pájaros se han posado a dormir siesta. El lago es una sábana gris que entristece y pacifica el entorno. El invierno está por retirarse, pero nada parece anunciar la primavera.
Qué hacer, ¿vencer el sueño o entregarse a él? Es un dilema; el libro de turno se halla al alcance de la mano, en la mesa de centro, los padecimientos del joven Werther, pero inclinarse a recogerlo implica un esfuerzo sobrehumano. La idea debe ser abandonada para cambiarla por otra; mirar por la ventana, mirar hacia un punto en la pared, no mirar, cerrar los ojos, sentir, tratar de sentir, concentrarse en qué se siente, pensar, recordar, planificar, soñar despierto para luego irse durmiendo, levantarse a hacer café; no, levantarse no, quedarse así, así no más, no hay nada mejor que esto, todo se está cumpliendo como ordena la naturaleza y ni siquiera hay que moverse.
Desde la otra habitación, la del comedor, donde a ella le gusta estar a esta hora, su mujer chasquea la lengua, se unta el dedo y pasa una página del diario. Vargas, tomado por sorpresa por ese simple sonido que corta en dos el silencio, experimenta un escalofrío, un placer indescriptible, tanto así que su mente se esfuerza en repetirlo, en hacer durar ese segundo por la eternidad, sentado en el sofá, cubierto por su manta favorita, mirando un punto en la pared. Cómo es que una hoja de diario rompiendo la monotonía de esa larga hora lo ha puesto así, no lo entiende. Trata de entender; no puede. Quisiera rogarle que doblara otra hoja de inmediato, pero parece tan ridículo pedírselo en voz alta, y ya no sería lo mismo. Es que ahora está preparado, alerta para recibir placer y los grandes placeres lamentablemente no se anuncian, atacan de improviso y dejan su estela de relámpago para un amago de recuerdo que puede durar la vida entera.
Qué es el goce, dónde reside el goce sensual, espiritual, el goce que provoca una página que pasa a la siguiente, ¿es la hoja misma y las ondas sonoras que esparce la que hacen estremecer el cuerpo de gusto o es la conciencia que transmite, la de estar acompañado en una casa grande para dos, viviendo los últimos años, tal vez el último invierno? ¿Cuándo se siente el placer de la hoja que se dobla, cuando se dobla o después que se ha doblado?, tal parece que cuando se dobla, pero entonces la conciencia no sería necesaria, querría decir que los animales también gozan como él, mejor que él, porque no hay después para ellos, sólo el momento que llega de improviso, que son todos los momentos de sus vidas; en cambio Vargas tuvo que esperar tantos meses, tantos años para que se doblara esa hoja en la casa frente al lago, tantos años, que cuando se dobló ya era tarde, y el placer se le escapó de entre las manos.
martes, septiembre 01, 2009
Séper y el primer cuento
Mi primer cuento relató los avatares de un hombre que se ganaba la lotería y malgastaba el dinero. Lo escribí alrededor de los 10 años, en dos hojas de cuaderno, y lo dejé encima de la mesa, como para que lo leyera mi mamá. Luego salí a jugar con mis primos. A la vuelta supe que mi mamá se lo había leído a mi papá. Me felicitaron y pusieron sobre todo como ejemplo la moraleja de la historia, implícita en el trágico final.
De los once que conformábamos el conjunto de primos rancagüinos, el Séper era el más creativo de todos y si de grande terminé convirtiendo en texto escrito o en dibujos mis fantasías, se lo debo en parte a él. El Séper creaba cómics de un detective que fumaba pipa, mientras yo seguía dibujando repetidas historietas de partidos de fútbol y de vaqueros. Él se firmaba con seudónimo; a mí no se me había ocurrido. Realmente llegó a ejercer mucha influencia sobre mí en esas cosas, tanto así que -y ahora recién lo declaro- nunca he dejado de pensar que detrás de mis obritas se esconde un secreto robo, un plagio a su imaginación.
Como buen soñador, el Séper también era hedonista, amante de la materia y los placeres que pudieran estar al alcance de un niño de 12 años. En ese tiempo se había obsesionado con unas botas que vendían en la zapatería de calle Independencia esquina de Bueras, de la que no logro recordar el nombre. Él no tenía dinero, sus papás eran más pobres que los míos, pero se las ingenió para procurárselo, no sé cómo, no me atreví a preguntarle, y una mañana, camino al liceo, lo vi con las botas puestas. Para que sonaran aún más -y se gastaran menos- les había mandado poner una tapilla de fierro en el taco, antes de estrenarlas.
Allí íbamos los dos, con nuestros bolsones, desafiando la escarcha invernal, sus botas resonando en el cemento, como las de las películas de espadachines. Al poco tiempo persuadí a mi mamá de que el zapatero les pusiera tacos de suela a mis zapatos, para que también sonaran al andar. ¡Qué fácil era ser felices! ¡Y qué inocencia se escondía en mi alma, entonces!
Una de esas tardes de vagancia me propuso que escribiéramos cada uno un cuento y luego comparáramos los resultados, digo resultados porque sería presunción desmedida hablar de "creaciones artísticas" o "trabajos". No sé si él lo escribió; no lo recuerdo. Lo que sí viene hoy a mi memoria, a medias, es el cuento que escribí yo, mi primer cuento.
Un hombre de mediana situación económica está leyendo la pizarra con los resultados de la Lotería y descubre con sorpresa que ha ganado el premio mayor, el gordo. En esos tiempos el maestro Cárdenas no pensaba incorporarse al imaginario colectivo nacional, de modo que mi personaje bien pudo ser su antecesor. De hecho, creo ahora que al maestro Cárdenas le habría resultado de provecho haber leído el cuento. El afortunado ganador se entrega a los grandes placeres de la vida, consistentes en comprar un televisor, una casa de dos pisos, un auto de cuatro puertas y sobre todo, en tomar vino todos los días. En la presentación de los hechos y la descripción de esos placeres deben de haberse ido casi las dos hojas del cuento. Los últimos renglones los reservé para el triste final. El hombre de pronto desaparece, deja de verse en la ciudad, hasta que un día alguien lo encuentra botado en una esquina. El personaje secundario lo remece, lo quiere despertar, pero el millonario, hoy convertido en mendigo, no reacciona: está muerto. Y ha muerto en la miseria porque no supo administrar su fortuna; o sea, no ahorró el dinero que le cayó del cielo.
Uno de los centros de mi filosofía, está casi de más enunciarlo porque el cuento lo dice mejor, ha sido el ahorro. Algún remoto día se me metió en la cabeza que el secreto de la vida no consistía en ganar mucho dinero, sino en ahorrar el que se tenía. Confieso que con esa forma de pensar no me ha ido mal. He podido darles un buen pasar a mi esposa y mis hijos y no nos ha faltado lo básico en el hogar. A cambio de eso, mi propia vida, hablo de aquella que se puede palpar, ha sido más bien grisácea. No hubo grandes saltos al abismo ni insólitos desafíos, y sí demasiada mezquindad.
El Séper sí que aceptó desafíos. Se embarcó en un viaje en auto a los Estados Unidos, que terminó abruptamente en Lima con los jóvenes ocupantes peleados entre sí y los bolsillos de todos vacíos; abrió y cerró negocios, tuvo una aventura con una mujer de Brasil; viajó a Paraguay, donde se dice que enamoró a la hija de Stroessner y amasó gracias a esa relación una pequeña fortuna; fue, en fin, y lo declaro por los otros diez, el primo que envidiamos y admiramos a la distancia.
Un día, no hace tantos años, volvió a la ciudad. Mi tío Pablo -su papá- lo acogió en el sitio que arrendaba para estacionar autos y allí el Séper se instaló en una pieza, ayudándolo en ese trabajo, hasta que mi tío se murió y su mujer, que no era su madre, lo desalojó. Me han contado que ahora vive con su buen hermano, el Jorge, o Maravilla Gamboa, que de por sí conformaría otro capítulo de esta ya larga y provinciana serie.
De los once que conformábamos el conjunto de primos rancagüinos, el Séper era el más creativo de todos y si de grande terminé convirtiendo en texto escrito o en dibujos mis fantasías, se lo debo en parte a él. El Séper creaba cómics de un detective que fumaba pipa, mientras yo seguía dibujando repetidas historietas de partidos de fútbol y de vaqueros. Él se firmaba con seudónimo; a mí no se me había ocurrido. Realmente llegó a ejercer mucha influencia sobre mí en esas cosas, tanto así que -y ahora recién lo declaro- nunca he dejado de pensar que detrás de mis obritas se esconde un secreto robo, un plagio a su imaginación.
Como buen soñador, el Séper también era hedonista, amante de la materia y los placeres que pudieran estar al alcance de un niño de 12 años. En ese tiempo se había obsesionado con unas botas que vendían en la zapatería de calle Independencia esquina de Bueras, de la que no logro recordar el nombre. Él no tenía dinero, sus papás eran más pobres que los míos, pero se las ingenió para procurárselo, no sé cómo, no me atreví a preguntarle, y una mañana, camino al liceo, lo vi con las botas puestas. Para que sonaran aún más -y se gastaran menos- les había mandado poner una tapilla de fierro en el taco, antes de estrenarlas.
Allí íbamos los dos, con nuestros bolsones, desafiando la escarcha invernal, sus botas resonando en el cemento, como las de las películas de espadachines. Al poco tiempo persuadí a mi mamá de que el zapatero les pusiera tacos de suela a mis zapatos, para que también sonaran al andar. ¡Qué fácil era ser felices! ¡Y qué inocencia se escondía en mi alma, entonces!
Una de esas tardes de vagancia me propuso que escribiéramos cada uno un cuento y luego comparáramos los resultados, digo resultados porque sería presunción desmedida hablar de "creaciones artísticas" o "trabajos". No sé si él lo escribió; no lo recuerdo. Lo que sí viene hoy a mi memoria, a medias, es el cuento que escribí yo, mi primer cuento.
Un hombre de mediana situación económica está leyendo la pizarra con los resultados de la Lotería y descubre con sorpresa que ha ganado el premio mayor, el gordo. En esos tiempos el maestro Cárdenas no pensaba incorporarse al imaginario colectivo nacional, de modo que mi personaje bien pudo ser su antecesor. De hecho, creo ahora que al maestro Cárdenas le habría resultado de provecho haber leído el cuento. El afortunado ganador se entrega a los grandes placeres de la vida, consistentes en comprar un televisor, una casa de dos pisos, un auto de cuatro puertas y sobre todo, en tomar vino todos los días. En la presentación de los hechos y la descripción de esos placeres deben de haberse ido casi las dos hojas del cuento. Los últimos renglones los reservé para el triste final. El hombre de pronto desaparece, deja de verse en la ciudad, hasta que un día alguien lo encuentra botado en una esquina. El personaje secundario lo remece, lo quiere despertar, pero el millonario, hoy convertido en mendigo, no reacciona: está muerto. Y ha muerto en la miseria porque no supo administrar su fortuna; o sea, no ahorró el dinero que le cayó del cielo.
Uno de los centros de mi filosofía, está casi de más enunciarlo porque el cuento lo dice mejor, ha sido el ahorro. Algún remoto día se me metió en la cabeza que el secreto de la vida no consistía en ganar mucho dinero, sino en ahorrar el que se tenía. Confieso que con esa forma de pensar no me ha ido mal. He podido darles un buen pasar a mi esposa y mis hijos y no nos ha faltado lo básico en el hogar. A cambio de eso, mi propia vida, hablo de aquella que se puede palpar, ha sido más bien grisácea. No hubo grandes saltos al abismo ni insólitos desafíos, y sí demasiada mezquindad.
El Séper sí que aceptó desafíos. Se embarcó en un viaje en auto a los Estados Unidos, que terminó abruptamente en Lima con los jóvenes ocupantes peleados entre sí y los bolsillos de todos vacíos; abrió y cerró negocios, tuvo una aventura con una mujer de Brasil; viajó a Paraguay, donde se dice que enamoró a la hija de Stroessner y amasó gracias a esa relación una pequeña fortuna; fue, en fin, y lo declaro por los otros diez, el primo que envidiamos y admiramos a la distancia.
Un día, no hace tantos años, volvió a la ciudad. Mi tío Pablo -su papá- lo acogió en el sitio que arrendaba para estacionar autos y allí el Séper se instaló en una pieza, ayudándolo en ese trabajo, hasta que mi tío se murió y su mujer, que no era su madre, lo desalojó. Me han contado que ahora vive con su buen hermano, el Jorge, o Maravilla Gamboa, que de por sí conformaría otro capítulo de esta ya larga y provinciana serie.
lunes, agosto 31, 2009
Relatos eróticos
Mi mujer me pide que le enseñe uno de mis relatos eróticos. Qué raro es todo; mi mujer, que siempre ha sido reacia a ese tipo de literatura, ahora quiere leerla. Uso un mal verbo: quiere sentirla, lo noto en ciertos gestos ondulantes, cierta mirada en diagonal, cierta sonrisa tibia.
¿Y qué le voy a hacer? Tengo que darle a beber mi literatura, pero debo escoger el relato con pinzas. Nada de viajes con amantes ni señoritas de campo ni mujeres en el confesionario, aunque noto que la censura la ejerzo yo. Tal vez algo logre aprender de ella luego de esta inusual experiencia.
¿Quiere saber de mí? Creo que no, creo que ya me conoce por entero, aun estos desvíos que más que perversiones son fuegos artificiales de niño curioso.
Entonces, ¿quiere saber más de ella misma? Creo que no. Mi mujer no es de dobleces. Cuando hay que ir al ataque, va al ataque, sin mirar atrás. ¿O me equivoco medio a medio, y esta construcción mental que he hecho de ella no ha sabido hurgar en la nuez que hay bajo la cáscara?
¿Qué busca? Lo que me temía: que yo la conozca un poco más, que abandone mis fantasías y descubra y me entregue a las suyas.
Ella está al borde de iniciar el viaje hacia una sensualidad femenina que apenas intuyo y que descubriré no sin pudores y de yapa afectado por uno de mis tradicionales ataques de celos.
Y pensar que lo propicié todo, buscando lo que no deseaba hallar.
Así están las cosas, algo complicadas para mí.
Es que las noches, los sueños, revelan mis verdaderos problemas, los que no deseo ver durante el día, pues entonces marcho errante, y con los ojos cerrados.
¿Y qué le voy a hacer? Tengo que darle a beber mi literatura, pero debo escoger el relato con pinzas. Nada de viajes con amantes ni señoritas de campo ni mujeres en el confesionario, aunque noto que la censura la ejerzo yo. Tal vez algo logre aprender de ella luego de esta inusual experiencia.
¿Quiere saber de mí? Creo que no, creo que ya me conoce por entero, aun estos desvíos que más que perversiones son fuegos artificiales de niño curioso.
Entonces, ¿quiere saber más de ella misma? Creo que no. Mi mujer no es de dobleces. Cuando hay que ir al ataque, va al ataque, sin mirar atrás. ¿O me equivoco medio a medio, y esta construcción mental que he hecho de ella no ha sabido hurgar en la nuez que hay bajo la cáscara?
¿Qué busca? Lo que me temía: que yo la conozca un poco más, que abandone mis fantasías y descubra y me entregue a las suyas.
Ella está al borde de iniciar el viaje hacia una sensualidad femenina que apenas intuyo y que descubriré no sin pudores y de yapa afectado por uno de mis tradicionales ataques de celos.
Y pensar que lo propicié todo, buscando lo que no deseaba hallar.
Así están las cosas, algo complicadas para mí.
Es que las noches, los sueños, revelan mis verdaderos problemas, los que no deseo ver durante el día, pues entonces marcho errante, y con los ojos cerrados.
martes, agosto 25, 2009
Los novios de la tía Gloria
El primer indicio de fiesta en mi casa era la bandeja de 25 chilenitos que mi mamá encargaba donde las hermanas Rebolledo, a una cuadra de nuestro hogar. Cerca de las tres de la tarde del sábado la íbamos a retirar y desde ese momento quedaba dentro de la vitrina, en el comedor. Como con el Vitorio teníamos fama de responsables -admito que él menos que yo, y digo admito porque no creo que la responsabilidad sea una virtud en niños de 9 y 7 años-, la bandeja permanecía prácticamente inmaculada hasta que comenzaba la fiesta. A lo más nos robábamos un chilenito, tal vez dos, y mi mamá, que era la más antojada de los cuatro, otros dos.
Los pasteles perdían el protagonismo apenas se iniciaban los verdaderos preparativos. Una mujer obesa de moño y venitas en las mejillas y sobre todo en la nariz tocaba a la puerta, saludaba y se metía de inmediato a la cocina. Las ollas comenzaban a humear mientras picaba cebolla, cilantro y perejil, rebanaba los tomates, batía la mayonesa. Las papas caían al agua hirviendo. Con mi hermano nos asomábamos a la cubierta blanca de la mesa, llena de locos y choros gigantes -que en ese tiempo se vendían a destajo-, asombrados ante unas jaibas vivas que daban vueltas sin destino dentro de otra olla y ante unas conchas en forma de tubo, desde cuyo interior salían unas pinzas carnívoras que parecían preguntarse qué diablos hacían encima de una mesa. Luego partíamos a jugar a la esquina, felices, porque sabíamos que al regreso habría fiesta.
Lo curioso, y esta es otra prueba de la veleidad de la memoria, es que la fiesta misma no la logro recordar; quiero decir, nuestra participación en la fiesta, o más claramente dicho, la participación mía y del Vitorio. De modo que aunque yo mismo no lo deseo, y sospecho que mis lectores tampoco, debo saltarme esa parte y pasar al momento en que ya estábamos acostados.
Ahora que lo pienso, y por algo la memoria me devuelve ese recuerdo, la verdadera fiesta empezaba para nosotros dos en el momento en que cerrábamos la puerta del dormitorio y nos largábamos a saltar en las camas, a tirarnos almohadonazos o a pelear boxeo chino. Éste último juego consistía en colocar nuestras cabezas dentro del forro de los almohadones, de modo que la cara quedaba protegida por el relleno y la nuca cubierta solamente por la tela del forro. Con esa divertida protección nos podíamos pegar cuánto quisiéramos, a menos que un puñetazo diera en la nuca del adversario, en el estómago o los dos rodáramos hasta caer al suelo.
Casi todas las fiestas eran iguales. Mi papá aparecía en la pieza de improviso, con los ojos cada vez más vidriosos y la lengua más trabada por la bebida. Ponía voz de enojado y nos gritoneaba; luego volvía al comedor, donde el ruido de la conversación, de las carcajadas y del baile superaba con creces nuestro desorden. No estoy seguro de si en ese tiempo ya teníamos el pickup y si ya había salido al mercado el long play 33 un tercio "Carrera de éxitos", de Bert Kaempfer, que batió todos los récords de ventas. Si no era así, para eso estaba la radio.
Casi todas las fiestas eran iguales, decía. La diferencia la hacían los novios de la tía Gloria. Si con mi hermano sacábamos la cabeza del dormitorio para mirar la llegada de los invitados era con el exclusivo propósito de ver qué novio traía esta vez la tía Gloria. Los había de todos los pesos y tamaños; había figuras alargadas de ojos cadavéricos y aire ausente, abrutados mocetones, hombres peinados para el lado, comerciantes de terno y corbata, tipos de apariencia solemne que a media fiesta ya bailaban emborrachados con la camisa afuera, chicocos vociferantes de pelo ondulado, en fin, de todo, incluso un pelado cantor que la junta familiar celebrada al día siguiente para recordar los grandes episodios de la noche anterior consideró algo así como el colmo y señal segura de que las cosas andaban mal para ella. Lo curioso es que se trataba de hombres que en la semana yo solía ver caminando por el centro, serios, afanados en sus labores y que al detectarlos actuaban como si me rehuyeran la vista, como si con ese desaire me acusaran de ser un fisgón poseedor de sus secretos. Desempeñaban las más diversas ocupaciones, aunque la mayoría se adscribía al círculo del magisterio, ya que la tía Gloria era profesora y compañera de trabajo de mi mamá en la Escuela 2.
En la casa se decía que ella y su hermana, la tía Julieta, también maestra, pintaban para solteronas. Mi madre se había autoimpuesto la misión de casar a la primera porque se daba cuenta de que sus labios pintados de rojo, su mirada firme y su vestuario pedían a gritos un marido, problema que a la tía Julieta la tenía sin cuidado, me refiero al problema de tener o no tener marido. Pero las cosas parecían ir cuesta abajo en la rodada, a juzgar por el novio de la última fiesta, el pelado cantor.
Al final la tía Gloria se casó. El último novio llegó del sur, se prendó de ella y la hizo su mujer. Meses antes del matrimonio, cuando todo su entorno rancagüino lo presionaba para declararse, alguien que mi memoria olvida pasó frente a la casa de la tía Gloria y miró por la ventana hacia el interior. El novio estaba sentado en un mullido sillón, cubiertas sus piernas con una manta de lana, bebiendo una copita de licor. Era un hombre maduro, rechoncho, de cuidado bigotillo, sonrisa satisfecha, pelo engominado y mirada de ensoñación. En ese momento su futura suegra entró con una fuente humeante de sopaipillas pasadas y la puso en una mesita de arrimo, a su entera disposición. El novio suspiró, agradecido.
Formaron buena pareja, no hubo arrebatos pasionales, ni triángulos, ni platos rotos. El novio no se la llevó a otro pueblo, como a la Gradisca, pero se me ocurre que, descontando ese detalle, todo fue muy parecido.
Los pasteles perdían el protagonismo apenas se iniciaban los verdaderos preparativos. Una mujer obesa de moño y venitas en las mejillas y sobre todo en la nariz tocaba a la puerta, saludaba y se metía de inmediato a la cocina. Las ollas comenzaban a humear mientras picaba cebolla, cilantro y perejil, rebanaba los tomates, batía la mayonesa. Las papas caían al agua hirviendo. Con mi hermano nos asomábamos a la cubierta blanca de la mesa, llena de locos y choros gigantes -que en ese tiempo se vendían a destajo-, asombrados ante unas jaibas vivas que daban vueltas sin destino dentro de otra olla y ante unas conchas en forma de tubo, desde cuyo interior salían unas pinzas carnívoras que parecían preguntarse qué diablos hacían encima de una mesa. Luego partíamos a jugar a la esquina, felices, porque sabíamos que al regreso habría fiesta.
Lo curioso, y esta es otra prueba de la veleidad de la memoria, es que la fiesta misma no la logro recordar; quiero decir, nuestra participación en la fiesta, o más claramente dicho, la participación mía y del Vitorio. De modo que aunque yo mismo no lo deseo, y sospecho que mis lectores tampoco, debo saltarme esa parte y pasar al momento en que ya estábamos acostados.
Ahora que lo pienso, y por algo la memoria me devuelve ese recuerdo, la verdadera fiesta empezaba para nosotros dos en el momento en que cerrábamos la puerta del dormitorio y nos largábamos a saltar en las camas, a tirarnos almohadonazos o a pelear boxeo chino. Éste último juego consistía en colocar nuestras cabezas dentro del forro de los almohadones, de modo que la cara quedaba protegida por el relleno y la nuca cubierta solamente por la tela del forro. Con esa divertida protección nos podíamos pegar cuánto quisiéramos, a menos que un puñetazo diera en la nuca del adversario, en el estómago o los dos rodáramos hasta caer al suelo.
Casi todas las fiestas eran iguales. Mi papá aparecía en la pieza de improviso, con los ojos cada vez más vidriosos y la lengua más trabada por la bebida. Ponía voz de enojado y nos gritoneaba; luego volvía al comedor, donde el ruido de la conversación, de las carcajadas y del baile superaba con creces nuestro desorden. No estoy seguro de si en ese tiempo ya teníamos el pickup y si ya había salido al mercado el long play 33 un tercio "Carrera de éxitos", de Bert Kaempfer, que batió todos los récords de ventas. Si no era así, para eso estaba la radio.
Casi todas las fiestas eran iguales, decía. La diferencia la hacían los novios de la tía Gloria. Si con mi hermano sacábamos la cabeza del dormitorio para mirar la llegada de los invitados era con el exclusivo propósito de ver qué novio traía esta vez la tía Gloria. Los había de todos los pesos y tamaños; había figuras alargadas de ojos cadavéricos y aire ausente, abrutados mocetones, hombres peinados para el lado, comerciantes de terno y corbata, tipos de apariencia solemne que a media fiesta ya bailaban emborrachados con la camisa afuera, chicocos vociferantes de pelo ondulado, en fin, de todo, incluso un pelado cantor que la junta familiar celebrada al día siguiente para recordar los grandes episodios de la noche anterior consideró algo así como el colmo y señal segura de que las cosas andaban mal para ella. Lo curioso es que se trataba de hombres que en la semana yo solía ver caminando por el centro, serios, afanados en sus labores y que al detectarlos actuaban como si me rehuyeran la vista, como si con ese desaire me acusaran de ser un fisgón poseedor de sus secretos. Desempeñaban las más diversas ocupaciones, aunque la mayoría se adscribía al círculo del magisterio, ya que la tía Gloria era profesora y compañera de trabajo de mi mamá en la Escuela 2.
En la casa se decía que ella y su hermana, la tía Julieta, también maestra, pintaban para solteronas. Mi madre se había autoimpuesto la misión de casar a la primera porque se daba cuenta de que sus labios pintados de rojo, su mirada firme y su vestuario pedían a gritos un marido, problema que a la tía Julieta la tenía sin cuidado, me refiero al problema de tener o no tener marido. Pero las cosas parecían ir cuesta abajo en la rodada, a juzgar por el novio de la última fiesta, el pelado cantor.
Al final la tía Gloria se casó. El último novio llegó del sur, se prendó de ella y la hizo su mujer. Meses antes del matrimonio, cuando todo su entorno rancagüino lo presionaba para declararse, alguien que mi memoria olvida pasó frente a la casa de la tía Gloria y miró por la ventana hacia el interior. El novio estaba sentado en un mullido sillón, cubiertas sus piernas con una manta de lana, bebiendo una copita de licor. Era un hombre maduro, rechoncho, de cuidado bigotillo, sonrisa satisfecha, pelo engominado y mirada de ensoñación. En ese momento su futura suegra entró con una fuente humeante de sopaipillas pasadas y la puso en una mesita de arrimo, a su entera disposición. El novio suspiró, agradecido.
Formaron buena pareja, no hubo arrebatos pasionales, ni triángulos, ni platos rotos. El novio no se la llevó a otro pueblo, como a la Gradisca, pero se me ocurre que, descontando ese detalle, todo fue muy parecido.
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