Visitas de la última semana a la página

martes, enero 09, 2018

Dilo con tus propias palabras

El gigante se sentó en la butaca que los promotores de la compañía le habían asignado en el balcón preferencial. Los espectadores se dieron vuelta y lo miraron, algunos discretamente, la mayoría sin medir su reacción. La curiosidad apuntada a su figura no le provocó efecto alguno; ya se había acostumbrado a que lo vieran como un fenómeno. Faltando algunos minutos para que empezara el concierto alcanzó a retener parte de los comentarios del programa antes de que el elegante director, Iván Fischer, hiciera su ingreso entre aplausos. El gigante pasó entonces a segundo plano y la oscura tibieza del balcón le fue cerrando los ojos.
Estaba condenado a seguir creciendo hasta la muerte y así debía asumirlo. En sus albores, todo en su interior se expandía con una velocidad invisible, sin pausa, menor que el tránsito de una oruga por el tallo de una hoja pero velocidad al fin, inexplicable, como la vibración de un tejido que se va abriendo camino entre las paredes de carne que intentan contenerlo sin éxito. Esta progresión, que debía detenerse, no lo hizo. Años después, cuarenta, cincuenta, sesenta -había dejado de contar los años- las imágenes que desfilaban ante sus ojos le iban interesando cada vez menos. La cirugía había fracasado, los medicamentos habían fracasado; la ciencia, aplicada a su caso, lo había reducido todo a una glándula. ¿Qué importancia tenía ese diagnóstico, comparado con la enormidad de su problema? Desde entonces solo le cabía asumir el desmadre de su cuerpo a pasos agigantados, llevando su fama a cuestas.
Si hubiese que decirlo de otra forma, se educó, usó su inteligencia y respondió con seguridad a lo que le pedían sus maestros, de modo que en el principio las vallas fueron sorteadas con cierto brillo. Pero en ese complejo proceso olvidó un detalle: esos viejos maestros eran unos ignorantes, lo que se hizo patente cuando más tarde se quedó sin palabras al oír preguntas que no estaban en sus libros. Se las formularon autoridades que jamás había visto, ni siquiera imaginado. Recién ahí tomó conciencia de que había vivido en un mundo de enanos y que ahora era un enano en un mundo de gigantes. Su reeducación demandaría años, cuando no el resto de la vida. Forzosamente, casi a palos, debía seguir creciendo, nunca dejar de crecer, hasta que no cupiera en los salones, en los teatros, en los sets de televisión, hasta que su propio ataúd se le hiciera enano.
Vilde Frang interpretaba el concierto de Béla Bartók con una ligereza endemoniada. Admiró el gigante sus dedos, su muñeca y sus ojos se le llenaron de lágrimas. También ella había sido, en su momento, un par de células. Estar en ese escenario, soñaba, no en el palco que ocupaba; ser ella, ser la juventud y la esperanza, el horizonte triunfal. No había manera, pero la idea lo sacaba al menos cinco, seis segundos, de su obsesión. Trascurrida buena parte del concierto entró en un estado de sopor y sin darse cuenta se echó a roncar: la sala entera se estremeció en silencio; el acompañante le meneó uno de los hombros y el gigante despertó, más grande de lo que era antes del desaguisado. 
-Vamos, dijo, en el intermedio, no soporto más.
Fueron las únicas palabras que le pudieron sacar en toda la noche.
A la salida debió soportar el mar de paparazis que lo aguardaban, impacientes, todo naturalmente acordado con los promotores de la compañía. Por la mañana los diarios sensacionalistas ofrecieron a sus diversos lectores la misma imagen suya, con leves variantes de ángulo: el gigante estiraba una mano grandota hacia la cámara y parecía protestar con los ojos entrecerrados y una mueca grotesca, mostrando los dientes. Las crónicas destacaban sus dos metros veinticinco, sus ronquidos "gigantescos" a mitad de la función y su "estilo propio", consistente en una suerte de introversión patológica, diríase rayana en la mala educación. Entre los lectores de esas crónicas se hallaba el propio gigante.
(Eso dicen de mí los diarios: un hombre de dos metros veinticinco que tiene un estilo propio y ronca en público. ¿Y aquellos que no aparecen en las noticias, qué son? Materia informe, como yo, sin mi dato básico).
Dejó el periódico sobre la mesa de arrimo y al levantarse del sofá se golpeó la cabeza contra el cielo de la habitación. Cercanos estaban los días en que ya no habría casa que lo acogiera; vendría así el tiempo de los palacios renacentistas, las iglesias y los castillos medievales. Antes de bajar al gran salón a tomar el desayuno intuyó la marea de fotógrafos. Tenía que aceptarlo, eran las reglas de un contrato que hasta el momento le permitía seguir viviendo, más que decentemente, aunque expuesto al bochorno de la notoriedad.
El ascensor resultó demasiado pequeño para él; descendió los escalones de cuatro en cuatro, a cada paso retumbaba el mármol. En el comedor engulló kilos y kilos de frutas, jamones y mermeladas; luego se dirigió a la recepción con su ridícula maleta. El hotel le tenía preparada la cuenta, que canceló el promotor con celeridad, alarmado ante el daño, aún imperceptible para los demás, que estaba ocasionando cada uno de sus movimientos. Enfadado consigo mismo, sintiendo en sus nervios la expansión involuntaria, el gigante derribó de un manotazo a los paparazis que lo esperaban a la salida y se fue sin abordar la limusina, la misma que la víspera lo alojaba a sus anchas y que ahora resultaba incapaz de contenerlo. Intuía que una reacción como aquella anularía el contrato, mas no había otra forma de proceder. A partir de aquel minuto su relación con la compañía pasaba a ser letra muerta y de allí en adelante tendría que arreglárselas solo.
Por la tarde caminó afiebrado hacia la casa de campo de su infancia. Enfiló por un sendero de tierra apisonada, sombrío por el exceso de árboles que lo cubría; erectos árboles callados. Las sombras lo rodeaban por todas partes, dándole a su paisaje un aire grisáceo, parejo, mortuorio. Al cruzar el arroyo saludó a su vieja amiguita.
-Hola, le dijo.
-Buenas tardes, caballero.
Su respuesta lo desconcertó: esperaba un trato igualitario, pero se encontró ante una realidad distante. El saludo de la niña no denotaba respeto, sino la determinación de levantar un muro infranqueable -¡aun para él!- entre ambos.
Se fijó entonces en la serpiente de agua y se lo comentó, en un postrer tanteo de acercamiento. La niña no le hizo caso y se metió a la casa.
-Fíjate en lo grande y peligrosa que es, amiga mía -le había comentado.
Y en efecto, era una enorme serpiente que descansaba bajo el agua estancada del arroyo, entre las piedras mohosas, una serpiente de franjas negras y blancas que ahora comenzaba a reptar con lentitud. La puerta estaba abierta; entró y subió por las paredes de cal de la casa de campo.
La niña estaba sentada en el comedor. Pegada a la pared dormía una anguila, estirada cuan larga era; su cabeza casi topaba el marco oblongo de la foto familiar pintada de colores. La serpiente trepó sobre el cuerpo de la anguila, sin que su presa reaccionara. Cuando juzgó que era el momento le arrancó la cabeza y la arrojó sobre la cubierta del mesón. La niña sonrió ante el presente, con un cierto rictus de mofa; así lo interpretó la fiebre del gigante desde su posición en la orilla del arroyo: veía sobre él la casa de campo sombría, por la ventana a su amiguita de perfil con su pelo motudo, veía sus dientes y su risa silenciosa; y veía el vacío en que habitaba, donde no tenía cabida el miedo ni al espacio que la rodeaba ni a la brutal escena que habían contemplado sus ojos.
Asombrado y a zancadas, esquivando los cables eléctricos con extravagantes movimientos de piernas, alejándose así de la metrópoli, que lo seguía inquieta, el gigante se recluyó en el bosque más profundo y cercano que encontró; allí convalecía en una pose abstraída, reflexionando sobre su futuro. Apartado de la humanidad, mirando al hombre como un pájaro desde la copa de un  árbol, se había tornado inofensivo. Ahora era él quien asumía las culpas, él quien debía medir sus pasos para no aplastar a nadie. El gigante era ya como el elefante de la cristalería; todo el mundo se hallaba pendiente de sus faltas, sus errores de cálculo, sus pasadas a llevar, incluso sus ausencias. El hombre había dejado de ser su hermano y pasado a ser su víctima. Ante tal diagnóstico no le extrañó que alguna próxima jornada pudiere caer en manos de la justicia. Habría de ser juzgado de noche en un estadio, con luz artificial. No bien los fiscales leyeran las acusaciones descubriría que a sus años él, el más inofensivo de los hombres, aquel que no hacía más que economizar sus desplazamientos, existiendo nada más que para alimentar su vida interior, había matado gente. Y sin embargo, grandes acusadores no habría. Los familiares de las víctimas habrían detectado en su momento que el gigante no poseía bienes materiales, de lo que desprenderían naturalmente que no les cabría la esperanza de recibir compensación alguna. Dictada la sentencia se asomaría el problema de la cárcel: ya estaría demasiado grande como para alojarse dentro de una celda con barrotes; hasta el patio del recinto se le haría estrecho, inhabitable. Los jueces, reunidos, determinarían dejarlo libre, a sabiendas de que no era un hombre malo, sino torpe, "a esa altura de su vida". Anunciarían su fallo al jurado, que prevendría eventuales desgracias cubriéndolo de filamentos encendidos con baterías solares, de manera que por las noches fuese reconocible desde pueblos lejanos, una mancha de luz que tronase entre los bosques y las praderas.
¿Valía la pena seguir viviendo ante aquel panorama? Crecer, crecer, crecer. ¿Hasta cuándo seguir creciendo?
Sentado en el bosque, su cabeza sobre las copas de los árboles, se dejaba empapar por la sinfonía de la vida, sin involucrarse demasiado; antes bien, y tal vez debido a su extraña patología y los padecimientos que le acarreaba, parecía sentir pena, lástima por toda aquella forma de vida que crecía, desde el miserable gusano, qué decir, el infinitesimal microbio, la más pequeña unidad, desde el hombre enano, que a su manera era un ejemplar fallido de crecimiento, aunque ejemplo al fin, desde los tiernos tallos, los capullos, la hierba, los pétalos, hasta la majestuosidad de las hayas, los abetos, lobos marinos, los rinocerontes, las ballenas. Una sinfonía sin director, una sinfonía con un director irresponsable, que se daba el lujo de ausentarse, de hacerse invisible en lo mejor de la función, dejando a sus músicos abandonados a su suerte, abriéndoles para sí el campo tentador de las notas disonantes, los horrores rítmicos, desaliñadas estructuras, arreglos a la rápida, estilos dispares.
El calor del estío ocupó sus tardes silenciosas. Los frutos maduros caían de los árboles; los aguardaban las hormigas. Pronto vendría un invierno de frío y miserias que el gigante ya no viviría, no así las hormigas, siempre ansiosas de tomar lo que está al alcance de sus bocas. Sería su último verano en la tierra y lo dedicó a sentir; el infierno pegado en los pantalones, la espera irascible del tiempo, el polvo entre las hojas al paso de un camión cargado de verduras, el gruñido frenético de los insectos voraces, el descanso intranquilo al final de la jornada, el enigma de los tres estanques. Crecía sudoroso, más allá de la razón.
El lago lo colmó de atenciones, pues vio en él a un ídolo; se alimentó de su grandeza mientras pudo y así logró salir durante varios días de su decaimiento. Lo atraía a su orilla, como llama una mujer. Allí le contaba sus penas, tardes enteras, a sabiendas de que el gigante apaciguado lo entendía con su mirada serena. Sufría el lago por lo que no tenía, por falsas necesidades, apuros imaginarios; y no era capaz de gozar el paraíso del que era esencial protagonista. Sus gestos transmitían pesar, incapacidad, ausencia de pasión. Apenas el gigante se bañaba en sus aguas el lago parecía iluminarse y se le tornaba imperioso estarle hablando horas. Mas cuando llegó el momento de partir, la despedida careció de dramatismo. Millas más al norte, al dar vuelta la cabeza para disfrutar por última vez de esa presencia, el gigante descubrió que había sido utilizado. El lago había vuelto a su rutina, dándole la espalda a la frondosidad y al volcán que lo rodeaban. Su energía se había consumido, pero el fenómeno no había hecho más que prolongarla: ahora vivía otra vez bajo su propia superficie, sin música de fondo, acompañado solo del viento y la lluvia, el mediodía hecho ocaso.
En la playa las cosas fueron diferentes. El mar se las dio de fumador y bebedor empedernido que dominaba miles de libros, cual biblioteca en vaivén, mientras el balneario que lo asediaba intentaba devorarlos en medio de una falsa tristeza. El conjunto no formaba dupla armoniosa, pero sí una unión insobornable, como aquella que aún se puede apreciar en esos viejos matrimonios que discuten todo el día y por la noche suben de la mano al dormitorio. El mar era la fuerza cariñosa y protectora; el balneario, la pasión disfrazada de gris debilidad. Al gigante le costó entender dicho sistema, pero al cabo de unos días se sintió a sus anchas, acogido y atendido como en los antiguos tiempos, cuando su crecimiento pasaba inadvertido. Dedicaba las mañanas a mirar el pueblo desde las dunas, a sus habitantes sosegados planificando el día en las fruterías, mercados y botillerías, a los mozos de los restaurantes preparando las mesas para la hora del almuerzo. Reservaba las noches para el mar y sus estrellas, lo desafiaba penetrando hasta el borde de las olas, y cuando se retiraba dejaba su huella, hendiduras de pies de dinosaurio que se disipaban en minutos.
Lo recibió al fin el norte, inalterable. El Sol anunciaba su salida desde el otro lado de los montes pedregosos con vibraciones imperceptibles, animando a las aves; el arroyo bajaba cristalino entre el verdor que lo separaba del desértico paisaje; el día transcurría marcando el paso del tiempo, con una brutalidad rayana en la locura, y llegada la noche la Vía Láctea, la Cruz del Sur, las Tres Marías, Marte, el joyero, el centauro y su arco, como venía ocurriendo hace millones de años, se ofrecían a sus ojos. Cada luminaria lo llamaba, quería decirle algo, pero el gigante no sabía qué, a pesar de quedárselas mirando, hipnotizado. El norte era la culminación de su paso por la tierra, el último de los tres estanques. Lo que surgía de las sombras de este valle eran las tormentosas vibraciones, los lamentos de Trakl. Aparecían tímidamente a cualquier hora en sus dominios; deseaban nutrirse de su influencia para expandir sus versos por el mundo, pero el momento resultó inadecuado, al gigante ya no le quedaban lazos con su madre, su desmedido crecimiento lo había llevado demasiado lejos.
Los pueblos no sentían conmoción al verlo; era tan grande que había desaparecido, y se habituaron al peligro de sus pasos. El gigante ya sobrepasaba el alto de las nubes, llegaba el momento de partir. Se le hacía imposible prever sus pisadas; había trocado en una efigie, un coloso inmóvil, temeroso de causar aun más daño a su hermano, el hombre. Aun en los días soleados se plantaba enhiesto, soberbio ante el revoloteo de las aves, concentrado en su movimiento interno, el perpetuo crecimiento que corría por la sangre de sus venas. Observaba con naciente indiferencia la vida humana, que se alejaba más y más de su visión; el solo movimiento de sus brazos entre los nubarrones formaba tormentas y de allí nacían rayos que arrojaba al cielo. Sus pulmones se adaptaban a la falta de oxígeno; una vez que el torso se libró de la atmósfera ya no le fueron necesarios. El día y la noche se habían esfumado; la luz solar le blanqueaba la cara y sus ojos se habituaron a ella. El espacio era de una negrura infinita y la Luna estuvo al alcance de sus manos. En un instante comenzó a levitar y así fue como la Tierra lo perdió, y él a la Tierra.
Abandonaba para siempre lo que alguna vez conoció a través de la lengua, abandonaba para siempre las palabras. Aún las requería, pero ya no tenían sentido para él, de modo que naturalmente se le fueron olvidando.
Dilo con palabras, dilo con tus propias palabras, penetra sin miedo en lo más profundo y oscuro, y vuelve a tu hogar. Quédate en la palabra, permanece más allá de todo; condénate para siempre a ser tu propia lengua.
Ser... soy... yo era... yo soy...
Pero las palabras ya eran palabras vacías: carecían de raíces.
Un ser sin palabras, un cuerpo gigante, pero leve, un planeta entre planetas, una masa creciente que sobrepasó la Vía Láctea y sorteó los negros agujeros, una forma desprendida del tiempo, mayor que una suma de galaxias, un gigante atrapado entre los algodones de luz que se enlazan para conformar el universo, en eso ha culminado sin adjetivos que lo guíen, sin verbos, sin la abstracción del sustantivo.

jueves, diciembre 28, 2017

Minutos difusos

Pasado el mediodía aún no se podía desprender del sueño, demasiado vívido, que lo había despertado en medio de la noche con una desacostumbrada alegría. Buscaba la señal consagratoria que le diera sentido, pero no aparecía. Y sin embargo le seguía cabiendo la certeza de que hubo una ducha cuya agua caliente caía sobre la tabla del piso, una cama donde se manifestó el encuentro, a metros de la habitación de sus padres; una foto que le dejó de recuerdo. En suma, una conexión nocturna, un intercambio de ansias a través del velado mundo onírico.
Yacían ambos en silencio; él sintiendo la sensualidad chocante del amor físico, con sus pelos y humedades; ella dejándose amar.
"Ahora puedo morir feliz", le dijo entonces. Ella le dio a entender que nada se había completado, que la situación no era como para cantar victoria. En los difusos segundos posteriores las cosas se aclararon, el problema fue resuelto y con esa sensación abrió los ojos.

miércoles, diciembre 20, 2017

Dos poetas, el tercer hombre y un café de domingo

Escribir un cuento sobre dos poetas: uno genial en su vida diaria y en su obra y otro pedestre en las mesas redondas y brillante en sus libros. Unirlo al relato del hombre preso de sus ideas machistas, acorralado por los cambios de la sociedad, que no le permiten expresarse como siente, desea y piensa. Uno de los dos poetas necesariamente debe ser extravertido, histriónico, bocón; el otro, silencioso, observador, acomplejado. El tercer hombre no es la síntesis de ambos, sino un personaje desplazado a la vera del camino por la máquina del tiempo. Los poetas le cantan. Uno lo condena con metáforas punzantes, el otro lo hiere con versos decadentes; los dos envidian su violencia reprimida, la violencia del hombre de los primeros estadios de la infancia.
-Huguito, no te lo puedo explicar con palabras. Deberías imitar, seguir mis gestos -le decía su padre con sus ojos y con su forma de andar.
Así empezarían a definirse los rasgos del tercer hombre.
Era Nochebuena y se hallaba solo. Siempre la noche del 24 de diciembre fue la más hermosa para él, la única en todo el año en que su familia olvidaba las diferencias alrededor de una mesa generosa en manjares y licores, la única en que se leían versículos del Nuevo Testamento y se ofrecía el primer brindis a los que ya no estaban entre ellos. Enseguida se hablaba y se discutía a destajo, con alegría. Pero esa noche se hallaba solo y más que lamentarlo, vivía ese momento como novedad; es decir, con los sentidos despiertos. Estaba a punto de estallar en una hoja en blanco.
Así continuaría. El poeta doble.
Tengo demasiada facilidad para amar; debo contenerme. También odio, menos. Más bien me irrito, me dejo vencer por la irascibilidad. No sé hablar, no sé qué decir; amo y odio en silencio desde que tengo uso de razón, separado del mundo, en comunicación conmigo mismo. Así no me enseñaron, pero algo me marcó.
Eso diría el poeta acomplejado.
Viene un día de calor agobiante. Bajo el ciruelo que le da sombra a la terraza del local, un vaso grande de agua con hielo atenúa la amargura del café. En la mesa de atrás, dos mendocinas hablan con una decisión y una naturalidad que dan envidia. Si cierro los ojos veo a la derecha de mi campo visual una pequeña E invertida pintada de verde neón; si los abro, mi reflejo sombrío en la ventana del  café. Conversan, sin ansiedad, de la noche de Año Nuevo, una de ellas desea ver los fuegos artificiales, que no los disfruta hace trece años. Hacen planes, divagan, se dejan llevar por la charla como un barquito de papel sobre el arroyo hasta que llegan sus invitados, dos muchachos jóvenes, ¿pareja? Chica, vení, ¿sí, qué desean?, qué linda ella, Chori, pedí lo que quieras, cuando tengo plata soy así. Vos también, Chori 2, un jugo, unas tostadas con palta. Si es por eso, una parrillada, dice el Chori...
¿Qué me deja ese encuentro? ¿Logré olvidar la molestia en los hombros, el cansancio en las piernas, superé por un momento la insatisfacción que llevo dentro? Mientras camino hacia el hogar siento desvanecerse a los dos poetas y al tercer hombre, mientras crecen los comensales del café, que no son más que eso, viajeros que me han acompañado durante un segundo de mi vida, no dan para cuento, no son personajes literarios sino personas de carne y hueso, material de crónica.
Un gorrión sobrevuela el pasto sombrío entre la calle y la vereda, lo veo de reojo al caminar, persigue una pelusa que le trae la brisa, no es una pelusa, es una polilla que aletea, huye de su pico y vuelve a caer en él, son pasmosos los reflejos de su cuello para dar en una fracción de segundo con su presa, huye otra vez y consigue salvarse de la muerte hasta que el gorrión, el ave más sencilla de la tierra, el ave del que tal vez se esperaría acaso un rol menor en el reparto estelar de la comedia de la vida escenificada en los alrededores de un café, mediodía de un domingo de calor agobiante, se la lleva.  


viernes, noviembre 17, 2017

Noches de turno

Las noches de turno en el diario guardan su encanto. Hay un momento en que todo se recoge, como preparándose para dormir. Dejan de sonar los teclados y los teléfonos, los escritorios se despojan de la ocupación humana que les da sentido, la primera tirada se imprime lejos, en los faldeos cordilleranos y los pocos turneros matan el tiempo ante las pantallas de sus computadoras, a la espera del último aliento noticioso de la extensa jornada: el despacho de la edición de Santiago. En tal momento, mientras las noticias descansan -oh, bendición para mí y para el mundo- suelo bajar a compartir un café con mi querido amigo el corrector de pruebas Germán Arellano, atraído por las profundas verdades del alma humana que revelan sus historias. Germán no pareciera alegrarse en demasía ante mi presencia, ya que generalmente aprovecha ese paréntesis para ver alguna película por Youtube, pero con los minutos empieza a entusiasmarse. Yo, que lo trato de usted, por el respeto que le tengo y los diez años que me lleva, abro la conversación con algún tema literario y el diálogo se hace fácil, fluye como el agua cristalina en el arroyo. Llegamos así a los premios Nobel y a la soberbia y la envidia, que se dan mucho en ese ámbito, y de inmediato surge una anécdota.
"Hay poetas que no valen nada y se creen el hoyo del queque; en cambio otros como mi amigo Rolando Cárdenas, un gran poeta que no fue reconocido en todo su mérito, mueren en el olvido", comenta.
Le pregunto si le gusta Gabriela Mistral. Me responde que no mucho, pero que tiene algunas cosas, eso sí. Le hago ver que el año que ganó el Nobel, el otro candidato era Herman Hesse, detalle que domina, pues me acota: "Poeta mayor. Se lo dieron al año siguiente". Le afirmo que en mi opinión, Neruda llegó más lejos que Gabriela Mistral. Se abre entonces una interesante veta que ocupará nuestro interés durante gran parte de la charla.
"No se le pueden negar sus méritos, señor Lamordes, aunque a Neruda lo ayudaron". ¿Lo ayudaron? "Claro pues". ¿Quién lo ayudó? "Lo ayudó... el Partido" (al declarar esto pone ojos de huevo frito y tiende a sonreír). Me uno a su comentario y le recuerdo que el poeta tenía olfato, sabía arrimarse a personas claves, como él mismo confiesa en su libro de memorias. Germán admite lo anterior y cambia de tema.
"Yo fui bien amigo de Poli Délano, que en paz descanse", dice.
Le doy una buena mascada a mi sándwich de jamón y queso, bebo un sorbo de café y me dispongo a oír lo que viene.
"Cuando cursaba estudios en el Pedagógico, una noche estuvimos tomando hasta las tantas con varios más; Poli Délano era nuestro profesor. A la mañana siguiente nos cruzamos en el patio de la facultad y ni me miró. Habría esperado un saludo aunque fuera, pero el hombre se daba ínfulas. Y gran escritor nunca fue. Lo mismo Macías".
Le preguntó quién es Macías.
“Sergio Macías, otro que se arregló. Hay gente que vive arrimándose a los poderosos, como Macías, como un ex jefe que tuve, cuyo verdadero trabajo consistía en complacer a sus superiores”, afirma. Al revelarme el nombre de su ex jefe doy fe de lo que dice. Yo mismo le oí contar a ese ex jefe que en la feria persa descubrió un libro antiquísimo escrito por el padre de su director. Costaba una fortuna, pero lo compró y se lo regaló. Luego se ufanaba de su gesto y lo ponía como ejemplo de lo que nos faltaba a nosotros para llegar más arriba. Germán ofrece otra guinda para la torta. “Una tarde lo vi hablando amistosamente con un periodista. Apenas se separaron comentó sobre él: chancho que no da manteca”.
Pareciera que ambos estuviésemos respirando por la herida al hablar. Yo de una manera y él, de otra. En mi caso, admito el desaliento que me embarga al recordar que mis propios escritos han pasado sin pena ni gloria por el mundo literario criollo. Él debe de sentirse herido por otras razones, que desconozco.
Germán vuelve a Macías. Dice que se arregló los bigotes con el gobierno de la Unidad Popular, que lo nombró agregado de cultura en España. Después del golpe se quedó en Madrid, mientras su gran amigo Salvatore Coppola se exiliaba en la República Democrática Alemana. Hace aquí un breve rodeo para refrendar la historia que viene, sobre las peripecias de Gonzalo Rojas cuando dejó su misión diplomática en China para instalarse en la RDA. "Al poeta se le ocurrió mandar en barco desde China a su casa de Chillán una marquesa oriental de dos plazas. Fue toda una aventura, porque después se vio en la necesidad de viajar desde la República Democrática Alemana a Chile para recibirla", cuenta.
Antes de continuar con la anécdota de los amigos Coppola y Macías destaca que Coppola tenía un modo deslenguado para hablar. La cosa fue que Coppola quería reunirse con Macías, pero le costó un mundo, no por asunto de plata. Germán recuerda así lo que le contó Coppola una tarde que se juntaron a tomar pipeño. "Tú no sabes lo que sufrí para viajar a verlo, Germán. Tras infinitas negativas, porque chucha que costaba salir de Alemania Democrática, me conseguí un permiso de las autoridades para visitar España. Le dimos la noticia y con mi mujer viajamos en tren toda la noche, hasta que por fin llegamos a su departamento en Madrid, esperando ser recibidos con grandes abrazos. Pero al abrirnos la puerta la esposa de Macías nos leyó la cartilla de entrada: 'Shhh, el maestro está escribiendo. No se le puede molestar. Orden perentoria', advirtió. Le hice ver, aunque por supuesto ambos lo sabían, de dónde veníamos, y la vieja seguía con la misma. 'Shhh, orden perentoria'. Entonces me salí de madre y le grité: 'Dígale que haga un lulo bien grande con lo que está escribiendo y se lo meta por la raja'. Tomé a mi mujer del brazo y partimos de vuelta".
El tema del éxito, la envidia, la ambición y los fracasos se agota. Le recuerdo, más bien le advierto entonces a Germán, que su vida es un manantial de historias que deben ser traspasadas al papel. Si él se sigue negando a reproducirlas lo haré yo, para rendirles el honor que se merecen, amenazo.
-Ese capítulo de su vida en que se fue a vivir a una pensión de mala muerte, por ejemplo, no puede quedar sepultado en el olvido.
-Ah, sí -responde con cierta indiferencia.
-¿Me lo podría contar una vez más? Recuerdo una pelea y que su pieza estaba separada de la otra por una tabla de cholguán.
Vuelve a animarse; este es su relato:
"Para ahorrar un poco de mi sueldo, porque en esos días andaba muy acogotado, se me ocurrió arrendar una pieza re barata en una pensión de Santiago poniente. Duré como tres meses y me fui. Me tocó una habitación en el tercer piso. Una pocilga. Arrendaba la pieza de al lado una peruana bien interesantona, de unos cuarenta y cinco años, pero nunca trabamos relación. Al otro lado vivía la señora Sarita y en la pieza de más allá su hijo, el Patito. Era bien callado el Patito. Llegaba del trabajo y se encerraba en su habitación. En el cuarto piso vivía un vago atorrante que se pasaba discutiendo con el dueño. En el segundo piso arrendaba pieza un bailarín con el que hicimos buenas migas y en el primer piso completaba esta fauna un canuto zángano con su esposa, que era contadora, pero medio tontorrona. Cuando uno la escuchaba se decía: "Puta la cabra tonta". Yo traté de hacer amistad con todos, pero el primero que se me cruzó fue el canuto. Vivía leyendo versículos de la Biblia en el patio central al que daban las piezas. Una mañana tenía la música a todo chancho y yo, que había llegado del turno pasadas las tres, no podía dormir, así que me levanté, me puse la bata, salí de la pieza y desde el balcón le pedí por favor que bajara la música. Él me miró y me dijo "bueno". Pero al ratito la tenía de nuevo a todo chancho. Le gustaba oír música árabe, pero se le pasaba la mano.
"Una tarde el atorrante del cuarto piso bajó a hablar con el dueño y con su mejor voz le informó que su sobrino del sur llegaría a pasar la noche a su habitación. Ese mismo día yo andaba con ganas de comerme una carnecita y como tenía libre le pregunté a la señora Sarita si se animaría a preparar una cena para nosotros, porque ya había averiguado que cocinaba rico. Me dijo que encantada y al rato volví con la carne y el acompañamiento. Llevé de todo, pero me faltó el vino. Invitamos al bailarín y al Patito, pero el Patito se llevó la comida a su pieza, así que al final comimos los tres con el bailarín y la señora Sarita.
"Pasaron veinte minutos, pasó media hora y la señora Sarita recién empezaba a adobar la carne. Echaba un aliño y paraba, otro aliño y paraba; se lavaba las manos, se las secaba, sacaba un cigarro y se ponía a fumar. El bailarín no decía nada, porque era un invitado; yo tampoco, por educación, pero se notaba que los dos estábamos con el medio diente...
"De repente la señora Sarita sugirió en voz alta: 'A esto le falta un tintolio'. Con el bailarín partimos a la botillería de la esquina y volvimos con dos botellas, justo cuando iba entrando a la pensión el sobrino del atorrante. Era un mariconcito del barrio, un cabrito flaco bien afirulado; no pensaba ser sobrino. Cuando subió a la buhardilla y antes de que nosotros entráramos a la pieza, le entornó los ojos al bailarín, pero él no le hizo ni caso. Ya adentro, descorchamos las botellas. La señora Sarita cocinaba y se penqueaba, cocinaba y se penqueaba, puta que se demoraba en cocinar la vieja. Al final nos sentamos a la mesa como a las diez de la noche. Pero cocinaba rico.
"Al olor de la comida salió el canuto y se puso a blasfemar contra nosotros. '¡Nido de víboras! ¡Ya les llegará su hora! ¡No hay peor pecado que la gula!' Seguro que hablaba así porque no lo habíamos invitado. El bailarín, que al final de cuentas tenía su genio, salió al balcón y le gritó ¡cállate, zángano! De la otra pieza el atorrante pensó que le estaba gritando a él y como se había puesto celoso bajó un piso y le sacó chicha al bailarín de un solo combo. El bailarín lloraba y le chorreaba la sangre por el balcón. ¡Llamen a los carabineros! ¡Llamen a los carabineros!
"Las cosas se calmaron y cada uno volvió a lo que estaba haciendo. Con la señora Sarita le curamos las heridas y por fin nos sentamos a la mesa a disfrutar de la cena. Entonces se comió y se brindó, pero de repente, a pito de nada, la señora Sarita nos miraba con una cara rara y levantaba la voz, muy seria. 'Noto que no se me trata con respeto. ¡Pido respeto!', nos recriminaba".
Dice Germán que después de esa noche resolvió volver a su antigua pieza del departamento dúplex que le arrendaba una mujer que vivía con su hija retrasada. Le había caído la teja de que existían cosas peores. Y me regala de llapa la última anécdota de la noche.
-La niña andaba por los 18 años; estaba crecidita y era bien grandota, pero tenía un CI de cinco a veinte puntos, a lo más. Se llamaba Dámaris. Murió hace poquito, producto de los problemas inherentes a su retraso. Una noche la mamá me pidió que por favor la cuidara un par de horas en la pieza de arriba, porque ella tenía un compromiso con alguien en la sala de abajo. Yo le dije cómo no y subí a cuidarla. Estaba leyendo de lo mejor un libro en el sofá, la cabrita al lado mío, cuando la siento acezar y aletear como las gallinas. Era asmática y le estaba dando un ataque. Me levanté y la tomé por detrás para llevarla a acostar, pero me tropecé y caímos los dos sobre la cama, ella encima mío y seguía con el ataque. Era tan pesada que en un momento pensé "me voy a morir"; trataba de hacer palanca para zafarme de ella y no había caso, estábamos perdiendo la respiración tanto ella como yo, pero también pensaba "puta madre si sube la vieja va a pensar que me la estoy chiflando", porque andaba con una falda corta que se le había levantado y me tenía el poto encima. Con suerte no subió, yo hice un esfuerzo feroz y la desplacé hacia el lado. Fui al velador, tomé el inhalador y la hice respirar hondo hasta que se fue calmando y se quedó dormida.
Alguien anuncia que han vuelto las noticias. Así van pasando los minutos, los días y los años, cada uno en su elemento.

lunes, noviembre 13, 2017

Apuntes del diario vivir

Echado de bruces en la cubierta inferior del velador, polvoroso, el aparato celular dejaba pasar el tiempo sin emoción alguna, pues sabido es que los celulares, siendo forjadores de emociones, carecen de ellas.
Sus dueños repararon en él la mañana del domingo, antes de salir a pasear en bicicleta.
-Pronto este grandulón será una antigüedad.
-¿Y entonces, qué haremos con él?
-Lo podríamos colocar en la repisa, o junto a la vieja máquina de escribir.
Hacía mucho calor; aun así el paseo resultó agradable: la brisa se colaba entre la ropa fresca y los añosos árboles de la avenida regalaban generosa sombra. En la cafetería de siempre él ordenó un expreso y un empolvado; ella un té de jazmín.
A la vuelta ella se fue a celebrar el cumpleaños de una amiga; él se quedó solo, por primera vez en meses. Todo un domingo por la tarde para él solo. Sin mujer, sin hijos, sin nietos. Buen momento para escribir.
Calentó la lazaña y se la comió con una ensalada en un par de minutos; bebió un vaso de jugo de piña preparado por él mismo, con tres cubos de hielo. Lavó la loza, subió al segundo piso y se recostó en la cama a leer "El Mercurio", los suplementos Artes y Letras y Reportajes, en ese orden. Más tarde habría tiempo para escribir. De fondo escuchaba su radio favorita, RTE Lyric FM. A la primera hoja ya dormía siesta. De lejos le llegaban sus propios ronquidos; cuando los reconocía despertaba a medias, luego seguía durmiendo.
Al despertar de verdad reparó en que solo habían pasado 20 minutos. Hacía demasiado calor en la pieza, el cuerpo le pedía una ducha helada y le dio en el gusto. Luego reparó en un detalle molesto que venía evitando hacía varios días: las uñas de los pies. Acometió la tarea con paciencia; lo peor era la uña izquierda del dedo gordo, encarnada desde que en el internado universitario le pusieron un tubo de cartón sobre la puerta; él ingresó y en vez de caerle en la cabeza se fue recto hacia la uña del pie, que perdió en el acto. Quedó chueca para siempre y a partir de aquel instante, cada vez que entraba la tijera corta cutícula dolía. Pero era un dolor soportable. Había que sentirlo.
Repuesto y satisfecho del cacho que se había sacado de encima bajó al sofá, se estiró a lo largo, puso dos almohadas en la cabecera y leyó el primer suplemento, sin quedar del todo cómodo. De vez en cuando doblaba el cuello para evitar una tortícolis, y sentía cómo le sonaban las vértebras. El segundo suplemento lo disfrutó sentado en una silla del comedor, al que llegaban los rayos oblícuos del sol. Adentro estaba más fresco que afuera. Después de leer reparó en que no había escrito una sola línea, pero también miró el pasto de la calle: estaba seco y rogaba a su modo por un chorro de agua, haciéndose el amarillo. Su clamor de víctima desamparada le llegó al alma; salió a la calle con la manguera y lo regó una hora y tres minutos. Descubrió fecas de perro entre la hierba. Siempre las descubría cuando ya era tarde, cuando los vecinos y sus mascotas habían desaparecido, dejando su huella. Agudizó el chorro de la manguera y las empujó al centro de la calle. Con el paso de cada auto echaba un vistazo. Pronto se transformaron en una mancha verdosa y luego ya pasaron a ser un recuerdo. En eso estaba cuando vio caminando a lo lejos a su mujer.
-¿No ibas a ir al cine?
-No, me di la gran vida y me quedé en la casa. ¿Cómo te fue?
-¡Comí recién a las cuatro! Cuando llegué había puro maní salado y vienesas fritas. Después apareció un montón de haitianos y haitianas de la parroquia.
-¿No era un cumpleaños con los amigos?
-Sí, pero ya sabes como es ella...    

domingo, octubre 29, 2017

La segunda partida de la tierra

Mi padre ya había muerto antes, de eso estaba casi seguro.
Pero ahora, al verlo sobre la cama, tan solo, me entraron dudas. ¿Esa vez que murió, cómo fue que murió? ¿Y cómo resucitó?
La memoria me entregaba rastrojos de recuerdos, imágenes fulminantes que venían y se iban, indefinidas, como en el sueño. Había habido una primera muerte, eso era casi indiscutible. Pero esta era la real.
Echado en la cama, de costado, su cuerpo azulino, sus bigotes de hombre joven, su flacura. ¿Qué sería de él? ¿Quién se ocuparía de su entierro?
Salí de la habitación; luego volví a entrar, montado en mi bicicleta antigua. La cama estaba hecha. Alba. Reluciente. Ni una sola arruga. Alguien se había ocupado de todo. Mas se lo podía adivinar entre las sábanas. La marca de su cabeza apenas destacaba bajo el albo edredón; una suave prominencia, eso era todo. Pensé por un momento que los cuerpos muertos sobresalían más cuando estaban acostados dentro de una cama, pero abandoné la idea, por endeble.
Una mancha mínima en la colcha blanca, una mancha violácea, que vendría de su hígado, la primera marca después de su partida de la tierra. ¿Quién se ocupará de sus despojos el día de mañana, abandonado por los que nos decíamos suyos?
Me era preciso abordar a mi hijo. Y prevenirlo.
Tomé el sendero que bordeaba el río de aguas montañosas, aguas del sur, río serpenteante poblado de rocas, corrientes y rincones arremolinados donde dormirían las truchas. Debía remontar su cauce cuanto antes; iba por el borde, que no era peligroso, pero sí estrecho. Abajo corrían las aguas en mi contra.
Lo advertí entre la multitud, venía con la muchedumbre.
-¡Hijo, detente!
No me vio, pero se detuvo. Ellos le hacían ver su locura, pero él insistía en llevar puesto el polerón de su enemigo. Era una reunión entre los árboles que flanqueaban el río. Una reunión a la sombra, en la fría humedad del sur. Le decían que su rival tenía los días contados en la casa de pensión, que era cosa de esperar, pero a él no le apetecía tal salida; en ocasiones como esa, su empecinamiento irreflexivo era demasiado poderoso.

domingo, octubre 08, 2017

Teoría del sueño

Con esa negativa y esa burla deseas demostrar que ostentas el poder, y algo de razón tienes, porque soy inferior a ti en todo aspecto; pero este día he decidido dar un golpe de timón. Ambos en la cama, reclinados en nuestros almohadones, ya he recibido tus sarcásticas ofensas. Envuelto en tu superioridad, sigues pensando que las cosas se hacen como tú lo dices. Escúchame: me voy para siempre, y espero que te des cuenta.
Él se queda, sorprendido. Por la tarde lo divisa desde una ventana, vengativa: lo ve reclinado al borde de la cama, con las manos sobre la frente.
Entra de noche a un callejón tortuoso; mientras camina levanta la cabeza hacia las casas de campo instaladas a la orilla, sobre el murallón de tierra que encajona la calle. Van pasando ante su vista los sucios baños y las mujeres de diabólico atractivo que entran a usarlos, campesinas vulgares que no saben de tormentos.

Si hay algo que estorba mi mente cuando me hallo frente a una obra literaria, eso es descifrar, deconstruir un poema. A  menudo, sino demasiadas veces, el poema se disfraza de metáforas para cantar a lo más simple.
Así:

Mi llave que tiene la forma de una llama
erecta
va buscando el camino glorioso que conduce
a tu puerta

Se plantea como un problema de fácil resolución, de lo que resulta un placer menor para mi entendimiento.
Si la fórmula es hermética, la solución es gloriosa.
Pero entonces el poema sería como un problema de álgebra. Yo no puedo verlo así.

sábado, septiembre 09, 2017

Desfile de disfraces

Un grupo de adultos entró vociferando al Paseo Huérfanos; hacían sonar cornetas, pero no levantaban cartel alguno, de modo que resultaba difícil encasillar su protesta en alguna causa medianamente conocida. Bastaron segundos para salir del error, atribuible a los tiempos que se viven: los empleados no protestaban contra nada, la oficina completa bajaba a la calle para exteriorizar su alegría a través de un desfile de disfraces. La gente los miraba con curiosidad y ellos, mujeres y hombres, parecían turbados, avergonzados de demostrar un sentimiento tan extemporáneo. En cosa de segundos se perdieron con sus disfraces improvisados, sus cornetas y sus challas, fueron tragados por las tibias burlas, sobre todo por la indiferencia de la muchedumbre.
El episodio, sumado a la feliz lectura por estos días de los relatos esenciales de Hesse, me trasladó a uno de esos momentos inolvidables de mi niñez.
Había sido una semana de preparativos contra el tiempo, pero los resultados estaban finalmente a la vista, minutos antes del mediodía, tal como lo había planificado la señorita María Eugenia. El curso entero, cuarto año B, esperaba dentro de la sala el llamado para comenzar el desfile desde la Escuela 1, ubicada frente a la cárcel, hacia la Plaza de los Héroes. Caminaríamos por O'Carrol, doblaríamos por Estado, llegaríamos a la plaza, daríamos la vuelta rodeando la Catedral, la Intendencia y la estatua de O'Higgins, bajaríamos por Independencia, Brasil, San Martín, y volveríamos a la escuela. Durante una hora nos sentiríamos orgullosos de ser niños, contentos por despertar sonrisas, carcajadas, expresiones de reconocimiento, chistes sanos dirigidos a nosotros, el centro de atención. Seríamos señalados con el dedo y nuestra vanidad se inflamaría tras constatar que éramos sujetos de asombro.
En el fondo, se trataba de una competencia, lo que se dice una sana competencia al estilo de los ingleses, si es que el término pudiera aplicarse. Me resulta difícil concebir que los ingleses no sientan lo que yo al competir; es decir, envidia, deseos de fracaso del contrincante, ganas de aplastarlo, de hacerlo papilla. Y sin embargo, bien miradas las cosas, allí estábamos, esperando la orden para salir a desfilar, sin ánimo de pisotear a nadie, tal vez sin aspiración alguna de competencia, idea maléfica que pudiere haberse incorporado a mi psique con los años.
A diferencia de las demás promociones, en que los profesores daban chipe libre sus alumnos para elegir sus motivos, la señorita María Eugenia había apostado por un solo disfraz para el curso: por una tarde todos seríamos paracaidistas. La idea se le ocurrió en un dos por tres, una semana antes, mientras se discutía el tema en consejo de curso. Impresionados por la sencillez del disfraz, no pusimos objeción. Era bonito disfrazarse, pero a fin de cuentas todos terminábamos siendo vaqueros, indios apaches, magos, soldados romanos o futbolistas y eso le quitaba gracia al desfile. Era como si nos viéramos en un espejo y constatáramos, ahí sí con envidia, las diferencias con la otra pistola, la otra flecha, la otra espada, el otro sombrero, el otro bigote, comparación que siempre nos jugaba en contra, ya que -ignoro la razón- la vista se nos iba siempre hacia los disfraces superiores al nuestro. En cambio ser paracaidistas era ser originales y nos hacía sentirnos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra maestra, que había tenido la idea.
El disfraz era el mismo buzo abotonado de la escuela, con tres agregados: un gorro de género del mismo color que nos tapaba las orejas y que no recuerdo cómo diablos pudo fabricarse cada uno, el bolsón colegial de cuero amarrado a la espalda y bigotes finos pintados con carbón a la usanza francesa, muy de moda en esos tiempos. La señorita María Eugenia iría al mando vestida de generala; o sea, con su traje dos piezas, cartera y zapatos de medio taco.
Entonces salimos a dar la cara.
Mientras toda la escuela se tomaba las calles en completa algarabía y desorden, como corresponde a un desfile de disfraces, nosotros marchábamos silenciosos, marcando el paso con aire marcial, cual carne de cañón que parte a una guerra que se nos antoja heroica, incapaces de imaginar el dolor que provocan las guerras de verdad; marchábamos con la vista fija en el gorro del compañero de adelante, provocando comentarios del tono de qué son, militares, no, porque no llevan carabinas, ya sé, van disfrazados de ellos mismos, no, porque tienen gorro y bigotes, entonces qué son, mira, fíjate, son paracaidistas, sí, paracaidistas, claro, porque llevan el paracaídas en la espalda, qué ingenioso...
El curso del Lucho nos quiso hacer la competencia y montó un banquete: sobre el tablón que los cocineros cargaban al hombro sobresalían dos fondos de metal de cuyas orejas colgaban sendos cucharones; al centro, entre ambas ollas, iba sentado el Miguel, que cursaba primero de preparatoria, vestido de blanco, con un gorro de chef y bigotes de Fígaro.
Al curso del Vitorio asistía el nieto del cochero, tal vez el niño más pobre de la clase. Durante todo el año se le veía entrar a la escuela, humilde, pero dignamente, peinado para atrás con gomina, no pocas veces con las suelas rotas. El más aventajado no era; copiaba en las pruebas y al final del año poco menos que pasaba raspando por culpa de su cabeza rellena de aserrín, siempre callado y sereno, ignorante de su realidad. No caía bien ni mal, era simplemente el nieto del cochero y eso no significa nada para nadie, salvo que se tratara del día de la fiesta de disfraces.
La existencia de su padre era un misterio, pero el que decía ser su abuelo lo amaba; es más, lo veneraba: el chiquillo estaba siendo lo que nadie en la familia había sido. Ya sabía sumar y restar, y leer, y auguraba para él tiempos luminosos. El resplandor del conocimiento le abriría las puertas que al cochero, un hombre ignorante y sumiso, el mundo le había cerrado en las narices.
Pero todo aquello debía ser echado afuera; no bastaba el sentimiento íntimo del tronco hacia la tierna rama que crecía, de allí que la escuela y por qué no decirlo la ciudad entera, que también conservaba algo de memoria, aguardara con ansias la aparición del muchacho disfrazado, aún recordando su paso como Llanero Solitario, el año anterior. Y aquella vez no solo no ocurrió la excepción sino que el niño vistió un disfraz que hoy me ha devuelto al pasado por el solo hecho de haber visto jugueteando a un grupo de oficinistas tarambanas.
El Alcaíno cabalgaba en un caballo alazán que brillaba de lustroso, vestido de sultán. Encabezaba el desfile del curso del Vitorio y suena obvio afirmar, aunque hay que decirlo, que sus compañeros no representaban más que una comparsa improvisada involuntariamente para hacerlo brillar más. Le sobraban collares sobre la seda celeste de su traje de fantasía y una gema púrpura resplandecía en medio del turbante blanco. Sobre la silla de montar se le había instalado un trono; el Alcaíno guiaba al animal con un dejo de indiferencia o secreto orgullo, no había cómo saberlo, mientras su abuelo lo seguía por la vereda con una mirada intensa, sin despegarle los ojos, y se le llegaban a caer las lágrimas. De haberle podido arrendar un elefante lo habría hecho, sacrificando incluso el pan del mes, mas no era esa temporada de circo.       

lunes, septiembre 04, 2017

Rumores anómalos

Caminaba de noche, apuraba el paso para llegar pronto a casa; era invierno y hacía frío, la ciudad de provincia se había vaciado por fuera y su vida, lo que le quedaba de vida en esa jornada, se consumía entre las paredes de adobe de las viviendas, alumbradas por pálidas luces que venían de arriba. Las conversaciones, si es que las había, se gastaban en la intimidad del anonimato; todo lo que se hablaba quedaba allí adentro. La disposiciòn de las calles -rectas, cruzándose entre ellas, armando del centro un gran cuadrado ciego- era la metáfora natural del cementerio, ubicado a pocas cuadras.
De súbito, un sonido gutural a centímetros de mi oído derecho me paralizó, me congeló la sangre de las venas. Salté de la emoción, alarmado; algo grandioso me había devuelto a una realidad de la que ignoraba que me hubiese ido. Pero la realidad no solucionó el misterio: la ciudad seguía siendo la misma, nada había caído del cielo, ningún pájaro nocturno graznó en mis oídos, aleteo alguno rozó mi pelo, ningún amigo me jugaba una broma y nadie intentaba asaltarme. Solo un peatón como yo, que caminaba por la vereda opuesta en sentido contrario, había carraspeado bruscamente.
Acostado en la cama de mi novia, a cuya habitación había entrado a hurtadillas, la besaba en los labios y ella me correspondía. En los tiempos en que aquello era pecado, en tortuoso silencio hacíamos el amor en la pieza extraña de una casa de campo de paredes altas como las de un castillo, calladamente oscuros, vislumbrados por los destellos de una noche de invierno que se colaba por el marco de la modesta ventana. Éramos solo ella y yo, más cuatro oídos desconfiados en las habitaciones aledañas. Fundamentalmente, ella y yo.
De súbito, la pieza comenzó a retumbar. Giré la vista, asombrado; mis ojos apuntaron al techo, de donde nacía el profundo eco de un ritmo enloquecido demasiado familiar. Eran los latidos de mi corazón, que se podían oír con la misma claridad que la del canto del grillo y el crujido de la cama. Semejando el golpeteo de las alas de un murciélago atrapado en la pieza, los latidos huían objetivamente de mi cuerpo para anunciar, delatar mi presencia.
No es mi ánimo esta noche el de inventar ficciones. Aludo exacta y simplemente a los dos únicos rumores anómalos que recuerdo haber vivido en mi ya madura existencia, ambos a la edad de veintitantos años.

jueves, agosto 24, 2017

Vértigo

Cuántos de aquellos silenciosos caminantes, pasajeros de tren, inmóviles pacientes de salas de espera, nocheros, soldados de guardia, estarán hablando por dentro, su mente recordándoles, repitiéndoles la misma idea lacerante que circula en el velódromo de sangre una y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta el vértigo.
Cómo enfrentarán sus batallas, con qué temple; cómo saldrán de la encerrona si ni la oración les sirve para vencer al enemigo escondido dentro de sí mismos, en lo más profundo de sus almas. ¿Son ellos su propio capital o les bastará su cobardía? ¿Vislumbrarán la angustia del nuevo amanecer esperanzados?
El cielo amenaza ruina y de pronto la dulzura de un arpa, el paso del vecino nocturno, la pálida Luna cumpliendo los mandatos del tiempo; cosas así, el llamado por el altavoz, el cambio de turno, el ingreso a la oficina, algo que no es lucha, no es resignación, algo mágico en el fondo, inesperado, ocurre.

martes, agosto 15, 2017

Visiones

Decían, con frases cortantes, a la rápida, que se navegaba en un mar agitado y era cosa de palparlo, lo que se podría llamar un pleonasmo de lenguas mordaces hablando sobre la evidente ferocidad del océano: las olas asaltaban la cubierta, dejando una estela de espuma rabiosa que se iba por los bordes antes de que llegara la próxima advertencia.
Había proyectado, y lo seguía pensando, que a contar de ahora comenzaría para mí el tiempo sosegado, pero las inclemencias meteorológicas enviaban señales inquietantes. Descubrí, agarrado a la baranda, el único del grupo, que mi personalidad se había forjado de temprano a través del simple expediente de mirar por encima o por debajo. Podía obedecer, reverenciar, cumplir con éxito lo que se esperaba de mí; podía sentir piedad, desprecio, desconsuelo. Pero no había un horizonte que al separar, igualara. Era esa la fórmula que había que romper, pero no disponía de las herramientas ni del secreto para lograrlo.
La nave se dejaba llevar hasta la base de una ola gigantesca, perdiendo todo contacto con el mundo exterior, rodeada de una verde oscuridad donde se desparramaban y eran tragados en cosa de segundos vómitos compungidos, asquerosos; cuando parecía todo perdido ella y nosotros volábamos de un salto a la cresta blanquecina: allí el viento mojado lanzaba carcajadas sobre mi rostro y el de los demás marineros, que hacían su trabajo.

sábado, julio 15, 2017

Silvestre

Ya te has ido; nos dejaste muy temprano.
Esta noche hace frío, la Jiji duerme a los pies de la estufa; tú duermes bajo la tierra húmeda y helada.
Pero hay un paraíso, y allí está tu alma de gatito, con la Droya, la Diana, Runy, Estinfis, la perrita Cleo.
Oh, Dios, qué triste es recordar a los muertos inocentes.

martes, julio 11, 2017

Una bandada de loros

La bandada de loros no dejaba dormir al chino del cuarto piso. El chino se revolvía en la cama, con las ventanas y las cortinas cerradas, pero la locuacidad de los loros instalados en la rama que daba justo frente a su habitación traspasaba toda barrera. El chino se levantó y telefoneó al conserje, exigiéndole que hiciera callar a los loros. El conserje le contestó que haría lo humanamente posible. El chino volvió a la cama y se tapó hasta la cabeza, pero los loros se le metían dentro de la cama.
De pronto cesó el barullo. Los loros guardaron un sepulcral silencio. El chino no cantó victoria, sino que se concentró en el silencio, esperando el mínimo roce de una rama antes de entregarse al sueño. Los loros volvieron a su alegato; era una pausa que se habían dado sin explicación.
Santiago amaneció nublado; al mediodía el esmog se hizo insoportable y por la tarde se veían carabineros pasando partes. El chino volvió al edificio muerto de sueño, casi arrastrándose. Antes de entrar miró hacia las ramas. El conserje había entrado a su turno hacía poco.
Años atrás la plaga de los loros no existía. En cambio se veían demasiados gorriones, que eran considerados feos, mínimos, grises. Lentamente los mirlos fueron reemplazando a los gorriones; pero los loros salieron de la nada y ahora se repartían las alturas con las palomas. Los loros en los árboles y las palomas en las cornisas y en las baldosas de las plazas. El chino mezcló un par de huevos fritos con carne mongoliana y se sentó a ver la televisión. Era impresionante cómo se mataba a cualquiera hoy en día. Hundió el pan en el huevo, en su país no se acostumbraba a comer así, su madre lo habría regañado, tratado de traidor, poco chino. Bebía cerveza Escudo.
Las noches santiaguinas se habían dividido en dos: noches sosegadas y noches movidas. Los días de semana, noches sosegadas; los fines de semana, noches movidas. Pero también los barrios se habían dividido en dos: barrios sosegados y barrios agitados. El chino celebraba a todo volumen con sus amigos en el cuarto piso; le era imposible oír el citófono, de modo que el conserje se tuvo que dar el trabajo de subir y llamar a su puerta. Eran las cuatro de la mañana y el edificio entero le suplicaba que terminara la fiesta, si es que esas, suplicar y fiesta, fuesen las palabras correctas. Los amigos bajaron a trastabillones y el chino bajó con ellos. Hacía un frío de los mil demonios, habían anunciado heladas al amanecer, pero los parranderos iban en mangas de camisa. Subieron a un solo auto, se sintió un intenso ruido de motor y el vehículo se perdió en la oscuridad en cosa de segundos.
Como la mayoría de los chinos, el chino tenía una edad indefinible. Bien podía estar bordeando los cuarenta como los sesenta. Por ahí andaba. Su forma de expresarse tampoco ayudaba mucho. Apenas pronunciaba el español y qué decir de escribirlo. El cheque de los gastos comunes era regularmente devuelto por el banco a la conserjería. Invariablemente escribía noventa y cinco mil nobi taci col y no había forma de corregirlo. En vez de Santiago ponía Shang Go y para colmo firmaba hacia abajo, saliéndose casi los sinogramas del papel. Acabó pagando el dinero en efectivo.
Los maleficios que le echaron al chino esa noche de parranda le enseñaron una nueva frase a la bandada de loros. El chino despertó a las cinco de la tarde, con una pulmonía en ciernes y la cabeza abombada; los loros exclamaban chino cochino, chino cochino.
Otra mañana el chino se revolvía en la cama, intentando desentenderse del problema de los loros; los loros repetían:
-Ta lloviendo... Ta lloviendo...
Otra mañana el chino no podía conciliar el sueño; los loros repetían:
-Ta nubláo... Ta nubláo...
El chino aprendía el español gracias a los loros; los loros lo aprendían del vecindario.
-Pone la tetera, pone la tetera...
-Mamita la papa... Mamita la papa...
El conserje veía la televisión en su aparatito de nueve pulgadas, situado bajo la cubierta del mesón. El chino lo vio de lejos y entró nervioso; portaba un maletín y una funda larga que trataba de disimular llevándola en forma vertical, paralela a su pierna derecha, la que no daba al mesón. Perfectamente podría haber contenido un arma. Un rifle. El conserje lo saludó y continuó mirando su programa, "Vértigo". Se reía solo con las bromas pesadas de Yerko Puchento, el humorista vocero del Partido Comunista. El conserje no era comunista, pero se sentía identificado con el discurso del humorista político. Esa era la maravilla de los comunistas: hacían que la gente, las personas, se sintieran como si fuesen comunistas. Cuando despertaban del sueño ya era tarde; los comunistas habían cambiado su discurso, como la bandada de loros.
El chino se metió al ascensor, sobándose las manos. Entró a su departamento y corrió el cierre de la funda: efectivamente, guardaba un rifle, al que no tardó en instalarle un silenciador que sacó del maletín. Puso además sobre la mesa una cajita de postones y un visor nocturno infrarrojo.
La ventana estaba abierta. Apuntó con sigilo al loro más fácil, disparó y le voló un ojo, pero no lo mató. La bandada se dispersó en el cielo; el loro herido quiso seguir a sus hermanos, pero lo hacía en círculos que lo iban alejando más y más de la bandada, a su pesar. Una nube ocultó la luna y lo privó de la escasa visión del entorno que aún lo mantenía en el aire, y así se vio obligado a devolverse al árbol de su desgracia, errando de tal manera la ruta que fue a dar a la pieza del chino, quien lo observó estupefacto.
-Pone la tetera... Chino cochino...
Se puso guantes y lo tomó en sus manos. El ojo le colgaba de la órbita. De un tirón se lo sacó y el loro gritó de dolor.
-¡Ta nubláo!... ¡Ta nubláo!...
Lo encerró en una caja de zapatos. El loro enloqueció de terror y fue perdiendo el conocimiento por falta de aire. El chino hundió varias veces la punta de un lápiz en la tapa; los portillos le proporcionaron el oxígeno que necesitaba y el animal pareció tranquilizarse. El chino acercó la oreja a la caja y sintió su respiración rítmica y serena: ahora dormía todo lo plácidamente que podía. Pensó durante un segundo traer dos cucharas y hacer un redoble de tambores en la caja, de tal manera que le fuese imposible conciliar el sueño, mas le pareció de una crueldad sin límite. Ya se había vengado, y bien vengado; ahora comenzaba un nuevo capítulo en la historia.
Cortó una telita negra de género con sendas perforaciones en sus extremos a la que amarró con esmero un elástico. Abrió la caja y rodeó el elástico por la cabeza del loro, dejando la tela sobre el ojo huero. El loro dormía profundamente. Le recortó las alas con una tijera y volvió a cerrar la caja. Luego se fue a su cama. En cosa de minutos el chino roncaba como nunca en su vida.
No había aclarado, pero andaba cerca, cuando fue despertado por la bandada de loros. Estaban enfurecidos y lo miraban directamente a la cara. El loro tuerto los azuzaba desde la caja de zapatos; los mensajes se cruzaban y el chino, vestido en calzoncillos entre ambos, apuntaba al árbol con el rifle a postones. Pero los loros habían aprendido la lección y se echaron a volar antes del disparo, que fue a dar al edificio del frente. El postón pegó débilmente en una ventana, sin mayores repercusiones en el orden material, aunque el sonido bastó para que la vecina que arrendaba dicho departamento sacara la cabeza y viera al chino armado de un rifle. El chino corrió la cortina y volvió a la cama. El árbol se hallaba repleto de loros, un ejército de loros que se distribuyó en batallones ubicados estratégicamente en torno a su enemigo. La mayoría permaneció en las ramas que daban al departamento del chino, otra buena parte se ubicó unos dos pisos más arriba y la sección que podría tildarse como la de los boinas verdes puso sus patas en el alféizar de la ventanilla de la cocina, que había quedado abierta y por la cual fueron entrando uno a uno, hasta asentarse en el terreno ya conquistado. Sentados alrededor de la mesa del living comedor, el chino se vio obligado a firmar un armisticio en los términos más degradantes para él y su destino. De aquí en adelante debería enseñar el idioma chino mandarín al loro tuerto, quien transmitiría las enseñanzas a sus hermanos una vez a la semana, en clases que les dictaría desde la caja de zapatos. Las clases se realizarían a las cuatro de la mañana de los días sábados y durarían tres horas. El chino puso la firma y los boinas verdes regresaron a su hábitat.
La vecina del departamento del frente veía todas las tardes al chino hablándole a una caja de zapatos.
-Sha yïngwu... Sha yïngwu...
-Bié fán wo... Bié fán wo...
-Yïngwu wài... Yïngwu wài...
-Qu Nanjing...
Los sábados en la madrugada, a eso de las cuatro y cuarto, el chino se revolvía en la cama, martirizado con la defectuosa repetición de sus propias enseñanzas.
-Chinguwa... Bifanwó...
No tardó la vecina en avisar al conserje. Quince días después se dejó caer por el barrio una señora de baja estatura y rasgos orientales, vestida de gris, edad indefinible, diríase entre setenta y cien años. La recibió el conserje y la acompañó hasta el departamento del chino. Tocó el timbre y se retiró, dejándola sola frente a la puerta. La vecina del frente vio cuando la mujer entró al departamento y agarró a bastonazos al chino, sin que este hiciera el menor intento por detenerla; a lo más se cubría con los brazos mientras el loro sacaba la cabeza de la caja de zapatos y miraba la escena con el ojo solitario.
-Ta lloviendo Hong Kong... Ta lloviendo Hong Kong....
La señora estaba el día entero viendo la televisión. Era de no creer la cantidad de información valiosa y desechable que recibía su cerebro, teniendo en consideración que la mujer era fanática del zapping. Así se enteró de la existencia del músico Rodríguez, "Sugar Man", y de las ocurrencias de Ziggy Stardust, quien no la terminaba de convencer, pues se le antojó que su música era más teoría que música, a diferencia de las canciones de Leo Dan, que eran música pura, sin teoría alguna que la respaldara. Aun así echaba de menos la ópera china y en las tardes brumosas apretaba el bastón con la mano y daba golpes tan fuertes en el piso que no pasaban cinco minutos antes de que el conserje concurriera al departamento a pedir silencio.
Si el loro salía de la caja de zapatos le daba un bastonazo. Un día le dio un bastonazo tan violento que el loro falleció, víctima de un traumatismo encéfalo craneano, pero la mujer no dijo nada y lo encerró en la caja de zapatos. Cuando el chino hizo su ingreso esa tarde lo recibió de mejor humor. El chino estaba preparado para los bastonazos; en cambio la mujer le ordenó que se lavara las manos. Al sentarse a la mesa lo esperaba un loro al horno al estilo Nanjing, acompañado de verdura cocida en cuadraditos. El chino lo reconoció por el ojo huero. La  mujer lo había cocinado con esmero, pero un pedazo de elástico pegado a la cabeza producto del bastonazo se derritió en la fuente y el loro adquirió el clásico sabor amargo de la comida japonesa. Mientras cenaban frente a la pantalla, ambos con ese pensamiento en la mente, que no se confesaban, el del maldito sabor del loro, sabor japonés, sabor del enemigo que los había humillado en la guerra, la bandada permanecía al acecho, esperando el llamado del loro tuerto, que no llegaba. El edificio sacaba el habla; los loros repetían:
-Vuelva luego miamó... Vuelva luego miamó...
Tal como un hombre que se desplaza a tientas sobre un terreno minado, como si fuese un artista que se adentra en el campo de la poesía sin conocer de ella más que lo que le dicta el corazón, ignorando sus variables técnicas e históricas, la memoria de los especialistas, los comentarios sesudos, el chino usufructuaba de un espacio que no le pertenecía. Nada de lo que lo rodeaba le pertenecía, era el mundo entero un enigma plagado de contradicciones y ataques a su persona. Especialmente los eternos ataques de su madre. Si hubiese querido vivir de otra manera no habría podido, pero tampoco habría sabido decir cómo había llegado a vivir la vida que llevaba.
Por la mañana despertó con una sensación rara. Miró el despertador: eran pasadas las 11 y media, ya no tenía sentido llegar al trabajo dando explicaciones. Sobre el velador estaba la sierra eléctrica. ¿Qué pasó que no lo levantaron a las 7 en punto a bastonazos? Movió la cabeza a ambos lados, puso cara de extrañeza, se desperezó y partió a la cocina en calzoncillos, a prepararse el desayuno. La ola de calor anunciada la víspera ya se hacía sentir. Por la tarde, al volver a su departamento, la bandada de loros no se movía de las ramas, abrasada, presa de un ardor intranquilo. Sin embargo los ojos apuntaban a su ventana, todos juntos, llorando de rabia, conscientes del secreto. Cuando al chino le pareció que ya era conveniente echar un vistazo a la otra pieza, se asomó y vio que la mujer yacía muerta en la cama, partida en dos. La bandada de loros lo recriminó, a gritos ensordecedores:
-¡Sipantú!... ¡Sipantú!...
El chino se acercó a la cama y examinó el cadáver. Le parecía curioso que no hubiese una sola gota de sangre. Descubrió que los loros primero la habían asfixiado y enseguida le habían extraído la sangre con una manguerita, sangre que vertieron al escusado, según revelaban unas manchas descuidadas sobre la baldosa, que limpió con un paño. Las aves habían puesto su rúbrica con la sierra eléctrica.
El chino pensó completar la tarea de los loros y descuartizar a la mujer. Pero sintió que habría sido de una crueldad sin límites, otra vez el mismo pensamiento, proceder de esa forma y entonces ideó sacarla del lugar y hacerla desaparecer. Por la mañana salió y volvió con una silla de ruedas; el conserje le escuchó decir que ella retornaba a la República Popular de la China, de manera que minutos más tarde no le extrañó verla bajar sentada en la silla de ruedas, y el chino empujándola, claro que estaba demasiado pálida, pero los orientales tienen la piel amarilla. La mujer se balanceaba de forma muy rara en la silla, tanto así que de pronto la mitad superior del cuerpo descendió bruscamente hasta tocar el asiento, en tanto que las piernas, que estaban cubiertas por una manta, se le alargaron hacia adelante, como si su cuerpo se hubiese achicado por arriba y crecido por abajo. El chino la subió con silla y todo al espacio de carga de la camioneta, sujetándola con un pulpo de goma cuyos extremos de alambre ancló a los bordes del vehículo. Cuando llegó al vertedero de Til Til la arrojó entera sobre el montón de desperdicios, pero justo venía un camión de la basura y el chino tuvo que salir corriendo para no ser aplastado. El camión volcó su carga y emprendió el regreso a la ciudad. Desde un promontorio contempló la escena: los zapatos de la mujer sobresalían apenas del cúmulo de inmundicias; a un par de metros podía verse su torso, de frente, mirándolo a los ojos, una mano apoyada en el bastón y la otra moviéndose de arriba abajo, saludando como el gato chino de la suerte. El chino bajó a la basura, le vació el extintor, cubriéndola de espuma, y se marchó. Los loros repetían, frente al edificio:
-Tonto leso... Tonto leso...
-Te sacái puros rojos... Te sacái puros rojos...
En el servicentro de Til Til pidió que le llenaran el extintor con parafina. Se le cumplió su singular petición con débiles reparos; el chino se salió con la suya y volvió al departamento. Atardecía. Allí lo esperaba la bandada de loros, soportando estoicamente el calor infernal que azotaba a la ciudad. Los loros  le seguían sus pasos con una mirada enfermiza, la vecina del frente se echaba aire con un abanico.
-Chino cochino... chino cochino...
El chino se echó desnudo sobre la cama y cerró los ojos, sudoroso, pero la bandada de loros no lo dejaba dormir, con su griterío diabólico. Extrajo el extintor, se acercó a la ventana, lo abrió a todo dar y frotó el encendedor. Pero la parafina salió del tubo como la orina de un enfermo de la próstata y el fuego cayó en gotitas y apenas alcanzó para encender una cortina del departamento; carecía de la presión necesaria para apuntar a los loros. El chino abrió todas las llaves del gas, echó la parafina en una palangana, la encendió y le aplicó el secador de pelo. El gas, que iba ocupando su espacio, hizo lo suyo y el fuego salió disparado hacia los loros desprevenidos, que se incendiaron con las ramas, echándose a volar. El cielo de la noche se cubrió de estrellas rojas, fosforescentes, figuras danzantes de luz, una poesía de la muerte, estrellitas que volaron hacia lo alto durante un minuto, hasta que se apagaron y cayeron carbonizadas al vacío entre el ulular de las sirenas, como restos de fuegos artificiales.


viernes, junio 23, 2017

Almuerzo en el paraíso

¿Había entrado al esquivo paraíso? A medida que los demás invitados llegaban y los iba reconociendo, la sensación de amargura que últimamente copaba sus espacios, sus horas, sus días enteros, desaparecía como lluvia tragada por la alcantarilla. Casi podía ver a ese monstruito irónico, allá bajo la tierra, sonriendo, brillando hasta perderse en la profundidad de la cloaca.
Existía una vida sin ira y sin tormentos, una vida simple y cristalina: la que comenzaba a vivir a esa hora bajo el parrón de la casa de su amigo. ¿En qué consistía? En un grupo de hombres que habían ido a compartir una carne a la parrilla, choripanes, un jarro de borgoña, botellas de vino, un buen whisky; pero sobre todo, horas de conversación.
El tema era el de siempre: el fútbol, específicamente el fútbol de sus años. Se hablaba de jugadas, de jugadores, de goles, lesiones y expulsiones, tácticas, preparadores físicos, entrenadores, meras cáscaras del gran anhelo humano: ser valorado, ser querido, ser escuchado.
Él era el rey de reyes. El especialista en un grupo de especialistas. Podía haber diferencia de opiniones, ciertos escrúpulos, acaso veleidades, mas no ignorancia. Todos dominaban al dedillo cada tema del que se hablaba. Era un grupo de iniciados, socios de un clan privado.
Más allá de su estado de felicidad intuía que el monstruito seguía esperándolo bajo la alcantarilla, paciente y burlón, para ofrecerle a sus ojos todo aquello que lo sacaba de quicio y que desequilibraba su mente, haciéndola descender a los infiernos: la ignorancia, la imprecisión, la desmemoria de los otros, la falla en el detalle fino.
Pero mañana sería otro día; hoy almorzaba en el paraíso.
Ocurrió entonces un fenómeno digno de ser examinado bajo el microscopio del científico: con el correr de las horas la charla, en vez de declinar, se potenció. Los apetitos no fueron aplacados y entre recuerdo y recuerdo nuevos cortes de carne fueron a dar al asador, cuyos carbones mantuvieron su fuego. Las botellas se descorchaban, se vaciaban y volvían a llenarse. Ninguno de los presentes estaba satisfecho, ninguno ebrio. Las anécdotas parecían no agotarse, aunque eran las mismas, reconstruidas para provocar severo asombro cada vez. Segundo tras segundo atardecía, mas el sol brillaba fijo y tenue sobre la pandereta, negándose a dejarlos, furtivo espía envidioso de la reunión.
Los amigos habían llegado al acuerdo tácito de rebobinar el tiempo, llevarlo atrás para volver a echarlo a andar, como el eterno juego del trompo y la cuerda. Y sin embargo aquel parrón era apenas un punto rodeado de puntos que conformaban el paraíso total.
El paraíso total era inefable.
En este mundo tan extraño, cada cual vivía en su propio paraíso. Un hombre conquistaba a una mujer interesada en el dinero, una chica de café. Su departamento se hallaba del otro lado de la pandereta y el amor consistía en darle todo aquello que pedía, por el gusto de adorarla. La orgía se le hacía eterna. El paraíso de la chica de café estaba sin embargo más allá, en una tienda de ropa, de lo que se desprende que era capaz de desdoblarse, pues mientras se dejaba amar a cambio de regalos su goce real estaba en la tienda con su pasadizo de vestidos, faldas, pañuelos y carteras. Miraba precios, se detenía, seguía caminando, dejaba pasar la tarde entera en un local que jamás cerraba, siempre dispuesto a complacerla. Los serviles dependientes, en tanto, disfrutaban sus propios paraísos, inexplicablemente cercanos unos de otros y sin embargo aislados como esferas de plomo. El vendedor moría en el anfiteatro general escuchando su ópera favorita, Tosca, que le brindaba una y otra vez la misma aria, el mismo lamento, el mismo infortunio romántico. La vendedora disfrutaba de una interminable velada con sus hijas al calor de la estufa a parafina de su casa de población, mientras su esposo compartía el paraíso con la secreta amante en un motel de paredes húmedas que multiplicaban el éxtasis de sus tres horas de placer hasta el infinito. Del otro lado de la pared, un venerador del mundo del boxeo gozaba desde la oscura y fría galería una velada interminable de combates, uno tras otro. Era allí el gong entre round y round un reloj que repetía las campanadas del círculo del tiempo, un tiempo envuelto en golpes, caídas, sangre y saliva, amarres, forcejeos y sobre todo la sensación íntima de darle el gusto a su padre y a la vez, de contradecirlo, traicionarlo, gritarle en su tumba, más allá del cementerio, si había sido capaz de entender, si alguna vez sospechó a dónde lo llevaría esa costumbre maldita de recibir siempre el consejo inteligente, la última palabra. En el valle transitaba también el hombre que lo observaba todo; su paraíso estaba en los otros paraísos y a pesar de ser visible, era invisible. Otro hombre dormía la siesta en el sofá, tapadas sus piernas con una frazada, una copa de coñac a medio servir en la mesita de arrimo y la voz de Jonas Kaufmann saliendo del parlante de la radio. La viciosa de los libros hacía del paraíso de los artistas su paraíso propio, como si la felicidad pudiese ser, y lo era de hecho, una experiencia que se pega.

jueves, junio 15, 2017

Los artistas del hambre

Mi gata se arrastra como un cuero viejo; mi nieto de dos años arma su show sobre una escala de piedra, de pelo largo. En las esquinas, jóvenes se ganan la vida haciendo piruetas; en las micros y en el Metro suben a cantar. Donde quiera que vaya por la calle veo gente haciendo gracias. En cada intersección me recibe un mago, un trío de acróbatas, un cuarteto de gimnastas, un lanzafuegos.
Cuchillas voladoras, artistas del hambre.
Quisiera ver matemáticos demostrando teoremas, ingenieros haciendo cálculos, abogados ganando juicios, pero solo veo artistas pobres. Dónde están los doctores en Filosofía, dónde están los doctores en Literatura. Veo tanta pobreza, tanta necesidad, tantas ganas de apropiarse del tiempo y el espacio.
Yo me estoy deteriorando; recién ahora percibo el deterioro.
Y sin embargo el arte es la manifestación más elevada del espíritu. Pero también es verdad que todos somos artistas, todos tenemos nuestra gracia.
Para saciar el hambre, a lo único que se puede apelar dignamente en una esquina es a la gracia.

martes, junio 06, 2017

Tarde de sábado

Ha terminado la final de la Champions. Venció el Real Madrid, inapelablemente. Vislumbro ahora una oleada de angustia, con toda la tarde por delante. No sería bueno continuar sentado en el sofá; iré al supermercado a comprar cosas para la once, mataré media hora de tiempo.
Cuando esté sentado tomando once, ya ha pasado antes, casi todos los fines de semana, engulliré rápido y miraré al vacío. En la mesa me harán bromas, se aludirá a mi cara de pescado.
En las grandes ocasiones, en las grandes cenas, en las grandes fiestas. Vuelvo la mente hacia el pasado, sé que dije muchas cosas pero no recuerdo cuáles. Miro hacia más atrás y no recuerdo quiénes estaban presentes.
Cómo decirles que tengo el corazón demasiado lleno y que lo que hay adentro no sale, está atascado. El miedo y la tristeza son los enemigos. Si pudiese hablar, se irían tal vez como perros resignados.
Qué son los arreboles si a algunos les falta el sustento. Qué son los arreboles si la vaga inquietud se viste con ropas extrañas.

jueves, mayo 25, 2017

El desterrado

Soy un desterrado. Me han venido a botar al fondo de un desfiladero desértico; siento a lo lejos el batir de las alas de los cóndores, que vuelan muy bajo, como si ya anduvieran buscándome para disfrutar de mis entrañas.
Echado en la tierra, malherido, yazgo bajo el sombrío atardecer a merced de quien quiera hacerme daño.
Del cielo baja un viejo amor y se me acerca. A punto de pisotearme aguardo, resignado, el castigo de su resentimiento.
No le temo al momento que habrá de venir; en otras circunstancias estaría aterrado. No vivo el miedo en su forma original, porque sospecho que la condena se levantará en el último segundo, que seré sobreseído parcialmente y que se me trasladará a otras tierras, allí donde impera la posibilidad del amor confuso, plagado de sentidos dobles.

martes, mayo 16, 2017

El hombre del Metro

Lo puede ver cualquier pasajero que, como yo, circule por el Metro a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Está sentado de pierna cruzada en la estación Salvador, andén norte, en el primer puesto de la corrida de asientos amarillos. En época de otoño, que es esta, suele vestir chaqueta y zapatos de gamuza, sweater, pantalones oscuros, soquetes de lana. Las manos, sobre las piernas, una arriba de la otra; los ojos, cerrados. Los viernes, inexplicablemente, no está. Los sábados y domingos no hago el trayecto.
¿Quién es? ¿Por qué existe solo en ese momento y no en otro? ¿Viene saliendo de la oficina o mata el tiempo antes de entrar a trabajar? ¿Espera a su pareja? ¿Por qué no abre los ojos?
Bastaría que el pasajero que se fija en él descendiera del carro en esa estación para saberlo. Le preguntaría, él le respondería y el asunto quedaría solucionado. El freno es que la realidad, cuando se explica mediante la razón, termina siendo banal, y eso la rebaja. La realidad se pinta de absurdo; sus secretos son simples.
Cabe otra posibilidad. El pasajero curioso se topa a boca de jarro con una verdad que le eriza los pelos: el hombre sentado en el andén de la estación es él mismo; sus ojos cerrados imaginan que él se mira desde el carro, de lunes a jueves, a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Subsiste, sin embargo, el misterio de los días viernes.
Llevo a mi padre en bicicleta y paso por la casa del Julio. Por alguien supe que está enfermo. Las paredes de su casa se han desmoronado.
Entro al dormitorio, ese dormitorio confuso con dos camas, grisáceo. En una cama, mi tía; en la otra, el edredón desordenado, formando un bulto sobre la almohada. Debajo, la voz del Julio.
-Dile a mi mamá que deje de hablar. No me siento bien.
Desde la otra cama, mi tía derrama palabras viscosas. El escenario es la suma de un montón de palabras viscosas mezcladas con el gris del pensamiento. Si hay una cabeza pensante, nada bueno puede salir de esas palabras y de esa pieza contaminada, vaporosa.
-¿Tan mal estás?
-Sí.
El Julio se incorpora a medias y me muestra su barriga. No advierto signos preocupantes, pero sé que me dice la verdad.
-Me han dado dos días de vida.
Miro entre las sombrías hojas de un arbusto; abajo, en un arroyo oscuro y sereno nada un gatito hacia la orilla.

martes, mayo 09, 2017

Encuentro con EL CABEZÓN ROMERO

Los días no son soleados ni brumosos, pueden ser también marrones; suceden estos en circunstancias especiales, como la vuelta de una esquina en una ciudad dominada por sus techos. La luz se transmite allí sin sombras, ha de parecerse a los dibujos coloreados con lápices por estudiantes de enseñanza media. Atravieso entonces la calle y me topo a boca de jarro con EL CABEZÓN ROMERO, plantado sobre la vereda. Lo veo muy grande, más aún de lo que siempre ha sido. O tal vez nunca fue de otro tamaño, lo concreto es que al acercarme a saludarlo le llego apenas al pecho. Viste de marrón, tiene la cabeza grande y el pelo le brilla, negro, tal como su sonrisa celestial, una sonrisa que muestra los dientes. Pareciera tener los ojos pintados, porque se le destacan demasiado; luce bigote. Trato de abrazarlo, pero mis brazos no dan el ancho.
-¡Mamá, este es!
Pero mi mamá lo saluda de costado, no puedo creer que no lo reconozca.
-¡Mamá, pero si es EL CABEZÓN ROMERO, el hijo de la señora Lidia Pelayo!
Ah, sí, me responde, y hace un ademán raro, como si recapacitara.
Mi madre no ha reaccionado como antes. En esos tiempos solía ser extremadamente efusiva, clara como el agua de la vertiente y tierna como los brotes de una lechuga. Podía demorarse una hora en transitar una cuadra, regalándole todo su tiempo a cada vecino que se paraba a saludarla.
Mi primo me observa de costado, con un ademán sereno; es una especie de busto de carne, y no lleva camisa. Cuesta creer que hace apenas una semana estaba vivo, ¿en qué mundo estoy?
Estos días he estado leyendo a Borges; en el libro le dedica varias páginas a Swedenborg, el místico. Afirma este último que el muerto ignora primeramente que está muerto: ve y comparte con su misma gente. Semanas, meses. De pronto comienzan a aparecer desconocidos...
Yo he compartido con mi madre y con EL CABEZÓN ROMERO y con el nombre de la señora Lidia Pelayo, habitantes del Cielo de Swedenborg. Y el único muerto en esa ciudad ni soleada ni brumosa, esa ciudad color marrón, era mi primo, quien, por lo que me han contado, sigue vivo.    

lunes, abril 03, 2017

Recelo, escrúpulos

I

-Eh, usted...
-¿Yo? ¿Me habla a mí?
-Sí, a usted. Escúcheme.
-¿Qué desea?
-No dispongo de tiempo. Solo quiero ofrecerle un regalo.
-¿Esta carpeta?
-Ábrala y vea lo que contiene. Consérvela. Es toda suya. Ahora debo irme, tengo demasiadas cosas que hacer.
-Pero...

II

(Al abrir la carpeta, esta le revela al receptor los datos personales de seis millonarios, hombres que labraron dudosamente su fortuna, personajes famosos por el desprecio de que son objeto por parte de la sociedad. Si jamás han ido a la cárcel, esto se debe al poder para comprarlo todo que emana de sus fortunas. Sus figuras, en efecto, no despiertan simpatía alguna; acaso se deba a que ellos mismos lo quisieron así. Dicho en una sola palabra, los seis son aborrecibles. El documento en que aparecen sus nombres está acompañado por los números de sus cédulas de identidad y los números y claves de sus cuentas bancarias. De un sobre cerrado surgen físicamente las tarjetas que guardan las coordenadas obligatorias para confirmar cualquier transferencia que se pudiese efectuar desde dichas cuentas a través de internet).

III

¡No es broma!, ¡son reales! Tengo sus datos en mi computadora y puedo hacer ahora mismo la transferencia que desee a mi propia cuenta. Los saldos me nublan la vista, se me acelera el corazón al comprobarlos. No he robado, no sería delito apropiarme de esas sumas de dinero. No todo, solo una partecita. Para mí sería una catarata de bienestar y para ellos una migaja imperceptible. Pero aun así, tarde o temprano sus asesores habrán de dar con mi paradero y deberé justificar ante la ley mis nuevos ingresos. ¿Qué diré entonces? ¿Que soy un ladrón que roba a un ladrón? Sí, me defenderé diciendo que les sustraje legalmente una parte insignificante de su patrimonio en consideración a lo que ellos nos han robado durante tantos años. ¿Podrán acusarme de apropiación indebida? ¿Terminaré en el banquillo de un tribunal? ¿Serán mis jueces parte de la trama o ellos les darán de beber de su propia medicina, hallándose en aquel momento a buen resguardo?  Mi conciencia está tranquila; pero sigo indeciso...