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viernes, agosto 17, 2018

268 lugares comunes en la noche que cantó Gardel

El destacado periodista se encaminaba a cumplir su noble misión en un vehículo de alquiler que sorteaba una densa neblina. Volaba a reportear el dantesco incendio de una fábrica, originado en una falla garrafal que provocó un cortocircuito de funestas consecuencias. Al llegar al sitio de los hechos le llamó poderosamente la atención la magnitud de la catástrofe, ocurrida en un abrir y cerrar de ojos, que superaba toda expectativa. Por cierto, el destacado periodista se hallaba ante una tragedia de proporciones.
En las inmediaciones del lugar volaban plumas y se vivían escenas de honda aflicción nunca antes vistas. Visiblemente emocionado, el destacado periodista constató que tres operarios de la fábrica habían pasado a mejor vida y que más de una docena habían sufrido heridas de diversa consideración, tras ser rescatados por bomberos que debieron hacer uso de una fuerza hercúlea para llevar a cabo su magna tarea más allá de todo cálculo. Una hilera de ambulancias cobijaba en su interior a otros cinco trabajadores marcados por un trágico sino, por lo que se aguardaba de un momento a otro un nuevo desenlace fatal. Igual sus seres queridos hacían caso omiso de los controles y los miraban con sus propios ojos a través de las ventanillas de los coches del nosocomio, llorando a moco tendido, al tiempo que el equipo de psicólogos designados para contenerlos tiraba la toalla, sin pena ni gloria
Para colmo, los amigos de lo ajeno hacían de las suyas con una violencia pura y dura, logrando apropiarse de la caja fuerte y otras numerosas especies de valor de lo que quedaba del inmueble, dándose a la fuga con camas y petacas en dos vehículos de alta gama. Caerían varias hojas del calendario antes de que la policía uniformada hiciera entrar en vereda con todas las de la ley a los sujetos, a quienes tenía entre ceja y ceja. Todavía estarían tomando el sol a cuadritos si Su Señoría no los hubiese dejado en libertad por falta de pruebas, que fue lo que ocurrió. Raya para la suma: había consenso unánime en que la fábrica sufría el más duro revés de su historia; desde luego, una historia plagada de laureles bien guardados en el baúl de los recuerdos.
El destacado periodista marchó al diario ipso facto para despachar la noticia, mientras el conductor del radiotaxi seguía un partido por la radio. Decir de paso que el encuentro de marras resultó ser de campanillas y se jugó con los dientes apretados; hubo acciones de riesgo en ambos pórticos, y la visita cayó por la cuenta mínima en las postrimerías de la brega, con un tanto dirigido al rincón de las arañas que hizo inflar las redes y delirar a la afición. ¡Justicia divina!, gritó el hombre del micrófono, pues minutos antes se había cobrado un dudoso penal a favor del conjunto visitante. Fue ejecutado desde los doce pasos y el golero se lució con una magistral intervención: voló hacia atrás como un Caravelle, atenazó el balón con las dos manos y se hizo un ovillo en el césped de nuestro principal coliseo deportivo. Por si fuera poco en los descuentos se armó una tole tole y el colegiado, que no estuvo a la altura de la confrontación, se metió en camisa de once varas repartiendo tarjetas a diestra y siniestra. Al momento del pitazo final el punta de lanza de la visita se perdió un gol cantado ante el arco desguarnecido. Agregar que se trató de un pleito no apto para cardíacos y que el estadio se hallaba repleto en sus dos terceras partes: más de cuarenta mil almas colmaban las aposentadurías.
Cabe destacar que el destacado periodista ardía en deseos de sentarse ante la computadora para sacarle trote a su afamada pluma, la que no escatimaría en recursos para describir la épica batalla de los caballeros del fuego. De un tiempo a esta parte, sin embargo, sentía menguar su proverbial sabiduría. “Tal vez me está llegando la hora de colgar los guantes, pues si bien es cierto aún me quedan fuerzas, no es menos cierto que los años no están pasando en vano para mí, aunque ni más ni menos que lo que pasan para todo el mundo”, reflexionaba en el asiento de atrás del mencionado coche de alquiler, con esa filosófica profundidad que caracteriza a los discípulos de Camilo Henríquez, entre un mar de dudas y el trasfondo del llamado a los cuarteles de invierno, bajo una lluvia torrencial que se había dejado caer con una furia patagüina. Y pensar que el día anterior reporteaba bajo un sol radiante. "En fin, volvió a filosofar, al mal tiempo buena cara".
Llegó al diario y despachó la nota en un dos por tres. En lo que era la sala de Crónica no volaba una mosca, reinaba un silencio sepulcral. A su lado, el colega Carloncho, de la sección Deportes, fumador empedernido, escribía con meridiana claridad sobre el cotejo recién finalizado, dándole el protagonismo de su joyita al silbante. "Fútbol, pasión de multitudes" murmuraba con el pucho en los labios mientras destacaba la volada de palo a palo del guardavallas, sacándole chispas al teclado. Mientras, el colega Canelo, de Economía, se mandaba al pecho una exclusiva sobre la crisis del gigante asiático, en que ponía en tela de juicio a aquellos que habían borrado con el codo lo que habían escrito con la mano y el colega Díaz, apodado el "Cabezón", lo hacía acerca del masivo éxodo de santiaguinos que gastarían sus morlacos el fin de semana largo para darse la vida del oso. El colega Quiroz, del Obituario, más conocido como el "Vampiro", abordaba el sensible fallecimiento de un renombrado hombre público que había pasado al más allá víctima de una larga y penosa enfermedad. Enterado Carloncho del deceso largó una de sus frases para el bronce: "¡Pero si lo vi la semana pasada!". El destacado periodista interrumpió a título de escopeta: "Hice una crónica para ponerla en un marco, pero por falta de espacio tuve que dejar afuera lo mejor". El colega Vega, de Policía, redactaba una jaita en que les doraba la píldora a los sabuesos de la BH, quienes asumiendo una orden perentoria y sin dar su brazo a torcer, tras una ardua investigación habían dado con una nueva arista del caso que los condujo a la semilla de maldad, un mocoso que resultó ser el autor del crimen y cuyo porvenir ahora pendía de un hilo. Apelando a su sexto sentido, Vega sospechó desde un principio que el mocoso no era más que una cortina de humo levantada por un potentado de alto rango a través de un testaferro, destinada a echarle tierra al caso... pero siguió escribiendo. En el escritorio contiguo, el colega Martínez, de Tribunales, despachaba la nota de portada sobre un fallo lapidario de la Corte Suprema, que al vulgo le sonaba a volador de luces pues, se comentaba entre bastidores, el supremazo distraía la atención del respetable ante cierto contubernio que se habría descubierto en el tribunal más alto de la república. "Viejos de mierda", mascullaba entre dientes, sin pelos en la lengua mientras tiraba las manos, hecho un quique. En cuanto al colega Urzúa, apodado el "Caballo", se limitaba a hacer acto de presencia, acabada su crónica política sobre los convenios truchos que habían salido a flote en unas fundaciones que dejaban harto que desear, escándalo que se había transformado en una papa caliente y que mantenía en vilo a la nación. La única reportera del lote, de apellido Alegría, despachaba para la sección de Espectáculos los avatares del reality del que hablaba medio mundo y donde el quid del asunto radicaba en si una pareja había o no hecho de las suyas debajo de las sábanas, como lo aseguraban ciertas lenguas viperinas. Las demás colegas del sexo débil se habían retirado qué rato, tras cumplir con sus deberes. En un momento dado los periodistas se dieron una rápida mirada cómplice y continuaron escribiendo, total y absolutamente concentrados, mientras afuera seguía lloviendo a cántaros.
De pronto y sin mediar provocación alguna, el colega Carloncho gritó, desaforado: "¡A las siete canta Gardel!". Vega replicó: "¡Pan para hoy, hambre para mañana!". "El salario del miedo", comentó el Caballo Urzúa. "Donde putas vamos", dijo Canelo. "A matar la gallina de los huevos de oro", propuso Díaz el "Cabezón". "¡Ay, chiquillos, las leseras que dicen!", cerró Alegría. Finalmente, con la honda satisfacción del deber cumplido, los viriles colegas provistos de dinero contante y sonante en sus bolsillos se pusieron las zapatillas con clavos y partieron a pasos agigantados al restaurante Don Quijote para disfrutar de una opípara cena de mantel largo. En el camino, al destacado periodista le asaltó una duda, puesto que no había alcanzado a apersonarse a la caja, que a esa hora estaba cerrada bajo siete llaves. Extrajo la billetera y se le vino la noche: estaba planchado, los piticlines brillaban por su ausencia. En resumen: el descubrimiento de hallarse al tres y al cuatro le cayó como balde de agua fría. "Calma y tiza, compipa; yo le empresto, mañana nos arreglamos", le ofreció el colega de Economía. "Una vez más mi compadre responde a las expectativas", caviló el destacado periodista. Acto seguido le volvió el alma al cuerpo, jurándose a sí mismo que a la mañana siguiente y contra viento y marea pagaría la deuda de honor que había contraído, aunque no estuviese en su sano juicio por la segura resaca. 
Satisfecho el pecado de la gula enfilaron a un discreto lugar en que las mujeres tratan de tú. Escrito estaba que harían las de Quico y Caco y echarían la casa por la ventana. Alineados los astros, la flor y nata del periodismo nacional entró en gloria y majestad donde Las Costureras, que así llamábase el lupanar al que los ilustres reporteros habían acudido a disfrutar del reposo del guerrero. En estricto rigor, el lenocinio no destacaba precisamente por ostentar un lujo oriental. Lucía un letrero hecho y derecho, visto hasta el cansancio por los parroquianos: "A nuestra distinguida clientela: se prohíbe terminantemente escupir en el suelo"; y más abajo: "Hoy no se fía mañana sí". 
Como era fin de mes, en la mancebía no cabía un alfiler. Sobre el tabique adornado con papel mural, una pintura versallesca más falsa que Judas, de lujos y riquezas al alcance de la mano, representaba a miembros de las más altas esferas poniendo el mundo a los pies de una joven danzarina de los siete velos. Sin ir más lejos y en honor a la verdad, era la misma escena que tenía la suerte de disfrutar la concurrencia, traducida a la chilena: una mujer de dudosa reputación, entrada en carnes y de paño pifiado en su faz de baja estofa se despojaba de sus pilchas para ellos, algo así como el sueño del pibe hecho realidad. Dándose ínfulas, el colega Carloncho, caballero a carta cabal, se mandó otra de sus frases para el bronce: estás más bonita que de costumbre, le susurró a la meretriz, a quien se le iluminó el rostro ante la mentira descarada. En gustos no hay nada escrito, murmuró el "Caballo" Urzúa con una sonrisa sardónica de oreja a oreja. A la hora de los quiubos el Vampiro del Obituario, tacaño por naturaleza, clavó sus ojos inyectados de sangre en la minita más baratieri del salón. Martínez ironizó muerto de la risa: "¿Querís darle una puñalada de carne a esa diosa?". El Vampiro respondió al vuelo: "La necesidad tiene cara de hereje, viejito". A renglón seguido el "Cabezón" Díaz puso el grito en el cielo ante el cobro leonino de una asilada reguleque.
Dirían las malas lenguas que la remolienda habría de durar hasta altas horas de la madrugada, como Dios manda, pero se pisaron la huasca porque cuando los miembros del grupo ya estaban en calidad de bulto se encendieron las alarmas, al verse envueltos en un confuso incidente. Un sapo -luego se comprobó que era pagado por el alto mando- dateó a los tiras, los que tomaron cartas en el asunto e hicieron su ingreso a sangre de pato, acompañados ni más ni menos que por la Comisión, con bombos y platillos. Se los llevaron a todos a la casa del jabonero por posesión de cuatro gramos de la yerba que hace reír, y por ofensas a la moral y a las buenas costumbres, ya que tres de ellos fueron sorprendidos bailando en calzoncillos; a saber, los colegas Carloncho, Canelo y el borracho consuetudinario del Vampiro, transformado este último en el alma de la fiesta. A pesar de que se jugaron el todo por el todo y de que Vega amenazó con hacer valer su credencial, quedaron con los crespos hechos y aunque hicieron de tripas corazón les salió el tiro por la culata. Cuento corto: al final del día sufrieron un fracaso estrepitoso, pero la sacaron barata gracias a una gestión providencial de la vieja decrépita de La Regenta, quien, al darse cuenta de que la situación escalaba a cotas impensadas, sin previo aviso ingresó como un celaje, acusó que el allanamiento era un chivo expiatorio para desprestigiar a la prensa, tiró a la mesa viejos favores recibidos por los señores de la ley, amenazó con destapar la olla y en menos que canta un gallo los dejó libres de polvo y paja, evitando que la denuncia pasara a mayores. Ironías del destino: la multa les salió un moco de pavo y la pagaron religiosamente. 
Salieron de la capacha entre gallos y medianoche. Aunque la calle era una boca de lobo, al rato ya entonaban a los cuatro vientos el Himno al estudiante, con voces estentóreas. El grupo se disolvía cuando el Caballo Urzúa sintió la imperiosa necesidad de ir a las casitas; a la postre terminó contentándose con el tronco de un plátano oriental. Mientras el Caballo echaba la corta, al colega Vega le salió la del curado que dice la verdad y lo acusó de ignorancia supina. A la mañana siguiente se disculparía diciendo que andaba con el gorila al hombro porque a la salida del calabozo se le borró la película, lo agarró el aire y le bajó un delirio de grandeza. Volviendo a la escena de los hechos, ante tan inesperado ataque a mansalva el Caballo reaccionó a la velocidad del rayo y le tiró a Vega un combo a la maleta que fue a dar a las nubes. Vega casi liquida la pelea por la vía del cloroformo, ya que le respondió con un gualetazo en l'hocico que dejó al Caballo medio groggy. "¡Salgamos afuera!", le espetó el Caballo, sin darse cuenta de que ya estaban afuera. El colega Martínez aprovechó el envión para acusar al Vampiro de arreglarse los bigotes con los mandamases de la empresa; el Vampiro contraatacó donde más duele, afirmando sin pruebas al canto que "al Martínez se le queda la patita". Si no ardió Troya fue por la salomónica intervención de Carloncho, referee de la noche. "¡Paren de huevear, que parecen cabros chicos! ¡Desen la mano (sic) y aquí no ha pasado nada!", les ordenó y todos los colegas acataron como mansos corderitos.
Eso es lo fundamental de este cuento. El resto es música.
Y nada.
Cambiando radicalmente de tema, el Bardo de Avon y el Manco de Lepanto, quienes debieron conocer sin asomo de duda el dicho de su contemporáneo Francisco de Sales, patrón de los periodistas, de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, jamás imaginaron la de lugares comunes y aforismos del año de la cocoa que habrían de utilizar ciertos reporteros, noteros de matinales, locutores deportivos e informadores de cancha para contar sus historias. ¡Cómo se revolcarían en su tumba si alguien se los soplara al oído!



jueves, agosto 16, 2018

Ironías del destino

De joven
Fui de izquierda
Soñé con habitar una pocilga
Alejado de los bienes materiales
Desprecié el futuro
Vivía para amar
De viejo
Soy de centroderecha
Dueño de una espléndida casa
Vivo ahorrando plata
Pienso en puras desgracias
Amo para callado, como que me avergonzara amar

martes, agosto 07, 2018

Miedo a la vida

La charla menguaba; decidimos pedir la cuenta. Mis últimas palabras viraron hacia el asunto existencial. A mi amigo le brotó la voz con una especie de urgencia y declaró, ¿sabes?, ya no le tengo miedo a la muerte.
La frase venía, según propia confesión, de alguien que vivió bajo esa espada de Damocles. Luego de que se le detectara una grave enfermedad, hoy relativamente bajo control, había aprendido sin darse cuenta la lección.
Cada día que pasa es un regalo; eso no lo dijo él, lo pensé yo. Durante la semana había leído una nota sobre el alzhéimer que afecta a un famoso personaje de la TV y le admití que dicha lectura me despertó miedo, eso dije, aunque debí decir preocupación. Por qué, me preguntó, porque me quedan relatos por escribir y debo apresurarme antes de que la lotería de la vida coarte, o derechamente acabe, con mis capacidades.
Salimos del café y prometimos vernos pronto.
(Anticipas dramas, muerte
posibilidades en el espesor de la noche turbulenta
Amanece tu corazón agitado
todo es una suma de peligros, debes enfrentarlos
no se te ocurra esconder la cabeza como el avestruz
Así las cosas pasan entre líneas
Al atardecer buscas refugio en el alcohol
y algo consigues
la serenidad de la tarde cubre el riesgo
el calor del hogar
la música clásica
reconcilian a tu espíritu con el cosmos
y entras a la cama sigiloso
sumando recuerdos amenazas posibilidades).
Vuelvo a mis últimos días, en los que he rezado por uno de mis seres queridos. Postrado ante la Virgen del Carmen, ella me mira con sus ojos de vidrio entrecerrados y su carita de yeso se me torna humana. Su silencio me habla. Me dice: oigo tus ruegos.

martes, junio 12, 2018

El tren

-¿Dice que el tren partió de la Estación Central a las 20 horas y 10 minutos?
-Sí.
-¿Y que a usted le pareció que diez segundos después de partir, el tren se detenía en el andén?
-Así es.
-¿Y que nuevamente partió y casi de inmediato se volvió a detener?
-Sí.
-De modo que, según su percepción, el tren se detuvo dos veces entre las 20 horas y 10 minutos y las 20 horas con, digamos como máximo, 11 minutos.
-Esa fue mi percepción.
-Y sin embargo, ese escaso minuto transcurrido, durante el cual el tren se detuvo dos veces, equivalió para usted a varias horas, sin que el tren se haya movido más que unos 500 metros.
-Sí.
-Lo afirma porque de pronto se dio cuenta de que cuando partió por segunda vez y se detuvo casi de inmediato, usted había llegado a la ciudad de Victoria, su destino normal tras nueve horas de viaje.
-Eso es lo que le acabo de decir y eso es lo que no puedo entender, pero fue así.
-El crimen de su vecina se cometió en ese lapso.
-Sí, señor Dinen. Yo descubrí su cuerpo ensangrentado sobre su cama y di aviso a la policía.
Pil Dinen le dirigió una mirada serena, profunda y oscura a su cliente. Este esperaba que el detective le dijera algo que lo ayudara a comprender el misterio. Pero Dinen rompió el silencio con una orden insólita:
-Queda usted detenido.
El cliente, un hombre entrado en años, de apariencia modesta, estiró el cuello y su primera reacción fue entregarse a la justicia, pero al mismo tiempo le echó un vistazo a la puerta de salida, a su espalda, de manera inconsciente. Dinen lo observaba desde su sillón, sin mover un músculo. El hombre tragó saliva y le argumentó que no podía detenerlo porque era un detective privado y los detectives privados no detienen; a lo más investigan. Enseguida le hizo ver lo ilógico de apresar a quien lo había contratado para resolver el crimen. Parecía absurdo que el cliente pasara a ser no sólo el autor, sino la víctima de su propia iniciativa. A Dinen le resbalaban esos argumentos, de tal forma que por primera vez esbozó una sonrisa, nada de tranquilizadora para su interlocutor, antes de reiterar la orden.
-Queda usted inmediatamente detenido.
Llevado a ese punto, el cliente reparó en que no andaba con la ropa apropiada para pasar una temporada en la cárcel. Mientras pensaba en lo fácil que es entrar y lo difícil que es salir, cuestiones como el cepillo y la pasta de dientes, el pago de las cuentas y la visita al supermercado, que había dejado para el fin de semana próximo, pasaron a adquirir una importancia desmedida. En cuanto a su automóvil, por ejemplo, aquella máquina que era casi su razón de ser y en cuya brillante carrocería se miraba todas las mañanas como si estuviera ante el espejo, ¿quién se lo apropiaría una vez que estuviera tras las rejas?
Hizo un nuevo cálculo mental: uno de los dos era el más fuerte y no era él. No es que Dinen constituyese una exposición de músculos, sino que él se hallaba fuera de forma, tras años de entrega a una vida sedentaria. Descartó así la fuga por sorpresa; además no solucionaba nada: si la conclusión del detective era cierta, tarde o temprano terminaría por caer a la cárcel. ¿Darle un dinero extra al investigador para que guardara silencio? Dinen no se prestaría para esa bajeza. En fin, concluyó con pesar, en la lucha del individuo frente a la Policía existe el mito de la derrota del individuo.
Las ideas se le iban revolviendo en la cabeza, mientras le brotaban nuevas emociones. Dinen le empezaba a causar fastidio... y un inexplicable desasosiego.
-¿De qué me está acusando, señor Dinen?
En los hechos no estaba preso. Terán se daba por derrotado antes de tiempo o utilizaba un recurso femenil. Continuaba sentado y en sus muñecas no había esposas. No había dos gendarmes a su lado; en la calle, que se supiera, no permanecía furgón alguno aguardando a un criminal. Sin embargo, sí estaba detenido. Por el crimen misterioso e imposible de su vecina mientras él viajaba en tren, o parecía que aún viajaba en tren.
Pil Dinen revolvió unos naipes, como acostumbraba a hacer. Calculó que a su cliente le habían bastado unas horas para que su vida se derrumbara.
-Estimado señor, por el aprecio que mi superior siempre le ha tenido, le informaré que su caso contiene tres misterios, y los tres han sido develados.
El cliente quedó sin habla. Ignoraba que Dinen tuviera un jefe. Tras un incómodo silencio se atrevió a preguntar:
-¿Cuáles, señor Dinen?
Dinen no abrió la boca, pero pensó: el misterio del tren que avanza y no corre, el misterio de las nueve horas que le pasan por la ventanilla mientras comete un crimen del que tarde o temprano será acusado, y el misterio... el misterio...
Lo había olvidado momentáneamente. Solía quedar con la mente en blanco, de allí su silencio. Y de allí también esos raros signos que ahora escribía en su libreta.
-Señor Dinen, ¿me podría aclarar esos misterios? Le estoy... pagando... y harto me costó juntar el dinero -se atrevió a decir.
-Cállese. Está detenido.
El tercer misterio era el más grande de todos: el convencimiento de su inocencia al que se aferra un ser cuando se ve acosado por la sociedad. Cuántos crímenes se habían cometido en la historia de la humanidad escudados por esa creencia. Por algún motivo ese misterio se le había escondido entre las bambalinas de su mente. Ahora que lo había recordado sintió una amargura en la garganta.
El cliente se levantó y caminó a la salida. "Debo acudir esta misma tarde a un especialista, para que me diga qué pasó en esas nueve horas que para mí fueron segundos", pensó mientras el ascensor descendía. Al llegar al primer piso las puertas se le abrieron; enfiló por el pasillo hacia la calle, mas se halló de nuevo ante el nombre de Pil Dinen sobre el cristal labrado de la puerta. Estaba en el piso 17.
-Lléveme al doctor, me encuentro muy mal -dijo.
El hombre que le abrió, que no era Dinen, le respondió:
-El señor Dinen ya se retiró. Pero me encargó que le recordara que usted está detenido, señor... Pase, por favor.
-Gracias... ¿qué... hora... es?
-Son las siete de la tarde y cuarto -le respondió, con esa imperfección en el hablar y una voz carente de sentimientos. El cliente parecía un fantasma a su lado. No acertaba a explicarse que hubiesen transcurrido cuarenta minutos entre el momento en que salió de la oficina de Dinen y el momento en que volvió, sin saber cómo. Mientras aguardaba lo que pudiese venir le pidió a su custodio la guía de teléfonos. Debía consultar a un especialista.
Cinco minutos más tarde un hipnotizador tocó a la puerta y preguntó por él. El hombre de voz carente de sentimientos lo hizo pasar. Al cliente le pareció imposible que el hipnotizador se hubiese desplazado de un extremo a otro de Santiago en tan corto tiempo. La guía de teléfonos no podía mentir en cuanto a la ubicación de su consulta.
-A menos que haya venido en helicóptero -le corrigió el hipnotizador, sonriendo.
-Sí, es verdad -aceptó el cliente, pero entonces su mente le planteó un nuevo dilema: ¿había helipuerto en el edificio de Pil Dinen?
-No, pero eso qué importa -le respondió el hipnotizador.
Me está leyendo el pensamiento, pensó el cliente. Ese es mi oficio, le habló el hipnotizador.
Antes de pedirle al especialista que diera inicio a la sesión le surgieron dudas sobre la materia a la que debían circunscribirse. Había agregado problemas nuevos en su vida, tal vez más graves que el crimen mismo. El hombre le había confirmado que el edificio no disponía de helipuerto, de modo que el supuesto helicóptero no podía aterrizar en el edificio. El hipnotizador no pudo entonces volar en helicóptero. Aun así, había tardado sólo cinco minutos en llegar. Encima, le estaba leyendo el pensamiento.
Una pequeña luz le surgió en su afiebrada mente: ¿qué constancia tenía de que las cosas podían ser como las vivía y se las imaginaba, en circunstancias de que su historia se hallaba en manos del narrador?
"Me quiere enloquecer, el narrador me quiere enloquecer", pensó.
-No creo que sea así. El señor Dinen me asegura que el narrador lo tiene en alta estima -lo consoló el especialista. Sus palabras lo tranquilizaron, aunque de acuerdo al giro que tomaba la historia, no había razón para que causaran dicho efecto. De todos modos, pensó, no siendo ni él ni el hipnotizador dueños de sus vidas, la angustia ante el destino flaqueaba. Su problema, su caso, a lo más devendría en un pedazo de papel que el tiempo tornaría amarillento.
-Así me gusta -le dijo el especialista.
-Hipnotíceme. A ver qué sale de esto.
La habitación, a media luz, se inundó de suave música mientras el hipnotizador le hablaba a su paciente con voz melosa. El cliente se durmió. El hombre carente de sentimientos que los acompañaba se desplomó de su silla y cayó al piso. El especialista vio entrar a Dinen a hurtadillas y le ordenó al cliente obedecer a la voz que le hablaría de allí en adelante. Pil Dinen tomó el lugar del especialista.  
-Está a bordo del tren...
-Estoy a bordo del tren...
-El tren parte y se detiene...
-Parte y se detiene...
-Dígame dónde está ahora.
-En mi casa de Victoria.
-Cuánto demoró el viaje.
-Un suspiro.
-Qué ve en sus manos.
-Sangre.
-De dónde salió esa sangre.
-De la casa de mi vecina.
-Dónde está ahora.
-En la casa de mi vecina. 
-Qué le pasa a su vecina.
-Está sangrando en la cama.
-¿Está vestida?
-Está desnuda.
-Dónde está ahora.
-Me estoy lavando las manos en el baño de mi casa.
-¿Lo vio alguien?
-Estoy solo.
(El especialista se acercó a Dinen y le susurró al oído).
-Lo esperan en el bar de la esquina.
Dinen dejó a su cliente en manos del especialista y abandonó la oficina. Ya sabía lo que tenía que saber. El especialista completó la sesión.
-Ahora despertará y no recordará nada. Despierte.
El cliente abrió los ojos; en la habitación el especialista atendía al hombre de la voz carente de sentimientos, que seguía tumbado en el piso. El cliente aprovechó la ocasión para escapar. Abrió la puerta muy despacio y caminó por el pasillo hacia el ascensor. De lejos vio un cartel que decía "En reparación"; usó la escalera. "No lo logrará, no lo logrará", pensó y corrió frenéticamente, sudando de cansancio y de angustia. Llegó por fin a la salida. Empujó la puerta y entró.
-El nervio lo come, mi amigo. Vamos, siéntese -le sugirió el especialista, con una especie de provinciana gentileza.
-Es verdad, tiene razón. Soy un hombre destruido.
Así pensaba el cliente, según le iba leyendo el pensamiento el especialista.
"Soy un hombre destruido, el narrador me tiene en sus manos y el hipnotizador me lee el pensamiento. Se ha cometido un crimen, quieren hacerme creer que maté a mi vecina y estoy virtualmente detenido. Cada acción que intento iniciar para modificar mi destino me lleva hacia el despeñadero. La vida me pasa por la ventanilla del tren y no logro recordar lo que sucedió durante ese tiempo. En vez de ayudarme, Pil Dinen se convierte en mi enemigo. Nadie parece tener los sentimientos que yo tengo, nadie siente lo mismo que yo en el instante en que yo siento, de modo que nadie me entiende. Dinen se dedica a resolver casos insólitos; el especialista está atado a su oficio. Mi vecina... ¿la violenté? Un crimen así de brutal no me cabe en la cabeza, pero ¿lo sabré alguna vez o los días que me restan perdieron sentido? ¿Ha decidido el narrador que mi estrella se apague, con tanta cosa por hacer, tanto proyecto inacabado?"
Sonó el teléfono. Contestó el especialista.
-Es para usted.
El cliente tomó el teléfono. Era Dinen.
-Estamos analizando su caso con mi superior. A él le caben ciertas dudas, pero personalmente yo le recomiendo que asuma la verdad ocurrida a la ciega vista suya, sentado en un tren que espera por usted
-Pero señor Dinen, infórmele a su superior que el tren no se movía, por favor. 
-Está detenido.
Pil Dinen apagó su teléfono y giró el asiento de la barra en dirección a su acompañante.  
-¿Estás satisfecho, Dinen? 
-Medianamente.
-Yo tengo mis dudas. Por lo que leo, tu cliente no ha confesado que la mató. Hipnotizado, solo te reveló que estuvo en su casa y que la vio desnuda en la cama, sangrando. Luego atravesó a su hogar y se lavó las manos. 
-Él nunca admitirá su crimen. Insiste en que el tren no se movía; me pidió que te lo informara. Casi me atrevo a decir que es un inocente atrapado por su culpa. Más digna de análisis me parece tu retorcida imaginación, que de la nada ha ideado un caso de esta índole.
-Tanto como de la nada...
-¿Me dirás la verdad? Te escucho.
-Hace unos días abordé un tren con destino a mi ciudad natal. Al iniciar el viaje, el tren se detuvo varias veces en el andén, en forma inexplicable. El fastidio que sentí contra la empresa de Ferrocarriles fue grande, pero logré aplacar la rabia ideando el cuento en que te hallas metido. Al personaje le desfila el tiempo ante la ventanilla de un tren sin que se percate, como si ese tiempo no existiera. Durante ese lapso se comete un crimen frente a su hogar, a cientos de kilómetros de distancia. Se supone que algo lo angustia, eso el cuento no lo dice, porque la historia parte cuando el hombre te contrata para aclarar los hechos y tú lo culpas a él. Mi intención es que más allá de una metafísica de principiantes el tema encierre un misterio criminal que solo pueda ser solucionado por tu perspicacia. Aún no logro dar con el final, pero como has visto, la solución ha sido bastante fácil, típica de los relatos policiales.  
Dinen guardó silencio un momento y luego continuó.
-¿Sabes? Es penoso que lo diga, pero te estoy perdiendo el respeto.
En el bar había pocas personas. El único que hablaba era Dinen.
-Ya en el segundo cuento me relegaste a personaje de segunda categoría, aunque eso fue comprensible, porque el tema debía centrarse en la persona de un cartero y no en la mía, como sucedió con el caso de las patentes 7777. Hace pocos meses escribiste acerca de un cíclope que se enamora de la Luna, metáfora bastante burda acerca del amor y la procreación. Allí me hiciste pasar por un imbécil; para cualquier lector atento hice el ridículo. En otros relatos aparezco de entrada y salida. Todo eso lo acepto, pero esto rebasa los límites.
-No lo veo de esa forma, Dinen. Estamos dando a luz tu postrer cuento fantástico.
-Descabellado, querrás decir.
-Puede ser fantástico y descabellado.
-Una vez más te equivocas. Te haces pasar por zorro viejo pero a mí no me puedes ocultar la candidez de tu pensamiento, de tu alma, de ese conjunto que te convierte en un ser humano. Perdóname la franqueza. Y conste que lo digo con envidia. Soy un casi-humano como tantos de este libro. Pero ya quisiera ser persona, como tú.
-No te entiendo.
-¡Te estás comportando como un niño!, estás abusando de nosotros debido quizás a qué situación personal. A mi cliente lo has acorralado, lo has dividido en dos. Me ordenas que lo detenga por un crimen alegórico, le haces perder toda noción de tiempo y espacio y le creas alteraciones de tipo esquizoide. Ese hombre está a punto de arrojarse por la ventana.
-No es lo que pienso hacer con él.
-¿Y qué me dices del hombre que aparece en mi oficina?: lo retratas como a un inepto, "una voz carente de sentimientos". Ni siquiera le pones nombre; nadie más que yo lleva nombre en esta historia. Ni tú llevas nombre. Eso es una niñería, una falta de educación.
-Quise alivianar el relato...
-Para alivianar un relato antes hay que densificarlo. Disculpas puede haber muchas, pero eso no te salva. Has desaprovechado un caso interesante, todo un desafío para un verdadero escritor de cuentos policiales. 
El narrador rompió su silencio:
-Estoy en problemas, Dinen. La verdad es que no te cité por eso. Este cuento me tiene sin cuidado.
-¿Qué dices?
-Se me acaba el tiempo, los años se me han venido encima. Debo hincarle el diente de una vez por todas a una novela que vengo fraguando desde hace cuatro décadas, aquella que comienza con un hombre sentado a la orilla de un lago. 
-Escribe la novela. No veo la crisis.
-Lo que me intranquiliza es que he postergado esta decisión porque tengo miedo. Cada día que pasa el argumento va cediendo en consistencia; se me desdibuja, pierde la fuerza que tuvo en mi juventud. A mi pesar, acabé por comprender que al joven todo lo suyo le parece original. Ahora miro las bibliotecas llenas de libros, uno al lado del otro producto de meses, años de sudor; y qué hay dentro de ellos, palabras, artilugios, vanidades, malabarismos, alardes revolucionarios, conformismo, y cómo lucen, lucen vestidos con trajes marchitos, pasados de moda o con prendas relucientes, recién salidas de las manos del joyero y la modista, en medio de un carnaval de estrenos que semana a semana pechan por un sitio en los anaqueles, ante la serena indiferencia del lector. Lo que me intranquiliza es que después de escribirla, escribirla con esa ambición de estantería, de penosa vanidad, mi tiempo restante consistirá en mirar por la ventana, sentarme en una plaza, leer libros escritos por otros en mi café del barrio.
-Lo mejor que te podría ocurrir es vivir la vida. En cambio yo... para ninguno de tus lectores resultará dificultoso inferir que mi singular personaje se halla próximo a ser relegado a un cajón de escritorio.
-Así es, Dinen, me apena confirmártelo. 
Dinen miró al piso. El narrador atisbó en esa mente fría y algo decadente un dejo de humanidad.
-¿Puedo tratarte por tu nombre? -preguntó.
-Cómo no.
-Haré gala de mis habilidades, Sergio. Resolveré el caso que sin querer me has propuesto aquí en el bar y que de antemano nos condena, y lo haré de tal modo que tú vivirás y yo no dejaré de vivir, porque bien sabes que los personajes de ficción también poseen el instinto animal de la supervivencia.
-Pil Dinen resuelve dos casos el mismo día... qué tal.
-Préstame atención: tú ya no serás más mi jefe. De ahora en adelante mi jefe será aquel que llamaste "mi cliente".
-¡Tu cliente! ¡Un personaje, dueño de otro! 
-Déjate de ironías, no nos veamos la suerte entre gitanos. Tú lo conoces, es tu amigo, mi cliente está inspirado en él. Él mismo te ha revelado que escribe, te ha mostrado sus bosquejos literarios y tú le has dado alas. Alguna vez te testimonió su admiración por el personaje que represento y te solicitó contar con mi participación, en calidad de préstamo, en los relatos que estaban naciendo de su pluma. Ese día te desprendiste de mí, ¡ese día le regalaste Pil Dinen a otro autor! 
-Sí... recuerdo que le hice esa oferta.
-¡Menudo desprendimiento!
-Conque te mudas, conque haces las maletas. ¿Qué piensas hacer? ¿Cambiará tu personalidad? 
-Ese será un asunto entre mi cliente y yo. Mi misión, si él la asume como propia, será ofrecerme de inspiración para sus noches lluviosas, para aquellos momentos en que los amigos brillan por su ausencia. Comeré de su comida, beberé de su vino y resolveré los mejores casos que broten de su mente. Espero que esa vida me torne más sencillo y cariñoso de lo que he sido contigo.
-¡Caso cerrado!
Daban las once de la noche cuando el narrador salió del bar. Caminó por una avenida adornada de frondosos árboles, una calle amable, silenciosa, iluminada; caminaba inmerso en una nube de pensamientos turbios, confusos. No terminaba por convencerlo el final de la historia. Dinen había hablado demasiado y tras entrar en confianza se había salido de su papel de detective parco, austero, de pocas palabras, probando suerte en el terreno de la retórica con resultados que a él, al narrador, no lo dejaban satisfecho. Borges no haría algo así, pensaba, desalentado, él no caería en ese juego. En el camino detectó otra inconsistencia. Dinen resuelve en el bar un nuevo caso que los involucra a ambos; sin embargo solamente él inicia una nueva vida en manos de su nuevo jefe. ¿Qué problema le ha resuelto al narrador? ¿El narrador vivirá mejor de allí en adelante? Nada en el cuento lo sugiere. El narrador viviría supuestamente mejor, viviría de verdad, una vez que haya producido su última obra. Solo entonces se podría decir de él que disfrutaría del mundo real, no del que ha construido su mente, de modo que eso no guarda relación con el regalo de Pil Dinen a su amigo. Por otro lado, qué le asegura que su amigo cumpla su palabra y haga suyo a Pil Dinen. Alguna vez su amigo le dio a leer el comienzo de una historia basada en sus años de juventud. Eran unas pocas páginas; la historia quedó trunca. Su amigo, una persona cariñosa, sigilosa, cercana a lo indescifrable; un confesado admirador de su vecina, a la que colma de atenciones, sin atreverse a dar el paso decisivo, frontal; su amigo, dueño de una pasión silenciosa, voyerista, no poseía vocación de escritor. Dinen estaba condenado al olvido.
Las cosas no cuadraban. Debía sentarse ante el computador apenas entrara a su hogar. Necesitaba pulir la lógica interna del relato, necesitaba algo redondo.
De modo que esto ha sido lo que acabo de construir. Una nueva historia de Pil Dinen basada en la brusca detención de un tren, absurda y retorcida como las anteriores, en la cual no se vislumbra ni una sola gota de humanidad. Una historia pretenciosa que no hace ni reír ni llorar ni reflexionar, una historia dentro de la cual mi alma trata de ocultarse detrás de la máscara del narrador, como si aquello me absolviera. 
¿Y qué hacen los personajes? Sufren. Reclaman. Cada uno aporta su propio sufrimiento, su reclamo. El cliente se le queja a Pil Dinen, Pil Dinen le reclama al narrador, el narrador se sumerge en narcisistas tormentos creativos; el hipnotizador y el otro personaje que se cae al suelo pasan sin pena ni gloria. ¿Qué deja este tren? ¿A quién quiero engañar? 
Alguna vez, años atrás, me emocioné hasta las lágrimas al tomar conciencia de las caricaturas que salían de mi mente. Mis compañeros pensaron que montaba una obra cómica, que lloraba lágrimas de cocodrilo, no les cabía en la cabeza que alguien derramara lágrimas por caricaturas ridículas. Pero no me estaba haciendo, eran lágrimas genuinas que me brotaron de repente, por alguna situación que no recuerdo, probablemente porque me vi disminuido ante ellos, reducido a la figura de un pobre gusano. Fue parecido al llanto en que rompí la noche en que me bautizaron en el internado de la escuela normal Abelardo Núñez, cuando de pronto mis compañeros de pieza, confabulados, me agarraron a patadas y a colchonazos en la cabeza hasta que fui a dar al suelo y solté el llanto. Ese día, el de las caricaturas, comprendí que yo, ante mí mismo, me tomaba como una caricatura, me mofaba de mi alma para defenderme de los males del mundo. En esos tiempos ya me hallaba en pleno proceso de construcción de la costra que fue cubriendo mi piel durante veinte, treinta, cuarenta años. El llanto desapareció para siempre y las caricaturas se confundieron con mi personalidad, se integraron a mi ser, pasaron a formar parte del personaje que todos los que me conocen describen de manera similar. 
Está llegando la hora, tarde pero aún esperanzadora, de despedir esos tiempos, romper la costra y volver al pasado remoto. 

jueves, junio 07, 2018

7 de junio de 1971

Un lunes 7 de junio, hace 47 años, la invité a Cartagena y aceptó. Nos fuimos en la micro hasta la Estación Central, nos bajamos y en San Borja tomamos el bus a Cartagena. Eran cerca de las cuatro de la tarde; con suerte llegaríamos a ver la puesta de sol. Una locura, de pies a cabeza.
Contaba con la plata de la mesada semanal, no tanta como para un desarreglo pero sí la suficiente para costear los pasajes.
En el país se vivían los primeros meses de la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular con una especie de euforia o al menos de optimismo, pero eso no duraría mucho.
En Cartagena nos sentamos en una baranda frente al mar y nos dimos un beso. Olas mansas golpeaban la arena, una tras otra, sin majestuosidad alguna. El sol estaba cubierto por las nubes; hacía frío y no había mucho más que hacer. Estábamos solos.
En un momento, le pedí pololeo y aceptó.
Regresamos cerca de las siete de la tarde, llegamos a Santiago de noche, la fui a dejar a su casa en la calle Francisco de Villagra y me devolví al pabellón Jota del pensionado del Pedagógico.
Yo vivía días de desadaptación e incertidumbre en mi carrera; de hecho, dos meses más tarde me retiraría de la universidad. Ella cursaba pedagogía en alemán y ya había pasado los temibles rápidos que debe sortear toda vocación. La mía no era una crisis vocacional, sino, pienso ahora, una crisis existencial. Esa vez abandoné la capital y me fui a enseñar a una escuela de campo; deseaba ser pobre con ansias, vivir poco menos que como san Francisco. Pero el plan se vino al suelo y tres años después, cuando todas las puertas se me habían cerrado, retomé la carrera, que me seguía esperando, y reinicié mi vida. Durante esos años ella siempre fue mi luz, la luz es amor, y nunca me falló.
Nos casamos en 1975; llevamos juntos 42 años y vamos para los 43.
Dejo este sencillo testimonio en mi blog en un día como hoy.

martes, mayo 29, 2018

El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones

Más allá de San Alfonso, ya en los mismos pies de la Cordillera de los Andes, el cielo blanco anticipa lluvia y ensombrece el alma, presagiando desgracias. Levanto la vista desde la berma, la fila interminable de vehículos volviendo a sus hogares, mientras espero que salgan unas empanadas desde el horno de barro.
La tarde del domingo arrastra consigo ese misterio centenario que incuban los domingos. La noche del sábado ha sido la culpable, con sus embustes de vino y brindis y esperanzas.
El puñado de álamos sobrepasa la altura de los cables de la electricidad. Sus ramas peladas, rayas negras que se cruzan sobre el cielo blanco. Hojas amarillas se transfiguran imperceptiblemente sobre la tierra por el solo derecho concedido por la tradición. Las hojas de los castaños frondosos -otra historia, otra tradición- se mecen firmes con el viento tibio. Detrás de los castaños se adivinan dos moles: una casa de piedra y un hostal vacío.
No se puede huir de esa visión, debe conservarse, sin ademanes de arrojo, debe uno atornillarse a ella, resignado, porque los presagios anteceden al cielo blanco, a las ramas peladas y a la casa de piedra. La visión materializa el presagio, lo torna visible a los ojos.
La barca va venciendo el vaivén de las olas en un marco de silencio. Los funerales suelen ser así; los cuerpos caminan desestibados rumbo a la última morada del cadáver, el cortejo avanza, meciéndose a los lados. Las gaviotas rozan alas de sombreros, susurran cantos ignorados y el cielo, siempre blanco, no dice una palabra.
No es la hora de morir aún, pero parece que lo fuera. Me lo advierten los sueños, el paso de las horas. Todo proyecto queda relegado hasta que vuelvan los tiempos leves.
Ser alegre, revivir desconcentrado. Abrirse a la vida como la barca que va venciendo a las olas, pensar en cada ola, olvidar que se es la barca.
El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones.

miércoles, mayo 16, 2018

Ciruelas verdes

Si no estábamos dándole a la pelota de plástico a lo largo y ancho del parrón, lo más probable era que pasáramos los ratos de ocio en el techo, al estilo del barón rampante. En Ibieta había  tres techos, pero los que contaban eran dos. El del frontis de la casa no valía, porque no había forma de subirse a él. Una noche que esperábamos las victorias para viajar a la mala en el soporte trasero vimos caerse al gato de la casa. Estábamos sentados en la vereda, ante la puerta. El gato caminó por el borde del techo, se cayó y se murió. No era viejo, pero se veía que estaba enfermo, andaba quejándose hace rato.
En el tiempo de las brevas arrimábamos la escalera al techo que daba a la casa de los Reyes. A mí todavía no me gustaba la Margarita, eso fue después. La Margarita era la más grande y la Blanca Luz, la más chica. Cuando me gustó la estuve cortejando una semana entera desde la pandereta. Había una huelga del magisterio que duró meses y un viernes le anuncié que al lunes siguiente le iba a decir algo importante, de puro tímido que era, porque había escuchado en la radio que las negociaciones estaban entrando a buen camino. Dicho y hecho: la huelga terminó ese fin de semana, el lunes volvimos todos a clases, se acabaron los cortejos desde la pandereta y con el tiempo se me olvidó que me gustaba. Rodolfo Reyes, que era el papá, tenía una talabartería que se llamaba "El rodeo" y unas tierras en San Fernando.
Era un techo de zinc bastante largo, tanto que el Julio lo usaba para encumbrar volantines. Una tarde corrió de espaldas para que el volantín echara vuelo y siguió de largo. Las vigas del parrón y los troncos retorcidos de las vides no pudieron impedir que se precipitara al piso como un saco de papas, con la mano sujeta al hilo y el volantín hecho tiras entre los racimos maduros del otoño. Aunque suene increíble, no le pasó nada. Años atrás yo me había caído del mismo parrón y desde menor altura y había quedado para la corneta, diez minutos sin conocimiento.
Las brevas brotaban por docenas y copaban la mitad del techo; las enormes hojas oscurecían el último rincón del patio de los Reyes. Con el tiempo la higuera fue arrancada de cuajo y el techo perdió la mitad de su encanto.
El otro techo era cuadrado y cubría el gallinero. Después de una lluvia brotaban gusanos violáceos de la tierra barrosa y las gallinas se los peleaban. Para subirse al techo había que encaramarse al ciruelo; bien entrada la primavera el árbol desbordaba de ciruelas verdes. Ese techo daba a otra casa de Reyes, la de Rogelio Reyes, que era el hermano rico de Rodolfo. No vivía en casa sino en chalet, un chalet silencioso de ventanas cerradas y cortinas corridas, donde sus pocos habitantes no emitían ruido alguno. A él nunca se le vio la cara y cuando falleció no tuve información de que en su honor se haya organizado algún entierro memorable. La propiedad era tan grande que el patio le servía para guardar sus camiones. No contento con la norma había levantado una pandereta de ladrillo tendido de tres metros de alto para separar sus bienes de la casa de la abueli. Cuando nos asomábamos a mirar desde el techo nos ladraban unos perros policiales. Un día unos trabajadores apoyaron un tablón contra la pandereta. Los perros subieron, llegaron al techo y antes de que nos mordieran saltamos al tronco del ciruelo y bajamos rajados.
Otro día me lo pasé comiendo ciruelas verdes casi toda la mañana, estaban ricas. Por la tarde tenía que jugar a la pelota en la cancha Lizana. En los camarines el profesor me puso de siete y jugué todo el partido. Empatamos cero a cero contra la Escuela 3, clásico rival. No estaba triste, pero tampoco alegre; un poco desanimado, se diría. Me vestí y ya me disponía a volver a mi casa cuando me empezó a doler la guata. Los retortijones crecían con el paso de los minutos y llegó un momento en que pensé seriamente en ir al baño que estaba al lado de los camarines, pero el hedor del escusado me quitó las ganas y preferí caminar hasta la casa, craso error.
No había recorrido ni media cuadra por la Alameda cuando empecé a obsesionarme con la imagen de un limpio inodoro instalado en un cómodo baño destinado a mi uso exclusivo. A la segunda cuadra me arrepentí de no haber cagado en el estadio, por último qué importaba que estuviera hediondo o que no hubiera papel, daba lo mismo. A la tercera cuadra la necesidad tomó cara de pánico y eché a correr para llegar pronto, a sabiendas de que aún me faltaba entrar a la calle Bueras para recorrerla de norte a sur, ocho largas cuadras llenas de casas y de transeúntes antes de llegar al cruce de Millán; y de ahí otra cuadra más, atravesando la línea del tren a Sewell, antes de golpear la puerta frente al número 129, mi anhelada casa. Pensaba angustiado en esas cosas cuando se me infló el pantalón corto y me estalló el poto. Al alivio instantáneo del vaciamiento de las tripas se les sumaron el horror y la vergüenza, mientras la mierda me escurría por las piernas. Toda esa larga calle imaginada debería enfrentarla ahora de verdad, con la frente en alto, recibiendo las burlas que ya comenzaba a oír a mi paso. No sería capaz de soportarlo, pero debía ser capaz, de modo que no hallé mejor solución a mi drama que seguir corriendo y echarme a llorar. Mi recuerdo está asociado a las carcajadas de uno o dos grandotes que me señalaban con el dedo. No constituían la ciudad entera, ni siquiera la milésima parte, pero para mí bastaba. Yo, un niño tan serio y educado, era el hazmerreír de Rancagua.
Media cuadra antes de llegar pasé corriendo frente al taller del maestro Vallejos, el zapatero de mirada triste al que acostumbraba a saludar todos los días. Tuve el coraje de gritarle "¡hola, maestrola!", como si le regalara el mismo saludo de siempre. Escuché que me devolvía el saludo; ignoro si se dio cuenta de mi estado. Aunque destrozado por dentro, guardaba las apariencias por fuera, pero mi propio cuerpo me delataba. Llegué a la puerta y golpeé con furia. Quería que la casa me tragara pronto. Mi madre corrió a abrirme y me miró de arriba abajo, aterrada. Luego me confesaría que lo primero que pensó fue que me habían atropellado. Tras reparar en mi verdadero drama me llevó a la tina y me bañó.
Lo que sucedió el resto de ese día se me borró enteramente de la memoria.
Ciertas mentes estúpidas se aprovechan de acontecimientos como estos para verter su odio y airear su despecho. Quien ha sido objeto de esas burlas retrocede en el tiempo, repasa la lección y da vuelta la hoja.

miércoles, mayo 09, 2018

Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida

Eran días densos, cuán lejanos en su espíritu vivificante de los de antaño. Me encomendaba a Dios como nunca antes lo había hecho, con frío método y serena voluntad, rayana en la obsesión, queriendo creer en lo que en el fondo no se cree en lo más mínimo, mientras veía cómo los demás clavaban los ojos en sus celulares, haciendo alarde de una pose altanera, irresponsable ante la hora clave.
Delante mío caminaba el ex Presidente de la República, solitario, abandonado por los suyos, hacia el bosque. Me acerqué y le puse el brazo derecho sobre el hombro; me dieron ganas de contarle quién era yo, pero advertí que no habría resultado ni útil ni provechoso. Frágil, sin el poder de sus años de gloria, aceptó mi abrazo y seguimos juntos al bosque, donde todo atisbo de política sería tragado en breves momentos, como la puesta del sol se traga al día.
Mi hijo me enseñó sus piernas velludas, cubiertas de manchas rojas. Lo noté preocupado y así me lo confirmó, aunque el diagnóstico médico había sido tranquilizador: estaba somatizando las enfermedades de los demás en su propio cuerpo, las estaba haciendo suyas, sin el peligro que ellas implicaban. Su cuerpo era una muestra de que el mundo se había convertido en una gran enfermedad.
¿Qué esperaba el mundo de nosotros? Que yo supiera, nada; éramos nosotros, y solo nosotros, quienes debíamos descubrirle sus falencias, dejándolo al desnudo. Nos cabía un deber de proporciones, que ignorábamos, aunque lo asumíamos como una misión sagrada.
En lo más hondo del bosque, allí donde reinan la oscuridad y la angustia, fuimos testigos del desfile de un coro avasallador. Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida, hermanados en la ciega fe de la locura. Una áspera intuición me ordenó unirme a ellos, ahora estaba solo nuevamente, pero fui rechazado con el helado gesto de la indiferencia; sin embargo me cabía la certeza de no hallarme ante una secta de iniciados, no eran ellos la suma de la inteligencia humana que, como se sabe, es despreciativa. No se trataba de eso, sino de una especie de disolución de la verdad en una especie de líquido anodino: eran simples seres pletóricos de un sentimiento inefable, que traduje erradamente como piedad. Y sin embargo, cuán diferentes, cuán puros y resueltos en comparación a lo que había conocido hasta el momento.
Eran destellos en el bosque; no conseguían alumbrarlo, mas proyectaban imperceptibles sombras, como si el follaje marengo fuese cubierto por un manto de negrura de manera repentina y pasajera.
¿Dónde habitaba allí la bajeza? ¿Qué del dolor, del imperativo de la carne, de la vanidad humanas? ¿Había necesariamente que penetrar en lo más profundo del bosque para toparse cara a cara con el coro eufórico de voces que llevaban al centro de la nada? ¿O acaso no portaban también ellos el germen de la enajenación, al igual que el más común de los mortales?
Yo debía serlo todo, resolví, la depravación y la pureza, pero esta última me llevaba demasiada ventaja, debía retroceder demasiado para aspirar a alcanzarla, eso me enseñaba el fantasma de la redención.

martes, mayo 01, 2018

El colibrí

Un colibrí se esconde en el ramaje antes de suspenderse a libar. Son las siete de la tarde; la noche se vislumbra a la vuelta de la esquina. No parece un buen momento para ganarse la vida, la hora llama al descanso.
Pero tú permaneces confundido entre el ramaje, como un hombre pensando en la disyuntiva que te ofrece el final de la jornada.
Es tarde, hace frío, corre viento, el día fue engañoso, hubo flores, no se te dieron abiertas ni fragantes, te quedaste con hambre y la sed no se calmó.
Se avecina un largo invierno. Aún es tiempo de libar, aun en los bordes del tiempo.
En esa disyuntiva estás, igual que al hombre al que los años  ya le pesan como adobes que cargara en la espalda.
Los primeros segundos habrán de ser los más terribles para los testigos de tu último suspiro; un, dos, tres, el tiempo te irá dejando solo, rígido, verdoso, ausente del entorno.
Dará lo mismo lo que venga, avecilla, siete ocho, nueve, el reloj correrá hacia atrás, rígido su martillazo de piedra, habrá comenzado el olvido.

miércoles, abril 25, 2018

Pato Zapato

Mi zapato nuevo es negro y tiene filigranas en el empeine. Es un zapato clásico, de cuero-cuero, punta redonda, marca Guante, "imitado, jamás igualado", como reza su publicidad. Hace como veinte años o como veintidós años que quería tener unos zapatos Guante. Ahora que lo pienso mejor, exactamente hace veintitrés años. Recuerdo cuando me echaba la plata al bolsillo y partía al centro. Me acercaba a la vitrina, los miraba, veía el precio y me iba a la zapatería de al lado. Ayer finalmente saqué la tarjeta, me los compré y ahora uno cuelga y se columpia junto con mi pierna derecha mientras lo miro, sentado en el sofá.
Antes vivía al tres y al cuatro. Ahora la plata me alcanza para hacer desarreglos como este. Antes el sueldo me lo daban al contado dentro de un sobre; ahora me lo depositan en la cuenta corriente. Antes era irascible e intolerante, impetuoso, besador. Ahora me he puesto más tranquilo y tengo dos nietos que me llaman Tatines.
Me gustan las formas clásicas, conservadoras, aunque me empeñe en demostrar lo contrario. Quería un zapato de marca y ahora lo tengo. Las marcas se le meten a uno en la cabeza cuando ve que alguien cercano, levemente superior, las usa. Había un colega en la oficina que decía que el mejor ahorro se hacía comprando cosas de calidad y que por eso calzaba Guante. ¿Qué será de él?
Es bonito mi zapato, da la sensación de solidez financiera, pero noto que ya no está entre los top ten, noto que hace mucho desempeña un papel secundario en el exclusivo mundo de la horma fina y que los verdaderos ejecutivos compran zapatos ingleses o italianos. He esperado veintitrés años para llegar justo tarde.
Zapato zapato zapato, la palabra se me antoja divertida, seca. Me acuerdo del cuento que me leía mi madre, cuando Gallo Caballo, Oca Bicoca, Pato Zapato y Gallina Fina huyeron al bosque creyendo que el cielo anunciaba ruina. Y los muy tontos, animales al fin, anda que andarás cayeron como chorlitos en la cueva de Vulpeja Vieja.
En mis tiempos, los zapatos tenían que ver con la pubertad; antes de esa edad eran simples objetos que servían para caminar. Hoy el elástico de la sociedad se estiró. La moda y el cine ya no se dictan apuntando a los mayores, ni siquiera a los jóvenes: son los niños y aun los viejos el epicentro del consumismo; a su vez el ingreso al mundo laboral pasó a relacionarse estrechamente con la madurez y llegará el día en que el trabajo humano será recordado con nostalgia. Los niños exigen zapatillas de marca, los ancianos salen a bailar y los grandulones no se marchan de la casa de sus padres ni siquiera ganando buenos sueldos.
A los 11, 12 años, al regresar de clases en el liceo, me detenía religiosamente ante las vitrinas de la zapatería Imperial, ubicada en Bueras con Independencia, esquina sur poniente. Allí se exhibían los zapatos de moda, los que todo adolescente soñaba calzar. Para mí, eran aquellos de color negro o café con un fino borde extra de cuero que corría por los costados y se perdía antes del taco en una diagonal que terminaba en la suela. Es complicado de explicar, pero fácil de entender si se los ve. Ese modelo debía poseer además la cualidad de sonar. “Mamá, quiero unos zapatos que suenen”, solía pedirle, influenciado por las películas de detectives o de espadachines, donde los héroes o villanos hacían retumbar su calzado en estrechos pasillos nocturnos, simple acción que provocaba un raro placer en el espectador. En estricto rigor, lo que yo deseaba eran unos zapatos con taco de suela, aunque mi mamá, siempre cuidadosa con la plata, terminaba comprándomelos con taco de goma, porque duraban más.
El Séper, mi primo, que era más grande, convirtió su sueño, que también era el mío, en realidad. Al tiempo que estudiaba, hacía trabajos menores y más de una vez señaló, ambos frente a la vitrina, que esos son, ahí están los zapatos que me voy a comprar, mientras el vidrio devolvía las imágenes de un adolescente de ojos picarones y de un imberbe de cejas juntas al que sus compañeros apodaban Pelado.
Una de esas frías mañanas, camino al liceo, me los mostró: eran flamantes y sonaban como ninguno. El secreto estribaba en que apenas los compró se los llevó al zapatero para que les instalara un refuerzo metálico en el borde trasero de los tacos. Así evitaba que se gastaran, al tiempo que el golpeteo se redoblaba.
Más tarde llegó la moda de las botas beatle. Había que tener botas beatle y las mías se mandaron a hacer a un zapatero de Santiago que nos recomendó la tía Luchita. Viajamos con el Vitorio, nos tomaron las medidas y 20 días después llegaron los dos pares de botas a la casa. Se veían preciosas, con el elástico negro por los costados, pero presionaban el empeine hasta la desesperación, de tal modo que el placer era ambiguo, mezcla de dicha y tortura.
Andando el tiempo surgió la moda de los pañuelos de seda sintética, bastante al alcance de la mano. Se lucían bajo la camisa, en vez de la corbata, y la combinación ideal los exigía con zapatos de gamuza o mocasines. Un verano viajamos con el Lucho a Santiago, con la expresa misión de hacernos de un par cada uno. Yo estaba obsesionado con  que fueran sin suela y así me los compré en una zapatería de la calle Bandera: blancos y sin suela. Me quedaron flor flai. Antes de volver a Rancagua pasamos al cine Metro y vimos “Los doce del patíbulo”. Me quedó marcada una escena en que Telly Savalas, que representaba a un loco mesiánico, se prenda de una rubia nazi y la acuchilla: estaba siendo testigo del primer asomo de depravación en mi existencia. Días después me puse los mocasines para festejar el año nuevo en la fiesta popular de la Medialuna. Estuve toda la noche junto a la orquesta, mirando deprimido cómo los demás bailaban, y regresé a casa al amanecer, con los pies para la miseria.
Cómo echo de menos esos días, sentado ahora en el sofá, solo en la noche, el plato vacío, la copa vacía, descansando luego de la ardua jornada, mi mujer durmiendo, aburrido de no hacer nada, mirando mi zapato nuevo.

sábado, abril 21, 2018

Este ser

Este ser, presente en toda manifestación de vida en el universo; este ser cuyo cuerpo se degrada y muere. Este ser que late en otros cuerpos, indemne, refulgente. Este ser que ríe de alegría y llora de dolor.
Este ser omnipresente, silencioso. Ajeno a su entorno, negador, egoísta y obsesivo, indiferente, insensible, sólido como el acero en su levedad de perfecta relojería, tenaz, implacable. Este ser que gobierna, se enciende y se apaga sin sufrir, sin cantar, sin amar.
Lo piensan, lo estudian, lo admiran, hay quienes se entregan a él. Tan sencillo como que es; tan inefable como no saber qué es aquello que es.
Corre dentro de mi cuerpo, y cuando mi cuerpo sufre es que me anuncia su partida, su traslado a otras zonas de la tierra. Se anida en mí y yo quisiera ser como él, penetrar en sus entrañas, saliéndome de mí para entrar en él, mas debo apenas convivir, apenas acogerlo con asombro mientras él y yo nos vamos haciendo viejos, construyendo nuestra vida.
Me abro, me expando y pruebo; luego me cierro y me guarezco. Vamos de la mano a tientas.
Dependo de él, y él depende de mí. Pero él es más que yo. Y yo, más que él.

viernes, abril 13, 2018

Una odisea del espacio

Con mis papás y el Vitorio íbamos a Santiago en contadas ocasiones: a visitar familiares, consultar al doctor o pasar una tarde en el Goyescas. Cuando la edad ya lo permitió, me separé de ellos y mis viajes se cubrieron de un barniz cultural. En esos años el género dramático se había puesto de moda y asistir a una obra de la Compañía de los Cuatro en el teatro Petit Rex o del grupo Ictus en la sala La Comedia, junto a mis compañeros de curso, se consideraba un inestimable aporte cultural para los desenchufados estudiantes que éramos entonces, de modo que las visitas eran promovidas por los propios maestros del liceo.
Dichos viajes constituían para nosotros toda una aventura. Subíamos al tren; el Tonyi encendía su primer Lucky sin filtro y lo aspiraba con una triste satisfacción, sin saber realmente dónde residía el placer de fumar, si en la succión, en la retención del humo, en su expulsión acompañada de un leve suspiro o en los anillos voluptuosos que subían hacia el techo del vagón. El Honeyman y el Tatán sacaban sus respectivas cajetillas importadas y yo hacía lo propio con la mía, generalmente Pall Mall largo sin filtro. El Ogaz fumaba cigarrillos mentolados, Nevada o Kool. El Ogaz era hijo de carnicero, oficio que entonces no hacía ni millonaria ni jactanciosa a una familia, pero sí la encumbraba a los peldaños más elevados de la clase media, equivalentes, podría decirse, al empleado de oficina de la Braden.
Al llegar a la Estación Central enfilábamos por desconocidas calles hacia el centro de Santiago, calles rodeadas de altos edificios impregnados de un smog inexistente en nuestra ciudad, que nos provocaba al final del día fuertes dolores de cabeza. En Ahumada bajábamos corriendo los escalones que nos hacían ingresar al fantástico mundo de los flippers, donde gastábamos las pocas fichas que nos permitía la plata que andábamos trayendo; luego comíamos hotdogs con mayonesa y rematábamos en el teatro, que nos recibía con una agradable temperatura calefaccionada. Allí nos transformábamos en boquiabiertos testigos de obras revolucionarias. En una de ellas dos hombres se besaban. Por imperativo del guión, uno de los hermanos Duvauchelle y otro actor que no recuerdo, pudo ser Marcelo Romo, lo hicieron rápida y violentamente, pero cubriendo sus caras con los brazos, porque más que eso hubiese desatado un escándalo en la sala.
Para vislumbrar a través de cualquier escondrijo la revolución que se nos estaba viniendo encima recurríamos a lo que nuestra ciudad nos permitía. Por ejemplo, ver "A esta hora se improvisa" a la hora más indeseada del domingo, aquella en que debíamos estar en cama, esperando el inicio de la nueva semana de clases. Superábamos el sueño porque todo se estaba haciendo de nuevo, el cine, el teatro, la música, la política y la literatura. A la librería Cervantes llegaban con cierto atraso los cuentos de Cortázar, que no se entendían, y las novelas de Vargas Llosa, que asombraban por su desorden estructural. La radio nos traía las creaciones de la segunda etapa de los Beatles, la etapa transgresora que rompía con todo lo establecido en materia musical. Vivíamos la era de los rompecabezas. La democracia ya no valía por sí sola: había que acompañarla de un fusil.
De aquellos brotes apenas entraban a Rancagua ecos en sordina y por eso, para tomarlos de primera mano, había que ir a Santiago, había que ir al cine, al teatro, a las grandes librerías, a la Feria del Disco, sobre todo a las sesiones de la Cámara y el Senado, donde podíamos ver en carne y hueso y a corta distancia a los hombres del momento, los parlamentarios que libraban el preámbulo de la batalla de Chile desde sus curules aterciopelados, ordenando granadina para aclarar las gargantas. Eran los mismos que vociferaban semana a semana en la TV, vestidos de terno, corbata y chaleco.
Por esa misma época el crítico de cine Incinerador se había deshecho en halagos con la película "2001, Odisea del espacio" en su columna dominical del diario "Clarín". Lo menos que escribió fue que se trataba de una obra revolucionaria. El crítico indiscutible había utilizado la palabra del momento, la palabra sagrada, la que abría las puertas del corazón y de la mente, de modo que se consideró una obligación viajar a ver el filme.
Cuando se apagaron las luces y aparecieron las primeras imágenes en la pantalla gigante del Cinerama sentí bruscamente que me hallaba ante lo que había descrito Incinerador, pero multiplicado por cinco, la diferencia entre leer y ser partícipe de algo. Era un prodigio de película y encima su trama apasionante, misteriosa y refulgente era ininteligible. Estábamos ante una obra revolucionaria, inmersos de pronto entre las estrellas, más cerca de ellas que como nunca lo habíamos estado en las oscuras noches rancagüinas.
Lo que más me impresionó fue la luminosidad aséptica que bañaba la nave espacial y la habitación a la que vuelve el astronauta, al final de la película. Acostado en su cama, viejo y arrugado hasta el pavor, esperaba la muerte inmerso en una atmósfera de pulcritud y soledad que se tornaban angustiantes.
Como si hubiese recibido un combo a la maleta, salí del cine abrumado, empequeñecido, con la cabeza inflamada por las imágenes y el smog capitalino. Nunca Santiago -hasta esa noche moderno, quimérico, inabarcable- me pareció tan nimio y descuidado. Sus calles se nos ofrecían sucias, pegajosas. A los edificios les faltaba altura y majestuosidad. Todo era tosco, desordenado, plomizo. Las ampolletas amarillentas de los postes, tenues; las veredas, groseras. La gente, rústica. El conjunto entero carecía de luz e irrealidad.
A bordo del tren me seguía persiguiendo la sensación de que mi espíritu no se debía a nada que lo rodeara. El tren nocturno viajaba de vuelta a Rancagua con su traca traca demoledor. A través del vidrio se insinuaban paisajes desolados, mientras mis amigos fumaban y charlaban con esa voz estentórea propia de los adolescentes. A la altura de San Francisco de Mostazal y ante nuestra estupefacción el Ogaz, en un rapto de frenesí, abrió la ventanilla y lanzó al viento un fajo de billetes que sacó de sus bolsillos. Reía con una risa enloquecida.

miércoles, abril 11, 2018

El caballo que hablaba

El día del compromiso sus padres llegaron puntualmente a mi casa, vestidos como lo exigía la ocasión. Mi madre apareció de la cocina saltando de alegría, lo que consideré una muy buena señal: les caerá bien a todos, me dije. A mi padre no lo divisaba por ningún lado.
Aguardando el trance en la salita de estar
Se veía tan pequeña, con su piso de cemento. La estufa rectangular gris verdosa ubicada en un rincón no lograba calefaccionar el ambiente.
Momento para nosotros dos
Salimos al patio circundado por panderetas de ladrillo, ella y yo. Caminamos por el pasto amarillento, bajo el tibio sol del cielo otoñal. A lo lejos, árboles frondosos. Un momento para nosotros dos, en plena visita de estilo. Las cosas andaban más o menos bien.
El caballo que habla
Traspasado el límite y al tratar de cruzar una acequia por un camino angosto, un caballo de pueblo nos cortó el paso. Era de color negro y se hallaba amarrado a un tronco, de modo que aunque deseaba impedirnos el libre tránsito no podía. Estiraba la cabeza y no le daba para llegar al camino, sin embargo quedaba demasiado cerca y me lo advertía con gestos y palabras. Pudiera ser que me echara una mordida.
El caballo me está hablando, le transmití a ella. Un discurso tranquilo y persistente, revelador de su eventual poderío. De atreverme a cruzar, me atrevía, pero de que lo fuese a hacer era algo muy diferente.
En un momento el caballo se alejó y aproveché para cruzar.
Caminé un buen trecho, sabiendo que me seguiría para darme mi merecido, que fue lo que determinó hacer. Pero al momento crucial cayó atrapado y se echó al suelo.
"Antes de volver, déjame echar una meada", le rogó a su custodio, un campesino de la zona.
Concedida la autorización, el caballo expulsó un chorro de orina, con una mueca de resignación, y se entregó.

jueves, abril 05, 2018

El hombre rutinario

El hombre rutinario ignora que es feliz, pero lo sabe. Cada mañana, al levantarse, se adelanta hasta el detalle en el día que le espera, desde el momento en que aplica la crema de afeitar sobre su cara humedecida por el agua caliente de la llave hasta aquel en que, luego de beber su vaso de whisky, apaga la televisión, se lava los dientes y se mete a la cama. Será un día igual que el anterior y sin embargo comprueba por la noche, mientras hace el recuento, la cabeza presionando la almohada, que no fue lo que imaginó. Ninguno de sus pensamientos, ninguna de sus anticipaciones correspondieron a lo que esperaba de ese día. Aun así, fue un día rutinario, un día más en la rutina de su vida.
El hombre rutinario ignora que es feliz, porque no es feliz. Cada mañana camina a su trabajo con decenas de pensamientos en la mente, que se repiten y estorban la limpieza de su ruta. Junto a él avanza una procesión de autos rutinarios, un conjunto de máquinas vociferantes que se atasca en los semáforos. Adentro de las máquinas se hallan investigadores científicos, enfermeras, asesinos en potencia, mujeres y hombres infieles, aprendices de corredores de la bolsa, jóvenes ansiosas, comunicadores virtuales, quienes viven sus propias pesadillas y sus propias esperanzas, sus propias fantasías. Árboles frondosos acompañan los pasos del hombre rutinario; le transmiten mensajes que no escucha, porque el hombre rutinario solo escucha los mensajes que le transmite su pensamiento. La rutina de su vida nubla la escenografía que le ofrece el mundo; hasta las novedades se le pasan de largo. Las nota, pero no afectan su sentir.
El hombre rutinario ignora que es feliz, y aunque sabe que es feliz, quisiera ser feliz completamente. No le satisface hallarse vivo de por sí. No le satisface que la vida fluya, y él con ella. Aspira a una vida de placeres, a nunca más sufrir, a que nunca sufran quienes lo rodean, y por eso no hace más que oír, prestar oídos, al redoble fantasmal de lejanas campanadas, redobles venidos del fondo de la tierra húmeda.
La rutina del hombre rutinario consiste en enfrentar la última verdad en cada paso.
Y esa es su felicidad.

sábado, marzo 24, 2018

Velada boxeril

Faltando diez segundos, Valenzuela golpeó dos claquetas que sonaron como cachetadas de payaso. Las boxeadoras redoblaron sus golpes, alertadas por el característico estrépito que anunciaba el final del round. Valenzuela, comisario de la velada boxeril, repitió la acción en cada asalto de cada pelea. Fuera de eso siguió los combates con esa frialdad que emana del control interno, el gusto por estar donde se está, el placer frío de la pasión añeja, que ya no brinda sorpresas. Sentado en primera fila, impecable con su vestón de paño azul y su corbata a rayas, era imposible afirmar para quien lo observara a la distancia si disfrutaba de lo que le ofrecía el exterior o al contrario, mortalmente aburrido, se dejaba llevar por vivencias internas, recuerdos, blancos de la mente. Fuera como fuese, con el correr de cada round se iba despertando, a sabiendas de que debía anticipar diez segundos antes el sonido de la campana, haciendo chocar las tablillas. Valenzuela vivía una noche más de boxeo, alejado lo más que podía de las luces y las cámaras de televisión, pero inevitablemente cerca de ellas y de sus eternas polillas, los rostros vestidos de smoking.
El señor Smith cumplía con su misión a metros de Valenzuela, también en primera fila, pero enfrentado a él; separados ambos por una lona que esa noche era resbaladiza, a fe de los comentaristas. Juraba con celo cada round y al final del combate le entregaba al juez su veredicto. La puntuación del señor Smith coincidía con las de los demás jurados, señal de que cumplía su rol con eficacia. No por nada era escogido para jurar. No es que se le debieran favores personales. Por lo demás, qué favores se pagan con el boxeo en Chile. Pocos, por no decir ninguno. Los ilusos que viven pensando en pegarle el palo al gato terminan atrapados por su propia vocación.
El señor Smith tenía sentimientos encontrados con Valenzuela, pues, pensando decididamente que no le debía nada, quizás creía en su fuero interno que le debía algo. Acostumbrado al rol secundario en esta comedia, su juicio se rebelaba contra su hábito y de vez en cuando echaba pericos, pero en voz baja. Ansiaba dar un paso al frente y quedar expuesto ante todos, pero las pocas veces que lo había hecho no supo qué decir. Tal vez era eso lo que repudiaba secretamente en Valenzuela, porque Valenzuela siempre tenía algo que decir, como el experto en generalidades que era.
Yo seguía el combate desde un televisor instalado en el despacho de mi jefe, a esa hora un periodista entre pocos en el diario, disfrutando de un paréntesis en medio del turno.
Terminada la última pelea de la noche, con el resultado esperado, retorné a mis labores. Pero entonces sucedió algo extraño. En medio de las noticias que me iba ofreciendo la computadora volvía a mi mente la amena conversación que había tenido con mi amigo Germán, el corrector de pruebas, una hora antes de sentarme a disfrutar de la velada boxeril por televisión. Años conversando con él y recién ahora venía a reparar en que casi todas sus historias trataban de parientes multimillonarios, novias millonarias, fortunas desechadas, golpes de suerte. Germán, el hombre que había hecho de su vida una rutina de gris serenidad, el hombre nocturno, el hombre atado a la lectura de una página y otra página y otra página, sacaba historias, una tras otra, como Cervantes de su Quijote, y le brillaban los ojos. Su historia y otra más, señor Lamordes, parecía echarme en cara con cada intervención. Qué ingenuo que soy, cavilé, cómo se burlará de mí, creyéndole todo lo que me cuenta, cuántos años sirviendo de acicate a sus fantasías, de estímulo a su poética mente afiebrada que se ríe del mundo, inofensivo caballero sórdido. Me pregunté entonces si el planeta cambiaría ante una evidencia que certificara sus historias. No, no cambiaría: el mundo desfilaba imperturbable a esa hora de la noche ante mis ojos, y no era bueno lo que transmitía.
Mejor que no sean ciertas, me animé, señal de que aún hay esperanza.

jueves, marzo 22, 2018

La llamada que nunca llega

A otros ya les ha llegado, pero a ti no te llega. Carlos Barahona Peralta, box número 6. Francisca Palavicini Monterroso, box número 15. Julio Berríos Cerda, pase a toma de muestras en piso menos 1. Y tú, cuándo; tú, a qué hora.
Sergio Mardones Labra, box número 18.
Adelante, tanto tiempo, cómo se ha sentido, recuéstese, relájese. Bájese los pantalones hasta las rodillas. Suba las rodillas hasta el pecho.
(¡¡¡#!!!)
Mmm... vístase. Está excelente, venga a verme en uno o dos años más, creció apenas un pichintún. Hágase estos exámenes de todas maneras.
Sales, entre alegre y confuso. Caminas hacia el metro sorteando a los vendedores que copan la acera con sus mercancías.
Sigues esperando la llamada que nunca llega.
Mucho has dado, viene ya la hora de recibir, la hora de los homenajes se acerca, la hora de la compasión. Hasta entonces vivirás como el cobarde, que muere mil veces; escrito está que solo en los segundos postreros tomarás conciencia de que el reloj vivía contigo, se hallaba dentro de ti, a cada minuto hacía sonar su insensible campanada, te llamaba, te amaba en su dolor.

domingo, marzo 11, 2018

El perro meando

Se puede ser libre de influencias, libre como los pájaros; eso lleva a una acción poética, candorosa. Así era yo entonces.
La admiración y el amor son fuentes de toda influencia y la creación, que es original, se mueve bajo ese influjo: así me siento ahora.
Hoy, las mareas de los pueblos y la falsa sensación de seguridad han forjado nuevos dioses recubiertos de salud, belleza, bienestar y placer. Los que han quedado afuera pechan por ser beneficiarios de ese sistema; no hay más secreto en esto.
Antes, "en mis tiempos", todo era definitivo, grisáceo. Las cosas eran así porque tenían que ser así, y las alternativas de escape no pasaban de dos o tres, apretujadas entre las vigas maestras del orden, la obediencia y el progreso: la quimera de la universidad, la irrupción de la TV o la ilusión que conduciría al umbral del Hombre Nuevo.
Una de esas tardes, momentos del verano en que el tic tac del reloj marcaba el paso del tiempo en forma severa, pero también despreocupada, ociosa, negligente, ideamos un concurso de dibujo. Estábamos sentados en la mesa del comedor. El comedor daba al ventanal; más allá, la pandereta que marcaba la frontera con la casa de la Lauri y cuyos ladrillos parados soportaban día a día nuestros pelotazos. No hay más que decir sobre el ambiente, la puesta en escena de este fragmento de memoria. Una casa tranquila de Rancagua, una callejuela vacía, cinco primos de corta edad sentados en la mesa, dibujando obras maestras.
Se repartieron las hojas y los lápices, se fijó una hora límite y cada uno de nosotros comenzó a dibujar con ansiedad, desconfianza o apatía, según la real motivación que nos acogiera a esa hora. Para unos -para mí- se trataba de una grave competencia; para otros, de un discreto pasatiempo que mataría una fracción de las horas de ocio.
Calculé con frialdad y confianza que el ganador se definiría entre el Vitorio y yo. El Miguel era muy chico para hacernos competencia, el Julio era un cero a la izquierda en materia de dibujo y el Lucho no mostraba interés alguno en el concurso. Cuando empezamos a dibujar los miraba de reojo y ya disfrutaba de antemano el triunfo. Mi obra consistía en un lago iluminado por la luna. A cada lado de la luna había un álamo que recibía un leve baño de luz en su contorno interior, mientras desde la base de los troncos nacían sombras oblicuas que morían en el leve oleaje de las aguas. Era un bonito dibujo hecho con lápiz Faber número 2, con mucho negro, un estilo que se me había pegado ese verano por culpa de un pequeño cuadro que colgaba en la pared, un cuadrito que era más marco que cuadro y que se había dejado caer por la casa de las manos de mi papá o mi mamá. Por esos días no se me ocurrían muchos motivos para mis dibujos; confieso que hasta hoy cargo ese peso. Alguna vez mi papá me sugirió para la clase de artes plásticas que hiciera un par de brazos encadenados que salían de un campo en el momento en que los brazos rompían las cadenas. Lo encontré genial y pensé: por qué esas cosas no se me ocurren a mí. Cosa diferente sucedía, sin embargo, cuando los dibujos se sumaban unos con otros. Entonces llenaba cuadernos y cuadernos de historietas de fútbol, jovencitos del Oeste, épica del tiempo de los griegos, guerras espaciales, detectives o carreras de autos. Cuánto lamento que hayan terminado todos, sin excepción, en el camión de la basura.
Al llegar el momento de enseñar los dibujos me sentí ganador por adelantado. El Lucho, el Julio y el Miguel presentaron pobres creaciones y el Vitorio decidió reírse del concurso y dibujó un perro meando. Mas a la hora de la votación me llevé una sorpresa: el perro meando ganó por tres votos contra dos. Se examinaron los votos: los del Lucho, el Julio y el Vitorio, por el perro meando; los del Miguel y el mío, por la luna y el lago. Elevé una ferviente protesta, haciendo ver que el dibujo del Vitorio ridiculizaba lo que se daba por entendido, un concurso serio. El Lucho y el Julio argumentaron que el tema era original y divertido. El Vitorio se reía, dejando la defensa del perro a sus votantes. Les mostré los detalles de la obra: un perro mal hecho por detrás, con una pata levantada haciendo pichí. Para colmo el cuerpo del perro estaba ladeado y no había fondo alguno, ni texturas. Lo comparé con el mío y noté que se producía un momento de confusión, que aproveché para proponer que votáramos de nuevo. Se aceptó la propuesta, se votó, se contaron los votos y esta vez, el lago nocturno ganó por tres votos a dos al perro meando.
Dejamos los dibujos sobre la mesa y salimos a jugar a la pelota.
¿Por qué esa simple anécdota se me pegó a la memoria? Tal vez mi testimonio sea una forma de expiación, tal vez trate del poder de las influencias, del canon artístico, de la revolución o la vanidad humana. Le doy vueltas al asunto; confieso que no me satisface ninguna conjetura.

jueves, diciembre 28, 2017

Minutos difusos

Pasado el mediodía aún no se podía desprender del sueño, demasiado vívido, que lo había despertado en medio de la noche con una desacostumbrada alegría. Buscaba la señal consagratoria que le diera sentido, pero no aparecía. Y sin embargo le seguía cabiendo la certeza de que hubo una ducha cuya agua caliente caía sobre la tabla del piso, una cama donde se manifestó el encuentro, a metros de la habitación de sus padres; una foto que le dejó de recuerdo. En suma, una conexión nocturna, un intercambio de ansias a través del velado mundo onírico.
Yacían ambos en silencio; él sintiendo la sensualidad chocante del amor físico, con sus pelos y humedades; ella dejándose amar.
"Ahora puedo morir feliz", le dijo entonces. Ella le dio a entender que nada se había completado, que la situación no era como para cantar victoria. En los difusos segundos posteriores las cosas se aclararon, el problema fue resuelto y con esa sensación abrió los ojos.

miércoles, diciembre 20, 2017

Dos poetas, el tercer hombre y un café de domingo

Escribir un cuento sobre dos poetas: uno genial en su vida diaria y en su obra y otro pedestre en las mesas redondas y brillante en sus libros. Unirlo al relato del hombre preso de sus ideas machistas, acorralado por los cambios de la sociedad, que no le permiten expresarse como siente, desea y piensa. Uno de los dos poetas necesariamente debe ser extravertido, histriónico, bocón; el otro, silencioso, observador, acomplejado. El tercer hombre no es la síntesis de ambos, sino un personaje desplazado a la vera del camino por la máquina del tiempo. Los poetas le cantan. Uno lo condena con metáforas punzantes, el otro lo hiere con versos decadentes; los dos envidian su violencia reprimida, la violencia del hombre de los primeros estadios de la infancia.
-Huguito, no te lo puedo explicar con palabras. Deberías imitar, seguir mis gestos -le decía su padre con sus ojos y con su forma de andar.
Así empezarían a definirse los rasgos del tercer hombre.
Era Nochebuena y se hallaba solo. Siempre la noche del 24 de diciembre fue la más hermosa para él, la única en todo el año en que su familia olvidaba las diferencias alrededor de una mesa generosa en manjares y licores, la única en que se leían versículos del Nuevo Testamento y se ofrecía el primer brindis a los que ya no estaban entre ellos. Enseguida se hablaba y se discutía a destajo, con alegría. Pero esa noche se hallaba solo y más que lamentarlo, vivía ese momento como novedad; es decir, con los sentidos despiertos. Estaba a punto de estallar en una hoja en blanco.
Así continuaría. El poeta doble.
Tengo demasiada facilidad para amar; debo contenerme. También odio, menos. Más bien me irrito, me dejo vencer por la irascibilidad. No sé hablar, no sé qué decir; amo y odio en silencio desde que tengo uso de razón, separado del mundo, en comunicación conmigo mismo. Así no me enseñaron, pero algo me marcó.
Eso diría el poeta acomplejado.
Viene un día de calor agobiante. Bajo el ciruelo que le da sombra a la terraza del local, un vaso grande de agua con hielo atenúa la amargura del café. En la mesa de atrás, dos mendocinas hablan con una decisión y una naturalidad que dan envidia. Si cierro los ojos veo a la derecha de mi campo visual una pequeña E invertida pintada de verde neón; si los abro, mi reflejo sombrío en la ventana del  café. Conversan, sin ansiedad, de la noche de Año Nuevo, una de ellas desea ver los fuegos artificiales, que no los disfruta hace trece años. Hacen planes, divagan, se dejan llevar por la charla como un barquito de papel sobre el arroyo hasta que llegan sus invitados, dos muchachos jóvenes, ¿pareja? Chica, vení, ¿sí, qué desean?, qué linda ella, Chori, pedí lo que quieras, cuando tengo plata soy así. Vos también, Chori 2, un jugo, unas tostadas con palta. Si es por eso, una parrillada, dice el Chori...
¿Qué me deja ese encuentro? ¿Logré olvidar la molestia en los hombros, el cansancio en las piernas, superé por un momento la insatisfacción que llevo dentro? Mientras camino hacia el hogar siento desvanecerse a los dos poetas y al tercer hombre, mientras crecen los comensales del café, que no son más que eso, viajeros que me han acompañado durante un segundo de mi vida, no dan para cuento, no son personajes literarios sino personas de carne y hueso, material de crónica.
Un gorrión sobrevuela el pasto sombrío entre la calle y la vereda, lo veo de reojo al caminar, persigue una pelusa que le trae la brisa, no es una pelusa, es una polilla que aletea, huye de su pico y vuelve a caer en él, son pasmosos los reflejos de su cuello para dar en una fracción de segundo con su presa, huye otra vez y consigue salvarse de la muerte hasta que el gorrión, el ave más sencilla de la tierra, el ave del que tal vez se esperaría acaso un rol menor en el reparto estelar de la comedia de la vida escenificada en los alrededores de un café, mediodía de un domingo de calor agobiante, se la lleva.  


viernes, noviembre 17, 2017

Noches de turno

Las noches de turno en el diario guardan su encanto. Hay un momento en que todo se recoge, como preparándose para dormir. Dejan de sonar los teclados y los teléfonos, los escritorios se despojan de la ocupación humana que les da sentido, la primera tirada se imprime lejos, en los faldeos cordilleranos y los pocos turneros matan el tiempo ante las pantallas de sus computadoras, a la espera del último aliento noticioso de la extensa jornada: el despacho de la edición de Santiago. En tal momento, mientras las noticias descansan -oh, bendición para mí y para el mundo- suelo bajar a compartir un café con mi querido amigo el corrector de pruebas Germán Arellano, atraído por las profundas verdades del alma humana que revelan sus historias. Germán no pareciera alegrarse en demasía ante mi presencia, ya que generalmente aprovecha ese paréntesis para ver alguna película por Youtube, pero con los minutos empieza a entusiasmarse. Yo, que lo trato de usted, por el respeto que le tengo y los diez años que me lleva, abro la conversación con algún tema literario y el diálogo se hace fácil, fluye como el agua cristalina en el arroyo. Llegamos así a los premios Nobel y a la soberbia y la envidia, que se dan mucho en ese ámbito, y de inmediato surge una anécdota.
"Hay poetas que no valen nada y se creen el hoyo del queque; en cambio otros como mi amigo Rolando Cárdenas, un gran poeta que no fue reconocido en todo su mérito, mueren en el olvido", comenta.
Le pregunto si le gusta Gabriela Mistral. Me responde que no mucho, pero que tiene algunas cosas, eso sí. Le hago ver que el año que ganó el Nobel, el otro candidato era Herman Hesse, detalle que domina, pues me acota: "Poeta mayor. Se lo dieron al año siguiente". Le afirmo que en mi opinión, Neruda llegó más lejos que Gabriela Mistral. Se abre entonces una interesante veta que ocupará nuestro interés durante gran parte de la charla.
"No se le pueden negar sus méritos, señor Lamordes, aunque a Neruda lo ayudaron". ¿Lo ayudaron? "Claro pues". ¿Quién lo ayudó? "Lo ayudó... el Partido" (al declarar esto pone ojos de huevo frito y tiende a sonreír). Me uno a su comentario y le recuerdo que el poeta tenía olfato, sabía arrimarse a personas claves, como él mismo confiesa en su libro de memorias. Germán admite lo anterior y cambia de tema.
"Yo fui bien amigo de Poli Délano, que en paz descanse", dice.
Le doy una buena mascada a mi sándwich de jamón y queso, bebo un sorbo de café y me dispongo a oír lo que viene.
"Cuando cursaba estudios en el Pedagógico, una noche estuvimos tomando hasta las tantas con varios más; Poli Délano era nuestro profesor. A la mañana siguiente nos cruzamos en el patio de la facultad y ni me miró. Habría esperado un saludo aunque fuera, pero el hombre se daba ínfulas. Y gran escritor nunca fue. Lo mismo Macías".
Le preguntó quién es Macías.
“Sergio Macías, otro que se arregló. Hay gente que vive arrimándose a los poderosos, como Macías, como un ex jefe que tuve, cuyo verdadero trabajo consistía en complacer a sus superiores”, afirma. Al revelarme el nombre de su ex jefe doy fe de lo que dice. Yo mismo le oí contar a ese ex jefe que en la feria persa descubrió un libro antiquísimo escrito por el padre de su director. Costaba una fortuna, pero lo compró y se lo regaló. Luego se ufanaba de su gesto y lo ponía como ejemplo de lo que nos faltaba a nosotros para llegar más arriba. Germán ofrece otra guinda para la torta. “Una tarde lo vi hablando amistosamente con un periodista. Apenas se separaron comentó sobre él: chancho que no da manteca”.
Pareciera que ambos estuviésemos respirando por la herida al hablar. Yo de una manera y él, de otra. En mi caso, admito el desaliento que me embarga al recordar que mis propios escritos han pasado sin pena ni gloria por el mundo literario criollo. Él debe de sentirse herido por otras razones, que desconozco.
Germán vuelve a Macías. Dice que se arregló los bigotes con el gobierno de la Unidad Popular, que lo nombró agregado de cultura en España. Después del golpe se quedó en Madrid, mientras su gran amigo Salvatore Coppola se exiliaba en la República Democrática Alemana. Hace aquí un breve rodeo para refrendar la historia que viene, sobre las peripecias de Gonzalo Rojas cuando dejó su misión diplomática en China para instalarse en la RDA. "Al poeta se le ocurrió mandar en barco desde China a su casa de Chillán una marquesa oriental de dos plazas. Fue toda una aventura, porque después se vio en la necesidad de viajar desde la República Democrática Alemana a Chile para recibirla", cuenta.
Antes de continuar con la anécdota de los amigos Coppola y Macías destaca que Coppola tenía un modo deslenguado para hablar. La cosa fue que Coppola quería reunirse con Macías, pero le costó un mundo, no por asunto de plata. Germán recuerda así lo que le contó Coppola una tarde que se juntaron a tomar pipeño. "Tú no sabes lo que sufrí para viajar a verlo, Germán. Tras infinitas negativas, porque chucha que costaba salir de Alemania Democrática, me conseguí un permiso de las autoridades para visitar España. Le dimos la noticia y con mi mujer viajamos en tren toda la noche, hasta que por fin llegamos a su departamento en Madrid, esperando ser recibidos con grandes abrazos. Pero al abrirnos la puerta la esposa de Macías nos leyó la cartilla de entrada: 'Shhh, el maestro está escribiendo. No se le puede molestar. Orden perentoria', advirtió. Le hice ver, aunque por supuesto ambos lo sabían, de dónde veníamos, y la vieja seguía con la misma. 'Shhh, orden perentoria'. Entonces me salí de madre y le grité: 'Dígale que haga un lulo bien grande con lo que está escribiendo y se lo meta por la raja'. Tomé a mi mujer del brazo y partimos de vuelta".
El tema del éxito, la envidia, la ambición y los fracasos se agota. Le recuerdo, más bien le advierto entonces a Germán, que su vida es un manantial de historias que deben ser traspasadas al papel. Si él se sigue negando a reproducirlas lo haré yo, para rendirles el honor que se merecen, amenazo.
-Ese capítulo de su vida en que se fue a vivir a una pensión de mala muerte, por ejemplo, no puede quedar sepultado en el olvido.
-Ah, sí -responde con cierta indiferencia.
-¿Me lo podría contar una vez más? Recuerdo una pelea y que su pieza estaba separada de la otra por una tabla de cholguán.
Vuelve a animarse; este es su relato:
"Para ahorrar un poco de mi sueldo, porque en esos días andaba muy acogotado, se me ocurrió arrendar una pieza re barata en una pensión de Santiago poniente. Duré como tres meses y me fui. Me tocó una habitación en el tercer piso. Una pocilga. Arrendaba la pieza de al lado una peruana bien interesantona, de unos cuarenta y cinco años, pero nunca trabamos relación. Al otro lado vivía la señora Sarita y en la pieza de más allá su hijo, el Patito. Era bien callado el Patito. Llegaba del trabajo y se encerraba en su habitación. En el cuarto piso vivía un vago atorrante que se pasaba discutiendo con el dueño. En el segundo piso arrendaba pieza un bailarín con el que hicimos buenas migas y en el primer piso completaba esta fauna un canuto zángano con su esposa, que era contadora, pero medio tontorrona. Cuando uno la escuchaba se decía: "Puta la cabra tonta". Yo traté de hacer amistad con todos, pero el primero que se me cruzó fue el canuto. Vivía leyendo versículos de la Biblia en el patio central al que daban las piezas. Una mañana tenía la música a todo chancho y yo, que había llegado del turno pasadas las tres, no podía dormir, así que me levanté, me puse la bata, salí de la pieza y desde el balcón le pedí por favor que bajara la música. Él me miró y me dijo "bueno". Pero al ratito la tenía de nuevo a todo chancho. Le gustaba oír música árabe, pero se le pasaba la mano.
"Una tarde el atorrante del cuarto piso bajó a hablar con el dueño y con su mejor voz le informó que su sobrino del sur llegaría a pasar la noche a su habitación. Ese mismo día yo andaba con ganas de comerme una carnecita y como tenía libre le pregunté a la señora Sarita si se animaría a preparar una cena para nosotros, porque ya había averiguado que cocinaba rico. Me dijo que encantada y al rato volví con la carne y el acompañamiento. Llevé de todo, pero me faltó el vino. Invitamos al bailarín y al Patito, pero el Patito se llevó la comida a su pieza, así que al final comimos los tres con el bailarín y la señora Sarita.
"Pasaron veinte minutos, pasó media hora y la señora Sarita recién empezaba a adobar la carne. Echaba un aliño y paraba, otro aliño y paraba; se lavaba las manos, se las secaba, sacaba un cigarro y se ponía a fumar. El bailarín no decía nada, porque era un invitado; yo tampoco, por educación, pero se notaba que los dos estábamos con el medio diente...
"De repente la señora Sarita sugirió en voz alta: 'A esto le falta un tintolio'. Con el bailarín partimos a la botillería de la esquina y volvimos con dos botellas, justo cuando iba entrando a la pensión el sobrino del atorrante. Era un mariconcito del barrio, un cabrito flaco bien afirulado; no pensaba ser sobrino. Cuando subió a la buhardilla y antes de que nosotros entráramos a la pieza, le entornó los ojos al bailarín, pero él no le hizo ni caso. Ya adentro, descorchamos las botellas. La señora Sarita cocinaba y se penqueaba, cocinaba y se penqueaba, puta que se demoraba en cocinar la vieja. Al final nos sentamos a la mesa como a las diez de la noche. Pero cocinaba rico.
"Al olor de la comida salió el canuto y se puso a blasfemar contra nosotros. '¡Nido de víboras! ¡Ya les llegará su hora! ¡No hay peor pecado que la gula!' Seguro que hablaba así porque no lo habíamos invitado. El bailarín, que al final de cuentas tenía su genio, salió al balcón y le gritó ¡cállate, zángano! De la otra pieza el atorrante pensó que le estaba gritando a él y como se había puesto celoso bajó un piso y le sacó chicha al bailarín de un solo combo. El bailarín lloraba y le chorreaba la sangre por el balcón. ¡Llamen a los carabineros! ¡Llamen a los carabineros!
"Las cosas se calmaron y cada uno volvió a lo que estaba haciendo. Con la señora Sarita le curamos las heridas y por fin nos sentamos a la mesa a disfrutar de la cena. Entonces se comió y se brindó, pero de repente, a pito de nada, la señora Sarita nos miraba con una cara rara y levantaba la voz, muy seria. 'Noto que no se me trata con respeto. ¡Pido respeto!', nos recriminaba".
Dice Germán que después de esa noche resolvió volver a su antigua pieza del departamento dúplex que le arrendaba una mujer que vivía con su hija retrasada. Le había caído la teja de que existían cosas peores. Y me regala de llapa la última anécdota de la noche.
-La niña andaba por los 18 años; estaba crecidita y era bien grandota, pero tenía un CI de cinco a veinte puntos, a lo más. Se llamaba Dámaris. Murió hace poquito, producto de los problemas inherentes a su retraso. Una noche la mamá me pidió que por favor la cuidara un par de horas en la pieza de arriba, porque ella tenía un compromiso con alguien en la sala de abajo. Yo le dije cómo no y subí a cuidarla. Estaba leyendo de lo mejor un libro en el sofá, la cabrita al lado mío, cuando la siento acezar y aletear como las gallinas. Era asmática y le estaba dando un ataque. Me levanté y la tomé por detrás para llevarla a acostar, pero me tropecé y caímos los dos sobre la cama, ella encima mío y seguía con el ataque. Era tan pesada que en un momento pensé "me voy a morir"; trataba de hacer palanca para zafarme de ella y no había caso, estábamos perdiendo la respiración tanto ella como yo, pero también pensaba "puta madre si sube la vieja va a pensar que me la estoy chiflando", porque andaba con una falda corta que se le había levantado y me tenía el poto encima. Con suerte no subió, yo hice un esfuerzo feroz y la desplacé hacia el lado. Fui al velador, tomé el inhalador y la hice respirar hondo hasta que se fue calmando y se quedó dormida.
Alguien anuncia que han vuelto las noticias. Así van pasando los minutos, los días y los años, cada uno en su elemento.

lunes, noviembre 13, 2017

Apuntes del diario vivir

Echado de bruces en la cubierta inferior del velador, polvoroso, el aparato celular dejaba pasar el tiempo sin emoción alguna, pues sabido es que los celulares, siendo forjadores de emociones, carecen de ellas.
Sus dueños repararon en él la mañana del domingo, antes de salir a pasear en bicicleta.
-Pronto este grandulón será una antigüedad.
-¿Y entonces, qué haremos con él?
-Lo podríamos colocar en la repisa, o junto a la vieja máquina de escribir.
Hacía mucho calor; aun así el paseo resultó agradable: la brisa se colaba entre la ropa fresca y los añosos árboles de la avenida regalaban generosa sombra. En la cafetería de siempre él ordenó un expreso y un empolvado; ella un té de jazmín.
A la vuelta ella se fue a celebrar el cumpleaños de una amiga; él se quedó solo, por primera vez en meses. Todo un domingo por la tarde para él solo. Sin mujer, sin hijos, sin nietos. Buen momento para escribir.
Calentó la lazaña y se la comió con una ensalada en un par de minutos; bebió un vaso de jugo de piña preparado por él mismo, con tres cubos de hielo. Lavó la loza, subió al segundo piso y se recostó en la cama a leer "El Mercurio", los suplementos Artes y Letras y Reportajes, en ese orden. Más tarde habría tiempo para escribir. De fondo escuchaba su radio favorita, RTE Lyric FM. A la primera hoja ya dormía siesta. De lejos le llegaban sus propios ronquidos; cuando los reconocía despertaba a medias, luego seguía durmiendo.
Al despertar de verdad reparó en que solo habían pasado 20 minutos. Hacía demasiado calor en la pieza, el cuerpo le pedía una ducha helada y le dio en el gusto. Luego reparó en un detalle molesto que venía evitando hacía varios días: las uñas de los pies. Acometió la tarea con paciencia; lo peor era la uña izquierda del dedo gordo, encarnada desde que en el internado universitario le pusieron un tubo de cartón sobre la puerta; él ingresó y en vez de caerle en la cabeza se fue recto hacia la uña del pie, que perdió en el acto. Quedó chueca para siempre y a partir de aquel instante, cada vez que entraba la tijera corta cutícula dolía. Pero era un dolor soportable. Había que sentirlo.
Repuesto y satisfecho del cacho que se había sacado de encima bajó al sofá, se estiró a lo largo, puso dos almohadas en la cabecera y leyó el primer suplemento, sin quedar del todo cómodo. De vez en cuando doblaba el cuello para evitar una tortícolis, y sentía cómo le sonaban las vértebras. El segundo suplemento lo disfrutó sentado en una silla del comedor, al que llegaban los rayos oblícuos del sol. Adentro estaba más fresco que afuera. Después de leer reparó en que no había escrito una sola línea, pero también miró el pasto de la calle: estaba seco y rogaba a su modo por un chorro de agua, haciéndose el amarillo. Su clamor de víctima desamparada le llegó al alma; salió a la calle con la manguera y lo regó una hora y tres minutos. Descubrió fecas de perro entre la hierba. Siempre las descubría cuando ya era tarde, cuando los vecinos y sus mascotas habían desaparecido, dejando su huella. Agudizó el chorro de la manguera y las empujó al centro de la calle. Con el paso de cada auto echaba un vistazo. Pronto se transformaron en una mancha verdosa y luego ya pasaron a ser un recuerdo. En eso estaba cuando vio caminando a lo lejos a su mujer.
-¿No ibas a ir al cine?
-No, me di la gran vida y me quedé en la casa. ¿Cómo te fue?
-¡Comí recién a las cuatro! Cuando llegué había puro maní salado y vienesas fritas. Después apareció un montón de haitianos y haitianas de la parroquia.
-¿No era un cumpleaños con los amigos?
-Sí, pero ya sabes como es ella...    

domingo, octubre 29, 2017

La segunda partida de la tierra

Mi padre ya había muerto antes, de eso estaba casi seguro.
Pero ahora, al verlo sobre la cama, tan solo, me entraron dudas. ¿Esa vez que murió, cómo fue que murió? ¿Y cómo resucitó?
La memoria me entregaba rastrojos de recuerdos, imágenes fulminantes que venían y se iban, indefinidas, como en el sueño. Había habido una primera muerte, eso era casi indiscutible. Pero esta era la real.
Echado en la cama, de costado, su cuerpo azulino, sus bigotes de hombre joven, su flacura. ¿Qué sería de él? ¿Quién se ocuparía de su entierro?
Salí de la habitación; luego volví a entrar, montado en mi bicicleta antigua. La cama estaba hecha. Alba. Reluciente. Ni una sola arruga. Alguien se había ocupado de todo. Mas se lo podía adivinar entre las sábanas. La marca de su cabeza apenas destacaba bajo el albo edredón; una suave prominencia, eso era todo. Pensé por un momento que los cuerpos muertos sobresalían más cuando estaban acostados dentro de una cama, pero abandoné la idea, por endeble.
Una mancha mínima en la colcha blanca, una mancha violácea, que vendría de su hígado, la primera marca después de su partida de la tierra. ¿Quién se ocupará de sus despojos el día de mañana, abandonado por los que nos decíamos suyos?
Me era preciso abordar a mi hijo. Y prevenirlo.
Tomé el sendero que bordeaba el río de aguas montañosas, aguas del sur, río serpenteante poblado de rocas, corrientes y rincones arremolinados donde dormirían las truchas. Debía remontar su cauce cuanto antes; iba por el borde, que no era peligroso, pero sí estrecho. Abajo corrían las aguas en mi contra.
Lo advertí entre la multitud, venía con la muchedumbre.
-¡Hijo, detente!
No me vio, pero se detuvo. Ellos le hacían ver su locura, pero él insistía en llevar puesto el polerón de su enemigo. Era una reunión entre los árboles que flanqueaban el río. Una reunión a la sombra, en la fría humedad del sur. Le decían que su rival tenía los días contados en la casa de pensión, que era cosa de esperar, pero a él no le apetecía tal salida; en ocasiones como esa, su empecinamiento irreflexivo era demasiado poderoso.

domingo, octubre 08, 2017

Teoría del sueño

Con esa negativa y esa burla deseas demostrar que ostentas el poder, y algo de razón tienes, porque soy inferior a ti en todo aspecto; pero este día he decidido dar un golpe de timón. Ambos en la cama, reclinados en nuestros almohadones, ya he recibido tus sarcásticas ofensas. Envuelto en tu superioridad, sigues pensando que las cosas se hacen como tú lo dices. Escúchame: me voy para siempre, y espero que te des cuenta.
Él se queda, sorprendido. Por la tarde ella lo divisa desde una ventana, vengativa: lo ve reclinado al borde de la cama, con las manos sobre la frente.
Entra de noche a un callejón tortuoso; mientras camina levanta la cabeza hacia las casas de campo instaladas a la orilla, sobre el murallón de tierra que encajona la calle. Van pasando ante su vista los sucios baños y las mujeres de diabólico atractivo que entran a usarlos, campesinas vulgares que no saben de tormentos.

Si hay algo que estorba mi mente cuando me hallo frente a una obra literaria, eso es descifrar, deconstruir un poema. A  menudo, sino demasiadas veces, el poema se disfraza de metáforas para cantar a lo más simple.
Así:

Mi llave que tiene la forma de una llama
erecta
va buscando el camino glorioso que conduce
a tu puerta

Se plantea como un problema de fácil resolución, de lo que resulta un placer menor para mi entendimiento.
Si la fórmula es hermética, la solución es gloriosa.
Pero entonces el poema sería como un problema de álgebra. Yo no puedo verlo así.