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domingo, mayo 14, 2023

Pasan los canutos

Religiosamente, cada domingo el inconfundible eco de un coro de voces y mandolinas iba creciendo desde la calle a la velocidad del paso del hombre. Se oía cerca de las tres, cuatro de la tarde, momento aquel en que después de almuerzo, si no estábamos gozando la matiné del cine Rex, no había mucho que hacer, como no fuera dormitar junto a la radio o jugar al fútbol chico, a las bolitas, a los naipes. 
Eran los canutos, fila de evangélicos que marchaban por toda la población alabando a Dios.
Se paraban en la esquina de Bueras con Palominos y con el Vitorio y mi mamá corríamos un poco las cortinas y los estudiábamos con un sentimiento cercano al desprecio, aunque eso no era exactamente lo que sentíamos por ellos, porque hablaría mal e injustamente de nosotros. Las palabras que se ajustaban más eran lástima, o burla. 
Los canutos eran personas humildes que sacaban a relucir los domingos sus mejores prendas de vestir; los hombres lucían terno y corbata, las mujeres faldas negras y zapatones de taco bajo; los niños, pantalón corto, camisa blanca y humita; las niñas, vestidos blancos. Tras la procesión volvían a sus apartadas poblaciones en los suburbios de Rancagua. En esto hay que reconocer que se parecían a los primeros cristianos.
Esa lástima que sentíamos nos venía de mi mamá. Mi mamá había desarrollado de temprano un sentimiento de superioridad frente a los canutos; de partida los llamaba canutos en forma incisiva, burlesca, a sabiendas de que se trataba de practicantes de alguna rama de la religión evangélica. Ese trato no frontal sino encubierto no era patrimonio suyo; toda la ciudad hacía igual, algunos más osadamente, rayando en la grosería y el agravio. Desde luego al decir toda la ciudad me refiero a la ciudad católica, esa Rancagua de misa de doce en la Catedral o en la iglesia La Merced o en la iglesia San Francisco, misa a la que se asistía en el fondo para ver y ser visto, misa que daba paso a la retreta de la banda del Regimiento Membrillar, al almuerzo familiar de tres platos, la matiné, el partido del O'Higgins, la once y el atardecer provinciano cargado de melancolía.
Rancagua, como todas las ciudades de provincia, era una esclava babosa de prejuicios que pesaban más que una locomotora, y así fuimos educados.
La actitud burlona de mi madre importaba además una guerra soterrada a la familia de mi padre, a su madre evangélica, a su hermano evangélico, al bajo nivel cultural de mi padre. Mi madre, a quien quise ver como lo más parecido a una santa de carne y hueso, a quien siempre quise impresionar, a quien admiré hasta el día de su muerte y quien me sirvió de ejemplo de vida; mi madre, debo decirlo en calidad de testigo de este juicio inútil, mi madre aplastaba a mi padre con una fuerza invisible e imposible de combatir, con una crueldad inconsciente que venía de antes de su propia alma; tal vez por eso él se fue achicando año a año, sin presentar resistencia, con esa sabiduría secreta que lo caracterizaba, con ese oscuro destino de poeta resignado, hasta hundirse en el vicio del alcohol, del que felizmente se libró los últimos diez años de su vida.
Qué culpa tenían de todo esto los canutos, qué culpa el canto asustadizo de niños expuestos a la infamia y los coros firmes de sus padres, el tañido de las guitarras y las mandolinas y las prédicas afiebradas a esquina vacía, y las vociferaciones de advertencias absolutas que rebotaban en las murallas de ladrillo de las casas de ojos escrutadores antes de que se las llevara el viento.  

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