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domingo, octubre 29, 2017

La segunda partida de la tierra

Mi padre ya había muerto antes, de eso estaba casi seguro.
Pero ahora, al verlo sobre la cama, tan solo, me entraron dudas. ¿Esa vez que murió, cómo fue que murió? ¿Y cómo resucitó?
La memoria me entregaba rastrojos de recuerdos, imágenes fulminantes que venían y se iban, indefinidas, como en el sueño. Había habido una primera muerte, eso era casi indiscutible. Pero esta era la real.
Echado en la cama, de costado, su cuerpo azulino, sus bigotes de hombre joven, su flacura. ¿Qué sería de él? ¿Quién se ocuparía de su entierro?
Salí de la habitación; luego volví a entrar, montado en mi bicicleta antigua. La cama estaba hecha. Alba. Reluciente. Ni una sola arruga. Alguien se había ocupado de todo. Mas se lo podía adivinar entre las sábanas. La marca de su cabeza apenas destacaba bajo el albo edredón; una suave prominencia, eso era todo. Pensé por un momento que los cuerpos muertos sobresalían más cuando estaban acostados dentro de una cama, pero abandoné la idea, por endeble.
Una mancha mínima en la colcha blanca, una mancha violácea, que vendría de su hígado, la primera marca después de su partida de la tierra. ¿Quién se ocupará de sus despojos el día de mañana, abandonado por los que nos decíamos suyos?
Me era preciso abordar a mi hijo. Y prevenirlo.
Tomé el sendero que bordeaba el río de aguas montañosas, aguas del sur, río serpenteante poblado de rocas, corrientes y rincones arremolinados donde dormirían las truchas. Debía remontar su cauce cuanto antes; iba por el borde, que no era peligroso, pero sí estrecho. Abajo corrían las aguas en mi contra.
Lo advertí entre la multitud, venía con la muchedumbre.
-¡Hijo, detente!
No me vio, pero se detuvo. Ellos le hacían ver su locura, pero él insistía en llevar puesto el polerón de su enemigo. Era una reunión entre los árboles que flanqueaban el río. Una reunión a la sombra, en la fría humedad del sur. Le decían que su rival tenía los días contados en la casa de pensión, que era cosa de esperar, pero a él no le apetecía tal salida; en ocasiones como esa, su empecinamiento irreflexivo era demasiado poderoso.

domingo, octubre 08, 2017

Teoría del sueño

Con esa negativa y esa burla deseas demostrar que ostentas el poder, y algo de razón tienes, porque soy inferior a ti en todo aspecto; pero este día he decidido dar un golpe de timón. Ambos en la cama, reclinados en nuestros almohadones, ya he recibido tus sarcásticas ofensas. Envuelto en tu superioridad, sigues pensando que las cosas se hacen como tú lo dices. Escúchame: me voy para siempre, y espero que te des cuenta.
Él se queda, sorprendido. Por la tarde lo divisa desde una ventana, vengativa: lo ve reclinado al borde de la cama, con las manos sobre la frente.
Entra de noche a un callejón tortuoso; mientras camina levanta la cabeza hacia las casas de campo instaladas a la orilla, sobre el murallón de tierra que encajona la calle. Van pasando ante su vista los sucios baños y las mujeres de diabólico atractivo que entran a usarlos, campesinas vulgares que no saben de tormentos.

Si hay algo que estorba mi mente cuando me hallo frente a una obra literaria, eso es descifrar, deconstruir un poema. A  menudo, sino demasiadas veces, el poema se disfraza de metáforas para cantar a lo más simple.
Así:

Mi llave que tiene la forma de una llama
erecta
va buscando el camino glorioso que conduce
a tu puerta

Se plantea como un problema de fácil resolución, de lo que resulta un placer menor para mi entendimiento.
Si la fórmula es hermética, la solución es gloriosa.
Pero entonces el poema sería como un problema de álgebra. Yo no puedo verlo así.

sábado, septiembre 09, 2017

Desfile de disfraces

Un grupo de adultos entró vociferando al Paseo Huérfanos; hacían sonar cornetas, pero no levantaban cartel alguno, de modo que resultaba difícil encasillar su protesta en alguna causa medianamente conocida. Bastaron segundos para salir del error, atribuible a los tiempos que se viven: los empleados no protestaban contra nada, la oficina completa bajaba a la calle para exteriorizar su alegría a través de un desfile de disfraces. La gente los miraba con curiosidad y ellos, mujeres y hombres, parecían turbados, avergonzados de demostrar un sentimiento tan extemporáneo. En cosa de segundos se perdieron con sus disfraces improvisados, sus cornetas y sus challas, fueron tragados por las tibias burlas, sobre todo por la indiferencia de la muchedumbre.
El episodio, sumado a la feliz lectura por estos días de los relatos esenciales de Hesse, me trasladó a uno de esos momentos inolvidables de mi niñez.
Había sido una semana de preparativos contra el tiempo, pero los resultados estaban finalmente a la vista, minutos antes del mediodía, tal como lo había planificado la señorita María Eugenia. El curso entero, cuarto año B, esperaba dentro de la sala el llamado para comenzar el desfile desde la Escuela 1, ubicada frente a la cárcel, hacia la Plaza de los Héroes. Caminaríamos por O'Carrol, doblaríamos por Estado, llegaríamos a la plaza, daríamos la vuelta rodeando la Catedral, la Intendencia y la estatua de O'Higgins, bajaríamos por Independencia, Brasil, San Martín, y volveríamos a la escuela. Durante una hora nos sentiríamos orgullosos de ser niños, contentos por despertar sonrisas, carcajadas, expresiones de reconocimiento, chistes sanos dirigidos a nosotros, el centro de atención. Seríamos señalados con el dedo y nuestra vanidad se inflamaría tras constatar que éramos sujetos de asombro.
En el fondo, se trataba de una competencia, lo que se dice una sana competencia al estilo de los ingleses, si es que el término pudiera aplicarse. Me resulta difícil concebir que los ingleses no sientan lo que yo al competir; es decir, envidia, deseos de fracaso del contrincante, ganas de aplastarlo, de hacerlo papilla. Y sin embargo, bien miradas las cosas, allí estábamos, esperando la orden para salir a desfilar, sin ánimo de pisotear a nadie, tal vez sin aspiración alguna de competencia, idea maléfica que pudiere haberse incorporado a mi psique con los años.
A diferencia de las demás promociones, en que los profesores daban chipe libre sus alumnos para elegir sus motivos, la señorita María Eugenia había apostado por un solo disfraz para el curso: por una tarde todos seríamos paracaidistas. La idea se le ocurrió en un dos por tres, una semana antes, mientras se discutía el tema en consejo de curso. Impresionados por la sencillez del disfraz, no pusimos objeción. Era bonito disfrazarse, pero a fin de cuentas todos terminábamos siendo vaqueros, indios apaches, magos, soldados romanos o futbolistas y eso le quitaba gracia al desfile. Era como si nos viéramos en un espejo y constatáramos, ahí sí con envidia, las diferencias con la otra pistola, la otra flecha, la otra espada, el otro sombrero, el otro bigote, comparación que siempre nos jugaba en contra, ya que -ignoro la razón- la vista se nos iba siempre hacia los disfraces superiores al nuestro. En cambio ser paracaidistas era ser originales y nos hacía sentirnos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra maestra, que había tenido la idea.
El disfraz era el mismo buzo abotonado de la escuela, con tres agregados: un gorro de género del mismo color que nos tapaba las orejas y que no recuerdo cómo diablos pudo fabricarse cada uno, el bolsón colegial de cuero amarrado a la espalda y bigotes finos pintados con carbón a la usanza francesa, muy de moda en esos tiempos. La señorita María Eugenia iría al mando vestida de generala; o sea, con su traje dos piezas, cartera y zapatos de medio taco.
Entonces salimos a dar la cara.
Mientras toda la escuela se tomaba las calles en completa algarabía y desorden, como corresponde a un desfile de disfraces, nosotros marchábamos silenciosos, marcando el paso con aire marcial, cual carne de cañón que parte a una guerra que se nos antoja heroica, incapaces de imaginar el dolor que provocan las guerras de verdad; marchábamos con la vista fija en el gorro del compañero de adelante, provocando comentarios del tono de qué son, militares, no, porque no llevan carabinas, ya sé, van disfrazados de ellos mismos, no, porque tienen gorro y bigotes, entonces qué son, mira, fíjate, son paracaidistas, sí, paracaidistas, claro, porque llevan el paracaídas en la espalda, qué ingenioso...
El curso del Lucho nos quiso hacer la competencia y montó un banquete: sobre el tablón que los cocineros cargaban al hombro sobresalían dos fondos de metal de cuyas orejas colgaban sendos cucharones; al centro, entre ambas ollas, iba sentado el Miguel, que cursaba primero de preparatoria, vestido de blanco, con un gorro de chef y bigotes de Fígaro.
Al curso del Vitorio asistía el nieto del cochero, tal vez el niño más pobre de la clase. Durante todo el año se le veía entrar a la escuela, humilde, pero dignamente, peinado para atrás con gomina, no pocas veces con las suelas rotas. El más aventajado no era; copiaba en las pruebas y al final del año poco menos que pasaba raspando por culpa de su cabeza rellena de aserrín, siempre callado y sereno, ignorante de su realidad. No caía bien ni mal, era simplemente el nieto del cochero y eso no significa nada para nadie, salvo que se tratara del día de la fiesta de disfraces.
La existencia de su padre era un misterio, pero el que decía ser su abuelo lo amaba; es más, lo veneraba: el chiquillo estaba siendo lo que nadie en la familia había sido. Ya sabía sumar y restar, y leer, y auguraba para él tiempos luminosos. El resplandor del conocimiento le abriría las puertas que al cochero, un hombre ignorante y sumiso, el mundo le había cerrado en las narices.
Pero todo aquello debía ser echado afuera; no bastaba el sentimiento íntimo del tronco hacia la tierna rama que crecía, de allí que la escuela y por qué no decirlo la ciudad entera, que también conservaba algo de memoria, aguardara con ansias la aparición del muchacho disfrazado, aún recordando su paso como Llanero Solitario, el año anterior. Y aquella vez no solo no ocurrió la excepción sino que el niño vistió un disfraz que hoy me ha devuelto al pasado por el solo hecho de haber visto jugueteando a un grupo de oficinistas tarambanas.
El Alcaíno cabalgaba en un caballo alazán que brillaba de lustroso, vestido de sultán. Encabezaba el desfile del curso del Vitorio y suena obvio afirmar, aunque hay que decirlo, que sus compañeros no representaban más que una comparsa improvisada involuntariamente para hacerlo brillar más. Le sobraban collares sobre la seda celeste de su traje de fantasía y una gema púrpura resplandecía en medio del turbante blanco. Sobre la silla de montar se le había instalado un trono; el Alcaíno guiaba al animal con un dejo de indiferencia o secreto orgullo, no había cómo saberlo, mientras su abuelo lo seguía por la vereda con una mirada intensa, sin despegarle los ojos, y se le llegaban a caer las lágrimas. De haberle podido arrendar un elefante lo habría hecho, sacrificando incluso el pan del mes, mas no era esa temporada de circo.       

lunes, septiembre 04, 2017

Rumores anómalos

Caminaba de noche, apuraba el paso para llegar pronto a casa; era invierno y hacía frío, la ciudad de provincia se había vaciado por fuera y su vida, lo que le quedaba de vida en esa jornada, se consumía entre las paredes de adobe de las viviendas, alumbradas por pálidas luces que venían de arriba. Las conversaciones, si es que las había, se gastaban en la intimidad del anonimato; todo lo que se hablaba quedaba allí adentro. La disposiciòn de las calles -rectas, cruzándose entre ellas, armando del centro un gran cuadrado ciego- era la metáfora natural del cementerio, ubicado a pocas cuadras.
De súbito, un sonido gutural a centímetros de mi oído derecho me paralizó, me congeló la sangre de las venas. Salté de la emoción, alarmado; algo grandioso me había devuelto a una realidad de la que ignoraba que me hubiese ido. Pero la realidad no solucionó el misterio: la ciudad seguía siendo la misma, nada había caído del cielo, ningún pájaro nocturno graznó en mis oídos, aleteo alguno rozó mi pelo, ningún amigo me jugaba una broma y nadie intentaba asaltarme. Solo un peatón como yo, que caminaba por la vereda opuesta en sentido contrario, había carraspeado bruscamente.
Acostado en la cama de mi novia, a cuya habitación había entrado a hurtadillas, la besaba en los labios y ella me correspondía. En los tiempos en que aquello era pecado, en tortuoso silencio hacíamos el amor en la pieza extraña de una casa de campo de paredes altas como las de un castillo, calladamente oscuros, vislumbrados por los destellos de una noche de invierno que se colaba por el marco de la modesta ventana. Éramos solo ella y yo, más cuatro oídos desconfiados en las habitaciones aledañas. Fundamentalmente, ella y yo.
De súbito, la pieza comenzó a retumbar. Giré la vista, asombrado; mis ojos apuntaron al techo, de donde nacía el profundo eco de un ritmo enloquecido demasiado familiar. Eran los latidos de mi corazón, que se podían oír con la misma claridad que la del canto del grillo y el crujido de la cama. Semejando el golpeteo de las alas de un murciélago atrapado en la pieza, los latidos huían objetivamente de mi cuerpo para anunciar, delatar mi presencia.
No es mi ánimo esta noche el de inventar ficciones. Aludo exacta y simplemente a los dos únicos rumores anómalos que recuerdo haber vivido en mi ya madura existencia, ambos a la edad de veintitantos años.

jueves, agosto 24, 2017

Vértigo

Cuántos de aquellos silenciosos caminantes, pasajeros de tren, inmóviles pacientes de salas de espera, nocheros, soldados de guardia, estarán hablando por dentro, su mente recordándoles, repitiéndoles la misma idea lacerante que circula en el velódromo de sangre una y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta el vértigo.
Cómo enfrentarán sus batallas, con qué temple; cómo saldrán de la encerrona si ni la oración les sirve para vencer al enemigo escondido dentro de sí mismos, en lo más profundo de sus almas. ¿Son ellos su propio capital o les bastará su cobardía? ¿Vislumbrarán la angustia del nuevo amanecer esperanzados?
El cielo amenaza ruina y de pronto la dulzura de un arpa, el paso del vecino nocturno, la pálida Luna cumpliendo los mandatos del tiempo; cosas así, el llamado por el altavoz, el cambio de turno, el ingreso a la oficina, algo que no es lucha, no es resignación, algo mágico en el fondo, inesperado, ocurre.

martes, agosto 15, 2017

Visiones

Decían, con frases cortantes, a la rápida, que se navegaba en un mar agitado y era cosa de palparlo, lo que se podría llamar un pleonasmo de lenguas mordaces hablando sobre la evidente ferocidad del océano: las olas asaltaban la cubierta, dejando una estela de espuma rabiosa que se iba por los bordes antes de que llegara la próxima advertencia.
Había proyectado, y lo seguía pensando, que a contar de ahora comenzaría para mí el tiempo sosegado, pero las inclemencias meteorológicas enviaban señales inquietantes. Descubrí, agarrado a la baranda, el único del grupo, que mi personalidad se había forjado de temprano a través del simple expediente de mirar por encima o por debajo. Podía obedecer, reverenciar, cumplir con éxito lo que se esperaba de mí; podía sentir piedad, desprecio, desconsuelo. Pero no había un horizonte que al separar, igualara. Era esa la fórmula que había que romper, pero no disponía de las herramientas ni del secreto para lograrlo.
La nave se dejaba llevar hasta la base de una ola gigantesca, perdiendo todo contacto con el mundo exterior, rodeada de una verde oscuridad donde se desparramaban y eran tragados en cosa de segundos vómitos compungidos, asquerosos; cuando parecía todo perdido ella y nosotros volábamos de un salto a la cresta blanquecina: allí el viento mojado lanzaba carcajadas sobre mi rostro y el de los demás marineros, que hacían su trabajo.

sábado, julio 15, 2017

Silvestre

Ya te has ido; nos dejaste muy temprano.
Esta noche hace frío, la Jiji duerme a los pies de la estufa; tú duermes bajo la tierra húmeda y helada.
Pero hay un paraíso, y allí está tu alma de gatito, con la Droya, la Diana, Runy, Estinfis, la perrita Cleo.
Oh, Dios, qué triste es recordar a los muertos inocentes.

martes, julio 11, 2017

Una bandada de loros

La bandada de loros no dejaba dormir al chino del cuarto piso. El chino se revolvía en la cama, con las ventanas y las cortinas cerradas, pero la locuacidad de los loros instalados en la rama que daba justo frente a su habitación traspasaba toda barrera. El chino se levantó y telefoneó al conserje, exigiéndole que hiciera callar a los loros. El conserje le contestó que haría lo humanamente posible. El chino volvió a la cama y se tapó hasta la cabeza, pero los loros se le metían dentro de la cama.
De pronto cesó el barullo. Los loros guardaron un sepulcral silencio. El chino no cantó victoria, sino que se concentró en el silencio, esperando el mínimo roce de una rama antes de entregarse al sueño. Los loros volvieron a su alegato; era una pausa que se habían dado sin explicación.
Santiago amaneció nublado; al mediodía el esmog se hizo insoportable y por la tarde se veían carabineros pasando partes. El chino volvió al edificio muerto de sueño, casi arrastrándose. Antes de entrar miró hacia las ramas. El conserje había entrado a su turno hacía poco.
Años atrás la plaga de los loros no existía. En cambio se veían demasiados gorriones, que eran considerados feos, mínimos, grises. Lentamente los mirlos fueron reemplazando a los gorriones; pero los loros salieron de la nada y ahora se repartían las alturas con las palomas. Los loros en los árboles y las palomas en las cornisas y en las baldosas de las plazas. El chino mezcló un par de huevos fritos con carne mongoliana y se sentó a ver la televisión. Era impresionante cómo se mataba a cualquiera hoy en día. Hundió el pan en el huevo, en su país no se acostumbraba a comer así, su madre lo habría regañado, tratado de traidor, poco chino. Bebía cerveza Escudo.
Las noches santiaguinas se habían dividido en dos: noches sosegadas y noches movidas. Los días de semana, noches sosegadas; los fines de semana, noches movidas. Pero también los barrios se habían dividido en dos: barrios sosegados y barrios agitados. El chino celebraba a todo volumen con sus amigos en el cuarto piso; le era imposible oír el citófono, de modo que el conserje se tuvo que dar el trabajo de subir y llamar a su puerta. Eran las cuatro de la mañana y el edificio entero le suplicaba que terminara la fiesta, si es que esas, suplicar y fiesta, fuesen las palabras correctas. Los amigos bajaron a trastabillones y el chino bajó con ellos. Hacía un frío de los mil demonios, habían anunciado heladas al amanecer, pero los parranderos iban en mangas de camisa. Subieron a un solo auto, se sintió un intenso ruido de motor y el vehículo se perdió en la oscuridad en cosa de segundos.
Como la mayoría de los chinos, el chino tenía una edad indefinible. Bien podía estar bordeando los cuarenta como los sesenta. Por ahí andaba. Su forma de expresarse tampoco ayudaba mucho. Apenas pronunciaba el español y qué decir de escribirlo. El cheque de los gastos comunes era regularmente devuelto por el banco a la conserjería. Invariablemente escribía noventa y cinco mil nobi taci col y no había forma de corregirlo. En vez de Santiago ponía Shang Go y para colmo firmaba hacia abajo, saliéndose casi los sinogramas del papel. Acabó pagando el dinero en efectivo.
Los maleficios que le echaron al chino esa noche de parranda le enseñaron una nueva frase a la bandada de loros. El chino despertó a las cinco de la tarde, con una pulmonía en ciernes y la cabeza abombada; los loros exclamaban chino cochino, chino cochino.
Otra mañana el chino se revolvía en la cama, intentando desentenderse del problema de los loros; los loros repetían:
-Ta lloviendo... Ta lloviendo...
Otra mañana el chino no podía conciliar el sueño; los loros repetían:
-Ta nubláo... Ta nubláo...
El chino aprendía el español gracias a los loros; los loros lo aprendían del vecindario.
-Pone la tetera, pone la tetera...
-Mamita la papa... Mamita la papa...
El conserje veía la televisión en su aparatito de nueve pulgadas, situado bajo la cubierta del mesón. El chino lo vio de lejos y entró nervioso; portaba un maletín y una funda larga que trataba de disimular llevándola en forma vertical, paralela a su pierna derecha, la que no daba al mesón. Perfectamente podría haber contenido un arma. Un rifle. El conserje lo saludó y continuó mirando su programa, "Vértigo". Se reía solo con las bromas pesadas de Yerko Puchento, el humorista vocero del Partido Comunista. El conserje no era comunista, pero se sentía identificado con el discurso del humorista político. Esa era la maravilla de los comunistas: hacían que la gente, las personas, se sintieran como si fuesen comunistas. Cuando despertaban del sueño ya era tarde; los comunistas habían cambiado su discurso, como la bandada de loros.
El chino se metió al ascensor, sobándose las manos. Entró a su departamento y corrió el cierre de la funda: efectivamente, guardaba un rifle, al que no tardó en instalarle un silenciador que sacó del maletín. Puso además sobre la mesa una cajita de postones y un visor nocturno infrarrojo.
La ventana estaba abierta. Apuntó con sigilo al loro más fácil, disparó y le voló un ojo, pero no lo mató. La bandada se dispersó en el cielo; el loro herido quiso seguir a sus hermanos, pero lo hacía en círculos que lo iban alejando más y más de la bandada, a su pesar. Una nube ocultó la luna y lo privó de la escasa visión del entorno que aún lo mantenía en el aire, y así se vio obligado a devolverse al árbol de su desgracia, errando de tal manera la ruta que fue a dar a la pieza del chino, quien lo observó estupefacto.
-Pone la tetera... Chino cochino...
Se puso guantes y lo tomó en sus manos. El ojo le colgaba de la órbita. De un tirón se lo sacó y el loro gritó de dolor.
-¡Ta nubláo!... ¡Ta nubláo!...
Lo encerró en una caja de zapatos. El loro enloqueció de terror y fue perdiendo el conocimiento por falta de aire. El chino hundió varias veces la punta de un lápiz en la tapa; los portillos le proporcionaron el oxígeno que necesitaba y el animal pareció tranquilizarse. El chino acercó la oreja a la caja y sintió su respiración rítmica y serena: ahora dormía todo lo plácidamente que podía. Pensó durante un segundo traer dos cucharas y hacer un redoble de tambores en la caja, de tal manera que le fuese imposible conciliar el sueño, mas le pareció de una crueldad sin límite. Ya se había vengado, y bien vengado; ahora comenzaba un nuevo capítulo en la historia.
Cortó una telita negra de género con sendas perforaciones en sus extremos a la que amarró con esmero un elástico. Abrió la caja y rodeó el elástico por la cabeza del loro, dejando la tela sobre el ojo huero. El loro dormía profundamente. Le recortó las alas con una tijera y volvió a cerrar la caja. Luego se fue a su cama. En cosa de minutos el chino roncaba como nunca en su vida.
No había aclarado, pero andaba cerca, cuando fue despertado por la bandada de loros. Estaban enfurecidos y lo miraban directamente a la cara. El loro tuerto los azuzaba desde la caja de zapatos; los mensajes se cruzaban y el chino, vestido en calzoncillos entre ambos, apuntaba al árbol con el rifle a postones. Pero los loros habían aprendido la lección y se echaron a volar antes del disparo, que fue a dar al edificio del frente. El postón pegó débilmente en una ventana, sin mayores repercusiones en el orden material, aunque el sonido bastó para que la vecina que arrendaba dicho departamento sacara la cabeza y viera al chino armado de un rifle. El chino corrió la cortina y volvió a la cama. El árbol se hallaba repleto de loros, un ejército de loros que se distribuyó en batallones ubicados estratégicamente en torno a su enemigo. La mayoría permaneció en las ramas que daban al departamento del chino, otra buena parte se ubicó unos dos pisos más arriba y la sección que podría tildarse como la de los boinas verdes puso sus patas en el alféizar de la ventanilla de la cocina, que había quedado abierta y por la cual fueron entrando uno a uno, hasta asentarse en el terreno ya conquistado. Sentados alrededor de la mesa del living comedor, el chino se vio obligado a firmar un armisticio en los términos más degradantes para él y su destino. De aquí en adelante debería enseñar el idioma chino mandarín al loro tuerto, quien transmitiría las enseñanzas a sus hermanos una vez a la semana, en clases que les dictaría desde la caja de zapatos. Las clases se realizarían a las cuatro de la mañana de los días sábados y durarían tres horas. El chino puso la firma y los boinas verdes regresaron a su hábitat.
La vecina del departamento del frente veía todas las tardes al chino hablándole a una caja de zapatos.
-Sha yïngwu... Sha yïngwu...
-Bié fán wo... Bié fán wo...
-Yïngwu wài... Yïngwu wài...
-Qu Nanjing...
Los sábados en la madrugada, a eso de las cuatro y cuarto, el chino se revolvía en la cama, martirizado con la defectuosa repetición de sus propias enseñanzas.
-Chinguwa... Bifanwó...
No tardó la vecina en avisar al conserje. Quince días después se dejó caer por el barrio una señora de baja estatura y rasgos orientales, vestida de gris, edad indefinible, diríase entre setenta y cien años. La recibió el conserje y la acompañó hasta el departamento del chino. Tocó el timbre y se retiró, dejándola sola frente a la puerta. La vecina del frente vio cuando la mujer entró al departamento y agarró a bastonazos al chino, sin que este hiciera el menor intento por detenerla; a lo más se cubría con los brazos mientras el loro sacaba la cabeza de la caja de zapatos y miraba la escena con el ojo solitario.
-Ta lloviendo Hong Kong... Ta lloviendo Hong Kong....
La señora estaba el día entero viendo la televisión. Era de no creer la cantidad de información valiosa y desechable que recibía su cerebro, teniendo en consideración que la mujer era fanática del zapping. Así se enteró de la existencia del músico Rodríguez, "Sugar Man", y de las ocurrencias de Ziggy Stardust, quien no la terminaba de convencer, pues se le antojó que su música era más teoría que música, a diferencia de las canciones de Leo Dan, que eran música pura, sin teoría alguna que la respaldara. Aun así echaba de menos la ópera china y en las tardes brumosas apretaba el bastón con la mano y daba golpes tan fuertes en el piso que no pasaban cinco minutos antes de que el conserje concurriera al departamento a pedir silencio.
Si el loro salía de la caja de zapatos le daba un bastonazo. Un día le dio un bastonazo tan violento que el loro falleció, víctima de un traumatismo encéfalo craneano, pero la mujer no dijo nada y lo encerró en la caja de zapatos. Cuando el chino hizo su ingreso esa tarde lo recibió de mejor humor. El chino estaba preparado para los bastonazos; en cambio la mujer le ordenó que se lavara las manos. Al sentarse a la mesa lo esperaba un loro al horno al estilo Nanjing, acompañado de verdura cocida en cuadraditos. El chino lo reconoció por el ojo huero. La  mujer lo había cocinado con esmero, pero un pedazo de elástico pegado a la cabeza producto del bastonazo se derritió en la fuente y el loro adquirió el clásico sabor amargo de la comida japonesa. Mientras cenaban frente a la pantalla, ambos con ese pensamiento en la mente, que no se confesaban, el del maldito sabor del loro, sabor japonés, sabor del enemigo que los había humillado en la guerra, la bandada permanecía al acecho, esperando el llamado del loro tuerto, que no llegaba. El edificio sacaba el habla; los loros repetían:
-Vuelva luego miamó... Vuelva luego miamó...
Tal como un hombre que se desplaza a tientas sobre un terreno minado, como si fuese un artista que se adentra en el campo de la poesía sin conocer de ella más que lo que le dicta el corazón, ignorando sus variables técnicas e históricas, la memoria de los especialistas, los comentarios sesudos, el chino usufructuaba de un espacio que no le pertenecía. Nada de lo que lo rodeaba le pertenecía, era el mundo entero un enigma plagado de contradicciones y ataques a su persona. Especialmente los eternos ataques de su madre. Si hubiese querido vivir de otra manera no habría podido, pero tampoco habría sabido decir cómo había llegado a vivir la vida que llevaba.
Por la mañana despertó con una sensación rara. Miró el despertador: eran pasadas las 11 y media, ya no tenía sentido llegar al trabajo dando explicaciones. Sobre el velador estaba la sierra eléctrica. ¿Qué pasó que no lo levantaron a las 7 en punto a bastonazos? Movió la cabeza a ambos lados, puso cara de extrañeza, se desperezó y partió a la cocina en calzoncillos, a prepararse el desayuno. La ola de calor anunciada la víspera ya se hacía sentir. Por la tarde, al volver a su departamento, la bandada de loros no se movía de las ramas, abrasada, presa de un ardor intranquilo. Sin embargo los ojos apuntaban a su ventana, todos juntos, llorando de rabia, conscientes del secreto. Cuando al chino le pareció que ya era conveniente echar un vistazo a la otra pieza, se asomó y vio que la mujer yacía muerta en la cama, partida en dos. La bandada de loros lo recriminó, a gritos ensordecedores:
-¡Sipantú!... ¡Sipantú!...
El chino se acercó a la cama y examinó el cadáver. Le parecía curioso que no hubiese una sola gota de sangre. Descubrió que los loros primero la habían asfixiado y enseguida le habían extraído la sangre con una manguerita, sangre que vertieron al escusado, según revelaban unas manchas descuidadas sobre la baldosa, que limpió con un paño. Las aves habían puesto su rúbrica con la sierra eléctrica.
El chino pensó completar la tarea de los loros y descuartizar a la mujer. Pero sintió que habría sido de una crueldad sin límites, otra vez el mismo pensamiento, proceder de esa forma y entonces ideó sacarla del lugar y hacerla desaparecer. Por la mañana salió y volvió con una silla de ruedas; el conserje le escuchó decir que ella retornaba a la República Popular de la China, de manera que minutos más tarde no le extrañó verla bajar sentada en la silla de ruedas, y el chino empujándola, claro que estaba demasiado pálida, pero los orientales tienen la piel amarilla. La mujer se balanceaba de forma muy rara en la silla, tanto así que de pronto la mitad superior del cuerpo descendió bruscamente hasta tocar el asiento, en tanto que las piernas, que estaban cubiertas por una manta, se le alargaron hacia adelante, como si su cuerpo se hubiese achicado por arriba y crecido por abajo. El chino la subió con silla y todo al espacio de carga de la camioneta, sujetándola con un pulpo de goma cuyos extremos de alambre ancló a los bordes del vehículo. Cuando llegó al vertedero de Til Til la arrojó entera sobre el montón de desperdicios, pero justo venía un camión de la basura y el chino tuvo que salir corriendo para no ser aplastado. El camión volcó su carga y emprendió el regreso a la ciudad. Desde un promontorio contempló la escena: los zapatos de la mujer sobresalían apenas del cúmulo de inmundicias; a un par de metros podía verse su torso, de frente, mirándolo a los ojos, una mano apoyada en el bastón y la otra moviéndose de arriba abajo, saludando como el gato chino de la suerte. El chino bajó a la basura, le vació el extintor, cubriéndola de espuma, y se marchó. Los loros repetían, frente al edificio:
-Tonto leso... Tonto leso...
-Te sacái puros rojos... Te sacái puros rojos...
En el servicentro de Til Til pidió que le llenaran el extintor con parafina. Se le cumplió su singular petición con débiles reparos; el chino se salió con la suya y volvió al departamento. Atardecía. Allí lo esperaba la bandada de loros, soportando estoicamente el calor infernal que azotaba a la ciudad. Los loros  le seguían sus pasos con una mirada enfermiza, la vecina del frente se echaba aire con un abanico.
-Chino cochino... chino cochino...
El chino se echó desnudo sobre la cama y cerró los ojos, sudoroso, pero la bandada de loros no lo dejaba dormir, con su griterío diabólico. Extrajo el extintor, se acercó a la ventana, lo abrió a todo dar y frotó el encendedor. Pero la parafina salió del tubo como la orina de un enfermo de la próstata y el fuego cayó en gotitas y apenas alcanzó para encender una cortina del departamento; carecía de la presión necesaria para apuntar a los loros. El chino abrió todas las llaves del gas, echó la parafina en una palangana, la encendió y le aplicó el secador de pelo. El gas, que iba ocupando su espacio, hizo lo suyo y el fuego salió disparado hacia los loros desprevenidos, que se incendiaron con las ramas, echándose a volar. El cielo de la noche se cubrió de estrellas rojas, fosforescentes, figuras danzantes de luz, una poesía de la muerte, estrellitas que volaron hacia lo alto durante un minuto, hasta que se apagaron y cayeron carbonizadas al vacío entre el ulular de las sirenas, como restos de fuegos artificiales.


viernes, junio 23, 2017

Almuerzo en el paraíso

¿Había entrado al esquivo paraíso? A medida que los demás invitados llegaban y los iba reconociendo, la sensación de amargura que últimamente copaba sus espacios, sus horas, sus días enteros, desaparecía como lluvia tragada por la alcantarilla. Casi podía ver a ese monstruito irónico, allá bajo la tierra, sonriendo, brillando hasta perderse en la profundidad de la cloaca.
Existía una vida sin ira y sin tormentos, una vida simple y cristalina: la que comenzaba a vivir a esa hora bajo el parrón de la casa de su amigo. ¿En qué consistía? En un grupo de hombres que habían ido a compartir una carne a la parrilla, choripanes, un jarro de borgoña, botellas de vino, un buen whisky; pero sobre todo, horas de conversación.
El tema era el de siempre: el fútbol, específicamente el fútbol de sus años. Se hablaba de jugadas, de jugadores, de goles, lesiones y expulsiones, tácticas, preparadores físicos, entrenadores, meras cáscaras del gran anhelo humano: ser valorado, ser querido, ser escuchado.
Él era el rey de reyes. El especialista en un grupo de especialistas. Podía haber diferencia de opiniones, ciertos escrúpulos, acaso veleidades, mas no ignorancia. Todos dominaban al dedillo cada tema del que se hablaba. Era un grupo de iniciados, socios de un clan privado.
Más allá de su estado de felicidad intuía que el monstruito seguía esperándolo bajo la alcantarilla, paciente y burlón, para ofrecerle a sus ojos todo aquello que lo sacaba de quicio y que desequilibraba su mente, haciéndola descender a los infiernos: la ignorancia, la imprecisión, la desmemoria de los otros, la falla en el detalle fino.
Pero mañana sería otro día; hoy almorzaba en el paraíso.
Ocurrió entonces un fenómeno digno de ser examinado bajo el microscopio del científico: con el correr de las horas la charla, en vez de declinar, se potenció. Los apetitos no fueron aplacados y entre recuerdo y recuerdo nuevos cortes de carne fueron a dar al asador, cuyos carbones mantuvieron su fuego. Las botellas se descorchaban, se vaciaban y volvían a llenarse. Ninguno de los presentes estaba satisfecho, ninguno ebrio. Las anécdotas parecían no agotarse, aunque eran las mismas, reconstruidas para provocar severo asombro cada vez. Segundo tras segundo atardecía, mas el sol brillaba fijo y tenue sobre la pandereta, negándose a dejarlos, furtivo espía envidioso de la reunión.
Los amigos habían llegado al acuerdo tácito de rebobinar el tiempo, llevarlo atrás para volver a echarlo a andar, como el eterno juego del trompo y la cuerda. Y sin embargo aquel parrón era apenas un punto rodeado de puntos que conformaban el paraíso total.
El paraíso total era inefable.
En este mundo tan extraño, cada cual vivía en su propio paraíso. Un hombre conquistaba a una mujer interesada en el dinero, una chica de café. Su departamento se hallaba del otro lado de la pandereta y el amor consistía en darle todo aquello que pedía, por el gusto de adorarla. La orgía se le hacía eterna. El paraíso de la chica de café estaba sin embargo más allá, en una tienda de ropa, de lo que se desprende que era capaz de desdoblarse, pues mientras se dejaba amar a cambio de regalos su goce real estaba en la tienda con su pasadizo de vestidos, faldas, pañuelos y carteras. Miraba precios, se detenía, seguía caminando, dejaba pasar la tarde entera en un local que jamás cerraba, siempre dispuesto a complacerla. Los serviles dependientes, en tanto, disfrutaban sus propios paraísos, inexplicablemente cercanos unos de otros y sin embargo aislados como esferas de plomo. El vendedor moría en el anfiteatro general escuchando su ópera favorita, Tosca, que le brindaba una y otra vez la misma aria, el mismo lamento, el mismo infortunio romántico. La vendedora disfrutaba de una interminable velada con sus hijas al calor de la estufa a parafina de su casa de población, mientras su esposo compartía el paraíso con la secreta amante en un motel de paredes húmedas que multiplicaban el éxtasis de sus tres horas de placer hasta el infinito. Del otro lado de la pared, un venerador del mundo del boxeo gozaba desde la oscura y fría galería una velada interminable de combates, uno tras otro. Era allí el gong entre round y round un reloj que repetía las campanadas del círculo del tiempo, un tiempo envuelto en golpes, caídas, sangre y saliva, amarres, forcejeos y sobre todo la sensación íntima de darle el gusto a su padre y a la vez, de contradecirlo, traicionarlo, gritarle en su tumba, más allá del cementerio, si había sido capaz de entender, si alguna vez sospechó a dónde lo llevaría esa costumbre maldita de recibir siempre el consejo inteligente, la última palabra. En el valle transitaba también el hombre que lo observaba todo; su paraíso estaba en los otros paraísos y a pesar de ser visible, era invisible. Otro hombre dormía la siesta en el sofá, tapadas sus piernas con una frazada, una copa de coñac a medio servir en la mesita de arrimo y la voz de Jonas Kaufmann saliendo del parlante de la radio. La viciosa de los libros hacía del paraíso de los artistas su paraíso propio, como si la felicidad pudiese ser, y lo era de hecho, una experiencia que se pega.

jueves, junio 15, 2017

Los artistas del hambre

Mi gata se arrastra como un cuero viejo; mi nieto de dos años arma su show sobre una escala de piedra, de pelo largo. En las esquinas, jóvenes se ganan la vida haciendo piruetas; en las micros y en el Metro suben a cantar. Donde quiera que vaya por la calle veo gente haciendo gracias. En cada intersección me recibe un mago, un trío de acróbatas, un cuarteto de gimnastas, un lanzafuegos.
Cuchillas voladoras, artistas del hambre.
Quisiera ver matemáticos demostrando teoremas, ingenieros haciendo cálculos, abogados ganando juicios, pero solo veo artistas pobres. Dónde están los doctores en Filosofía, dónde están los doctores en Literatura. Veo tanta pobreza, tanta necesidad, tantas ganas de apropiarse del tiempo y el espacio.
Yo me estoy deteriorando; recién ahora percibo el deterioro.
Y sin embargo el arte es la manifestación más elevada del espíritu. Pero también es verdad que todos somos artistas, todos tenemos nuestra gracia.
Para saciar el hambre, a lo único que se puede apelar dignamente en una esquina es a la gracia.

martes, junio 06, 2017

Tarde de sábado

Ha terminado la final de la Champions. Venció el Real Madrid, inapelablemente. Vislumbro ahora una oleada de angustia, con toda la tarde por delante. No sería bueno continuar sentado en el sofá; iré al supermercado a comprar cosas para la once, mataré media hora de tiempo.
Cuando esté sentado tomando once, ya ha pasado antes, casi todos los fines de semana, engulliré rápido y miraré al vacío. En la mesa me harán bromas, se aludirá a mi cara de pescado.
En las grandes ocasiones, en las grandes cenas, en las grandes fiestas. Vuelvo la mente hacia el pasado, sé que dije muchas cosas pero no recuerdo cuáles. Miro hacia más atrás y no recuerdo quiénes estaban presentes.
Cómo decirles que tengo el corazón demasiado lleno y que lo que hay adentro no sale, está atascado. El miedo y la tristeza son los enemigos. Si pudiese hablar, se irían tal vez como perros resignados.
Qué son los arreboles si a algunos les falta el sustento. Qué son los arreboles si la vaga inquietud se viste con ropas extrañas.

jueves, mayo 25, 2017

El desterrado

Soy un desterrado. Me han venido a botar al fondo de un desfiladero desértico; siento a lo lejos el batir de las alas de los cóndores, que vuelan muy bajo, como si ya anduvieran buscándome para disfrutar de mis entrañas.
Echado en la tierra, malherido, yazgo bajo el sombrío atardecer a merced de quien quiera hacerme daño.
Del cielo baja un viejo amor y se me acerca. A punto de pisotearme aguardo, resignado, el castigo de su resentimiento.
No le temo al momento que habrá de venir; en otras circunstancias estaría aterrado. No vivo el miedo en su forma original, porque sospecho que la condena se levantará en el último segundo, que seré sobreseído parcialmente y que se me trasladará a otras tierras, allí donde impera la posibilidad del amor confuso, plagado de sentidos dobles.

martes, mayo 16, 2017

El hombre del Metro

Lo puede ver cualquier pasajero que, como yo, circule por el Metro a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Está sentado de pierna cruzada en la estación Salvador, andén norte, en el primer puesto de la corrida de asientos amarillos. En época de otoño, que es esta, suele vestir chaqueta y zapatos de gamuza, sweater, pantalones oscuros, soquetes de lana. Las manos, sobre las piernas, una arriba de la otra; los ojos, cerrados. Los viernes, inexplicablemente, no está. Los sábados y domingos no hago el trayecto.
¿Quién es? ¿Por qué existe solo en ese momento y no en otro? ¿Viene saliendo de la oficina o mata el tiempo antes de entrar a trabajar? ¿Espera a su pareja? ¿Por qué no abre los ojos?
Bastaría que el pasajero que se fija en él descendiera del carro en esa estación para saberlo. Le preguntaría, él le respondería y el asunto quedaría solucionado. El freno es que la realidad, cuando se explica mediante la razón, termina siendo banal, y eso la rebaja. La realidad se pinta de absurdo; sus secretos son simples.
Cabe otra posibilidad. El pasajero curioso se topa a boca de jarro con una verdad que le eriza los pelos: el hombre sentado en el andén de la estación es él mismo; sus ojos cerrados imaginan que él se mira desde el carro, de lunes a jueves, a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Subsiste, sin embargo, el misterio de los días viernes.
Llevo a mi padre en bicicleta y paso por la casa del Julio. Por alguien supe que está enfermo. Las paredes de su casa se han desmoronado.
Entro al dormitorio, ese dormitorio confuso con dos camas, grisáceo. En una cama, mi tía; en la otra, el edredón desordenado, formando un bulto sobre la almohada. Debajo, la voz del Julio.
-Dile a mi mamá que deje de hablar. No me siento bien.
Desde la otra cama, mi tía derrama palabras viscosas. El escenario es la suma de un montón de palabras viscosas mezcladas con el gris del pensamiento. Si hay una cabeza pensante, nada bueno puede salir de esas palabras y de esa pieza contaminada, vaporosa.
-¿Tan mal estás?
-Sí.
El Julio se incorpora a medias y me muestra su barriga. No advierto signos preocupantes, pero sé que me dice la verdad.
-Me han dado dos días de vida.
Miro entre las sombrías hojas de un arbusto; abajo, en un arroyo oscuro y sereno nada un gatito hacia la orilla.

martes, mayo 09, 2017

Encuentro con EL CABEZÓN ROMERO

Los días no son soleados ni brumosos, pueden ser también marrones; suceden estos en circunstancias especiales, como la vuelta de una esquina en una ciudad dominada por sus techos. La luz se transmite allí sin sombras, ha de parecerse a los dibujos coloreados con lápices por estudiantes de enseñanza media. Atravieso entonces la calle y me topo a boca de jarro con EL CABEZÓN ROMERO, plantado sobre la vereda. Lo veo muy grande, más aún de lo que siempre ha sido. O tal vez nunca fue de otro tamaño, lo concreto es que al acercarme a saludarlo le llego apenas al pecho. Viste de marrón, tiene la cabeza grande y el pelo le brilla, negro, tal como su sonrisa celestial, una sonrisa que muestra los dientes. Pareciera tener los ojos pintados, porque se le destacan demasiado; luce bigote. Trato de abrazarlo, pero mis brazos no dan el ancho.
-¡Mamá, este es!
Pero mi mamá lo saluda de costado, no puedo creer que no lo reconozca.
-¡Mamá, pero si es EL CABEZÓN ROMERO, el hijo de la señora Lidia Pelayo!
Ah, sí, me responde, y hace un ademán raro, como si recapacitara.
Mi madre no ha reaccionado como antes. En esos tiempos solía ser extremadamente efusiva, clara como el agua de la vertiente y tierna como los brotes de una lechuga. Podía demorarse una hora en transitar una cuadra, regalándole todo su tiempo a cada vecino que se paraba a saludarla.
Mi primo me observa de costado, con un ademán sereno; es una especie de busto de carne, y no lleva camisa. Cuesta creer que hace apenas una semana estaba vivo, ¿en qué mundo estoy?
Estos días he estado leyendo a Borges; en el libro le dedica varias páginas a Swedenborg, el místico. Afirma este último que el muerto ignora primeramente que está muerto: ve y comparte con su misma gente. Semanas, meses. De pronto comienzan a aparecer desconocidos...
Yo he compartido con mi madre y con EL CABEZÓN ROMERO y con el nombre de la señora Lidia Pelayo, habitantes del Cielo de Swedenborg. Y el único muerto en esa ciudad ni soleada ni brumosa, esa ciudad color marrón, era mi primo, quien, por lo que me han contado, sigue vivo.    

lunes, abril 03, 2017

Recelo, escrúpulos

I

-Eh, usted...
-¿Yo? ¿Me habla a mí?
-Sí, a usted. Escúcheme.
-¿Qué desea?
-No dispongo de tiempo. Solo quiero ofrecerle un regalo.
-¿Esta carpeta?
-Ábrala y vea lo que contiene. Consérvela. Es toda suya. Ahora debo irme, tengo demasiadas cosas que hacer.
-Pero...

II

(Al abrir la carpeta, esta le revela al receptor los datos personales de seis millonarios, hombres que labraron dudosamente su fortuna, personajes famosos por el desprecio de que son objeto por parte de la sociedad. Si jamás han ido a la cárcel, esto se debe al poder para comprarlo todo que emana de sus fortunas. Sus figuras, en efecto, no despiertan simpatía alguna; acaso se deba a que ellos mismos lo quisieron así. Dicho en una sola palabra, los seis son aborrecibles. El documento en que aparecen sus nombres está acompañado por los números de sus cédulas de identidad y los números y claves de sus cuentas bancarias. De un sobre cerrado surgen físicamente las tarjetas que guardan las coordenadas obligatorias para confirmar cualquier transferencia que se pudiese efectuar desde dichas cuentas a través de internet).

III

¡No es broma!, ¡son reales! Tengo sus datos en mi computadora y puedo hacer ahora mismo la transferencia que desee a mi propia cuenta. Los saldos me nublan la vista, se me acelera el corazón al comprobarlos. No he robado, no sería delito apropiarme de esas sumas de dinero. No todo, solo una partecita. Para mí sería una catarata de bienestar y para ellos una migaja imperceptible. Pero aun así, tarde o temprano sus asesores habrán de dar con mi paradero y deberé justificar ante la ley mis nuevos ingresos. ¿Qué diré entonces? ¿Que soy un ladrón que roba a un ladrón? Sí, me defenderé diciendo que les sustraje legalmente una parte insignificante de su patrimonio en consideración a lo que ellos nos han robado durante tantos años. ¿Podrán acusarme de apropiación indebida? ¿Terminaré en el banquillo de un tribunal? ¿Serán mis jueces parte de la trama o ellos les darán de beber de su propia medicina, hallándose en aquel momento a buen resguardo?  Mi conciencia está tranquila; pero sigo indeciso...

viernes, marzo 17, 2017

Círculo vicioso

La pasión desbocada lleva a la angustia. Superado el terror, un sereno velo gris cubre el diario acontecer. No pasa largo tiempo y la pasión descorre el velo; se avizora en el horizonte la irrupción de la angustia...
Los hombres caminan bajo los árboles, las bicicletas ruedan por la ciclovía. De pie en la micro le pido al Creador:
Ensancha mi alma
Rebaja mi ego
Destierra mis miedos

sábado, marzo 11, 2017

Comentario de BOCH vr11032317

El comentario que se reproduce bajo el extraño título del epígrafe lleva fecha 11 de marzo de 2317 y está firmado por BOCH vr11032317, aparentemente el nombre de un robot chiflado de la serie BOCH creado ese día para supervigilar asuntos históricos menores. Como se recordará, los robots chiflados tuvieron la misión de investigar la historia sin método científico, basados en sus puras impresiones. Con el tiempo derivaron en máquinas objetivas, que luego pasaron a ser las actuales Madres del Conocimiento. El comentario fue archivado en su momento por la Biblioteca Universal y aún permanece en la nube, para quienes deseen indagar en los diversos periodos de la antigüedad humana.
Gliese 581, 256 de marzo de 17.

JAJAJÁ, QUÉ RISA QUE ME DA

Se me ha permitido la licencia de la sana ironía practicada por mis hermanos, si bien inferiores en inteligencia, inigualables en pasiones. Se me ha concedido la autorización hasta de reír a carcajadas, a sabiendas de que el sonido de mis carcajadas me rebaja y ridiculiza. ¿Ha sido calculado este efecto por el hombre o es el mero resultado de mi antojadiza percepción de la raza? ¿He sido creado para esto?
Una inclasificable misión me ordena enunciar las características de la vida que llevaba la raza humana hace trescientos años exactos. Jajajá, qué risa que me da... Perdón, es que me cuesta... No puedo contenerme... Es tan difícil esto de mirar hacia atrás sin reír... Jajajá... Ni siquiera es romántico... Ojalá lo fuese... Jajajajajajá....
Y es que... pese a tratarse de un hecho histórico, cuesta hacer entender hoy por hoy que los hombres de esos tiempos conducían ellos mismos los vehículos en que se desplazaban, cuyas ruedas estaban forradas de goma, vehículos que para moverse se alimentaban de fósiles, sí, de animales enterrados convertidos en una sustancia que denominaban petróleo. ¿Y para qué servían las ruedas?, se estarán preguntando ustedes. Pues, ¡para circular por carreteras, sí, carreteras de asfalto pegadas a la tierra!
Los viajes largos los hacían en avión. Había que desplazarse hasta un aeropuerto, mostrar documentos de identidad y luego rezar para que el avión no se cayera.
¿Me creerán que entre ellos se comunicaban a distancia usando pequeños aparatos, con los que hablaban, escribían mensajes y enviaban imágenes? ¿Y que pasaban todo el día en eso, ignorando a quienes estaban a su lado? Conste que todavía se vendían los diarios, ¡diarios! ¡La imprenta de Gutemberg! Diarios hechos de papel que se fabricaba de los árboles... oooj... creo que me viene otra tentación de risa... ja... debo contenerme... mejor será que retome esto más tarde... hacer un paréntesis, eso es lo que haré.
(Al rato).
Un ser humano de hace trescientos años se enfermaba. O sea, su cuerpo era imperfecto, incluso venía fallado de nacimiento, repleto de futuras aflicciones, talones de Aquiles, como se dice. ¿Qué hacía cuando se enfermaba? Iba a un doctor. ¿Qué hacía el doctor? Lo mandaba a tomarse exámenes, porque generalmente los doctores no sabían nada de nada. ¿Y qué hacía el doctor al constatar el resultado de los exámenes? Si eran buenos, recibía del enfermo un pago llamado "bono" y el enfermo se marchaba a su casa con los mismos dolores de antes pero más pobre. Si eran malos lo mandaba al hospital y en el hospital otros doctores lo operaban. Eso quiere decir que le abrían el cuerpo para mejorarlo. Con razón se habla de la barbarie de la especie homo sapiens.
Si hablamos de males menores o inofensivos, la literatura médica de la época destaca que hombres y mujeres desarrollaban callos en los pies; esto es, durezas, que eran tratadas por señoritas en recintos especiales. En esas ocasiones los pacientes aprovechaban de cortarse y limarse las uñas de pies y manos. Esto último llevaba el nombre de manicure. Por razones de vanidad, más inclinadas a dicha costumbre eran las mujeres.
En esos tiempos hombres y mujeres se reproducían cruzándose entre ellos como animales. Con esto los grandes moralistas querían enviar el siguiente mensaje: "El amor y el sexo van indisolublemente unidos". Había también hombres que se cruzaban como animales con otros hombres, y mujeres que hacían lo propio con mujeres. Ciertos adultos se aprovechaban de niños. Algunos se hacían pasar por muertos y otros se vestían de enfermeras, tampoco faltaban quienes suplicaban latigazos en la parte trasera del cuerpo llamada poto. Todo lo anterior lo hacían para alcanzar un raro momento de placer denominado "el gustito". ¡Brutalidad en su estado más puro!
Nacimiento: Luego de ser creados a través de ese bestial artilugio, los fetos se desarrollaban igual como lo hacían las crías de los animales; o sea, dentro del cuerpo de la hembra. Luego de nueve meses la guagua era extraída por un equipo de diez personas. Lo primero que hacía el más civilizado de los profesionales era agarrarla de los pies y pegarle una palmada en el culito. Los animales no necesitaban a nadie, se encargaban de todo y a los cinco minutos ya daban de mamar. Con razón las cosas cambiaron.
Los muertos eran depositados en cajones de madera que se guardaban bajo la tierra o en nichos de cemento. A esos lugares se les llamaba cementerios. La gente acudía a ponerles flores en fechas especiales. Para llegar a los nichos más altos existían unas señoras que disponían de escaleras y tarros con agua. Esto que digo es cierto, no es broma.
Los países eran gobernados por líderes elegidos mediante votaciones de los ciudadanos. Al mismo tiempo, el dinero era la manifestación material del producto del trabajo. Hoy, que no existen ni líderes ni monedas de cambio, cuesta hacer la relación entre ambas realidades, pero lo cierto es que la había, y el resultado eran no solo líderes corruptos sino la corrupción completa del mundo.
Para llegar a la edad adulta el ser humano debía recibir lo que entonces llamaban educación. Eso quería decir que lo encerraban años de años en terroríficos institutos de aprendizaje, de donde egresaban convertidos en manada. Quienes se rebelaban salían pronto del camino y terminaban sus días de la peor manera, llámese encerrados en cárceles, manicomios, desarrollando labores indignas, durmiendo en las calles o viviendo con los papás, esto último al parecer no del todo desagradable para los desadaptados. Y lo que diré a continuación no es mentira: ¡A menudo, cientos de miles de corderillos marchaban por las calles para consagrar el sistema!
Rebeldía habrá siempre, pero esta de la que estoy hablando era básica. Se juntaban en estadios de fútbol a revolverla. Rayaban los muros, guerreaban con la Ley, tiraban guatapiques y tantas brutalidades más que llega a dar vergüenza nombrarlas.  
En cuanto a la religión, sorprende constatar que en esos tiempos dividía al mundo más que cualquier otro fenómeno social. Como aún no había sido probada la existencia de Dios, cada religión lo declaraba suyo y los que no creían jugaban un partido aparte. La muerte del feto, la exploración de las estrellas y la redacción de las leyes se combinaban con la divinidad como el zumo de frutas frescas que se preparaba en las jugueras. El resultado era una melcocha intomable.
Ahora vivimos en más planetas y se sabe que hay vida por doquier, pero en esos años el tema era especulativo. La ciencia estaba en sus albores, de allí tanto guadañazo a lo divino.
Entretenciones. Iban a las salas de cine, donde proyectaban "películas", que eran historias fabricadas expresamente para entretener y en las que los protagonistas eran "actores" que fingían. También veían TV, que venía siendo lo mismo, solo que la pantalla era más chica y no se comían cabritas mientras se disfrutaba del momento, sino que se tomaba cerveza. Las masas juveniles acudían a bailar a las salas de baile, llamadas "discoteques". Permanecían allí hasta altas horas de la madrugada y casi todos salían ebrios, o "curados". Muchos de los crímenes ocurridos en ese tiempo tuvieron su explicación en el desmadre psíquico ocasionado por dichos factores. Debo recordar que en la Tierra la noche duraba un promedio de doce horas terrestres y que el día entero se componía de 24 horas terrestres. Si el día terrestre equivale a 5 minutos Gliese, ¡con razón se puede afirmar que allá se vivía la vida de forma tan agitada!
Vestimenta. Ellos se cubrían con prendas anchas de tela artificial. Se llamaban parkas. Para las grandes ocasiones se vestían de "terno", que era un traje no de tres piezas, como sugiere el nombre, sino solo de dos, hecho de paño de oveja. La parte de arriba se llamaba chaqueta y la parte de abajo, pantalón. La gracia era que ambas eran del mismo color. Debajo de la chaqueta usaban una prenda llamada camisa, llena de botones y con un cuello en forma de V corta invertida, desde donde relucía una ridiculez denominada corbata, que se caracterizaba por sus colores, más vivos que los del pavorreal. Ellas, las mujeres, se vestían con un cuantuay. La cantidad de ropa demandada hacía crecer la economía y en este informe no cabría ni siquiera la mención de un diez por ciento de las prendas requeridas para la cabeza, el cuello, el cuerpo, las piernas, los pies, la intimidad, etc. Baste subrayar que la ropa que más exhibían ellas era la íntima o secreta.
He dejado para el final lo más curioso de todo, la psiquis. La psiquis o mente, que en ese tiempo se aseguraba que residía en el cerebro, era tan endemoniada que el hombre actuaba al mismo tiempo que sentía y pensaba, pero sus acciones eran diferentes de sus sensaciones y sus pensamientos, de tal modo que los pensamientos, que eran secretos, constituían un mundo desconocido pero asumido como verdadero por el conjunto de la sociedad; en tanto que las sensaciones y sentimientos a veces se confesaban, a veces se ocultaban. Lo anterior dio origen a uno de los pecados capitales de la época, la "hipocresía", definida por los diccionarios como "fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan". Dicho en palabras simples, si un hombre iba caminando apurado a cobrar un cheque al banco antes de las dos, lo hacía pensando que se quería cruzar con la colega de su oficina, no precisamente para multiplicar la especie, mientras su estómago se revolvía de hambre. O de este otro modo: una mujer conversaba con su mejor amiga llamada Irma mientras pensaba pucha que está gorda la Irma y sentía una molestia en la vesícula  Esta última a su vez le preguntaba ¿de qué te ríes? ¡Te estoy hablando del Juan en serio! mientras experimentaba un cosquilleo en la entrepierna y pensaba la Paola tiene la vista fija en mis rollos.
Disgusta constatar que una sola cosa no ha cambiado en estos últimos trescientos años. ¿No adivinan?
Es la moda, esa insaciable necesidad de cambio que hasta el día de hoy hace de los hombres una fábrica de la neurosis. Sálveme Dios de no ser como ellos.

miércoles, febrero 15, 2017

Don Feña, breve anecdotario

El mejor perfil biográfico del escritor y filósofo argentino Macedonio Fernández lo compuso Borges. Me temo que el mejor retrato de don Feña habrá de salir de mi pluma, simplemente porque ya no hubo interesados en llevar a cabo esta tarea. Borges cubrió de anécdotas seis páginas tributarias, que le bastaron para dibujar, ya ciego, un retrato perfecto de esta "figura breve y casi vulgar", entregada "a los puros deleites del pensamiento". Entre sus vivencias atrapadas por la imprenta se me quedó pegada una: Macedonio Fernández, recuerda Borges, podía estar horas en su cuchitril sentado al borde de la cama, sin hacer absolutamente nada. De su "inteligencia extraordinaria", sin embargo, el maestro no brinda pruebas taxativas.
Don Feña nació el 19 de septiembre de 1913 y fue uno más de tantos seres que estamparon su huella en Rengo, Rancagua, Santiago, Loncoche y las Termas del Flaco. Ejerció escasa influencia, jamás escribió nada y solo dejó su ejemplo. Una mirada superficial lo calificaría de baqueano tozudo. Digo lo anterior sin ánimo alguno de menoscabo, debe creérseme, pues lo que deseo -tratando de imitar el estilo de Borges- es contar algo de su vida a través de unas pocas anécdotas, como las que entro a relatar.
Don Feña se paseaba cabizbajo bajo el parrón de la casa de Ibieta, en actitud meditativa. Cada cierto tiempo murmuraba para sí mismo: "Igu... igu". Cerca suyo estaba el Julio, construyendo avioncitos de madera. Don Feña pasaba por su lado, como si no lo viese.
"Igu... igu".
-Qué le pasa, don Feña.
-Nada, Julín... "Igu... igu".
-¿Qué está diciendo?
-Pensaba en las casas donde viven los esquimales...
Don Feña era de ideas llanas, ajenas a dobles interpretaciones. Manejaba su viejo Skoda con el Julio por el camino longitudinal cuando se percató de que no portaba la licencia de conducir. Decidió aprovechar la ocasión para impartirle al adolescente que entonces era mi primo una gratificante enseñanza. "Mira Julín -le comentó- al carabinero siempre hay que decirle la verdad". El destino lo puso a prueba cinco minutos después, al pasar frente al retén de Los Lirios. Un carabinero lo hizo parar y le indicó que se estacionara en la berma.
-Caballero, permítame sus documentos, por favor.
-¡Ando sin documentos, mi cabo!.
-¿Ah, está de chorito? ¡Adentro!
Rumbo al calabozo, el Julio reconoció al policía. Días atrás se había apiadado de él y le había convidado café. El cabo hacía guardia de madrugada al lado de su casa, donde la flor y nata de la sociedad rancagüina asistía a una fiesta de matrimonio. "Usted estaba entumido y yo le di café. ¿Se acuerda, mi cabo?".
-Claro que sí, cabrito -y dirigiéndose a don Feña- Usted, vuelva al auto, pero no le vaya a dar de nuevo la lesera, porque ahí sí que lo dejo adentro.
Dormían ambos en la pieza que daba a la calle. Era verano y hacía calor; las ventanas estaban abiertas. Don Feña ocupaba la cama de la ventana y roncaba con la cabeza sobre el plumón, echando viento por la boca. El Julio ocupaba la cama del rincón. De lejos se sintieron pasos, que venían de Maruri, la calle del pecado, una cuadra al poniente, cruzando San Martín. Un curado asomó la cabeza por la ventana, miró hacia adentro y le dijo a su compañero de farra:
-Lorea, hay un pelado durmiendo.
Enseguida siguieron su camino, pero la voz despertó a don Feña.
-¿Qué pasó, Julín?
Reía el Julio al recordar otra de sus anécdotas. Don Feña había sido en sus tiempos un próspero panadero; esa tarde había estado maestreando y se había herido dos dedos, de los que había manado abundante sangre. Después le dieron ganar de hacer pan de dulce con crema pastelera, de modo que se arremangó y comenzó a amasar la harina. Estaba en lo mejor cuando apareció el Julio.
-¿Qué está haciendo, don Feña?
-Pan de dulce, Julín.
-¡Pero si acaba de cortarse los dedos! Yo mismo lo vi.
-No te preocupes, Julín, me puse unos parchecuritas -y le enseñó los dedos, tras sacar las manos de la masa.
En esos tiempos el Julio se había hecho amigo del Alfredo Tomasevic, un joven abogado aficionado a las carreras de caballos. Los sábados iban al Hipódromo y los domingos, al Club Hípico. Durante la semana solían juntarse en el centro. El Julio vivía una situación inestable: terminaba sus estudios de enseñanza media en el liceo nocturno y en el día hacía poca cosa. Vendía chucherías, llenaba un cuaderno con poemas pero sobre todo, regalaba su chispa humorística a quien quisiera escucharlo. Se tomaba la vida por encima y divertía a la gente.
Una tarde que paseaban por la ciudad en el auto del Tomasevic se toparon con don Feña, quien volvía de realizar uno de sus pitutos característicos, la pintura de letreros. El auto se detuvo.
-Suba, don Feña.
-Gracias, Julín.
Don Feña se instaló en el asiento posterior. El auto enfiló por San Martín. En una esquina los amigos divisaron a dos chicas y probaron suerte.
-Hola, ¿dónde van?
-Por ahí...
-¿Las llevamos?
-... Bueno.
Las chicas subieron por la puerta trasera y vieron a don Feña.
-¡Ah, es con abuelito la cosa! -exclamó una de ellas, como para sí misma.
Cada vez que rememoraba la anécdota el Julio terminaba contando que el baqueano tozudo les pidió que lo fueran a dejar a Ibieta, para no aguarles la fiesta. Que se haya sabido, don Feña era un hombre de libido normal, aunque claramente sus gustos y deseos iban por otro lado. Él mismo me contó un día -ya estoy metido de lleno en la década de los setenta- una anécdota de su juventud. Recordaba que en un momento de calentura sintió la urgencia de poseer a una mujer. Como no la tenía, se vio de pronto caminando maquinalmente por las calles de Rengo hacia una casa donde se la proporcionarían a un precio razonable. Dijo que pasó entonces por una frutería y vio un racimo de plátanos que lo tentó. Luego de pensarlo un momento decidió gastar su dinero en el racimo de plátanos.
Debe de haber sido por 1977 cuando el Vitorio contrajo la hepatitis. Lo internaron en el hospital de Coya y cuando lo visitábamos en su pieza aislada del primer piso teníamos que hablarle desde fuera del hospital, por la ventana. En una de esas ocasiones don Feña ofreció trasladar a Coya a mi mamá y a la Mirita en su viejo Skoda. A la entrada del campamento minero hay una pendiente fuerte, que por esos tiempos terminaba en el cruce del tren de carga a Sewell. En plena bajada don Feña descubrió que se le habían cortado los frenos, lo que anunció con voz tranquila, pero no tanto, porque los tres ocupantes veían con los ojos desorbitados que al cruce se acercaba el tren. Don Feña optó por tirarse contra el cerro y así se salvaron los tres, pero no el Skoda, que ya jugaba los descuentos.
En Rancagua vivía don Raúl, a quien el Miguel define como un "oficinista nervioso". Por una razón que no manejo, don Raúl era amigo de don Feña y confiaba en él, tanto así que por esos días le pidió que lo acompañara a Santiago a buscar un Cadillac que se había comprado, ya que no se sentía seguro en el manejo. Así lo hicieron y al recibir el auto, don Feña tomó el volante. Volvían ambos muy felices, conversando, cuando antes de enfrentar el peaje de Angostura don Feña paró el auto en la berma, se pasó al asiento del copiloto y le informó a don Raúl que de ahí en adelante él sería el conductor. El oficinista nervioso se hizo cargo del Cadillac y entrando a la garita del peaje lo chocó contra uno de los soportes de hormigón. Cuenta el Miguel que ese día estaba conversando frente a la puerta de su casa con el Toro Bastías cuando vieron a un auto doblar tan mal por San Martín, que al tomar Ibieta hizo una curva cerrada y se fue directo a la casa del Pato Valenzuela, impactando de lleno la muralla. Don Raúl y don Feña se bajaron corriendo, pasaron por el lado del Miguel y se metieron a la casa; una niñería, porque el daño estaba hecho y había que reconocerlo. "El Cadillac llegó a Rancagua lleno de cototos", recuerda mi primo.
Diez años antes yo había cumplido mi sueño de tener una guitarra. Al poco tiempo me di cuenta de que no avanzaba en su aprendizaje. Siempre tuve buen oído, pero el desaliento que provoca el fracaso me dejaba pegado, engañándome con la repetición de las primeras lecciones, de modo que paulatinamente la fui dejando de lado. La guitara, marca Tizona, pasó un buen día a la casa de Ibieta, donde el Julio, que no tenía oído, le arrancaba algunas notas, especialmente el comienzo de "Adiós al Séptimo de Línea", que tocaba sin respetar el ritmo, de manera apurada.
A principios de los setenta me fui a estudiar periodismo a Santiago. Volvía a Rancagua los fines de semana y entre mis panoramas provincianos visitaba la casa de Ibieta, donde seguía viviendo la Mirita con el Julio, don Feña y el Miguel. El Lucho ya era alférez de la Escuela de Aviación; llegaba a lucir su uniforme en la Plaza de los Héroes a la salida de la misa del domingo y por la tarde regresaba a San Bernardo.
Uno de esos fines de semana pregunté por la guitarra. Se produjo un silencio sepulcral. Finalmente la Mirita me dijo la verdad: el Julio y don Feña habían discutido y don Feña le rompió la guitarra en la cabeza.
Don Feña amaba la cordillera y mientras más alta, mejor; allí se sentía en su elemento. Al terminar el verano del 68 nos invitó a subir el cerro Angostura. Un juego de niños. Yo había ido a una fiesta la noche anterior y no dormí. El Vitorio y el Miguel se levantaron a las 5 de la mañana y los tres, más don Feña, partimos a tomar el tren que nos dejó en San Francisco. Habíamos acordado llenar las cantimploras con el agua del río a los pies del cerro, pero a los tres se nos olvidó y comenzamos a subir con la pura ración que llevaba don Ñafe. El año anterior la sequía apenas dejó caer 62 milímetros de agua en Santiago. El cerro estaba cubierto de un pasto amarillento y las hojas de los árboles nativos parecían rogar al cielo por el vital elemento. Encima, mi cuerpo estaba reventado por la trasnochada. En cada descanso me quedaba dormido y cuando despertaba mis compañeros me habían tomado mucha ventaja. Ocho horas después llegamos a la cima. La sed se tornaba insoportable, salvo para don Feña, que generosamente repartió su ración en cuatro partes, que alcanzaron para medio jarrito de te para cada uno. Lo tomamos al seco y seguimos buscando agua en unos cactus que partimos a piedrazos para chuparles su néctar. Mientras, don Feña comía tranquilamente harina tostada. Pasamos la noche en la cima y a la mañana siguiente comenzamos a bajar. Desde la altura divisamos una casa con piscina. Una chica se paseaba por la orilla mirando el agua, indecisa. De pura desesperación le gritamos al unísono: "¡Tírate, tírate!". Al llegar al río el Vitorio y el Miguel se arrojaron enloquecidos a beber. Yo me contuve. Llené un bidón de cinco litros y lo batí con harina tostada y azúcar, me puse de espaldas en el suelo y me lo eché a la boca, hasta que se vació...
El paraje cordillerano preferido de don Feña eran las Termas del Flaco. Pasaba allí el verano entero con la Mirita y a veces, buena parte del invierno, ausente de compañía, pues todo el pueblo había bajado mucho antes a San Fernando y en la montaña solo quedaban pensiones vacías, a medio cubrir por la nieve. La soledad entonces se tornaba monumental, la naturaleza reinaba sin más cortapisas que los desafíos de algún arriero que bajaba con atraso sus animales al valle. Uno de esos inviernos, contra lo que aconsejaba la prudencia más elemental, don Feña sintió el llamado de la montaña y fue hacia ella. No recuerdo que me haya contado cómo fue que pudo llegar, pero de llegar, llegó. Era una tarde de perros, la nieve cubría sin piedad los verdes e inofensivos lomajes del verano con su inquietante manto blanco, un manto que parecía el manto de la muerte. Pero él no se arredró, pues dentro de ese refrigerador topográfico lo esperaba un paraíso: las cálidas aguas termales que brotaban desde el centro de la Tierra y dentro de las cuales pasaría la noche, calentito, burlándose de la nieve que cayera a su alrededor. Para eso había viajado y ahora que se hallaba al borde de la vertiente situada al costado del río procedió a desnudarse, aterido. "Me tiré de frentón al agua, pero el río se había metido por alguna parte y el pozón estaba helado", decía, al rememorar la aventura.
-¿Y cómo logró salir de esa, don Ñafe?
-Salí del agua, me volví a poner la ropa empapada de nieve y me fui a guarecer a una pieza vacía, sin puertas ni ventanas. Con varios grados bajo cero estuve toda la noche dando vueltas en círculo, corriendo para no congelarme, mientras decía en voz alta chucha que hace frío, chucha que hace frío, chucha que hace frío...".
Don Feña se apareció por Rancagua en la década de los sesenta. Un buen día llegó a Ibieta, lo recibió la Mirita y se produjo algo parecido a lo que se conoce como un flechazo. Don Feña arrastraba un matrimonio fracasado y la Mirita era entonces una viuda relativamente joven. Se conocían de muchos años atrás, cuando él le había hecho los puntos sin éxito a su hermana, que era mi mamá. En esos tiempos de juventud era dueño de una fábrica de gaseosas en Rengo, que bautizó como "Nectarines Latorre" y según se contaba en la familia, algo pasó con su mujer que decidió abandonar sus negocios y vivir como los pájaros, con el exclusivo fin de no dejarle herencia alguna. Mi papá, que era celoso por naturaleza, no vio con buenos ojos su arribo y lo tuvo siempre entre ceja y ceja; jamás lo tragó. Mis primos, el Lucho, el Julio y el Miguel, lo miraron con recelo un buen tiempo y terminaron por aceptarlo. Transcurrido cerca de un mes de su llegada, una tarde golpeó la puerta de nuestra casa. Lo  recibieron mis papás. Don Feña declaró que sus intenciones con la Mirita eran serias, pero no quedó tan claro que hablara de casamiento. Se le dio el pase y así se fue quedando en la casa de mi tía, aunque nunca compartió cama oficialmente con ella. Todas las anécdotas que relaté pertenecen a su vida en Rancagua. Me faltaron unas cuántas, sobre todo cuando pasábamos noches enteras con él y el Julio jugando ajedrez hasta el amanecer. El Julio era de jugadas fulminantes, don Feña se divertía, ganando a veces y perdiendo en otras; yo pensaba demasiado y no me servía de mucho, pues solo era capaz de proyectarme hasta la tercera movida. Eran esos tiempos en que Bobby Fischer había revolucionado al mundo entero y la gente seguía el duelo con Boris Spassky jugada a jugada, en tableros instalados en las vidrieras de las casas comerciales del centro o por despachos urgentes de la televisión. Luego se dejó caer la crisis de la Unidad Popular. El Julio se fue a probar suerte a Argentina, se hizo camionero y murió a los 19 años en un accidente en la provincia de Neuquén, en noviembre de 1973.  
Don Feña murió mucho después, a los 83 años, el 9 de mayo de 1996. Dos días antes fue al colegio del Cote, un nieto de la Mirita, a llevarle unos dientes de vampiro que se le habían quedado para una presentación escolar. Después de almuerzo se encaramó a podar el parrón. Trabajó en eso buena parte de la tarde y luego se sentó a descansar un momento en el sofá. La Mirita estaba en el dormitorio y oyó un fuerte ruido. Don Feña estaba en el suelo. Lo llevó al hospital, donde le diagnosticaron un infarto. Por la noche se sintió mejor y alegó un buen rato para que lo dieran de alta, pero los médicos no dieron su brazo a torcer y la última noche de su vida la pasó en una cama blanca. A la mañana siguiente la Mirita lo fue a ver; en ese momento el corazón se le partió en dos y se murió.  


martes, febrero 07, 2017

El Carolo

La mente, máquina invisible y traicionera que se nutre de recuerdos, me lleva a Las Vegas de Pupuya. Estoy tendido en la playa de Laguna de Zapallar, bocabajo en la arena, vacaciones de haragán. Los ojos cerrados, la brisa salobre del Pacífico, la bendita ausencia de angustias y la placidez de las cosas que me envuelven facilitan el viaje.
Allá, en esa playa cercana a Navidad, el viento frío quemaba la cara en una sola tarde. Pocos lo resistían; había que abrigarse, aunque fuese verano. Entre los pocos destacaba el Leo Sequeida. Su figura se me antoja hoy como la de un espartano que enfrenta a pecho abierto los miles de granitos de arena levantados por el ventarrón marino. El Leo era un líder natural para los más chicos, como el Carolo y yo. Grandote, voz potente, universitario. A eso de las seis los jecistas regresábamos al campamento; se acercaba la misa del crepúsculo al aire libre. Luego vendría la cena, preparada en un ollón al fuego por las pocas mamás que nos acompañaban, y en la noche, la fogata. Eran días de poca plata y felicidad. El viaje al campamento de la Juventud Estudiantil Católica nos había tomado la noche entera, todos de pie en un camión de barandas altas, cantando y bromeando bajo las estrellas. La tierra sobre la que levantamos las carpas era seca y gredosa; nuestros cuerpos dormían sobre terrones, y aun así el sueño resultaba reparador, y sin pesadillas. Nuestros guías espirituales -el padre Caviedes y el Nano Muñoz, que en el lenguaje de la Jec era el Frater- dormían igual que nosotros, felices de compartir en la pobreza. Los sueños del Padre Hurtado se adueñaban de esas noches y su alma se hacía visible en nuestra confraternidad cristiana.
Cosas de la vida. El Frater, seminarista a un paso de ser cura, descubrió el amor terrenal en ese campamento, en la figura de una joven de gafas, y colgó los hábitos. El padre Caviedes con el tiempo llegó a ser obispo. Dejó una huella profunda en Rancagua y si allí aún quedan cristianos "de los de antes", la ciudad se lo debe a él.
El Carolo se había preparado para esas vacaciones. Trabajó durante un mes en la panadería Reina Victoria para disponer de unos pícaros morlacos. Cada uno de esos 31 días se levantó a las cuatro de la mañana para incorporarse al primer turno del pan. La paga, una suma que hoy parecería miserable, la compartió parcialmente conmigo. Cuando volvíamos de la playa, alrededor de la una de la tarde, finalizado el paseo matinal, el Carolo me apartaba del grupo y me señalaba una ramada perdida entre las dunas, protegida del viento. De lejos, el despiadado sol de la Zona Central la hacía parecer un espejismo vibrante; al arrimarnos a ella el techo de coirón proyectaba una sombra fresca en la tierra dura, sobre la que bailaban miles de lucecitas blancas que se colaban por el ramaje. Allí siempre había campesinos platicando alrededor de una jarra de vino. El Carolo ordenaba dos cervezas, que bebíamos de la botella con placer. Eran de esas pilsener verde-oscuras de la CCU, sin ningún tipo de rótulo en el vidrio. Naturalmente, estaban tibias, y aun así las recuerdo como las más ricas que he tomado. Por ser las primeras que asimilaba nuestra sangre, nos dejaban una sensación de mareo y felicidad que nos acompañaba durante el trayecto de vuelta al campamento. Pisábamos las docas olorosas que cubrían la arena y a veces nos deteníamos para tararear una canción, improvisando la primera y tercera voz. El acorde sonaba algo disonante, pero novedoso, revolucionario, y multiplicaba nuestra alegría.
Las vacaciones llegaron a su fin. Volví a mi casa pololeando. ¡Por fin conocía el amor! La última noche me atreví a separar de la fogata a la Marcela Ruiz, que me gustó desde el primer día. Tenía la voz áspera, el pelo corto, lindas piernas, un año menos que yo y había notado que me devolvía las miradas. Nos sentamos en un tronco tirado bajo un sauce y en completa oscuridad nos dimos el primer beso. De lejos se sentía el guitarreo. De cerca, casi al lado lado nuestro, gruñeron unos chanchos.
El Carolo, en tanto, volvió a su pieza del conventillo de la calle Estado, donde lo esperaba su abuelita. Alguna vez pasé un rato allí: era una habitación alta, de olor rancio, muros de adobe pintados con cal y piso de tierra. El agua, el lavadero y el escusado se hallaban en el patio central, donde lo compartían todos los inquilinos. Cualquiera de nuestros compañeros de curso se habría avergonzado o deprimido por vivir en ese ambiente; el Carolo no, porque aparentemente no conocía la tristeza, menos la vergüenza.
Durante el año armó un cuarteto que viajó al festival estudiantil de San Antonio. Para la ocasión los cuatro integrantes se compraron unas camisas op-art, que estaban de moda. Miles de cuadritos blancos y negros que impresionaban al ojo. Tres guitarras y un solista. A la vuelta le pregunté por los detalles. Me dijo, sin la emoción que yo esperaba que sintiera, que las calcetineras habían chillado apenas ellos subieron al escenario del gimnasio. Cantaron "Solo tú", "Díselo a la lluvia", "Si te vas" -todos éxitos del Clan 91 que con los meses me enteré resultaron ser copias de las canciones de los Four Seasons- y remataron con "Black is black", usando el mismo acorde que habíamos inventado en la playa.
Paralelamente, iba fallando en las notas de verdad. En septiembre se hizo evidente que su año escolar estaba hipotecado. Encima sufrió la desgracia de perder a uno de sus hermanitos. El niño jugaba bajo el block donde vivía con sus papás y sus demás hermanos, cuando del cuarto piso otro niño tiró por la ventana un cenicero de metal, que le cayó en la cabeza. Fui al velorio. Subí hasta el cuarto piso. El Carolo me recibió con una sonrisa nerviosa. En el centro del living comedor la familia había instalado el cajoncito blanco rodeado de velas eléctricas. Le di la mano: la tenía húmeda, pero eso no era novedad: en él las manos húmedas y el sudor en el bozo representaban su sello personal.
Una racha de viento me devuelve a Laguna de Zapallar. Es la hora de volver. En la casita de la playa nos esperan Lina y Miguel Ángel. Caminamos con Patricia, confundidos entre la materia. Los pies se hunden en la arena caliente, el veraneante le ofrece su guata al sol, un golpe seco de pelotas de tenis choca contra unas paletas, los sufistas sortean pequeñas olas, los restaurantes ofrecen sus menús, las verdulerías tientan con sus frescuras; dulces de La Ligua se asoman en los quioscos. Nada de esto apela a la memoria. El momento rige al universo. El tiempo y sus bemoles han desaparecido en el quehacer gozoso del balneario enangostado por la playa y los primeros cerros de la Cordillera de la Costa.
En la pequeña terraza, Miguel Ángel destapa dos Escudos. Por la esquina de la calle de tierra pasa una Ford Ranger roja, flamante, recién comprada.
   

lunes, enero 09, 2017

El poderoso intangible

El poder intangible existe. Entró por las alturas de nuestra habitación, atravesando el dintel. No lo puedo ver, pero lo siento. Siento que se acerca a mi cama.
¿Es un espíritu o un gigante invisible? ¿Tendré fuerzas para enfrentarlo cuando llegue el momento?
Nada saco con hacerme preguntas, porque el momento ha llegado. Tengo al poderoso intangible a los pies de la cama.
Le doy una patada y lo toco. Su alma se ha materializado y está sobre mí, a punto de aplastarme. Lo pateo con decisión y mi mujer me grita me estás pegando me estás pegando y al oír mis suspiros de angustia me acaricia el pelo y los suspiros van cesando, hasta que el sueño nos vuelve a cerrar los ojos...

jueves, enero 05, 2017

La verdad está en las apariencias

Fue una linda chiquilla, de eso no hay duda, yo lo vi. Su carita redonda, sus ojos de miel, su pelo claro, corto y suave, dejando su cuello al descubierto, anunciaban días de esplendor. Hoy las personas de corazón blando se inundan de profunda pena al verla pasearse por las calles del barrio Bellavista. A la misma hora en que el engranaje del mundo es aceitado por millones y millones de seres que buscan vivir y progresar, aun no sabiendo muy bien para qué, a esa misma hora ella camina sin rumbo, con la barriga hinchada al aire. Su mirada ida delata el anclaje al vicio, abotargada su carita de princesa, en ciertas ocasiones embarazada de un extraño, en otras reflejando las sobras de un aborto, de pronto enfurecida insultando a la vereda o atravesando las amplias avenidas con los semáforos en rojo. De solo contemplarla se adivina que el reloj ya le ha reservado la última campanada a su existencia lastimera. ¿Qué se puede hacer con ella? ¿Hasta dónde tiene cabida en este mundo el buen samaritano? ¿Cómo es que la ciencia aún no ha hecho nada, cómo es que no descubre la pastilla que les haga ver las cosas de otra forma a sus pensamientos, a los de todas las personas?, de modo que ella diga hoy me levanto y qué veo, mi cuerpo, qué desastrosa apariencia, pareciera que arrastrara una horrible carga de los tiempos de mi infancia. Bien, entonces me desharé de ella, tomaré un baño y me vestiré con ropa limpia, buscaré un trabajo, intentaré ser útil, formaré una familia y a Dios encomendaré mi alma.

Fueron tal vez una pareja gastada desde el principio, mas pareja al fin y al cabo y algo los mantiene unidos. De la mañana a la tarde venden afiches en el puente Pío Nono, afiches que nadie compra y que afirman con piedras en la superficie para que no se les vuelen con la brisa que se levanta del Mapocho. El cuerpo humano, el mapa de Chile, los tres reinos de la naturaleza, los grandes dinosaurios. La gente mira al suelo y sigue de largo, ansiosa de sentarse pronto en las cervecerías. Ellos se protegen de la luz con unas ramas secas, sentados en la mitad del puente, apoyadas sus espaldas en una baranda de metal, ambos silenciosos, con una caja de vino en el piso de cemento, tostados de violeta sus rostros por el Sol, deformados por el vino, pero siempre decentes, pacíficos, haciendo del trabajo su vida y de sus vidas la rutina que le da sentido a su trabajo.

Yo me saco el sombrero ante la cristalina existencia que llevan ellos tres. Nada escondido. Todo a la vista. Esta es nuestra forma de enfrentar al mundo, no somos más que esto: véannos, señores pasajeros, no tenemos nada que ocultar.
Yo tomé providencias de temprano, de chico aprendí a vivir cuatro, cinco, siete vidas. Oculté mis apetitos; mientras más los escondí, más los valoré y menos los disfruté. Viví las apariencias y me desahogué en secreto porque algo me hizo deducir que la verdad está en las apariencias, que son lo que realmente vale, lo que les da el sentido a todo lo demás.

martes, noviembre 29, 2016

Venía de excursión y me fui quedando

Un paisaje cercado por las dunas y por los excrementos de aves marinas que tiñen de blanco la cresta de las rocas del mar. El océano asoma en su plenitud desde la altura y se apropia, se burla del desierto, que baja a sus anchas sin pensar que será tragado por la azul voracidad. Ahora estamos en la cima. Me miras, sorprendida. Clic. Todo un horizonte se nos abre desde allí. El Sol abrasa cualquier intento pesimista. Su luz cegadora impregna la fotografía hasta sus márgenes.
Venía de excursión, me fui quedando y me establecí, protegido del exterior por las cortinas. La tarde entera en el sofá, dedicada a masticar, a desenredar el tiempo. Sobres y más sobres de fotos de los buenos tiempos, porque las fotos familiares solo se sacan en los buenos tiempos.
En este mundo comprimido, sin embargo, los errores del pasado se hacen visibles desde todos los rincones. Bajo el doble polvo del papel y la memoria surge una sonrisa mía de satisfacción junto a mi mujer y mis hijos pequeños en un camping, hijos que confían plenamente en mí, mujer hermosa y tierna, deseable por otros y a la que durante tantos años descuidé. Más abajo, mi padre exhibe unos mostachos al estilo mexicano y un terno a la medida con un impecable nudo en su corbata; está de pie en tercera fila, mirando como siempre hacia un horizonte indefinido ubicado arriba, a la derecha de la escena. Luego aparece sentado con los mismos compañeros del taller de la Braden Copper ante una mesa cubierta de botellas de vino a medio beber. La corbata está corrida y el botón superior de la camisa, abierto. Los ojos de casi todos los que miran a la cámara lucen vidriosos; el mantel, cuadriculado. Le sigue una foto que no está impresa en papel, sino en mi alma: mi padre llegando a casa al día subsiguiente, ebrio. En otro sobre está mi hermano, de chico más atractivo que yo. Mis primos, más grandes; la abueli, tan viejita, pequeña, sonriente y arrugada; mi madre, austera y prudente en su sonrisa y en el modo de disponer las piernas, ocultando, reprimiendo su pasión. El gran ciclista Hugo Miranda en el crepúsculo de su carrera, posando en uniforme deportivo tras su bicicleta, sin poder ocultar el asomo de su panza y acompañado de su mejor amigo, mi padre, que porta la bandera de partida. Hugo Miranda es la estrella y mi padre, el banderero. De pronto, la tía Dinorah con una corona de reina y tres de sus hermanos, ancianos y felices, en mi hogar. Todos muertos.
La unanimidad de los cuadros delata la ridiculez de las modas; la mayoría, la pobreza en sus detalles.
Las fotografías tienen la fuerza de un martillo que golpea blando.
Debajo de las fotos, al fondo del cajón, duermen tarjetas con dedicatorias románticas, cuentos infantiles de hadas del bosque y sádicos vampiros, libretas de notas, destinaciones periodísticas, medallas de servicio, el pasado familiar resumido en una caja.
¿Me preguntaba entonces si era natural lo que hacía? ¿Qué pensaba de verdad en aquel presente, tan lejano, pasado de moda?
Hoy quisiera saber qué hay detrás del espectro de la muerte, por qué la muerte ajena me resulta dulce al evocarla y la propia, la anunciada, me llena de angustia y paraliza mis días y los convierte en un infierno.
No estoy preparado, me asombra no estarlo, yo que he vivido del futuro. Un pequeño síntoma, un ligero malestar se apropian de mi mente y anulan mis proyectos, me vuelven hacia adentro. Indiferencia a la belleza de los momentos y los cuerpos que me rodean, temor de estallar, de confesar terrores que causarán risas, carcajadas, consejos vanos, como si los demás pudiesen comprender mi estado. Me pregunto si no son todos así, si esas reacciones bruscas tantas veces vistas por doquier no provienen del mismo fondo pantanoso que se halla sobre el espectro de la muerte...

lunes, noviembre 28, 2016

El "Pequeño gran circo"

Mi mamá me dio a elegir: Huguito, ¿quieres ir el sábado al "Pequeño gran circo" del Instituto O'Higgins o celebrar tu cumpleaños en la casa con invitados?
-¿Cómo al "Pequeño gran circo", mami?
-En el Instituto O'Higgins van a hacer un circo, con películas, globos, bebidas y torta. Ese sería el cumpleaños.
-¿Y los invitados?
-Los niños que vayan serían como invitados.
-¡Al circo!, respondí, sin dudar.
Mi decisión se reforzó durante la semana, pues todo el mundo -todo mi mundo, que no era más que la sala de clases, las casas de mis primos y los límites de la población Rubio- no hizo sino hablar del "Pequeño gran circo". Los comentarios se iban alimentando unos de otros y las expectativas subían como espuma. Al llegar el día sábado la ansiedad se tornó insoportable.
Bien pronto me arrepentiría de mi decisión.
Del "Pequeño gran circo" y de la torta me ha quedado poco y nada; de las películas, el sabor amargo de la frustración.
Aunque nunca me desvelé ante el panorama de una fiesta de cumpleaños, exceptuando el nervio al momento de recibir los regalos, tampoco habré de afirmar que el circo me quitaba el sueño. Con el Vitorio íbamos a casi todos los que pasaban por Rancagua, más que nada hipnotizados ante el desfile preliminar por Independencia, Brasil y San Martín, al mediodía de la primera función nocturna, cuando los artistas desplegaban al máximo sus encantadoras triquiñuelas y las fieras rugían que daba gusto (a causa del hambre, diría hoy, descreído). Solo una vez, de grande y con mis hijos sentados en mis piernas, abrí los ojos de par en par: fue cuando un hombre de goma hizo su ingreso a la pista dentro de un cubo de vidrio, una especie de acuario seco. Dos ayudantes lo trasladaban en vilo y lo dejaron sobre una mesa. El hombre fue sacando sus extremidades por parte hasta salir del depósito, entretuvo al público doblándose durante varios minutos como un monigote de plasticina, luego se metió de nuevo al cubo y fue sacado de la pista entre aplausos. En otra ocasión me impresionaron unos motociclistas que corrían alrededor de una esfera zumbando sus motores, cruzándose en un viaje metafórico, interminable, como si fuesen rutinarios seres humanos adiestrados por la rotación de la Tierra para renovar una y otra vez sus aventuras. Pero los circos de la infancia, lo admito hoy sin sombras de tristeza, me dejan el regusto de una compleja serie de sensaciones melancólicas: tal vez presentía que de vuelta a casa no hallaría a mi papá, tal vez las gracias de los animales no despertaban mi capacidad de asombro. Los payasos nunca me hicieron reír de verdad. Aún más que los trapecistas, los malabaristas me angustiaban con sus carreras tras los platillos dándose agónicas vueltas sobre un alambre que vaticinaba el fatal momento del error y su precio doloroso: la compasión de un público pegoteado de vergüenza ajena. De modo que no fue el circo lo que me llevó ese sábado al espectáculo organizado en el Instituto O'Higgins.
Fueron las películas.
La tarde pasaba en cámara lenta mientras el "Pequeño gran circo" continuaba la función. Para colmo no estaba resultando ser un circo hecho y derecho, sino exactamente un pequeño circo, un remedo de circo, sin pista, sin carpa, sin trapecistas, sin animales, y su show montado en el patio. Desganado, contemplaba acostado en la baldosa los números interminables cuando me animé a sacar la voz y le pregunté a mi mamá a qué hora daban las películas.
Me tomó de la mano y nos fuimos corriendo hacia las aulas. Atravesamos el mesón de las bebidas, el mesón de las tortas y el mesón de los globos. Me tomó en brazos y de pronto me vi dentro de una misteriosa oscuridad; al minuto pude advertir los rostros fascinados de otros niños mirando hacia una pantalla que cegaba la vista y doblegaba la razón. La sala estaba repleta, olía a niños agitados. El valeroso Tarzán voló en unas lianas y lanzó su mítico aullido en blanco y negro justo cuando dos palabras brillantes lanzaron un imprevisto mensaje en inglés:

The End

Los afortunados, que eran una  multitud, abandonaron la sala satisfechos, pero aún con energías para agarrar los últimos números del circo. Ya habían olvidado la película, aunque sospecho que el recuerdo les endulzaba el alma. Imaginé la ínfima posibilidad de otro filme de Tarzán o por último de una película cualquiera, pero mi mamá, tras hacer sus averiguaciones, me reveló tibiamente que la función había terminado. Yo estaba cumpliendo siete años y a esa edad ya estaba demasiado grande como para llorar, así que achaqué el episodio a la fortuna.
Mala suerte. Hora de volver a casa.  

viernes, noviembre 25, 2016

Boceto de la envidia

La envidia, en versos 

Uno a uno van cayendo ante sus ojos vigilantes para deleite de la envidia
que puja por salir de su escondite.
Hoy que libre asoma sobre campos miles de años cosechados
evidencia temblores agridulces:
detrás de cada muerte hay un Mesías.
Y en su dorado cuarto de hora siembra pestes, rodeada de testigos envidiosos.
Ha errado el camino; el sentido del ridículo la impulsa a volver a sumergirse
mas escrito está que permanezca abrasada por el sol, roída por la sal
congregando una multitud de adoradores
desterrados a la plaza pública.

-Debo admitir que escribes mejor que yo.
Inflamado por la vanidad acusó una respuesta humilde, pero falsa.
-Si pudiéramos unir tu genio con mi oficio...
Hablaban de la envidia y él, con esa falsa humildad que lo traicionaba a cada momento, había declarado su "admiración" por el genio de su amante, de modo que cuando ambos se separaron mentalmente para escribir sus pensamientos acerca de ese pecado capital, cada uno frente a su libreta de apuntes -corriendo el lápiz de uno más que el otro- presintió que esta vez sí sería el ganador. Le bastaría conectarse con su sentimiento más profundo, ese que en ella parecía estar ausente, para aplastar al fin su genio, sin pasársele por la cabeza el hecho de que si ella era más que él, como él lo suponía, su eventual padecimiento encubierto se debía dirigir por necesidad hacia alguien superior a ella.
Intercambiaron los papeles; ella dijo casi de inmediato:
-Debo admitir que escribes mejor que yo.
Luego de que él reaccionara como se acaba de decir, ella agregó:
-Es un interesante borrador de pensamiento, con pequeñas fallas y versos desafortunados producto del apuro. Te traiciona tu ímpetu, merecerías un mejor destino si escrutaras tus inspiraciones y fueses un poco menos práctico de lo que eres.
Bajó la vista, avergonzado de su pequeñez. Ante ella jamás había tenido capacidad de contraataque. De paso, entendió perfectamente que lo que para él había constituido un desafío, para ella no pasaba de una entretención destinada a matar algunos minutos de la tarde. La amaba, la odiaba, imaginaba su tibia indiferencia en todas las inflexiones de su voz y su tácito rechazo a la posibilidad de entregarse a él, y la envidiaba más que nunca.
Con la razón embadurnada de resentimiento clavó entonces los ojos en la libreta de su amante, sin comprender la frase escrita, que leía y releía silenciosamente:
"La envidia es una puta a la que un enano le arrancó los ojos".

viernes, octubre 28, 2016

Hora de ofrecer explicaciones

Si bien no se encontraba en el banquillo y frente a él no había jurado alguno que determinaría su suerte, Vargas admitió que había llegado el momento de contar su viaje, de dar explicaciones, de ofrecer su versión de los hechos. Comenzó entonces a relatar lo vivido; resurgieron en su mente los grandes rascacielos, las salas de concierto, las avenidas luminosas, las líneas del tren subterráneo, los puentes, los locales de comida al paso, los tipos de personas, las conductas de la gente, los parques kilométricos, los ríos, los suburbios. Pero pronto reparó, al sentir el timbre de su voz dentro de los huesos de la cabeza, que de sus labios salían simples palabras. Por más acentuadas, adornadas con gestos o exageradas que fuesen, no lograban sorprender a nadie y para los demás seguían siendo palabras. En el fondo les contaba lo que ellos conocían por experiencia directa o tantas veces habían visto en revistas y películas. Lo adivinaba en sus miradas benévolas que, sin llegar a rozar lo que él no les decía, se rendían pronto ante el fracaso.
Lo real permanecía adentro, bien guardado, y con los días fue internándose más y más en el depósito fangoso de su mente. Combinados con la vuelta a la rutina, los recuerdos asomaban brillantes, alegres, también preocupantes, abriéndoles un paréntesis a sus pensamientos gastados.
Esa caminata eterna por el parque, por ejemplo, cuando su ansiedad le nubló el día soleado y convirtió el paseo en un pequeño infierno de pasos sin sentido. Buscaba con urgencia estatuas perdidas de nula importancia, iba siempre delante de su mujer, que lo seguía cansada y esperaba el sosegado momento del picnic en la hierba, al borde del lago artificial y frente a los edificios majestuosos, momento que cuando llegó lo hizo bajo el barniz de la amargura. Eso no lo había contado. ¿Qué sentido hubiese tenido hacerlo? Y esas noches en la habitación del hotel, hambriento, comiendo de un pote ante una pantalla que por más que cambiara de canales solo hablaba del candidato presidencial, comida deslucida y silenciosa bajo una luz mortecina y las cortinas cerradas, ¿no eran la esencia de su verdadera realidad? Cumplió un sueño, gastándose todo el dinero del premio recibido por escribir un relato divertido, pero el estrés de la gran ciudad se lo había comido y le había reflotado sus temores, esos dolores del cuerpo desde los órganos vitales hasta los rincones más absurdos. Con las molestias iban naciendo graves advertencias sobre su penoso futuro. ¿Qué le dolía tanto?
Durante esos días de ensueño las diferencias con su mujer le parecieron irreconciliables; en medio del viaje imaginó que este se convertía en el preludio de un final tantas veces anunciado, la prueba de un duelo no resuelto de caracteres que chocaban una y otra vez en el obcecado muro de sus propias limitaciones, muro que Vargas, ahora que habían pasado los días y todo había vuelto a la normalidad, ahora que se le despertaba un piadoso deseo de proteger a su mujer, atribuía casi a su entera culpa.
Podía vivir con ella y ella podía vivir con él. Los días juntos en su ciudad de residencia hasta podían tornarse dichosos, otoñales, serenos, cada uno en sus afanes. Se podía morir a su lado y ella también podría cerrar los ojos en su compañía. Ambos estaban conscientes de lo perdido y lo ganado.
Algo, sin embargo, los separaba desde el lejano comienzo, desde los primeros días en que se miraron y se gustaron, algo intangible que ni siquiera pertenecía al reino de los gustos comunes, algo de lo que adolecen casi todas las parejas del mundo, quería convencerse; una palpitación que no existe en el diario vivir sino que solo es posible de vislumbrar en la otra vida: el latido de la felicidad sublime, inalcanzable para dos meros seres que habitan el planeta. La paradoja era que ese algo tenía que ver con lo real. ¿Qué era lo real, para Vargas?
Eran los rascacielos salpicados de ilusión, de un futuro próximo feliz, planificado, ausente de peligros, la dulce vida en su máximo esplendor. Era -a la larga- la última verdad, ante la cual termina inclinando la cerviz el engañoso tránsito cotidiano: la noticia evitada del dolor que sobreviene a la muerte.