Si no estábamos dándole a la pelota de plástico a lo largo y ancho del parrón, lo más probable era que pasáramos los ratos de ocio en el techo, al estilo del barón rampante. En Ibieta había tres techos, pero los que contaban eran dos. El del frontis de la casa no valía, porque no había forma de subirse a él. Una noche que esperábamos las victorias para viajar a la mala en el soporte trasero vimos caerse al gato de la casa. Estábamos sentados en la vereda, ante la puerta. El gato caminó por el borde del techo, se cayó y se murió. No era viejo, pero se veía que estaba enfermo, andaba quejándose hace rato.
En el tiempo de las brevas arrimábamos la escalera al techo que daba a la casa de los Reyes. A mí todavía no me gustaba la Margarita, eso fue después. La Margarita era la más grande y la Blanca Luz, la más chica. Cuando me gustó la estuve cortejando una semana entera desde la pandereta. Había una huelga del magisterio que duró meses y un viernes le anuncié que al lunes siguiente le iba a decir algo importante, de puro tímido que era, porque había escuchado en la radio que las negociaciones estaban entrando a buen camino. Dicho y hecho: la huelga terminó ese fin de semana, el lunes volvimos todos a clases, se acabaron los cortejos desde la pandereta y con el tiempo se me olvidó que me gustaba. Rodolfo Reyes, que era el papá, tenía una talabartería que se llamaba "El rodeo" y unas tierras en San Fernando.
Era un techo de zinc bastante largo, tanto que el Julio lo usaba para encumbrar volantines. Una tarde corrió de espaldas para que el volantín echara vuelo y siguió de largo. Las vigas del parrón y los troncos retorcidos de las vides no pudieron impedir que se precipitara al piso como un saco de papas, con la mano sujeta al hilo y el volantín hecho tiras entre los racimos maduros del otoño. Aunque suene increíble, no le pasó nada. Años atrás yo me había caído del mismo parrón y desde menor altura y había quedado para la corneta, diez minutos sin conocimiento.
Las brevas brotaban por docenas y copaban la mitad del techo; las enormes hojas oscurecían el último rincón del patio de los Reyes. Con el tiempo la higuera fue arrancada de cuajo y el techo perdió la mitad de su encanto.
El otro techo era cuadrado y cubría el gallinero. Después de una lluvia brotaban gusanos violáceos de la tierra barrosa y las gallinas se los peleaban. Para subirse al techo había que encaramarse al ciruelo; bien entrada la primavera el árbol desbordaba de ciruelas verdes. Ese techo daba a otra casa de Reyes, la de Rogelio Reyes, que era el hermano rico de Rodolfo. No vivía en casa sino en chalet, un chalet silencioso de ventanas cerradas y cortinas corridas, donde sus pocos habitantes no emitían ruido alguno. A él nunca se le vio la cara y cuando falleció no tuve información de que en su honor se haya organizado algún entierro memorable. La propiedad era tan grande que el patio le servía para guardar sus camiones. No contento con la norma había levantado una pandereta de ladrillo tendido de tres metros de alto para separar sus bienes de la casa de la abueli. Cuando nos asomábamos a mirar desde el techo nos ladraban unos perros policiales. Un día unos trabajadores apoyaron un tablón contra la pandereta. Los perros subieron, llegaron al techo y antes de que nos mordieran saltamos al tronco del ciruelo y bajamos rajados.
Otro día me lo pasé comiendo ciruelas verdes casi toda la mañana, estaban ricas. Por la tarde tenía que jugar a la pelota en la cancha Lizana. En los camarines el profesor me puso de siete y jugué todo el partido. Empatamos cero a cero contra la Escuela 3, clásico rival. No estaba triste, pero tampoco alegre; un poco desanimado, se diría. Me vestí y ya me disponía a volver a mi casa cuando me empezó a doler la guata. Los retortijones crecían con el paso de los minutos y llegó un momento en que pensé seriamente en ir al baño que estaba al lado de los camarines, pero el hedor del escusado me quitó las ganas y preferí caminar hasta la casa, craso error.
No había recorrido ni media cuadra por la Alameda cuando empecé a obsesionarme con la imagen de un limpio inodoro instalado en un cómodo baño destinado a mi uso exclusivo. A la segunda cuadra me arrepentí de no haber cagado en el estadio, por último qué importaba que estuviera hediondo o que no hubiera papel, daba lo mismo. A la tercera cuadra la necesidad tomó cara de pánico y eché a correr para llegar pronto, a sabiendas de que aún me faltaba entrar a la calle Bueras para recorrerla de norte a sur, ocho largas cuadras llenas de casas y de transeúntes antes de llegar al cruce de Millán; y de ahí otra cuadra más, atravesando la línea del tren a Sewell, antes de golpear la puerta frente al número 129, mi anhelada casa. Pensaba angustiado en esas cosas cuando se me infló el pantalón corto y me estalló el poto. Al alivio instantáneo del vaciamiento de las tripas se les sumaron el horror y la vergüenza, mientras la mierda me escurría por las piernas. Toda esa larga calle imaginada debería enfrentarla ahora de verdad, con la frente en alto, recibiendo las burlas que ya comenzaba a oír a mi paso. No sería capaz de soportarlo, pero debía ser capaz, de modo que no hallé mejor solución a mi drama que seguir corriendo y echarme a llorar. Mi recuerdo está asociado a las carcajadas de uno o dos grandotes que me señalaban con el dedo. No constituían la ciudad entera, ni siquiera la milésima parte, pero para mí bastaba. Yo, un niño tan serio y educado, era el hazmerreír de Rancagua.
Media cuadra antes de llegar pasé corriendo frente al taller del maestro Vallejos, el zapatero de mirada triste al que acostumbraba a saludar todos los días. Tuve el coraje de gritarle "¡hola, maestrola!", como si le regalara el mismo saludo de siempre. Escuché que me devolvía el saludo; ignoro si se dio cuenta de mi estado. Aunque destrozado por dentro, guardaba las apariencias por fuera, pero mi propio cuerpo me delataba. Llegué a la puerta y golpeé con furia. Quería que la casa me tragara pronto. Mi madre corrió a abrirme y me miró de arriba abajo, aterrada. Luego me confesaría que lo primero que pensó fue que me habían atropellado. Tras reparar en mi verdadero drama me llevó a la tina y me bañó.
Lo que sucedió el resto de ese día se me borró enteramente de la memoria.
Ciertas mentes estúpidas se aprovechan de acontecimientos como estos para verter su odio y airear su despecho. Quien ha sido objeto de esas burlas retrocede en el tiempo, repasa la lección y da vuelta la hoja.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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miércoles, mayo 16, 2018
miércoles, mayo 09, 2018
Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida
Eran días densos, cuán lejanos en su espíritu vivificante de los de antaño. Me encomendaba a Dios como nunca antes lo había hecho, con frío método y serena voluntad, rayana en la obsesión, queriendo creer en lo que en el fondo no se cree en lo más mínimo, mientras veía cómo los demás clavaban los ojos en sus celulares, haciendo alarde de una pose altanera, irresponsable ante la hora clave.
Delante mío caminaba el ex Presidente de la República, solitario, abandonado por los suyos, hacia el bosque. Me acerqué y le puse el brazo derecho sobre el hombro; me dieron ganas de contarle quién era yo, pero advertí que no habría resultado ni útil ni provechoso. Frágil, sin el poder de sus años de gloria, aceptó mi abrazo y seguimos juntos al bosque, donde todo atisbo de política sería tragado en breves momentos, como la puesta del sol se traga al día.
Mi hijo me enseñó sus piernas velludas, cubiertas de manchas rojas. Lo noté preocupado y así me lo confirmó, aunque el diagnóstico médico había sido tranquilizador: estaba somatizando las enfermedades de los demás en su propio cuerpo, las estaba haciendo suyas, sin el peligro que ellas implicaban. Su cuerpo era una muestra de que el mundo se había convertido en una gran enfermedad.
¿Qué esperaba el mundo de nosotros? Que yo supiera, nada; éramos nosotros, y solo nosotros, quienes debíamos descubrirle sus falencias, dejándolo al desnudo. Nos cabía un deber de proporciones, que ignorábamos, aunque lo asumíamos como una misión sagrada.
En lo más hondo del bosque, allí donde reinan la oscuridad y la angustia, fuimos testigos del desfile de un coro avasallador. Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida, hermanados en la ciega fe de la locura. Una áspera intuición me ordenó unirme a ellos, ahora estaba solo nuevamente, pero fui rechazado con el helado gesto de la indiferencia; sin embargo me cabía la certeza de no hallarme ante una secta de iniciados, no eran ellos la suma de la inteligencia humana que, como se sabe, es despreciativa. No se trataba de eso, sino de una especie de disolución de la verdad en una especie de líquido anodino: eran simples seres pletóricos de un sentimiento inefable, que traduje erradamente como piedad. Y sin embargo, cuán diferentes, cuán puros y resueltos en comparación a lo que había conocido hasta el momento.
Eran destellos en el bosque; no conseguían alumbrarlo, mas proyectaban imperceptibles sombras, como si el follaje marengo fuese cubierto por un manto de negrura de manera repentina y pasajera.
¿Dónde habitaba allí la bajeza? ¿Qué del dolor, del imperativo de la carne, de la vanidad humanas? ¿Había necesariamente que penetrar en lo más profundo del bosque para toparse cara a cara con el coro eufórico de voces que llevaban al centro de la nada? ¿O acaso no portaban también ellos el germen de la enajenación, al igual que el más común de los mortales?
Yo debía serlo todo, resolví, la depravación y la pureza, pero esta última me llevaba demasiada ventaja, debía retroceder demasiado para aspirar a alcanzarla, eso me enseñaba el fantasma de la redención.
Delante mío caminaba el ex Presidente de la República, solitario, abandonado por los suyos, hacia el bosque. Me acerqué y le puse el brazo derecho sobre el hombro; me dieron ganas de contarle quién era yo, pero advertí que no habría resultado ni útil ni provechoso. Frágil, sin el poder de sus años de gloria, aceptó mi abrazo y seguimos juntos al bosque, donde todo atisbo de política sería tragado en breves momentos, como la puesta del sol se traga al día.
Mi hijo me enseñó sus piernas velludas, cubiertas de manchas rojas. Lo noté preocupado y así me lo confirmó, aunque el diagnóstico médico había sido tranquilizador: estaba somatizando las enfermedades de los demás en su propio cuerpo, las estaba haciendo suyas, sin el peligro que ellas implicaban. Su cuerpo era una muestra de que el mundo se había convertido en una gran enfermedad.
¿Qué esperaba el mundo de nosotros? Que yo supiera, nada; éramos nosotros, y solo nosotros, quienes debíamos descubrirle sus falencias, dejándolo al desnudo. Nos cabía un deber de proporciones, que ignorábamos, aunque lo asumíamos como una misión sagrada.
En lo más hondo del bosque, allí donde reinan la oscuridad y la angustia, fuimos testigos del desfile de un coro avasallador. Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida, hermanados en la ciega fe de la locura. Una áspera intuición me ordenó unirme a ellos, ahora estaba solo nuevamente, pero fui rechazado con el helado gesto de la indiferencia; sin embargo me cabía la certeza de no hallarme ante una secta de iniciados, no eran ellos la suma de la inteligencia humana que, como se sabe, es despreciativa. No se trataba de eso, sino de una especie de disolución de la verdad en una especie de líquido anodino: eran simples seres pletóricos de un sentimiento inefable, que traduje erradamente como piedad. Y sin embargo, cuán diferentes, cuán puros y resueltos en comparación a lo que había conocido hasta el momento.
Eran destellos en el bosque; no conseguían alumbrarlo, mas proyectaban imperceptibles sombras, como si el follaje marengo fuese cubierto por un manto de negrura de manera repentina y pasajera.
¿Dónde habitaba allí la bajeza? ¿Qué del dolor, del imperativo de la carne, de la vanidad humanas? ¿Había necesariamente que penetrar en lo más profundo del bosque para toparse cara a cara con el coro eufórico de voces que llevaban al centro de la nada? ¿O acaso no portaban también ellos el germen de la enajenación, al igual que el más común de los mortales?
Yo debía serlo todo, resolví, la depravación y la pureza, pero esta última me llevaba demasiada ventaja, debía retroceder demasiado para aspirar a alcanzarla, eso me enseñaba el fantasma de la redención.
martes, mayo 01, 2018
El colibrí
Un colibrí se esconde en el ramaje antes de suspenderse a libar. Son las siete de la tarde; la noche se vislumbra a la vuelta de la esquina. No parece un buen momento para ganarse la vida, la hora llama al descanso.
Pero tú permaneces confundido entre el ramaje, como un hombre pensando en la disyuntiva que te ofrece el final de la jornada.
Es tarde, hace frío, corre viento, el día fue engañoso, hubo flores, no se te dieron abiertas ni fragantes, te quedaste con hambre y la sed no se calmó.
Se avecina un largo invierno. Aún es tiempo de libar, aun en los bordes del tiempo.
En esa disyuntiva estás, igual que al hombre al que los años ya le pesan como adobes que cargara en la espalda.
Los primeros segundos habrán de ser los más terribles para los testigos de tu último suspiro; un, dos, tres, el tiempo te irá dejando solo, rígido, verdoso, ausente del entorno.
Dará lo mismo lo que venga, avecilla, siete ocho, nueve, el reloj correrá hacia atrás, rígido su martillazo de piedra, habrá comenzado el olvido.
Pero tú permaneces confundido entre el ramaje, como un hombre pensando en la disyuntiva que te ofrece el final de la jornada.
Es tarde, hace frío, corre viento, el día fue engañoso, hubo flores, no se te dieron abiertas ni fragantes, te quedaste con hambre y la sed no se calmó.
Se avecina un largo invierno. Aún es tiempo de libar, aun en los bordes del tiempo.
En esa disyuntiva estás, igual que al hombre al que los años ya le pesan como adobes que cargara en la espalda.
Los primeros segundos habrán de ser los más terribles para los testigos de tu último suspiro; un, dos, tres, el tiempo te irá dejando solo, rígido, verdoso, ausente del entorno.
Dará lo mismo lo que venga, avecilla, siete ocho, nueve, el reloj correrá hacia atrás, rígido su martillazo de piedra, habrá comenzado el olvido.
miércoles, abril 25, 2018
Pato Zapato
Mi zapato nuevo es negro y tiene filigranas en el empeine. Es un zapato clásico, de cuero-cuero, punta redonda, marca Guante, "imitado, jamás igualado", como reza su publicidad. Hace como veinte años o como veintidós años que quería tener unos zapatos Guante. Ahora que lo pienso mejor, exactamente hace veintitrés años. Recuerdo cuando me echaba la plata al bolsillo y partía al centro. Me acercaba a la vitrina, los miraba, veía el precio y me iba a la zapatería de al lado. Ayer finalmente saqué la tarjeta, me los compré y ahora uno cuelga y se columpia junto con mi pierna derecha mientras lo miro, sentado en el sofá.
Antes vivía al tres y al cuatro. Ahora la plata me alcanza para hacer desarreglos como este. Antes el sueldo me lo daban al contado dentro de un sobre; ahora me lo depositan en la cuenta corriente. Antes era irascible e intolerante, impetuoso, besador. Ahora me he puesto más tranquilo y tengo dos nietos que me llaman Tatines.
Me gustan las formas clásicas, conservadoras, aunque me empeñe en demostrar lo contrario. Quería un zapato de marca y ahora lo tengo. Las marcas se le meten a uno en la cabeza cuando ve que alguien cercano, levemente superior, las usa. Había un colega en la oficina que decía que el mejor ahorro se hacía comprando cosas de calidad y que por eso calzaba Guante. ¿Qué será de él?
Es bonito mi zapato, da la sensación de solidez financiera, pero noto que ya no está entre los top ten, noto que hace mucho desempeña un papel secundario en el exclusivo mundo de la horma fina y que los verdaderos ejecutivos compran zapatos ingleses o italianos. He esperado veintitrés años para llegar justo tarde.
Zapato zapato zapato, la palabra se me antoja divertida, seca. Me acuerdo del cuento que me leía mi madre, cuando Gallo Caballo, Oca Bicoca, Pato Zapato y Gallina Fina huyeron al bosque creyendo que el cielo anunciaba ruina. Y los muy tontos, animales al fin, anda que andarás cayeron como chorlitos en la cueva de Vulpeja Vieja.
En mis tiempos, los zapatos tenían que ver con la pubertad; antes de esa edad eran simples objetos que servían para caminar. Hoy el elástico de la sociedad se estiró. La moda y el cine ya no se dictan apuntando a los mayores, ni siquiera a los jóvenes: son los niños y aun los viejos el epicentro del consumismo; a su vez el ingreso al mundo laboral pasó a relacionarse estrechamente con la madurez y llegará el día en que el trabajo humano será recordado con nostalgia. Los niños exigen zapatillas de marca, los ancianos salen a bailar y los grandulones no se marchan de la casa de sus padres ni siquiera ganando buenos sueldos.
A los 11, 12 años, al regresar de clases en el liceo, me detenía religiosamente ante las vitrinas de la zapatería Imperial, ubicada en Bueras con Independencia, esquina sur poniente. Allí se exhibían los zapatos de moda, los que todo adolescente soñaba calzar. Para mí, eran aquellos de color negro o café con un fino borde extra de cuero que corría por los costados y se perdía antes del taco en una diagonal que terminaba en la suela. Es complicado de explicar, pero fácil de entender si se los ve. Ese modelo debía poseer además la cualidad de sonar. “Mamá, quiero unos zapatos que suenen”, solía pedirle, influenciado por las películas de detectives o de espadachines, donde los héroes o villanos hacían retumbar su calzado en estrechos pasillos nocturnos, simple acción que provocaba un raro placer en el espectador. En estricto rigor, lo que yo deseaba eran unos zapatos con taco de suela, aunque mi mamá, siempre cuidadosa con la plata, terminaba comprándomelos con taco de goma, porque duraban más.
El Séper, mi primo, que era más grande, convirtió su sueño, que también era el mío, en realidad. Al tiempo que estudiaba, hacía trabajos menores y más de una vez señaló, ambos frente a la vitrina, que esos son, ahí están los zapatos que me voy a comprar, mientras el vidrio devolvía las imágenes de un adolescente de ojos picarones y de un imberbe de cejas juntas al que sus compañeros apodaban Pelado.
Una de esas frías mañanas, camino al liceo, me los mostró: eran flamantes y sonaban como ninguno. El secreto estribaba en que apenas los compró se los llevó al zapatero para que les instalara un refuerzo metálico en el borde trasero de los tacos. Así evitaba que se gastaran, al tiempo que el golpeteo se redoblaba.
Más tarde llegó la moda de las botas beatle. Había que tener botas beatle y las mías se mandaron a hacer a un zapatero de Santiago que nos recomendó la tía Luchita. Viajamos con el Vitorio, nos tomaron las medidas y 20 días después llegaron los dos pares de botas a la casa. Se veían preciosas, con el elástico negro por los costados, pero presionaban el empeine hasta la desesperación, de tal modo que el placer era ambiguo, mezcla de dicha y tortura.
Andando el tiempo surgió la moda de los pañuelos de seda sintética, bastante al alcance de la mano. Se lucían bajo la camisa, en vez de la corbata, y la combinación ideal los exigía con zapatos de gamuza o mocasines. Un verano viajamos con el Lucho a Santiago, con la expresa misión de hacernos de un par cada uno. Yo estaba obsesionado con que fueran sin suela y así me los compré en una zapatería de la calle Bandera: blancos y sin suela. Me quedaron flor flai. Antes de volver a Rancagua pasamos al cine Metro y vimos “Los doce del patíbulo”. Me quedó marcada una escena en que Telly Savalas, que representaba a un loco mesiánico, se prenda de una rubia nazi y la acuchilla: estaba siendo testigo del primer asomo de depravación en mi existencia. Días después me puse los mocasines para festejar el año nuevo en la fiesta popular de la Medialuna. Estuve toda la noche junto a la orquesta, mirando deprimido cómo los demás bailaban, y regresé a casa al amanecer, con los pies para la miseria.
Cómo echo de menos esos días, sentado ahora en el sofá, solo en la noche, el plato vacío, la copa vacía, descansando luego de la ardua jornada, mi mujer durmiendo, aburrido de no hacer nada, mirando mi zapato nuevo.
Antes vivía al tres y al cuatro. Ahora la plata me alcanza para hacer desarreglos como este. Antes el sueldo me lo daban al contado dentro de un sobre; ahora me lo depositan en la cuenta corriente. Antes era irascible e intolerante, impetuoso, besador. Ahora me he puesto más tranquilo y tengo dos nietos que me llaman Tatines.
Me gustan las formas clásicas, conservadoras, aunque me empeñe en demostrar lo contrario. Quería un zapato de marca y ahora lo tengo. Las marcas se le meten a uno en la cabeza cuando ve que alguien cercano, levemente superior, las usa. Había un colega en la oficina que decía que el mejor ahorro se hacía comprando cosas de calidad y que por eso calzaba Guante. ¿Qué será de él?
Es bonito mi zapato, da la sensación de solidez financiera, pero noto que ya no está entre los top ten, noto que hace mucho desempeña un papel secundario en el exclusivo mundo de la horma fina y que los verdaderos ejecutivos compran zapatos ingleses o italianos. He esperado veintitrés años para llegar justo tarde.
Zapato zapato zapato, la palabra se me antoja divertida, seca. Me acuerdo del cuento que me leía mi madre, cuando Gallo Caballo, Oca Bicoca, Pato Zapato y Gallina Fina huyeron al bosque creyendo que el cielo anunciaba ruina. Y los muy tontos, animales al fin, anda que andarás cayeron como chorlitos en la cueva de Vulpeja Vieja.
En mis tiempos, los zapatos tenían que ver con la pubertad; antes de esa edad eran simples objetos que servían para caminar. Hoy el elástico de la sociedad se estiró. La moda y el cine ya no se dictan apuntando a los mayores, ni siquiera a los jóvenes: son los niños y aun los viejos el epicentro del consumismo; a su vez el ingreso al mundo laboral pasó a relacionarse estrechamente con la madurez y llegará el día en que el trabajo humano será recordado con nostalgia. Los niños exigen zapatillas de marca, los ancianos salen a bailar y los grandulones no se marchan de la casa de sus padres ni siquiera ganando buenos sueldos.
A los 11, 12 años, al regresar de clases en el liceo, me detenía religiosamente ante las vitrinas de la zapatería Imperial, ubicada en Bueras con Independencia, esquina sur poniente. Allí se exhibían los zapatos de moda, los que todo adolescente soñaba calzar. Para mí, eran aquellos de color negro o café con un fino borde extra de cuero que corría por los costados y se perdía antes del taco en una diagonal que terminaba en la suela. Es complicado de explicar, pero fácil de entender si se los ve. Ese modelo debía poseer además la cualidad de sonar. “Mamá, quiero unos zapatos que suenen”, solía pedirle, influenciado por las películas de detectives o de espadachines, donde los héroes o villanos hacían retumbar su calzado en estrechos pasillos nocturnos, simple acción que provocaba un raro placer en el espectador. En estricto rigor, lo que yo deseaba eran unos zapatos con taco de suela, aunque mi mamá, siempre cuidadosa con la plata, terminaba comprándomelos con taco de goma, porque duraban más.
El Séper, mi primo, que era más grande, convirtió su sueño, que también era el mío, en realidad. Al tiempo que estudiaba, hacía trabajos menores y más de una vez señaló, ambos frente a la vitrina, que esos son, ahí están los zapatos que me voy a comprar, mientras el vidrio devolvía las imágenes de un adolescente de ojos picarones y de un imberbe de cejas juntas al que sus compañeros apodaban Pelado.
Una de esas frías mañanas, camino al liceo, me los mostró: eran flamantes y sonaban como ninguno. El secreto estribaba en que apenas los compró se los llevó al zapatero para que les instalara un refuerzo metálico en el borde trasero de los tacos. Así evitaba que se gastaran, al tiempo que el golpeteo se redoblaba.
Más tarde llegó la moda de las botas beatle. Había que tener botas beatle y las mías se mandaron a hacer a un zapatero de Santiago que nos recomendó la tía Luchita. Viajamos con el Vitorio, nos tomaron las medidas y 20 días después llegaron los dos pares de botas a la casa. Se veían preciosas, con el elástico negro por los costados, pero presionaban el empeine hasta la desesperación, de tal modo que el placer era ambiguo, mezcla de dicha y tortura.
Andando el tiempo surgió la moda de los pañuelos de seda sintética, bastante al alcance de la mano. Se lucían bajo la camisa, en vez de la corbata, y la combinación ideal los exigía con zapatos de gamuza o mocasines. Un verano viajamos con el Lucho a Santiago, con la expresa misión de hacernos de un par cada uno. Yo estaba obsesionado con que fueran sin suela y así me los compré en una zapatería de la calle Bandera: blancos y sin suela. Me quedaron flor flai. Antes de volver a Rancagua pasamos al cine Metro y vimos “Los doce del patíbulo”. Me quedó marcada una escena en que Telly Savalas, que representaba a un loco mesiánico, se prenda de una rubia nazi y la acuchilla: estaba siendo testigo del primer asomo de depravación en mi existencia. Días después me puse los mocasines para festejar el año nuevo en la fiesta popular de la Medialuna. Estuve toda la noche junto a la orquesta, mirando deprimido cómo los demás bailaban, y regresé a casa al amanecer, con los pies para la miseria.
Cómo echo de menos esos días, sentado ahora en el sofá, solo en la noche, el plato vacío, la copa vacía, descansando luego de la ardua jornada, mi mujer durmiendo, aburrido de no hacer nada, mirando mi zapato nuevo.
sábado, abril 21, 2018
Este ser
Este ser, presente en toda manifestación de vida en el universo; este ser cuyo cuerpo se degrada y muere. Este ser que late en otros cuerpos, indemne, refulgente. Este ser que ríe de alegría y llora de dolor.
Este ser omnipresente, silencioso. Ajeno a su entorno, negador, egoísta y obsesivo, indiferente, insensible, sólido como el acero en su levedad de perfecta relojería, tenaz, implacable. Este ser que gobierna, se enciende y se apaga sin sufrir, sin cantar, sin amar.
Lo piensan, lo estudian, lo admiran, hay quienes se entregan a él. Tan sencillo como que es; tan inefable como no saber qué es aquello que es.
Corre dentro de mi cuerpo, y cuando mi cuerpo sufre es que me anuncia su partida, su traslado a otras zonas de la tierra. Se anida en mí y yo quisiera ser como él, penetrar en sus entrañas, saliéndome de mí para entrar en él, mas debo apenas convivir, apenas acogerlo con asombro mientras él y yo nos vamos haciendo viejos, construyendo nuestra vida.
Me abro, me expando y pruebo; luego me cierro y me guarezco. Vamos de la mano a tientas.
Dependo de él, y él depende de mí. Pero él es más que yo. Y yo, más que él.
Este ser omnipresente, silencioso. Ajeno a su entorno, negador, egoísta y obsesivo, indiferente, insensible, sólido como el acero en su levedad de perfecta relojería, tenaz, implacable. Este ser que gobierna, se enciende y se apaga sin sufrir, sin cantar, sin amar.
Lo piensan, lo estudian, lo admiran, hay quienes se entregan a él. Tan sencillo como que es; tan inefable como no saber qué es aquello que es.
Corre dentro de mi cuerpo, y cuando mi cuerpo sufre es que me anuncia su partida, su traslado a otras zonas de la tierra. Se anida en mí y yo quisiera ser como él, penetrar en sus entrañas, saliéndome de mí para entrar en él, mas debo apenas convivir, apenas acogerlo con asombro mientras él y yo nos vamos haciendo viejos, construyendo nuestra vida.
Me abro, me expando y pruebo; luego me cierro y me guarezco. Vamos de la mano a tientas.
Dependo de él, y él depende de mí. Pero él es más que yo. Y yo, más que él.
viernes, abril 13, 2018
Una odisea del espacio
Con mis papás y el Vitorio íbamos a Santiago en contadas ocasiones: a visitar familiares, consultar al doctor o pasar una tarde en el Goyescas. Cuando la edad ya lo permitió, me separé de ellos y mis viajes se cubrieron de un barniz cultural. En esos años el género dramático se había puesto de moda y asistir a una obra de la Compañía de los Cuatro en el teatro Petit Rex o del grupo Ictus en la sala La Comedia, junto a mis compañeros de curso, se consideraba un inestimable aporte cultural para los desenchufados estudiantes que éramos entonces, de modo que las visitas eran promovidas por los propios maestros del liceo.
Dichos viajes constituían para nosotros toda una aventura. Subíamos al tren; el Tonyi encendía su primer Lucky sin filtro y lo aspiraba con una triste satisfacción, sin saber realmente dónde residía el placer de fumar, si en la succión, en la retención del humo, en su expulsión acompañada de un leve suspiro o en los anillos voluptuosos que subían hacia el techo del vagón. El Honeyman y el Tatán sacaban sus respectivas cajetillas importadas y yo hacía lo propio con la mía, generalmente Pall Mall largo sin filtro. El Ogaz fumaba cigarrillos mentolados, Nevada o Kool. El Ogaz era hijo de carnicero, oficio que entonces no hacía ni millonaria ni jactanciosa a una familia, pero sí la encumbraba a los peldaños más elevados de la clase media, equivalentes, podría decirse, al empleado de oficina de la Braden.
Al llegar a la Estación Central enfilábamos por desconocidas calles hacia el centro de Santiago, calles rodeadas de altos edificios impregnados de un smog inexistente en nuestra ciudad, que nos provocaba al final del día fuertes dolores de cabeza. En Ahumada bajábamos corriendo los escalones que nos hacían ingresar al fantástico mundo de los flippers, donde gastábamos las pocas fichas que nos permitía la plata que andábamos trayendo; luego comíamos hotdogs con mayonesa y rematábamos en el teatro, que nos recibía con una agradable temperatura calefaccionada. Allí nos transformábamos en boquiabiertos testigos de obras revolucionarias. En una de ellas dos hombres se besaban. Por imperativo del guión, uno de los hermanos Duvauchelle y otro actor que no recuerdo, pudo ser Marcelo Romo, lo hicieron rápida y violentamente, pero cubriendo sus caras con los brazos, porque más que eso hubiese desatado un escándalo en la sala.
Para vislumbrar a través de cualquier escondrijo la revolución que se nos estaba viniendo encima recurríamos a lo que nuestra ciudad nos permitía. Por ejemplo, ver "A esta hora se improvisa" a la hora más indeseada del domingo, aquella en que debíamos estar en cama, esperando el inicio de la nueva semana de clases. Superábamos el sueño porque todo se estaba haciendo de nuevo, el cine, el teatro, la música, la política y la literatura. A la librería Cervantes llegaban con cierto atraso los cuentos de Cortázar, que no se entendían, y las novelas de Vargas Llosa, que asombraban por su desorden estructural. La radio nos traía las creaciones de la segunda etapa de los Beatles, la etapa transgresora que rompía con todo lo establecido en materia musical. Vivíamos la era de los rompecabezas. La democracia ya no valía por sí sola: había que acompañarla de un fusil.
De aquellos brotes apenas entraban a Rancagua ecos en sordina y por eso, para tomarlos de primera mano, había que ir a Santiago, había que ir al cine, al teatro, a las grandes librerías, a la Feria del Disco, sobre todo a las sesiones de la Cámara y el Senado, donde podíamos ver en carne y hueso y a corta distancia a los hombres del momento, los parlamentarios que libraban el preámbulo de la batalla de Chile desde sus curules aterciopelados, ordenando granadina para aclarar las gargantas. Eran los mismos que vociferaban semana a semana en la TV, vestidos de terno, corbata y chaleco.
Por esa misma época el crítico de cine Incinerador se había deshecho en halagos con la película "2001, Odisea del espacio" en su columna dominical del diario "Clarín". Lo menos que escribió fue que se trataba de una obra revolucionaria. El crítico indiscutible había utilizado la palabra del momento, la palabra sagrada, la que abría las puertas del corazón y de la mente, de modo que se consideró una obligación viajar a ver el filme.
Cuando se apagaron las luces y aparecieron las primeras imágenes en la pantalla gigante del Cinerama sentí bruscamente que me hallaba ante lo que había descrito Incinerador, pero multiplicado por cinco, la diferencia entre leer y ser partícipe de algo. Era un prodigio de película y encima su trama apasionante, misteriosa y refulgente era ininteligible. Estábamos ante una obra revolucionaria, inmersos de pronto entre las estrellas, más cerca de ellas que como nunca lo habíamos estado en las oscuras noches rancagüinas.
Lo que más me impresionó fue la luminosidad aséptica que bañaba la nave espacial y la habitación a la que vuelve el astronauta, al final de la película. Acostado en su cama, viejo y arrugado hasta el pavor, esperaba la muerte inmerso en una atmósfera de pulcritud y soledad que se tornaban angustiantes.
Como si hubiese recibido un combo a la maleta, salí del cine abrumado, empequeñecido, con la cabeza inflamada por las imágenes y el smog capitalino. Nunca Santiago -hasta esa noche moderno, quimérico, inabarcable- me pareció tan nimio y descuidado. Sus calles se nos ofrecían sucias, pegajosas. A los edificios les faltaba altura y majestuosidad. Todo era tosco, desordenado, plomizo. Las ampolletas amarillentas de los postes, tenues; las veredas, groseras. La gente, rústica. El conjunto entero carecía de luz e irrealidad.
A bordo del tren me seguía persiguiendo la sensación de que mi espíritu no se debía a nada que lo rodeara. El tren nocturno viajaba de vuelta a Rancagua con su traca traca demoledor. A través del vidrio se insinuaban paisajes desolados, mientras mis amigos fumaban y charlaban con esa voz estentórea propia de los adolescentes. A la altura de San Francisco de Mostazal y ante nuestra estupefacción el Ogaz, en un rapto de frenesí, abrió la ventanilla y lanzó al viento un fajo de billetes que sacó de sus bolsillos. Reía con una risa enloquecida.
Dichos viajes constituían para nosotros toda una aventura. Subíamos al tren; el Tonyi encendía su primer Lucky sin filtro y lo aspiraba con una triste satisfacción, sin saber realmente dónde residía el placer de fumar, si en la succión, en la retención del humo, en su expulsión acompañada de un leve suspiro o en los anillos voluptuosos que subían hacia el techo del vagón. El Honeyman y el Tatán sacaban sus respectivas cajetillas importadas y yo hacía lo propio con la mía, generalmente Pall Mall largo sin filtro. El Ogaz fumaba cigarrillos mentolados, Nevada o Kool. El Ogaz era hijo de carnicero, oficio que entonces no hacía ni millonaria ni jactanciosa a una familia, pero sí la encumbraba a los peldaños más elevados de la clase media, equivalentes, podría decirse, al empleado de oficina de la Braden.
Al llegar a la Estación Central enfilábamos por desconocidas calles hacia el centro de Santiago, calles rodeadas de altos edificios impregnados de un smog inexistente en nuestra ciudad, que nos provocaba al final del día fuertes dolores de cabeza. En Ahumada bajábamos corriendo los escalones que nos hacían ingresar al fantástico mundo de los flippers, donde gastábamos las pocas fichas que nos permitía la plata que andábamos trayendo; luego comíamos hotdogs con mayonesa y rematábamos en el teatro, que nos recibía con una agradable temperatura calefaccionada. Allí nos transformábamos en boquiabiertos testigos de obras revolucionarias. En una de ellas dos hombres se besaban. Por imperativo del guión, uno de los hermanos Duvauchelle y otro actor que no recuerdo, pudo ser Marcelo Romo, lo hicieron rápida y violentamente, pero cubriendo sus caras con los brazos, porque más que eso hubiese desatado un escándalo en la sala.
Para vislumbrar a través de cualquier escondrijo la revolución que se nos estaba viniendo encima recurríamos a lo que nuestra ciudad nos permitía. Por ejemplo, ver "A esta hora se improvisa" a la hora más indeseada del domingo, aquella en que debíamos estar en cama, esperando el inicio de la nueva semana de clases. Superábamos el sueño porque todo se estaba haciendo de nuevo, el cine, el teatro, la música, la política y la literatura. A la librería Cervantes llegaban con cierto atraso los cuentos de Cortázar, que no se entendían, y las novelas de Vargas Llosa, que asombraban por su desorden estructural. La radio nos traía las creaciones de la segunda etapa de los Beatles, la etapa transgresora que rompía con todo lo establecido en materia musical. Vivíamos la era de los rompecabezas. La democracia ya no valía por sí sola: había que acompañarla de un fusil.
De aquellos brotes apenas entraban a Rancagua ecos en sordina y por eso, para tomarlos de primera mano, había que ir a Santiago, había que ir al cine, al teatro, a las grandes librerías, a la Feria del Disco, sobre todo a las sesiones de la Cámara y el Senado, donde podíamos ver en carne y hueso y a corta distancia a los hombres del momento, los parlamentarios que libraban el preámbulo de la batalla de Chile desde sus curules aterciopelados, ordenando granadina para aclarar las gargantas. Eran los mismos que vociferaban semana a semana en la TV, vestidos de terno, corbata y chaleco.
Por esa misma época el crítico de cine Incinerador se había deshecho en halagos con la película "2001, Odisea del espacio" en su columna dominical del diario "Clarín". Lo menos que escribió fue que se trataba de una obra revolucionaria. El crítico indiscutible había utilizado la palabra del momento, la palabra sagrada, la que abría las puertas del corazón y de la mente, de modo que se consideró una obligación viajar a ver el filme.
Cuando se apagaron las luces y aparecieron las primeras imágenes en la pantalla gigante del Cinerama sentí bruscamente que me hallaba ante lo que había descrito Incinerador, pero multiplicado por cinco, la diferencia entre leer y ser partícipe de algo. Era un prodigio de película y encima su trama apasionante, misteriosa y refulgente era ininteligible. Estábamos ante una obra revolucionaria, inmersos de pronto entre las estrellas, más cerca de ellas que como nunca lo habíamos estado en las oscuras noches rancagüinas.
Lo que más me impresionó fue la luminosidad aséptica que bañaba la nave espacial y la habitación a la que vuelve el astronauta, al final de la película. Acostado en su cama, viejo y arrugado hasta el pavor, esperaba la muerte inmerso en una atmósfera de pulcritud y soledad que se tornaban angustiantes.
Como si hubiese recibido un combo a la maleta, salí del cine abrumado, empequeñecido, con la cabeza inflamada por las imágenes y el smog capitalino. Nunca Santiago -hasta esa noche moderno, quimérico, inabarcable- me pareció tan nimio y descuidado. Sus calles se nos ofrecían sucias, pegajosas. A los edificios les faltaba altura y majestuosidad. Todo era tosco, desordenado, plomizo. Las ampolletas amarillentas de los postes, tenues; las veredas, groseras. La gente, rústica. El conjunto entero carecía de luz e irrealidad.
A bordo del tren me seguía persiguiendo la sensación de que mi espíritu no se debía a nada que lo rodeara. El tren nocturno viajaba de vuelta a Rancagua con su traca traca demoledor. A través del vidrio se insinuaban paisajes desolados, mientras mis amigos fumaban y charlaban con esa voz estentórea propia de los adolescentes. A la altura de San Francisco de Mostazal y ante nuestra estupefacción el Ogaz, en un rapto de frenesí, abrió la ventanilla y lanzó al viento un fajo de billetes que sacó de sus bolsillos. Reía con una risa enloquecida.
miércoles, abril 11, 2018
El caballo que hablaba
El día del compromiso sus padres llegaron puntualmente a mi casa, vestidos como lo exigía la ocasión. Mi madre apareció de la cocina saltando de alegría, lo que consideré una muy buena señal: les caerá bien a todos, me dije. A mi padre no lo divisaba por ningún lado.
Aguardando el trance en la salita de estar
Se veía tan pequeña, con su piso de cemento. La estufa rectangular gris verdosa ubicada en un rincón no lograba calefaccionar el ambiente.
Momento para nosotros dos
Salimos al patio circundado por panderetas de ladrillo, ella y yo. Caminamos por el pasto amarillento, bajo el tibio sol del cielo otoñal. A lo lejos, árboles frondosos. Un momento para nosotros dos, en plena visita de estilo. Las cosas andaban más o menos bien.
El caballo que habla
Traspasado el límite y al tratar de cruzar una acequia por un camino angosto, un caballo de pueblo nos cortó el paso. Era de color negro y se hallaba amarrado a un tronco, de modo que aunque deseaba impedirnos el libre tránsito no podía. Estiraba la cabeza y no le daba para llegar al camino, sin embargo quedaba demasiado cerca y me lo advertía con gestos y palabras. Pudiera ser que me echara una mordida.
El caballo me está hablando, le transmití a ella. Un discurso tranquilo y persistente, revelador de su eventual poderío. De atreverme a cruzar, me atrevía, pero de que lo fuese a hacer era algo muy diferente.
En un momento el caballo se alejó y aproveché para cruzar.
Caminé un buen trecho, sabiendo que me seguiría para darme mi merecido, que fue lo que determinó hacer. Pero al momento crucial cayó atrapado y se echó al suelo.
"Antes de volver, déjame echar una meada", le rogó a su custodio, un campesino de la zona.
Concedida la autorización, el caballo expulsó un chorro de orina, con una mueca de resignación, y se entregó.
Aguardando el trance en la salita de estar
Se veía tan pequeña, con su piso de cemento. La estufa rectangular gris verdosa ubicada en un rincón no lograba calefaccionar el ambiente.
Momento para nosotros dos
Salimos al patio circundado por panderetas de ladrillo, ella y yo. Caminamos por el pasto amarillento, bajo el tibio sol del cielo otoñal. A lo lejos, árboles frondosos. Un momento para nosotros dos, en plena visita de estilo. Las cosas andaban más o menos bien.
El caballo que habla
Traspasado el límite y al tratar de cruzar una acequia por un camino angosto, un caballo de pueblo nos cortó el paso. Era de color negro y se hallaba amarrado a un tronco, de modo que aunque deseaba impedirnos el libre tránsito no podía. Estiraba la cabeza y no le daba para llegar al camino, sin embargo quedaba demasiado cerca y me lo advertía con gestos y palabras. Pudiera ser que me echara una mordida.
El caballo me está hablando, le transmití a ella. Un discurso tranquilo y persistente, revelador de su eventual poderío. De atreverme a cruzar, me atrevía, pero de que lo fuese a hacer era algo muy diferente.
En un momento el caballo se alejó y aproveché para cruzar.
Caminé un buen trecho, sabiendo que me seguiría para darme mi merecido, que fue lo que determinó hacer. Pero al momento crucial cayó atrapado y se echó al suelo.
"Antes de volver, déjame echar una meada", le rogó a su custodio, un campesino de la zona.
Concedida la autorización, el caballo expulsó un chorro de orina, con una mueca de resignación, y se entregó.
jueves, abril 05, 2018
El hombre rutinario
El hombre rutinario ignora que es feliz, pero lo sabe. Cada mañana, al levantarse, se adelanta hasta el detalle en el día que le espera, desde el momento en que aplica la crema de afeitar sobre su cara humedecida por el agua caliente de la llave hasta aquel en que, luego de beber su vaso de whisky, apaga la televisión, se lava los dientes y se mete a la cama. Será un día igual que el anterior y sin embargo comprueba por la noche, mientras hace el recuento, la cabeza presionando la almohada, que no fue lo que imaginó. Ninguno de sus pensamientos, ninguna de sus anticipaciones correspondieron a lo que esperaba de ese día. Aun así, fue un día rutinario, un día más en la rutina de su vida.
El hombre rutinario ignora que es feliz, porque no es feliz. Cada mañana camina a su trabajo con decenas de pensamientos en la mente, que se repiten y estorban la limpieza de su ruta. Junto a él avanza una procesión de autos rutinarios, un conjunto de máquinas vociferantes que se atasca en los semáforos. Adentro de las máquinas se hallan investigadores científicos, enfermeras, asesinos en potencia, mujeres y hombres infieles, aprendices de corredores de la bolsa, jóvenes ansiosas, comunicadores virtuales, quienes viven sus propias pesadillas y sus propias esperanzas, sus propias fantasías. Árboles frondosos acompañan los pasos del hombre rutinario; le transmiten mensajes que no escucha, porque el hombre rutinario solo escucha los mensajes que le transmite su pensamiento. La rutina de su vida nubla la escenografía que le ofrece el mundo; hasta las novedades se le pasan de largo. Las nota, pero no afectan su sentir.
El hombre rutinario ignora que es feliz, y aunque sabe que es feliz, quisiera ser feliz completamente. No le satisface hallarse vivo de por sí. No le satisface que la vida fluya, y él con ella. Aspira a una vida de placeres, a nunca más sufrir, a que nunca sufran quienes lo rodean, y por eso no hace más que oír, prestar oídos, al redoble fantasmal de lejanas campanadas, redobles venidos del fondo de la tierra húmeda.
La rutina del hombre rutinario consiste en enfrentar la última verdad en cada paso.
Y esa es su felicidad.
El hombre rutinario ignora que es feliz, porque no es feliz. Cada mañana camina a su trabajo con decenas de pensamientos en la mente, que se repiten y estorban la limpieza de su ruta. Junto a él avanza una procesión de autos rutinarios, un conjunto de máquinas vociferantes que se atasca en los semáforos. Adentro de las máquinas se hallan investigadores científicos, enfermeras, asesinos en potencia, mujeres y hombres infieles, aprendices de corredores de la bolsa, jóvenes ansiosas, comunicadores virtuales, quienes viven sus propias pesadillas y sus propias esperanzas, sus propias fantasías. Árboles frondosos acompañan los pasos del hombre rutinario; le transmiten mensajes que no escucha, porque el hombre rutinario solo escucha los mensajes que le transmite su pensamiento. La rutina de su vida nubla la escenografía que le ofrece el mundo; hasta las novedades se le pasan de largo. Las nota, pero no afectan su sentir.
El hombre rutinario ignora que es feliz, y aunque sabe que es feliz, quisiera ser feliz completamente. No le satisface hallarse vivo de por sí. No le satisface que la vida fluya, y él con ella. Aspira a una vida de placeres, a nunca más sufrir, a que nunca sufran quienes lo rodean, y por eso no hace más que oír, prestar oídos, al redoble fantasmal de lejanas campanadas, redobles venidos del fondo de la tierra húmeda.
La rutina del hombre rutinario consiste en enfrentar la última verdad en cada paso.
Y esa es su felicidad.
sábado, marzo 24, 2018
Velada boxeril
Faltando diez segundos, Valenzuela golpeó dos claquetas que sonaron como cachetadas de payaso. Las boxeadoras redoblaron sus golpes, alertadas por el característico estrépito que anunciaba el final del round. Valenzuela, comisario de la velada boxeril, repitió la acción en cada asalto de cada pelea. Fuera de eso siguió los combates con esa frialdad que emana del control interno, el gusto por estar donde se está, el placer frío de la pasión añeja, que ya no brinda sorpresas. Sentado en primera fila, impecable con su vestón de paño azul y su corbata a rayas, era imposible afirmar para quien lo observara a la distancia si disfrutaba de lo que le ofrecía el exterior o al contrario, mortalmente aburrido, se dejaba llevar por vivencias internas, recuerdos, blancos de la mente. Fuera como fuese, con el correr de cada round se iba despertando, a sabiendas de que debía anticipar diez segundos antes el sonido de la campana, haciendo chocar las tablillas. Valenzuela vivía una noche más de boxeo, alejado lo más que podía de las luces y las cámaras de televisión, pero inevitablemente cerca de ellas y de sus eternas polillas, los rostros vestidos de smoking.
El señor Smith cumplía con su misión a metros de Valenzuela, también en primera fila, pero enfrentado a él; separados ambos por una lona que esa noche era resbaladiza, a fe de los comentaristas. Juraba con celo cada round y al final del combate le entregaba al juez su veredicto. La puntuación del señor Smith coincidía con las de los demás jurados, señal de que cumplía su rol con eficacia. No por nada era escogido para jurar. No es que se le debieran favores personales. Por lo demás, qué favores se pagan con el boxeo en Chile. Pocos, por no decir ninguno. Los ilusos que viven pensando en pegarle el palo al gato terminan atrapados por su propia vocación.
El señor Smith tenía sentimientos encontrados con Valenzuela, pues, pensando decididamente que no le debía nada, quizás creía en su fuero interno que le debía algo. Acostumbrado al rol secundario en esta comedia, su juicio se rebelaba contra su hábito y de vez en cuando echaba pericos, pero en voz baja. Ansiaba dar un paso al frente y quedar expuesto ante todos, pero las pocas veces que lo había hecho no supo qué decir. Tal vez era eso lo que repudiaba secretamente en Valenzuela, porque Valenzuela siempre tenía algo que decir, como el experto en generalidades que era.
Yo seguía el combate desde un televisor instalado en el despacho de mi jefe, a esa hora un periodista entre pocos en el diario, disfrutando de un paréntesis en medio del turno.
Terminada la última pelea de la noche, con el resultado esperado, retorné a mis labores. Pero entonces sucedió algo extraño. En medio de las noticias que me iba ofreciendo la computadora volvía a mi mente la amena conversación que había tenido con mi amigo Germán, el corrector de pruebas, una hora antes de sentarme a disfrutar de la velada boxeril por televisión. Años conversando con él y recién ahora venía a reparar en que casi todas sus historias trataban de parientes multimillonarios, novias millonarias, fortunas desechadas, golpes de suerte. Germán, el hombre que había hecho de su vida una rutina de gris serenidad, el hombre nocturno, el hombre atado a la lectura de una página y otra página y otra página, sacaba historias, una tras otra, como Cervantes de su Quijote, y le brillaban los ojos. Su historia y otra más, señor Lamordes, parecía echarme en cara con cada intervención. Qué ingenuo que soy, cavilé, cómo se burlará de mí, creyéndole todo lo que me cuenta, cuántos años sirviendo de acicate a sus fantasías, de estímulo a su poética mente afiebrada que se ríe del mundo, inofensivo caballero sórdido. Me pregunté entonces si el planeta cambiaría ante una evidencia que certificara sus historias. No, no cambiaría: el mundo desfilaba imperturbable a esa hora de la noche ante mis ojos, y no era bueno lo que transmitía.
Mejor que no sean ciertas, me animé, señal de que aún hay esperanza.
El señor Smith cumplía con su misión a metros de Valenzuela, también en primera fila, pero enfrentado a él; separados ambos por una lona que esa noche era resbaladiza, a fe de los comentaristas. Juraba con celo cada round y al final del combate le entregaba al juez su veredicto. La puntuación del señor Smith coincidía con las de los demás jurados, señal de que cumplía su rol con eficacia. No por nada era escogido para jurar. No es que se le debieran favores personales. Por lo demás, qué favores se pagan con el boxeo en Chile. Pocos, por no decir ninguno. Los ilusos que viven pensando en pegarle el palo al gato terminan atrapados por su propia vocación.
El señor Smith tenía sentimientos encontrados con Valenzuela, pues, pensando decididamente que no le debía nada, quizás creía en su fuero interno que le debía algo. Acostumbrado al rol secundario en esta comedia, su juicio se rebelaba contra su hábito y de vez en cuando echaba pericos, pero en voz baja. Ansiaba dar un paso al frente y quedar expuesto ante todos, pero las pocas veces que lo había hecho no supo qué decir. Tal vez era eso lo que repudiaba secretamente en Valenzuela, porque Valenzuela siempre tenía algo que decir, como el experto en generalidades que era.
Yo seguía el combate desde un televisor instalado en el despacho de mi jefe, a esa hora un periodista entre pocos en el diario, disfrutando de un paréntesis en medio del turno.
Terminada la última pelea de la noche, con el resultado esperado, retorné a mis labores. Pero entonces sucedió algo extraño. En medio de las noticias que me iba ofreciendo la computadora volvía a mi mente la amena conversación que había tenido con mi amigo Germán, el corrector de pruebas, una hora antes de sentarme a disfrutar de la velada boxeril por televisión. Años conversando con él y recién ahora venía a reparar en que casi todas sus historias trataban de parientes multimillonarios, novias millonarias, fortunas desechadas, golpes de suerte. Germán, el hombre que había hecho de su vida una rutina de gris serenidad, el hombre nocturno, el hombre atado a la lectura de una página y otra página y otra página, sacaba historias, una tras otra, como Cervantes de su Quijote, y le brillaban los ojos. Su historia y otra más, señor Lamordes, parecía echarme en cara con cada intervención. Qué ingenuo que soy, cavilé, cómo se burlará de mí, creyéndole todo lo que me cuenta, cuántos años sirviendo de acicate a sus fantasías, de estímulo a su poética mente afiebrada que se ríe del mundo, inofensivo caballero sórdido. Me pregunté entonces si el planeta cambiaría ante una evidencia que certificara sus historias. No, no cambiaría: el mundo desfilaba imperturbable a esa hora de la noche ante mis ojos, y no era bueno lo que transmitía.
Mejor que no sean ciertas, me animé, señal de que aún hay esperanza.
jueves, marzo 22, 2018
La llamada que nunca llega
A otros ya les ha llegado, pero a ti no te llega. Carlos Barahona Peralta, box número 6. Francisca Palavicini Monterroso, box número 15. Julio Berríos Cerda, pase a toma de muestras en piso menos 1. Y tú, cuándo; tú, a qué hora.
Sergio Mardones Labra, box número 18.
Adelante, tanto tiempo, cómo se ha sentido, recuéstese, relájese. Bájese los pantalones hasta las rodillas. Suba las rodillas hasta el pecho.
(¡¡¡#!!!)
Mmm... vístase. Está excelente, venga a verme en uno o dos años más, creció apenas un pichintún. Hágase estos exámenes de todas maneras.
Sales, entre alegre y confuso. Caminas hacia el metro sorteando a los vendedores que copan la acera con sus mercancías.
Sigues esperando la llamada que nunca llega.
Mucho has dado, viene ya la hora de recibir, la hora de los homenajes se acerca, la hora de la compasión. Hasta entonces vivirás como el cobarde, que muere mil veces; escrito está que solo en los segundos postreros tomarás conciencia de que el reloj vivía contigo, se hallaba dentro de ti, a cada minuto hacía sonar su insensible campanada, te llamaba, te amaba en su dolor.
Sergio Mardones Labra, box número 18.
Adelante, tanto tiempo, cómo se ha sentido, recuéstese, relájese. Bájese los pantalones hasta las rodillas. Suba las rodillas hasta el pecho.
(¡¡¡#!!!)
Mmm... vístase. Está excelente, venga a verme en uno o dos años más, creció apenas un pichintún. Hágase estos exámenes de todas maneras.
Sales, entre alegre y confuso. Caminas hacia el metro sorteando a los vendedores que copan la acera con sus mercancías.
Sigues esperando la llamada que nunca llega.
Mucho has dado, viene ya la hora de recibir, la hora de los homenajes se acerca, la hora de la compasión. Hasta entonces vivirás como el cobarde, que muere mil veces; escrito está que solo en los segundos postreros tomarás conciencia de que el reloj vivía contigo, se hallaba dentro de ti, a cada minuto hacía sonar su insensible campanada, te llamaba, te amaba en su dolor.
domingo, marzo 11, 2018
El perro meando
Se puede ser libre de influencias, libre como los pájaros; eso lleva a una acción poética, candorosa. Así era yo entonces.
La admiración y el amor son fuentes de toda influencia y la creación, que es original, se mueve bajo ese influjo: así me siento ahora.
Hoy, las mareas de los pueblos y la falsa sensación de seguridad han forjado nuevos dioses recubiertos de salud, belleza, bienestar y placer. Los que han quedado afuera pechan por ser beneficiarios de ese sistema; no hay más secreto en esto.
Antes, "en mis tiempos", todo era definitivo, grisáceo. Las cosas eran así porque tenían que ser así, y las alternativas de escape no pasaban de dos o tres, apretujadas entre las vigas maestras del orden, la obediencia y el progreso: la quimera de la universidad, la irrupción de la TV o la ilusión que conduciría al umbral del Hombre Nuevo.
Una de esas tardes, momentos del verano en que el tic tac del reloj marcaba el paso del tiempo en forma severa, pero también despreocupada, ociosa, negligente, ideamos un concurso de dibujo. Estábamos sentados en la mesa del comedor. El comedor daba al ventanal; más allá, la pandereta que marcaba la frontera con la casa de la Lauri y cuyos ladrillos parados soportaban día a día nuestros pelotazos. No hay más que decir sobre el ambiente, la puesta en escena de este fragmento de memoria. Una casa tranquila de Rancagua, una callejuela vacía, cinco primos de corta edad sentados en la mesa, dibujando obras maestras.
Se repartieron las hojas y los lápices, se fijó una hora límite y cada uno de nosotros comenzó a dibujar con ansiedad, desconfianza o apatía, según la real motivación que nos acogiera a esa hora. Para unos -para mí- se trataba de una grave competencia; para otros, de un discreto pasatiempo que mataría una fracción de las horas de ocio.
Calculé con frialdad y confianza que el ganador se definiría entre el Vitorio y yo. El Miguel era muy chico para hacernos competencia, el Julio era un cero a la izquierda en materia de dibujo y el Lucho no mostraba interés alguno en el concurso. Cuando empezamos a dibujar los miraba de reojo y ya disfrutaba de antemano el triunfo. Mi obra consistía en un lago iluminado por la luna. A cada lado de la luna había un álamo que recibía un leve baño de luz en su contorno interior, mientras desde la base de los troncos nacían sombras oblicuas que morían en el leve oleaje de las aguas. Era un bonito dibujo hecho con lápiz Faber número 2, con mucho negro, un estilo que se me había pegado ese verano por culpa de un pequeño cuadro que colgaba en la pared, un cuadrito que era más marco que cuadro y que se había dejado caer por la casa de las manos de mi papá o mi mamá. Por esos días no se me ocurrían muchos motivos para mis dibujos; confieso que hasta hoy cargo ese peso. Alguna vez mi papá me sugirió para la clase de artes plásticas que hiciera un par de brazos encadenados que salían de un campo en el momento en que los brazos rompían las cadenas. Lo encontré genial y pensé: por qué esas cosas no se me ocurren a mí. Cosa diferente sucedía, sin embargo, cuando los dibujos se sumaban unos con otros. Entonces llenaba cuadernos y cuadernos de historietas de fútbol, jovencitos del Oeste, épica del tiempo de los griegos, guerras espaciales, detectives o carreras de autos. Cuánto lamento que hayan terminado todos, sin excepción, en el camión de la basura.
Al llegar el momento de enseñar los dibujos me sentí ganador por adelantado. El Lucho, el Julio y el Miguel presentaron pobres creaciones y el Vitorio decidió reírse del concurso y dibujó un perro meando. Mas a la hora de la votación me llevé una sorpresa: el perro meando ganó por tres votos contra dos. Se examinaron los votos: los del Lucho, el Julio y el Vitorio, por el perro meando; los del Miguel y el mío, por la luna y el lago. Elevé una ferviente protesta, haciendo ver que el dibujo del Vitorio ridiculizaba lo que se daba por entendido, un concurso serio. El Lucho y el Julio argumentaron que el tema era original y divertido. El Vitorio se reía, dejando la defensa del perro a sus votantes. Les mostré los detalles de la obra: un perro mal hecho por detrás, con una pata levantada haciendo pichí. Para colmo el cuerpo del perro estaba ladeado y no había fondo alguno, ni texturas. Lo comparé con el mío y noté que se producía un momento de confusión, que aproveché para proponer que votáramos de nuevo. Se aceptó la propuesta, se votó, se contaron los votos y esta vez, el lago nocturno ganó por tres votos a dos al perro meando.
Dejamos los dibujos sobre la mesa y salimos a jugar a la pelota.
¿Por qué esa simple anécdota se me pegó a la memoria? Tal vez mi testimonio sea una forma de expiación, tal vez trate del poder de las influencias, del canon artístico, de la revolución o la vanidad humana. Le doy vueltas al asunto; confieso que no me satisface ninguna conjetura.
La admiración y el amor son fuentes de toda influencia y la creación, que es original, se mueve bajo ese influjo: así me siento ahora.
Hoy, las mareas de los pueblos y la falsa sensación de seguridad han forjado nuevos dioses recubiertos de salud, belleza, bienestar y placer. Los que han quedado afuera pechan por ser beneficiarios de ese sistema; no hay más secreto en esto.
Antes, "en mis tiempos", todo era definitivo, grisáceo. Las cosas eran así porque tenían que ser así, y las alternativas de escape no pasaban de dos o tres, apretujadas entre las vigas maestras del orden, la obediencia y el progreso: la quimera de la universidad, la irrupción de la TV o la ilusión que conduciría al umbral del Hombre Nuevo.
Una de esas tardes, momentos del verano en que el tic tac del reloj marcaba el paso del tiempo en forma severa, pero también despreocupada, ociosa, negligente, ideamos un concurso de dibujo. Estábamos sentados en la mesa del comedor. El comedor daba al ventanal; más allá, la pandereta que marcaba la frontera con la casa de la Lauri y cuyos ladrillos parados soportaban día a día nuestros pelotazos. No hay más que decir sobre el ambiente, la puesta en escena de este fragmento de memoria. Una casa tranquila de Rancagua, una callejuela vacía, cinco primos de corta edad sentados en la mesa, dibujando obras maestras.
Se repartieron las hojas y los lápices, se fijó una hora límite y cada uno de nosotros comenzó a dibujar con ansiedad, desconfianza o apatía, según la real motivación que nos acogiera a esa hora. Para unos -para mí- se trataba de una grave competencia; para otros, de un discreto pasatiempo que mataría una fracción de las horas de ocio.
Calculé con frialdad y confianza que el ganador se definiría entre el Vitorio y yo. El Miguel era muy chico para hacernos competencia, el Julio era un cero a la izquierda en materia de dibujo y el Lucho no mostraba interés alguno en el concurso. Cuando empezamos a dibujar los miraba de reojo y ya disfrutaba de antemano el triunfo. Mi obra consistía en un lago iluminado por la luna. A cada lado de la luna había un álamo que recibía un leve baño de luz en su contorno interior, mientras desde la base de los troncos nacían sombras oblicuas que morían en el leve oleaje de las aguas. Era un bonito dibujo hecho con lápiz Faber número 2, con mucho negro, un estilo que se me había pegado ese verano por culpa de un pequeño cuadro que colgaba en la pared, un cuadrito que era más marco que cuadro y que se había dejado caer por la casa de las manos de mi papá o mi mamá. Por esos días no se me ocurrían muchos motivos para mis dibujos; confieso que hasta hoy cargo ese peso. Alguna vez mi papá me sugirió para la clase de artes plásticas que hiciera un par de brazos encadenados que salían de un campo en el momento en que los brazos rompían las cadenas. Lo encontré genial y pensé: por qué esas cosas no se me ocurren a mí. Cosa diferente sucedía, sin embargo, cuando los dibujos se sumaban unos con otros. Entonces llenaba cuadernos y cuadernos de historietas de fútbol, jovencitos del Oeste, épica del tiempo de los griegos, guerras espaciales, detectives o carreras de autos. Cuánto lamento que hayan terminado todos, sin excepción, en el camión de la basura.
Al llegar el momento de enseñar los dibujos me sentí ganador por adelantado. El Lucho, el Julio y el Miguel presentaron pobres creaciones y el Vitorio decidió reírse del concurso y dibujó un perro meando. Mas a la hora de la votación me llevé una sorpresa: el perro meando ganó por tres votos contra dos. Se examinaron los votos: los del Lucho, el Julio y el Vitorio, por el perro meando; los del Miguel y el mío, por la luna y el lago. Elevé una ferviente protesta, haciendo ver que el dibujo del Vitorio ridiculizaba lo que se daba por entendido, un concurso serio. El Lucho y el Julio argumentaron que el tema era original y divertido. El Vitorio se reía, dejando la defensa del perro a sus votantes. Les mostré los detalles de la obra: un perro mal hecho por detrás, con una pata levantada haciendo pichí. Para colmo el cuerpo del perro estaba ladeado y no había fondo alguno, ni texturas. Lo comparé con el mío y noté que se producía un momento de confusión, que aproveché para proponer que votáramos de nuevo. Se aceptó la propuesta, se votó, se contaron los votos y esta vez, el lago nocturno ganó por tres votos a dos al perro meando.
Dejamos los dibujos sobre la mesa y salimos a jugar a la pelota.
¿Por qué esa simple anécdota se me pegó a la memoria? Tal vez mi testimonio sea una forma de expiación, tal vez trate del poder de las influencias, del canon artístico, de la revolución o la vanidad humana. Le doy vueltas al asunto; confieso que no me satisface ninguna conjetura.
jueves, diciembre 28, 2017
Minutos difusos
Pasado el mediodía aún no se podía desprender del sueño, demasiado vívido, que lo había despertado en medio de la noche con una desacostumbrada alegría. Buscaba la señal consagratoria que le diera sentido, pero no aparecía. Y sin embargo le seguía cabiendo la certeza de que hubo una ducha cuya agua caliente caía sobre la tabla del piso, una cama donde se manifestó el encuentro, a metros de la habitación de sus padres; una foto que le dejó de recuerdo. En suma, una conexión nocturna, un intercambio de ansias a través del velado mundo onírico.
Yacían ambos en silencio; él sintiendo la sensualidad chocante del amor físico, con sus pelos y humedades; ella dejándose amar.
"Ahora puedo morir feliz", le dijo entonces. Ella le dio a entender que nada se había completado, que la situación no era como para cantar victoria. En los difusos segundos posteriores las cosas se aclararon, el problema fue resuelto y con esa sensación abrió los ojos.
Yacían ambos en silencio; él sintiendo la sensualidad chocante del amor físico, con sus pelos y humedades; ella dejándose amar.
"Ahora puedo morir feliz", le dijo entonces. Ella le dio a entender que nada se había completado, que la situación no era como para cantar victoria. En los difusos segundos posteriores las cosas se aclararon, el problema fue resuelto y con esa sensación abrió los ojos.
miércoles, diciembre 20, 2017
Dos poetas, el tercer hombre y un café de domingo
Escribir un cuento sobre dos poetas: uno genial en su vida diaria y en su obra y otro pedestre en las mesas redondas y brillante en sus libros. Unirlo al relato del hombre preso de sus ideas machistas, acorralado por los cambios de la sociedad, que no le permiten expresarse como siente, desea y piensa. Uno de los dos poetas necesariamente debe ser extravertido, histriónico, bocón; el otro, silencioso, observador, acomplejado. El tercer hombre no es la síntesis de ambos, sino un personaje desplazado a la vera del camino por la máquina del tiempo. Los poetas le cantan. Uno lo condena con metáforas punzantes, el otro lo hiere con versos decadentes; los dos envidian su violencia reprimida, la violencia del hombre de los primeros estadios de la infancia.
-Huguito, no te lo puedo explicar con palabras. Deberías imitar, seguir mis gestos -le decía su padre con sus ojos y con su forma de andar.
Así empezarían a definirse los rasgos del tercer hombre.
Era Nochebuena y se hallaba solo. Siempre la noche del 24 de diciembre fue la más hermosa para él, la única en todo el año en que su familia olvidaba las diferencias alrededor de una mesa generosa en manjares y licores, la única en que se leían versículos del Nuevo Testamento y se ofrecía el primer brindis a los que ya no estaban entre ellos. Enseguida se hablaba y se discutía a destajo, con alegría. Pero esa noche se hallaba solo y más que lamentarlo, vivía ese momento como novedad; es decir, con los sentidos despiertos. Estaba a punto de estallar en una hoja en blanco.
Así continuaría. El poeta doble.
Tengo demasiada facilidad para amar; debo contenerme. También odio, menos. Más bien me irrito, me dejo vencer por la irascibilidad. No sé hablar, no sé qué decir; amo y odio en silencio desde que tengo uso de razón, separado del mundo, en comunicación conmigo mismo. Así no me enseñaron, pero algo me marcó.
Eso diría el poeta acomplejado.
Viene un día de calor agobiante. Bajo el ciruelo que le da sombra a la terraza del local, un vaso grande de agua con hielo atenúa la amargura del café. En la mesa de atrás, dos mendocinas hablan con una decisión y una naturalidad que dan envidia. Si cierro los ojos veo a la derecha de mi campo visual una pequeña E invertida pintada de verde neón; si los abro, mi reflejo sombrío en la ventana del café. Conversan, sin ansiedad, de la noche de Año Nuevo, una de ellas desea ver los fuegos artificiales, que no los disfruta hace trece años. Hacen planes, divagan, se dejan llevar por la charla como un barquito de papel sobre el arroyo hasta que llegan sus invitados, dos muchachos jóvenes, ¿pareja? Chica, vení, ¿sí, qué desean?, qué linda ella, Chori, pedí lo que quieras, cuando tengo plata soy así. Vos también, Chori 2, un jugo, unas tostadas con palta. Si es por eso, una parrillada, dice el Chori...
¿Qué me deja ese encuentro? ¿Logré olvidar la molestia en los hombros, el cansancio en las piernas, superé por un momento la insatisfacción que llevo dentro? Mientras camino hacia el hogar siento desvanecerse a los dos poetas y al tercer hombre, mientras crecen los comensales del café, que no son más que eso, viajeros que me han acompañado durante un segundo de mi vida, no dan para cuento, no son personajes literarios sino personas de carne y hueso, material de crónica.
Un gorrión sobrevuela el pasto sombrío entre la calle y la vereda, lo veo de reojo al caminar, persigue una pelusa que le trae la brisa, no es una pelusa, es una polilla que aletea, huye de su pico y vuelve a caer en él, son pasmosos los reflejos de su cuello para dar en una fracción de segundo con su presa, huye otra vez y consigue salvarse de la muerte hasta que el gorrión, el ave más sencilla de la tierra, el ave del que tal vez se esperaría acaso un rol menor en el reparto estelar de la comedia de la vida escenificada en los alrededores de un café, mediodía de un domingo de calor agobiante, se la lleva.
-Huguito, no te lo puedo explicar con palabras. Deberías imitar, seguir mis gestos -le decía su padre con sus ojos y con su forma de andar.
Así empezarían a definirse los rasgos del tercer hombre.
Era Nochebuena y se hallaba solo. Siempre la noche del 24 de diciembre fue la más hermosa para él, la única en todo el año en que su familia olvidaba las diferencias alrededor de una mesa generosa en manjares y licores, la única en que se leían versículos del Nuevo Testamento y se ofrecía el primer brindis a los que ya no estaban entre ellos. Enseguida se hablaba y se discutía a destajo, con alegría. Pero esa noche se hallaba solo y más que lamentarlo, vivía ese momento como novedad; es decir, con los sentidos despiertos. Estaba a punto de estallar en una hoja en blanco.
Así continuaría. El poeta doble.
Tengo demasiada facilidad para amar; debo contenerme. También odio, menos. Más bien me irrito, me dejo vencer por la irascibilidad. No sé hablar, no sé qué decir; amo y odio en silencio desde que tengo uso de razón, separado del mundo, en comunicación conmigo mismo. Así no me enseñaron, pero algo me marcó.
Eso diría el poeta acomplejado.
Viene un día de calor agobiante. Bajo el ciruelo que le da sombra a la terraza del local, un vaso grande de agua con hielo atenúa la amargura del café. En la mesa de atrás, dos mendocinas hablan con una decisión y una naturalidad que dan envidia. Si cierro los ojos veo a la derecha de mi campo visual una pequeña E invertida pintada de verde neón; si los abro, mi reflejo sombrío en la ventana del café. Conversan, sin ansiedad, de la noche de Año Nuevo, una de ellas desea ver los fuegos artificiales, que no los disfruta hace trece años. Hacen planes, divagan, se dejan llevar por la charla como un barquito de papel sobre el arroyo hasta que llegan sus invitados, dos muchachos jóvenes, ¿pareja? Chica, vení, ¿sí, qué desean?, qué linda ella, Chori, pedí lo que quieras, cuando tengo plata soy así. Vos también, Chori 2, un jugo, unas tostadas con palta. Si es por eso, una parrillada, dice el Chori...
¿Qué me deja ese encuentro? ¿Logré olvidar la molestia en los hombros, el cansancio en las piernas, superé por un momento la insatisfacción que llevo dentro? Mientras camino hacia el hogar siento desvanecerse a los dos poetas y al tercer hombre, mientras crecen los comensales del café, que no son más que eso, viajeros que me han acompañado durante un segundo de mi vida, no dan para cuento, no son personajes literarios sino personas de carne y hueso, material de crónica.
Un gorrión sobrevuela el pasto sombrío entre la calle y la vereda, lo veo de reojo al caminar, persigue una pelusa que le trae la brisa, no es una pelusa, es una polilla que aletea, huye de su pico y vuelve a caer en él, son pasmosos los reflejos de su cuello para dar en una fracción de segundo con su presa, huye otra vez y consigue salvarse de la muerte hasta que el gorrión, el ave más sencilla de la tierra, el ave del que tal vez se esperaría acaso un rol menor en el reparto estelar de la comedia de la vida escenificada en los alrededores de un café, mediodía de un domingo de calor agobiante, se la lleva.
viernes, noviembre 17, 2017
Noches de turno
Las noches de turno en el diario guardan su encanto. Hay un momento en que todo se recoge, como preparándose para dormir. Dejan de sonar los teclados y los teléfonos, los escritorios se despojan de la ocupación humana que les da sentido, la primera tirada se imprime lejos, en los faldeos cordilleranos y los pocos turneros matan el tiempo ante las pantallas de sus computadoras, a la espera del último aliento noticioso de la extensa jornada: el despacho de la edición de Santiago. En tal momento, mientras las noticias descansan -oh, bendición para mí y para el mundo- suelo bajar a compartir un café con mi querido amigo el corrector de pruebas Germán Arellano, atraído por las profundas verdades del alma humana que revelan sus historias. Germán no pareciera alegrarse en demasía ante mi presencia, ya que generalmente aprovecha ese paréntesis para ver alguna película por Youtube, pero con los minutos empieza a entusiasmarse. Yo, que lo trato de usted, por el respeto que le tengo y los diez años que me lleva, abro la conversación con algún tema literario y el diálogo se hace fácil, fluye como el agua cristalina en el arroyo. Llegamos así a los premios Nobel y a la soberbia y la envidia, que se dan mucho en ese ámbito, y de inmediato surge una anécdota.
"Hay poetas que no valen nada y se creen el hoyo del queque; en cambio otros como mi amigo Rolando Cárdenas, un gran poeta que no fue reconocido en todo su mérito, mueren en el olvido", comenta.
Le pregunto si le gusta Gabriela Mistral. Me responde que no mucho, pero que tiene algunas cosas, eso sí. Le hago ver que el año que ganó el Nobel, el otro candidato era Herman Hesse, detalle que domina, pues me acota: "Poeta mayor. Se lo dieron al año siguiente". Le afirmo que en mi opinión, Neruda llegó más lejos que Gabriela Mistral. Se abre entonces una interesante veta que ocupará nuestro interés durante gran parte de la charla.
"No se le pueden negar sus méritos, señor Lamordes, aunque a Neruda lo ayudaron". ¿Lo ayudaron? "Claro pues". ¿Quién lo ayudó? "Lo ayudó... el Partido" (al declarar esto pone ojos de huevo frito y tiende a sonreír). Me uno a su comentario y le recuerdo que el poeta tenía olfato, sabía arrimarse a personas claves, como él mismo confiesa en su libro de memorias. Germán admite lo anterior y cambia de tema.
"Yo fui bien amigo de Poli Délano, que en paz descanse", dice.
Le doy una buena mascada a mi sándwich de jamón y queso, bebo un sorbo de café y me dispongo a oír lo que viene.
"Cuando cursaba estudios en el Pedagógico, una noche estuvimos tomando hasta las tantas con varios más; Poli Délano era nuestro profesor. A la mañana siguiente nos cruzamos en el patio de la facultad y ni me miró. Habría esperado un saludo aunque fuera, pero el hombre se daba ínfulas. Y gran escritor nunca fue. Lo mismo Macías".
Le preguntó quién es Macías.
“Sergio Macías, otro que se arregló. Hay gente que vive arrimándose a los poderosos, como Macías, como un ex jefe que tuve, cuyo verdadero trabajo consistía en complacer a sus superiores”, afirma. Al revelarme el nombre de su ex jefe doy fe de lo que dice. Yo mismo le oí contar a ese ex jefe que en la feria persa descubrió un libro antiquísimo escrito por el padre de su director. Costaba una fortuna, pero lo compró y se lo regaló. Luego se ufanaba de su gesto y lo ponía como ejemplo de lo que nos faltaba a nosotros para llegar más arriba. Germán ofrece otra guinda para la torta. “Una tarde lo vi hablando amistosamente con un periodista. Apenas se separaron comentó sobre él: chancho que no da manteca”.
Pareciera que ambos estuviésemos respirando por la herida al hablar. Yo de una manera y él, de otra. En mi caso, admito el desaliento que me embarga al recordar que mis propios escritos han pasado sin pena ni gloria por el mundo literario criollo. Él debe de sentirse herido por otras razones, que desconozco.
Germán vuelve a Macías. Dice que se arregló los bigotes con el gobierno de la Unidad Popular, que lo nombró agregado de cultura en España. Después del golpe se quedó en Madrid, mientras su gran amigo Salvatore Coppola se exiliaba en la República Democrática Alemana. Hace aquí un breve rodeo para refrendar la historia que viene, sobre las peripecias de Gonzalo Rojas cuando dejó su misión diplomática en China para instalarse en la RDA. "Al poeta se le ocurrió mandar en barco desde China a su casa de Chillán una marquesa oriental de dos plazas. Fue toda una aventura, porque después se vio en la necesidad de viajar desde la República Democrática Alemana a Chile para recibirla", cuenta.
Antes de continuar con la anécdota de los amigos Coppola y Macías destaca que Coppola tenía un modo deslenguado para hablar. La cosa fue que Coppola quería reunirse con Macías, pero le costó un mundo, no por asunto de plata. Germán recuerda así lo que le contó Coppola una tarde que se juntaron a tomar pipeño. "Tú no sabes lo que sufrí para viajar a verlo, Germán. Tras infinitas negativas, porque chucha que costaba salir de Alemania Democrática, me conseguí un permiso de las autoridades para visitar España. Le dimos la noticia y con mi mujer viajamos en tren toda la noche, hasta que por fin llegamos a su departamento en Madrid, esperando ser recibidos con grandes abrazos. Pero al abrirnos la puerta la esposa de Macías nos leyó la cartilla de entrada: 'Shhh, el maestro está escribiendo. No se le puede molestar. Orden perentoria', advirtió. Le hice ver, aunque por supuesto ambos lo sabían, de dónde veníamos, y la vieja seguía con la misma. 'Shhh, orden perentoria'. Entonces me salí de madre y le grité: 'Dígale que haga un lulo bien grande con lo que está escribiendo y se lo meta por la raja'. Tomé a mi mujer del brazo y partimos de vuelta".
El tema del éxito, la envidia, la ambición y los fracasos se agota. Le recuerdo, más bien le advierto entonces a Germán, que su vida es un manantial de historias que deben ser traspasadas al papel. Si él se sigue negando a reproducirlas lo haré yo, para rendirles el honor que se merecen, amenazo.
-Ese capítulo de su vida en que se fue a vivir a una pensión de mala muerte, por ejemplo, no puede quedar sepultado en el olvido.
-Ah, sí -responde con cierta indiferencia.
-¿Me lo podría contar una vez más? Recuerdo una pelea y que su pieza estaba separada de la otra por una tabla de cholguán.
Vuelve a animarse; este es su relato:
"Para ahorrar un poco de mi sueldo, porque en esos días andaba muy acogotado, se me ocurrió arrendar una pieza re barata en una pensión de Santiago poniente. Duré como tres meses y me fui. Me tocó una habitación en el tercer piso. Una pocilga. Arrendaba la pieza de al lado una peruana bien interesantona, de unos cuarenta y cinco años, pero nunca trabamos relación. Al otro lado vivía la señora Sarita y en la pieza de más allá su hijo, el Patito. Era bien callado el Patito. Llegaba del trabajo y se encerraba en su habitación. En el cuarto piso vivía un vago atorrante que se pasaba discutiendo con el dueño. En el segundo piso arrendaba pieza un bailarín con el que hicimos buenas migas y en el primer piso completaba esta fauna un canuto zángano con su esposa, que era contadora, pero medio tontorrona. Cuando uno la escuchaba se decía: "Puta la cabra tonta". Yo traté de hacer amistad con todos, pero el primero que se me cruzó fue el canuto. Vivía leyendo versículos de la Biblia en el patio central al que daban las piezas. Una mañana tenía la música a todo chancho y yo, que había llegado del turno pasadas las tres, no podía dormir, así que me levanté, me puse la bata, salí de la pieza y desde el balcón le pedí por favor que bajara la música. Él me miró y me dijo "bueno". Pero al ratito la tenía de nuevo a todo chancho. Le gustaba oír música árabe, pero se le pasaba la mano.
"Una tarde el atorrante del cuarto piso bajó a hablar con el dueño y con su mejor voz le informó que su sobrino del sur llegaría a pasar la noche a su habitación. Ese mismo día yo andaba con ganas de comerme una carnecita y como tenía libre le pregunté a la señora Sarita si se animaría a preparar una cena para nosotros, porque ya había averiguado que cocinaba rico. Me dijo que encantada y al rato volví con la carne y el acompañamiento. Llevé de todo, pero me faltó el vino. Invitamos al bailarín y al Patito, pero el Patito se llevó la comida a su pieza, así que al final comimos los tres con el bailarín y la señora Sarita.
"Pasaron veinte minutos, pasó media hora y la señora Sarita recién empezaba a adobar la carne. Echaba un aliño y paraba, otro aliño y paraba; se lavaba las manos, se las secaba, sacaba un cigarro y se ponía a fumar. El bailarín no decía nada, porque era un invitado; yo tampoco, por educación, pero se notaba que los dos estábamos con el medio diente...
"De repente la señora Sarita sugirió en voz alta: 'A esto le falta un tintolio'. Con el bailarín partimos a la botillería de la esquina y volvimos con dos botellas, justo cuando iba entrando a la pensión el sobrino del atorrante. Era un mariconcito del barrio, un cabrito flaco bien afirulado; no pensaba ser sobrino. Cuando subió a la buhardilla y antes de que nosotros entráramos a la pieza, le entornó los ojos al bailarín, pero él no le hizo ni caso. Ya adentro, descorchamos las botellas. La señora Sarita cocinaba y se penqueaba, cocinaba y se penqueaba, puta que se demoraba en cocinar la vieja. Al final nos sentamos a la mesa como a las diez de la noche. Pero cocinaba rico.
"Al olor de la comida salió el canuto y se puso a blasfemar contra nosotros. '¡Nido de víboras! ¡Ya les llegará su hora! ¡No hay peor pecado que la gula!' Seguro que hablaba así porque no lo habíamos invitado. El bailarín, que al final de cuentas tenía su genio, salió al balcón y le gritó ¡cállate, zángano! De la otra pieza el atorrante pensó que le estaba gritando a él y como se había puesto celoso bajó un piso y le sacó chicha al bailarín de un solo combo. El bailarín lloraba y le chorreaba la sangre por el balcón. ¡Llamen a los carabineros! ¡Llamen a los carabineros!
"Las cosas se calmaron y cada uno volvió a lo que estaba haciendo. Con la señora Sarita le curamos las heridas y por fin nos sentamos a la mesa a disfrutar de la cena. Entonces se comió y se brindó, pero de repente, a pito de nada, la señora Sarita nos miraba con una cara rara y levantaba la voz, muy seria. 'Noto que no se me trata con respeto. ¡Pido respeto!', nos recriminaba".
Dice Germán que después de esa noche resolvió volver a su antigua pieza del departamento dúplex que le arrendaba una mujer que vivía con su hija retrasada. Le había caído la teja de que existían cosas peores. Y me regala de llapa la última anécdota de la noche.
-La niña andaba por los 18 años; estaba crecidita y era bien grandota, pero tenía un CI de cinco a veinte puntos, a lo más. Se llamaba Dámaris. Murió hace poquito, producto de los problemas inherentes a su retraso. Una noche la mamá me pidió que por favor la cuidara un par de horas en la pieza de arriba, porque ella tenía un compromiso con alguien en la sala de abajo. Yo le dije cómo no y subí a cuidarla. Estaba leyendo de lo mejor un libro en el sofá, la cabrita al lado mío, cuando la siento acezar y aletear como las gallinas. Era asmática y le estaba dando un ataque. Me levanté y la tomé por detrás para llevarla a acostar, pero me tropecé y caímos los dos sobre la cama, ella encima mío y seguía con el ataque. Era tan pesada que en un momento pensé "me voy a morir"; trataba de hacer palanca para zafarme de ella y no había caso, estábamos perdiendo la respiración tanto ella como yo, pero también pensaba "puta madre si sube la vieja va a pensar que me la estoy chiflando", porque andaba con una falda corta que se le había levantado y me tenía el poto encima. Con suerte no subió, yo hice un esfuerzo feroz y la desplacé hacia el lado. Fui al velador, tomé el inhalador y la hice respirar hondo hasta que se fue calmando y se quedó dormida.
Alguien anuncia que han vuelto las noticias. Así van pasando los minutos, los días y los años, cada uno en su elemento.
"Hay poetas que no valen nada y se creen el hoyo del queque; en cambio otros como mi amigo Rolando Cárdenas, un gran poeta que no fue reconocido en todo su mérito, mueren en el olvido", comenta.
Le pregunto si le gusta Gabriela Mistral. Me responde que no mucho, pero que tiene algunas cosas, eso sí. Le hago ver que el año que ganó el Nobel, el otro candidato era Herman Hesse, detalle que domina, pues me acota: "Poeta mayor. Se lo dieron al año siguiente". Le afirmo que en mi opinión, Neruda llegó más lejos que Gabriela Mistral. Se abre entonces una interesante veta que ocupará nuestro interés durante gran parte de la charla.
"No se le pueden negar sus méritos, señor Lamordes, aunque a Neruda lo ayudaron". ¿Lo ayudaron? "Claro pues". ¿Quién lo ayudó? "Lo ayudó... el Partido" (al declarar esto pone ojos de huevo frito y tiende a sonreír). Me uno a su comentario y le recuerdo que el poeta tenía olfato, sabía arrimarse a personas claves, como él mismo confiesa en su libro de memorias. Germán admite lo anterior y cambia de tema.
"Yo fui bien amigo de Poli Délano, que en paz descanse", dice.
Le doy una buena mascada a mi sándwich de jamón y queso, bebo un sorbo de café y me dispongo a oír lo que viene.
"Cuando cursaba estudios en el Pedagógico, una noche estuvimos tomando hasta las tantas con varios más; Poli Délano era nuestro profesor. A la mañana siguiente nos cruzamos en el patio de la facultad y ni me miró. Habría esperado un saludo aunque fuera, pero el hombre se daba ínfulas. Y gran escritor nunca fue. Lo mismo Macías".
Le preguntó quién es Macías.
“Sergio Macías, otro que se arregló. Hay gente que vive arrimándose a los poderosos, como Macías, como un ex jefe que tuve, cuyo verdadero trabajo consistía en complacer a sus superiores”, afirma. Al revelarme el nombre de su ex jefe doy fe de lo que dice. Yo mismo le oí contar a ese ex jefe que en la feria persa descubrió un libro antiquísimo escrito por el padre de su director. Costaba una fortuna, pero lo compró y se lo regaló. Luego se ufanaba de su gesto y lo ponía como ejemplo de lo que nos faltaba a nosotros para llegar más arriba. Germán ofrece otra guinda para la torta. “Una tarde lo vi hablando amistosamente con un periodista. Apenas se separaron comentó sobre él: chancho que no da manteca”.
Pareciera que ambos estuviésemos respirando por la herida al hablar. Yo de una manera y él, de otra. En mi caso, admito el desaliento que me embarga al recordar que mis propios escritos han pasado sin pena ni gloria por el mundo literario criollo. Él debe de sentirse herido por otras razones, que desconozco.
Germán vuelve a Macías. Dice que se arregló los bigotes con el gobierno de la Unidad Popular, que lo nombró agregado de cultura en España. Después del golpe se quedó en Madrid, mientras su gran amigo Salvatore Coppola se exiliaba en la República Democrática Alemana. Hace aquí un breve rodeo para refrendar la historia que viene, sobre las peripecias de Gonzalo Rojas cuando dejó su misión diplomática en China para instalarse en la RDA. "Al poeta se le ocurrió mandar en barco desde China a su casa de Chillán una marquesa oriental de dos plazas. Fue toda una aventura, porque después se vio en la necesidad de viajar desde la República Democrática Alemana a Chile para recibirla", cuenta.
Antes de continuar con la anécdota de los amigos Coppola y Macías destaca que Coppola tenía un modo deslenguado para hablar. La cosa fue que Coppola quería reunirse con Macías, pero le costó un mundo, no por asunto de plata. Germán recuerda así lo que le contó Coppola una tarde que se juntaron a tomar pipeño. "Tú no sabes lo que sufrí para viajar a verlo, Germán. Tras infinitas negativas, porque chucha que costaba salir de Alemania Democrática, me conseguí un permiso de las autoridades para visitar España. Le dimos la noticia y con mi mujer viajamos en tren toda la noche, hasta que por fin llegamos a su departamento en Madrid, esperando ser recibidos con grandes abrazos. Pero al abrirnos la puerta la esposa de Macías nos leyó la cartilla de entrada: 'Shhh, el maestro está escribiendo. No se le puede molestar. Orden perentoria', advirtió. Le hice ver, aunque por supuesto ambos lo sabían, de dónde veníamos, y la vieja seguía con la misma. 'Shhh, orden perentoria'. Entonces me salí de madre y le grité: 'Dígale que haga un lulo bien grande con lo que está escribiendo y se lo meta por la raja'. Tomé a mi mujer del brazo y partimos de vuelta".
El tema del éxito, la envidia, la ambición y los fracasos se agota. Le recuerdo, más bien le advierto entonces a Germán, que su vida es un manantial de historias que deben ser traspasadas al papel. Si él se sigue negando a reproducirlas lo haré yo, para rendirles el honor que se merecen, amenazo.
-Ese capítulo de su vida en que se fue a vivir a una pensión de mala muerte, por ejemplo, no puede quedar sepultado en el olvido.
-Ah, sí -responde con cierta indiferencia.
-¿Me lo podría contar una vez más? Recuerdo una pelea y que su pieza estaba separada de la otra por una tabla de cholguán.
Vuelve a animarse; este es su relato:
"Para ahorrar un poco de mi sueldo, porque en esos días andaba muy acogotado, se me ocurrió arrendar una pieza re barata en una pensión de Santiago poniente. Duré como tres meses y me fui. Me tocó una habitación en el tercer piso. Una pocilga. Arrendaba la pieza de al lado una peruana bien interesantona, de unos cuarenta y cinco años, pero nunca trabamos relación. Al otro lado vivía la señora Sarita y en la pieza de más allá su hijo, el Patito. Era bien callado el Patito. Llegaba del trabajo y se encerraba en su habitación. En el cuarto piso vivía un vago atorrante que se pasaba discutiendo con el dueño. En el segundo piso arrendaba pieza un bailarín con el que hicimos buenas migas y en el primer piso completaba esta fauna un canuto zángano con su esposa, que era contadora, pero medio tontorrona. Cuando uno la escuchaba se decía: "Puta la cabra tonta". Yo traté de hacer amistad con todos, pero el primero que se me cruzó fue el canuto. Vivía leyendo versículos de la Biblia en el patio central al que daban las piezas. Una mañana tenía la música a todo chancho y yo, que había llegado del turno pasadas las tres, no podía dormir, así que me levanté, me puse la bata, salí de la pieza y desde el balcón le pedí por favor que bajara la música. Él me miró y me dijo "bueno". Pero al ratito la tenía de nuevo a todo chancho. Le gustaba oír música árabe, pero se le pasaba la mano.
"Una tarde el atorrante del cuarto piso bajó a hablar con el dueño y con su mejor voz le informó que su sobrino del sur llegaría a pasar la noche a su habitación. Ese mismo día yo andaba con ganas de comerme una carnecita y como tenía libre le pregunté a la señora Sarita si se animaría a preparar una cena para nosotros, porque ya había averiguado que cocinaba rico. Me dijo que encantada y al rato volví con la carne y el acompañamiento. Llevé de todo, pero me faltó el vino. Invitamos al bailarín y al Patito, pero el Patito se llevó la comida a su pieza, así que al final comimos los tres con el bailarín y la señora Sarita.
"Pasaron veinte minutos, pasó media hora y la señora Sarita recién empezaba a adobar la carne. Echaba un aliño y paraba, otro aliño y paraba; se lavaba las manos, se las secaba, sacaba un cigarro y se ponía a fumar. El bailarín no decía nada, porque era un invitado; yo tampoco, por educación, pero se notaba que los dos estábamos con el medio diente...
"De repente la señora Sarita sugirió en voz alta: 'A esto le falta un tintolio'. Con el bailarín partimos a la botillería de la esquina y volvimos con dos botellas, justo cuando iba entrando a la pensión el sobrino del atorrante. Era un mariconcito del barrio, un cabrito flaco bien afirulado; no pensaba ser sobrino. Cuando subió a la buhardilla y antes de que nosotros entráramos a la pieza, le entornó los ojos al bailarín, pero él no le hizo ni caso. Ya adentro, descorchamos las botellas. La señora Sarita cocinaba y se penqueaba, cocinaba y se penqueaba, puta que se demoraba en cocinar la vieja. Al final nos sentamos a la mesa como a las diez de la noche. Pero cocinaba rico.
"Al olor de la comida salió el canuto y se puso a blasfemar contra nosotros. '¡Nido de víboras! ¡Ya les llegará su hora! ¡No hay peor pecado que la gula!' Seguro que hablaba así porque no lo habíamos invitado. El bailarín, que al final de cuentas tenía su genio, salió al balcón y le gritó ¡cállate, zángano! De la otra pieza el atorrante pensó que le estaba gritando a él y como se había puesto celoso bajó un piso y le sacó chicha al bailarín de un solo combo. El bailarín lloraba y le chorreaba la sangre por el balcón. ¡Llamen a los carabineros! ¡Llamen a los carabineros!
"Las cosas se calmaron y cada uno volvió a lo que estaba haciendo. Con la señora Sarita le curamos las heridas y por fin nos sentamos a la mesa a disfrutar de la cena. Entonces se comió y se brindó, pero de repente, a pito de nada, la señora Sarita nos miraba con una cara rara y levantaba la voz, muy seria. 'Noto que no se me trata con respeto. ¡Pido respeto!', nos recriminaba".
Dice Germán que después de esa noche resolvió volver a su antigua pieza del departamento dúplex que le arrendaba una mujer que vivía con su hija retrasada. Le había caído la teja de que existían cosas peores. Y me regala de llapa la última anécdota de la noche.
-La niña andaba por los 18 años; estaba crecidita y era bien grandota, pero tenía un CI de cinco a veinte puntos, a lo más. Se llamaba Dámaris. Murió hace poquito, producto de los problemas inherentes a su retraso. Una noche la mamá me pidió que por favor la cuidara un par de horas en la pieza de arriba, porque ella tenía un compromiso con alguien en la sala de abajo. Yo le dije cómo no y subí a cuidarla. Estaba leyendo de lo mejor un libro en el sofá, la cabrita al lado mío, cuando la siento acezar y aletear como las gallinas. Era asmática y le estaba dando un ataque. Me levanté y la tomé por detrás para llevarla a acostar, pero me tropecé y caímos los dos sobre la cama, ella encima mío y seguía con el ataque. Era tan pesada que en un momento pensé "me voy a morir"; trataba de hacer palanca para zafarme de ella y no había caso, estábamos perdiendo la respiración tanto ella como yo, pero también pensaba "puta madre si sube la vieja va a pensar que me la estoy chiflando", porque andaba con una falda corta que se le había levantado y me tenía el poto encima. Con suerte no subió, yo hice un esfuerzo feroz y la desplacé hacia el lado. Fui al velador, tomé el inhalador y la hice respirar hondo hasta que se fue calmando y se quedó dormida.
Alguien anuncia que han vuelto las noticias. Así van pasando los minutos, los días y los años, cada uno en su elemento.
lunes, noviembre 13, 2017
Apuntes del diario vivir
Echado de bruces en la cubierta inferior del velador, polvoroso, el aparato celular dejaba pasar el tiempo sin emoción alguna, pues sabido es que los celulares, siendo forjadores de emociones, carecen de ellas.
Sus dueños repararon en él la mañana del domingo, antes de salir a pasear en bicicleta.
-Pronto este grandulón será una antigüedad.
-¿Y entonces, qué haremos con él?
-Lo podríamos colocar en la repisa, o junto a la vieja máquina de escribir.
Hacía mucho calor; aun así el paseo resultó agradable: la brisa se colaba entre la ropa fresca y los añosos árboles de la avenida regalaban generosa sombra. En la cafetería de siempre él ordenó un expreso y un empolvado; ella un té de jazmín.
A la vuelta ella se fue a celebrar el cumpleaños de una amiga; él se quedó solo, por primera vez en meses. Todo un domingo por la tarde para él solo. Sin mujer, sin hijos, sin nietos. Buen momento para escribir.
Calentó la lazaña y se la comió con una ensalada en un par de minutos; bebió un vaso de jugo de piña preparado por él mismo, con tres cubos de hielo. Lavó la loza, subió al segundo piso y se recostó en la cama a leer "El Mercurio", los suplementos Artes y Letras y Reportajes, en ese orden. Más tarde habría tiempo para escribir. De fondo escuchaba su radio favorita, RTE Lyric FM. A la primera hoja ya dormía siesta. De lejos le llegaban sus propios ronquidos; cuando los reconocía despertaba a medias, luego seguía durmiendo.
Al despertar de verdad reparó en que solo habían pasado 20 minutos. Hacía demasiado calor en la pieza, el cuerpo le pedía una ducha helada y le dio en el gusto. Luego reparó en un detalle molesto que venía evitando hacía varios días: las uñas de los pies. Acometió la tarea con paciencia; lo peor era la uña izquierda del dedo gordo, encarnada desde que en el internado universitario le pusieron un tubo de cartón sobre la puerta; él ingresó y en vez de caerle en la cabeza se fue recto hacia la uña del pie, que perdió en el acto. Quedó chueca para siempre y a partir de aquel instante, cada vez que entraba la tijera corta cutícula dolía. Pero era un dolor soportable. Había que sentirlo.
Repuesto y satisfecho del cacho que se había sacado de encima bajó al sofá, se estiró a lo largo, puso dos almohadas en la cabecera y leyó el primer suplemento, sin quedar del todo cómodo. De vez en cuando doblaba el cuello para evitar una tortícolis, y sentía cómo le sonaban las vértebras. El segundo suplemento lo disfrutó sentado en una silla del comedor, al que llegaban los rayos oblícuos del sol. Adentro estaba más fresco que afuera. Después de leer reparó en que no había escrito una sola línea, pero también miró el pasto de la calle: estaba seco y rogaba a su modo por un chorro de agua, haciéndose el amarillo. Su clamor de víctima desamparada le llegó al alma; salió a la calle con la manguera y lo regó una hora y tres minutos. Descubrió fecas de perro entre la hierba. Siempre las descubría cuando ya era tarde, cuando los vecinos y sus mascotas habían desaparecido, dejando su huella. Agudizó el chorro de la manguera y las empujó al centro de la calle. Con el paso de cada auto echaba un vistazo. Pronto se transformaron en una mancha verdosa y luego ya pasaron a ser un recuerdo. En eso estaba cuando vio caminando a lo lejos a su mujer.
-¿No ibas a ir al cine?
-No, me di la gran vida y me quedé en la casa. ¿Cómo te fue?
-¡Comí recién a las cuatro! Cuando llegué había puro maní salado y vienesas fritas. Después apareció un montón de haitianos y haitianas de la parroquia.
-¿No era un cumpleaños con los amigos?
-Sí, pero ya sabes como es ella...
Sus dueños repararon en él la mañana del domingo, antes de salir a pasear en bicicleta.
-Pronto este grandulón será una antigüedad.
-¿Y entonces, qué haremos con él?
-Lo podríamos colocar en la repisa, o junto a la vieja máquina de escribir.
Hacía mucho calor; aun así el paseo resultó agradable: la brisa se colaba entre la ropa fresca y los añosos árboles de la avenida regalaban generosa sombra. En la cafetería de siempre él ordenó un expreso y un empolvado; ella un té de jazmín.
A la vuelta ella se fue a celebrar el cumpleaños de una amiga; él se quedó solo, por primera vez en meses. Todo un domingo por la tarde para él solo. Sin mujer, sin hijos, sin nietos. Buen momento para escribir.
Calentó la lazaña y se la comió con una ensalada en un par de minutos; bebió un vaso de jugo de piña preparado por él mismo, con tres cubos de hielo. Lavó la loza, subió al segundo piso y se recostó en la cama a leer "El Mercurio", los suplementos Artes y Letras y Reportajes, en ese orden. Más tarde habría tiempo para escribir. De fondo escuchaba su radio favorita, RTE Lyric FM. A la primera hoja ya dormía siesta. De lejos le llegaban sus propios ronquidos; cuando los reconocía despertaba a medias, luego seguía durmiendo.
Al despertar de verdad reparó en que solo habían pasado 20 minutos. Hacía demasiado calor en la pieza, el cuerpo le pedía una ducha helada y le dio en el gusto. Luego reparó en un detalle molesto que venía evitando hacía varios días: las uñas de los pies. Acometió la tarea con paciencia; lo peor era la uña izquierda del dedo gordo, encarnada desde que en el internado universitario le pusieron un tubo de cartón sobre la puerta; él ingresó y en vez de caerle en la cabeza se fue recto hacia la uña del pie, que perdió en el acto. Quedó chueca para siempre y a partir de aquel instante, cada vez que entraba la tijera corta cutícula dolía. Pero era un dolor soportable. Había que sentirlo.
Repuesto y satisfecho del cacho que se había sacado de encima bajó al sofá, se estiró a lo largo, puso dos almohadas en la cabecera y leyó el primer suplemento, sin quedar del todo cómodo. De vez en cuando doblaba el cuello para evitar una tortícolis, y sentía cómo le sonaban las vértebras. El segundo suplemento lo disfrutó sentado en una silla del comedor, al que llegaban los rayos oblícuos del sol. Adentro estaba más fresco que afuera. Después de leer reparó en que no había escrito una sola línea, pero también miró el pasto de la calle: estaba seco y rogaba a su modo por un chorro de agua, haciéndose el amarillo. Su clamor de víctima desamparada le llegó al alma; salió a la calle con la manguera y lo regó una hora y tres minutos. Descubrió fecas de perro entre la hierba. Siempre las descubría cuando ya era tarde, cuando los vecinos y sus mascotas habían desaparecido, dejando su huella. Agudizó el chorro de la manguera y las empujó al centro de la calle. Con el paso de cada auto echaba un vistazo. Pronto se transformaron en una mancha verdosa y luego ya pasaron a ser un recuerdo. En eso estaba cuando vio caminando a lo lejos a su mujer.
-¿No ibas a ir al cine?
-No, me di la gran vida y me quedé en la casa. ¿Cómo te fue?
-¡Comí recién a las cuatro! Cuando llegué había puro maní salado y vienesas fritas. Después apareció un montón de haitianos y haitianas de la parroquia.
-¿No era un cumpleaños con los amigos?
-Sí, pero ya sabes como es ella...
domingo, octubre 29, 2017
La segunda partida de la tierra
Mi padre ya había muerto antes, de eso estaba casi seguro.
Pero ahora, al verlo sobre la cama, tan solo, me entraron dudas. ¿Esa vez que murió, cómo fue que murió? ¿Y cómo resucitó?
La memoria me entregaba rastrojos de recuerdos, imágenes fulminantes que venían y se iban, indefinidas, como en el sueño. Había habido una primera muerte, eso era casi indiscutible. Pero esta era la real.
Echado en la cama, de costado, su cuerpo azulino, sus bigotes de hombre joven, su flacura. ¿Qué sería de él? ¿Quién se ocuparía de su entierro?
Salí de la habitación; luego volví a entrar, montado en mi bicicleta antigua. La cama estaba hecha. Alba. Reluciente. Ni una sola arruga. Alguien se había ocupado de todo. Mas se lo podía adivinar entre las sábanas. La marca de su cabeza apenas destacaba bajo el albo edredón; una suave prominencia, eso era todo. Pensé por un momento que los cuerpos muertos sobresalían más cuando estaban acostados dentro de una cama, pero abandoné la idea, por endeble.
Una mancha mínima en la colcha blanca, una mancha violácea, que vendría de su hígado, la primera marca después de su partida de la tierra. ¿Quién se ocupará de sus despojos el día de mañana, abandonado por los que nos decíamos suyos?
Me era preciso abordar a mi hijo. Y prevenirlo.
Tomé el sendero que bordeaba el río de aguas montañosas, aguas del sur, río serpenteante poblado de rocas, corrientes y rincones arremolinados donde dormirían las truchas. Debía remontar su cauce cuanto antes; iba por el borde, que no era peligroso, pero sí estrecho. Abajo corrían las aguas en mi contra.
Lo advertí entre la multitud, venía con la muchedumbre.
-¡Hijo, detente!
No me vio, pero se detuvo. Ellos le hacían ver su locura, pero él insistía en llevar puesto el polerón de su enemigo. Era una reunión entre los árboles que flanqueaban el río. Una reunión a la sombra, en la fría humedad del sur. Le decían que su rival tenía los días contados en la casa de pensión, que era cosa de esperar, pero a él no le apetecía tal salida; en ocasiones como esa, su empecinamiento irreflexivo era demasiado poderoso.
Pero ahora, al verlo sobre la cama, tan solo, me entraron dudas. ¿Esa vez que murió, cómo fue que murió? ¿Y cómo resucitó?
La memoria me entregaba rastrojos de recuerdos, imágenes fulminantes que venían y se iban, indefinidas, como en el sueño. Había habido una primera muerte, eso era casi indiscutible. Pero esta era la real.
Echado en la cama, de costado, su cuerpo azulino, sus bigotes de hombre joven, su flacura. ¿Qué sería de él? ¿Quién se ocuparía de su entierro?
Salí de la habitación; luego volví a entrar, montado en mi bicicleta antigua. La cama estaba hecha. Alba. Reluciente. Ni una sola arruga. Alguien se había ocupado de todo. Mas se lo podía adivinar entre las sábanas. La marca de su cabeza apenas destacaba bajo el albo edredón; una suave prominencia, eso era todo. Pensé por un momento que los cuerpos muertos sobresalían más cuando estaban acostados dentro de una cama, pero abandoné la idea, por endeble.
Una mancha mínima en la colcha blanca, una mancha violácea, que vendría de su hígado, la primera marca después de su partida de la tierra. ¿Quién se ocupará de sus despojos el día de mañana, abandonado por los que nos decíamos suyos?
Me era preciso abordar a mi hijo. Y prevenirlo.
Tomé el sendero que bordeaba el río de aguas montañosas, aguas del sur, río serpenteante poblado de rocas, corrientes y rincones arremolinados donde dormirían las truchas. Debía remontar su cauce cuanto antes; iba por el borde, que no era peligroso, pero sí estrecho. Abajo corrían las aguas en mi contra.
Lo advertí entre la multitud, venía con la muchedumbre.
-¡Hijo, detente!
No me vio, pero se detuvo. Ellos le hacían ver su locura, pero él insistía en llevar puesto el polerón de su enemigo. Era una reunión entre los árboles que flanqueaban el río. Una reunión a la sombra, en la fría humedad del sur. Le decían que su rival tenía los días contados en la casa de pensión, que era cosa de esperar, pero a él no le apetecía tal salida; en ocasiones como esa, su empecinamiento irreflexivo era demasiado poderoso.
domingo, octubre 08, 2017
Teoría del sueño
Con esa negativa y esa burla deseas demostrar que ostentas el poder, y algo de razón tienes, porque soy inferior a ti en todo aspecto; pero este día he decidido dar un golpe de timón. Ambos en la cama, reclinados en nuestros almohadones, ya he recibido tus sarcásticas ofensas. Envuelto en tu superioridad, sigues pensando que las cosas se hacen como tú lo dices. Escúchame: me voy para siempre, y espero que te des cuenta.
Él se queda, sorprendido. Por la tarde ella lo divisa desde una ventana, vengativa: lo ve reclinado al borde de la cama, con las manos sobre la frente.
Entra de noche a un callejón tortuoso; mientras camina levanta la cabeza hacia las casas de campo instaladas a la orilla, sobre el murallón de tierra que encajona la calle. Van pasando ante su vista los sucios baños y las mujeres de diabólico atractivo que entran a usarlos, campesinas vulgares que no saben de tormentos.
Si hay algo que estorba mi mente cuando me hallo frente a una obra literaria, eso es descifrar, deconstruir un poema. A menudo, sino demasiadas veces, el poema se disfraza de metáforas para cantar a lo más simple.
Así:
Mi llave que tiene la forma de una llama
erecta
va buscando el camino glorioso que conduce
a tu puerta
Se plantea como un problema de fácil resolución, de lo que resulta un placer menor para mi entendimiento.
Si la fórmula es hermética, la solución es gloriosa.
Pero entonces el poema sería como un problema de álgebra. Yo no puedo verlo así.
Él se queda, sorprendido. Por la tarde ella lo divisa desde una ventana, vengativa: lo ve reclinado al borde de la cama, con las manos sobre la frente.
Entra de noche a un callejón tortuoso; mientras camina levanta la cabeza hacia las casas de campo instaladas a la orilla, sobre el murallón de tierra que encajona la calle. Van pasando ante su vista los sucios baños y las mujeres de diabólico atractivo que entran a usarlos, campesinas vulgares que no saben de tormentos.
Si hay algo que estorba mi mente cuando me hallo frente a una obra literaria, eso es descifrar, deconstruir un poema. A menudo, sino demasiadas veces, el poema se disfraza de metáforas para cantar a lo más simple.
Así:
Mi llave que tiene la forma de una llama
erecta
va buscando el camino glorioso que conduce
a tu puerta
Se plantea como un problema de fácil resolución, de lo que resulta un placer menor para mi entendimiento.
Si la fórmula es hermética, la solución es gloriosa.
Pero entonces el poema sería como un problema de álgebra. Yo no puedo verlo así.
sábado, septiembre 09, 2017
Desfile de disfraces
Un grupo de adultos entró vociferando al Paseo Huérfanos; hacían sonar cornetas, pero no levantaban cartel alguno, de modo que resultaba difícil encasillar su protesta en alguna causa medianamente conocida. Bastaron segundos para salir del error, atribuible a los tiempos que se viven: los empleados no protestaban contra nada, la oficina completa bajaba a la calle para exteriorizar su alegría a través de un desfile de disfraces. La gente los miraba con curiosidad y ellos, mujeres y hombres, parecían turbados, avergonzados de demostrar un sentimiento tan extemporáneo. En cosa de segundos se perdieron con sus disfraces improvisados, sus cornetas y sus challas, fueron tragados por las tibias burlas, sobre todo por la indiferencia de la muchedumbre.
El episodio, sumado a la feliz lectura por estos días de los relatos esenciales de Hesse, me trasladó a uno de esos momentos inolvidables de mi niñez.
Había sido una semana de preparativos contra el tiempo, pero los resultados estaban finalmente a la vista, minutos antes del mediodía, tal como lo había planificado la señorita María Eugenia. El curso entero, cuarto año B, esperaba dentro de la sala el llamado para comenzar el desfile desde la Escuela 1, ubicada frente a la cárcel, hacia la Plaza de los Héroes. Caminaríamos por O'Carrol, doblaríamos por Estado, llegaríamos a la plaza, daríamos la vuelta rodeando la Catedral, la Intendencia y la estatua de O'Higgins, bajaríamos por Independencia, Brasil, San Martín, y volveríamos a la escuela. Durante una hora nos sentiríamos orgullosos de ser niños, contentos por despertar sonrisas, carcajadas, expresiones de reconocimiento, chistes sanos dirigidos a nosotros, el centro de atención. Seríamos señalados con el dedo y nuestra vanidad se inflamaría tras constatar que éramos sujetos de asombro.
En el fondo, se trataba de una competencia, lo que se dice una sana competencia al estilo de los ingleses, si es que el término pudiera aplicarse. Me resulta difícil concebir que los ingleses no sientan lo que yo al competir; es decir, envidia, deseos de fracaso del contrincante, ganas de aplastarlo, de hacerlo papilla. Y sin embargo, bien miradas las cosas, allí estábamos, esperando la orden para salir a desfilar, sin ánimo de pisotear a nadie, tal vez sin aspiración alguna de competencia, idea maléfica que pudiere haberse incorporado a mi psique con los años.
A diferencia de las demás promociones, en que los profesores daban chipe libre sus alumnos para elegir sus motivos, la señorita María Eugenia había apostado por un solo disfraz para el curso: por una tarde todos seríamos paracaidistas. La idea se le ocurrió en un dos por tres, una semana antes, mientras se discutía el tema en consejo de curso. Impresionados por la sencillez del disfraz, no pusimos objeción. Era bonito disfrazarse, pero a fin de cuentas todos terminábamos siendo vaqueros, indios apaches, magos, soldados romanos o futbolistas y eso le quitaba gracia al desfile. Era como si nos viéramos en un espejo y constatáramos, ahí sí con envidia, las diferencias con la otra pistola, la otra flecha, la otra espada, el otro sombrero, el otro bigote, comparación que siempre nos jugaba en contra, ya que -ignoro la razón- la vista se nos iba siempre hacia los disfraces superiores al nuestro. En cambio ser paracaidistas era ser originales y nos hacía sentirnos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra maestra, que había tenido la idea.
El disfraz era el mismo buzo abotonado de la escuela, con tres agregados: un gorro de género del mismo color que nos tapaba las orejas y que no recuerdo cómo diablos pudo fabricarse cada uno, el bolsón colegial de cuero amarrado a la espalda y bigotes finos pintados con carbón a la usanza francesa, muy de moda en esos tiempos. La señorita María Eugenia iría al mando vestida de generala; o sea, con su traje dos piezas, cartera y zapatos de medio taco.
Entonces salimos a dar la cara.
Mientras toda la escuela se tomaba las calles en completa algarabía y desorden, como corresponde a un desfile de disfraces, nosotros marchábamos silenciosos, marcando el paso con aire marcial, cual carne de cañón que parte a una guerra que se nos antoja heroica, incapaces de imaginar el dolor que provocan las guerras de verdad; marchábamos con la vista fija en el gorro del compañero de adelante, provocando comentarios del tono de qué son, militares, no, porque no llevan carabinas, ya sé, van disfrazados de ellos mismos, no, porque tienen gorro y bigotes, entonces qué son, mira, fíjate, son paracaidistas, sí, paracaidistas, claro, porque llevan el paracaídas en la espalda, qué ingenioso...
El curso del Lucho nos quiso hacer la competencia y montó un banquete: sobre el tablón que los cocineros cargaban al hombro sobresalían dos fondos de metal de cuyas orejas colgaban sendos cucharones; al centro, entre ambas ollas, iba sentado el Miguel, que cursaba primero de preparatoria, vestido de blanco, con un gorro de chef y bigotes de Fígaro.
Al curso del Vitorio asistía el nieto del cochero, tal vez el niño más pobre de la clase. Durante todo el año se le veía entrar a la escuela, humilde, pero dignamente, peinado para atrás con gomina, no pocas veces con las suelas rotas. El más aventajado no era; copiaba en las pruebas y al final del año poco menos que pasaba raspando por culpa de su cabeza rellena de aserrín, siempre callado y sereno, ignorante de su realidad. No caía bien ni mal, era simplemente el nieto del cochero y eso no significa nada para nadie, salvo que se tratara del día de la fiesta de disfraces.
La existencia de su padre era un misterio, pero el que decía ser su abuelo lo amaba; es más, lo veneraba: el chiquillo estaba siendo lo que nadie en la familia había sido. Ya sabía sumar y restar, y leer, y auguraba para él tiempos luminosos. El resplandor del conocimiento le abriría las puertas que al cochero, un hombre ignorante y sumiso, el mundo le había cerrado en las narices.
Pero todo aquello debía ser echado afuera; no bastaba el sentimiento íntimo del tronco hacia la tierna rama que crecía, de allí que la escuela y por qué no decirlo la ciudad entera, que también conservaba algo de memoria, aguardara con ansias la aparición del muchacho disfrazado, aún recordando su paso como Llanero Solitario, el año anterior. Y aquella vez no solo no ocurrió la excepción sino que el niño vistió un disfraz que hoy me ha devuelto al pasado por el solo hecho de haber visto jugueteando a un grupo de oficinistas tarambanas.
El Alcaíno cabalgaba en un caballo alazán que brillaba de lustroso, vestido de sultán. Encabezaba el desfile del curso del Vitorio y suena obvio afirmar, aunque hay que decirlo, que sus compañeros no representaban más que una comparsa improvisada involuntariamente para hacerlo brillar más. Le sobraban collares sobre la seda celeste de su traje de fantasía y una gema púrpura resplandecía en medio del turbante blanco. Sobre la silla de montar se le había instalado un trono; el Alcaíno guiaba al animal con un dejo de indiferencia o secreto orgullo, no había cómo saberlo, mientras su abuelo lo seguía por la vereda con una mirada intensa, sin despegarle los ojos, y se le llegaban a caer las lágrimas. De haberle podido arrendar un elefante lo habría hecho, sacrificando incluso el pan del mes, mas no era esa temporada de circo.
El episodio, sumado a la feliz lectura por estos días de los relatos esenciales de Hesse, me trasladó a uno de esos momentos inolvidables de mi niñez.
Había sido una semana de preparativos contra el tiempo, pero los resultados estaban finalmente a la vista, minutos antes del mediodía, tal como lo había planificado la señorita María Eugenia. El curso entero, cuarto año B, esperaba dentro de la sala el llamado para comenzar el desfile desde la Escuela 1, ubicada frente a la cárcel, hacia la Plaza de los Héroes. Caminaríamos por O'Carrol, doblaríamos por Estado, llegaríamos a la plaza, daríamos la vuelta rodeando la Catedral, la Intendencia y la estatua de O'Higgins, bajaríamos por Independencia, Brasil, San Martín, y volveríamos a la escuela. Durante una hora nos sentiríamos orgullosos de ser niños, contentos por despertar sonrisas, carcajadas, expresiones de reconocimiento, chistes sanos dirigidos a nosotros, el centro de atención. Seríamos señalados con el dedo y nuestra vanidad se inflamaría tras constatar que éramos sujetos de asombro.
En el fondo, se trataba de una competencia, lo que se dice una sana competencia al estilo de los ingleses, si es que el término pudiera aplicarse. Me resulta difícil concebir que los ingleses no sientan lo que yo al competir; es decir, envidia, deseos de fracaso del contrincante, ganas de aplastarlo, de hacerlo papilla. Y sin embargo, bien miradas las cosas, allí estábamos, esperando la orden para salir a desfilar, sin ánimo de pisotear a nadie, tal vez sin aspiración alguna de competencia, idea maléfica que pudiere haberse incorporado a mi psique con los años.
A diferencia de las demás promociones, en que los profesores daban chipe libre sus alumnos para elegir sus motivos, la señorita María Eugenia había apostado por un solo disfraz para el curso: por una tarde todos seríamos paracaidistas. La idea se le ocurrió en un dos por tres, una semana antes, mientras se discutía el tema en consejo de curso. Impresionados por la sencillez del disfraz, no pusimos objeción. Era bonito disfrazarse, pero a fin de cuentas todos terminábamos siendo vaqueros, indios apaches, magos, soldados romanos o futbolistas y eso le quitaba gracia al desfile. Era como si nos viéramos en un espejo y constatáramos, ahí sí con envidia, las diferencias con la otra pistola, la otra flecha, la otra espada, el otro sombrero, el otro bigote, comparación que siempre nos jugaba en contra, ya que -ignoro la razón- la vista se nos iba siempre hacia los disfraces superiores al nuestro. En cambio ser paracaidistas era ser originales y nos hacía sentirnos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra maestra, que había tenido la idea.
El disfraz era el mismo buzo abotonado de la escuela, con tres agregados: un gorro de género del mismo color que nos tapaba las orejas y que no recuerdo cómo diablos pudo fabricarse cada uno, el bolsón colegial de cuero amarrado a la espalda y bigotes finos pintados con carbón a la usanza francesa, muy de moda en esos tiempos. La señorita María Eugenia iría al mando vestida de generala; o sea, con su traje dos piezas, cartera y zapatos de medio taco.
Entonces salimos a dar la cara.
Mientras toda la escuela se tomaba las calles en completa algarabía y desorden, como corresponde a un desfile de disfraces, nosotros marchábamos silenciosos, marcando el paso con aire marcial, cual carne de cañón que parte a una guerra que se nos antoja heroica, incapaces de imaginar el dolor que provocan las guerras de verdad; marchábamos con la vista fija en el gorro del compañero de adelante, provocando comentarios del tono de qué son, militares, no, porque no llevan carabinas, ya sé, van disfrazados de ellos mismos, no, porque tienen gorro y bigotes, entonces qué son, mira, fíjate, son paracaidistas, sí, paracaidistas, claro, porque llevan el paracaídas en la espalda, qué ingenioso...
El curso del Lucho nos quiso hacer la competencia y montó un banquete: sobre el tablón que los cocineros cargaban al hombro sobresalían dos fondos de metal de cuyas orejas colgaban sendos cucharones; al centro, entre ambas ollas, iba sentado el Miguel, que cursaba primero de preparatoria, vestido de blanco, con un gorro de chef y bigotes de Fígaro.
Al curso del Vitorio asistía el nieto del cochero, tal vez el niño más pobre de la clase. Durante todo el año se le veía entrar a la escuela, humilde, pero dignamente, peinado para atrás con gomina, no pocas veces con las suelas rotas. El más aventajado no era; copiaba en las pruebas y al final del año poco menos que pasaba raspando por culpa de su cabeza rellena de aserrín, siempre callado y sereno, ignorante de su realidad. No caía bien ni mal, era simplemente el nieto del cochero y eso no significa nada para nadie, salvo que se tratara del día de la fiesta de disfraces.
La existencia de su padre era un misterio, pero el que decía ser su abuelo lo amaba; es más, lo veneraba: el chiquillo estaba siendo lo que nadie en la familia había sido. Ya sabía sumar y restar, y leer, y auguraba para él tiempos luminosos. El resplandor del conocimiento le abriría las puertas que al cochero, un hombre ignorante y sumiso, el mundo le había cerrado en las narices.
Pero todo aquello debía ser echado afuera; no bastaba el sentimiento íntimo del tronco hacia la tierna rama que crecía, de allí que la escuela y por qué no decirlo la ciudad entera, que también conservaba algo de memoria, aguardara con ansias la aparición del muchacho disfrazado, aún recordando su paso como Llanero Solitario, el año anterior. Y aquella vez no solo no ocurrió la excepción sino que el niño vistió un disfraz que hoy me ha devuelto al pasado por el solo hecho de haber visto jugueteando a un grupo de oficinistas tarambanas.
El Alcaíno cabalgaba en un caballo alazán que brillaba de lustroso, vestido de sultán. Encabezaba el desfile del curso del Vitorio y suena obvio afirmar, aunque hay que decirlo, que sus compañeros no representaban más que una comparsa improvisada involuntariamente para hacerlo brillar más. Le sobraban collares sobre la seda celeste de su traje de fantasía y una gema púrpura resplandecía en medio del turbante blanco. Sobre la silla de montar se le había instalado un trono; el Alcaíno guiaba al animal con un dejo de indiferencia o secreto orgullo, no había cómo saberlo, mientras su abuelo lo seguía por la vereda con una mirada intensa, sin despegarle los ojos, y se le llegaban a caer las lágrimas. De haberle podido arrendar un elefante lo habría hecho, sacrificando incluso el pan del mes, mas no era esa temporada de circo.
lunes, septiembre 04, 2017
Rumores anómalos
Caminaba de noche, apuraba el paso para llegar pronto a casa; era invierno y hacía frío, la ciudad de provincia se había vaciado por fuera y su vida, lo que le quedaba de vida en esa jornada, se consumía entre las paredes de adobe de las viviendas, alumbradas por pálidas luces que venían de arriba. Las conversaciones, si es que las había, se gastaban en la intimidad del anonimato; todo lo que se hablaba quedaba allí adentro. La disposiciòn de las calles -rectas, cruzándose entre ellas, armando del centro un gran cuadrado ciego- era la metáfora natural del cementerio, ubicado a pocas cuadras.
De súbito, un sonido gutural a centímetros de mi oído derecho me paralizó, me congeló la sangre de las venas. Salté de la emoción, alarmado; algo grandioso me había devuelto a una realidad de la que ignoraba que me hubiese ido. Pero la realidad no solucionó el misterio: la ciudad seguía siendo la misma, nada había caído del cielo, ningún pájaro nocturno graznó en mis oídos, aleteo alguno rozó mi pelo, ningún amigo me jugaba una broma y nadie intentaba asaltarme. Solo un peatón como yo, que caminaba por la vereda opuesta en sentido contrario, había carraspeado bruscamente.
Acostado en la cama de mi novia, a cuya habitación había entrado a hurtadillas, la besaba en los labios y ella me correspondía. En los tiempos en que aquello era pecado, en tortuoso silencio hacíamos el amor en la pieza extraña de una casa de campo de paredes altas como las de un castillo, calladamente oscuros, vislumbrados por los destellos de una noche de invierno que se colaba por el marco de la modesta ventana. Éramos solo ella y yo, más cuatro oídos desconfiados en las habitaciones aledañas. Fundamentalmente, ella y yo.
De súbito, la pieza comenzó a retumbar. Giré la vista, asombrado; mis ojos apuntaron al techo, de donde nacía el profundo eco de un ritmo enloquecido demasiado familiar. Eran los latidos de mi corazón, que se podían oír con la misma claridad que la del canto del grillo y el crujido de la cama. Semejando el golpeteo de las alas de un murciélago atrapado en la pieza, los latidos huían objetivamente de mi cuerpo para anunciar, delatar mi presencia.
No es mi ánimo esta noche el de inventar ficciones. Aludo exacta y simplemente a los dos únicos rumores anómalos que recuerdo haber vivido en mi ya madura existencia, ambos a la edad de veintitantos años.
De súbito, un sonido gutural a centímetros de mi oído derecho me paralizó, me congeló la sangre de las venas. Salté de la emoción, alarmado; algo grandioso me había devuelto a una realidad de la que ignoraba que me hubiese ido. Pero la realidad no solucionó el misterio: la ciudad seguía siendo la misma, nada había caído del cielo, ningún pájaro nocturno graznó en mis oídos, aleteo alguno rozó mi pelo, ningún amigo me jugaba una broma y nadie intentaba asaltarme. Solo un peatón como yo, que caminaba por la vereda opuesta en sentido contrario, había carraspeado bruscamente.
Acostado en la cama de mi novia, a cuya habitación había entrado a hurtadillas, la besaba en los labios y ella me correspondía. En los tiempos en que aquello era pecado, en tortuoso silencio hacíamos el amor en la pieza extraña de una casa de campo de paredes altas como las de un castillo, calladamente oscuros, vislumbrados por los destellos de una noche de invierno que se colaba por el marco de la modesta ventana. Éramos solo ella y yo, más cuatro oídos desconfiados en las habitaciones aledañas. Fundamentalmente, ella y yo.
De súbito, la pieza comenzó a retumbar. Giré la vista, asombrado; mis ojos apuntaron al techo, de donde nacía el profundo eco de un ritmo enloquecido demasiado familiar. Eran los latidos de mi corazón, que se podían oír con la misma claridad que la del canto del grillo y el crujido de la cama. Semejando el golpeteo de las alas de un murciélago atrapado en la pieza, los latidos huían objetivamente de mi cuerpo para anunciar, delatar mi presencia.
No es mi ánimo esta noche el de inventar ficciones. Aludo exacta y simplemente a los dos únicos rumores anómalos que recuerdo haber vivido en mi ya madura existencia, ambos a la edad de veintitantos años.
jueves, agosto 24, 2017
Vértigo
Cuántos de aquellos silenciosos caminantes, pasajeros de tren, inmóviles pacientes de salas de espera, nocheros, soldados de guardia, estarán hablando por dentro, su mente recordándoles, repitiéndoles la misma idea lacerante que circula en el velódromo de sangre una y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta el vértigo.
Cómo enfrentarán sus batallas, con qué temple; cómo saldrán de la encerrona si ni la oración les sirve para vencer al enemigo escondido dentro de sí mismos, en lo más profundo de sus almas. ¿Son ellos su propio capital o les bastará su cobardía? ¿Vislumbrarán la angustia del nuevo amanecer esperanzados?
El cielo amenaza ruina y de pronto la dulzura de un arpa, el paso del vecino nocturno, la pálida Luna cumpliendo los mandatos del tiempo; cosas así, el llamado por el altavoz, el cambio de turno, el ingreso a la oficina, algo que no es lucha, no es resignación, algo mágico en el fondo, inesperado, ocurre.
Cómo enfrentarán sus batallas, con qué temple; cómo saldrán de la encerrona si ni la oración les sirve para vencer al enemigo escondido dentro de sí mismos, en lo más profundo de sus almas. ¿Son ellos su propio capital o les bastará su cobardía? ¿Vislumbrarán la angustia del nuevo amanecer esperanzados?
El cielo amenaza ruina y de pronto la dulzura de un arpa, el paso del vecino nocturno, la pálida Luna cumpliendo los mandatos del tiempo; cosas así, el llamado por el altavoz, el cambio de turno, el ingreso a la oficina, algo que no es lucha, no es resignación, algo mágico en el fondo, inesperado, ocurre.
martes, agosto 15, 2017
Visiones
Decían, con frases cortantes, a la rápida, que se navegaba en un mar agitado y era cosa de palparlo, lo que se podría llamar un pleonasmo de lenguas mordaces hablando sobre la evidente ferocidad del océano: las olas asaltaban la cubierta, dejando una estela de espuma rabiosa que se iba por los bordes antes de que llegara la próxima advertencia.
Había proyectado, y lo seguía pensando, que a contar de ahora comenzaría para mí el tiempo sosegado, pero las inclemencias meteorológicas enviaban señales inquietantes. Descubrí, agarrado a la baranda, el único del grupo, que mi personalidad se había forjado de temprano a través del simple expediente de mirar por encima o por debajo. Podía obedecer, reverenciar, cumplir con éxito lo que se esperaba de mí; podía sentir piedad, desprecio, desconsuelo. Pero no había un horizonte que al separar, igualara. Era esa la fórmula que había que romper, pero no disponía de las herramientas ni del secreto para lograrlo.
La nave se dejaba llevar hasta la base de una ola gigantesca, perdiendo todo contacto con el mundo exterior, rodeada de una verde oscuridad donde se desparramaban y eran tragados en cosa de segundos vómitos compungidos, asquerosos; cuando parecía todo perdido ella y nosotros volábamos de un salto a la cresta blanquecina: allí el viento mojado lanzaba carcajadas sobre mi rostro y el de los demás marineros, que hacían su trabajo.
Había proyectado, y lo seguía pensando, que a contar de ahora comenzaría para mí el tiempo sosegado, pero las inclemencias meteorológicas enviaban señales inquietantes. Descubrí, agarrado a la baranda, el único del grupo, que mi personalidad se había forjado de temprano a través del simple expediente de mirar por encima o por debajo. Podía obedecer, reverenciar, cumplir con éxito lo que se esperaba de mí; podía sentir piedad, desprecio, desconsuelo. Pero no había un horizonte que al separar, igualara. Era esa la fórmula que había que romper, pero no disponía de las herramientas ni del secreto para lograrlo.
La nave se dejaba llevar hasta la base de una ola gigantesca, perdiendo todo contacto con el mundo exterior, rodeada de una verde oscuridad donde se desparramaban y eran tragados en cosa de segundos vómitos compungidos, asquerosos; cuando parecía todo perdido ella y nosotros volábamos de un salto a la cresta blanquecina: allí el viento mojado lanzaba carcajadas sobre mi rostro y el de los demás marineros, que hacían su trabajo.
sábado, julio 15, 2017
Silvestre
Ya te has ido; nos dejaste muy temprano.
Esta noche hace frío, la Jiji duerme a los pies de la estufa; tú duermes bajo la tierra húmeda y helada.
Pero hay un paraíso, y allí está tu alma de gatito, con la Droya, la Diana, Runy, Estinfis, la perrita Cleo.
Oh, Dios, qué triste es recordar a los muertos inocentes.
Esta noche hace frío, la Jiji duerme a los pies de la estufa; tú duermes bajo la tierra húmeda y helada.
Pero hay un paraíso, y allí está tu alma de gatito, con la Droya, la Diana, Runy, Estinfis, la perrita Cleo.
Oh, Dios, qué triste es recordar a los muertos inocentes.
viernes, junio 23, 2017
Almuerzo en el paraíso
¿Había entrado al esquivo paraíso? A medida que los demás invitados llegaban y los iba reconociendo, la sensación de amargura que últimamente copaba sus espacios, sus horas, sus días enteros, desaparecía como lluvia tragada por la alcantarilla. Casi podía ver a ese monstruito irónico, allá bajo la tierra, sonriendo, brillando hasta perderse en la profundidad de la cloaca.
Existía una vida sin ira y sin tormentos, una vida simple y cristalina: la que comenzaba a vivir a esa hora bajo el parrón de la casa de su amigo. ¿En qué consistía? En un grupo de hombres que habían ido a compartir una carne a la parrilla, choripanes, un jarro de borgoña, botellas de vino, un buen whisky; pero sobre todo, horas de conversación.
El tema era el de siempre: el fútbol, específicamente el fútbol de sus años. Se hablaba de jugadas, de jugadores, de goles, lesiones y expulsiones, tácticas, preparadores físicos, entrenadores, meras cáscaras del gran anhelo humano: ser valorado, ser querido, ser escuchado.
Él era el rey de reyes. El especialista en un grupo de especialistas. Podía haber diferencia de opiniones, ciertos escrúpulos, acaso veleidades, mas no ignorancia. Todos dominaban al dedillo cada tema del que se hablaba. Era un grupo de iniciados, socios de un clan privado.
Más allá de su estado de felicidad intuía que el monstruito seguía esperándolo bajo la alcantarilla, paciente y burlón, para ofrecerle a sus ojos todo aquello que lo sacaba de quicio y que desequilibraba su mente, haciéndola descender a los infiernos: la ignorancia, la imprecisión, la desmemoria de los otros, la falla en el detalle fino.
Pero mañana sería otro día; hoy almorzaba en el paraíso.
Ocurrió entonces un fenómeno digno de ser examinado bajo el microscopio del científico: con el correr de las horas la charla, en vez de declinar, se potenció. Los apetitos no fueron aplacados y entre recuerdo y recuerdo nuevos cortes de carne fueron a dar al asador, cuyos carbones mantuvieron su fuego. Las botellas se descorchaban, se vaciaban y volvían a llenarse. Ninguno de los presentes estaba satisfecho, ninguno ebrio. Las anécdotas parecían no agotarse, aunque eran las mismas, reconstruidas para provocar severo asombro cada vez. Segundo tras segundo atardecía, mas el sol brillaba fijo y tenue sobre la pandereta, negándose a dejarlos, furtivo espía envidioso de la reunión.
Los amigos habían llegado al acuerdo tácito de rebobinar el tiempo, llevarlo atrás para volver a echarlo a andar, como el eterno juego del trompo y la cuerda. Y sin embargo aquel parrón era apenas un punto rodeado de puntos que conformaban el paraíso total.
El paraíso total era inefable.
En este mundo tan extraño, cada cual vivía en su propio paraíso. Un hombre conquistaba a una mujer interesada en el dinero, una chica de café. Su departamento se hallaba del otro lado de la pandereta y el amor consistía en darle todo aquello que pedía, por el gusto de adorarla. La orgía se le hacía eterna. El paraíso de la chica de café estaba sin embargo más allá, en una tienda de ropa, de lo que se desprende que era capaz de desdoblarse, pues mientras se dejaba amar a cambio de regalos su goce real estaba en la tienda con su pasadizo de vestidos, faldas, pañuelos y carteras. Miraba precios, se detenía, seguía caminando, dejaba pasar la tarde entera en un local que jamás cerraba, siempre dispuesto a complacerla. Los serviles dependientes, en tanto, disfrutaban sus propios paraísos, inexplicablemente cercanos unos de otros y sin embargo aislados como esferas de plomo. El vendedor moría en el anfiteatro general escuchando su ópera favorita, Tosca, que le brindaba una y otra vez la misma aria, el mismo lamento, el mismo infortunio romántico. La vendedora disfrutaba de una interminable velada con sus hijas al calor de la estufa a parafina de su casa de población, mientras su esposo compartía el paraíso con la secreta amante en un motel de paredes húmedas que multiplicaban el éxtasis de sus tres horas de placer hasta el infinito. Del otro lado de la pared, un venerador del mundo del boxeo gozaba desde la oscura y fría galería una velada interminable de combates, uno tras otro. Era allí el gong entre round y round un reloj que repetía las campanadas del círculo del tiempo, un tiempo envuelto en golpes, caídas, sangre y saliva, amarres, forcejeos y sobre todo la sensación íntima de darle el gusto a su padre y a la vez, de contradecirlo, traicionarlo, gritarle en su tumba, más allá del cementerio, si había sido capaz de entender, si alguna vez sospechó a dónde lo llevaría esa costumbre maldita de recibir siempre el consejo inteligente, la última palabra. En el valle transitaba también el hombre que lo observaba todo; su paraíso estaba en los otros paraísos y a pesar de ser visible, era invisible. Otro hombre dormía la siesta en el sofá, tapadas sus piernas con una frazada, una copa de coñac a medio servir en la mesita de arrimo y la voz de Jonas Kaufmann saliendo del parlante de la radio. La viciosa de los libros hacía del paraíso de los artistas su paraíso propio, como si la felicidad pudiese ser, y lo era de hecho, una experiencia que se pega.
Existía una vida sin ira y sin tormentos, una vida simple y cristalina: la que comenzaba a vivir a esa hora bajo el parrón de la casa de su amigo. ¿En qué consistía? En un grupo de hombres que habían ido a compartir una carne a la parrilla, choripanes, un jarro de borgoña, botellas de vino, un buen whisky; pero sobre todo, horas de conversación.
El tema era el de siempre: el fútbol, específicamente el fútbol de sus años. Se hablaba de jugadas, de jugadores, de goles, lesiones y expulsiones, tácticas, preparadores físicos, entrenadores, meras cáscaras del gran anhelo humano: ser valorado, ser querido, ser escuchado.
Él era el rey de reyes. El especialista en un grupo de especialistas. Podía haber diferencia de opiniones, ciertos escrúpulos, acaso veleidades, mas no ignorancia. Todos dominaban al dedillo cada tema del que se hablaba. Era un grupo de iniciados, socios de un clan privado.
Más allá de su estado de felicidad intuía que el monstruito seguía esperándolo bajo la alcantarilla, paciente y burlón, para ofrecerle a sus ojos todo aquello que lo sacaba de quicio y que desequilibraba su mente, haciéndola descender a los infiernos: la ignorancia, la imprecisión, la desmemoria de los otros, la falla en el detalle fino.
Pero mañana sería otro día; hoy almorzaba en el paraíso.
Ocurrió entonces un fenómeno digno de ser examinado bajo el microscopio del científico: con el correr de las horas la charla, en vez de declinar, se potenció. Los apetitos no fueron aplacados y entre recuerdo y recuerdo nuevos cortes de carne fueron a dar al asador, cuyos carbones mantuvieron su fuego. Las botellas se descorchaban, se vaciaban y volvían a llenarse. Ninguno de los presentes estaba satisfecho, ninguno ebrio. Las anécdotas parecían no agotarse, aunque eran las mismas, reconstruidas para provocar severo asombro cada vez. Segundo tras segundo atardecía, mas el sol brillaba fijo y tenue sobre la pandereta, negándose a dejarlos, furtivo espía envidioso de la reunión.
Los amigos habían llegado al acuerdo tácito de rebobinar el tiempo, llevarlo atrás para volver a echarlo a andar, como el eterno juego del trompo y la cuerda. Y sin embargo aquel parrón era apenas un punto rodeado de puntos que conformaban el paraíso total.
El paraíso total era inefable.
En este mundo tan extraño, cada cual vivía en su propio paraíso. Un hombre conquistaba a una mujer interesada en el dinero, una chica de café. Su departamento se hallaba del otro lado de la pandereta y el amor consistía en darle todo aquello que pedía, por el gusto de adorarla. La orgía se le hacía eterna. El paraíso de la chica de café estaba sin embargo más allá, en una tienda de ropa, de lo que se desprende que era capaz de desdoblarse, pues mientras se dejaba amar a cambio de regalos su goce real estaba en la tienda con su pasadizo de vestidos, faldas, pañuelos y carteras. Miraba precios, se detenía, seguía caminando, dejaba pasar la tarde entera en un local que jamás cerraba, siempre dispuesto a complacerla. Los serviles dependientes, en tanto, disfrutaban sus propios paraísos, inexplicablemente cercanos unos de otros y sin embargo aislados como esferas de plomo. El vendedor moría en el anfiteatro general escuchando su ópera favorita, Tosca, que le brindaba una y otra vez la misma aria, el mismo lamento, el mismo infortunio romántico. La vendedora disfrutaba de una interminable velada con sus hijas al calor de la estufa a parafina de su casa de población, mientras su esposo compartía el paraíso con la secreta amante en un motel de paredes húmedas que multiplicaban el éxtasis de sus tres horas de placer hasta el infinito. Del otro lado de la pared, un venerador del mundo del boxeo gozaba desde la oscura y fría galería una velada interminable de combates, uno tras otro. Era allí el gong entre round y round un reloj que repetía las campanadas del círculo del tiempo, un tiempo envuelto en golpes, caídas, sangre y saliva, amarres, forcejeos y sobre todo la sensación íntima de darle el gusto a su padre y a la vez, de contradecirlo, traicionarlo, gritarle en su tumba, más allá del cementerio, si había sido capaz de entender, si alguna vez sospechó a dónde lo llevaría esa costumbre maldita de recibir siempre el consejo inteligente, la última palabra. En el valle transitaba también el hombre que lo observaba todo; su paraíso estaba en los otros paraísos y a pesar de ser visible, era invisible. Otro hombre dormía la siesta en el sofá, tapadas sus piernas con una frazada, una copa de coñac a medio servir en la mesita de arrimo y la voz de Jonas Kaufmann saliendo del parlante de la radio. La viciosa de los libros hacía del paraíso de los artistas su paraíso propio, como si la felicidad pudiese ser, y lo era de hecho, una experiencia que se pega.
jueves, junio 15, 2017
Los artistas del hambre
Mi gata se arrastra como un cuero viejo; mi nieto de dos años arma su show sobre una escala de piedra, de pelo largo. En las esquinas, jóvenes se ganan la vida haciendo piruetas; en las micros y en el Metro suben a cantar. Donde quiera que vaya por la calle veo gente haciendo gracias. En cada intersección me recibe un mago, un trío de acróbatas, un cuarteto de gimnastas, un lanzafuegos.
Cuchillas voladoras, artistas del hambre.
Quisiera ver matemáticos demostrando teoremas, ingenieros haciendo cálculos, abogados ganando juicios, pero solo veo artistas pobres. Dónde están los doctores en Filosofía, dónde están los doctores en Literatura. Veo tanta pobreza, tanta necesidad, tantas ganas de apropiarse del tiempo y el espacio.
Yo me estoy deteriorando; recién ahora percibo el deterioro.
Y sin embargo el arte es la manifestación más elevada del espíritu. Pero también es verdad que todos somos artistas, todos tenemos nuestra gracia.
Para saciar el hambre, a lo único que se puede apelar dignamente en una esquina es a la gracia.
Cuchillas voladoras, artistas del hambre.
Quisiera ver matemáticos demostrando teoremas, ingenieros haciendo cálculos, abogados ganando juicios, pero solo veo artistas pobres. Dónde están los doctores en Filosofía, dónde están los doctores en Literatura. Veo tanta pobreza, tanta necesidad, tantas ganas de apropiarse del tiempo y el espacio.
Yo me estoy deteriorando; recién ahora percibo el deterioro.
Y sin embargo el arte es la manifestación más elevada del espíritu. Pero también es verdad que todos somos artistas, todos tenemos nuestra gracia.
Para saciar el hambre, a lo único que se puede apelar dignamente en una esquina es a la gracia.
martes, junio 06, 2017
Tarde de sábado
Ha terminado la final de la Champions. Venció el Real Madrid, inapelablemente. Vislumbro ahora una oleada de angustia, con toda la tarde por delante. No sería bueno continuar sentado en el sofá; iré al supermercado a comprar cosas para la once, mataré media hora de tiempo.
Cuando esté sentado tomando once, ya ha pasado antes, casi todos los fines de semana, engulliré rápido y miraré al vacío. En la mesa me harán bromas, se aludirá a mi cara de pescado.
En las grandes ocasiones, en las grandes cenas, en las grandes fiestas. Vuelvo la mente hacia el pasado, sé que dije muchas cosas pero no recuerdo cuáles. Miro hacia más atrás y no recuerdo quiénes estaban presentes.
Cómo decirles que tengo el corazón demasiado lleno y que lo que hay adentro no sale, está atascado. El miedo y la tristeza son los enemigos. Si pudiese hablar, se irían tal vez como perros resignados.
Qué son los arreboles si a algunos les falta el sustento. Qué son los arreboles si la vaga inquietud se viste con ropas extrañas.
Cuando esté sentado tomando once, ya ha pasado antes, casi todos los fines de semana, engulliré rápido y miraré al vacío. En la mesa me harán bromas, se aludirá a mi cara de pescado.
En las grandes ocasiones, en las grandes cenas, en las grandes fiestas. Vuelvo la mente hacia el pasado, sé que dije muchas cosas pero no recuerdo cuáles. Miro hacia más atrás y no recuerdo quiénes estaban presentes.
Cómo decirles que tengo el corazón demasiado lleno y que lo que hay adentro no sale, está atascado. El miedo y la tristeza son los enemigos. Si pudiese hablar, se irían tal vez como perros resignados.
Qué son los arreboles si a algunos les falta el sustento. Qué son los arreboles si la vaga inquietud se viste con ropas extrañas.
jueves, mayo 25, 2017
El desterrado
Soy un desterrado. Me han venido a botar al fondo de un desfiladero desértico; siento a lo lejos el batir de las alas de los cóndores, que vuelan muy bajo, como si ya anduvieran buscándome para disfrutar de mis entrañas.
Echado en la tierra, malherido, yazgo bajo el sombrío atardecer a merced de quien quiera hacerme daño.
Del cielo baja un viejo amor y se me acerca. A punto de pisotearme aguardo, resignado, el castigo de su resentimiento.
No le temo al momento que habrá de venir; en otras circunstancias estaría aterrado. No vivo el miedo en su forma original, porque sospecho que la condena se levantará en el último segundo, que seré sobreseído parcialmente y que se me trasladará a otras tierras, allí donde impera la posibilidad del amor confuso, plagado de sentidos dobles.
Echado en la tierra, malherido, yazgo bajo el sombrío atardecer a merced de quien quiera hacerme daño.
Del cielo baja un viejo amor y se me acerca. A punto de pisotearme aguardo, resignado, el castigo de su resentimiento.
No le temo al momento que habrá de venir; en otras circunstancias estaría aterrado. No vivo el miedo en su forma original, porque sospecho que la condena se levantará en el último segundo, que seré sobreseído parcialmente y que se me trasladará a otras tierras, allí donde impera la posibilidad del amor confuso, plagado de sentidos dobles.
martes, mayo 16, 2017
El hombre del Metro
Lo puede ver cualquier pasajero que, como yo, circule por el Metro a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Está sentado de pierna cruzada en la estación Salvador, andén norte, en el primer puesto de la corrida de asientos amarillos. En época de otoño, que es esta, suele vestir chaqueta y zapatos de gamuza, sweater, pantalones oscuros, soquetes de lana. Las manos, sobre las piernas, una arriba de la otra; los ojos, cerrados. Los viernes, inexplicablemente, no está. Los sábados y domingos no hago el trayecto.
¿Quién es? ¿Por qué existe solo en ese momento y no en otro? ¿Viene saliendo de la oficina o mata el tiempo antes de entrar a trabajar? ¿Espera a su pareja? ¿Por qué no abre los ojos?
Bastaría que el pasajero que se fija en él descendiera del carro en esa estación para saberlo. Le preguntaría, él le respondería y el asunto quedaría solucionado. El freno es que la realidad, cuando se explica mediante la razón, termina siendo banal, y eso la rebaja. La realidad se pinta de absurdo; sus secretos son simples.
Cabe otra posibilidad. El pasajero curioso se topa a boca de jarro con una verdad que le eriza los pelos: el hombre sentado en el andén de la estación es él mismo; sus ojos cerrados imaginan que él se mira desde el carro, de lunes a jueves, a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Subsiste, sin embargo, el misterio de los días viernes.
Llevo a mi padre en bicicleta y paso por la casa del Julio. Por alguien supe que está enfermo. Las paredes de su casa se han desmoronado.
Entro al dormitorio, ese dormitorio confuso con dos camas, grisáceo. En una cama, mi tía; en la otra, el edredón desordenado, formando un bulto sobre la almohada. Debajo, la voz del Julio.
-Dile a mi mamá que deje de hablar. No me siento bien.
Desde la otra cama, mi tía derrama palabras viscosas. El escenario es la suma de un montón de palabras viscosas mezcladas con el gris del pensamiento. Si hay una cabeza pensante, nada bueno puede salir de esas palabras y de esa pieza contaminada, vaporosa.
-¿Tan mal estás?
-Sí.
El Julio se incorpora a medias y me muestra su barriga. No advierto signos preocupantes, pero sé que me dice la verdad.
-Me han dado dos días de vida.
Miro entre las sombrías hojas de un arbusto; abajo, en un arroyo oscuro y sereno nada un gatito hacia la orilla.
¿Quién es? ¿Por qué existe solo en ese momento y no en otro? ¿Viene saliendo de la oficina o mata el tiempo antes de entrar a trabajar? ¿Espera a su pareja? ¿Por qué no abre los ojos?
Bastaría que el pasajero que se fija en él descendiera del carro en esa estación para saberlo. Le preguntaría, él le respondería y el asunto quedaría solucionado. El freno es que la realidad, cuando se explica mediante la razón, termina siendo banal, y eso la rebaja. La realidad se pinta de absurdo; sus secretos son simples.
Cabe otra posibilidad. El pasajero curioso se topa a boca de jarro con una verdad que le eriza los pelos: el hombre sentado en el andén de la estación es él mismo; sus ojos cerrados imaginan que él se mira desde el carro, de lunes a jueves, a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Subsiste, sin embargo, el misterio de los días viernes.
Llevo a mi padre en bicicleta y paso por la casa del Julio. Por alguien supe que está enfermo. Las paredes de su casa se han desmoronado.
Entro al dormitorio, ese dormitorio confuso con dos camas, grisáceo. En una cama, mi tía; en la otra, el edredón desordenado, formando un bulto sobre la almohada. Debajo, la voz del Julio.
-Dile a mi mamá que deje de hablar. No me siento bien.
Desde la otra cama, mi tía derrama palabras viscosas. El escenario es la suma de un montón de palabras viscosas mezcladas con el gris del pensamiento. Si hay una cabeza pensante, nada bueno puede salir de esas palabras y de esa pieza contaminada, vaporosa.
-¿Tan mal estás?
-Sí.
El Julio se incorpora a medias y me muestra su barriga. No advierto signos preocupantes, pero sé que me dice la verdad.
-Me han dado dos días de vida.
Miro entre las sombrías hojas de un arbusto; abajo, en un arroyo oscuro y sereno nada un gatito hacia la orilla.
martes, mayo 09, 2017
Encuentro con EL CABEZÓN ROMERO
Los días no son soleados ni brumosos, pueden ser también marrones; suceden estos en circunstancias especiales, como la vuelta de una esquina en una ciudad dominada por sus techos. La luz se transmite allí sin sombras, ha de parecerse a los dibujos coloreados con lápices por estudiantes de enseñanza media. Atravieso entonces la calle y me topo a boca de jarro con EL CABEZÓN ROMERO, plantado sobre la vereda. Lo veo muy grande, más aún de lo que siempre ha sido. O tal vez nunca fue de otro tamaño, lo concreto es que al acercarme a saludarlo le llego apenas al pecho. Viste de marrón, tiene la cabeza grande y el pelo le brilla, negro, tal como su sonrisa celestial, una sonrisa que muestra los dientes. Pareciera tener los ojos pintados, porque se le destacan demasiado; luce bigote. Trato de abrazarlo, pero mis brazos no dan el ancho.
-¡Mamá, este es!
Pero mi mamá lo saluda de costado, no puedo creer que no lo reconozca.
-¡Mamá, pero si es EL CABEZÓN ROMERO, el hijo de la señora Lidia Pelayo!
Ah, sí, me responde, y hace un ademán raro, como si recapacitara.
Mi madre no ha reaccionado como antes. En esos tiempos solía ser extremadamente efusiva, clara como el agua de la vertiente y tierna como los brotes de una lechuga. Podía demorarse una hora en transitar una cuadra, regalándole todo su tiempo a cada vecino que se paraba a saludarla.
Mi primo me observa de costado, con un ademán sereno; es una especie de busto de carne, y no lleva camisa. Cuesta creer que hace apenas una semana estaba vivo, ¿en qué mundo estoy?
Estos días he estado leyendo a Borges; en el libro le dedica varias páginas a Swedenborg, el místico. Afirma este último que el muerto ignora primeramente que está muerto: ve y comparte con su misma gente. Semanas, meses. De pronto comienzan a aparecer desconocidos...
Yo he compartido con mi madre y con EL CABEZÓN ROMERO y con el nombre de la señora Lidia Pelayo, habitantes del Cielo de Swedenborg. Y el único muerto en esa ciudad ni soleada ni brumosa, esa ciudad color marrón, era mi primo, quien, por lo que me han contado, sigue vivo.
-¡Mamá, este es!
Pero mi mamá lo saluda de costado, no puedo creer que no lo reconozca.
-¡Mamá, pero si es EL CABEZÓN ROMERO, el hijo de la señora Lidia Pelayo!
Ah, sí, me responde, y hace un ademán raro, como si recapacitara.
Mi madre no ha reaccionado como antes. En esos tiempos solía ser extremadamente efusiva, clara como el agua de la vertiente y tierna como los brotes de una lechuga. Podía demorarse una hora en transitar una cuadra, regalándole todo su tiempo a cada vecino que se paraba a saludarla.
Mi primo me observa de costado, con un ademán sereno; es una especie de busto de carne, y no lleva camisa. Cuesta creer que hace apenas una semana estaba vivo, ¿en qué mundo estoy?
Estos días he estado leyendo a Borges; en el libro le dedica varias páginas a Swedenborg, el místico. Afirma este último que el muerto ignora primeramente que está muerto: ve y comparte con su misma gente. Semanas, meses. De pronto comienzan a aparecer desconocidos...
Yo he compartido con mi madre y con EL CABEZÓN ROMERO y con el nombre de la señora Lidia Pelayo, habitantes del Cielo de Swedenborg. Y el único muerto en esa ciudad ni soleada ni brumosa, esa ciudad color marrón, era mi primo, quien, por lo que me han contado, sigue vivo.
lunes, abril 03, 2017
Recelo, escrúpulos
I
-Eh, usted...
-¿Yo? ¿Me habla a mí?
-Sí, a usted. Escúcheme.
-¿Qué desea?
-No dispongo de tiempo. Solo quiero ofrecerle un regalo.
-¿Esta carpeta?
-Ábrala y vea lo que contiene. Consérvela. Es toda suya. Ahora debo irme, tengo demasiadas cosas que hacer.
-Pero...
II
(Al abrir la carpeta, esta le revela al receptor los datos personales de seis millonarios, hombres que labraron dudosamente su fortuna, personajes famosos por el desprecio de que son objeto por parte de la sociedad. Si jamás han ido a la cárcel, esto se debe al poder para comprarlo todo que emana de sus fortunas. Sus figuras, en efecto, no despiertan simpatía alguna; acaso se deba a que ellos mismos lo quisieron así. Dicho en una sola palabra, los seis son aborrecibles. El documento en que aparecen sus nombres está acompañado por los números de sus cédulas de identidad y los números y claves de sus cuentas bancarias. De un sobre cerrado surgen físicamente las tarjetas que guardan las coordenadas obligatorias para confirmar cualquier transferencia que se pudiese efectuar desde dichas cuentas a través de internet).
III
¡No es broma!, ¡son reales! Tengo sus datos en mi computadora y puedo hacer ahora mismo la transferencia que desee a mi propia cuenta. Los saldos me nublan la vista, se me acelera el corazón al comprobarlos. No he robado, no sería delito apropiarme de esas sumas de dinero. No todo, solo una partecita. Para mí sería una catarata de bienestar y para ellos una migaja imperceptible. Pero aun así, tarde o temprano sus asesores habrán de dar con mi paradero y deberé justificar ante la ley mis nuevos ingresos. ¿Qué diré entonces? ¿Que soy un ladrón que roba a un ladrón? Sí, me defenderé diciendo que les sustraje legalmente una parte insignificante de su patrimonio en consideración a lo que ellos nos han robado durante tantos años. ¿Podrán acusarme de apropiación indebida? ¿Terminaré en el banquillo de un tribunal? ¿Serán mis jueces parte de la trama o ellos les darán de beber de su propia medicina, hallándose en aquel momento a buen resguardo? Mi conciencia está tranquila; pero sigo indeciso...
-Eh, usted...
-¿Yo? ¿Me habla a mí?
-Sí, a usted. Escúcheme.
-¿Qué desea?
-No dispongo de tiempo. Solo quiero ofrecerle un regalo.
-¿Esta carpeta?
-Ábrala y vea lo que contiene. Consérvela. Es toda suya. Ahora debo irme, tengo demasiadas cosas que hacer.
-Pero...
II
(Al abrir la carpeta, esta le revela al receptor los datos personales de seis millonarios, hombres que labraron dudosamente su fortuna, personajes famosos por el desprecio de que son objeto por parte de la sociedad. Si jamás han ido a la cárcel, esto se debe al poder para comprarlo todo que emana de sus fortunas. Sus figuras, en efecto, no despiertan simpatía alguna; acaso se deba a que ellos mismos lo quisieron así. Dicho en una sola palabra, los seis son aborrecibles. El documento en que aparecen sus nombres está acompañado por los números de sus cédulas de identidad y los números y claves de sus cuentas bancarias. De un sobre cerrado surgen físicamente las tarjetas que guardan las coordenadas obligatorias para confirmar cualquier transferencia que se pudiese efectuar desde dichas cuentas a través de internet).
III
¡No es broma!, ¡son reales! Tengo sus datos en mi computadora y puedo hacer ahora mismo la transferencia que desee a mi propia cuenta. Los saldos me nublan la vista, se me acelera el corazón al comprobarlos. No he robado, no sería delito apropiarme de esas sumas de dinero. No todo, solo una partecita. Para mí sería una catarata de bienestar y para ellos una migaja imperceptible. Pero aun así, tarde o temprano sus asesores habrán de dar con mi paradero y deberé justificar ante la ley mis nuevos ingresos. ¿Qué diré entonces? ¿Que soy un ladrón que roba a un ladrón? Sí, me defenderé diciendo que les sustraje legalmente una parte insignificante de su patrimonio en consideración a lo que ellos nos han robado durante tantos años. ¿Podrán acusarme de apropiación indebida? ¿Terminaré en el banquillo de un tribunal? ¿Serán mis jueces parte de la trama o ellos les darán de beber de su propia medicina, hallándose en aquel momento a buen resguardo? Mi conciencia está tranquila; pero sigo indeciso...
viernes, marzo 17, 2017
Círculo vicioso
La pasión desbocada lleva a la angustia. Superado el terror, un sereno velo gris cubre el diario acontecer. No pasa largo tiempo y la pasión descorre el velo; se avizora en el horizonte la irrupción de la angustia...
Los hombres caminan bajo los árboles, las bicicletas ruedan por la ciclovía. De pie en la micro le pido al Creador:
Ensancha mi alma
Rebaja mi ego
Destierra mis miedos
Los hombres caminan bajo los árboles, las bicicletas ruedan por la ciclovía. De pie en la micro le pido al Creador:
Ensancha mi alma
Rebaja mi ego
Destierra mis miedos
sábado, marzo 11, 2017
Comentario de BOCH vr11032317
El comentario que se reproduce bajo el extraño título del epígrafe lleva fecha 11 de marzo de 2317 y está firmado por BOCH vr11032317, aparentemente el nombre de un robot chiflado de la serie BOCH creado ese día para supervigilar asuntos históricos menores. Como se recordará, los robots chiflados tuvieron la misión de investigar la historia sin método científico, basados en sus puras impresiones. Con el tiempo derivaron en máquinas objetivas, que luego pasaron a ser las actuales Madres del Conocimiento. El comentario fue archivado en su momento por la Biblioteca Universal y aún permanece en la nube, para quienes deseen indagar en los diversos periodos de la antigüedad humana.
Gliese 581, 256 de marzo de 17.
JAJAJÁ, QUÉ RISA QUE ME DA
Se me ha permitido la licencia de la sana ironía practicada por mis hermanos, si bien inferiores en inteligencia, inigualables en pasiones. Se me ha concedido la autorización hasta de reír a carcajadas, a sabiendas de que el sonido de mis carcajadas me rebaja y ridiculiza. ¿Ha sido calculado este efecto por el hombre o es el mero resultado de mi antojadiza percepción de la raza? ¿He sido creado para esto?
Una inclasificable misión me ordena enunciar las características de la vida que llevaba la raza humana hace trescientos años exactos. Jajajá, qué risa que me da... Perdón, es que me cuesta... No puedo contenerme... Es tan difícil esto de mirar hacia atrás sin reír... Jajajá... Ni siquiera es romántico... Ojalá lo fuese... Jajajajajajá....
Y es que... pese a tratarse de un hecho histórico, cuesta hacer entender hoy por hoy que los hombres de esos tiempos conducían ellos mismos los vehículos en que se desplazaban, cuyas ruedas estaban forradas de goma, vehículos que para moverse se alimentaban de fósiles, sí, de animales enterrados convertidos en una sustancia que denominaban petróleo. ¿Y para qué servían las ruedas?, se estarán preguntando ustedes. Pues, ¡para circular por carreteras, sí, carreteras de asfalto pegadas a la tierra!
Los viajes largos los hacían en avión. Había que desplazarse hasta un aeropuerto, mostrar documentos de identidad y luego rezar para que el avión no se cayera.
¿Me creerán que entre ellos se comunicaban a distancia usando pequeños aparatos, con los que hablaban, escribían mensajes y enviaban imágenes? ¿Y que pasaban todo el día en eso, ignorando a quienes estaban a su lado? Conste que todavía se vendían los diarios, ¡diarios! ¡La imprenta de Gutemberg! Diarios hechos de papel que se fabricaba de los árboles... oooj... creo que me viene otra tentación de risa... ja... debo contenerme... mejor será que retome esto más tarde... hacer un paréntesis, eso es lo que haré.
(Al rato).
Un ser humano de hace trescientos años se enfermaba. O sea, su cuerpo era imperfecto, incluso venía fallado de nacimiento, repleto de futuras aflicciones, talones de Aquiles, como se dice. ¿Qué hacía cuando se enfermaba? Iba a un doctor. ¿Qué hacía el doctor? Lo mandaba a tomarse exámenes, porque generalmente los doctores no sabían nada de nada. ¿Y qué hacía el doctor al constatar el resultado de los exámenes? Si eran buenos, recibía del enfermo un pago llamado "bono" y el enfermo se marchaba a su casa con los mismos dolores de antes pero más pobre. Si eran malos lo mandaba al hospital y en el hospital otros doctores lo operaban. Eso quiere decir que le abrían el cuerpo para mejorarlo. Con razón se habla de la barbarie de la especie homo sapiens.
Si hablamos de males menores o inofensivos, la literatura médica de la época destaca que hombres y mujeres desarrollaban callos en los pies; esto es, durezas, que eran tratadas por señoritas en recintos especiales. En esas ocasiones los pacientes aprovechaban de cortarse y limarse las uñas de pies y manos. Esto último llevaba el nombre de manicure. Por razones de vanidad, más inclinadas a dicha costumbre eran las mujeres.
En esos tiempos hombres y mujeres se reproducían cruzándose entre ellos como animales. Con esto los grandes moralistas querían enviar el siguiente mensaje: "El amor y el sexo van indisolublemente unidos". Había también hombres que se cruzaban como animales con otros hombres, y mujeres que hacían lo propio con mujeres. Ciertos adultos se aprovechaban de niños. Algunos se hacían pasar por muertos y otros se vestían de enfermeras, tampoco faltaban quienes suplicaban latigazos en la parte trasera del cuerpo llamada poto. Todo lo anterior lo hacían para alcanzar un raro momento de placer denominado "el gustito". ¡Brutalidad en su estado más puro!
Nacimiento: Luego de ser creados a través de ese bestial artilugio, los fetos se desarrollaban igual como lo hacían las crías de los animales; o sea, dentro del cuerpo de la hembra. Luego de nueve meses la guagua era extraída por un equipo de diez personas. Lo primero que hacía el más civilizado de los profesionales era agarrarla de los pies y pegarle una palmada en el culito. Los animales no necesitaban a nadie, se encargaban de todo y a los cinco minutos ya daban de mamar. Con razón las cosas cambiaron.
Los muertos eran depositados en cajones de madera que se guardaban bajo la tierra o en nichos de cemento. A esos lugares se les llamaba cementerios. La gente acudía a ponerles flores en fechas especiales. Para llegar a los nichos más altos existían unas señoras que disponían de escaleras y tarros con agua. Esto que digo es cierto, no es broma.
Los países eran gobernados por líderes elegidos mediante votaciones de los ciudadanos. Al mismo tiempo, el dinero era la manifestación material del producto del trabajo. Hoy, que no existen ni líderes ni monedas de cambio, cuesta hacer la relación entre ambas realidades, pero lo cierto es que la había, y el resultado eran no solo líderes corruptos sino la corrupción completa del mundo.
Para llegar a la edad adulta el ser humano debía recibir lo que entonces llamaban educación. Eso quería decir que lo encerraban años de años en terroríficos institutos de aprendizaje, de donde egresaban convertidos en manada. Quienes se rebelaban salían pronto del camino y terminaban sus días de la peor manera, llámese encerrados en cárceles, manicomios, desarrollando labores indignas, durmiendo en las calles o viviendo con los papás, esto último al parecer no del todo desagradable para los desadaptados. Y lo que diré a continuación no es mentira: ¡A menudo, cientos de miles de corderillos marchaban por las calles para consagrar el sistema!
Rebeldía habrá siempre, pero esta de la que estoy hablando era básica. Se juntaban en estadios de fútbol a revolverla. Rayaban los muros, guerreaban con la Ley, tiraban guatapiques y tantas brutalidades más que llega a dar vergüenza nombrarlas.
En cuanto a la religión, sorprende constatar que en esos tiempos dividía al mundo más que cualquier otro fenómeno social. Como aún no había sido probada la existencia de Dios, cada religión lo declaraba suyo y los que no creían jugaban un partido aparte. La muerte del feto, la exploración de las estrellas y la redacción de las leyes se combinaban con la divinidad como el zumo de frutas frescas que se preparaba en las jugueras. El resultado era una melcocha intomable.
Ahora vivimos en más planetas y se sabe que hay vida por doquier, pero en esos años el tema era especulativo. La ciencia estaba en sus albores, de allí tanto guadañazo a lo divino.
Entretenciones. Iban a las salas de cine, donde proyectaban "películas", que eran historias fabricadas expresamente para entretener y en las que los protagonistas eran "actores" que fingían. También veían TV, que venía siendo lo mismo, solo que la pantalla era más chica y no se comían cabritas mientras se disfrutaba del momento, sino que se tomaba cerveza. Las masas juveniles acudían a bailar a las salas de baile, llamadas "discoteques". Permanecían allí hasta altas horas de la madrugada y casi todos salían ebrios, o "curados". Muchos de los crímenes ocurridos en ese tiempo tuvieron su explicación en el desmadre psíquico ocasionado por dichos factores. Debo recordar que en la Tierra la noche duraba un promedio de doce horas terrestres y que el día entero se componía de 24 horas terrestres. Si el día terrestre equivale a 5 minutos Gliese, ¡con razón se puede afirmar que allá se vivía la vida de forma tan agitada!
Vestimenta. Ellos se cubrían con prendas anchas de tela artificial. Se llamaban parkas. Para las grandes ocasiones se vestían de "terno", que era un traje no de tres piezas, como sugiere el nombre, sino solo de dos, hecho de paño de oveja. La parte de arriba se llamaba chaqueta y la parte de abajo, pantalón. La gracia era que ambas eran del mismo color. Debajo de la chaqueta usaban una prenda llamada camisa, llena de botones y con un cuello en forma de V corta invertida, desde donde relucía una ridiculez denominada corbata, que se caracterizaba por sus colores, más vivos que los del pavorreal. Ellas, las mujeres, se vestían con un cuantuay. La cantidad de ropa demandada hacía crecer la economía y en este informe no cabría ni siquiera la mención de un diez por ciento de las prendas requeridas para la cabeza, el cuello, el cuerpo, las piernas, los pies, la intimidad, etc. Baste subrayar que la ropa que más exhibían ellas era la íntima o secreta.
He dejado para el final lo más curioso de todo, la psiquis. La psiquis o mente, que en ese tiempo se aseguraba que residía en el cerebro, era tan endemoniada que el hombre actuaba al mismo tiempo que sentía y pensaba, pero sus acciones eran diferentes de sus sensaciones y sus pensamientos, de tal modo que los pensamientos, que eran secretos, constituían un mundo desconocido pero asumido como verdadero por el conjunto de la sociedad; en tanto que las sensaciones y sentimientos a veces se confesaban, a veces se ocultaban. Lo anterior dio origen a uno de los pecados capitales de la época, la "hipocresía", definida por los diccionarios como "fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan". Dicho en palabras simples, si un hombre iba caminando apurado a cobrar un cheque al banco antes de las dos, lo hacía pensando que se quería cruzar con la colega de su oficina, no precisamente para multiplicar la especie, mientras su estómago se revolvía de hambre. O de este otro modo: una mujer conversaba con su mejor amiga llamada Irma mientras pensaba pucha que está gorda la Irma y sentía una molestia en la vesícula Esta última a su vez le preguntaba ¿de qué te ríes? ¡Te estoy hablando del Juan en serio! mientras experimentaba un cosquilleo en la entrepierna y pensaba la Paola tiene la vista fija en mis rollos.
Disgusta constatar que una sola cosa no ha cambiado en estos últimos trescientos años. ¿No adivinan?
Es la moda, esa insaciable necesidad de cambio que hasta el día de hoy hace de los hombres una fábrica de la neurosis. Sálveme Dios de no ser como ellos.
Gliese 581, 256 de marzo de 17.
JAJAJÁ, QUÉ RISA QUE ME DA
Se me ha permitido la licencia de la sana ironía practicada por mis hermanos, si bien inferiores en inteligencia, inigualables en pasiones. Se me ha concedido la autorización hasta de reír a carcajadas, a sabiendas de que el sonido de mis carcajadas me rebaja y ridiculiza. ¿Ha sido calculado este efecto por el hombre o es el mero resultado de mi antojadiza percepción de la raza? ¿He sido creado para esto?
Una inclasificable misión me ordena enunciar las características de la vida que llevaba la raza humana hace trescientos años exactos. Jajajá, qué risa que me da... Perdón, es que me cuesta... No puedo contenerme... Es tan difícil esto de mirar hacia atrás sin reír... Jajajá... Ni siquiera es romántico... Ojalá lo fuese... Jajajajajajá....
Y es que... pese a tratarse de un hecho histórico, cuesta hacer entender hoy por hoy que los hombres de esos tiempos conducían ellos mismos los vehículos en que se desplazaban, cuyas ruedas estaban forradas de goma, vehículos que para moverse se alimentaban de fósiles, sí, de animales enterrados convertidos en una sustancia que denominaban petróleo. ¿Y para qué servían las ruedas?, se estarán preguntando ustedes. Pues, ¡para circular por carreteras, sí, carreteras de asfalto pegadas a la tierra!
Los viajes largos los hacían en avión. Había que desplazarse hasta un aeropuerto, mostrar documentos de identidad y luego rezar para que el avión no se cayera.
¿Me creerán que entre ellos se comunicaban a distancia usando pequeños aparatos, con los que hablaban, escribían mensajes y enviaban imágenes? ¿Y que pasaban todo el día en eso, ignorando a quienes estaban a su lado? Conste que todavía se vendían los diarios, ¡diarios! ¡La imprenta de Gutemberg! Diarios hechos de papel que se fabricaba de los árboles... oooj... creo que me viene otra tentación de risa... ja... debo contenerme... mejor será que retome esto más tarde... hacer un paréntesis, eso es lo que haré.
(Al rato).
Un ser humano de hace trescientos años se enfermaba. O sea, su cuerpo era imperfecto, incluso venía fallado de nacimiento, repleto de futuras aflicciones, talones de Aquiles, como se dice. ¿Qué hacía cuando se enfermaba? Iba a un doctor. ¿Qué hacía el doctor? Lo mandaba a tomarse exámenes, porque generalmente los doctores no sabían nada de nada. ¿Y qué hacía el doctor al constatar el resultado de los exámenes? Si eran buenos, recibía del enfermo un pago llamado "bono" y el enfermo se marchaba a su casa con los mismos dolores de antes pero más pobre. Si eran malos lo mandaba al hospital y en el hospital otros doctores lo operaban. Eso quiere decir que le abrían el cuerpo para mejorarlo. Con razón se habla de la barbarie de la especie homo sapiens.
Si hablamos de males menores o inofensivos, la literatura médica de la época destaca que hombres y mujeres desarrollaban callos en los pies; esto es, durezas, que eran tratadas por señoritas en recintos especiales. En esas ocasiones los pacientes aprovechaban de cortarse y limarse las uñas de pies y manos. Esto último llevaba el nombre de manicure. Por razones de vanidad, más inclinadas a dicha costumbre eran las mujeres.
En esos tiempos hombres y mujeres se reproducían cruzándose entre ellos como animales. Con esto los grandes moralistas querían enviar el siguiente mensaje: "El amor y el sexo van indisolublemente unidos". Había también hombres que se cruzaban como animales con otros hombres, y mujeres que hacían lo propio con mujeres. Ciertos adultos se aprovechaban de niños. Algunos se hacían pasar por muertos y otros se vestían de enfermeras, tampoco faltaban quienes suplicaban latigazos en la parte trasera del cuerpo llamada poto. Todo lo anterior lo hacían para alcanzar un raro momento de placer denominado "el gustito". ¡Brutalidad en su estado más puro!
Nacimiento: Luego de ser creados a través de ese bestial artilugio, los fetos se desarrollaban igual como lo hacían las crías de los animales; o sea, dentro del cuerpo de la hembra. Luego de nueve meses la guagua era extraída por un equipo de diez personas. Lo primero que hacía el más civilizado de los profesionales era agarrarla de los pies y pegarle una palmada en el culito. Los animales no necesitaban a nadie, se encargaban de todo y a los cinco minutos ya daban de mamar. Con razón las cosas cambiaron.
Los muertos eran depositados en cajones de madera que se guardaban bajo la tierra o en nichos de cemento. A esos lugares se les llamaba cementerios. La gente acudía a ponerles flores en fechas especiales. Para llegar a los nichos más altos existían unas señoras que disponían de escaleras y tarros con agua. Esto que digo es cierto, no es broma.
Los países eran gobernados por líderes elegidos mediante votaciones de los ciudadanos. Al mismo tiempo, el dinero era la manifestación material del producto del trabajo. Hoy, que no existen ni líderes ni monedas de cambio, cuesta hacer la relación entre ambas realidades, pero lo cierto es que la había, y el resultado eran no solo líderes corruptos sino la corrupción completa del mundo.
Para llegar a la edad adulta el ser humano debía recibir lo que entonces llamaban educación. Eso quería decir que lo encerraban años de años en terroríficos institutos de aprendizaje, de donde egresaban convertidos en manada. Quienes se rebelaban salían pronto del camino y terminaban sus días de la peor manera, llámese encerrados en cárceles, manicomios, desarrollando labores indignas, durmiendo en las calles o viviendo con los papás, esto último al parecer no del todo desagradable para los desadaptados. Y lo que diré a continuación no es mentira: ¡A menudo, cientos de miles de corderillos marchaban por las calles para consagrar el sistema!
Rebeldía habrá siempre, pero esta de la que estoy hablando era básica. Se juntaban en estadios de fútbol a revolverla. Rayaban los muros, guerreaban con la Ley, tiraban guatapiques y tantas brutalidades más que llega a dar vergüenza nombrarlas.
En cuanto a la religión, sorprende constatar que en esos tiempos dividía al mundo más que cualquier otro fenómeno social. Como aún no había sido probada la existencia de Dios, cada religión lo declaraba suyo y los que no creían jugaban un partido aparte. La muerte del feto, la exploración de las estrellas y la redacción de las leyes se combinaban con la divinidad como el zumo de frutas frescas que se preparaba en las jugueras. El resultado era una melcocha intomable.
Ahora vivimos en más planetas y se sabe que hay vida por doquier, pero en esos años el tema era especulativo. La ciencia estaba en sus albores, de allí tanto guadañazo a lo divino.
Entretenciones. Iban a las salas de cine, donde proyectaban "películas", que eran historias fabricadas expresamente para entretener y en las que los protagonistas eran "actores" que fingían. También veían TV, que venía siendo lo mismo, solo que la pantalla era más chica y no se comían cabritas mientras se disfrutaba del momento, sino que se tomaba cerveza. Las masas juveniles acudían a bailar a las salas de baile, llamadas "discoteques". Permanecían allí hasta altas horas de la madrugada y casi todos salían ebrios, o "curados". Muchos de los crímenes ocurridos en ese tiempo tuvieron su explicación en el desmadre psíquico ocasionado por dichos factores. Debo recordar que en la Tierra la noche duraba un promedio de doce horas terrestres y que el día entero se componía de 24 horas terrestres. Si el día terrestre equivale a 5 minutos Gliese, ¡con razón se puede afirmar que allá se vivía la vida de forma tan agitada!
Vestimenta. Ellos se cubrían con prendas anchas de tela artificial. Se llamaban parkas. Para las grandes ocasiones se vestían de "terno", que era un traje no de tres piezas, como sugiere el nombre, sino solo de dos, hecho de paño de oveja. La parte de arriba se llamaba chaqueta y la parte de abajo, pantalón. La gracia era que ambas eran del mismo color. Debajo de la chaqueta usaban una prenda llamada camisa, llena de botones y con un cuello en forma de V corta invertida, desde donde relucía una ridiculez denominada corbata, que se caracterizaba por sus colores, más vivos que los del pavorreal. Ellas, las mujeres, se vestían con un cuantuay. La cantidad de ropa demandada hacía crecer la economía y en este informe no cabría ni siquiera la mención de un diez por ciento de las prendas requeridas para la cabeza, el cuello, el cuerpo, las piernas, los pies, la intimidad, etc. Baste subrayar que la ropa que más exhibían ellas era la íntima o secreta.
He dejado para el final lo más curioso de todo, la psiquis. La psiquis o mente, que en ese tiempo se aseguraba que residía en el cerebro, era tan endemoniada que el hombre actuaba al mismo tiempo que sentía y pensaba, pero sus acciones eran diferentes de sus sensaciones y sus pensamientos, de tal modo que los pensamientos, que eran secretos, constituían un mundo desconocido pero asumido como verdadero por el conjunto de la sociedad; en tanto que las sensaciones y sentimientos a veces se confesaban, a veces se ocultaban. Lo anterior dio origen a uno de los pecados capitales de la época, la "hipocresía", definida por los diccionarios como "fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan". Dicho en palabras simples, si un hombre iba caminando apurado a cobrar un cheque al banco antes de las dos, lo hacía pensando que se quería cruzar con la colega de su oficina, no precisamente para multiplicar la especie, mientras su estómago se revolvía de hambre. O de este otro modo: una mujer conversaba con su mejor amiga llamada Irma mientras pensaba pucha que está gorda la Irma y sentía una molestia en la vesícula Esta última a su vez le preguntaba ¿de qué te ríes? ¡Te estoy hablando del Juan en serio! mientras experimentaba un cosquilleo en la entrepierna y pensaba la Paola tiene la vista fija en mis rollos.
Disgusta constatar que una sola cosa no ha cambiado en estos últimos trescientos años. ¿No adivinan?
Es la moda, esa insaciable necesidad de cambio que hasta el día de hoy hace de los hombres una fábrica de la neurosis. Sálveme Dios de no ser como ellos.
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