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viernes, marzo 12, 2021

Rumores del otoño

Una vaharada de culpa rellenó sus mejillas en el momento del vacío. Esa tarde, con un libro en las manos, sintiendo la brisa que anuncia los primeros rumores del otoño, se preguntaba si su conducta más profunda se motivaba en el deseo de castigo, o si este aparecía naturalmente luego de arriesgarse a sobrepasar sus límites y gozar de la bofetada que le provocaba el riesgo, lo que lo conducía inexorablemente a echarse con resignación a los pies del padre eterno, como un perro apaleado. 
Recordó su ingenua inclinación ante la autoridad, su obediencia a los mandatos. La madre es la referencia, su autoridad es buena; la madre es buena. La desobediencia es obscena, la obscenidad es un pecado que arrastra por los adoquines el saco de la culpa; la culpa deviene en merecido castigo.
Pero en lo más profundo de su corazón palpitaba la desobediencia, la obscenidad. ¿No había sido acaso el fuego creativo de la desobediencia el que le permitió abrirse paso en la vida? ¿No ocurrió que cada vez que desobedeció logró elevarse de la tierra y levitar? 
Con cuánta nostalgia evocaba hoy las tediosas tardecitas de domingo en su provincia, la ingenuidad de los coléricos ignorantes del poder que les brotaba por los poros. Ahora las masas se habían organizado y la autoridad les tenía respeto, les temía, las intentaba controlar por las buenas. No era además su estilo el de los magníficos artistas que van y vienen por el mundo hablando incoherencias brillantes y viviendo de lo que el día les depara, ajenos a imposiciones previsionales y depósitos bancarios. En este punto no lograba precisar quién se alejaba más de la realidad, si él y su rutina o ellos y su desprecio; si los coléricos de antaño o los indignados de hoy.  

jueves, marzo 11, 2021

La vida, la fortuna, la muerte y el retorno

Frente al miedo
La vida
Frente al odio
La vida
El rompecabezas se desarma
La vida es un regalo

Nada tengo contra un comunista, en el fondo lo admiro
Nada tengo contra un millonario, en el fondo lo admiro
Entro en sospechas cuando el comunista es millonario

A los diez, inaudito
A los cuarenta, mala suerte
A los setenta, atento al lobo
A los cien, sombras nada más...

Volvería a Tomás y su Evangelio
Al éxtasis eterno
Aún más atrás de Pocoyó
Quisiera conocer el estado anterior a la caída 

miércoles, marzo 03, 2021

De qué se trata

Se trata de avanzar por los costados, sorteando obstáculos que se levantan como luces de neón, atractivos, populares, recubiertos de ira y descontento. Es un viaje un tanto solitario, no animado por espíritus de ninguna índole, sin aplausos; a cada paso surgen emotivas tentaciones que invitan a gritos al descanso y al retiro. No hay meta ni algo parecido, tal vez una orquesta de ciegos esté esperando en la falsa línea de llegada. El director echará a andar la música al percibir leves pasos lejanos y el premio de consuelo no será mucho más que eso, unas notas musicales emanadas de hombres con gafas en la cara y de una sola mujer, con las cuencas vacías.
También se trata de la desidia, de la voluntad oprimida por la batalla constante entre lo de adentro y lo de afuera; incluso de unos míseros pesos más pesos menos, sobre todo de las advertencias del soberano inclemente.
Las  nuevas ideas soplan poderosas; arrasan y avergüenzan al tiempo. En aras de una extraña coherencia el Estado defiende y protege ahora a los culpables y en cuanto a la plaza pública, solo abre la boca cuando oye sonar la flauta sin saber dónde se halla el asesino. A veces quisiera sumarme a este clamor; estaría cómodo, sería Alguien con mayúsculas y tendría tiempo hasta para echar al viento un lagrimón de cocodrilo. 
Pero se trata, en lo posible, de no prestar oídos a la fascinación de la venganza, al goce de disparar al cuerpo. Aún sabiendo que se lo tienen más que merecido. En la guerra de las verdades absolutas el más sordo ganará. Y el más olvidadizo. Puede que no el más justo; pero a la larga el más justo. Así es la suma de las guerras.
En última instancia se trata de que para escribir hay que necesitar escribir, necesitar conectarse con esas fuentes de luz y de sombra que ocupan el poso, o por decir las cosas por su nombre, con los pensamientos, emociones y recuerdos. Intuyo que mi amigo Rodolfo, no puedo dejar de asociar su nombre al de Sócrates El que Habla, ha optado sabiamente por dejar las luces y sombras que pueblan su poderoso ejército amontonadas en el yacimiento. No le nace el deseo de despertar a esos monstruos en reposo, deseo que sí me nace a mí, de lo contrario no estaría escribiendo. 


viernes, febrero 12, 2021

Un poema fácil, una prosa difícil

La carretera se va comiendo los kilómetros uno a uno, anunciados por monótonos letreros soñolientos. La noche le ha revelado que las cosas deben acometerse con audacia, dejando de lado toda familiaridad, renunciando aún al peso del amor. La esposa, muy bien, pero de este lado. Los arranques creativos, de este otro lado. La nieta, corriendo por el sendero intermedio. La forma cómoda de tomar la pluma, a la basura; así fue el sueño. Por alguna razón, durante el extraño verano se impuso el objetivo de dar con la síntesis que uniese al poema y la prosa. Un poema no tan avaro en palabras, una prosa ni cristalina ni lineal. Un poema fácil, una prosa difícil. 
Almas de diversa índole traspasan el parabrisas. Viejos de piel reseca y arrugada esperan el momento de la vacuna, cubiertos obedientemente con sus mascarillas. El científico indeciso con espíritu de niño desprotegido, generoso y amable hasta el cansancio, suelta de pronto una rabia que él mismo no logra entender. Surgen dos primas alegres de verse, de vivir, de afrontar las novedades; un infartado prudente, juicioso, místico, solitario. Esa suma de personajes, menos los viejos, vuelven a sentarse ante un fogón bajo las estrellas, y la conversación se encamina hacia el más común de todos los lugares: la vida después de la muerte.
Yo, que soy católico, creo que más allá no hay vida alguna, y sin embargo no puedo explicar que cada vez que le rezo a la Virgen, la Virgen oye mi plegaria, la atiende y me da lo que le pido
Yo doy fe de que entré al túnel, vi los rostros de mis abuelos y cuando me dirigía hacia la salida, donde me esperaba una luz enceguecedora, alguien me rechazó y me mandó de vuelta a la tierra
Yo estimo que sí hay vida, pero no individual, sino un cúmulo de datos, de información entrelazada
A mil quinientos kilómetros de distancia habla el académico retirado con estampa de capitán de barco, y su micrófono es el timón. Detrás suyo, una suerte de estrella italiana de los años 50 se adueña de la conversación. ¿Es ella el verdadero capitán del barco? ¿O él, demasiado listo, favorecido por una inteligencia que deviene en escepticismo y amargura, se deja guiar hasta que adivina los arrecifes bajo el agua y oye los cantos de las sirenas, y entonces gira, retoma el rumbo original y vuelve a dirigir la nave?
Graham Greene vivió sus últimos años en Francia, desilusionado de sus raíces británicas. Cuando lo entrevisté para mi tesis doctoral se había  empecinado con la trama de la mafia francesa 
Mi vecino arruinó su vida luego de una noche de excesos
Algo recuerdo...
Entra un amigo a su habitación y él, entre despierto y dormido, saca la pistola de debajo de la almohada y lo mata
Pero hacía tiempo iba cuesta abajo; se había farreado la herencia que le dejó su padre, le fue mal en los negocios
Pensaba que se le había metido un ladrón y terminó en la cárcel 
Un whisky bajo las estrellas, sintiendo el paso de la vida, nada se le asemeja
Oh -entre el paisaje movedizo se le cuela el recuerdo de la burrada del hombre afirmado en la baranda del departamento frente al mar donde lo acoge su benévolo anfitrión-. ¡Oh, camarada, qué inmensidad, la del vasto océano!
El académico lejano corrige a su interlocutor con delicadeza. ¿Ese Amigo americano de que hablas será el mismo Americano impasible?   
Alrededor del fogón el grupo medita y pide por Liesbeth. La pantomima holandesa llegó al hospital por un dolor de cabeza y ahora se halla ad portas de una operación al parietal izquierdo del cerebro. Elija con cuál de los cinco idiomas que habla se quiere quedar, le ha dicho el neurocirujano. El infartado prudente se la juega por su mejoría, el científico irascible no se aventura a opinar pero no duda en guiar la meditación, las primas truecan alegría por piedad.
¿Pasemos a comprar queso de cabra? 
Bueno, uno para cada hijo
Días de descanso, días enteros rodeados por árboles, flores y arbustos; almuerzos al atardecer, en la noche el fogón; y el libro atento siempre a la necesidad, esperando en la mesa de arrimo, cerca de la fuente de sandía en trozos y la cerveza helada. 
Y aun así hay angustia, se infiltra entre los sueños, por las mañanas o en los despertares nocturnos.
¿Pero si nada es mejor que esto, entonces qué, cómo, por qué?
Ya los ha visto antes. Son los dos muertos de la calle, uno de polera celeste, el otro con un cartón blanco en la boca, como si lo masticara con las muelas del lado derecho de la mandíbula, lo que le confiere un rictus enervante. Nos reunimos en la plaza de armas con mis amigos, es el punto convenido para iniciar el viaje. Serán las siete y media, las ocho de la mañana y nos sale vapor por la boca. Una prostituta delgada, sin curvas, de jeans, bastante pasadita en años, ofrece sus servicios profesionales. Uno de los nuestros se le acerca y le mete conversación. Indaga sobre los detalles, curioso. ¡Conque hay interés por la tercera edad! Pero la mujer se marcha sola, se pierde entre la gente. Otras tres nos miran pasar, sentadas en un escaño. El sol les da de lleno en la cara, descubre sus ungüentos. La más gorda hace alusión a las vestimentas de oso que cargamos sobre las espaldas con una sonrisa pícara, pero las cosas no van más allá. Deberíamos internarnos por los pasajes del sector para iniciar el viaje; sin embargo en la calle Estado los policías vuelven a bajar a los muertos, en realidad proceden a cambiarlos de vehículo. Los sacan de un furgón, los arrastran por el piso en dirección al otro furgón, que los espera con la puerta lateral abierta. No quiero verlos, no quiero ver esa escena, de modo que vuelvo la cabeza. Es paradójico contemplar un cadáver arrastrado por el suelo, más aun ver dos. Causan espanto la ausencia de reacción de los cuerpos, sus colores verdosos, el gesto al masticar el cartón, la vida que pudieron haber vivido y que se tronchó a raíz de un hecho violento, porque resulta evidente que ambos han muerto bajo dudosas circunstancias.
Siento dolores en las piernas, estimado. Me agacho y me cuesta levantarme; estoy pensando en seguir una dieta que vi en Youtube
Y yo qué le respondo al científico irascible. Nada. Solo oigo. Qué le podría comentar de mis dolores propios
Ay de los dolores ajenos causados por una masa enferma; se vieron venir, nadie les puso atajo y ahora es tarde para llorar sobre la leche derramada, ha llegado el turno de la sentencia
Estaba solo en el living, a días de regresar desde Canadá, cuando me vino el ataque. Llamé al 911, llegaron en tres minutos y detectaron el infarto. Si hubiese permanecido en el sofá esperando que pasara el dolor no me hallaría hoy entre ustedes 
En cuanto a dolores, no se lo doy a nadie el que provoca el manguito rotador
Llevo varios días con una molestia en el costado
El capitán del barco se va difuminando, cuesta distinguir las líneas de su rostro, su calvicie, su blanca barba bien cuidada, la mujer que vigila por detrás
Si todo se tratase de un poema fácil, qué fácil sería. Y qué difícil si a la historia se le exigiera más que historia...

miércoles, febrero 03, 2021

Desde luego, le viene bien a mi temperamento

El auto bajó la curva del camino asfaltado que iba a dar al mar. Eran cerca de las dos de la tarde; había un sol radiante, desacostumbrado para el paisaje austral. Otro vehículo le fijó un límite por delante. Su auto hizo lo propio con el que lo escoltaba. En pocos minutos se había formado una larga fila de coches que esperaban el siguiente transbordador. Desde su lugar en la cadena de vacacionistas se alcanzaban a divisar los pelícanos que permanecían atentos a las novedades que ofrecían los botes de los pescadores. Paseaban por el muelle, sobrevolaban la orilla, nadaban mansos en las aguas aceitosas, con sus ojos de sueño. Costaba diferenciarlos, al igual que a los turistas, similares autos de precios parecidos, el mismo plumaje, similares parkas con los diseños de moda, vestidos sacados a crédito de las mismas tiendas, las mismas patas membranosas, gafas no tan diferentes unas de otras, barrigas calcadas por similares dietas, los mismos decibeles en los gritos de los niños, carcajadas uniformes que revelaban la emoción efímera de felicidad, lo que la gente común entiende por felicidad; el hambre rondando en torno a ellos.
Calculó que en una media hora lograría acceder al transbordador. Inmejorable ocasión para comer unas empanadas fritas con su familia. A los costados de la rampa y unos cincuenta metros hacia arriba del camino se sucedían las fritanguerías. La costumbre se había impuesto, los locales se pegaban unos con otros y cual más cual menos, ni uno solo abandonaba la pretensión de atribuirse el dudoso cetro que lo consagraba rey de las empanadas fritas.
El curioso recuerdo le surgió mientras leía "Herzog", de Bellow. El episodio en que Herzog llegaba a Vineyard Haven lo había conectado con un momento de su vida, acaecido diez a quince años atrás. Él viajaba al sur con su esposa, dos de sus tres hijos y su nieta. A la carretera austral. Las fritanguerías de paredes blancas, rojas y amarillas se le venían a la mente junto a la manida reflexión, al lugar común en que se ha transformado la comida como leit motiv de la existencia humana, del turismo como válvula de escape. Tenía algo de Bellow, había algo de Bellow en él, sin esa inteligencia desenfrenada, sin esa obsesión judía. Su estilo le era familiar, mezcla de crónica, cuento y ensayo. Antes de echarse a la cama, pasadas las doce de la noche, recapituló sobre su extraño día. Una molestia en la espalda -un lumbago doloroso- el paseo con su mujer por la plaza Pedro de Valdivia, la inquietante noticia de que en ese mismo sector, en la misma esquina por la que habían transitado apaciblemente el día antes, un hombre de 51 años había sido asesinado por resistirse a entregar su celular.
Escribir es fisgonear un sueño ajeno.
¿Por qué escribo? -caviló minutos antes de entrar a la región de las fantasías-. Desde luego, porque le viene bien a mi temperamento. No hablo del placer que provoca la palabra que desembarca en la página, sino de los objetivos últimos del proyecto. Desde mi nido de araña, al ocultar mis escritos en el océano de información circulante transmito el mensaje vanidoso que se asocia al de los poetas románticos: alcanza la gloria y conquista el futuro, aunque eso no dependa de tu pobre espíritu. 
¿Qué legado esperaban dejar a la civilización? Ninguno. A ellos los movía solo el anhelo utópico de saber para qué fue que llegaron a poblar un pestañeo de este mundo, conscientes de que no podíamos sacar provecho de sus letras, a menos que sirvieran para conectarnos con nuestro propio misterio.
Ideas así se le iban mezclando con el frescor de la noche y el reposo del alma. El encargado, que se hallaba de pie y vestía un delantal azuloso, ocupó un rincón de la sala gris, examinó los resultados de su examen de depresión y exclamó en voz baja: "Vaya, nivel 5".
¿Tan mal estaba? Él no lo veía de esa manera; ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo podía rondar una depresión. Caminaban por la calle abandonada con el  ministro Insulza, rumbo al edificio. No lograba dar con la entrada. Lo intentó por una puerta lateral; Insulza desapareció de la escena. Una vez adentro descubrió que el paso era custodiado por una joven de uniforme. "Si supiera mi importancia en esta historia me dejaría continuar, como no la conoce deberé entrar por la fuerza".
Adentro lo aguardaban las autoridades; la muchacha insistía en cerrarle el paso. Tomó fuerzas y se largó a correr; las autoridades lo seguían esperando, impacientes. Entonces las palabras se le confundieron con los números y con tardanza descubrió que la solución se hallaba en una nota al pie de página. 

miércoles, enero 27, 2021

El incierto camino que conduce a la moderación

Sin que hayan menguado ni el ansia ni el bendito atributo de generar ficciones, ha crecido con los años un ímpetu de tinte confesional, característico de las memorias, que busca revelar los hilos internos que van moldeando las personalidades por las que atraviesa una vida, algo más cercano al ensayo que al cuento, y reñido de cierta forma con la vanidad latente en el deseo de impresionar. Digo de cierta forma, porque ese pecado se cuela en cualquier proyecto, en cualquier obra humana.
Ya enteré quince años escribiendo bagatelas, cuentos que devinieron en libros, impresiones, sueños, reflexiones de orden político (obligado por las circunstancias. Imposible desligarse de las amargas realidades), poemitas que hacen bien en permanecer muy escondidos. En los inicios se trataba de alimentar las Parábolas del dr. Vicious, texto que inauguró mi prescindible obra. Al poco tiempo las nuevas contribuciones fueron siendo reemplazadas por historias de alcance más ambiguo y el dr. Vicious fue enviado a su casa. Permanecieron de este las acciones grotescas, vulgares, desmedidas, violentas, expresadas desde luego a través de la palabra escrita, porque de eso se trata todo esto. Siguieron brillando la rabia, la ira y la venganza, hermanas trillizas, pero fueron agregándoseles otras emociones, otras formas de examinar la sexualidad y el deseo carnal, otras ambiciones literarias. 
No es el propósito de esta entrega, como se pudiera creer, hablar de la evolución de este blog, sino de la evolución de mi vida. Intento comprender mis estados, saber si van hacia alguna parte, saber si la edad, el deterioro físico, el retiro laboral influyen realmente en la creación artística. ¿Cuánto de mí queda del dr. Vicious? ¿Cuánto de él se me sigue revelando en los sueños? ¿O en mis estados obsesivos, manipuladores, en mis aproximaciones trágicas a la cotidianidad, mis revueltas mentales, mis ansias de poder, mis extraños deseos de pisotear al más débil al hacerle ver mis argumentos "irrebatibles"? El dr. Vicious es una fuente inagotable de contradicciones, muy parecidas a las que yo mismo me echo en cara. Si puedo escribir sobre esto, por ejemplo, es porque lo hago en un momento de serenidad. Al mismo tiempo, porque experimento día a día aquello sobre lo que escribo.
Cuánto influye la salud, la situación económica, el tiempo disponible, las frustraciones, los problemas familiares, la plácida autocomplacencia, en lo que el escritor traduce en texto. Cuánto es solo creación en estado puro, cuánto de lo que se originó en Siddhartha bajo la higuera sagrada fue producto de su sola experiencia interna. Nunca me ha dejado de sorprender un comentario de Nietzsche sobre lo que puede variar el ánimo de una persona según el estado en que se hallan sus intestinos.
Según pasan los años, mi estilo ha ido variando del sarcasmo y la vulgaridad a una forma de contemplación más indulgente hacia los personajes que desfilan en la escena de la comedia humana. Así como me puedo seguir acusando, lo que de hecho materializo entrega por media, siento también que tiendo a perdonarme más ahora que antes. A perdonar mis vulgaridades, mis apetitos carnales, mis egoísmos, envidias y avaricia. Intento transitar el incierto camino que conduce a la moderación. A la vejez. Mas no será mi persona la que dictamine si esa tendencia le hará mejor a las letras que brotan de mis manos; eso quedará para quienes se aproximen a las pruebas del tránsito. Hay artistas cuyos trabajos más notables han sido los tempranos, se da también el caso inverso. Obras más bien juveniles de Schoenberg como sus Gurre Lieder y Verklärte Nacht son fascinantes; Pierrot Lunaire, compuesta un año más tarde, es intragable y desvergonzadamente revolucionaria. Los primeros dibujos de Van Gogh presagian tormentas; Hokusai entra a la gloria pasados los setenta. El asunto estriba en dar con la clave que abra el corazón del creador, sea a través de la vulgaridad, el humor, la serena reflexión o lo que venga. Pero nada que no vaya en ese sentido vale la pena. Ni siquiera las nobles aspiraciones a una moral redentora.

lunes, enero 18, 2021

Debo conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo

Apenas salí de mi casa volví la mirada sin motivo. Ahora estoy sentado en el café; había mesas. Si llego antes no hay, he detectado por la fuerza del hábito que los clientes acuden más temprano y que pasando el mediodía disminuyen las visitas. Eso hablaría de cierto uso consagrado en este barrio. ¿Vienen a darse un break en medio de la rutina del teletrabajo? ¿Se levantan más temprano? ¿Yo me estoy levantando más tarde? (Debo escribir. Debo escribir. La vida se me tiene que ir escribiendo, escribir me salva la vida, me la arregla mejor dicho, no es hora de frases dramáticas, aparatosas, escribir me arregla esa parte de la vida en que la vida navega por el río y llega a la catarata que la arroja al vacío y a una suma de preocupaciones angustiantes).
El lector empedernido me observa al pasar y vuelve a su libro; la mujer solitaria se halla esta vez al fondo, disfrutando su café y su pastel, le sientan bien las canas. Estoy aprendiendo a conocerlos, sus figuras se me van haciendo familiares. El lector empedernido bordea los cuarenta. De complexión gruesa, mirada candorosa y barba cerrada, da la impresión de ser abordable. Lee, toma notas, se le adivina la humedad en la piel mientras toma notas, tal vez esté escribiendo la gran novela chilena, el corpus de la estética en la era de la posverdad, la introducción crítica al psicoanálisis freudiano, me ha tocado ver casos parecidos en otros cafés... y luego conocer los resultados. Esa novela que nunca llega, ese autor que se enreda en sus propias trabas, ese tono huidizo que se fondea en la página entre los espacios de las letras. Tuve hace cincuenta años un compañero aventajado en la escuela de periodismo. Yo era un imberbe de 17 años, él rozaba los 28 y se imponía en los debates universitarios con sesudos argumentos imposibles de ser rebatidos. Con los años llegó a alcanzar cierta figuración en la TV criolla; luego se lo tragó la tierra. Un amigo mío, también ex compañero de curso, mantuvo un ligero contacto con él y me ofreció una señal. El genio se hallaba recluido en la penumbra de su habitación y escribía una suerte de tratado filosófico que ya se encumbraba en los tres tomos; sus ojos brillaban en la oscuridad de la pieza. Abro los míos. 
Me gustaría acercármele, al lector empedernido. Compartamos mesa, hablemos de nuestros sueños, compartamos textos. Yo escribo mis memorias, ¿y tú en qué estás? Con la mujer sería más difícil. ¿Cómo hacer para que la invitación parezca inofensiva? ¿Con qué excusa un sesentón se acerca a la mesa de una mujer madura? ¿Y para plantearle qué? ¿Para contarle su vida? ¿Para oír la suya? ¿Y si eso resulta, a qué conduce? A que al cabo de un mes ambos estén echados en la alfombra de un cuarto de hotel, al cabo de dos meses tracen planes y a los tres meses uno de los dos intente sacarse de encima al otro. También existe lo que se llama La amistad. Qué lindo sería. Gustarse y mantener la compostura, privilegiar el decoro por sobre los apetitos adolescentes, hablar de la vida, la familia, los tiempos que corren, el agobiante calor del verano. Aunque este verano los termómetros no han marcado récords, por suerte, he allí una vertiente de la conversación, quiero decir hablar de algo formal, aburrido. Y eso sí que sé a qué lleva: a la fuga instantánea. Chao, chao. Hablamos, te llamo. En otra mesa brilla con luces propias la figura del artista, un hombre de piel blanquecina. Parece que le hubieran sacado dos litros de sangre. Albos cabellos aceitados, mocasines, blusa de diseño hindú, pantalones blancos, ropa antigua y elegante, collar dorado, una piedra roja en el anillo, reloj macizo. Un ojo a medio abrir; voz cavernosa. Ese veterano no puede ser otra cosa que un gran director de teatro, tal vez un notable ex director de teatro, el globo terráqueo daría muestra de un severo error, de una grieta insalvable, si no lo fuese. 
El vidrio de la puerta del local me devuelve la imagen del tipo gruñón. Lo aborrezco. Se hace atados por todo; discute con su mujer y sus hijos por naderías. Él se dice a sí mismo échalo a la broma, tómatelo con calma, construye armonías, pero los buenos propósitos le llegan hasta la punta de la lengua, la voz se le agudiza, se burlan en sus narices, se sale de sus casillas y vuelve a los senderos espinosos. ¡Cómo quisiera abandonarlo a su suerte! O que Dios le regalase una brizna de tolerancia, de horizonte, miguitas de ternura que no solo le aflorasen después del primer whisky vespertino.
Decía que apenas salí de mi hogar volví la mirada; vi a un muchacho entrando en bicicleta. Le abría mi hija: era uno de sus alumnos de canto. Interminables escalas de una hora. Dulces consejos. Ejercicios de yoga. Experimentos de música electrónica, ejercicios de batería, conciertos virtuales. Pienso tanto en mis hijos. ¿Cómo se las arreglarán cuando no esté? Esas son las cosas que me quitan el sueño. Exceso de paternalismo. No quiero sentarme a tu lado, te has puesto demasiado autoritario, decía mi nieta mientras tomábamos el té. Y yo ausente, comiendo más que compartiendo.
En la esquina me frenó el semáforo. Retrocedí un par de metros para aprovechar la sombra de un ciruelo. Al frente de la calle, un joven ciclista. Ciclistas, ciclistas, cada vez más ciclistas. Aguarda impaciente el cambio de luz. Dan la verde y parte; un automóvil que se saltó el rojo lo pasa rozando, le toca la bocina y desaparece. El joven le hace un gesto, indicándole la luz, pide explicaciones al viento y avanza, más sorprendido que asustado. Te salvaste, le digo al cruzarme con él. A  mitad de cuadra me asalta un pensamiento: dale gracias a la vida a cada minuto, no lo olvides, sé agradecido. Estar vivo es lo mejor, es tan bueno que el menor dolor provoca angustia. Es tan bueno que nadie se quiere morir. Aunque duela, aunque se viva inmerso en la pellejería. Renunciar a la vida es sacarse de encima la luz para entrar en la oscuridad. Dolor insoportable. Recomendaciones que me voy dando yo mismo mientras camino al café y me saturo de problemas. Cada día tiene su afán, ese dicho se lo escuchaba a Aylwin y cuando lo sacaba a colación parecía que el país entraba en sabia calma. Hay tanto apuro por adelantar el tiempo. El futuro debió ser ayer. No solo el futuro, sino el lejano futuro, y no solo el ayer, sino el pasado remoto. Ahora les dio con los últimos treinta años. Metro Goldwin Mayer presenta Regreso al futuro IV, el profesor y su ayudante Marty McFly visitan el mundo y atrasan el calendario.
Un capuccino simple con espuma de leche y un rollo de almendras, por favor. Llega el café, pero no el dulce. Me levanto a recordar el resto del pedido. Ya venía en camino. Impaciencia. O previsión. A eso me refiero, a ese tipo de problemas; ejemplo, la intervención de una figura líder del Frente Amplio en el programa de Matías del Río. Qué me tenía que importar. Asistía como invitada pero retomó su viejo rol de periodista y acosó a preguntas venenosas a su contradictor. ¿No es eso un aprovechamiento descarado, una bajeza? Del Río no se atrevió a pararle el carro; entre colegas no se estila. A ella le corría la rabia por la comisura de los labios. Los abusos. Los súper ricos. La distribución del poder. Los mutilados. ¿Se puede gobernar un país analizando esos temas mientras la emoción aflora en el sudor de la piel? Basta de injusticias. Usted no tiene derecho a ser candidato. Sus actos lo han vetado. Usted es responsable de la violación de los derechos humanos. Unos pocos iluminados dictaminando la suerte de todos. 
Ante la mesa, un árbol de hojas verdoso-rojizas, una enredadera de flores violetas, un zorzal portando un gusanillo que ha destinado a sus crías. La vida de los pájaros. El teatro de la naturaleza. Benicito cumplirá cinco años. Al pagar la cuenta encargo una torta de chocolate para este viernes. Anote por favor: Feliz cumpleaños Benicito. ¿Benesito? No. Benicito, de Benicio; con ce, no se olvide, que la dedicatoria quede bien escrita. ¿Así? Así. A Benicio le gusta el queso, el salame y la leche. La doctora se los prohibió mientras le hacen unos exámenes. ¿Y qué harás cuando te den ganas de comer queso y tomar leche, Benicito? Voy a tener que... resistir, Tatines. A la salida me topo a boca de jarro con mi ex editor. ¡Hola, Pato! ¡Hola! Le doy la mano, me salto las medidas de seguridad. Mira detrás mío. Se nos une un tercer periodista. ¡Mario Cavalla! ¡Hola, Sergio, qué pintita la tuya! Fíjate, Pato, zapatos rojos, bermudas, la dolce vita. Se han concertado para almorzar. ¿Son habitués? Nunca los había visto por acá. Acuérdese que yo trabajo en la Finis Terrae. De veras. Patricio le habla a su amigo: cuando salí del diario don Sergio me dijo: "No se preocupe, don Pato. Usted nunca tendrá problemas de pega, porque es un caballero". ¿Y resultó cierta mi profecía?, le pregunto. Claro. Me alegro. ¿Y cómo anda el trabajo, don Sergio? No, si ya me jubilé. ¿Se jubiló? Claro, el 2 de octubre. Eso era lo que te decía, Pato, no me entendiste recién, la dolce vita, le acota Mario. ¿Y cómo ha sido el proceso? Entonces empiezo a contarlo paso a paso, desde que me llamaron, me ofrecieron una digna salida, lo que ha venido después, y mientras voy hablando me obligo a conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo, es como si estuviera dando examen, acuciado por la ansiedad de explicarme bien, por el apuro de decir todo rápido, como si valiera poco o los demás no tuvieran tiempo para mí como lo tienen para los presbíteros, enseñados para hablar con ese ritmo tan sereno y tan pausado.      

sábado, enero 16, 2021

El monte parió un ratón

La historia es cambiante y se deja llevar por innumerables interpretaciones. Hoy nadie se atrevería a contrarrestar la versión de que para Chile el último paso del cometa Halley por la Tierra, hace 35 años, fue un genial montaje del aparato propagandístico de la dictadura, enhebrado, se dice, por el periodista Manfredo Mallol y el ministro Francisco Javier Cuadra. Ambos eran poderosas y controvertidas figuras oficialistas en ese tiempo, febrero de 1986, meses antes del atentado a Pinochet, magnicidio fallido que de paso arrasó con buena parte del prestigio del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y del Partido Comunista, lo que redundó a la postre en el pacífico triunfo de la Concertación. Digresiones aparte, Mallol y Cuadra ya pasaron de moda y cualquiera los puede vapulear a sus anchas.
Valga esta imprudente reflexión para afirmar que por esos años las visiones eran diferentes. El cometa Halley sí era una noticia y tanto el mundo científico como la gente común le prestaban la máxima atención. No era un invento. Era una realidad. El famoso cometa pasaría por la Tierra y a juzgar por su última venida, constituiría un fenómeno celeste a lo grande. Algo parecido al eclipse que el Norte Chico vivió en julio de 2019.
Mi diario, que en ese tiempo era “El Mercurio”, decidió enviarme al observatorio El Tololo como enviado especial para cubrir su paso. Ignoro si previamente hubo algún telefonazo de La Moneda. Paralelamente, los medios de entonces iban calentando la noticia con notas secundarias. Se recordaba, por ejemplo, que el escritor Samuel Langhorne Clemens, más conocido como Mark Twain, tuvo tan mala suerte que nació días después del paso del cometa en 1835 y murió días antes de su regreso a la Tierra en 1910. “Nací con él y me iré con él”, profetizó en su tiempo. Esa última visita había dejado recuerdos extraordinarios de su cola extendida a lo largo del cielo.
Llegamos al Tololo con el reportero gráfico, cuyo nombre no logro recordar, aunque muy probablemente fuese Juan Enrique Lira, caballero de la fotografía, campeón de tiro Skeet y aspirante al título mundial de Míster Hígado, que disputaba palmo a palmo con Dean Martin, por razones que no vienen al caso.
Una pléyade de reputados astrónomos internacionales ofreció una serie de conferencias en el observatorio, me parece que organizadas por la Universidad de Chile, aunque no estoy seguro. Junto con los reporteros fueron invitados influyentes académicos chilenos del momento, entre los cuales recuerdo a Igor Saavedra, vestido con su inolvidable beatle blanco, a la manera del pianista Vladimir Azhkenazi. Me llamó la atención además la presencia del físico y poeta Nicanor Parra, y lo hice ver a Santiago. El recordado “Paragua” Godoy, mi jefe de crónica, me aconsejó que no lo nombrara en mis despachos porque arrastraba cierta fama “de ser de la oposición”. De modo que me farreé una entrevista que pudo ser histórica: “Parra apunta sus dardos antipoéticos al cometa Halley”, habría dicho el título, es un hecho.
A todo esto el cometa no se manifestaba. Las conferencias se desarrollaban en el día; por la noche todo el mundo en el Tololo miraba al cielo. Y nada. O bien  poco. Cada intervención de algún astrónomo era seguida por una ronda de preguntas. Infaliblemente, Parra se cuadraba con una interrogante que daba vergüenza ajena. Los astrónomos se tomaban el tiempo para contestarle. “Pero por Dios, qué le pasa a este hombre. ¿Es de las chacras o se hace?”, pensaba yo cada vez que lo sentía intervenir. Concluí que se estaba riendo de nosotros.  Preguntaba, por ejemplo, si Bill Halley debía su nombre al cometa, o por qué los cometas son tan chicos y se ven tan grandes, o cuál podría decirse que es el día de cumpleaños de un cometa. Puede que no hayan sido exactamente sus inquietudes, pero andaban muy cerca. Mientras, los enviados especiales nos esmerábamos en hacer “preguntas periodísticas”.
Pensar que todo aquello se lo ha llevado el polvo de las estrellas, como dice José Maza.
Llegó el gran día, el de su mayor acercamiento al Sol, lo que el mundo esperaba, la visión de una larga cola surcando el firmamento. Chile entero mirando al cielo desde cualquier parte, preferentemente sitios alejados de la luz artificial. En el Tololo las exposiciones científicas de esa jornada pasaron casi inadvertidas. Lo que todos esperábamos era que llegara la noche. Y cuando llegó, los organizadores instalaron telescopios manuales en una terraza al aire libre para que pudiésemos gozar del fenómeno, mientras los verdaderos astrónomos se dedicaban a estudiarlo en las salas interiores, donde se hallaban las computadoras. Tipo medianoche fue el momento. Recuerdo a una pila de viejitos gringos saltando de alegría tras retirar sus ojos del telescopio asignado, tanto así que dicha impresión me hizo titular la nota de la siguiente manera “El Tololo: Saltos y abrazos al ver el cometa Halley”, crónica apolillada que aún podría ser objeto de examen en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Mientras se producía esa salida de madre de los viejitos científicos observé a Parra. Miraba el firmamento, callado. Le pregunté algo así como “qué significa esto para usted” y entonces, en un rapto de inspiración y elocuencia, me acribilló con palabras, versos, metáforas, imprecaciones, enhebró un lúcido y apasionado discurso recitado de corrido, el revés de sus payasadas de los días anteriores. En treinta a cuarenta segundos fui testigo de un fantástico poema sobre la miseria del hombre ante la inexorable rotación de los astros, que como descuidado reportero que soy, no grabé. Pero esa noche tomé en serio a Parra. Aunque más tarde volvería a sus raíces.
Al llegar a Santiago mis colegas me felicitaron. “Saltos y abrazos al ver el cometa Halley”, repetían, riendo a carcajadas, mientras el “Paragua” me observaba con el rabillo del ojo. Recién entonces descubrí que mi título había sido tomado como una ironía, como una burla a la cagarruta, al ratón parido por el monte, incluso al montaje que resultó ser el cometa para la visión de la mayoría de los chilenos. Yo les seguía el juego, como dándomelas de inteligente, porque equivalía a seppuku confesar que escribí de buena fe lo que había presenciado. 

 

miércoles, enero 13, 2021

¡Pare, chofer!

Esta mañana me condujo un chofer ahuasado, de hablar campechano, manos gruesas y uñas sucias, camisa sebosa y un aura despreocupada rodeando su personalidad. Hay personas así, a las que la vida parece resbalarles. Yo en el fondo las envidio porque soy de las otras: cada noticia me tiñe el alma de un presentimiento lúgubre.
Veía mi destino a dos semáforos, sentado demasiado encima del chofer en un asiento incómodo y estrecho, para colmo sin salida al pasillo; el chofer dialogaba distraído con el copiloto. La cúpula se acercaba, imponente, era el momento de bajar. Al llegar a la bocacalle las cosas se complicaron. La avenida Bellavista, en reparaciones, ahora corría hacia los dos lados. La calzada era de tierra y el piso quedaba mucho más abajo de la solera, aún no se iniciaban los trabajos de pavimentación. Debí bajarme en ese punto, pero convine en que era imposible. El chofer dobló a la izquierda, pero antes le dio el paso a un microbús que corría en sentido contrario. En la esquina, alejándome ya de mi objetivo, quise descender, pero no usé una voz convincente para pedirle que se detuviera en la Escuela de Derecho; además el chofer conversaba de lo lindo con el copiloto, de forma que la máquina comenzó a atravesar esquinas y poblaciones. Por qué no me habré bajado cuando vi la cúpula, pensé, al tiempo que yo mismo descuartizaba ese argumento: sabido era que el asiento me impedía intentar maniobras vigorosas.
¡Pare!, le grité a viva voz, exasperado.
Eran las nueve de la mañana con ocho minutos. Hora de levantarse.

lunes, enero 11, 2021

Cabeza de sioux

Antes de salir, o de entrar, reparé en el banquillo situado al lado de la puerta. Aguzando la vista se podía apreciar la cabeza de un hombre debajo del asiento.
-Fíjate bien, ¿ves esa cabeza?
Advertí mi error. Antes de traspasar el umbral que nos pondría a salvo brotó ¿o siempre estuvo? otra cabeza al lado de la anterior, más cerca nuestro, una cabeza de indio sioux que dio muestras de vida al mover los ojos de un punto a otro. De la cabeza emergió un brazo que bajó a buscar un arma de fuego o un cuchillo, y no lográbamos avanzar.
-¡Ayyy!, grité, espantado.
Caminando hacia el café pensaba en esa rareza adquirida hace un buen tiempo de pasar en limpio los sueños. Nada se me aclara, nada cambio al escribirlos, nada práctico concluyo, solo he de tomarla por ahora como un ejercicio de estilo. Tal vez con el tiempo alguien sepa leer mejor que yo estas líneas.
Más beneficioso resultaría dar con la solución de un problema obvio que se le ha pasado de largo a la humanidad durante milenios. Y es que sin más ni más se da por sentada la existencia de clases sociales. Clase alta, clase media, clase baja. Señores, siervos, esclavos. Emperador, patricios, el pueblo. Ricos, oficinistas, pobres. Entre las tres divisiones se cuela la grieta de la desigualdad y al final de esa grieta, otra más profunda, la grieta de la injusticia. Al fondo quedaría el reino de don Sata. 
En la India el sistema de castas traba el movimiento social; en EE.UU. el sueño americano lo alienta; en Suecia el estado de bienestar lo adormece. ¿Desaparecen las clases? Persisten. ¿A qué se debe esto? 
Hay personas más afortunadas que otras. La solución es científica: igualarlas en sus capacidades, eliminar sus defectos y conservar sus virtudes. Rendimiento similar ante las vallas de la vida, actitud similar para enfrentar los obstáculos, disposición similar para salir adelante. No más ganadores, no más losers. Un solo ser virtuoso. Así, no importaría gran cosa lo que hubiesen heredado. La educación privada con piscina y cancha de tenis resultaría irrisoria. Se daría fin a la igualdad por decreto, y la bienvenida a la igualdad del ADN, aun con las monstruosas consecuencias que el nuevo trato pudiera implicar.

domingo, enero 03, 2021

Episodios de una noche de verano

Del fondo del dormitorio, camino a la puerta, un hombre obeso sale vociferando. Me obliga a reprenderlo por el elevado tono de su voz. ¡Qué se ha creído!
Cada salida del metro me permite asomarme a un nuevo barrio de París. Ahora es una plaza con una iglesia de un piso y muros verdes. París no es como Nueva York, donde contemplo a la pasada enormes teatros, edificios monumentales, sitios inolvidables que no tendré la oportunidad de visitar. Hacia un lado de la calle, cuadrados gigantescos unidos por arcos de hormigón y acero inoxidable, plagados de ventanas dentro de las cuales jamás se apaga la luz; hacia el otro lado, obras definitivas de una arquitectura clásica inolvidable o de una audacia impensada. Este París algo nublado, pueblerino, no era el que imaginaba. Me han hablado de un teatro que está ofreciendo un buen espectáculo. Es a la derecha de esa esquinucha, se ve allí al costado, anda, visítalo y no te arrepentirás. En efecto, ya en el pasillo de acceso, que es una murallita baja que separa el recinto de una casa habitación con arbustos y plantas, se percibe el ambiente de la vibración humana. Al entrar, la sala está casi llena de gente ansiosa, una sala pequeña, moderna, de butacas blancas, cómodas. Veo dos espacios vacíos en la segunda fila y sorteo a los demás espectadores para ocupar el lugar junto a mi esposa. Cuando estoy sentado descubro que ella eligió otro asiento, más atrás. Vuelvo la vista y no la alcanzo a divisar. Mis ganas de orinar son intensas. Me levanto y voy al baño. Se halla en la subida del pasillo, una puerta de madera café con un signo que identifica a los varones. Le comento al que está a mi lado: el forro del prepucio se me tiñó de rojo, del color de la betarraga, se parece al capullo de una flor, pero la orina me está saliendo cristalina, por fortuna.
Entonces me voy a despedir de mis amigos, una pareja que me ha tratado tan bien. Ella, sobre todo; pero él también. Se me acerca demasiado, imagino el peligro. Me toma de los hombros y me va a empujar al precipicio, que es bastante profundo, como cualquier precipicio al borde de una montaña que se precie de tal. Sin embargo esta vez no tengo miedo. Doy por sentado que mi caída sería mortal, pero también que no sentiría dolor, porque dentro de todo algo me dice que esta que vivo no es la realidad...

sábado, diciembre 26, 2020

Navidad, Navidad...

Eran las diez de la noche y yo me hallaba frente a la radio, subiéndole el volumen para oír mejor la canción de los Huasos Quincheros. Antes de volver al patio, donde participaba de la cena de Navidad, me llegaron las voces alegres de mis seres queridos, mezcladas con el sonido de tenedores y cuchillos sobre platos y fuentes de ensaladas.
Navidad, Navidad, en la nieve y la arena, Navidad, Navidad, en la tierra y el mar...
Mi mujer, mis hijos y mi nieta aborrecen a los Huasos Quincheros por el aura de fachos que los ha recubierto durante décadas. Los Huasos Quincheros son la prueba de que la música está envuelta, o empañada, de sentimientos y hasta de ideología. Es la razón de que llevara varios 24 de diciembre resignado a olvidarme de la radio Conquistador, con sus melodías navideñas de viejo cuño y sus eternos Soliloquios de Belén, de Giovanni Papini, en la voz grabada del recordado Lawrence Young. En consecuencia, lo que hacía era aprovechar ese instante de soledad, alejado momentáneamente de los míos, para disfrutar una pizca del programa. No estaba pasado de copas, había bebido con moderación hasta ese momento. 
Ocurrió entonces algo extraño, o no tan extraño, si considero los efectos que el alcohol suele causar en las personas. Sentí que mi alma guardaba demasiado amor, amor que por una razón desconocida nunca lograba dar con la vía perfecta de escape. Me brotaron lágrimas al percibir el eco de quienes compartían conmigo la cena. Mi esposa, mis tres hijos, mis dos nietos, las parejas de mis hijos, la pareja de mi nieta. Todos alrededor de una mesa bien provista en un año para el olvido. Una suerte, una bendición. En ese momento les perdoné sus imperfecciones y me perdoné las mías. La oscuridad del recibidor, la letra de la canción, la conciencia de poseer un corazón que late al ritmo de la rotación de los planetas y el tiritar de las estrellas me empujaban a sentir amor. Decidí que iba dar un discurso para contarles cuánto los quería y con ese ánimo volví a la escena.
El año anterior mi nieta se había levantado llorando de la misma mesa por una agria discusión conmigo sobre los alcances del violento 18 de octubre. Luego había vuelto y nos habíamos abrazado, pero el episodio nos dejó a todos un gusto amargo Esta vez solo se oiría hablar de amor.
De modo que retorné a mi puesto en la cabecera, me senté, hice sonar mi copa con el tenedor, los demás callaron y comencé a hablar.
Pensaba que se me iba a quebrar la voz, pero sucedió lo contrario. Usé la razón. Las peores cosas que le han ocurrido al mundo se han debido a que alguien quiso usar la razón, animado por un genuino sentimiento de amor. No estoy diciendo que el corazón de Stalin hubiese estado inflamado de amor, pero ¿quién puede saberlo? El mío, al menos hasta ese instante, lo estaba, pero mientras las palabras salían de mi boca noté que ya no lo estaba tanto. Ya no sentía el mismo amor que sentí al verme a mí mismo solo, de pie en la oscuridad, fisgoneando a quienes amaba. Ahora correspondía ser preciso, usar palabras justas para definir a mis acompañantes. ¿Y para qué definirlos? ¿Qué sacaría de eso? Ahora que lo pienso bien, en estos dos días que han seguido, días silenciosos, ausentes, plenos de desacuerdos y malos entendidos, me ha caído la teja. Nada bueno, nada memorable resultó de mi "discurso de definiciones". Para la próxima no improvisaré, sino que leeré uno que guíe, retenga, modere mis pensamientos, un discurso del tenor del protagonista de Los Muertos. Aunque mejor sería no decir nada. Callarme la boca.
El asunto es que partí definiendo a la pareja de mi nieta, a quien me referí como una persona buena, liviana de sangre, eficiente en su profesión. Mi nieta me interrumpió. ¿Por qué dices eso? Estás hablando generalidades, algo que se podría decir de cada uno de los que componemos esta mesa. 
Era cierto. Debí haber parado allí. Pero se me ocurrió rebatirle, y no sin razón. Le dije que hablaba de cosas que yo conocía, porque las profundidades de su persona prácticamente las ignoraba, como correspondía a la relación protocolar que mantenemos. Mi nieta aceptó mi argumento. Proseguí con el segundo invitado. Describía la personalidad de la pareja de mi hija mayor, lo bien que le había hecho a ella su compañía. Justo sonó mi teléfono. Era Merterele.
¡Merterele! Hola. Hola, como están. Aquí, cenando, y ustedes. Cenando también. Para qué me llamas. Me llamaste tú. Sí, pero eso fue hace horas: te estaba devolviendo una llamada perdida. Ah. Felicidades. Felicidades.
No advertí la señal y seguí hablando. Los definí a todos, uno por uno. Luego brindamos, continuó la cena, nos servimos los postres, se abrió un whisky, repartimos los regalos. El toque de queda disolvió el encuentro y luego del lavado de loza, ollas y sartenes el hogar se sumió en un silencio intranquilo, sospechoso.
Los seres humanos somos transmisores de mensajes. Recibimos, procesamos y entregamos. Cuando el mensaje es uno solo y deslumbrante proviene de Dios. Por lo que sé, llega dos o a lo más tres veces en la vida. Si se lo consigue identificar, el dilema estriba en acoger o desechar. Pero existe un problema cotidiano, y es el que arman los pequeños demonios que habitan en el aire. Estos bicharracos se especializan en alojar mensajes torcidos en el alma de los hombres. Los inoculan a medida que van pasando los minutos; a veces tardan días, a veces semanas, años; al cabo esas semillas ensombrecen la mirada. Algunos de ellos fueron los que recibí, y transmití, esa noche.
Desperté a las nueve. Me levanté. Sentía un leve dolor de cabeza y una vaga inquietud, como si los riachuelos de sangre que corren por mi cuerpo se hubiesen salido de su cauce. Buscaba una culpa en el placer de la velada de la víspera y mi mente se plantaba exhausta ante un día vacío. No habiendo mucho más que hacer, me paseaba por aquí y por allá en las habitaciones, salía al patio, trataba de leer debajo del toldo que le da sombra a la pileta; de descifrar la felicidad que se esconde en la vida de los pájaros. La consigna era sortear el día muerto, tratando de soportarlo, no asumiendo su existencia. Partí al café, con el libro bajo el brazo, "Padres e hijos", de Iván Turguéniev.
Quizás él me ayude a descubrir un secreto que me sigue siendo esquivo, a pesar de mis años.

miércoles, diciembre 23, 2020

Conjunción

Caminamos con mi mujer hacia el sector menos iluminado de la calle; desde allí levantamos la vista al cielo para ver la conjunción de Júpiter y Saturno. Los medios electrónicos, tan vagos e inexactos, informaban que algo así no se veía en 800 años, al menos de noche. Acudí a la diosa internet; me confirmó que en los años del Siglo XIII que van del 1200 al 1300 Dante escribía la Divina Comedia y Chrétien de Troyes ya había dado a luz su Perceval. En 1220, el momento de la conjunción, si fuese cierto eso de los 800 años, Gengis Kan arrasó con Samarcanda, mató a sus habitantes, no a todos, incendió y saqueó la ciudad.
Me vinieron espontáeamente a la memoria los incendios y saqueos en la ciudad que habito. ¿Y si Piñera hubiese llamado a plebiscito para modificar la constitución al día siguiente de asumir el mando? ¡Qué de problemas se habría evitado! Pero solo los profetas y los ilumiados son capaces de advertir lo que deparan los días del futuro, y nuestro presidente no entra en esa categoría. 
El señor Mahana me comentaba, días atrás, que la gente estaba mala, que ya no era la de antes, no era la de nuestra generación, que vela por sus hijos y sus nietos. Tendí a concederle la razón; nos hacía sombra una arboleda en la avenida Dublé Almeyda y nos acariciaban rayos de sol que se colaban entre las hojas mientras avanzábamos a tranco lento por la calle. Si le di la razón fue más bien para no entrar en análisis profundos sobre si realmente la gente estaba más mala o era la misma de siempre, con otras máscaras, aunque le manifesté mi pequeña esperanza de que las cosas parecían estar cambiando para mejor. Es la plata, si hay plata todo anda bien; es la plata, me secreteó. Unos pasos más al poniente volvió a acercarse a mi oreja. Deje de alimentar los monos del zoológico y verá cómo al rato se arma la grande, sentenció. La avenida era un mar de autos que calentaban las horas previas a la Navidad. El señor Mahana es vendedor y ha tenido días más gloriosos. No es que le vaya mal, pero ha tenido días más gloriosos, él mismo lo admite.
Cuántas cosas han pasado en estos 800 años que pudieron evitarse. Y cuántas deberíamos celebrar.
Mi mujer y yo seguíamos mirando los dos puntitos en el cielo, tan lejanos. Sentía que Júpiter y Saturno me querían decir algo ahora que aún estaba vivo, pero no sabía qué. Bajaba la vista para descansar el cuello, luego volvía a mirar, como diciéndome aprovecha que esto ya no se vuelve a ver en 800 años. Los puntitos se unían y se separaban, titilaban como estrellas de Neruda, se confundían en el firmamento. Era una visión de lo más aburrida, pero se me antojaba trascendente. Al fin nos tomamos de la mano y emprendimos el regreso al hogar.

viernes, diciembre 18, 2020

miércoles, diciembre 02, 2020

La noche de Tristán e Isolda, un treinta de noviembre

Le indican el símbolo dibujado en la muralla. Mira hacia arriba y descubre que están desnudos. El vano de la puerta se desajusta por efecto del terremoto; la casa se halla a punto de caer, pero luego las paredes retornan a su viejo orden. Tristán la toma de la mano y ambos nadan sobre la arena dorada que rodea la plataforma de madera; entonces le declara: "Ya es mucho lo que  me has amado". Los labios extasiados de Isolda le sonríen y sus ojos lánguidos se pierden en la neblina.
La noche del treinta de noviembre se aparece el comerciante de telas e Isolda descubre el anillo que esconde entre su mercancía. Tristán no pudo esta vez enviarle obsequio alguno y recurrió al ardid maravilloso del lenguaje para hacerse presente; la visionaria no tarda en descifrar su alma y su rostro.
¡Eterna noche a los amantes, eterna noche del amor en la morada de Hades!

martes, noviembre 24, 2020

Esto me recuerda a 1973

Esto me recuerda el año 1973. Una mayoría popular se fue alzando contra Allende y sus planes que llevaban a la dictadura del proletariado. La mayoría se hizo incontenible, las fábricas dejaron de producir, las universidades dejaron de hacer clases, la Alameda se llenó de manifestantes y sobrevino el golpe de estado, con el apoyo de al menos el 60 por ciento de la población (de acuerdo con la votación democrática de marzo, la última de ese aciago periodo de nuestra historia). Quienes vivieron esa época pueden dar fe de esto, al margen de sus posiciones políticas.
Ahora esa mayoría abrumadora se inclina por el cambio del modelo. La fuerza se ha polarizado en ese sentido, los parlamentarios se acomodan para tratar de representar lo que ellos creen que es "el pueblo", ya se exige la salida del Presidente y "la calle", que la compone el 1% de la población, manipulada por cerebros escondidos, se tomará el poder, con la adhesión de los "tontos del batallón", quienes más tarde serán los primeros en llorar sobre la leche derramada, tal como lo hicieron en 1973. Esta vez las Fuerzas Armadas harán vista gorda y nuestro país entrará en una vorágine social de la que le será muy difícil salir.
No quisiera escribir de estas cosas; preferiría mil veces apostar por la belleza de las letras, pero la ansiedad, la conciencia y mi desgraciada intuición, que me hace ver un poco más allá de las cosas, me lo impiden.
 


domingo, noviembre 15, 2020

Tú y ellos

Los miras y te dices: no soy como ellos, no pienso como ellos, no puedo sentir amor por ellos. Y hay resentimiento y enajenación en tu sentir, la impotencia de los derrotados que han intuido el abismo al que se dirigen. 
Así te aislas, te sumerges, hundes tu cabeza de avestruz en el jardín del hogar y en la soledad del mundo abstracto buscas el refugio que tu ciudad no te da.
Teóricamente, el asunto se presenta muy sencillo: vaciar tus pensamientos diurnos de gusanos, pues de los nocturnos se encargan tus sueños. 
Algunas de las estratégicas fantasías que andan por ahí revoloteando son 
Resguardo
Defensa
Escondite
Poesía
Música
Paz
 

lunes, noviembre 02, 2020

Lectura imaginaria

Lees en voz alta para mí, tu entrega es modelo de pasión, un poema incomprensible de Celan; me llega en el dulce acento de tu voz, la profundidad de tu razón y la luz de tu saber. El significado entero del poema eres tú; mi felicidad está en asimilarlo, confundir mi ser con tu espesura, con el amor que desocupa mi alma en la inmensidad de tus ojos y en ese amor distante, el amor que tú me das.
Vuelvo al libro. La brisa africana que ha sobrevolado el jardín se alojó en mi corazón y le dejó un aroma incierto de flores de violeta al tiempo material.


lunes, octubre 19, 2020

La chusma contra Chile

El tema, tal como yo lo entiendo, ha terminado por quedar reducido a esto: la chusma contra Chile. Es un asunto de clases; ese grupo se aloja en lo más bajo en la escala social y su hogar natural parece ser la cárcel. Salvo los iluminados que sueñan con sacar provecho de esa fuerza y guiar sus destinos manejando hilos abstractos, culturales, nadie simpatiza con esa pequeña y oscura masa de vándalos resentidos que aplastan y destruyen en un afán exhibicionista de celebrar sus triunfos. 
La chusma siempre ha existido; antes era muy superior en número, pero le temía al poder. Y al ser temerosa, respetaba.
Puede resultar desafortunada y triste la comparación, pero tal como las cucarachas y las ratas, sus integrantes salen a devorar al amparo de la noche, y en el día se esconden.
Es la minoría más importante para tener en cuenta y nadie se ha hecho cargo de ella.
Sin embargo y tal como acontece con la reacción que generan los fenómenos sociales, al haber perdido el miedo firmaron el acta de su próxima derrota; la luz del día los está haciendo visibles y tarde o temprano volverán al extrañamiento a rumiar su fracaso, más humillados que antes.

domingo, octubre 11, 2020

Nuevos rumbos

Ya es hora de sacarme la carga que pesa sobre mis hombros. El intercambio me contuvo, los hijos marcaron mi quehacer, Occidente me impuso su lenguaje y me sobrecargó de mitos. Ahora camino hacia la cita con el destino más libre que nunca, atado a las debilidades de mi cuerpo.