Visitas de la última semana a la página

lunes, septiembre 01, 2025

Dudas existenciales de discreto alcance

¿Cómo puedo comprobar que pasa el tiempo? ¿Mirando el avance del segundero en el reloj? ¿Yendo de un lado a otro? ¿Contemplando el paisaje, el viaje del sol desde que amanece hasta que se pierde tras las montañas (otro día más)? ¿Sintiendo la ráfaga de viento, la caída de la lluvia desde el cielo, el pequeño cansancio, agradable, al caminar? ¿Comprobando científicamente las fases de descomposición de un cadáver, o viéndolo echado en la hierba, a merced de perros, aves e insectos? ¿Combinando imágenes e ideas en la mente para desviarlas a una pantalla de computador? ¿Moviendo la lengua y los labios para hacerle frente a una tensa o placentera conversación? ¿Aceptando la teoría de la relatividad que postula que el espacio y el tiempo son un solo objeto continuo de cuatro dimensiones y que el tiempo transcurre más lento en un espacio con mayor gravedad? ¿O la segunda ley de la termodinámica, que postula la tendencia hacia el desorden a través de la flecha del tiempo?
Quisiera responder que sí, pero nada me asegura, de esos ejemplos, que el tiempo está pasando. Lo que veo que pasa son circunstancias dentro del tiempo.
Lo que imagino es que el tiempo está detenido, que el tiempo no se mueve. Lo que imagino es que nosotros nos movemos en torno a él.
El espacio es visible; el tiempo es invisible, como Dios. La definición de Dios podría ser la definición del tiempo. El gigante irreflexivo. 
Hora de nuevas preguntas. ¿Había tiempo antes de la creación del universo o no había nada; es decir, solo había muerte? Entonces pudiese ser que el tiempo haya nacido de la muerte, que Dios haya nacido de la muerte. ¿La muerte en sí misma marca el final del tiempo para lo muerto? ¿Están realmente ligados el tiempo y el espacio? ¿Puede haber espacio sin tiempo, tiempo sin espacio? ¿Comenzó el tiempo con la expansión del espacio?
Lamento entregar cavilaciones como estas, envueltas en una capa de tontería que esconde una supina ignorancia científica y filosófica. Si me atrevo a plasmarlas se debe, aunque no lo crean, a que principiantes como nosotros también les dedicamos de vez en cuando un tiempo a estas cosas.

jueves, agosto 28, 2025

El miedo del lector al disparo de Peter Handke

Hará unos treinta años escribí un cuento que titulé "Malditas palabras". Hace veinte años escribí dos cuentos, titulados "El mundo de Ark ark Nauw, donde no todos los días amanece" y "El palacio azul". En el primer caso se aborda la diferencia abismal e invisible entre el vocablo y la representación mental que los seres humanos hacemos de él; en otras palabras, cómo las voces pueden estar revestidas de profundo significado para un personaje y de insustancial significado para otro, aunque se trate de un simple saludo de "buenos días". Los otros dos cuentos tratan de la visión desestructurada de la realidad que poseen los protagonistas de esos relatos. Pasan de una imagen a otra sin enlace o consecuencia, abordan situaciones incomprensibles con toda naturalidad; o por el contrario, ante sus ojos hechos ordinarios derivan en absurdos.
De seguro esos temas ya fueron tratados mucho antes por diversos creadores, sería cosa de escarbar un poco y hallaría montones de ejemplos. El caso al que me deseo referir recae en Peter Handke, reciente ganador del Nobel, quien en 1970 escribió la novelita "El miedo del portero al tiro penal".
La saqué de la biblioteca y cuando comencé a leerla pensé: estoy ante el típico caso de un autor que escribe mientras va imaginando, método tan convencional y aceptable como aquel en que el escritor "ya tiene armada la novela en la cabeza" o definida mediante un minucioso plan dispuesto en su cuaderno de apuntes. Luego me fui dando cuenta de que a pesar de que Handke fuese improvisando había detrás una esforzada y desesperante planificación. Al final de la lectura quedé en la duda, lo que habla bien del libro. Un libro difícil, denso, angustiante, que deja huella, como me la dejó la lectura de "Las tablas de la ley", de Thomas Mann, en las antípodas en cuanto a estilo, pero cuyo enorme mérito es bajar del pedestal la figura del profeta de Dios, Moisés, traducir el mito, hacer verosímil su historia, terrenales sus decisiones.
Me felicito de haber acertado en la interpretación que le di al libro de Handke, que para mí aborda dos cuestiones fundamentales: la locura, vista por dentro ("El palacio azul"); y el misterio del lenguaje ("Malditas palabras"). Ambas cuestiones se ven reflejadas en el pánico que provoca la trivialidad, el pánico ante la existencia misma y los detalles que van surgiendo del acto de vivir. Mientras leía no pude dejar de preguntarme, con buena intención y nada de intentos evasivos, si no será mejor atontarse con la idea de un whisky al atardecer, una película por la noche, la preparación de una receta casera al mediodía, la lectura de un libro por la mañana...    
Lamentablemente, el escritor austriaco se vio enfrascado en la polémica cuando tomó partido por la posición serbia en la guerra de Bosnia, al punto de negar la masacre de miles de musulmanes en Srebrenica. Llegado el caso, tomar partido es un trago amargo para los artistas; el lugar común dicta que preferirían sobrevivir en la tibieza de sus despachos adornados con libros, una botella, un paquete de cigarrillos y un cenicero a mano, y una buena chimenea. Muchos de ellos hacen carne esa práctica, guardando las proporciones yo también trato de no distraerme con los conflictos sociales y prefiero permanecer en mi cuarto propio, mas la realidad siempre ordena tomar partido, ya sea activa, pasiva o tácitamente. En los meses del estallido social, también llamado octubrismo, tomé partido por el orden y contra el vandalismo que día a día revolvía mi estómago y me obligaba a ir a la cama con tres copas de whisky en el cuerpo. Afortunadamente mi nombre no es más que un chispazo en la internet, de tal modo que nadie me contradijo, nadie me funó. Con Peter Handke sí que lo hicieron, sobre todo tras ganar el Nobel. 
A las personas como yo, algo propensas a la incontinencia de la sensibilidad, temerosas en el fondo del monstruo desconocido que se aloja en el alma, les cuesta leer novelas como estas; temo que demasiados la hayan abandonado a la cuarta página; temo lo peor, que uno solo haya soltado amarras e ideado planes prohibidos, nunca antes pensados, arriesgándolo todo por fidelidad a sí mismo. 

martes, agosto 19, 2025

Domingo en el Metro

Cuesta rememorarlo, hay algo de ejercicio masoquista en ello. El solo recuerdo, la repetición del recuerdo, una y otra vez hasta el cansancio, aflige el espíritu. 
Dos hombres suben al Metro y se apegan demasiado a mi mujer, agarrándose de la barra con los brazos estirados sobre sus hombros. ¿Por qué no elevamos una protesta aunque hubiese sido tenue, tímida? He allí la primera imagen lacerante. Pecado de urbanidad.
A ella no tienen mucho que robarle, a mí, sí. Llevo mi bolso sobre el pecho, en bandolera. Pero estoy más preocupado de ese comportamiento que podría llegar a ser grosero, lascivo, dejando pasar el movimiento rotatorio de los carteristas. Segunda imagen, pecado de ingenuidad.
En un segundo descubro con horror que mi bolso está abierto y me falta la billetera. Se abren las puertas en la estación Baquedano, oigo la voz de los carteristas: ¡allá va el ladrón, bajando la escala! Tercera imagen, pecado de buena fe.
Alcanzo al supuesto ladrón, lo tomo por el cuello y le grito que me devuelva la cartera. El hombre, de mi edad, reacciona nervioso, sorprendido: ¿Es una broma? La gente se da vuelta, un joven me aclara: están en el vagón. Ya no sé quién es quién. Pido disculpas, regreso con mi mujer y mi nieto, tan afectados como yo. Cuarta imagen. Pecado de inculpación sin base sólida.
El alma ha caído en una bruma silenciosa que se extiende sobre el cálido domingo; un silencio confuso me atrapa en la contemplación infructuosa de la nada. Sentados en un banco cercano al parque Bustamente, vuelvo a fijar los ojos en mi nieto. 
¿Estás nervioso?
Benicito reflexiona.
Sí. Es primera vez que me toca ver algo así. Lo había visto en las revistas y en las películas, pero esto es diferente.
Me tomó más de una semana escribir sobre este robo; el tiempo ha logrado suavizar los días recientes así como atenuó en el olvido o el recuerdo los arcaicos,  por muy jubilosos o lúgubres que hayan sido.  

jueves, agosto 14, 2025

De paseo con la Mirita

De las virtudes de la Mirita, tal vez la más destacable fuese esa disposición constante a abrir su despensa, a la generosidad afectuosa y casi ingenua con que atendía al visitante. En eso no hacía más que seguir las enseñanzas de Jesús divulgadas en los evangelios, sin proponérselo, porque el suyo era un corazón sencillo. Admito que su insistencia nos llegaba a molestar a quienes teníamos más confianza con ella; esto es, a los familiares más cercanos, como yo, uno de sus sobrinos directos, al igual que Víctor, mi hermano. En mi caso el rechazo era tibio, debido a mi fama de "niño tranquilo", pero sus hijos no la dejaban pasar y muchos de los retos que se llevaba derivaban de aquella insignificancia.
A mí, lo que más me gustaba de ella era su gusto genuino por la conversación; eso me venía de perillas, porque siempre he preferido oír y observar, de tal forma que la nuestra era una charla en la que yo preguntaba y ella se extendía en respuestas que podían ser precisas o improvisadas, pero raras veces de una o dos palabras. Había eso sí un detalle en su estilo que resultaba verdaderamente de temer. Tenía una capacidad detectivesca innata para ir sonsacando detalles a partir de un dato mínimo surgido por descuido, de tal modo que finalmente uno le terminaba confesando lo que pretendía ocultar, como Raskolnikov ante Petrovich, su investigador. No es que esté hablando de un delito, de un crimen; hablo de una venta fallida larga de explicar, de un viaje en preparación, de un problema en el trabajo, asuntos personales que los corazones retraídos, mezquinos, como el mío, prefieren guardar para sí.
El viernes pasado me levantaron la tapa de su féretro. Había llegado demasiado temprano al segundo día del velatorio, desde Frutillar, y en la sala me acompañaba solo una vieja amiga rancagüina. Miré hacia abajo, a la ventanilla, a regañadientes; su rostro desprendía una luminosidad optimista, casi alegre, el rictus de la muerte no se le manifestaba en ningún surco de la cara.
Mireya Labra Herrera, tía por parte de mi madre. Había cumplido 93 años, hace poco más de un mes. 
Mi ritual de los últimos veinte años -hace veinte años la tía Mirita tenía la edad que casi tengo hoy- consistía en reservarle dos días en el mes. Me bajaba en la estación de ferrocarriles de Rancagua o en el terminal de Tur Bus alrededor de las ocho de la noche, caminaba sus buenas cuadras hasta llegar a la casa número 732 de la calle Ibieta, giraba la llave, entraba por el pasillo embaldosado, abría la puerta que daba a la sala de estar y gritaba soy yo, Mirita, ya llegué. Desde la cocina se oía su voz, atenta. Sentía entonces un placer inmenso al desprenderme de la chaqueta, lavarme las manos y entregarle en sus manos mi contribución para esta visita, adquirida en La Reina Victoria, pleno centro de la ciudad, que no consistía más que en un par de cervezas, algo de jamón y de queso, a veces un litro de helado, tres dulces del día del pago, media docena de hallullas. 
Siéntese, Huguito, está lista la comida...
Ah, qué placer, aquel del vástago que vuelve al hogar para sentir que una casa y una voz y una buena disposición lo alejan de sus problemas, como si fuese otra cabeza la suya y la cabeza que vive en Santiago se quedara en la calle, en las ramas del árbol solitario de la vereda, esperando retomar su lugar al momento del regreso.
En las visitas de invierno esas noches terminaban cerca de la chimenea, a veces junto a su hijo Miguel, ingeniero de Codelco; otras con Luis, su hijo mayor, sentados cada uno en sus respectivos sillones; otras veces los dos solos, mientras Miguel dormía y Luis permanecía en su casa de Malloco. No era raro que en esa instancia le pidiese que me rascara el pelo, porque me sentía en confianza. Ella lo hacía maquinalmente, con cierta rigidez, pero con gusto. Así se nos pasaban los minutos, la Mirita hablándome de las novedades de la ciudad, el deceso de alguien conocido, algún escandalillo que había dado que hablar en el vecindario, los logros escolares de su bisnieto, yo escuchando con un vaso de whisky en la mano, que paladeaba con estudiada economía, pues algo en mí rehuía el fin de la jornada.
Alrededor de las cinco de la madrugada se levantaba a prepararle la lonchera a Miguel, antes de que lo pasaran a buscar para subir a la mina. Avanzada la mañana nuestros pasos se encaminaban al centro; durante el trayecto me iba contando las vicisitudes de cada señora, cada anciano, cada jovencita o jovencito que se nos cruzaban, conocía prácticamente a todo Rancagua y casi todo Rancagua la conocía a ella. Los vecinos la querían a ojos vistas, la querían como solo se quiere en los pueblos chicos, con naturalidad, sin cálculos ni pretensiones.
Lo del día del pago se refiere a una vieja anécdota familiar. Era sagrado que cada fin de mes la abueli entrara a su hogar con una docena de panes de dulce para los niños y un paquetito de caramelos de anís para su propio disfrute, luego de cobrar su pensión de profesora jubilada. Eso era por los años sesenta; la compra la hacía en la Reina Victoria y su casa era la de Ibieta 732. Los niños éramos nosotros, sus nietos; de no ser por ese detalle y por el de que su cuerpo ya enteró más de cincuenta años en el cementerio el tiempo se mantendría congelado.     
Siguiendo con mis visitas, más de una vez la acompañaba a hacer trámites a alguna oficina; allí daba prueba de su astucia y se saltaba los números y las filas para acercarse de inmediato al mesón; entonces me daban ganas de huir, sentía vergüenza ajena, pero nadie del público reclamaba y como se daba siempre el caso de que la persona que la atendía la conocía de muchos años, el trámite derivaba en un encuentro de carácter social que terminaba con saludos a los hijos y a los nietos. Y es que ella siempre fue avispada. No habrá tenido quince años cuando viajó a Santiago a ver a su hermana mayor, mi madre, quien estudiaba para profesora normalista. A esas altura mi madre ya se había impregnado de los aires que regían a la clase media de esos tiempos, en los que el disfraz del recato desempeñaba un papel importante. De allí que en las sobremesas familiares se recordara una y otra vez ese día.   
"Cuando subimos a la góndola, la Mireya ubicó unos asientos vacíos, corrió a ocuparlos y me llamó a grito pelado: ¡garnacha Fani, garnacha!", relataba mi mamá.
Qué raro, la Mirita siempre fue vista como la hermana menor, hermana inferior en la familia; tal vez ella misma se haya sentido así, pero los hechos demostraron, sino lo contrario, algo al menos muy diferente. A partir de sus cuarenta, cincuenta años, la Mirita tuvo una hermosa vida, fue querida y apreciada, viajó por el mundo, se hizo respetar con su modo de ser, vivió finalmente rodeada de comodidades que le proporcionaron sus hijos Miguel y Luis y su modesta pensión; en fin, nada le faltó, ni siquiera tiempo, ese tiempo que fue tan avaro con mi madre.    
La mañana remataba en el café Carola Varas, donde aún se venden los mejores chilenitos del país, la masa fresca y delgada cruje suavemente en los dientes mientras el azúcar flor se pega en los labios y el manjar se derrite en la boca. Carola Varas, la dueña del local, delgada, de lentes, era sumamente cariñosa con mi tía, pero más lo era Teresa, la administradora, quien no bien la conoció se prendó de ella. Así, cada vez que pisábamos el café parecía que la Mirita le alegraba la mañana. Después venía el almuerzo, el tic tac del reloj, la despedida de abrazo y la partida a Santiago, donde retomaba mi rutina. 
Hace un par de años dejamos de ir al café, porque a la Mirita le comenzaron a flaquear las piernas y la sesera, no su carácter ni su sonrisa, solo sus recuerdos, que son menos que el presente, apenas asuntillos del pasado; aunque quiso mi pobre entendimiento que bastara ese desliz para ir distanciando las visitas a Rancagua, ya no era lo de antes, me gusta más ser servido que servir, hay mucho de egoísmo en el amor. 


martes, agosto 05, 2025

El sótano

Escrito y dibujado en 1981



Cuando llegamos a aquella casa campestre Heidi y yo lo esperábamos todo, luego de años de amargura y desdicha. Atrás quedaban mi infancia, su inseguridad, mi mutismo y tantas cosas.
Sin embargo el sueño duró lo que dura un sueño: a veces un segundo, otras, una eternidad; siempre un hecho consumado.
A los pocos días descubrí el sótano, que mi mujer se empeñaba en ocultarme. Habitación maldita, tan oscura como los laberintos de mi mente y al igual que ella, llamando a bocanadas a contemplar su vida propia, no tardó en invitarme para siempre a sus rincones. Primero fue el bar, luego el escritorio, más tarde el dormitorio solitario.
Un día mi cuerpo se resistió a dejar aquella paz de los temblores y la inercia. Desde arriba me llegaba la música de Bach. Tomé entonces mi último periódico. Doblé después sus hojas con cuidado. Apagué la luz y me senté a esperar.

martes, julio 29, 2025

Encuentro con Domingo Vargas

Deambulando por el laberinto del viejo edificio mercurial de Compañía 1214 me topé con dos conocidos; de no haber sido por ellos el edificio sería una mole semejante a un mausoleo. Nada recordaba el ajetreo de los despachos periodísticos en sus tiempos de oro. Las barandas de bronce se abrían a mis pasos con intencionalidad sospechosa, parecían vaticinios de muerte; desembocaban en placitas de interior adornadas con arbustos y pisos de baldosa que llevaban a salones privados de atmósfera eclesiástica. Todas las puertas se hallaban cerradas; al abrirlas, una por una, revelaban mundos deslumbrantemente fríos. Lucían como la última vez que fueron habitados, sin una mota de polvo; esto es, sin una mota de vida, pues aunque no se preste para la metáfora precisa, el polvo y las telarañas son signos de vida. 
A la salida del viejo ascensor, el colega Comte vestía su tradicional terno gris; yo lo apodaba el majadero, el rey de los majaderos y Comte, risueño, tomaba mis palabras como una broma soportable, indigna de ruptura; me consideraba su amigo y el sentimiento era recíproco, pero era tan majadero que yo no podía dejar de hacer el pesado comentario cada vez que iniciábamos un diálogo.
Esta vez callaba, ni siquiera me saludó. Estaba serio. Ya no era el hombre de los ojos azules y el trato cordial, el colega que no tenía suerte en el amor, porque amaba sinceramente y con pureza. Pero de seguro en su fuero interno seguía siendo un hombre bueno y limpio; el caso era que no me lo demostraba. Esperaba en el ascensor, de costado, no es que quisiese entrar. Estaba como de casualidad en ese momento justo.
Entonces se nos cruzó Domingo Vargas con su fila de seguidores, aunque sin hacer acto de presencia, estos últimos. Por la forma en que caminaba, seguro que lo acompañaba una cantidad de incondicionales, de eso no podía caber duda alguna; solo que no estaban allí, ya aparecerían. Vargas caminaba por el pasillo de un segundo piso adornado por arcos de medio punto, el silencio era sepulcral y no me dirigió la palabra. Yo sabía que había muerto hace unos días, pero no me extrañó para nada verlo por aquí. Tenía cosas que hacer, simplemente.
¿Por qué nadie me miraba? ¿O no me querían mirar a propósito? Hasta hoy no me lo explico. El asunto fue que el mismo Vargas desmintió mis aprensiones. Desaparecida la figura del majadero, Domingo Vargas esperaba la llegada del ascensor vestido de ojos tristes, sonrisa bonachona y una chaqueta de gamuza algo pasada de moda. Sabía que el aparato mecánico lo bajaría a los infiernos; por eso estaba nervioso, pero contento, se le notaba en la cara. 
El ascensor no aparecía; se atrasaba su hora. Entonces pronunció, solamente para mis oídos, y me sonaron a la súplica de una esperanza, las únicas palabras que escuché ese atardecer:
-Parece que se cortó la luz.
Se sobaba las manos; me vi obligado a consolarlo:
-No te preocupes, Domingo, fuiste un gran dirigente sindical.
Y con esta frase salida limpiamente de mi boca sentí la mano de mi esposa sobre mi hombro izquierdo, animándome a dejar mi sueño.

sábado, julio 12, 2025

Relaciones y detalles

Los detalles de la trama y las relaciones entre adultos inteligentes, dos ausencias relativas en mis historias. 
Mis personajes son más bien evasivos, desconfiados, diría infantiles, si quisiera profundizar en el análisis.
No me nace la creación de atmósferas en que una pareja de seres maduros, refinados e inteligentes se cuestione el mundo con la brillante normalidad que se esperaría de ambos. A esta supuesta falencia contribuye, además, la escasez de detalles. Las obras que conquistan cierta fama se nutren de detalles.
Lo pensé esta mañana en la biblioteca, donde me llevé la extraña, casi desagradable sorpresa, de constatar que el libro de Paul Auster que comenzaba a leer, Baumgartner, ya lo había leído hacía no más de dos meses. Me está sucediendo con películas que veo y olvido, películas que realmente vi para pasar el tiempo, películas sin importancia; pero no me había pasado con libros. Es más, tenía la certeza de que estaba dándole un tiempo de reposo a ese ejemplar adquirido en una librería de Frutillar para estirar lo más posible el momento de acometer su lectura, como ocurre cuando aplazamos un placer por el gusto de no matar su goce.
A la primera página sufrí el sobresalto: este libro me suena, este libro lo leí, no puede ser tanta la coincidencia. Recorrí las páginas, me fui al final, releí las últimas veinte hasta reincorporarlo a mis recuerdos. Al igual que Sumisión, Antigua Luz, Mi vida como hombre, es una novela de hombres brillantes pero desencantados que se mueven en círculos selectos. 
La relectura me hizo descubrir el porqué de mi olvido. No es que esté perdiendo la memoria en un sentido patológico, mi falencia es la normal para mi edad, al menos eso creo por ahora. El problema es que ese libro, que está lleno de detalles y de giros originales exhibidos dentro de una arquitectura literaria admirable, casi no tiene argumento. O si lo tiene, es el mismo argumento de la vida monótona que pasa delante de todos nosotros, con la única diferencia que se trata de una vida inteligente, con la que no me siento identificado, una vida de la que no soy parte. Por eso se olvida, por eso cuesta retenerlo. Y por eso es improbable que pase a la historia... para otros tantos como yo. 

viernes, julio 11, 2025

Sumisión

"Sumisión" es un libro demasiado francés y su primera parte es demasiado periodística. Cuando leo libros de autores ingleses o italianos o norteamericanos o alemanes, no los leo como libros ingleses, italianos, norteamericanos, alemanes. Los leo como novelas, simplemente. Con este me surgió esa traba. "Pero este entuerto es muy local, es francés de una Francia encerrada en sí misma, una Francia que aún se cree potencia, sin serlo", creo que eso pensé. Habla incluso de uno de los mejores ejércitos del mundo; ignora olímpicamente a la poderosa Britannia. ¿Con qué ropa?
Lo de periodístico es por la construcción que va haciendo de la realidad, una construcción al estilo de los reportajes de actualidad política.
La mejor parte comienza de la segunda mitad hacia adelante.
"Sumisión", en el fondo, trata del cambio de paradigma, de cómo la gente se rige por costumbres que si se van alterando inteligentemente no provocan reacción ni rebeldía. Es un llamado de atención a no comulgar con ruedas de carreta, aunque no quede clara la intención última del autor, a mi modesto parecer. ¿Es una denuncia contra el vencido cristianismo europeo, el vacuo y trasnochado humanismo europeo, o es bueno que surja algo "nuevo" que realmente es más viejo que el hilo negro?
Pero de otro lado, las bases especulativas que explican el proceso de cambio, con todo el peso intelectual de que hacen gala, adolecen de sentido común, son débiles, poco menos que infantiles.
El personaje es culto, cultísimo, descreído; diría que vive una depresión típica de un hombre ilustrado de la vieja Europa, aquel que puede vivirla a sus anchas, pues goza de envidiables bienes materiales: buen sueldo, excelente jubilación, magnífico automóvil, dinero para hospedarse un mes en un hotel de la campiña francesa, para disfrutar de excelentes comidas, vinos y licores; tiempo para hacer lo que quiera. Cosas que no valora en absoluto, que parecen no importarle. ¿Qué le importa a ese hombre hastiado? 
Vacío existencial. 
En un momento hace ver que la mayoría de los mortales no se hacen las preguntas esenciales, aquellas que les podrían dar sentido a sus vidas; solo se limitan a vivir la vida y punto. Y él, ¿hacia dónde pretende ir?
Parte polémica, controvertida, es su visión de las mujeres. ¿Quiso el autor inventar el personaje de un erudito profesor universitario, académico de prestigio que se acuesta con sus alumnas y las reemplaza año a año, al que se le enciende el apetito sexual con una chica de quince años y que se acuerda de su novia porque le movía el culito redondo, que trata a su madre, a la que apenas menciona en un par de líneas, de histérica y maldita puta, que reduce a las demás mujeres a una tarde de sexo que a él no lo hace gozar, a pesar de sus erecciones y su resistencia, y a ellas sí? ¿O hay algo del autor en ese personaje? Lo ignoro, porque si lo supiera, mi comentario sería otro. Ahora solo puedo decir que el personaje está muy bien logrado y que perfectamente podría hacerse odiar por las lectoras de esta novela francesa, que con toda razón se sentirán utilizadas, desvalorizadas.

sábado, julio 05, 2025

Ante todo, no desesperar

La vida -que no es más que el inexorable paso del tiempo, el consabido movimiento que ello implica, la suma de hechos que se presentan en el mismo instante, unos breves, otros duraderos- me regala ocasiones día a día para sumirme en la derrota, para alejarme del campo de batalla. A veces los problemas se anuncian escasos, a cuentagotas; otras, como hoy, se multiplican con la malignidad de un tumor de crecimiento descontrolado. 
Lo primero, ante todo, es no desesperar, me lo han enseñado los años; luego, beber una buena copa de whisky. Luego, esperar que pase el tiempo, sin desesperar.
Los chaparrones pasan, no por eso se puede cantar victoria; hay quienes se van con ellos, lo confirman las noticias.

domingo, junio 29, 2025

Bajo cero

Ya en la cama descubro que el sueño no me vence; afuera los termómetros marcan cinco grados bajo cero, adentro está agradable, entre 18 y 20 grados. Recién he apagado la estufa a pellet; es la una y cuarto de la mañana y la experiencia me indica que a la una y media, veinte para las dos, la cabaña estará helada y yo dormiré abrigado, a salvo del frío, con un guatero en los pies. Pero las cosas no se dan como había imaginado. 
A la una y media mi conciencia sigue alerta; le echo la culpa al consumo de alcohol, a las series con que cerré la noche, una de agentes del FBI que investigan crímenes seriales y la otra, de robots que hacen y deshacen con los humanos. No soy de los que sufren de insomnio, pero uno de vez en cuando estaría dentro de la regla.
¿Dormí entretanto? Algo me hace levantarme de la cama a escribir una fábula; si espero hasta mañana habré olvidado los aspectos básicos de la trama, los personajes, las palabras claves. Me siento en la mesita del estar, al frío; enciendo la lámpara y escribo. Son las dos y media.
Vuelvo a acostarme; el viento silba, no estaba en el pronóstico.
Trato de dormir. 
¿No es angustiante que el niño que cuido aparezca por detrás del sofá con una cabeza de olla? 
El viento aúlla, el frío arrecia. Un hombre está mirando hacia la cabaña, le sobresale medio cuerpo entre el pasto, al otro lado de la alambrada. No es el Soldadito, el trabajador que veo día a día. Se le parece, pero no es; este está más arreglado, tiene pinta de oficinista. Y mira. Y estudia. Calcula. Si lo alumbrara con la linterna, si le gritara... pasaría lo que tantas veces, despertaría gritando o echando manotazos. Ya es un avance que no lo haga, que solo sea el sueño el que me despierte.
El viento aúlla, abro el velador y encuentro los tapones, que me pongo en los oídos.
El termo eléctrico me juega una mala pasada, cae el agua de la ducha desde arriba al piso. El problema no está en la ducha, sino en el piso. El piso se mueve, el piso tiembla, el problema está en las profundidades de la tierra, no en el termo en sí mismo.

lunes, junio 23, 2025

Dos mujeres

Hace varios años, no menos de diez, fui testigo de un diálogo que esta mañana, leyendo una novela de Poli Délano, se me vino a la cabeza.
"Encontré el lugar ideal a pocos metros de la escalinata del Museo de Arte Contemporáneo..." fue la frase del novelista que despertó mi recuerdo. No puedo, antes de pasar a mis dos mujeres, dejar de deslizar un pincelazo sobre Délano. Cuando trabajaba en "Las Últimas Noticias", y a raíz de un desencuentro con mi jefa de entonces, fui a dar al oscuro pozo del turno de la noche, donde logré sobrevivir durante seis años. No me eché a morir; al contrario, decidí aprovechar las mañanas para estimular mi dormida vocación de escritor en un cibercafé del centro comercial Madrid, en la plaza Pedro de Valdivia. Uno de los libros de mi autoría que más quiero (porque los libros son como los hijos, se les quiere, se les cuida, se enorgullece uno de ellos o se lamenta en silencio de sus defectos) se gestó enteramente en dicho local; incluso uno de sus cuentos se inspiró en él, de tal manera que al final del día, como reza el lugar común, traduje el infausto hado como una oportunidad, un regalo de la vida.
Acabado el rapto diario de inspiración, de no más de una hora y media, solía trasladarme a un café restaurante ubicado a pasos del edificio, en plena esquina, al lado de la Hacienda Gaucha, donde ordenaba un expreso y un trozo de kuchen, casi siempre añejo. Todos lo llaman Café Hemingway, seguramente por el gran póster del escritor norteamericano que adorna uno de sus tabiques; pero que yo sepa, en el frontis no hay un letrero con su nombre, sino un gran número, el 511. En tales ocasiones veía sentado a menudo al escritor chileno, digo a Poli Délano, delante del póster de Hemingway, integrando un grupo masculino en torno a una buena conversación y unos combinados. Al fundirse su imagen con las de los demás habitués y la de Hemingway, esta se desdibujaba. Pero un día estaba solo, y entonces mi capacidad de concentración se volcó hacia él. 
Délano adoptó una forma de sentarse y de mirar acorde con los personajes de sus libros. Hacía chocar el hielo en su vaso de whisky doble, enviado a su mesa por quien parecía ser su amigo, el dueño, de lo que desprendí que el consumo era gratuito. Fue la única vez que estuvimos tan cerca el uno del otro y no voy a decir que se pareció al encuentro de Wittgenstein con Popper, porque la sola sugerencia me vestiría de arrogante y desatinado. Lamenté más de una vez el desaprovechamiento de esa ocasión; pudimos habernos conocido, habríamos hablado de literatura. La misma sensación me generó la partida de este mundo de Germán Marín, con quien sospechaba que había ciertas afinidades internas, o de estilo. Por esos días no sabía nada de Poli Délano, aunque lo ubicaba perfectamente. Lo hacía representante de esa prometedora generación de autores de los tiempos de la UP, como Skármeta, Dorfman, Manns y otros, aunque no había leído una sola línea de lo que había escrito, por lo que desde ese punto de vista mi acercamiento habría sido inadecuado, el de un odioso majadero que a toda costa debe ser evitado. En la mesa, que miraba hacia afuera del local, hacia la plaza, adoptó una postura escéptica, levemente amargada, pero decidida, la de un personaje de novela negra. Creo recordar que vestía una camisa floreada de manga corta y que una pulsera de oro rodeaba una de sus muñecas, así como un grueso anillo de oro uno de sus dedos. Puede que me equivoque; también conservo su imagen vistiendo una casaca de gamuza con flequillos en los brazos, señal de que no estábamos en primavera o verano. Su cuerpo grueso y compacto, de baja estatura, sus ojos claros, su pelo fuerte y su bigote recortado le otorgaban una guapeza innata; lo asocié con el físico y el carácter de mi tío Mario, una persona a la que admiré por su fuerza de palabra, su sentido del humor y su arrojo, todo muy en sintonía con la figura galante del Roto Chileno en contraposición con la del poeta lánguido y melancólico. No leía, no buscaba conversación con nadie; solo eran él y su whisky doble, que desde la caja mandaron rellenarle por segunda vez antes de que al cabo de un rato decidiera marcharse, de modo que el que vi no era de esos clientes que se rinden a los desafíos del día en la mesa de un bar. Hoy, a juzgar por los dos libros que le he leído, me felicito de no habérmele acercado. Perfectamente podríamos haber terminado peleando a combos, o yo esquivando uno de sus arrestos, así de apasionados se tornan sus personajes luego de haber bebido unas copas, me temo que son el reflejo de lo que en vida fue el escritor que admiró a Bukowski y al mencionado Hemingway.
Días después de escribir esta crónica, de lo que se desprende que este es un agregado ex post, me encontré con Poli Délano en uno de mis sueños. Era de noche en el centro de Santiago. Bajamos por el parque Balmaceda en dirección a la plaza Italia, rumbo a su departamento. Atravesamos una Alameda circunstancialmente vacía. Le dio por caminar por el centro de la amplia avenida; yo lo acompañaba preocupado, mirando hacia atrás. Por fortuna no vi focos de automóviles ni de microbuses. "Está jugando con la muerte", "está despreciando al destino", "parece demasiado confiado". Ya en la vereda, ante un edificio blanco, de los años cincuenta, se despidió con un "chao, Sergio", dándome la mano mientras miraba hacia otro lado. "Eso soy yo para él, asunto secundario".
Creo que me desmedí en el paréntesis. Ahora me da la impresión de que mis dos mujeres van a pasar a segundo plano; tal vez es mejor que así sea.
Paseábamos con Patricia por el Parque Forestal; era uno de esos domingos santiaguinos en que no se sabe si la luminosidad ha decaído por las nubes o el esmog. El cuerpo nos ordenó sentarnos; elegimos un escaño ante el frontis del Museo de Bellas Artes, cercano a la escultura de Rebeca Matte. En el banquillo adyacente se desarrollaba el diálogo al que he hecho mención. Una hija discutía con su madre. Se hacía evidente que tenía ganas de contradecirla en todo; era culpable de sus males, sus desdichas, infortunios, pobres decisiones. La madre no le iba en zaga. No solo le replicaba, sino también la culpaba de sus propios fracasos, todo en un tono amenazante por parte de ambas. A los pocos minutos se nos hizo claro que estábamos en presencia de la parodia de un drama, una repetición de la obra que con toda seguridad venían encarnando durante tiempos inmemoriales ante una platea vacía. Eran dos perdedoras, de eso no cabía duda; sus atuendos y sus palabras de limitado alcance dejaban traslucir un olor a estrechez económica, a pensión alimenticia, a casa de población, a pequeño y sombrío departamento céntrico, compartido día y noche por ambas, años de años.  
La hija escuchaba, o se hacía la que escuchaba con ansia los argumentos de su madre, solo para volver a contraatacar. La madre recibía con fruición sus venenosas palabras y parecía que la lengua viperina se le hacía agua al reaccionar con flechazos hirientes antes que comprensivos, pero no tan hirientes como para dar por cerrada la pelea -porque eso era, una pelea- sino hirientes en la medida de lo justo, hirientes para ocasionar daños leves, y sin embargo profundos.
No me nació el deseo de comentarlo con mi esposa; lo cierto es que me iba sintiendo intranquilo. Pensaba cuánto tiempo habían perdido esas dos mujeres en la vida; cómo el destino parecía estar ya escrito para ellas. Una dolorosa piedad, nacida ante la constatación de lo irreparable, de aquellas fuerzas desconocidas que destruyen las almas, se apoderó de mi espíritu.
Con el pasar de los minutos la discusión fue amainando. Los argumentos de ambas partes comenzaban a retrotraer a sus orígenes y ambas, al mirarse de reojo, se sentían fastidiadas, frustradas de no haber podido desenredar el nudo, pero sobre todo de no encontrar argumentos nuevos que le devolvieran la vida a esa pasión malsana.
No recuerdo si fuimos nosotros quienes nos levantamos primero del asiento o ellas; el hecho fue que asumimos que era hora de volver a casa.
La madre habrá tenido unos sesenta y cinco años; la hija unos cuarenta.

sábado, junio 21, 2025

El peso del dinero

He despertado con desasosiego tras un sueño del que tardé varios minutos en sacudirme, hasta que fue pasando, se fue mezclando con los demás hechos cotidianos de la mañana, fue perdiendo fuerza, no tanta como para quedar sepultado en la memoria ni para renegar de la tentación de pasarlo en limpio.
Caminaba por una vereda cualquiera cuando tomé conciencia de que a varios de mi equipo, de mi sección, de mi oficina, estoy que escribo de mi calaña, les habían hecho un recorte en sus sueldos. Ya había oído la noticia y no le había dado la importancia que merecía; ahora surgía diáfana, debería decir opaca, ante mi ser transitando una vereda.
Cañas, mi jefe superior, me salió al encuentro con sus brazos abiertos y nos dimos un gran abrazo. Yo ya era un ex empleado, me había jubilado "por la puerta ancha", de modo que nuestro abrazo sonó a sinceridad y a un afecto recíproco.
-¿Ya te dieron la noticia?
-No. Algo he oído. ¿También estoy entre los afectados con la rebaja de sueldo?
-Sí.
-¿Es una rebaja importante?
-Sí, lo lamento.
-Ahora me las tendré que arreglar como sea.
-Lo siento. Pero no desesperes; mándame una solicitud.
Quizás recuerdo tan bien el sueño por el giro prometedor que empleó el representante de la empresa, Cañas. Mándame una solicitud. Textual. Me lo dijo mientras se alejaba, dejándome solo en la calle.
Comprendí que el recorte involucraba una inyección de esperanza: me quitan cien y me devuelven setenta; vaya, no es tan malo después de todo, aunque me seguía pesando la jugada maestra.
En el sueño no lograba discernir que ellos ya habían dejado de ser dueños de mi sueldo, que no dependía de ellos subírmelo, mantenérmelo o bajármelo. El sueño, pues, tenía a otro destinatario como enemigo. Capté, mientras me preparaba el desayuno, que se acercaba el recálculo anual de mi pensión, pero sobre todo, lo mucho que pesa el poder del dinero en mi estado de ánimo.    

jueves, junio 12, 2025

El último eslabón de la Jec

Los pueblos suelen subvalorar, por no decir compadecer, menospreciar o hasta despreciar a sus hijos anómalos, pero dicta la casualidad que a la hora de iniciar el viaje al más allá los recuerdan, los aprecian, los homenajean. Es como si en ese momento la gente reconociera una deuda invisible, una grandísima culpa ante esos personajes insanos, deschavetados, de los que cuántas veces se mofaron. Me viene a la memoria el caso de Juanito, el ermitaño de Las Chilcas, un pobre hombre que entró en conflicto consigo mismo y en venganza decidió quitarle el saludo al mundo, recluyéndose durante años en una cueva a la orilla de la Ruta 5 Norte. Pues bien, no hizo más que morirse para que el cercano pueblo de Llay Llay, que alguna vez lo tuvo entre sus hijos, se desbordara para despedir sus restos, con la iglesia a tope. Lo afirmo con conocimiento de causa, ya que ese día me tocó reportear ese funeral para el diario al cual le prestaba mis servicios. Valga esta pequeña introducción a propósito del deceso de Matilde Marchant, noticia que me llega a través de mi primo Miguel, quien la recogió de las redes sociales.
Matilde Marchant es un nombre que no me decía nada hasta... que vi la imagen de Sonia la Única, acompañada de un breve mensaje de Facebook en el sitio "Fotos Rancagua Antiguo".
"Nos informan que ayer miércoles 11 de junio, lamentablemente falleció la señora Matilde Marchant, quien siempre vendía números de la lotería a la salida del Banco Chile de Independencia esquina Campos...", dice el mensaje.
Un breve paréntesis. Pocos recuerdan hoy que Sonia y Myriam fue un dúo de hermanas, oriundas de Valparaíso, que triunfaron con sus canciones en Latinoamérica en los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Hacia el final de su carrera, disuelto el dúo, Sonia continúo lanzando éxitos en solitario con el nombre artístico de Sonia la Única. En honor a ella, Matilde Marchant fue bautizada por los jecistas rancagüinos como Sonia la Única, cuando los años sesenta entraban a su segunda mitad. Según la tesis de mi hermano, Víctor, el apodo surgió porque le gustaba cantar en las reuniones que tenían lugar en el viejo pero acogedor edificio de la Juventud de Estudiantes Católicos, Jec, en la esquina de las calles Estado y Campos, edificio que disponía de salas de reuniones que confluían en un salón de actos coronado por un escenario y al que al fondo, o detrás de la pared del escenario, se le agregaba un patio que hacía las veces de cancha de baby fútbol y de sitio para fiestas al aire libre. Allí, junto con todos nosotros, Sonia la Única vivió sus días de gloria.
¿Quién era, o más bien -penoso es confesarlo- qué era Sonia la Única para los jóvenes jecistas de entonces, frutos rancagüinos de una semilla esparcida en todo Chile años antes por el Padre Hurtado, merced a la notable mediación del cura Miguel Caviedes? 
Un bicho raro. Pero simpático. Querible. Una muchacha de nuestra edad, tal vez un poco mayor que algunos de nosotros, con un ligero retraso mental y un estrabismo perceptible de lejos, que no se nos parecía en nada. Nosotros estudiábamos en el liceo o en la escuela técnica; ella no iba al colegio. Nosotros proveníamos de familias de la clase media, familias bien establecidas en su mayoría, familias con papá y mamá, familias con casa propia o arrendada; de ella no se sabía mucho. Nosotros éramos normales; ella era anómala. En suma, no era de los nuestros, pero compartía siempre con nosotros, hombres y mujeres, ya que la Jec en cuanto a género era un movimiento mixto. No participaba de las citas privadas a corazón abierto, en las que confesábamos nuestros miedos y esperanzas con el telón de fondo de la lectura de los evangelios y una once con quequitos horneados por las chiquillas en sus casas. No estaba incluida en esas ni en otras reuniones especiales, muy a su pesar, porque no era socia, no era miembro oficial, por llamarlo así, ya que esas categorías no existían, en la Jec era todo tan abierto e informal que a nuestra corta edad, catorce, quince, dieciséis años, hasta nos dejaban fumar. Excluida y todo, la Sonia rondaba, sapeaba, se apegaba cuanto fuera posible a los encuentros organizados por el padre Caviedes y el frater Nano Muñoz, y qué decir de las misas, donde se ubicaba en las primeras filas. No era una de nosotros, pero formaba parte de la Jec. En palabras simples, era algo así como una oyente de la Jec. Y todos la aceptábamos, la respetábamos y la queríamos, asumiendo la línea divisoria, menos ella que nosotros.
El tiempo fue pasando; la Jec se desintegró dentro de la misma oleada que desintegró al país. El sentimiento cristiano trocó por el sentimiento revolucionario, lo que conllevó naturalmente la consecuencia de que no surgieran camadas nuevas, consecuencia derivada de la realidad palpable de un proceso desgastado. Los jecistas veteranos, a esa altura exjecistas, se vieron enfrentados de pronto al dilema de los estudios superiores o del trabajo, y cualquiera de esos desafíos cuesta un montón, suponen dolores de cabeza, ingratitudes, cargas desconocidas hasta entonces, sin mencionar los resultados que conlleva el matrimonio, con hijos que toman leche, se enferman y llegan a la casa con una desmedida lista de útiles escolares en el mes de marzo. 
Así, como es natural, los ideales de juventud se fueron olvidando, esfumando en el mar de los recuerdos. De modo que la Jec pasó a ser en Rancagua un sentimiento de nostalgia, la fragancia lejana de un día que fue mejor, el día de una adolescencia alimentada por el deseo de hacer el bien y ayudar, compartir con el prójimo. Cada año, luego cada dos, tres, cinco años, se levantó un campamento de fin de semana coronado con una misa oficiada en la ladera de un cerro doñihuano por el padre Caviedes, en la que los exjecistas volvíamos a ser jóvenes y en la que Sonia la Única era cuasi organizadora, mensajera de la buena nueva con semanas de anticipación y participante fija.  
Para nosotros pasó a ser un lindo recuerdo que se fue desdibujando con los años, la Jec. ¡Qué tiempos, hermano! Para la Sonia se convirtió en una sagrada obsesión, en el ancla de una vida de sufrimientos y miserias, en el puente de los olvidadizos e incomunicados.
-¡Hugo, Hugo!, me gritaba desde su puesto de venta de boletos de lotería, en calle Independencia, al divisarme de lejos. Por esos días, en mis visitas a Rancagua, mi ciudad natal, yo solía pasear con mi tía Mireya; nos gustaba recorrer las calles céntricas, terminar el paseo en un café y luego volver a almorzar a la casa de calle Ibieta, sinónimo de días de infancia. La Sonia sentada en un piso y nosotros de pie; ella gorda, desaseada, con un bigotillo bajo la nariz y la visible ausencia de varias piezas dentales, deploro describirla de esta forma pero mi estilo me obliga a hacerlo; nosotros limpios, decentemente vestidos y con nuestras caries tapadas, conversábamos algunos minutos, acercamiento al que yo ponía fin cuando le depositaba un billete en sus manos; esto no lo digo por ostentar de generoso, sino porque con el tiempo su llamado a grito pelado me sembró la duda de si era para darme las noticias que siempre me daba, relacionadas solamente con la suerte que vivía uno u otro jecista, o para recibir una propina por dármelas, así de desconfiado me he ido poniendo con los años.
Los encuentros se espaciaron cada vez más y las noticias fueron cambiando. Los nacimientos de hijos se transformaron en nacimientos de nietos; los matrimonios en separaciones, los triunfos laborales en jubilaciones, la fuerza en enfermedades; la vida, en muerte. Últimamente debo confesar que al divisarla a la distancia atravesaba la calle, creyendo advertir con el rabillo del ojo cómo su cara parecía voltearse hacia mi evasiva figura. La verdad es que ya me importaban bien poco sus historias. 
El movimiento se había disuelto a su pesar; Sonia la Única agarraba los hilos que quedaban y trataba de unirlos, sin éxito. Estaba escrito que las parcas que vigilan a los humanos desde lo alto algún día le tenían que cortar el suyo. No estaba en el plan de los dioses, sin embargo, que de paso se llevara a la tumba lo poco y nada que quedaba de la Jec. Eso fue lo que se sumó al obituario el pasado 11 de junio.  

lunes, junio 09, 2025

Morning has broken

Las palabras al vacío han quedado atrás; la noche y su manto de incertidumbre han dado paso al día luminoso. Hecho el aseo, hecha la cama, ejercitado el cuerpo, consumido el desayuno, lavada la loza, leídas las noticias, pasado por el baño, le das la cara al mundo. No más abrir la puerta de la cabaña te invade una sensación de optimismo, ya sea esté lloviendo o haya sol, como es el caso de esta mañana, un sol que apenas eleva el termómetro a los dos o tres grados Celsius. La mañana rompió hace rato; para ti rompe ahora, y una bandada de cientos de loros te acompaña desde arriba. Montados sobre las ramas de los árboles gigantescos que limitan con la parcela del frente, de pronto alzan el vuelo ante una orden invisible y oscurecen el cielo entonando un coro hitchcockiano.
No puedes dejar de pensar, por efecto comparativo, en lo escuchado hace cinco minutos a través del celular; esto es, inmediatamente antes de abandonar la cabaña para dirigirte a leer y degustar un buen café en la biblioteca. Tú te levantas optimista, todo lo alegre que puedes llegar a ser, y ese pobre hombre del que has escuchado su historia se levanta para seguir muriendo, resignado y resuelto en acabar con su vida. ¿Cómo estuvo su fin de semana, Pauli? Muy bien, don Sergio. ¿Cómo están los nietos? Muy bien. ¿Y la Cata? Muy bien, aprobó el semestre y salió a celebrar el sábado, pero ya no se acostumbra al carrete, ahora llega a la casa y se pone a estudiar. ¿Y Rolando? Ese no tiene vuelta, don Sergio. El otro día llegó a vernos a la casa y cuando le abrí la puerta me dio susto, está re flaco. ¿No está viviendo con ustedes? No, ya no, ni sé dónde vive; hasta perdió el trabajo. Imagínese que cuando salió del hospital lo fueron a buscar de la constructora para que siguiera trabajando con ellos, y no hubo caso. ¿No sería mejor que viviera con ustedes? No. Cuando con la Cata salíamos a trabajar y los niños estaban en el colegio lo pillamos que entraba amigos a la casa y se largaban a tomar. Nos dio susto por los niños; entonces le quitamos la llave de la reja, eso sí que le dejamos la de la puerta, pero ya no viene. Yo creo que se va a morir ligerito, él se lo buscó.
Alabado sea el canto de los pájaros, como si fuese el primer canto; alabada sea la mañana, como si fuese la primera mañana de la creación. Escribes esto porque en tu auto suena el tema, no en la voz de su autor, Cat Stevens, sino en la de Roger Whittaker, no sabes a ciencia cierta si fue la coincidencia de oír esa canción al salir de la cabaña la que te impulsó a escribir estas impresiones o fue la contradicción entre las mañanas que rompen de manera diferente para cada una de las almas bendecidas por el creador, la tuya y la del pobre Rolando, por ofrecer un ejemplo.
La voz de Roger Whittaker te fue regalada por la radio El Conquistador y su programación de los tiempos de oro de Lorenz Young, o Lawrence Young, voz original de "Solos en la noche". Por esos tiempos solías esperar con cierta ansia la "Reunión musical selecta" para disfrutar de un género que tomaba la posta de la música rock en tus oídos, a la vez que gozar del tono grave, sereno, ausente de emoción y por lo mismo, inolvidable del presentador de dicho espacio, Hernán Belmar. De Whittaker encontraste el cd con sus grandes éxitos en la Feria del Disco y te lo llevaste a casa, donde fue repudiado por tu familia, lo encontraron almibarado, aburrido, pasado de moda; tú tratabas de tocarlo en las grandes reuniones y saltaban las pifias, parecidas a las del programa que hasta hoy repite esa radio en las horas previas a la Nochebuena, con música navideña y la voz grabada de Young para darle cuerpo a los "Soliloquios de Belén", de Giovanni Papini, es increíble como el tiempo puede ser eterno en la radio.
Otro día lo llevaste a la casa de tus padres y tu padre se sorprendió, emocionado, hasta recuerdas el suspiro que lanzó, al oír Mammy blue, que figuraba entre los temas.
Ya no estás escribiendo cuentos, ni siquiera crónicas; ahora te ha dado por las impresiones casi fotográficas de los hechos que te acontecen cada día, como si eso tuviera alguna importancia. O es tu sensación; tal vez no sea tan cierto, tal vez las tramas de los cuentos duermen y broten a la luz cuando acabe este invierno, que ni siquiera ha comenzado...

viernes, junio 06, 2025

Recital de piano

Liszt se escribe así, con ese zeta, pero cuesta un mundo memorizarlo. Años atrás, el editor Andrés Braithwaite, a la vez que amigo de Bolaño un maestro en el arte de la rigurosidad y la corrección fina, se acercó a mí y me preguntó cómo se escribía Liszt. Alguien le había contado de mi afición por la música clásica, lo que a sus ojos le otorgó a mi persona el carácter de fuente confiable, por supuesto que inmerecidamente, ya que apenas sintió mi vacilación detectó sin dramas de ninguna especie que me había pillado en falta; después de todo no era importante, para eso estaban los libros, la internet, tanta otra fuente verdaderamente confiable, aunque nunca se sabe, dicen que se han visto muertos cargando adobes. El hecho es que como nunca me lo había preguntado yo mismo, como nunca me había visto en la necesidad de escribir su nombre en alguna de mis crónicas, me rendí ante el apellido del húngaro con un "no estoy muy seguro, creo que es...", "no importa -me salvó él mismo- ya lo averiguo". Para mis adentros quedé como la carabina de Ambrosio; era mi oportunidad de elevar mi status ante su figura y calculé que pasaría demasiado tiempo antes de tener otra, como ocurrió.
En algún momento del concierto tuve que haber pensado en eso, en escribir sobre eso, porque para empezar, percibí que llevaba muchos días sin tirar las manos y para seguir, el concierto me estaba resultando algo aburrido. No es que Liszt sea aburrido, es que a mí no me enciende su música, como me enciende la de Chopin, la de Schubert, hablo de piezas para piano, de lieder. El año antepasado "La bella molinera" me arrancó lágrimas en este mismo teatro, lo confieso sin vergüenza y sin alarde alguno de sensibilidad; lo confieso como un hecho de la causa. Las cuatro baladas de Chopin me hacen sentir, especialmente la número dos. Liszt, en cambio, con sus malabarismos, distrae y dispersa mi mente entre naderías. Lo vi de pronto redivivo; el pianista Goran Filipec transfigurado en el huesudo maestro de pelo largo hasta los hombros, arrancando suspiros a las damas del Teatro del Lago, que inconscientemente disputaban su talento para llevárselo a la cama. Las manos de Liszt se cruzaban entre las teclas con romántica vehemencia; duró un par de segundos aquella fantasía hasta que volví a ver la cara, las manos de Filipec, y la añoranza por el maestro original derivó en la constatación de que el sonido del piano, a pesar de ser un Steinway & Sons, era de lo más chicharriento, de lo que surgió el viejo dilema del huevo o la gallina; mas, como lego en estas materias, no sabría dilucidar si es el pianista o es el piano; o si es el piano o la partitura; el asunto es que prefiero mil veces la aparente sencillez, la melodía de Schubert, y la melancolía, la pasión de Chopin sobre las filigranas de Liszt. O es que no lo he logrado entender y deba darme a la tarea de estudiarlo. 
Me decía esto mientras asumía los puntos buenos del momento, la tibieza del teatro, la salida nocturna de mi cabaña, tan rara en mi nueva vida sureña, la sensación de estar acompañado de otras almas; me decía esto mientras, nuevamente durante el paseo de la mente, se me presentaba la figura del cuidador del estacionamiento, hombre de gafas que espera el final del concierto al aire libre entre los autos, bajo la helada que se deja caer por estos días, para agradecer con humildad la propina voluntaria que justificará su desafío al frío y que escasos conductores le otorgarán por su servicio.
Este es un gran teatro, no tiene nada que envidiarle a los mejores de Chile y del mundo; ha recibido a directores y artistas de la talla de Helmut Rilling, Valery Gergiev, Diana Damrau, Yo-Yo Ma, Vladimir Ashkenazy, Paquito D´Rivera, Verónica Villarroel; pero hoy por hoy está dejando que desear, no se vaya a transformar en un elefante blanco, con cuántos teatros regionales no ha pasado antes algo así; el oro cuando se acaba hace brillar y desvencija las butacas.
Había entrado levemente entusiasmado, media hora antes del concierto, para echar una mirada a la gente; me gusta ver las caras de los asistentes, los trajes con que van vestidos, me gusta oír sus saludos, sus conversaciones, me gusta diferenciar a quienes van para aprender, quien van para verse, quienes van por interés musical; sobre todo me gusta esperar la función con una copa de espumante en la mano al módico precio de cuatro mil pesos, me recuerda esa copa que bebí en el intermedio de Tristán e Isolda en el Metropolitan Opera House de Nueva York, obnubilado por el peso del programa, de las luces y del teatro, días pasados hace ya casi diez años, me parece que fue ayer. 
Lo que no me gusta ver son hileras vacías, presagios de la irrupción silenciosa del elefante blanco; nadie quisiera ser testigo de la demolición de un sueño.
A la salida del concierto el azar me permite conocer a la suegra del portugués Joao Aboim, director artístico de la Fundación Teatro del Lago. De baja estatura, ella es una chilena del sur, sencilla y de muy agradable trato. Le cuento que echo de menos una temporada artística acorde con la grandeza arquitectónica del edificio emplazado en la costanera de Frutillar. Ciudades con menos pedigrí musical la tienen. Me responde, con una sonrisa tímida, lo mismo que acabamos de constatar en la sala. "No hay gente para algo así... la gente no viene".   

miércoles, mayo 28, 2025

Un ejército de riñones

De casualidad, por estos días el riñón se ha convertido en un punto de encuentro que da lugar a comentarios, preocupaciones, averiguaciones, exámenes, depósitos bancarios, recuerdos, asociaciones, oraciones nocturnas. Me doy cuenta de algo que había dejado pasar durante toda la vida: estoy rodeado de riñones, acorralado por un ejército de riñones. Adonde sea que dirija la vista hay un par de riñones que aguarda, escondido, invisible, la menor oportunidad para hacerse presente. 
Si le concedí gratuitamente varias horas a esa reflexión, antes de retomar el texto que ahora le da vida, fue para detectar ciertos detalles de forma y de fondo. El tono en que está escrita, por ejemplo; un tono que oscila entre lo dramático y lo ridículo. Es difícil determinar, en efecto, dónde quise llegar con esas palabras. Porque si se da por cierto que la cabeza no toma conciencia de las cosas hasta que las cosas comprometen de algún modo su existencia, como sería el caso de una patología renal en el cuerpo de un familiar o un amigo, es innegable que las cosas obvias se dan por sentadas; esto es, que todos los vertebrados poseen riñones y que los riñones están propensos a presentar problemas algún día. Entonces, o lo uno o lo otro, y de allí no salgo.
Los problemas, los dolores, una vez acusados, parecieran ir mermando por el único hecho de ralentizarse dentro de la conciencia. La conciencia termina por aceptar la realidad y con ello, minimizarla. Hasta la hora de la muerte se puede sentir sin grandes angustias, si media demasiado tiempo entre su anuncio y su materialización. Nada mejor para los familiares que tenerlo todo dispuesto de antemano, cosa de evitar infelices decisiones de última hora, préstamos usureros, llantos operáticos.
Además está el caso del hígado. También estamos rodeados por un ejército de hígados, pero eso no parece tener la menor importancia en esta hora; la existencia del hígado en el cuerpo humano es una perogrullada que se le escapa a la conciencia, de allí que lo mejor sería ir cerrando esta reflexión.

miércoles, mayo 14, 2025

Julchus, el amigo flemático

Mi amigo Julchus heredó su apodo de mi primo Julchus, fallecido prematuramente a la edad de 21 años, hace más de cincuenta años. En aquella época estaban de moda las películas de gladiadores; lo bauticé como uno de ellos y así se ha mantenido hasta nuestros días.
Julchus el de ahora no se le parece en nada, salvo en el nombre Julio. El primero, Julio César Mardones; el segundo, Julio Frank Salgado. El primero, avasallador, extravertido, gracioso, impulsivo, desinteresado. El segundo, razonador, frío, obsesivo, iluso, soñador. Del primero ya he hablado en entregas anteriores y especialmente en mi último libro, que trata de mis vivencias de infancia y adolescencia. Del segundo publiqué hace tres décadas en el diario al que prestaba mis servicios una crónica titulada "Fueron tres amigos, fueron", donde intenté retratar -junto a la personalidad de quien habla y de la del tercer miembro del grupo, Alexis Jéldrez apodado Turangalila- la naturaleza enigmática de Julchus, a la vez silenciosa, evasiva, rigurosa y entregada a su pasión eterna: la radiotelefonía. Esta vez solo añadiré un par de anécdotas de su vida actual, en el entendido de que jamás leerá este blog, pues de hacerlo es posible que las desautorizara y me pidiera suprimir la historia.
Tuve el placer de recibirlo unos días en mi cabaña de Frutillar. Su madre acababa de fallecer después de una larga convalecencia; intuí que él, su hermana y su sobrina se sacaban un peso de encima y que Julchus merecía unos días de descanso en el sur de Chile, de manera que lo invité, aceptó y estuvo acá casi una semana.
Es difícil hacer y mantener una amistad. Del amigo se esperan muchas cosas porque, como se sabe, la amistad es gratuita y no demanda una visita previa al registro civil ni a la notaría más cercana para vivirla ni papeles que demuestren consanguinidad. De allí que las amistades nazcan y mueran en poco tiempo, digo las amistades que no pasaron la prueba de la constancia, la afinidad de intereses, el respeto mutuo, las diferencias individuales. Aun así, aquellas que le ganaron al paso del tiempo, de los años, pueden fallecer de imprevisto infarto o de lento cáncer, aplico infelizmente ejemplos de la medicina a este sentimiento. Yendo al caso de Julchus, la nuestra se ha tratado de una amistad con un bache de varias décadas en las que simplemente no nos hablamos, no nos escribimos ni nos vimos. Amistad frágil, pudiese llamarse.
Ya que me enfrasqué en el tema de la medicina, he de apuntar que Julchus sufrió hace un tiempo un grave problema de salud que lo tuvo entre las cuerdas y que ya parece estar superando. Esa noche disfrutaba en La Mesa Tropera de su primera cerveza en meses y cometí el error de recomendarle una de siete grados de alcohol. A los quince minutos quedó atrapado en el asunto que le quitaba el sueño en las últimas semanas. No lograba salir de la historia; no bien la terminaba de relatar, inevitablemente empezaba a contarla otra vez, poniendo el énfasis en un punto diferente al anterior, para que no se notara la repetición. Confesaba un problema de carácter sentimental, pero en ciernes; casi no calificaba como problema, más bien parecía un caso de expectativas desmedidas, de timidez o de excesiva caballerosidad hacia la contraparte, la que estaba entregando muy pocas señales como para hacerse la ilusión de un encuentro mayor, a juzgar por lo mismo que él declaraba. 
Más que aburrido, exasperado, corté de raíz su relato y le pedí con brusquedad que se me antojó similar a la de un patrón de fundo que cambiáramos de tema, porque así no llegaríamos a ninguna parte. Mi exabrupto lo cohibió y guardó silencio. Creo recordar que me ofreció disculpas; le comenté que no tenía por qué ofrecerlas y así salimos del embrollo. Al día siguiente bromeaba con la cerveza que había bebido por sugerencia mía, aunque noté que a la menor insinuación de mi parte sacaba a relucir de inmediato su "historia de amor". Tratábase de una joven inmigrante, bastante buenamoza, a juzgar por la foto que me enseñó esa noche de cervezas, una joven que había cuidado profesionalmente a su madre las últimas semanas de su vida, lo que conllevaba relacionarse de un modo u otro con los demás habitantes de la casa; a saber, Julchus, su hermana y su sobrina. En cuanto a esta última, no desempeñó un rol especial en la historia, porque entraba y salía del hogar. La hermana de Julchus, sin embargo, fue adoptando una actitud renuente hacia la enfermera, a la par que severa hacia Julchus. Parecía darse cuenta de los escarceos de mi amigo y de las ambigüedades de la mujer. Cuando intenté ahondar en la situación percibí que no había más que eso, escarceos y ambigüedades, y que en torno a tan escasos e irrelevantes datos podría haberme pasado la noche entera oyéndolo.
Reflexiono a mi pesar, hoy de nuevo solo en la cabaña, sobre un defecto personal que no se me ha quitado con la edad, digno de ser revelado en una visita al confesonario, pues claramente desde el punto de vista de la doctrina cristiana se trata de un pecado. Este consiste en mirar en menos a quienes están en una situación inferior a la mía, tanto en lo económico como en lo intelectual, siempre y cuando la vida nos disponga en el mismo nivel. Lo disfrazo tan bien que muchos me agradecen el trato que les doy; ignoran que agradecen una supuesta generosidad basada en la suficiencia y me temo que inconscientemente en el desprecio. La otra cara del mismo pecado se da en el temor reverencial que me inspiran las personalidades poderosas, de allí que a las personas que tal vez más admire sea a aquellas que se comportan igual con ricos y pobres, con ancianos y niños, y con sus similares; o sea, personas que son siempre ellas mismas, sin dobleces.
Mientras paseamos por la costanera de Llanquihue, o quizás cuando desayunamos en la cabaña o estuvimos sentados en nuestros sillones al caer la tarde, en una de esas ocasiones, para el caso da lo mismo, exceptuando la constatación de pérdida de memoria fina de mi parte, Julchus me narró un cuento magnífico, un episodio de su vida que se le había fijado en la mente y que sacó a flote seguramente porque en ese momento se sintió en confianza.
Es sabida su afición por la hípica. La hizo suya a través del respeto que le generaba su señor padre, un alemán grandote que lo llevaba a las carreras y que de un día para otro se apartó de su vida cuando su alma y su cuerpo se unieron a la de una mujer más joven que su esposa, la madre de Julchus, la madre recientemente fallecida. El padre de Julchus era un técnico electrónico y su carácter no parece haber sido demasiado efusivo, más bien al contrario, me lo imagino templado como Julchus, aunque dudo que esa característica de estar preparado para sufrir una traición, que ennoblece a mi amigo, haya formado parte de su carpeta de particularidades. De pronto me he puesto a hablar de un caballero, el padre de Julchus, que pasó hace rato a mejor vida; esta es una historia que se parece mucho a las historias de fantasmas, en cuanto a gente que se aparece de entre las tinieblas, no que lo hace para causar terror; desde hace un tiempo he tomado conciencia de que me estoy acostumbrando a contarlas.
Aquella tarde del cuento magnífico había terminado mal en el Club Hípico y Julchus se sentía apesadumbrado; el historial del programa, examinado rigurosamente, le había indicado que su caballo tenía grandes posibilidades de ganar la carrera siguiente, a pesar de que ningún apostador parecía advertirlo, a juzgar por la cantidad que pagaba el ejemplar, más de treinta veces por apuesta. Julchus además había estudiado a su caballo en el paseo preliminar; lucía brioso, lo que selló su decisión: fue a la boletería, le jugó sus últimos cien pesos y se dispuso a ver la carrera, más bien a gritar la carrera, como todos los presentes, desinhibidos al igual que los asistentes a un concierto o al estadio. 
El caballo no anduvo ni por las tapas. Julchus, desilusionado consigo mismo, no con el noble manco, arrojó el boleto al piso y se marchó. Iba saliendo cuando la pantalla lo atrajo con la repetición de la carrera: su caballo había entrado por los palos, él no lo había visto, y había ganado la carrera por dos cuerpos. ¡Julchus tenía razón, su instinto de jugador no le había fallado! ¡Cómo pudo dudar un segundo de su animal!
Conque ahora se trataba de hallar el boleto en el piso, uno de cientos botados por jugadores desencantados, hombres que acudían día a día al templo de la ilusión en búsqueda de un milagro que devolviera sus esperanzas al carril de la niñez, cuando todo era imaginable, posible y mágicamente fácil de conseguir. 
Abro un paréntesis en este cuento para subrayar la apuesta de Julchus: cien pesos. Para quien no viva en Chile o para un lector distraído, cien pesos chilenos son cien pesos, el equivalente a la moneda que se le da a un cantante del Metro o al malabarista de la esquina. Yo mismo el verano pasado cometí el error, a falta de más monedas, de obsequiarle dicha cantidad a un bombero de la bencinera, luego de rellenarme el estanque. "¡Gracias, jefe, que Dios se la multiplique", me dijo, irónico. Y hasta mi mujer reprobó mi ocurrencia.
De modo que tenemos a Julchus buscando su apuesta de cien pesos entre montones de papeles arrugados en el piso, aplastados por cochinas suelas de zapatos, mezclados con colillas de cigarros y, me cuesta decirlo, flemas arrojadas por la boca.
Pero ese día la diosa fortuna acompañaba a Julchus desde la cima del monte Olimpo, porque de pronto sus ojos se fijaron en un papelito que sobresalía de todos, radiante como la primera bailarina del Lago de los cisnes: era su boleto, su mínima apuesta que el azar multiplicaba por treinta y pico de veces, digamos cien pesos convertidos en 3 mil 400 pesos, por dar un ejemplo que se acerca bastante a la cifra real, suponiendo que el caballo pagó 34 veces.
"Lo increíble, Huguito (así como yo lo llamo Julchus, él me llama Huguito), fue que se dio la casualidad de que el boleto estaba al derecho y no al revés, y así pude identificarlo y partir a cobrarlo a la caja", sentenció con los ojos y la cara entera cubierta de alegría, algo no tan propio de su personalidad flemática.
El uso que le dio al premio entraría en un mar de especulaciones improcedentes pues, de lo que me dejó esa conversación, ni él mismo recodaba en qué se lo gastó.

domingo, mayo 11, 2025

Novela

De nuevo en Frutillar, tras largos días en Santiago, el Valle del Elqui, Las Cruces. Atrás quedan la familia, los amigos, la renuncia a la dieta alimenticia y el gin con gin al atardecer. La rutina cambia, el paisaje cambia; la conversación es reemplazada por un silencio introspectivo; las agradables sobremesas por la lectura, la música y la compañía de los pájaros.
Estos quince, veinte días que salí de Frutillar inocularon vejez  a mi cuerpo, sensación de decadencia física. Lo hablamos con mis amigos durante una caminata a la playa; recuerdo perfectamente el momento, hasta el tiempo que hacía, que era frío y nuboso. Les conté que me sentía más viejo, que estaba más atento a los males que acechan al organismo a la vuelta de cualquier esquina, les dije que algunos males ya estaban enviando sus señas, las que me tenían molesto. Ellos confesaron sus propios achaques y seguimos paseando hasta llegar a una zona en que las olas rompían contra unas rocas negras, echando espuma y metiéndose sobre la arena dorada por un ancho canal. El mismo paisaje de monótona belleza se ofrece allí desde hace cientos de miles de años, y tres seres humanos lo contemplaron y disfrutaron durante unos minutos.
Hablábamos de gente conocida; constatábamos que habían muerto casi todos. Y sin embargo nos sentíamos felices de compartir ese instante.  
Cuando repaso mis escritos y me topo con alguno que asevera que estoy viejo o que me siento viejo me da un poco de vergüenza. Descubro que mi vida se parece a una queja; que he gastado demasiado tiempo en andarme quejando. Lo descubro tardíamente, ahora que realmente estoy entrando a la vejez.
Desearía comenzar mi última novela con esas palabras. La escribiría en primera persona, señal de compromiso, tal como la tercera persona señala distanciamiento, pero no estoy seguro de que su tema se trataría completamente de mí. Creo que se me da lo autobiográfico, pero me tienta el desafío de la ficción.

miércoles, abril 30, 2025

Segundo libro

Llevo varios meses corrigiendo el texto de mi próximo libro, de allí la escasez de entregas en este blog. Ofrezco mis disculpas, si cabe hacerlo. Corregir es tal vez el trabajo literario fatigoso que más disfruto, fuera de aquel que implica la creación de la obra propiamente tal (el momento en que se le da sentido, el momento en que de la nada surge algo). No pocas veces me he levantado de la cama, agitado por la inspiración, para cambiar o agregar algo del trabajo creativo del momento. Intuyo que el giro preciso que ha brotado en la comodidad del lecho debe quedar estampado en la libreta de apuntes, de lo contrario a la mañana siguiente lo habré olvidado. Me vuelvo a acostar, y entonces, en un nuevo rapto de genialidad, surge otra corrección, y vamos levantándonos de nuevo. Finalmente, ya tranquilo con mi conciencia de escritor, me entrego a los brazos de Morfeo. No se crea que esto que narro es habitual; me sucede muy de vez en cuando, la mayoría de las veces tecleo y quedo conforme con lo escrito... hasta el momento de la ineludible corrección.
La primera señal de verdadera inspiración la sentí alrededor de los dieciocho años. Nunca había escrito nada que pudiese ser llamado ficción con propiedad. Serían las once de la noche y me hallaba acostado en mi dormitorio, en Rancagua, con la luz apagada. De pronto me sobrevino una especie de fiebre, una agitación incontrolable que me hizo sudar. Era, con todo, una emoción agradable; era como un soplo de vida que me llenaba los pulmones. Sin que mediara una explicación racional, había ideado cinco cuentos, y recuerdo que sentí que debía escribirlos, que no podía dejar de escribirlos, que tenía que escribirlos apenas me levantara al otro día. Y efectivamente, apenas desperté al día siguiente me senté ante la maquina de escribir y me di a la tarea de llevar los cinco cuentos al papel. Los titulé "Relatos breves y descabellados" y constituyen la base de buena parte de mi obra literaria (sé que estoy pareciendo algo pedante, sobrado, aun soberbio al contar lo que estoy contando, pero lo que digo con las palabras que digo, lo digo porque lo siento de verdad). Se trataba, desde luego, de narraciones de aficionado, pero había algo mío en ellas. Allí estaba mi estilo, para bien o para mal.
Como he manifestado más de una vez, hay ciertos relatos que por más que los corrija siguen siendo pobres, débiles, mediocres. Leídos meses más tarde de la "corrección definitiva", sus fallas surgen como un ventarrón a la vuelta de la esquina que nos echa a la cara ráfagas de bochorno. Los llamo relatos malditos, y lo peor es que cada cierto tiempo retornan a mi mente, para desafiarme. Ahora sí, me digo, ahora sí que le agarré el hilo. Y comienzo otra vez.
El nuevo libro se titulará "Parábolas del dr. Vicius. Segundo Libro". Es la nueva versión de mi primera obra, publicada hace 25 años, cuando no cumplía los cincuenta y mi sangre aún bullía de pasión, resentimiento y ganas de sobresalir. El personaje necesitaba esa sangre para abrirse paso con sus crímenes, tal como el mismo personaje precisa hoy una sangre más fría, espesa, lenta. No hay más diferencia que esa, y esa es la gran diferencia. Una obra escrita a los 47 años versus la misma obra acometida a los 72. Espero editar no más de treinta ejemplares, ejemplares de colección, numerados. Me conformaría con vender unos veinte para financiar tal vez el 30 por ciento del costo del diseño y de la imprenta. El tiempo dirá cuál de las dos versiones fue la más acertada, estéticamente.


miércoles, abril 23, 2025

Los ensayos apuntaban hacia eso

Salió a tantear el acontecer que le deparaba la nueva era. Ya se sentía diferente, pero le faltaba comprobar la actitud de los demás. No quiso ver antes las noticias; se le antojó que era mil veces preferible vivir la diferencia en carne propia. 
El cambio anunciado era el siguiente: libres de ataduras, los seres humanos se comunicarían de hoy en adelante simplemente a través de su yo más íntimo. Dirían lo que piensan y expresarían lo que sienten. La hipocresía, la mentira y el pecado desaparecían de la faz de la tierra y le abrían las puertas a la luz, el amor y la verdad. 
Sentado en un banquillo de la plaza aguardaba ser testigo de una fiesta de abrazos, los ensayos apuntaban hacia eso; algo cercano a la felicidad invadió su corazón al comprobar cuántas personas compartían en una esquina sus experiencias con sonrisas en las caras, cómo se palmoteaban las espaldas y canturreaban viejos temas populares. Gestos de buenas intenciones se multiplicaban por doquier, aunque varias calles más allá, proveniente de un espacio invisible a sus ojos, le pareció percibir una ligera humareda; sin casi darse cuenta un reguero de sangre le llegó a los pies.

miércoles, abril 16, 2025

"Las ruinas humanas"

No es casualidad que me hayan llamado la atención las últimas declaraciones que leí de Mario Vargas Llosa. A propósito de su muerte, las extrajo la prensa de sus archivos. 
"La muerte a mí no me angustia. La vida tiene eso de maravilloso: si viviéramos para siempre sería enormemente aburrida, mecánica. Si fuéramos eternos sería algo espantoso. Creo que la vida es tan maravillosa precisamente porque tiene un fin", dijo alguna vez.
He allí una frase acertada, como casi todas las que solía pronunciar. Aunque después, en otra entrevista, desliza un matiz. 
"Ser inmortal me parecería aburridísimo. Mañana, pasado, el infinito... No, es preferible morirse. Lo más tarde posible, pero morirse".
Lo más tarde posible, ha aclarado. Me recuerda un cuento de Maupassant que leí hará unos cuarenta años, en plena juventud. Un anciano acude regularmente al médico de su pueblo. Cada vez que el doctor lo ausculta, el paciente se las ingenia para derivar la conversación hacia el tema de las inevitables muertes que van ocurriendo en el pueblo. "Fulano murió de un ataque al corazón", le revela el médico; el paciente piensa, aliviado, yo estoy bien del corazón. "Zutano falleció de una obstrucción intestinal". Ah, qué bien, mi digestión es espléndida. "Perengano bebía demasiado y le falló el hígado". Yo no bebo, hago bien en no hacerlo. Un día le consulta sobre la reciente muerte de Mengano. "La verdad es que no tengo explicación para su muerte", le confiesa el médico. El paciente se intranquiliza. Pero cómo no va a tener explicación. "Así es, mi querido amigo, no me la explico". Pero una causa tiene que haber, doctor. "Si me pone entre la espada y la pared, tendría que admitirle que simplemente murió de viejo". Ah... de viejo... murió de viejo, reacciona el paciente, aliviado, y se marcha.
Qué curioso. Maupassant falleció a los cuarenta y dos años, hace 133; el viejito de su cuento sigue vivo.
Viene la frase final de Vargas Llosa, la que me impresionó especialmente.
"Lo que yo detesto es el deterioro. Las ruinas humanas. Es algo terrible, lo peor que podría pasarme".
No es casualidad haberle puesto atención a dicho enunciado, como decía. A esta edad, afirmaciones como esas cobran vital importancia, porque me siento identificado con ellas. Diez, quince años atrás, quizás me habrían provocado un bostezo, o derechamente las habría pasado de largo. El caso es que lo que estoy diciendo vale para cualquier persona, y de cualquier edad. Uno se fija en lo que le interesa y lo demás tiende a obviarlo, salvo que pueda sacar provecho del conocimiento recibido o sufra un castigo por no asimilarlo.

domingo, abril 13, 2025

Never Let Me Go (honor a Vargas Llosa)

No fue sino días después de que el libro llegara a mis manos cuando resurgió uno de mis caros recuerdos de infancia, imagen anclada entre la capacidad de observación y la manía. Eran los tiempos en que entraban fuerte las canciones en inglés de ídolos rockeros del estilo de Paul Anka, Neil Sedaka, Frankie Avalon, Connie Francis, Brenda Lee, Ricky Nelson, con la excepción de Elvis Presley, a quien los niños de nuestro tiempo ya considerábamos pasado de moda. Mi oído hizo suya una de las frases más repetidas de esas canciones y permanentemente la susurraba al dirigirme a la escuela, o en los recreos, o por las tardes, en cualquier momento, hasta convertirla, sin entender qué quería decir, en una de mis palabras favoritas: Neverlestingou. Parecido al caso de Mai drims comtrú o Guan suponetaim, Neverlestingou era una palabra en inglés, larga, que sonaba bonita y remataba, después de tanta e, en una especie de chasquido eléctrico. Años después vine a caer en cuenta que esa palabra trillada, ese lugar común, se pronunciaba Never Let Me Go y sobre todo, en que reforzaba la idea que ya iba teniendo del asunto; esto es, que las letras en inglés podían ser tanto o más frívolas que las letras en español, con la diferencia que no se entendían y sonaban raro; o sea, le daban un aura de prestigio a la canción.
Neverlestingou, mejor dicho Never Let Me Go, o Nunca me abandones, es una canción de mentira de la cantante de mentira Judy Bridgewater, ideada por el Nobel británico de ascendencia japonesa Kazuo Ishiguro. Esa canción, favorita de la joven protagonista, que la escucha una y otra vez, y la baila abrazada a una almohada que simboliza el hijo que jamás habrá de tener, da origen al nombre de su novela. Como podía esperarse, tras el éxito comercial del libro fue compuesta y cantada de verdad. Hoy se puede escuchar por Spotify y hasta ver la carátula del disco con la cantante de los años cincuenta, sentada con su amplio escote y la boquilla del cigarrillo entre los dedos, tal como la describe el autor en su novela.
Me veo obligado a hacer un paréntesis. Mientras escribo estas líneas me llega la noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa. Rindo homenaje a su claridad, a su amenidad, a su pasión por la vida, a su valentía y a su inteligencia superior. No soy un especial admirador de sus novelas, a las que reconozco indudable maestría en el estilo y la arquitectura; me quedo con sus magníficos ensayos, el último de los cuales, "La llamada de la tribu", recomiendo encarecidamente. En lo político, su pueblo optó por Fujimori. Él bebió el sabor amargo de la derrota, pero la aceptó con hidalguía. Ya es tarde para llorar sobre la leche derramada. ¡Salud por el descanso de tu alma, noble escribidor! 
Vuelvo a mi libro.
No es  mi propósito analizar su tema de fondo. A mi juicio, es lo menos logrado de la obra y ya, a veinte años de su publicación, deja entrever cómo el paso del tiempo va oxidando ciertas propuestas que pudieron parecer innovadoras en su momento. La ciencia y la tecnología avanzan demasiado; no es prudente jugar con ellas.
Lo que quería destacar es la manera en que fue escrita, siempre yendo para atrás. Eso equivale a afirmar que Ishiguro confeccionó detalladamente un plan y lo fue cumpliendo paso a paso; de otra forma esa opción habría sido imposible de acometer en forma tan perfecta. No puede uno entrar en un detalle de una discusión y luego retroceder en el tiempo para que se entienda el contexto en que se están diciendo esas palabras, sin haber antes bosquejado la trama total de la obra. Un cliente manda a construir su casa; uno de los maestros de la empresa constructora comete un error en la instalación de las cañerías y meses más tarde la casa hace agua. El gerente hace entrar al cliente a su oficina y ante la presencia del maestro, que el cliente no esperaba, le explica que el día de la instalación el trabajador había sufrido un grave problema familiar, pero que aun así había insistido en presentarse a la obra. Si fuera ese el caso, que no lo es, porque el ejemplo es burdo, Ishiguro habría comenzado por el ingreso del cliente a la oficina donde ya están el gerente con el maestro, y luego habría retrocedido al día de la instalación de la cañería y luego tarde al desperfecto de la cañería con sus consecuencias, para desembocar en la reunión, de la que saldrá algo nuevo.
A menudo leo entrevistas en que afamados escritores sostienen que van creando sus obras sin saber lo que vendrá más adelante, como si se dejasen llevar por el crecimiento de sus personajes. Otros admiten seguir un plan preestablecido. En ambos casos el resultado puede ser tanto horrible como magnífico. Ishiguro en esta obra es de los que siguen un plan. 
Cada vez estoy más convencido de que las grandes creaciones destacan por su profusión de detalles; esto vale para novelas psicológicas como podrían ser El proceso o El lobo estepario, tanto como para obras totales que construyen un universo, como Los miserables o Guerra y paz. El escritor, el gran escritor, debe llevar consigo una sana dosis de obsesión y locura, de otro modo etcétera.
En cuanto a la protagonista, todo lo relata como si estuviese presentando un informe. Ya es un logro que sea una mujer, y que sea creíble, considerando que el autor es un hombre. Como lector no sentí una clara empatía con ella; más bien me supo a chica sabelotodo, aunque sin vanidad, sin proponérselo. Imaginé que representaba el sentido común, aquel que prima en las conversaciones de compañeros de oficina, por ejemplo.
Ishiguro contiene a sus personajes, cuando lo lógico sería que hubiese un cuestionamiento y hasta asomos de rebeldía de ellos por la situación a la que han sido destinados. No queda claro por qué lo hace, ya que los personajes parecen tener alma y conciencia, como los seres normales. En vez de eso los presenta a todos con una resignación serena, y hasta una pequeña alegría por cumplir con aquello para lo que se los preparó. 
Tal vez la gran diferencia, lo que los separa completamente de nosotros, sea la naturalidad, casi diría la frialdad con que se toman las relaciones sexuales. No diciéndolo, Ishiguro lo explicita: no hay cortejo, no hay celos. Y si una joven le confiesa a su interlocutor que sintió de pronto ansias desmedidas por hacer el sexo con cualquiera, el autor lo dice con esas palabras, con cualquiera, el interlocutor le contesta que no se preocupe, que eso les pasa a todos, aunque no lo digan. 

martes, marzo 25, 2025

Wakefield, decisiones inexplicables

La historia de Wakefield es menos insólita de lo que pudiera entenderse a la primera lectura, sin mayor análisis, historia destinada a disfrutar de un grato momento al atardecer. Así como no es improbable que habite en nosotros un Bartleby, un Don Quijote, una Madame Bovary, un Capitán Ahab, sospecho que también llevamos escondido un inefable Wakefield y que habiendo llegado el momento, hemos dado prueba de ello. 
Nathaniel Hawthorne publicó el cuento en 1837 dentro del volumen titulado "Twice-Told Tales" (Cuentos contados dos veces, pues los originales venían de difundirse en diversas revistas) y lo situó en Londres. A Borges le impresionó el relato y le dedicó una conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, que dictó en marzo de 1949 y recopiló en 1967 en el libro "Nueva antología personal" (Siglo XXI Editores, pág. 172 y siguientes).
En síntesis, y valga como ilustración de lo que deseo testimoniar a continuación, Wakfield es un sosegado jefe de hogar, felizmente casado hace diez años, dueño de una imaginación propensa a elaborar "misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes... un hombre tibio, de gran pereza imaginativa y mental" (Borges se acopla al retrato que bosqueja Hawthorne) que de un día para otro abandona su hogar para alojarse a la vuelta de su casa durante veinte años, durante los cuales suele pasar frente a su domicilio, mirar por la ventana a su mujer y hasta encontrarse frente a frente a ella en una calle de Londres, sin que la supuesta viuda lo reconozca, para finalmente regresar como si nada y vivir el resto de sus días junto a su esposa como un marido ejemplar.
Esa tendencia a "elaborar misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes", la reconozco en mi persona, no es objeto de orgullo sino de asombro, pero es trascendente porque dice mucho de mí y hasta cambió mi vida en un momento de mi juventud y ahora, entrado a la vejez.
Tiendo a pensar que el escritor, más que por necesidad, escribe por placer; de otro modo no lo haría. No obstante, hay ocasiones en que lo hace por pesar; de esto daré ejemplos que no enfrentan al placer con el pesar, sino que de alguna misteriosa manera los entrelazan en un instante de su vida.
Me asaltan confusas sensaciones de pérdida, de enemigos que acechan a través de las cosas. Las cosas suelen generar más espanto que las ideas, las creencias, los recuerdos, el porvenir. Mensajeras de presumibles o desconocidas desgracias, atacan, en su inocencia, la base del ser, y despiertan la cobardía. Una de las razones que tengo para escribir es hacerles frente a las cosas, evitándolas. A pesar de todo, dejan su huella en el texto; una consecuencia es la historia que estoy narrando.
Esto ya lo he contado alguna vez; el hecho fue que no tendría más de seis años, era de noche y jugábamos a las escondidas en el patio de Rancagua. Había una fiesta en la casa, lo recuerdo por el entrechocar de copas y las risotadas de los mayores, por esas luces mortecinas que llegaban desde el comedor, repartiendo sombras que semejaban espectros jubilosos. No sé hoy dónde me escondí; sí sé que era un escondite inexpugnable. Mi hermano y mis primos iban saliendo de sus guaridas y trataban de llegar al punto concertado; algunos eran pillados, otros lograban su propósito. Yo escuchaba gritos y risas infantiles. Y no salía. ¿Qué me hizo permanecer oculto durante un tiempo irracional, desmedido, tanto así que el juego terminó y todos se entraron en la casa, sin que nadie me echara de menos? Hasta ahora solo tengo una explicación para haber tomado esa decisión irracional, aunque inofensiva. Se trataba de ganar, y para ganar hay que hacer sacrificios, ejercitar la paciencia y apostarlo todo solamente cuando el campo se halla libre de enemigos. Esa noche triunfé sobre el silencio y la indiferencia, que es algo así como triunfar sobre la muerte, una especie de victoria pírrica. Ya se anidaba en mí el espíritu de Wakefield.
Darían las dos de la tarde del 21 de agosto de 1971 cuando mi cuerpo me impulsó a tomar una micro hasta la Estación Central. Durante el trayecto traté de pensar hacia dónde me dirigía; una vaga idea se me cruzó por la mente. Contaba 18 años cumplidos. Al bajar me dirigí a un terminal secundario de buses cuyo destino es el litoral central. Busqué un pasaje para Rosario Lo Solís y para mi suerte, estaba por salir el único bus del día que llevaba a ese pueblito. Alrededor de las siete de la tarde descendí en San Vicente de Pucalán, algo menos que un caserío, ubicado unos diez kilómetros antes del destino final. Llovía intensamente. Toqué a la puerta de una casa de adobe frente a un pino gigante y a un costado de la escuelita del lugar; me salió a abrir una anciana que temblaba por efectos del Parkinson. Era la señorita María Williams, ex colega de mi abuela Amanda en otra escuela rural. Mi abuela había conseguido un puesto en la ciudad y ya no vivía en este mundo; la señorita María Williams había permanecido en el campo, le quedaba un poco más de vida y estaba jubilada. Yo la conocía porque con mi tía y mi primo Miguel habíamos pasado unas vacaciones en esa casa, dos años antes. Me presenté y fui reconocido e invitado a entrar. Sus manos tiritonas me sirvieron un pan con dulce de membrillo y un café con leche, sin derramar una sola gota. Recuerdo que yo vestía uno de esos ponchos de lana que estaban de moda en los años setenta, y que mi pelo largo la impresionó, mejor dicho la inquietó. Y sin embargo me ofreció su hospitalidad. ¿Qué presentimiento me hizo abandonar la carrera universitaria ese 21 de agosto y emprender la aventura de convertirme en profesor primario en una escuelita rural durante cuatro meses, acogido por una anciana que apenas me conocía? He allí uno de esos misterios pueriles, secretos insignificantes. Dejaba mi mundo y entraba en otro, alejado pero en el fondo a la vuelta de mi casa. Esa decisión tomada sin previo análisis, venida del fondo de mi ser, me cambió la vida. Vista con el prisma de hoy, fue una determinación temeraria, pero al final de cuentas beneficiosa. En la universidad daba tumbos; era demasiado joven para afrontar el peso de un ambiente plagado de seres pensantes, revolucionarios; deseaba entregarme en ese momento a un entorno puro y desamparado, que identificaba con el campo, con los niños del campo, y esos cuatro meses, sumados al estudio posterior de la carrera de pedagogía, que se truncó a raíz del Golpe de Estado, fue el revoltijo necesario para reintegrarme a mi carrera original, periodismo, y rectificar mi existencia.     
Tendría unos 35 años, vivíamos en La Florida. Éramos entonces Patricia, Constanza, Matías y yo. No había nacido Valentina. La Conita debía de tener nueve años y Matías, siete. Esa tarde llegué más temprano del trabajo; los niños jugaban en el pasaje. Mi espíritu lúdico ideó un juego cruel, nacido de una idea atornillada en los orígenes de mi razonamiento, consistente en que la emoción, para que sea más viva, debe ser precedida por una sensación trágica: me disfrazaría de monstruo para asustarlos. Me cubrí el cuerpo hasta la cabeza con una bata azul y esperé, escondido en una habitación del segundo piso. Los niños entraron; di sonoros pasos, que de pronto fueron escuchados. Sentí una agitación en la sangre; me corrió un sudor nervioso por la espalda y podría jurar que en mi cara se dibujó una mueca de ominosa felicidad. Mi hija mayor, que siempre ha dado muestras de una valentía que pasa por desaconsejable, comenzó a subir los escalones, desafiando a gritos al ladrón que había entrado a robar a la casa. Portaba una lanza del movimiento scout; Matías había huido disparado a la calle. Juzgué que era el momento de dar la divertida sorpresa. Comencé a bajar hasta ella y me descubrí, cuando estaba a punto de arrojarme la lanza. Hasta hoy, hasta este mismo momento en que la rememoro, me maldigo por esa broma, que harto pánico y sufrimiento les causó a los dos. Pesar y placer. Wakefield.
Existe finalmente una decisión que se fue dando de manera natural, pero que bien pensadas las cosas no tiene asidero lógico. Porque, ¿es sensato que un hombre de setenta años, de los cuales ha vivido cincuenta o poquito menos junto a su esposa y sus tres hijos, deje su hogar de un día para otro para establecerse en otra casa, ubicada a mil kilómetros, y que esto se dé manteniendo su matrimonio y aun redoblando el cariño por su mujer y sus hijos? De hecho, es la primera pregunta que me hacen cuando se enteran de mi cambio: ¿y estás viviendo solo? Entonces les respondo con argumentos que parecen normales, pero que bien pensadas las cosas no tienen asidero lógico. "Ella sigue haciendo clases y yo no puedo dejar esta cabaña sola, después de haberla construido". Las preguntan flotan, tácitas, densas, en el aire. ¿Por qué sigue haciendo clases? ¿Por qué ordenó construir esta cabaña? ¿No había otra solución para este matrimonio que se casó "para toda la vida" y que juró permanecer unido y protegerse en la salud y en la enfermedad? ¿O bien pensadas las cosas no podía haber mejor plan que este, considerando el desgaste natural de la pareja y el aire fresco que entra en los pulmones de él y de ella cuando respiran libertad y los fantasmas de la neurosis y del desinterés se evanecen? 
Wakefield lleva ya tres años instalado "a la vuelta de su casa". Cada día mira por la ventana del whatsapp a su mujer, a su familia y deja pasar el tiempo, convencido íntimamente de que no alcanzará la cifra mágica de los veinte años. Antes se hallará habitando el patio de los callados, como ya estaba muerto en vida el personaje original, al retornar de pronto a su hogar en Londres.

sábado, marzo 22, 2025

La imaginación de Kafka

Jack London vivió defendiéndose contra las acusaciones de plagio de varios de sus cuentos; su defensa, lejos de negar la semejanza, consistía en cambiar el concepto de plagio por el de influencia. Para él resultaba válido basarse o inspirarse en un cuento ajeno para crear un cuento propio. La prueba de su inocencia, o de la castidad de su filosofía artística, es que en una ocasión le escribió una carta de agradecimiento al autor de la publicación original, antes de que éste elevara una protesta pública; eso está documentado. La mayoría de las veces se excusaba con el argumento de que ambos creadores habían sacado el tema de un suceso criminal descrito antes por un periódico; ambos estarían plagiando entonces al periódico y a través suyo, a la vida  misma. De todas formas, siempre hacía ver que era el tratamiento de la obra el que hacía la diferencia, lo que equivalía a disminuir al nivel de la insignificancia la imputación.
London escribió novelas y cuentos memorables; sin duda entre estos últimos "To Build a Fire", traducido como "Encender una hoguera" o "Encender un fuego", en su segunda versión, brilla en la cima. "La historia del hombre leopardo" no figura entre sus mejores obras, rara vez es mencionado, cuesta llegar a él; y sin embargo en estas solitarias tardes de otoño en el sur me ha dado que pensar, hasta el extremo de que no logro sacarme de la cabeza que Kafka, el mismísimo Franz Kafka, tuvo que haberse inspirado en él para crear su famosa historia "Un artista del hambre".
El hombre leopardo llegó a mis manos gracias a la existencia de la magnífica biblioteca de Frutillar. Una mañana escogí al azar una diminuta antología de relatos de crimen y misterio; escogí ese libro precisamente por su escasa cantidad de páginas y por lo tanto, de cuentos, entre los que se incluía el de Jack London, además de otra obra maestra que desconocía, "Markheim", de Robert Louis Stevenson. Cada día me es más difícil abordar obras monumentales; estoy dejando para otra ocasión "2666" y "Los detectives salvajes", tal vez algún día me digne a afrontarlos o quizás queden para una nueva vida, pero en tal caso tendría que cambiarme a la religión hinduísta, y dificulto que lo haga, por ahora, de tal manera que ante la disyuntiva de un lomo generoso y otro escuálido, tiendo a retirar de la estantería el lomo escuálido, y así fue como di con la historia del hombre leopardo.
"La historia del hombre leopardo" fue publicada en 1903 en la revista ilustrada norteamericana "Leslie's Weekly". "Un artista del hambre" fue publicada en 1922 en la revista literaria alemana "Die neue Rundschau". A juzgar por las vagas similitudes entre ambos cuentos no es improbable entonces que Kafka haya leído en su momento "La historia del hombre leopardo", escrita casi veinte años antes; de alguna forma tuvo que llegar a sus manos esa revista u otra que copió el relato, lo que desembocaría así en la paradoja, o el extraño caso, del plagiador plagiado. London no pudo haber elevado una demanda contra Kafka porque había muerto seis años antes de que "Un artista del hambre" saliese a la luz, en 1916, a los 40 años. Kafka murió en 1924, también a los 40 años.
Cito el párrafo de mi interés de "La historia del hombre leopardo", al inicio del cuento:
"Había en sus ojos una mirada distraída, perdida, y su voz triste, insistente, dulce como la de una doncella, parecía la representación apacible de una melancolía profundamente arraigada. Era el hombre leopardo, pero no lo parecía. Su profesión, su medio de vida, consistía en aparecer en una jaula de leopardos amaestrados ante públicos numerosos, a los que emocionaba mediante ciertas exhibiciones de valor por las que sus empresarios lo recompensaban a una escala proporcionada a las emociones que producía" ... "parecía agobiado no tanto por la melancolía como por una tristeza grata y discreta" ... "al parecer carecía de imaginación. Para él no había ningún atractivo en su vistosa carrera, ningún hecho atrevido, ninguna emoción, tan solo una gris monotonía y un aburrimiento infinito".
Cito un párrafo escogido de "Un artista del hambre":
"Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador"... "permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían"... "Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar- alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era...".
En ambos casos, un hombre mínimo, inofensivo, melancólico; un hombre encerrado en una jaula de circo; un empresario que lo exhibe a un público asombrado hasta donde el espectáculo de feria lo permite. No se trata de coincidencias imposibles: en aquellos años de fines del Siglo XIX y principios del XX era bastante recurrente el tema de los artistas deformes, entendidos como seres desviados del común vivir de la gente, rechazados y temidos por la sociedad. La película "Freaks", de 1932, dirigida por Tod Browning, retrata magistralmente ese tema, y en los últimos años varias producciones cinematográficas se han hecho cargo del relevo.
Mi conjetura es que Kafka estudió el argumento de la historia de London y echó a andar su imaginación retorcida (uso el verbo retorcer en el sentido de sinuosidad, de darle vueltas a algo), llevando a su personaje a alturas que London no consiguió con el suyo. Me detengo entonces, porque yo no soy ningún académico, ningún estudioso de la literatura, no redacto papers ni tesinas, en el simple fenómeno de la chispa que pudo haber echado a andar la imaginación de Kafka en aquella ocasión. A Kafka le gustaban esos personajes y a la menor oportunidad que se le presentara debió de apropiárselos, hacerlos suyos. Sumándole su estilo ambiguo de vueltas y vueltas, vueltas para confirmar, vueltas para rebatir, vueltas para desmentir y nuevas vueltas para volver a confirmar, tenemos al hombre leopardo convertido en artista del hambre.
Queda por analizar la posibilidad de una colisión de fenómenos que parecieran estar siempre sobrevolando las nubes, hasta que se dejan caer sobre ciertas mentes afiebradas que los aguardan inconscientemente y se nutren de ellos. Se daría la casualidad que dichos fenómenos serían asimilados por mentes semejantes o proclives a incorporarlos a su repertorio (matemáticos, filósofos, inventores, poetas, químicos) de tal manera que entonces la cacería ocurriría a la inversa; esto es, dos artistas crean el mismo verso casi al mismo tiempo (lo atrapan) y no el mismo verso atrapa a dos artistas. 
No deja de ser curioso que en el párrafo final del cuento de Kafka, el artista del hambre sea reemplazado en la jaula por una pantera. Como bien lo saben los zoólogos, el nombre científico del leopardo es panthera pardus.
Tal vez haya constituido el humilde tributo del escritor checo al norteamericano que lo inspiró.