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lunes, junio 23, 2025

Dos mujeres

Hace varios años, no menos de diez, fui testigo de un diálogo que esta mañana, leyendo una novela de Poli Délano, se me vino a la cabeza.
"Encontré el lugar ideal a pocos metros de la escalinata del Museo de Arte Contemporáneo..." fue la frase del novelista que despertó mi recuerdo. No puedo, antes de pasar a mis dos mujeres, dejar de deslizar un pincelazo sobre Délano. Cuando trabajaba en "Las Últimas Noticias", y a raíz de un desencuentro con mi jefa de entonces, fui a dar al oscuro pozo del turno de la noche, donde logré sobrevivir durante seis años. No me eché a morir; al contrario, decidí aprovechar las mañanas para estimular mi dormida vocación de escritor en un cibercafé del centro comercial Madrid, en la plaza Pedro de Valdivia. Uno de los libros de mi autoría que más quiero (porque los libros son como los hijos, se les quiere, se les cuida, se enorgullece uno de ellos o se lamenta en silencio de sus defectos) se gestó enteramente en dicho local; incluso uno de sus cuentos se inspiró en él, de tal manera que al final del día, como reza el lugar común, traduje el infausto hado como una oportunidad, un regalo de la vida.
Acabado el rapto diario de inspiración, de no más de una hora y media, solía trasladarme a un café restaurante ubicado a pasos del edificio, en plena esquina, al lado de la Hacienda Gaucha, donde ordenaba un expreso y un trozo de kuchen, casi siempre añejo. Todos lo llaman Café Hemingway, seguramente por el gran póster del escritor norteamericano que adorna uno de sus tabiques; pero que yo sepa, en el frontis no hay un letrero con su nombre, sino un gran número, el 511. En tales ocasiones veía sentado a menudo al escritor chileno, digo a Poli Délano, delante del póster de Hemingway, integrando un grupo masculino en torno a una buena conversación y unos combinados. Al fundirse su imagen con las de los demás habitués y la de Hemingway, esta se desdibujaba. Pero un día estaba solo, y entonces mi capacidad de concentración se volcó hacia él. 
Délano adoptó una forma de sentarse y de mirar acorde con los personajes de sus libros. Hacía chocar el hielo en su vaso de whisky doble, enviado a su mesa por quien parecía ser su amigo, el dueño, de lo que desprendí que el consumo era gratuito. Fue la única vez que estuvimos tan cerca el uno del otro y no voy a decir que se pareció al encuentro de Wittgenstein con Popper, porque la sola sugerencia me vestiría de arrogante y desatinado. Lamenté más de una vez el desaprovechamiento de esa ocasión; pudimos habernos conocido, habríamos hablado de literatura. La misma sensación me generó la partida de este mundo de Germán Marín, con quien sospechaba que había ciertas afinidades internas, o de estilo. Por esos días no sabía nada de Poli Délano, aunque lo ubicaba perfectamente. Lo hacía representante de esa prometedora generación de autores de los tiempos de la UP, como Skármeta, Dorfman, Manns y otros, aunque no había leído una sola línea de lo que había escrito, por lo que desde ese punto de vista mi acercamiento habría sido inadecuado, el de un odioso majadero que a toda costa debe ser evitado. En la mesa, que miraba hacia afuera del local, hacia la plaza, adoptó una postura escéptica, levemente amargada, pero decidida, la de un personaje de novela negra. Creo recordar que vestía una camisa floreada de manga corta y que una pulsera de oro rodeaba una de sus muñecas, así como un grueso anillo de oro uno de sus dedos. Puede que me equivoque; también conservo su imagen vistiendo una casaca de gamuza con flequillos en los brazos, señal de que no estábamos en primavera o verano. Su cuerpo grueso y compacto, de baja estatura, sus ojos claros, su pelo fuerte y su bigote recortado le otorgaban una guapeza innata; lo asocié con el físico y el carácter de mi tío Mario, una persona a la que admiré por su fuerza de palabra, su sentido del humor y su arrojo, todo muy en sintonía con la figura galante del Roto Chileno en contraposición con la del poeta lánguido y melancólico. No leía, no buscaba conversación con nadie; solo eran él y su whisky doble, que desde la caja mandaron rellenarle por segunda vez antes de que al cabo de un rato decidiera marcharse, de modo que el que vi no era de esos clientes que se rinden a los desafíos del día en la mesa de un bar. Hoy, a juzgar por los dos libros que le he leído, me felicito de no habérmele acercado. Perfectamente podríamos haber terminado peleando a combos, o yo esquivando uno de sus arrestos, así de apasionados se tornan sus personajes luego de haber bebido unas copas, me temo que son el reflejo de lo que en vida fue el escritor que admiró a Bukowski y al mencionado Hemingway.
Creo que me desmedí en el paréntesis. Ahora me da la impresión de que mis dos mujeres van a pasar a segundo plano; tal vez es mejor que así sea.
Paseábamos con Patricia por el Parque Forestal; era uno de esos domingos santiaguinos en que no se sabe si la luminosidad ha decaído por las nubes o el esmog. El cuerpo nos ordenó sentarnos; elegimos un escaño ante el frontis del Museo de Bellas Artes, cercano a la escultura de Rebeca Matte. En el banquillo adyacente se desarrollaba el diálogo al que he hecho mención. Una hija discutía con su madre. Se hacía evidente que tenía ganas de contradecirla en todo; era culpable de sus males, sus desdichas, infortunios, pobres decisiones. La madre no le iba en zaga. No solo le replicaba, sino también la culpaba de sus propios fracasos, todo en un tono amenazante por parte de ambas. A los pocos minutos se nos hizo claro que estábamos en presencia de la parodia de un drama, una repetición de la obra que con toda seguridad venían encarnando durante tiempos inmemoriales ante una platea vacía. Eran dos perdedoras, de eso no cabía duda; sus atuendos y sus palabras de limitado alcance dejaban traslucir un olor a estrechez económica, a pensión alimenticia, a casa de población, a pequeño y sombrío departamento céntrico, compartido día y noche por ambas, años de años.  
La hija escuchaba, o se hacía la que escuchaba con ansia los argumentos de su madre, solo para volver a contraatacar. La madre recibía con fruición sus venenosas palabras y parecía que la lengua viperina se le hacía agua al reaccionar con flechazos hirientes antes que comprensivos, pero no tan hirientes como para dar por cerrada la pelea -porque eso era, una pelea- sino hirientes en la medida de lo justo, hirientes para ocasionar daños leves, y sin embargo profundos.
No me nació el deseo de comentarlo con mi esposa; lo cierto es que me iba sintiendo intranquilo. Pensaba cuánto tiempo habían perdido esas dos mujeres en la vida; cómo el destino parecía estar ya escrito para ellas. Una dolorosa piedad, nacida ante la constatación de lo irreparable, de aquellas fuerzas desconocidas que destruyen las almas, se apoderó de mi espíritu.
Con el pasar de los minutos la discusión fue amainando. Los argumentos de ambas partes comenzaban a retrotraer a sus orígenes y ambas, al mirarse de reojo, se sentían fastidiadas, frustradas de no haber podido desenredar el nudo, pero sobre todo de no encontrar argumentos nuevos que le devolvieran la vida a esa pasión malsana.
No recuerdo si fuimos nosotros quienes nos levantamos primero del asiento o ellas; el hecho fue que asumimos que era hora de volver a casa.
La madre habrá tenido unos sesenta y cinco años; la hija unos cuarenta.

sábado, junio 21, 2025

El peso del dinero

He despertado con desasosiego tras un sueño del que tardé varios minutos en sacudirme, hasta que fue pasando, se fue mezclando con los demás hechos cotidianos de la mañana, fue perdiendo fuerza, no tanta como para quedar sepultado en la memoria ni para renegar de la tentación de pasarlo en limpio.
Caminaba por una vereda cualquiera cuando tomé conciencia de que a varios de mi equipo, de mi sección, de mi oficina, estoy que escribo de mi calaña, les habían hecho un recorte en sus sueldos. Ya había oído la noticia y no le había dado la importancia que merecía; ahora surgía diáfana, debería decir opaca, ante mi ser transitando una vereda.
Cañas, mi jefe superior, me salió al encuentro con sus brazos abiertos y nos dimos un gran abrazo. Yo ya era un ex empleado, me había jubilado "por la puerta ancha", de modo que nuestro abrazo sonó a sinceridad y a un afecto recíproco.
-¿Ya te dieron la noticia?
-No. Algo he oído. ¿También estoy entre los afectados con la rebaja de sueldo?
-Sí.
-¿Es una rebaja importante?
-Sí, lo lamento.
-Ahora me las tendré que arreglar como sea.
-Lo siento. Pero no desesperes; mándame una solicitud.
Quizás recuerdo tan bien el sueño por el giro prometedor que empleó el representante de la empresa, Cañas. Mándame una solicitud. Textual. Me lo dijo mientras se alejaba, dejándome solo en la calle.
Comprendí que el recorte involucraba una inyección de esperanza: me quitan cien y me devuelven setenta; vaya, no es tan malo después de todo, aunque me seguía pesando la jugada maestra.
En el sueño no lograba discernir que ellos ya habían dejado de ser dueños de mi sueldo, que no dependía de ellos subírmelo, mantenérmelo o bajármelo. El sueño, pues, tenía a otro destinatario como enemigo. Capté, mientras me preparaba el desayuno, que se acercaba el recálculo anual de mi pensión, pero sobre todo, lo mucho que pesa el poder del dinero en mi estado de ánimo.    

jueves, junio 12, 2025

El último eslabón de la Jec

Los pueblos suelen subvalorar, por no decir compadecer, menospreciar o hasta despreciar a sus hijos anómalos, pero dicta la casualidad que a la hora de iniciar el viaje al más allá los recuerdan, los aprecian, los homenajean. Es como si en ese momento la gente reconociera una deuda invisible, una grandísima culpa ante esos personajes insanos, deschavetados, de los que cuántas veces se mofó. Me viene a la memoria el caso de Juanito, el ermitaño de Las Chilcas, un pobre hombre que entró en conflicto consigo mismo y en venganza decidió quitarle el saludo al mundo, recluyéndose durante años en una cueva a la orilla de la Ruta 5 Norte. Pues bien, no hizo más que morirse para que el cercano pueblo de Llay Llay, que alguna vez lo tuvo entre sus habitantes, se desbordara para despedir sus restos, con la iglesia a tope. Lo afirmo con conocimiento de causa, ya que ese día me tocó reportear ese funeral para el diario al cual le prestaba mis servicios. Valga esta pequeña introducción a propósito del deceso de Matilde Marchant, noticia que me llega a través de mi primo Miguel, quien la recogió de las redes sociales.
Matilde Marchant es un nombre que no me decía nada hasta... que vi la imagen de Sonia la Única, acompañada de un breve mensaje de Facebook en el sitio "Fotos Rancagua Antiguo".
"Nos informan que ayer miércoles 11 de junio, lamentablemente falleció la señora Matilde Marchant, quien siempre vendía números de la lotería a la salida del Banco Chile de Independencia esquina Campos...", dice el mensaje.
Un breve paréntesis. Pocos recuerdan hoy que Sonia y Myriam fue un dúo de hermanas, oriundas de Valparaíso, que triunfaron con sus canciones en Latinoamérica en los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Hacia el final de su carrera, disuelto el dúo, Sonia continúo lanzando éxitos en solitario con el nombre artístico de Sonia la Única. En honor a ella, Matilde Marchant fue bautizada por los jecistas rancagüinos como Sonia la Única, cuando los años sesenta entraban a su segunda mitad. Según la tesis de mi hermano, Víctor, el apodo surgió porque le gustaba cantar en las reuniones que tenían lugar en el viejo pero acogedor edificio de la Juventud de Estudiantes Católicos, Jec, en la esquina de las calles Estado y Campos, edificio que disponía de salas de reuniones que confluían en un salón de actos coronado por un escenario y al que al fondo, o detrás de la pared del escenario, se le agregaba un patio que hacía las veces de cancha de baby fútbol y de sitio para fiestas al aire libre. Allí, junto con todos nosotros, Sonia la Única vivió sus días de gloria.
¿Quién era, o más bien -penoso es confesarlo- qué era Sonia la Única para los jóvenes jecistas de entonces, frutos rancagüinos de una semilla esparcida en todo Chile años antes por el Padre Hurtado, merced a la notable mediación del cura Miguel Caviedes? 
Un bicho raro. Pero simpático. Querible. Una muchacha de nuestra edad, tal vez un poco mayor que algunos de nosotros, con un casi imperceptible retraso y un estrabismo perceptible de lejos, que no se nos parecía en nada. Nosotros estudiábamos en el liceo o en la escuela técnica; ella no iba al colegio. Nosotros proveníamos de familias de la clase media, familias bien establecidas en su mayoría, familias con papá y mamá, familias con casa propia o arrendada; de ella no se sabía mucho. Nosotros éramos normales; ella era anómala. En suma, no era de los nuestros, pero compartía siempre con nosotros, hombres y mujeres, ya que la Jec en cuanto a género era un movimiento mixto. No participaba de las citas privadas a corazón abierto, en las que confesábamos nuestros miedos y esperanzas con el telón de fondo de la lectura de los evangelios y una once con quequitos horneados por las chiquillas en sus casas. No estaba incluida en esas ni en otras reuniones especiales, muy a su pesar, porque no era socia, no era miembro oficial, por llamarlo así, ya que esas categorías no existían, en la Jec era todo tan abierto e informal que a nuestra corta edad, catorce, quince, dieciséis años, hasta nos dejaban fumar. Excluida y todo, la Sonia rondaba, sapeaba, se apegaba cuanto fuera posible a los encuentros organizados por el padre Caviedes y el frater Nano Muñoz, y qué decir de las misas, donde se ubicaba en las primeras filas. No era una de nosotros, pero formaba parte de la Jec. En palabras simples, era algo así como una oyente de la Jec. Y todos la aceptábamos, la respetábamos y la queríamos, asumiendo la línea divisoria, menos ella que nosotros.
El tiempo fue pasando; la Jec se desintegró dentro de la misma oleada que desintegró al país. El sentimiento cristiano trocó por el sentimiento revolucionario, lo que conllevó naturalmente la consecuencia de que no surgieran camadas nuevas, consecuencia derivada de la realidad palpable de un proceso desgastado. Los jecistas veteranos, a esa altura exjecistas, se vieron enfrentados de pronto al dilema de los estudios superiores o del trabajo, y cualquiera de esos desafíos cuesta un montón, suponen dolores de cabeza, ingratitudes, cargas desconocidas hasta entonces, sin mencionar los resultados que conlleva el matrimonio, con hijos que toman leche, se enferman y llegan a la casa con una desmedida lista de útiles escolares en el mes de marzo. 
Así, como es natural, los ideales de juventud se fueron olvidando, esfumando en el mar de los recuerdos. De modo que la Jec pasó a ser en Rancagua un sentimiento de nostalgia, la fragancia lejana de un día que fue mejor, el día de una adolescencia alimentada por el deseo de hacer el bien y ayudar, compartir con el prójimo. Cada año, luego cada dos, tres, cinco años, se levantó un campamento de fin de semana coronado con una misa oficiada en la ladera de un cerro doñihuano por el padre Caviedes, en la que los exjecistas volvíamos a ser jóvenes y en la que Sonia la Única era cuasi organizadora, mensajera de la buena nueva con semanas de anticipación y participante fija.  
Para nosotros pasó a ser un lindo recuerdo que se fue desdibujando con los años, la Jec. ¡Qué tiempos, hermano! Para la Sonia se convirtió en una sagrada obsesión, en el ancla de una vida de sufrimientos y miserias, en el puente de los olvidadizos e incomunicados.
-¡Hugo, Hugo!, me gritaba desde su puesto de venta de boletos de lotería, en calle Independencia, al divisarme de lejos. Por esos días, en mis visitas a Rancagua, mi ciudad natal, yo solía pasear con mi tía Mireya; nos gustaba recorrer las calles céntricas, terminar el paseo en un café y luego volver a almorzar a la casa de calle Ibieta, sinónimo de días de infancia. La Sonia sentada en un piso y nosotros de pie; ella gorda, desaseada, con un bigotillo bajo la nariz y la visible ausencia de varias piezas dentales, deploro describirla de esta forma pero mi estilo me obliga a hacerlo; nosotros limpios, decentemente vestidos y con nuestras caries tapadas, conversábamos algunos minutos, acercamiento al que yo ponía fin cuando le depositaba un billete en sus manos; esto no lo digo por ostentar de generoso, sino porque con el tiempo su llamado a grito pelado me sembró la duda de si era para darme las noticias que siempre me daba, relacionadas solamente con la suerte que vivía uno u otro jecista, o para recibir una propina por dármelas, así de desconfiado me he ido poniendo con los años.
Los encuentros se espaciaron cada vez más y las noticias fueron cambiando. Los nacimientos de hijos se transformaron en nacimientos de nietos; los matrimonios en separaciones, los triunfos laborales en jubilaciones, la fuerza en enfermedades; la vida, en muerte. Últimamente debo confesar que al divisarla a la distancia atravesaba la calle, creyendo advertir con el rabillo del ojo cómo su cara parecía voltearse hacia mi evasiva figura. La verdad es que ya me importaban bien poco sus historias. 
El movimiento se había disuelto a su pesar; Sonia la Única agarraba los hilos que quedaban y trataba de unirlos, sin éxito. Estaba escrito que las parcas que vigilan a los humanos desde lo alto algún día le tenían que cortar el suyo. No estaba en el plan de los dioses, sin embargo, que de paso se llevara a la tumba lo poco y nada que quedaba de la Jec. Eso fue lo que se sumó al obituario el pasado 11 de junio.  

lunes, junio 09, 2025

Morning has broken

Las palabras al vacío han quedado atrás; la noche y su manto de incertidumbre han dado paso al día luminoso. Hecho el aseo, hecha la cama, ejercitado el cuerpo, consumido el desayuno, lavada la loza, leídas las noticias, pasado por el baño, le das la cara al mundo. No más abrir la puerta de la cabaña te invade una sensación de optimismo, ya sea esté lloviendo o haya sol, como es el caso de esta mañana, un sol que apenas eleva el termómetro a los dos o tres grados Celsius. La mañana rompió hace rato; para ti rompe ahora, y una bandada de cientos de loros te acompaña desde arriba. Montados sobre las ramas de los árboles gigantescos que limitan con la parcela del frente, de pronto alzan el vuelo ante una orden invisible y oscurecen el cielo entonando un coro hitchcockiano.
No puedes dejar de pensar, por efecto comparativo, en lo escuchado hace cinco minutos a través del celular; esto es, inmediatamente antes de abandonar la cabaña para dirigirte a leer y degustar un buen café en la biblioteca. Tú te levantas optimista, todo lo alegre que puedes llegar a ser, y ese pobre hombre del que has escuchado su historia se levanta para seguir muriendo, resignado y resuelto en acabar con su vida. ¿Cómo estuvo su fin de semana, Pauli? Muy bien, don Sergio. ¿Cómo están los nietos? Muy bien. ¿Y la Cata? Muy bien, aprobó el semestre y salió a celebrar el sábado, pero ya no se acostumbra al carrete, ahora llega a la casa y se pone a estudiar. ¿Y Rolando? Ese no tiene vuelta, don Sergio. El otro día llegó a vernos a la casa y cuando le abrí la puerta me dio susto, está re flaco. ¿No está viviendo con ustedes? No, ya no, ni sé dónde vive; hasta perdió el trabajo. Imagínese que cuando salió del hospital lo fueron a buscar de la constructora para que siguiera trabajando con ellos, y no hubo caso. ¿No sería mejor que viviera con ustedes? No. Cuando con la Cata salíamos a trabajar y los niños estaban en el colegio lo pillamos que entraba amigos a la casa y se largaban a tomar. Nos dio susto por los niños; entonces le quitamos la llave de la reja, eso sí que le dejamos la de la puerta, pero ya no viene. Yo creo que se va a morir ligerito, él se lo buscó.
Alabado sea el canto de los pájaros, como si fuese el primer canto; alabada sea la mañana, como si fuese la primera mañana de la creación. Escribes esto porque en tu auto suena el tema, no en la voz de su autor, Cat Stevens, sino en la de Roger Whittaker, no sabes a ciencia cierta si fue la coincidencia de oír esa canción al salir de la cabaña la que te impulsó a escribir estas impresiones o fue la contradicción entre las mañanas que rompen de manera diferente para cada una de las almas bendecidas por el creador, la tuya y la del pobre Rolando, por ofrecer un ejemplo.
La voz de Roger Whittaker te fue regalada por la radio El Conquistador y su programación de los tiempos de oro de Lorenz Young, o Lawrence Young, voz original de "Solos en la noche". Por esos tiempos solías esperar con cierta ansia la "Reunión musical selecta" para disfrutar de un género que tomaba la posta de la música rock en tus oídos, a la vez que gozar del tono grave, sereno, ausente de emoción y por lo mismo, inolvidable del presentador de dicho espacio, Hernán Belmar. De Whittaker encontraste el cd con sus grandes éxitos en la Feria del Disco y te lo llevaste a casa, donde fue repudiado por tu familia, lo encontraron almibarado, aburrido, pasado de moda; tú tratabas de tocarlo en las grandes reuniones y saltaban las pifias, parecidas a las del programa que hasta hoy repite esa radio en las horas previas a la Nochebuena, con música navideña y la voz grabada de Young para darle cuerpo a los "Soliloquios de Belén", de Giovanni Papini, es increíble como el tiempo puede ser eterno en la radio.
Otro día lo llevaste a la casa de tus padres y tu padre se sorprendió, emocionado, hasta recuerdas el suspiro que lanzó, al oír Mammy blue, que figuraba entre los temas.
Ya no estás escribiendo cuentos, ni siquiera crónicas; ahora te ha dado por las impresiones casi fotográficas de los hechos que te acontecen cada día, como si eso tuviera alguna importancia. O es tu sensación; tal vez no sea tan cierto, tal vez las tramas de los cuentos duermen y broten a la luz cuando acabe este invierno, que ni siquiera ha comenzado...

viernes, junio 06, 2025

Recital de piano

Liszt se escribe así, con ese zeta, pero cuesta un mundo memorizarlo. Años atrás, el editor Andrés Braithwaite, a la vez que amigo de Bolaño un maestro en el arte de la rigurosidad y la corrección fina, se acercó a mí y me preguntó cómo se escribía Liszt. Alguien le había contado de mi afición por la música clásica, lo que a sus ojos le otorgó a mi persona el carácter de fuente confiable, por supuesto que inmerecidamente, ya que apenas sintió mi vacilación detectó sin dramas de ninguna especie que me había pillado en falta; después de todo no era importante, para eso estaban los libros, la internet, tanta otra fuente verdaderamente confiable, aunque nunca se sabe, dicen que se han visto muertos cargando adobes. El hecho es que como nunca me lo había preguntado yo mismo, como nunca me había visto en la necesidad de escribir su nombre en alguna de mis crónicas, me rendí ante el apellido del húngaro con un "no estoy muy seguro, creo que es...", "no importa -me salvó él mismo- ya lo averiguo". Para mis adentros quedé como la carabina de Ambrosio; era mi oportunidad de elevar mi status ante su figura y calculé que pasaría demasiado tiempo antes de tener otra, como ocurrió.
En algún momento del concierto tuve que haber pensado en eso, en escribir sobre eso, porque para empezar, percibí que llevaba muchos días sin tirar las manos y para seguir, el concierto me estaba resultando algo aburrido. No es que Liszt sea aburrido, es que a mí no me enciende su música, como me enciende la de Chopin, la de Schubert, hablo de piezas para piano, de lieder. El año antepasado "La bella molinera" me arrancó lágrimas en este mismo teatro, lo confieso sin vergüenza y sin alarde alguno de sensibilidad; lo confieso como un hecho de la causa. Las cuatro baladas de Chopin me hacen sentir, especialmente la número dos. Liszt, en cambio, con sus malabarismos, distrae y dispersa mi mente entre naderías. Lo vi de pronto redivivo; el pianista Goran Filipec transfigurado en el huesudo maestro de pelo largo hasta los hombros, arrancando suspiros a las damas del Teatro del Lago, que inconscientemente disputaban su talento para llevárselo a la cama. Las manos de Liszt se cruzaban entre las teclas con romántica vehemencia; duró un par de segundos aquella fantasía hasta que volví a ver la cara, las manos de Filipec, y la añoranza por el maestro original derivó en la constatación de que el sonido del piano, a pesar de ser un Steinway & Sons, era de lo más chicharriento, de lo que surgió el viejo dilema del huevo o la gallina; mas, como lego en estas materias, no sabría dilucidar si es el pianista o es el piano; o si es el piano o la partitura; el asunto es que prefiero mil veces la aparente sencillez, la melodía de Schubert, y la melancolía, la pasión de Chopin sobre las filigranas de Liszt. O es que no lo he logrado entender y deba darme a la tarea de estudiarlo. 
Me decía esto mientras asumía los puntos buenos del momento, la tibieza del teatro, la salida nocturna de mi cabaña, tan rara en mi nueva vida sureña, la sensación de estar acompañado de otras almas; me decía esto mientras, nuevamente durante el paseo de la mente, se me presentaba la figura del cuidador del estacionamiento, hombre de gafas que espera el final del concierto al aire libre entre los autos, bajo la helada que se deja caer por estos días, para agradecer con humildad la propina voluntaria que justificará su desafío al frío y que escasos conductores le otorgarán por su servicio.
Este es un gran teatro, no tiene nada que envidiarle a los mejores de Chile y del mundo; ha recibido a directores y artistas de la talla de Helmut Rilling, Valery Gergiev, Diana Damrau, Yo-Yo Ma, Vladimir Ashkenazy, Paquito D´Rivera, Verónica Villarroel; pero hoy por hoy está dejando que desear, no se vaya a transformar en un elefante blanco, con cuántos teatros regionales no ha pasado antes algo así; el oro cuando se acaba hace brillar y desvencija las butacas.
Había entrado levemente entusiasmado, media hora antes del concierto, para echar una mirada a la gente; me gusta ver las caras de los asistentes, los trajes con que van vestidos, me gusta oír sus saludos, sus conversaciones, me gusta diferenciar a quienes van para aprender, quien van para verse, quienes van por interés musical; sobre todo me gusta esperar la función con una copa de espumante en la mano al módico precio de cuatro mil pesos, me recuerda esa copa que bebí en el intermedio de Tristán e Isolda en el Metropolitan Opera House de Nueva York, obnubilado por el peso del programa, de las luces y del teatro, días pasados hace ya casi diez años, me parece que fue ayer. 
Lo que no me gusta ver son hileras vacías, presagios de la irrupción silenciosa del elefante blanco; nadie quisiera ser testigo de la demolición de un sueño.
A la salida del concierto el azar me permite conocer a la suegra del portugués Joao Aboim, director artístico de la Fundación Teatro del Lago. De baja estatura, ella es una chilena del sur, sencilla y de muy agradable trato. Le cuento que echo de menos una temporada artística acorde con la grandeza arquitectónica del edificio emplazado en la costanera de Frutillar. Ciudades con menos pedigrí musical la tienen. Me responde, con una sonrisa tímida, lo mismo que acabamos de constatar en la sala. "No hay gente para algo así... la gente no viene".   

miércoles, mayo 28, 2025

Un ejército de riñones

De casualidad, por estos días el riñón se ha convertido en un punto de encuentro que da lugar a comentarios, preocupaciones, averiguaciones, exámenes, depósitos bancarios, recuerdos, asociaciones, oraciones nocturnas. Me doy cuenta de algo que había dejado pasar durante toda la vida: estoy rodeado de riñones, acorralado por un ejército de riñones. Adonde sea que dirija la vista hay un par de riñones que aguarda, escondido, invisible, la menor oportunidad para hacerse presente. 
Si le concedí gratuitamente varias horas a esa reflexión, antes de retomar el texto que ahora le da vida, fue para detectar ciertos detalles de forma y de fondo. El tono en que está escrita, por ejemplo; un tono que oscila entre lo dramático y lo ridículo. Es difícil determinar, en efecto, dónde quise llegar con esas palabras. Porque si se da por cierto que la cabeza no toma conciencia de las cosas hasta que las cosas comprometen de algún modo su existencia, como sería el caso de una patología renal en el cuerpo de un familiar o un amigo, es innegable que las cosas obvias se dan por sentadas; esto es, que todos los vertebrados poseen riñones y que los riñones están propensos a presentar problemas algún día. Entonces, o lo uno o lo otro, y de allí no salgo.
Los problemas, los dolores, una vez acusados, parecieran ir mermando por el único hecho de ralentizarse dentro de la conciencia. La conciencia termina por aceptar la realidad y con ello, minimizarla. Hasta la hora de la muerte se puede sentir sin grandes angustias, si media demasiado tiempo entre su anuncio y su materialización. Nada mejor para los familiares que tenerlo todo dispuesto de antemano, cosa de evitar infelices decisiones de última hora, préstamos usureros, llantos operáticos.
Además está el caso del hígado. También estamos rodeados por un ejército de hígados, pero eso no parece tener la menor importancia en esta hora; la existencia del hígado en el cuerpo humano es una perogrullada que se le escapa a la conciencia, de allí que lo mejor sería ir cerrando esta reflexión.

miércoles, mayo 14, 2025

Julchus, el amigo flemático

Mi amigo Julchus heredó su apodo de mi primo Julchus, fallecido prematuramente a la edad de 21 años, hace más de cincuenta años. En aquella época estaban de moda las películas de gladiadores; lo bauticé como uno de ellos y así se ha mantenido hasta nuestros días.
Julchus el de ahora no se le parece en nada, salvo en el nombre Julio. El primero, Julio César Mardones; el segundo, Julio Frank Salgado. El primero, avasallador, extravertido, gracioso, impulsivo, desinteresado. El segundo, razonador, frío, obsesivo, iluso, soñador. Del primero ya he hablado en entregas anteriores y especialmente en mi último libro, que trata de mis vivencias de infancia y adolescencia. Del segundo publiqué hace tres décadas en el diario al que prestaba mis servicios una crónica titulada "Fueron tres amigos, fueron", donde intenté retratar -junto a la personalidad de quien habla y de la del tercer miembro del grupo, Alexis Jéldrez apodado Turangalila- la naturaleza enigmática de Julchus, a la vez silenciosa, evasiva, rigurosa y entregada a su pasión eterna: la radiotelefonía. Esta vez solo añadiré un par de anécdotas de su vida actual, en el entendido de que jamás leerá este blog, pues de hacerlo es posible que las desautorizara y me pidiera suprimir la historia.
Tuve el placer de recibirlo unos días en mi cabaña de Frutillar. Su madre acababa de fallecer después de una larga convalecencia; intuí que él, su hermana y su sobrina se sacaban un peso de encima y que Julchus merecía unos días de descanso en el sur de Chile, de manera que lo invité, aceptó y estuvo acá casi una semana.
Es difícil hacer y mantener una amistad. Del amigo se esperan muchas cosas porque, como se sabe, la amistad es gratuita y no demanda una visita previa al registro civil ni a la notaría más cercana para vivirla ni papeles que demuestren consanguinidad. De allí que las amistades nazcan y mueran en poco tiempo, digo las amistades que no pasaron la prueba de la constancia, la afinidad de intereses, el respeto mutuo, las diferencias individuales. Aun así, aquellas que le ganaron al paso del tiempo, de los años, pueden fallecer de imprevisto infarto o de lento cáncer, aplico infelizmente ejemplos de la medicina a este sentimiento. Yendo al caso de Julchus, la nuestra se ha tratado de una amistad con un bache de varias décadas en las que simplemente no nos hablamos, no nos escribimos ni nos vimos. Amistad frágil, pudiese llamarse.
Ya que me enfrasqué en el tema de la medicina, he de apuntar que Julchus sufrió hace un tiempo un grave problema de salud que lo tuvo entre las cuerdas y que ya parece estar superando. Esa noche disfrutaba en La Mesa Tropera de su primera cerveza en meses y cometí el error de recomendarle una de siete grados de alcohol. A los quince minutos quedó atrapado en el asunto que le quitaba el sueño en las últimas semanas. No lograba salir de la historia; no bien la terminaba de relatar, inevitablemente empezaba a contarla otra vez, poniendo el énfasis en un punto diferente al anterior, para que no se notara la repetición. Confesaba un problema de carácter sentimental, pero en ciernes; casi no calificaba como problema, más bien parecía un caso de expectativas desmedidas, de timidez o de excesiva caballerosidad hacia la contraparte, la que estaba entregando muy pocas señales como para hacerse la ilusión de un encuentro mayor, a juzgar por lo mismo que él declaraba. 
Más que aburrido, exasperado, corté de raíz su relato y le pedí con brusquedad que se me antojó similar a la de un patrón de fundo que cambiáramos de tema, porque así no llegaríamos a ninguna parte. Mi exabrupto lo cohibió y guardó silencio. Creo recordar que me ofreció disculpas; le comenté que no tenía por qué ofrecerlas y así salimos del embrollo. Al día siguiente bromeaba con la cerveza que había bebido por sugerencia mía, aunque noté que a la menor insinuación de mi parte sacaba a relucir de inmediato su "historia de amor". Tratábase de una joven inmigrante, bastante buenamoza, a juzgar por la foto que me enseñó esa noche de cervezas, una joven que había cuidado profesionalmente a su madre las últimas semanas de su vida, lo que conllevaba relacionarse de un modo u otro con los demás habitantes de la casa; a saber, Julchus, su hermana y su sobrina. En cuanto a esta última, no desempeñó un rol especial en la historia, porque entraba y salía del hogar. La hermana de Julchus, sin embargo, fue adoptando una actitud renuente hacia la enfermera, a la par que severa hacia Julchus. Parecía darse cuenta de los escarceos de mi amigo y de las ambigüedades de la mujer. Cuando intenté ahondar en la situación percibí que no había más que eso, escarceos y ambigüedades, y que en torno a tan escasos e irrelevantes datos podría haberme pasado la noche entera oyéndolo.
Reflexiono a mi pesar, hoy de nuevo solo en la cabaña, sobre un defecto personal que no se me ha quitado con la edad, digno de ser revelado en una visita al confesonario, pues claramente desde el punto de vista de la doctrina cristiana se trata de un pecado. Este consiste en mirar en menos a quienes están en una situación inferior a la mía, tanto en lo económico como en lo intelectual, siempre y cuando la vida nos disponga en el mismo nivel. Lo disfrazo tan bien que muchos me agradecen el trato que les doy; ignoran que agradecen una supuesta generosidad basada en la suficiencia y me temo que inconscientemente en el desprecio. La otra cara del mismo pecado se da en el temor reverencial que me inspiran las personalidades poderosas, de allí que a las personas que tal vez más admire sea a aquellas que se comportan igual con ricos y pobres, con ancianos y niños, y con sus similares; o sea, personas que son siempre ellas mismas, sin dobleces.
Mientras paseamos por la costanera de Llanquihue, o quizás cuando desayunamos en la cabaña o estuvimos sentados en nuestros sillones al caer la tarde, en una de esas ocasiones, para el caso da lo mismo, exceptuando la constatación de pérdida de memoria fina de mi parte, Julchus me narró un cuento magnífico, un episodio de su vida que se le había fijado en la mente y que sacó a flote seguramente porque en ese momento se sintió en confianza.
Es sabida su afición por la hípica. La hizo suya a través del respeto que le generaba su señor padre, un alemán grandote que lo llevaba a las carreras y que de un día para otro se apartó de su vida cuando su alma y su cuerpo se unieron a la de una mujer más joven que su esposa, la madre de Julchus, la madre recientemente fallecida. El padre de Julchus era un técnico electrónico y su carácter no parece haber sido demasiado efusivo, más bien al contrario, me lo imagino templado como Julchus, aunque dudo que esa característica de estar preparado para sufrir una traición, que ennoblece a mi amigo, haya formado parte de su carpeta de particularidades. De pronto me he puesto a hablar de un caballero, el padre de Julchus, que pasó hace rato a mejor vida; esta es una historia que se parece mucho a las historias de fantasmas, en cuanto a gente que se aparece de entre las tinieblas, no que lo hace para causar terror; desde hace un tiempo he tomado conciencia de que me estoy acostumbrando a contarlas.
Aquella tarde del cuento magnífico había terminado mal en el Club Hípico y Julchus se sentía apesadumbrado; el historial del programa, examinado rigurosamente, le había indicado que su caballo tenía grandes posibilidades de ganar la carrera siguiente, a pesar de que ningún apostador parecía advertirlo, a juzgar por la cantidad que pagaba el ejemplar, más de treinta veces por apuesta. Julchus además había estudiado a su caballo en el paseo preliminar; lucía brioso, lo que selló su decisión: fue a la boletería, le jugó sus últimos cien pesos y se dispuso a ver la carrera, más bien a gritar la carrera, como todos los presentes, desinhibidos al igual que los asistentes a un concierto o al estadio. 
El caballo no anduvo ni por las tapas. Julchus, desilusionado consigo mismo, no con el noble manco, arrojó el boleto al piso y se marchó. Iba saliendo cuando la pantalla lo atrajo con la repetición de la carrera: su caballo había entrado por los palos, él no lo había visto, y había ganado la carrera por dos cuerpos. ¡Julchus tenía razón, su instinto de jugador no le había fallado! ¡Cómo pudo dudar un segundo de su animal!
Conque ahora se trataba de hallar el boleto en el piso, uno de cientos botados por jugadores desencantados, hombres que acudían día a día al templo de la ilusión en búsqueda de un milagro que devolviera sus esperanzas al carril de la niñez, cuando todo era imaginable, posible y mágicamente fácil de conseguir. 
Abro un paréntesis en este cuento para subrayar la apuesta de Julchus: cien pesos. Para quien no viva en Chile o para un lector distraído, cien pesos chilenos son cien pesos, el equivalente a la moneda que se le da a un cantante del Metro o al malabarista de la esquina. Yo mismo el verano pasado cometí el error, a falta de más monedas, de obsequiarle dicha cantidad a un bombero de la bencinera, luego de rellenarme el estanque. "¡Gracias, jefe, que Dios se la multiplique", me dijo, irónico. Y hasta mi mujer reprobó mi ocurrencia.
De modo que tenemos a Julchus buscando su apuesta de cien pesos entre montones de papeles arrugados en el piso, aplastados por cochinas suelas de zapatos, mezclados con colillas de cigarros y, me cuesta decirlo, flemas arrojadas por la boca.
Pero ese día la diosa fortuna acompañaba a Julchus desde la cima del monte Olimpo, porque de pronto sus ojos se fijaron en un papelito que sobresalía de todos, radiante como la primera bailarina del Lago de los cisnes: era su boleto, su mínima apuesta que el azar multiplicaba por treinta y pico de veces, digamos cien pesos convertidos en 3 mil 400 pesos, por dar un ejemplo que se acerca bastante a la cifra real, suponiendo que el caballo pagó 34 veces.
"Lo increíble, Huguito (así como yo lo llamo Julchus, él me llama Huguito), fue que se dio la casualidad de que el boleto estaba al derecho y no al revés, y así pude identificarlo y partir a cobrarlo a la caja", sentenció con los ojos y la cara entera cubierta de alegría, algo no tan propio de su personalidad flemática.
El uso que le dio al premio entraría en un mar de especulaciones improcedentes pues, de lo que me dejó esa conversación, ni él mismo recodaba en qué se lo gastó.

domingo, mayo 11, 2025

Novela

De nuevo en Frutillar, tras largos días en Santiago, el Valle del Elqui, Las Cruces. Atrás quedan la familia, los amigos, la renuncia a la dieta alimenticia y el gin con gin al atardecer. La rutina cambia, el paisaje cambia; la conversación es reemplazada por un silencio introspectivo; las agradables sobremesas por la lectura, la música y la compañía de los pájaros.
Estos quince, veinte días que salí de Frutillar inocularon vejez  a mi cuerpo, sensación de decadencia física. Lo hablamos con mis amigos durante una caminata a la playa; recuerdo perfectamente el momento, hasta el tiempo que hacía, que era frío y nuboso. Les conté que me sentía más viejo, que estaba más atento a los males que acechan al organismo a la vuelta de cualquier esquina, les dije que algunos males ya estaban enviando sus señas, las que me tenían molesto. Ellos confesaron sus propios achaques y seguimos paseando hasta llegar a una zona en que las olas rompían contra unas rocas negras, echando espuma y metiéndose sobre la arena dorada por un ancho canal. El mismo paisaje de monótona belleza se ofrece allí desde hace cientos de miles de años, y tres seres humanos lo contemplaron y disfrutaron durante unos minutos.
Hablábamos de gente conocida; constatábamos que habían muerto casi todos. Y sin embargo nos sentíamos felices de compartir ese instante.  
Cuando repaso mis escritos y me topo con alguno que asevera que estoy viejo o que me siento viejo me da un poco de vergüenza. Descubro que mi vida se parece a una queja; que he gastado demasiado tiempo en andarme quejando. Lo descubro tardíamente, ahora que realmente estoy entrando a la vejez.
Desearía comenzar mi última novela con esas palabras. La escribiría en primera persona, señal de compromiso, tal como la tercera persona señala distanciamiento, pero no estoy seguro de que su tema se trataría completamente de mí. Creo que se me da lo autobiográfico, pero me tienta el desafío de la ficción.

miércoles, abril 30, 2025

Segundo libro

Llevo varios meses corrigiendo el texto de mi próximo libro, de allí la escasez de entregas en este blog. Ofrezco mis disculpas, si cabe hacerlo. Corregir es tal vez el trabajo literario fatigoso que más disfruto, fuera de aquel que implica la creación de la obra propiamente tal (el momento en que se le da sentido, el momento en que de la nada surge algo). No pocas veces me he levantado de la cama, agitado por la inspiración, para cambiar o agregar algo del trabajo creativo del momento. Intuyo que el giro preciso que ha brotado en la comodidad del lecho debe quedar estampado en la libreta de apuntes, de lo contrario a la mañana siguiente lo habré olvidado. Me vuelvo a acostar, y entonces, en un nuevo rapto de genialidad, surge otra corrección, y vamos levantándonos de nuevo. Finalmente, ya tranquilo con mi conciencia de escritor, me entrego a los brazos de Morfeo. No se crea que esto que narro es habitual; me sucede muy de vez en cuando, la mayoría de las veces tecleo y quedo conforme con lo escrito... hasta el momento de la ineludible corrección.
La primera señal de verdadera inspiración la sentí alrededor de los dieciocho años. Nunca había escrito nada que pudiese ser llamado ficción con propiedad. Serían las once de la noche y me hallaba acostado en mi dormitorio, en Rancagua, con la luz apagada. De pronto me sobrevino una especie de fiebre, una agitación incontrolable que me hizo sudar. Era, con todo, una emoción agradable; era como un soplo de vida que me llenaba los pulmones. Sin que mediara una explicación racional, había ideado cinco cuentos, y recuerdo que sentí que debía escribirlos, que no podía dejar de escribirlos, que tenía que escribirlos apenas me levantara al otro día. Y efectivamente, apenas desperté al día siguiente me senté ante la maquina de escribir y me di a la tarea de llevar los cinco cuentos al papel. Los titulé "Relatos breves y descabellados" y constituyen la base de buena parte de mi obra literaria (sé que estoy pareciendo algo pedante, sobrado, aun soberbio al contar lo que estoy contando, pero lo que digo con las palabras que digo, lo digo porque lo siento de verdad). Se trataba, desde luego, de narraciones de aficionado, pero había algo mío en ellas. Allí estaba mi estilo, para bien o para mal.
Como he manifestado más de una vez, hay ciertos relatos que por más que los corrija siguen siendo pobres, débiles, mediocres. Leídos meses más tarde de la "corrección definitiva", sus fallas surgen como un ventarrón a la vuelta de la esquina que nos echa a la cara ráfagas de bochorno. Los llamo relatos malditos, y lo peor es que cada cierto tiempo retornan a mi mente, para desafiarme. Ahora sí, me digo, ahora sí que le agarré el hilo. Y comienzo otra vez.
El nuevo libro se titulará "Parábolas del dr. Vicius. Segundo Libro". Es la nueva versión de mi primera obra, publicada hace 25 años, cuando no cumplía los cincuenta y mi sangre aún bullía de pasión, resentimiento y ganas de sobresalir. El personaje necesitaba esa sangre para abrirse paso con sus crímenes, tal como el mismo personaje precisa hoy una sangre más fría, espesa, lenta. No hay más diferencia que esa, y esa es la gran diferencia. Una obra escrita a los 47 años versus la misma obra acometida a los 72. Espero editar no más de treinta ejemplares, ejemplares de colección, numerados. Me conformaría con vender unos veinte para financiar tal vez el 30 por ciento del costo del diseño y de la imprenta. El tiempo dirá cuál de las dos versiones fue la más acertada, estéticamente.


miércoles, abril 23, 2025

Los ensayos apuntaban hacia eso

Salió a tantear el acontecer que le deparaba la nueva era. Ya se sentía diferente, pero le faltaba comprobar la actitud de los demás. No quiso ver antes las noticias; se le antojó que era mil veces preferible vivir la diferencia en carne propia. 
El cambio anunciado era el siguiente: libres de ataduras, los seres humanos se comunicarían de hoy en adelante simplemente a través de su yo más íntimo. Dirían lo que piensan y expresarían lo que sienten. La hipocresía, la mentira y el pecado desaparecían de la faz de la tierra y le abrían las puertas a la luz, el amor y la verdad. 
Sentado en un banquillo de la plaza aguardaba ser testigo de una fiesta de abrazos, los ensayos apuntaban hacia eso; algo cercano a la felicidad invadió su corazón al comprobar cuántas personas compartían en una esquina sus experiencias con sonrisas en las caras, cómo se palmoteaban las espaldas y canturreaban viejos temas populares. Gestos de buenas intenciones se multiplicaban por doquier, aunque varias calles más allá, proveniente de un espacio invisible a sus ojos, le pareció percibir una ligera humareda; sin casi darse cuenta un reguero de sangre le llegó a los pies.

miércoles, abril 16, 2025

"Las ruinas humanas"

No es casualidad que me hayan llamado la atención las últimas declaraciones que leí de Mario Vargas Llosa. A propósito de su muerte, las extrajo la prensa de sus archivos. 
"La muerte a mí no me angustia. La vida tiene eso de maravilloso: si viviéramos para siempre sería enormemente aburrida, mecánica. Si fuéramos eternos sería algo espantoso. Creo que la vida es tan maravillosa precisamente porque tiene un fin", dijo alguna vez.
He allí una frase acertada, como casi todas las que solía pronunciar. Aunque después, en otra entrevista, desliza un matiz. 
"Ser inmortal me parecería aburridísimo. Mañana, pasado, el infinito... No, es preferible morirse. Lo más tarde posible, pero morirse".
Lo más tarde posible, ha aclarado. Me recuerda un cuento de Maupassant que leí hará unos cuarenta años, en plena juventud. Un anciano acude regularmente al médico de su pueblo. Cada vez que el doctor lo ausculta, el paciente se las ingenia para derivar la conversación hacia el tema de las inevitables muertes que van ocurriendo en el pueblo. "Fulano murió de un ataque al corazón", le revela el médico; el paciente piensa, aliviado, yo estoy bien del corazón. "Zutano falleció de una obstrucción intestinal". Ah, qué bien, mi digestión es espléndida. "Perengano bebía demasiado y le falló el hígado". Yo no bebo, hago bien en no hacerlo. Un día le consulta sobre la reciente muerte de Mengano. "La verdad es que no tengo explicación para su muerte", le confiesa el médico. El paciente se intranquiliza. Pero cómo no va a tener explicación. "Así es, mi querido amigo, no me la explico". Pero una causa tiene que haber, doctor. "Si me pone entre la espada y la pared, tendría que admitirle que simplemente murió de viejo". Ah... de viejo... murió de viejo, reacciona el paciente, aliviado, y se marcha.
Qué curioso. Maupassant falleció a los cuarenta y dos años, hace 133; el viejito de su cuento sigue vivo.
Viene la frase final de Vargas Llosa, la que me impresionó especialmente.
"Lo que yo detesto es el deterioro. Las ruinas humanas. Es algo terrible, lo peor que podría pasarme".
No es casualidad haberle puesto atención a dicho enunciado, como decía. A esta edad, afirmaciones como esas cobran vital importancia, porque me siento identificado con ellas. Diez, quince años atrás, quizás me habrían provocado un bostezo, o derechamente las habría pasado de largo. El caso es que lo que estoy diciendo vale para cualquier persona, y de cualquier edad. Uno se fija en lo que le interesa y lo demás tiende a obviarlo, salvo que pueda sacar provecho del conocimiento recibido o sufra un castigo por no asimilarlo.

domingo, abril 13, 2025

Never Let Me Go (honor a Vargas Llosa)

No fue sino días después de que el libro llegara a mis manos cuando resurgió uno de mis caros recuerdos de infancia, imagen anclada entre la capacidad de observación y la manía. Eran los tiempos en que entraban fuerte las canciones en inglés de ídolos rockeros del estilo de Paul Anka, Neil Sedaka, Frankie Avalon, Connie Francis, Brenda Lee, Ricky Nelson, con la excepción de Elvis Presley, a quien los niños de nuestro tiempo ya considerábamos pasado de moda. Mi oído hizo suya una de las frases más repetidas de esas canciones y permanentemente la susurraba al dirigirme a la escuela, o en los recreos, o por las tardes, en cualquier momento, hasta convertirla, sin entender qué quería decir, en una de mis palabras favoritas: Neverlestingou. Parecido al caso de Mai drims comtrú o Guan suponetaim, Neverlestingou era una palabra en inglés, larga, que sonaba bonita y remataba, después de tanta e, en una especie de chasquido eléctrico. Años después vine a caer en cuenta que esa palabra trillada, ese lugar común, se pronunciaba Never Let Me Go y sobre todo, en que reforzaba la idea que ya iba teniendo del asunto; esto es, que las letras en inglés podían ser tanto o más frívolas que las letras en español, con la diferencia que no se entendían y sonaban raro; o sea, le daban un aura de prestigio a la canción.
Neverlestingou, mejor dicho Never Let Me Go, o Nunca me abandones, es una canción de mentira de la cantante de mentira Judy Bridgewater, ideada por el Nobel británico de ascendencia japonesa Kazuo Ishiguro. Esa canción, favorita de la joven protagonista, que la escucha una y otra vez, y la baila abrazada a una almohada que simboliza el hijo que jamás habrá de tener, da origen al nombre de su novela. Como podía esperarse, tras el éxito comercial del libro fue compuesta y cantada de verdad. Hoy se puede escuchar por Spotify y hasta ver la carátula del disco con la cantante de los años cincuenta, sentada con su amplio escote y la boquilla del cigarrillo entre los dedos, tal como la describe el autor en su novela.
Me veo obligado a hacer un paréntesis. Mientras escribo estas líneas me llega la noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa. Rindo homenaje a su claridad, a su amenidad, a su pasión por la vida, a su valentía y a su inteligencia superior. No soy un especial admirador de sus novelas, a las que reconozco indudable maestría en el estilo y la arquitectura; me quedo con sus magníficos ensayos, el último de los cuales, "La llamada de la tribu", recomiendo encarecidamente. En lo político, su pueblo optó por Fujimori. Él bebió el sabor amargo de la derrota, pero la aceptó con hidalguía. Ya es tarde para llorar sobre la leche derramada. ¡Salud por el descanso de tu alma, noble escribidor! 
Vuelvo a mi libro.
No es  mi propósito analizar su tema de fondo. A mi juicio, es lo menos logrado de la obra y ya, a veinte años de su publicación, deja entrever cómo el paso del tiempo va oxidando ciertas propuestas que pudieron parecer innovadoras en su momento. La ciencia y la tecnología avanzan demasiado; no es prudente jugar con ellas.
Lo que quería destacar es la manera en que fue escrita, siempre yendo para atrás. Eso equivale a afirmar que Ishiguro confeccionó detalladamente un plan y lo fue cumpliendo paso a paso; de otra forma esa opción habría sido imposible de acometer en forma tan perfecta. No puede uno entrar en un detalle de una discusión y luego retroceder en el tiempo para que se entienda el contexto en que se están diciendo esas palabras, sin haber antes bosquejado la trama total de la obra. Un cliente manda a construir su casa; uno de los maestros de la empresa constructora comete un error en la instalación de las cañerías y meses más tarde la casa hace agua. El gerente hace entrar al cliente a su oficina y ante la presencia del maestro, que el cliente no esperaba, le explica que el día de la instalación el trabajador había sufrido un grave problema familiar, pero que aun así había insistido en presentarse a la obra. Si fuera ese el caso, que no lo es, porque el ejemplo es burdo, Ishiguro habría comenzado por el ingreso del cliente a la oficina donde ya están el gerente con el maestro, y luego habría retrocedido al día de la instalación de la cañería y luego tarde al desperfecto de la cañería con sus consecuencias, para desembocar en la reunión, de la que saldrá algo nuevo.
A menudo leo entrevistas en que afamados escritores sostienen que van creando sus obras sin saber lo que vendrá más adelante, como si se dejasen llevar por el crecimiento de sus personajes. Otros admiten seguir un plan preestablecido. En ambos casos el resultado puede ser tanto horrible como magnífico. Ishiguro en esta obra es de los que siguen un plan. 
Cada vez estoy más convencido de que las grandes creaciones destacan por su profusión de detalles; esto vale para novelas psicológicas como podrían ser El proceso o El lobo estepario, tanto como para obras totales que construyen un universo, como Los miserables o Guerra y paz. El escritor, el gran escritor, debe llevar consigo una sana dosis de obsesión y locura, de otro modo etcétera.
En cuanto a la protagonista, todo lo relata como si estuviese presentando un informe. Ya es un logro que sea una mujer, y que sea creíble, considerando que el autor es un hombre. Como lector no sentí una clara empatía con ella; más bien me supo a chica sabelotodo, aunque sin vanidad, sin proponérselo. Imaginé que representaba el sentido común, aquel que prima en las conversaciones de compañeros de oficina, por ejemplo.
Ishiguro contiene a sus personajes, cuando lo lógico sería que hubiese un cuestionamiento y hasta asomos de rebeldía de ellos por la situación a la que han sido destinados. No queda claro por qué lo hace, ya que los personajes parecen tener alma y conciencia, como los seres normales. En vez de eso los presenta a todos con una resignación serena, y hasta una pequeña alegría por cumplir con aquello para lo que se los preparó. 
Tal vez la gran diferencia, lo que los separa completamente de nosotros, sea la naturalidad, casi diría la frialdad con que se toman las relaciones sexuales. No diciéndolo, Ishiguro lo explicita: no hay cortejo, no hay celos. Y si una joven le confiesa a su interlocutor que sintió de pronto ansias desmedidas por hacer el sexo con cualquiera, el autor lo dice con esas palabras, con cualquiera, el interlocutor le contesta que no se preocupe, que eso les pasa a todos, aunque no lo digan. 

martes, marzo 25, 2025

Wakefield, decisiones inexplicables

La historia de Wakefield es menos insólita de lo que pudiera entenderse a la primera lectura, sin mayor análisis, historia destinada a disfrutar de un grato momento al atardecer. Así como no es improbable que habite en nosotros un Bartleby, un Don Quijote, una Madame Bovary, un Capitán Ahab, sospecho que también llevamos escondido un inefable Wakefield y que habiendo llegado el momento, hemos dado prueba de ello. 
Nathaniel Hawthorne publicó el cuento en 1837 dentro del volumen titulado "Twice-Told Tales" (Cuentos contados dos veces, pues los originales venían de difundirse en diversas revistas) y lo situó en Londres. A Borges le impresionó el relato y le dedicó una conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, que dictó en marzo de 1949 y recopiló en 1967 en el libro "Nueva antología personal" (Siglo XXI Editores, pág. 172 y siguientes).
En síntesis, y valga como ilustración de lo que deseo testimoniar a continuación, Wakfield es un sosegado jefe de hogar, felizmente casado hace diez años, dueño de una imaginación propensa a elaborar "misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes... un hombre tibio, de gran pereza imaginativa y mental" (Borges se acopla al retrato que bosqueja Hawthorne) que de un día para otro abandona su hogar para alojarse a la vuelta de su casa durante veinte años, durante los cuales suele pasar frente a su domicilio, mirar por la ventana a su mujer y hasta encontrarse frente a frente a ella en una calle de Londres, sin que la supuesta viuda lo reconozca, para finalmente regresar como si nada y vivir el resto de sus días junto a su esposa como un marido ejemplar.
Esa tendencia a "elaborar misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes", la reconozco en mi persona, no es objeto de orgullo sino de asombro, pero es trascendente porque dice mucho de mí y hasta cambió mi vida en un momento de mi juventud y ahora, entrado a la vejez.
Tiendo a pensar que el escritor, más que por necesidad, escribe por placer; de otro modo no lo haría. No obstante, hay ocasiones en que lo hace por pesar; de esto daré ejemplos que no enfrentan al placer con el pesar, sino que de alguna misteriosa manera los entrelazan en un instante de su vida.
Me asaltan confusas sensaciones de pérdida, de enemigos que acechan a través de las cosas. Las cosas suelen generar más espanto que las ideas, las creencias, los recuerdos, el porvenir. Mensajeras de presumibles o desconocidas desgracias, atacan, en su inocencia, la base del ser, y despiertan la cobardía. Una de las razones que tengo para escribir es hacerles frente a las cosas, evitándolas. A pesar de todo, dejan su huella en el texto; una consecuencia es la historia que estoy narrando.
Esto ya lo he contado alguna vez; el hecho fue que no tendría más de seis años, era de noche y jugábamos a las escondidas en el patio de Rancagua. Había una fiesta en la casa, lo recuerdo por el entrechocar de copas y las risotadas de los mayores, por esas luces mortecinas que llegaban desde el comedor, repartiendo sombras que semejaban espectros jubilosos. No sé hoy dónde me escondí; sí sé que era un escondite inexpugnable. Mi hermano y mis primos iban saliendo de sus guaridas y trataban de llegar al punto concertado; algunos eran pillados, otros lograban su propósito. Yo escuchaba gritos y risas infantiles. Y no salía. ¿Qué me hizo permanecer oculto durante un tiempo irracional, desmedido, tanto así que el juego terminó y todos se entraron en la casa, sin que nadie me echara de menos? Hasta ahora solo tengo una explicación para haber tomado esa decisión irracional, aunque inofensiva. Se trataba de ganar, y para ganar hay que hacer sacrificios, ejercitar la paciencia y apostarlo todo solamente cuando el campo se halla libre de enemigos. Esa noche triunfé sobre el silencio y la indiferencia, que es algo así como triunfar sobre la muerte, una especie de victoria pírrica. Ya se anidaba en mí el espíritu de Wakefield.
Darían las dos de la tarde del 21 de agosto de 1971 cuando mi cuerpo me impulsó a tomar una micro hasta la Estación Central. Durante el trayecto traté de pensar hacia dónde me dirigía; una vaga idea se me cruzó por la mente. Contaba 18 años cumplidos. Al bajar me dirigí a un terminal secundario de buses cuyo destino es el litoral central. Busqué un pasaje para Rosario Lo Solís y para mi suerte, estaba por salir el único bus del día que llevaba a ese pueblito. Alrededor de las siete de la tarde descendí en San Vicente de Pucalán, algo menos que un caserío, ubicado unos diez kilómetros antes del destino final. Llovía intensamente. Toqué a la puerta de una casa de adobe frente a un pino gigante y a un costado de la escuelita del lugar; me salió a abrir una anciana que temblaba por efectos del Parkinson. Era la señorita María Williams, ex colega de mi abuela Amanda en otra escuela rural. Mi abuela había conseguido un puesto en la ciudad y ya no vivía en este mundo; la señorita María Williams había permanecido en el campo, le quedaba un poco más de vida y estaba jubilada. Yo la conocía porque con mi tía y mi primo Miguel habíamos pasado unas vacaciones en esa casa, dos años antes. Me presenté y fui reconocido e invitado a entrar. Sus manos tiritonas me sirvieron un pan con dulce de membrillo y un café con leche, sin derramar una sola gota. Recuerdo que yo vestía uno de esos ponchos de lana que estaban de moda en los años setenta, y que mi pelo largo la impresionó, mejor dicho la inquietó. Y sin embargo me ofreció su hospitalidad. ¿Qué presentimiento me hizo abandonar la carrera universitaria ese 21 de agosto y emprender la aventura de convertirme en profesor primario en una escuelita rural durante cuatro meses, acogido por una anciana que apenas me conocía? He allí uno de esos misterios pueriles, secretos insignificantes. Dejaba mi mundo y entraba en otro, alejado pero en el fondo a la vuelta de mi casa. Esa decisión tomada sin previo análisis, venida del fondo de mi ser, me cambió la vida. Vista con el prisma de hoy, fue una determinación temeraria, pero al final de cuentas beneficiosa. En la universidad daba tumbos; era demasiado joven para afrontar el peso de un ambiente plagado de seres pensantes, revolucionarios; deseaba entregarme en ese momento a un entorno puro y desamparado, que identificaba con el campo, con los niños del campo, y esos cuatro meses, sumados al estudio posterior de la carrera de pedagogía, que se truncó a raíz del Golpe de Estado, fue el revoltijo necesario para reintegrarme a mi carrera original, periodismo, y rectificar mi existencia.     
Tendría unos 35 años, vivíamos en La Florida. Éramos entonces Patricia, Constanza, Matías y yo. No había nacido Valentina. La Conita debía de tener nueve años y Matías, siete. Esa tarde llegué más temprano del trabajo; los niños jugaban en el pasaje. Mi espíritu lúdico ideó un juego cruel, nacido de una idea atornillada en los orígenes de mi razonamiento, consistente en que la emoción, para que sea más viva, debe ser precedida por una sensación trágica: me disfrazaría de monstruo para asustarlos. Me cubrí el cuerpo hasta la cabeza con una bata azul y esperé, escondido en una habitación del segundo piso. Los niños entraron; di sonoros pasos, que de pronto fueron escuchados. Sentí una agitación en la sangre; me corrió un sudor nervioso por la espalda y podría jurar que en mi cara se dibujó una mueca de ominosa felicidad. Mi hija mayor, que siempre ha dado muestras de una valentía que pasa por desaconsejable, comenzó a subir los escalones, desafiando a gritos al ladrón que había entrado a robar a la casa. Portaba una lanza del movimiento scout; Matías había huido disparado a la calle. Juzgué que era el momento de dar la divertida sorpresa. Comencé a bajar hasta ella y me descubrí, cuando estaba a punto de arrojarme la lanza. Hasta hoy, hasta este mismo momento en que la rememoro, me maldigo por esa broma, que harto pánico y sufrimiento les causó a los dos. Pesar y placer. Wakefield.
Existe finalmente una decisión que se fue dando de manera natural, pero que bien pensadas las cosas no tiene asidero lógico. Porque, ¿es sensato que un hombre de setenta años, de los cuales ha vivido cincuenta o poquito menos junto a su esposa y sus tres hijos, deje su hogar de un día para otro para establecerse en otra casa, ubicada a mil kilómetros, y que esto se dé manteniendo su matrimonio y aun redoblando el cariño por su mujer y sus hijos? De hecho, es la primera pregunta que me hacen cuando se enteran de mi cambio: ¿y estás viviendo solo? Entonces les respondo con argumentos que parecen normales, pero que bien pensadas las cosas no tienen asidero lógico. "Ella sigue haciendo clases y yo no puedo dejar esta cabaña sola, después de haberla construido". Las preguntan flotan, tácitas, densas, en el aire. ¿Por qué sigue haciendo clases? ¿Por qué ordenó construir esta cabaña? ¿No había otra solución para este matrimonio que se casó "para toda la vida" y que juró permanecer unido y protegerse en la salud y en la enfermedad? ¿O bien pensadas las cosas no podía haber mejor plan que este, considerando el desgaste natural de la pareja y el aire fresco que entra en los pulmones de él y de ella cuando respiran libertad y los fantasmas de la neurosis y del desinterés se evanecen? 
Wakefield lleva ya tres años instalado "a la vuelta de su casa". Cada día mira por la ventana del whatsapp a su mujer, a su familia y deja pasar el tiempo, convencido íntimamente de que no alcanzará la cifra mágica de los veinte años. Antes se hallará habitando el patio de los callados, como ya estaba muerto en vida el personaje original, al retornar de pronto a su hogar en Londres.

sábado, marzo 22, 2025

La imaginación de Kafka

Jack London vivió defendiéndose contra las acusaciones de plagio de varios de sus cuentos; su defensa, lejos de negar la semejanza, consistía en cambiar el concepto de plagio por el de influencia. Para él resultaba válido basarse o inspirarse en un cuento ajeno para crear un cuento propio. La prueba de su inocencia, o de la castidad de su filosofía artística, es que en una ocasión le escribió una carta de agradecimiento al autor de la publicación original, antes de que éste elevara una protesta pública; eso está documentado. La mayoría de las veces se excusaba con el argumento de que ambos creadores habían sacado el tema de un suceso criminal descrito antes por un periódico; ambos estarían plagiando entonces al periódico y a través suyo, a la vida  misma. De todas formas, siempre hacía ver que era el tratamiento de la obra el que hacía la diferencia, lo que equivalía a disminuir al nivel de la insignificancia la imputación.
London escribió novelas y cuentos memorables; sin duda entre estos últimos "To Build a Fire", traducido como "Encender una hoguera" o "Encender un fuego", en su segunda versión, brilla en la cima. "La historia del hombre leopardo" no figura entre sus mejores obras, rara vez es mencionado, cuesta llegar a él; y sin embargo en estas solitarias tardes de otoño en el sur me ha dado que pensar, hasta el extremo de que no logro sacarme de la cabeza que Kafka, el mismísimo Franz Kafka, tuvo que haberse inspirado en él para crear su famosa historia "Un artista del hambre".
El hombre leopardo llegó a mis manos gracias a la existencia de la magnífica biblioteca de Frutillar. Una mañana escogí al azar una diminuta antología de relatos de crimen y misterio; escogí ese libro precisamente por su escasa cantidad de páginas y por lo tanto, de cuentos, entre los que se incluía el de Jack London, además de otra obra maestra que desconocía, "Markheim", de Robert Louis Stevenson. Cada día me es más difícil abordar obras monumentales; estoy dejando para otra ocasión "2666" y "Los detectives salvajes", tal vez algún día me digne a afrontarlos o quizás queden para una nueva vida, pero en tal caso tendría que cambiarme a la religión hinduísta, y dificulto que lo haga, por ahora, de tal manera que ante la disyuntiva de un lomo generoso y otro escuálido, tiendo a retirar de la estantería el lomo escuálido, y así fue como di con la historia del hombre leopardo.
"La historia del hombre leopardo" fue publicada en 1903 en la revista ilustrada norteamericana "Leslie's Weekly". "Un artista del hambre" fue publicada en 1922 en la revista literaria alemana "Die neue Rundschau". A juzgar por las vagas similitudes entre ambos cuentos no es improbable entonces que Kafka haya leído en su momento "La historia del hombre leopardo", escrita casi veinte años antes; de alguna forma tuvo que llegar a sus manos esa revista u otra que copió el relato, lo que desembocaría así en la paradoja, o el extraño caso, del plagiador plagiado. London no pudo haber elevado una demanda contra Kafka porque había muerto seis años antes de que "Un artista del hambre" saliese a la luz, en 1916, a los 40 años. Kafka murió en 1924, también a los 40 años.
Cito el párrafo de mi interés de "La historia del hombre leopardo", al inicio del cuento:
"Había en sus ojos una mirada distraída, perdida, y su voz triste, insistente, dulce como la de una doncella, parecía la representación apacible de una melancolía profundamente arraigada. Era el hombre leopardo, pero no lo parecía. Su profesión, su medio de vida, consistía en aparecer en una jaula de leopardos amaestrados ante públicos numerosos, a los que emocionaba mediante ciertas exhibiciones de valor por las que sus empresarios lo recompensaban a una escala proporcionada a las emociones que producía" ... "parecía agobiado no tanto por la melancolía como por una tristeza grata y discreta" ... "al parecer carecía de imaginación. Para él no había ningún atractivo en su vistosa carrera, ningún hecho atrevido, ninguna emoción, tan solo una gris monotonía y un aburrimiento infinito".
Cito un párrafo escogido de "Un artista del hambre":
"Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador"... "permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían"... "Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar- alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era...".
En ambos casos, un hombre mínimo, inofensivo, melancólico; un hombre encerrado en una jaula de circo; un empresario que lo exhibe a un público asombrado hasta donde el espectáculo de feria lo permite. No se trata de coincidencias imposibles: en aquellos años de fines del Siglo XIX y principios del XX era bastante recurrente el tema de los artistas deformes, entendidos como seres desviados del común vivir de la gente, rechazados y temidos por la sociedad. La película "Freaks", de 1932, dirigida por Tod Browning, retrata magistralmente ese tema, y en los últimos años varias producciones cinematográficas se han hecho cargo del relevo.
Mi conjetura es que Kafka estudió el argumento de la historia de London y echó a andar su imaginación retorcida (uso el verbo retorcer en el sentido de sinuosidad, de darle vueltas a algo), llevando a su personaje a alturas que London no consiguió con el suyo. Me detengo entonces, porque yo no soy ningún académico, ningún estudioso de la literatura, no redacto papers ni tesinas, en el simple fenómeno de la chispa que pudo haber echado a andar la imaginación de Kafka en aquella ocasión. A Kafka le gustaban esos personajes y a la menor oportunidad que se le presentara debió de apropiárselos, hacerlos suyos. Sumándole su estilo ambiguo de vueltas y vueltas, vueltas para confirmar, vueltas para rebatir, vueltas para desmentir y nuevas vueltas para volver a confirmar, tenemos al hombre leopardo convertido en artista del hambre.
Queda por analizar la posibilidad de una colisión de fenómenos que parecieran estar siempre sobrevolando las nubes, hasta que se dejan caer sobre ciertas mentes afiebradas que los aguardan inconscientemente y se nutren de ellos. Se daría la casualidad que dichos fenómenos serían asimilados por mentes semejantes o proclives a incorporarlos a su repertorio (matemáticos, filósofos, inventores, poetas, químicos) de tal manera que entonces la cacería ocurriría a la inversa; esto es, dos artistas crean el mismo verso casi al mismo tiempo (lo atrapan) y no el mismo verso atrapa a dos artistas. 
No deja de ser curioso que en el párrafo final del cuento de Kafka, el artista del hambre sea reemplazado en la jaula por una pantera. Como bien lo saben los zoólogos, el nombre científico del leopardo es panthera pardus.
Tal vez haya constituido el humilde tributo del escritor checo al norteamericano que lo inspiró.

miércoles, marzo 05, 2025

Chesil Beach

Al margen de que este libro me despertó recuerdos de ciertas experiencias personales, lo que siempre se agradece, hayan sido buenas o malas (hablo de una parte fundamental de la literatura, el compromiso, el involucramiento del lector con la obra), hay un aspecto del mismo que no deja de causarme curiosidad, sobre todo luego de leer las numerosas reseñas disponibles en internet.
Pero antes he de declarar mi admiración por el trato que el narrador le da al conflicto entre dos enamorados, a la sutileza y el detalle con que lo afronta desde la perspectiva interna de los personajes. Es fácil decir que Edward y Florence se hallan en las antípodas acerca de la forma en que experimentan su sexualidad y es fácil decir que llegado el momento de que ambas visiones se hagan carne se producirá un choque psicológico de insospechadas consecuencias. La gracia está en anunciar el conflicto desde las primeras páginas, irse para atrás a desarrollar el nudo y luego describirlo en todo su detalle, eligiendo primero la reacción del personaje más complejo y luego, la del otro. A  mi gusto, el punto más alto de la novela se da en la sensación que queda cuando ha pasado la noche de bodas. Quiero decir, cuando está clareando el día. Es notable la identificación del lector con los sentimientos tanto de ella como de él, y para que ocurra esto en la mente del que lee no se necesitan palabras; es el regusto que deja el conflicto lo que lo agiganta. Son las sensaciones de ira, frustración, culpa, autocompasión, vividas por personajes ficticios y traspasadas a una persona sentada ante un libro. Cuánta diferencia, lamentablemente, con ciertas novelas chilenas que intentan meterse en aquellas honduras. Ejemplo digno de estudiar el de McEwan, y por qué no de imitar, en la medida de lo posible.
Y sin embargo no hay mayor profundidad que la de un desencuentro sexual motivado en las vivencias previas de los personajes, o en la época cuasi isabelina en que seguía viviendo Inglaterra hasta 1962, temas ambos que el autor examina con la exactitud con que un científico se planta frente a su microscopio, pero que a fin de cuentas retrata los mismos problemas que viven todas las parejas, con las infinitas variantes que surgen de cada una de ellas. Visto así sería un libro soslayable... si no fuese por la fuerza que dejan sus personajes.
El asunto pendiente es que pocos reparan en el origen de la frigidez de la novia, que no sería otro que el supuesto abuso al que la sometió su padre en su niñez y adolescencia. El autor desliza esa posibilidad, proporciona datos que van en esa dirección y no en otra, y no confirma nada. Tal barbaridad ella parece haberla sepultado en los recovecos más oscuros de su mente, diríase en el desván de su cabeza. Pero el hecho remoto persiste en el tiempo y le ha modificado no solo su vida -su manera de sentir y quizás hasta de pensar- sino la de su pareja y sumándose a ello, la de las múltiples relaciones surgidas pasado el tiempo; es decir, estamos ante una prueba más de lo que pudo ser versus la realidad de lo que fue. El daño que causa la supuesta conducta paterna nunca se toma la obra; queda flotando entre las páginas, de tal modo que el tema central de la novela no se plantea, y ese es otro de los méritos del libro.

viernes, febrero 21, 2025

Destellos de felicidad

Algo despertó de pronto la atención del inquilino, sin darse cuenta realmente de lo que era. Sentado en una cómoda silla de lona frente al mismo paisaje de todos los días que se desplegaba ante su vista, su mente, que segundos antes estaba en blanco, comenzó a tomar conciencia de ciertos detalles del momento. 
La temperatura ambiente era, por decirlo de algún modo, ideal. Además, no corría ni una brizna de viento, ese viento helado del sur que obliga a los hombres a recogerse en sus guaridas; tampoco estaba el sol, ese sol que de tan directo y fuerte quema el rostro en minutos. Delicadas nubes servían de telón de fondo al volcán, a los frondosos árboles, a los pastos resecos del verano, a los zorros que se dejaban caer desde el cerro; una música suave y melodiosa le llegaba a sus oídos desde dentro de la cabaña. 
Reparó entonces en que su cuerpo estaba viviendo como si no existiera, oh paradoja. Nada lo hacía sentirlo, ningún reclamo le llegaba desde ninguna zona suya, oídos, articulaciones, aparato digestivo, ojos, cuello, garganta, cabeza. Sentirse en un cuerpo así es un prodigio, rarísimas veces ocurre ese fenómeno. Y el inquilino lo estaba experimentando.
Lo más grande de todo era que su mente se hallaba tranquila; por arte de magia no la atacaba tribulación alguna. Las noticias que le llegaban de sus seres queridos eran buenas; sus preocupaciones económicas, especialmente aquellas relacionadas con el porvenir, se habían refugiado en algún cajón secreto de su estantería. Era un momento sin pasado ni futuro.
El inquilino no lograba comprender lo que estaba sintiendo, atendido el caso de que el momento por el que pasaba no tenía nada de extraordinario, aunque alcanzaba a advertir que era algo bueno. Lo extraño de la situación era que bajo circunstancias similares podía ser, y había sido, presa de sensaciones de angustia, de tedio, de malestar, de rechazo a la vida. 
Tanto mejor que lo ignorase: esta vez se trataba de un destello de felicidad que atravesaba su ser, lo más sencillo del mundo, como ocurre en algún instante con todas las criaturas de este reino, en el lapso que va de un minuto a otro.      

jueves, febrero 06, 2025

Semblanza del Amigo Bigote

No pretendo erigirme en juez de la Inquisición, pero al notar la escasa asistencia hubiese deseado tener más poder que aquella insignificancia que alguna vez alentó mi vanidad. Dado tal caso, habría aplicado merecidos correctivos a los remolones, displicentes, indiferentes y un cuantuay de epítetos que se me alojaron en la cabeza esa acalorada mañana de febrero, dentro del cinerario del Parque del Recuerdo, mientras se presentaban a mi memoria los rostros de la ausencia. Cubierto con túnica blanca y capuchón, escucharía peticiones de súplica desde un trono ficticio; oiría juramentos, vanas excusas del montón de arrepentidos que se niegan a ser conducidos, tiritando de miedo, a la sala de tormentos, una vez pillados en falta. 
La imaginación me juega malas pasadas. Más que tirria me domina una sensación de sorpresa, de incredulidad ante lo que, se me figura, debió ser una inolvidable ceremonia, un apoteósico momento. Y entonces casi lo puedo sentir dentro de su féretro, sereno, al Amigo Bigote, soltando una de sus estentóreas carcajadas y recriminándome con estas mismas palabras, o muy parecidas:
-¡Zanahoria, usted no escarmienta ni siquiera en esta grave instancia! Deje enfrentar solo este momento a su egregio amigo; un emperador no precisa de apoyos destemplados. Si hiciese gala de una agudeza que parece serle tan esquiva, daríase cuenta de que yo mismo he escogido esta suerte de despedida. Están los que están, es lo que vale, y los que no asistieron habrán tenido sus justificadas razones. No pretenda constituirse en mánager del Tribunal del Santo Oficio, por Dios. Por lo demás, como no puedo hablar, como no puedo aportar al debate, como no puedo confrontar esta vez a mis ilustres contradictores, este rito me da casi lo mismo. 
De modo que los que no han venido, no vinieron no más. Febrero es mes de vacaciones, el sábado es día de cambio de aires. Ya no es tiempo de afectos entre colegas de oficina. Y si alguna virtud poseen los palogruesos, esa es posar de olvidadizos.
Para alguien como yo, de pocas luces, desentrañar, siquiera bosquejar la compleja personalidad del Amigo Bigote se torna un desafío que dan ganas de no afrontar. Me culpo de haber cerrado la boca en el momento de la despedida, aunque no hacía falta hablar: las palabras de Olivia, su mujer, pronunciadas por su sobrina, lo reflejaron en su esencia: fue un hombre completo, un marido amoroso y leal.
A pesar de todo, sin embargo, no quedaría en paz conmigo mismo si sumara esta nueva deuda en mi hoja de vida, de modo que escribiré lo que me vaya saliendo acerca de su figura. 
Está, para empezar, el tema del conocimiento, del vuelo, de las ramificaciones de su conocimiento. Del carácter enciclopédico de su conocimiento. No es que fuese Heidegger o Goethe, o el Dante, como hubiese preferido al hablar de parecidos, o semejanzas. Y sin embargo, con cuántas sorpresas salía al calor de una conversación matutina rumbo al café, ese café que le hacía el quite al trabajo oficinesco que es también el del periodismo; o durante un regado almuerzo, o una cena, o en cualquier momento del día que compartiera con nosotros. La singularidad de una planta cualquiera que divisaba en un jardín cercano, a la que se refería por su nombre científico; la letra completa en italiano o en dialecto siciliano de una ópera de Mascagni; los orígenes perdidos en el tiempo de un plato de garbanzos con tocino, la marcha equívoca de la sociedad, las trampas dialécticas del comunismo, las cumbres literarias. Todo lo sabía, o aparentaba saberlo, que ya es mucho, al punto de que uno se preguntaba, de que yo me preguntaba, ¿cuándo aprendió tanto? Porque nunca lo vi leer nada. ¿O leía, y en qué momento? ¿Estudiaba? ¿Y cómo fue que yo nunca supe nada de esas cosas que hablaba? ¿Es que todo ha pasado ante mis ojos, sin darme cuenta? ¿Es que no tuve tiempo de aprender, enfrascado como estaba en otros asuntos? O lo peor, ¿traté de aprender y no me resultó? Sea lo que fuere, he allí el primer misterio que nos ofreció su vida.
Enseguida vendría la contradicción.
Está bien, era una enciclopedia viviente. Pero entonces, ¿por qué no se elevó al pináculo dorado desde el cual la intelligentsia imparte sus mandatos? ¿Qué lo hizo quedarse con nosotros, simples mortales que acaso viven para satisfacer apetitos y necesidades? (estoy por decir burguesas). Intentaré una hipótesis para explicar este segundo misterio al final de mi tributo.
Otro gran misterio, revelador, que da para profundo estudio, es la frase que escogió, de entre otras miles, para advertirle al mundo que nadie lo heriría impunemente. En alguno de mis cuentos sostuve que cada ser humano rige su vida basado en un episodio que lo marcó en su más temprana infancia y que está perdido en la memoria. Convertido en una frase, esa frase es inamovible, gobierna a la persona para bien o para mal, y está en cada uno de nosotros descubrir cuál fue la que elegimos para afrontar la existencia. Como postula Leibniz, al decir de Borges, cada ser contiene al mismo tiempo lo que fue, lo que es y lo que será. Nemo me impune lacessit ("nadie me hiere impunemente" o dicho en forma más coloquial "no te metas conmigo") es el lema oficial del reino de Escocia y Edgard Allan Poe lo utiliza como epígrafe de su cuento "El barril de amontillado". El Amigo Bigote alguna vez confesó que lo había sacado del clásico relato del maestro del horror. Bastaba con tratarlo superficialmente para comprobar que no solo lo hizo suyo, sino que lo practicó, lo hizo carne, como se dice. Dos ejemplos. Cierta mañana se desayunó con una nota escrita por una colega de su misma sección en el diario, una colega muy inteligente pero bien poco agraciada, hay que decirlo. La nota criticaba gratuitamente y con fría ironía ciertas intervenciones o dichos, no lo recuerdo con exactitud, de la Miss Chile del momento, amiga de nuestro personaje. O sea, y aunque fuese discutible, podía tomarse como un flechazo venenoso e indirecto a su persona. Por esos días el Amigo Bigote, además de su reporteo para la sección de Espectáculos, escribía una columna semanal en la página de Redacción, y dio la casualidad que su joyita, como la llamaba, debía publicarse al día siguiente. La tituló "La rana que le cantó a la Luna". No más publicarse, los desprevenidos alabaron su estilo, caracterizado por la perfección en el uso de las palabras (dejaban en el espíritu del lector un gusto delicioso tras paladearlas) y cierta inclinación hacia el barroquismo. Había algo de melancolía en esos párrafos, algo de literatura pastoril en la aspiración imposible de un batracio por alcanzar desde su charco pestilente, acercarse aunque fuese, a la diosa pálida y eterna que lo gobernaba desde el firmamento. Solo a quien estaba dirigida la columna, y a su círculo cercano, les fue dado comprender y sufrir la picada de La Araña, su pseudónimo de aquella época. Tal acierto en la elección de las metáforas -"El sapo que le cantó a la Luna" habría denotado crueldad, por ejemplo, y vulgaridad- acarreó entre las consecuencias dictadas por la lógica una de carácter sustancial: nadie pudo acusarlo de nada. El Amigo Bigote sabía mejor que nadie que las interpretaciones son siempre subjetivas, ya que las palabras semejan telarañas que atrapan en sus redes un montón de equivalencias y hasta perdidas analogías. La venganza se había concretado, cabe especular si secundada o no por la justicia.
A propósito de esta anécdota, ya sería hora de desmentir una vez más la creencia asentada en nuestra sociedad, especialmente entre los hombres, de que las mujeres bonitas son tontas y las mujeres feas son inteligentes. Aceptando el supuesto caso de que la belleza evita trabajo, de lo que se desprende que ciertas facultades cognitivas podrían aletargarse en las mujeres que nacieron bonitas; y la fealdad lo exige, lo que implica el desarrollo de numerosas fuerzas supletorias, ningún otro factor, que yo sepa, apoyaría tal creencia.
El segundo ejemplo, más revelador aún que el anterior, pues demuestra la fragilidad escondida debajo de una engañadora y aparente arrogancia, me fue dado conocerlo de primera fuente en tiempos en que yo integraba la directiva del sindicato de periodistas de la empresa. El Amigo Bigote, que no era dado a arrimarse al árbol gremial, posiblemente porque sus ideas conservadoras consideraban que tan buena sombra no daba, me confesó discretamente que había recibido un llamado del director y que todo indicaba que su valioso aporte periodístico a la empresa estaba a las puertas de llegar a su fin. Me pidió algunos consejos, mejor dicho algunas aclaraciones, y se las di. Quedamos de hablar a la salida de la reunión. 
Entró a la oficina, donde lo esperaban el director, el gerente general y el jefe de personal. La plana mayor. Treinta minutos después abandonó el despacho sonriente y relajado. Camino al café me fue contando que, en efecto, le habían solicitado la renuncia, pero acompañada de una oferta más que digna en términos económicos, considerando sus más de cuarenta años de servicio, oferta que había aceptado gustoso. De yapa le ofrecían continuar la crítica gastronómica en calidad de colaborador. En otras palabras, una buena tucada, la merecida pensión otorgada por el antiguo sistema previsional, pues nunca se cambió a una Afp, más un estipendio mensual por visitar los mejores hoteles y restaurantes y escribir sobre ellos. Qué mejor. El sueño del pibe. Agradeció mis escuálidos servicios de dirigente sindical, resaltando que no serían necesarios. Entendí que yo había cumplido el papel de un porsiacaso y en el fondo agradecí haberme quitado ese eventual peso de encima. Fue entonces cuando lo traicionó la sensación de bienestar que lo dominaba, y dejó escapar una extraña confidencia. Dijo: "Iba preparado, Zanahoria, llevaba en el bolsillo mi camarita fotográfica para retratarlos si las cosas no salían bien, pero no tuve necesidad de usarla". ¡Vaya, el Amigo Bigote revelando que estaba asustado!, temía una artimaña, una traición proveniente de las altas esferas, una traición de aquellos con los que se codeaba en cenas de gala, en empingorotados hoteles cinco estrellas, en aniversarios de fuste. ¿Cómo pudo haber siquiera imaginado la posibilidad de que ello sucediese? Ni al más desconfiado de los mortales se le habría ocurrido. Concluí que la respuesta se hallaba en lo más recóndito de su alma: Nemo me impune lacessit.
El Amigo Bigote no siempre fue el Amigo Bigote. En sus mejores tiempos, tal vez los de La Araña, aquellos tiempos en que el periodismo se hacía a mata caballo, en que los periodistas llegaban con noticias que los jefes se limitaban a ordenar en las páginas, en que el diario parecía no obedecer a línea editorial ni propósito alguno, y sin embargo era muchísimo más coherente que el actual, que todo lo dicta desde las alturas y, vaya paradoja, postrándose ante los gustos de la gente; decía que en sus mejores tiempos el Amigo Bigote usaba una barba candado, cuando el único que la utilizaba era el actor español Fernando Rey, con quien guardaba cierto parecido. Pero bastó que las barbas candado se pusieran de moda, por allá por los noventa, para cortársela y modificar su rostro con un bigotillo a la antigua, que le dio un toque de Leo Marini o Hércules Poirot. Para mí pasó a ser entonces el Amigo Bigote. Y para él yo quedé convertido en El Zanahoria, en honor a un personaje de un comercial de los noventa. En los últimos años se atrevió a experimentar con una colita que le sobresalía de la nuca. Sus amigos lo tomamos como una humorada y más de alguno le exigió un aro, pero hasta ahí no más llegó. Con Castelli lo vimos días antes de su deceso, con el pelo al viento, animado, flaco y rotundo como siempre. Esa mañana nos ofreció una clase magistral sobre el cerro Manquehue, a la vista desde la ventana de la clínica. La colita ya no tenía la menor importancia.  
Compleja, como decía, la personalidad de Rodolfo Gambetti, el Amigo Bigote. Tan querido de los demás no era. Había que descubrirlo, atreverse a entrar en su mundo para admirar el jardín que cultivaba para sus conocidos y para cualquier persona que quisiera internarse en él, sin pisotearle las flores, claro está. Una vez en confianza, a sabiendas de que no sería agredido, se convertía en un hombre de gran corazón, generoso y compasivo. Solo con unos pocos entraba en chanzas, juegos absurdos, como torturar al compañero pegándole en los brazos, agarrándolo del cuello hasta dejarlo sin aliento o practicándole una llave. Huelga contar las caras de espanto que ponían las colegas recién llegadas al diario o las estudiantes en práctica testigos de aquellas escenas insólitas. Saval, Camilo Lardinois, el Negro Paredes y el Amigo Bigote ofrecieron episodios inolvidables de esas chiquilladas, en plena sala de crónica de Las Últimas Noticias.
Muchos le temían, otros hablaban mal de él a sus espaldas; unos pocos trataban de competir con él de tú a tú, como el joven Yuri Rojo, entrador, oriundo de Ovalle, alma de minero, quien recién llegado al diario lo saludó con un "¡hola guatón Gambetti!". 
"Me dejó descolocado. ¿Quién es este mocoso que se atreve a tratarme así? Tuve que hacer mis averiguaciones y cuando nos volvimos a encontrar lo llamé Ovallego", contaba. 
Notable era su costumbre de dormir la siesta con la mano derecha agarrada al mouse del computador, después de un regado almuerzo. Una tarde un amigo lo alertó de que venía entrando Agustín Edwards Jr., director del diario. Como no advertía reacción alguna en el soñoliento le exigió que se despertara, casi al borde de la desesperación. Gambetti le contestó con una de sus genialidades: "¡Me importa un pico!". 
El Amigo Bigote fue siempre un conservador de tomo y lomo; no cambió de ideas como tantos lo hemos hecho con el tiempo, por atendibles razones. Desde que ingresó a estudiar periodismo a la Universidad Católica se identificó con el ideario derechista, ignoro si el gremialista de Jaime Guzmán, tiendo a pensar que no, porque las suyas no eran propiamente ideas liberales, sino conservadoras, las de Franco, Pinochet; es más, del excomulgado arzobispo Marcel Lefebvre. Durante el velatorio tuve la oportunidad de conocer a su hijo, Rodolfo. Al advertir que se hallaba de muy buen semblante, deseoso de dialogar, le pregunté: ¿era creyente tu padre? Me respondió: "Buena pregunta. Mi papá era de misa en latín. Participaba enteramente de la ceremonia; se la sabía de memoria. Decía que con la fórmula instaurada por el Concilio Vaticano II se perdía". 
Esta que presentaré a continuación es una hipótesis descabellada, lo confieso, pero sigo esperando que alguien me la rebata. Tal vez no dé ni siquiera para eso. El hecho es que me parece haber detectado que las personas a las que les ha ido bien en la vida, habiendo partido de una posición endeble, terminan inclinándose hacia la derecha. En cambio aquellas que no lograron despegar y viven en la cuerera, siguen siendo de izquierda o se van hacia la izquierda. El trasfondo de la hipótesis sería que es el dinero el que va modelando al hombre. Que en el fondo, todas las protestas sociales no tienen nada de románticas y su origen se halla no en la justicia social ni en la igualdad sino en el dinero. Deuda histórica: dinero. Reforma previsional: dinero. Listas de espera: dinero. Política habitacional: dinero. Educación gratuita: dinero. Por supuesto que hay ejemplos de izquierdistas a los que les ha ido bien y derechistas que no tienen donde caerse muertos, pero en tales casos mi defensa es que se trata de personas que piensan poco.
El Amigo Bigote era de pensamiento rápido, relampagueante. No había cómo ganarle una discusión. Llegado el caso, coronaba sus intervenciones con un doloroso sarcasmo, imposible de contrarrestar. No quedaba otra que retirarse con la cola entre las piernas. Pero al momento de explayarse, de justificar sus ideas, adolecía de cierta dispersión. No eran meridianamente claras sus disertaciones, tendía a confundirse y generalmente no redondeaba su argumentación.
Lo que duele con su partida es que con él se ha ido esa monumental personalidad y esa cantidad de conocimiento digerido imposible de hallar en internet o en las bibliotecas y librerías del mundo, pues llevaban implícito su sello personal.
Vuelvo finalmente al comienzo. Lo que pudo ser y eligió no ser. El Amigo Bigote se quedó entre nosotros, abjurando de la fama, el éxito y el dinero, porque el Amigo Bigote era más sabio que todos aquellos que se creen sabios. El Amigo Bigote prefirió mil veces compartir un pisco sour catedral con un ser de esta tierra que encerrarse a escribir una nueva teoría del conocimiento o a investigar las veleidades de la lingüística en los tiempos que corren, que dicho sea de paso detestaba. Gozador, término que no reconoce la Real Academia, es un adjetivo que por lo general desacredita a quien lo personifica. Para una persona cabal, de ambiciones, se prefiere trabajador, estudioso, investigador.
El Amigo Bigote era un gozador que contempló la vida desde su trono situado en la periferia del poder. Poder al que sin embargo nunca perdió de vista.
                             


jueves, enero 30, 2025

Vida/Muerte

Hoy es el cumpleaños de mi amada hija Constanza. ¡Salud, felicidad, prosperidad, alegría y amor para ti, Conita, reina del flamenco!
Hoy acaba de fallecer mi querido y admirado amigo Gambetti. Descanso eterno a tu alma. 

domingo, enero 26, 2025

Encuentro inesperado con Fernández

Ocurrió entonces que vi caminando por la calle (no por la vereda sino por la calle, por el tránsito destinado a los vehículos) a mi viejo amigo Fernández. Recién vine a reparar en él cuando me llevaba varios metros de ventaja y ya se disponía a subir a un automóvil. Vestía su clásico terno gris perla de oficinista meticuloso que le ayudaba a disfrazar su trastorno maníaco depresivo, según había concluido él mismo al momento de analizar sus gustos en materia de vestimenta, durante alguno de esos pequeños viajes que emprendimos juntos. 
No me entusiasmó demasiado la idea de correr a saludarlo. Primero debía despejar de mi mente una duda prácticamente infantil, de aficionado. Mediaba entre nosotros una distancia de unos veinticinco metros. Así fue como le pregunté a quienes me acompañaban: 
-¿Esto está grabado?
-¿Cómo?
-¿Esto que estoy viendo pertenece a una escena del pasado? ¿Está grabado?
-No. Está ocurriendo ahora.
-Pero eso es imposible. Fernández murió hace varios años.
-¿Quién es Fernández?
Corté el diálogo y corrí a toda prisa. Fernández ya se hallaba sentado al volante y giraba la llave del motor.
-¡Para, para!
Debió ver mi rostro angustiado que lo miraba a los ojos a través de la ventanilla, porque detuvo el motor. Yo, a mi vez, noté cómo su expresión correcta y desganada mutaba por la de un sentimiento intenso, del que no se hallaban excluidas ni la alegría ni la tristeza.
Bajó del auto y nos abrazamos con fervor. Calculo que así tuvo que ser el abrazo al hijo pródigo del que hablan las sagradas escrituras, o el que se dieron padre e hijo, exhaustos, apenas pisaron tierra firme tras salvarse del naufragio. Fue un abrazo forzudo, demasiado emotivo; tanto que la elegante caída del terno se le desbarajustó y las solapas le subieron hasta la mitad de la cabeza.
Con el sosiego que otorga la imposibilidad de la huida intenté profundizar en ciertos temas de fondo. Me interesaba sobremanera conocer su testimonio acerca de la muerte. Fernández no se hizo de rogar; mientras caminábamos tomados del brazo me iba relatando sus experiencias, todas muy interesantes. Había una duda que siempre había rondado mi mente desde que era chico, y Fernández me la despejó en un santiamén. Consistía en saber si los finados se mezclaban o vivían separados según continentes, razas, ideas políticas o grados de cultura; más aún, si compartían "los de este tiempo" con los de "todos los tiempos" o, caso contrario, Dios había destinado diferentes reinos para cada década o centuria o mejor dicho, reinos diferentes cada cuarenta o cincuenta años, el paso de unas dos a tres generaciones. Fernández me aseguró que se mezclaban naturalmente. Añadió que hace unos días se había encontrado con el famoso economista Friedrich von Hayek y tuvo el gusto de intercambiar un par de palabras con él, definiéndolo de paso como "un viejito amable".
Al llegar la hora de despedirnos trocó su efusividad física por una frase para ponerla en un marco, que me dejó en un estado de meditación por varios minutos. Pues mientras se alejaba, mientras volvía al patio de los callados, como se le dice también al Más Allá, me susurró desde lejos: "Mientras tú estés vivo yo no estoy muerto. Tu cabeza me mantiene con vida. Tú eres el recuerdo de los muertos".
Me acababa de rendir un sincero tributo, gesto que me conmovió por su implicancia.