Hoy ha muerto la mujer de Roldán. O ayer. En el bus voy releyendo El Extranjero y se me antoja que esta crónica podría comenzar a la manera de Camus; mi tendencia a copiar de los grandes me lleva a seguir su estilo. Camus escribe como si estuviese llevando un diario de vida. Además, desde el primer momento le imprime un tono de insensibilidad al protagonista, a quien nada lo conmueve. Su genialidad, como se da con los maestros, estriba en el manejo del detalle. Parece sumamente fácil, pero no es así, y mis palabras son la prueba: hasta el momento no he hecho más que presentar la historia del viaje al entierro de la esposa de Roldán siguiendo los pasos habituales. Recuerdo haber pensado, cuando leí por primera vez el libro, hará unos cincuenta años: qué simple escribe.
De modo que he combinado dos muertes. La de la madre de Mersault, en Marengo, Argelia; la de la esposa de Roldán, en Capitán Pastene, región de La Araucanía, Chile. La primera da cuenta de la abulia de Mersault. La segunda, de la conformidad de Roldán. Y yo, ¿qué estoy sintiendo mientras viajo? No es el dolor que experimenté ante la muerte de mi propia madre, años atrás, sino un vago sentimiento de pesar ante el deceso de la esposa de mi amigo, unido a esa angustia placentera, flaubertiana, que genera la persecución del mot juste que, créase o no, se alza como uno de mis principales intereses. Tal vez estoy siendo un desagradecido; no sé qué haría si Dios en este mismo momento me diera a elegir entre mi mujer, mis hijos y mis nietos (como un conjunto), la literatura, mis amigos, el goce de lo que ofrece la vida. Dicho ejercicio, hoy en día, es mentiroso; ya lo hice en los años setenta. Mi mujer (con mis hijos y mis nietos), el goce de la vida, mis amigos, la literatura. En ese orden.Hoy me despertó el timbre del whatsapp. Pasé buena noche; no tuve que levantarme dos o tres veces para ir al baño, cosa rara a mi edad. Lo de levantarse no pesa, hasta tiene su encanto. La molestia la producen los sueños que avisan; siempre se trata de sueños confusos, inquietantes.
Miré el celular. Era mi amigo Alberto Roldán, a quien apodamos Sargento. Alcancé a leer el encabezado, sin abrir el mensaje. "Queridos amigos..." Pensé lo peor. Determiné seguir durmiendo una hora más. Eran las 7.25 de la mañana.
Entonces se me apareció Gambetti. Caminaba por un galpón desordenado en cuyo fondo brillaban las brasas de una fragua. Brotaban las lenguas de fuego y saltaban las chispas; se adivinaba movimiento, calor, desorden. Estarás acostumbrado a esto, le comenté. Íbamos del brazo. No, me contestó, allá no es así. Lucía alegre y pícaro, aun vistiendo ese abrigo gris que lo empaquetaba, le quitaba elasticidad. Saliendo del galpón nos encontramos con el Tarro Urzúa; los tres habíamos sido grandes amigos, años atrás. Se lo mostré, esa es la palabra, le mostré a Gambetti. Urzúa no lo podía creer; él sabía que Gambetti llevaba muerto más de ocho meses, de modo que quiso comprobar ante quién se hallaba: se le acercó a la cara hasta que casi se tocaron; en ese instante Gambetti se esfumó y Urzúa quedó con la cara contra el vidrio del ascensor. Es correcto lo que está sucediendo, me dije, Urzúa cortó el nudo; no podían encontrarse.
Al abrir el mensaje se confirmaron mis aprensiones. "Queridos amigos y hermanos: lamento comunicar que ayer partió a la casa del Señor mi querida esposa Miriam. Ella soportó una larga enfermedad y ayer descansó junto a mí y nuestro hijo mayor. Que en paz descanse". Remataban tres manos en señal de oración.
Al amigo se le quiere y se le acompaña, especialmemnte en trances como estos. Mis expectativas para este domingo eran tomarme un expreso con dos alfajores de maicena en la cafetería del hotel Ayacara, donde se cambiaron hace poco el joven del Suzuki y su mujer. El barista ya conoce mis gustos; los alfajores se deshacen en la boca. Dos por mil quinientos pesos, un regalo. Por la tarde pensaba ver algunos partidos de fútbol por la TV, dormir una siesta, revisar el prólogo del libro de gazapos, que me entusiasma y al que el mismo Sargento ha hecho valiosos aportes. En cambio habré de recorrer 444 kilómerros de ida y 444 de vuelta. En fin, ya estoy arriba del segundo bus que me acercará a mi destino final, Capitán Pastene. Dentro de todo he tenido suerte: hasta ayer sentía los coletazos de un peso doloroso en el estómago que me daba la vuelta hasta la espalda. Con esos síntomas no habría podido viajar. Ahora voy saliendo de Osorno rumbo a Temuco, con una mochila y El Extranjero en las manos.
Hace falta un cambio de aire, de repente. Mi natural predisposición a la culpa me sopla que estoy viviendo este momento no como un sacrificio, sino como una grata aventura. Mis amigos del grupo Le Tengo Pieza insisten en hablar de sacrificio y en agradecerme el viaje en su representación. Mauricio, nuestro Comandante Yuyul, está en París, disfrutando de un soñado viaje junto a su mujer; Arnaldo, o Batallón Campesino, tiene sus cosas que hacer en Santiago y a Ernesto, el Viejito Olivares no se le puede pedir mucho, su estado de salud no es de los mejores, así lo ha confirmado esta mañana al teléfono. De manera que quien habla, también llamado General Lamordes, representará a Le Tengo Pieza.
Una vez en Temuco un taxi me conduce al terminal rural, donde funciona la única línea que lleva a Capitán Pastene. Son las seis y cuarto, el último bus del día sale a las seis y media, estoy con suerte. La máquina exhibe en su letrero la otra localidad a la que se dirige: Triaguén. Desde París, Mauricio hace ver el gazapo en la foto que les he enviado por whatsapp. "¿Triaguén será lo mismo que Traiguén? Miren el letrero". Arnaldo comenta: "Ese cartel lo hizo el chofer".
Tres buses, diez horas de viaje, sembrados amarillos que asombran por su esplendor, el fiel Sargento esperándome en el terminal de Capitán Pastene, mientras el cuerpo de su esposa reposa en la capilla de la iglesia de San Felipe Neri, frente a la plaza. Ha tenido un tiempito para irme a buscar. En los pueblos chicos las cosas son así. Primero la familia, los amigos, los vecinos, después lo que venga. Nos damos el abrazo de rigor, le doy el pésame, en mi nombre y el de mis amigos. Me hace pasar a la capilla fúnebre, amplia y ya semivacía a esa hora, cerca de las diez de la noche. La vida está en la sala anexa, que conecta a una cocina. De allí surge una tetera gigante; en la mesa hay té, café, galletas preparadas por señoras de la comunidad cristiana a la que pertenece Roldán, rodajas de coppa, un jamón de esta zona, especializada en gastronomía italiana. El ambiente es festivo, fraterno, mientras en la sala de al lado se levanta el féretro rodeado de cirios artificiales y canastillos de flores. Un hombre de mi edad intenta burlarse de un niño que está a su lado, el niño lo sorprende: "Usted quedó pelado porque no se comió la comida cuando chico". Todos ríen, el niño remata: "No se preocupe, córtese el pelo de atrás y se lo pega arriba". No deja de llamar la atención la viveza del chiquillo; para mal o para bien, hoy los niños no sienten un temor reverencial hacia los mayores, como antes.
Pero ya va siendo hora de hablar de lo importante. Le he ido quitando el bulto a lo sustancial con el beneplácito de la conciencia y los resultados están a la vista: una seguidilla de metáforas que hacen el papel de justificativos, excusas melosas destinadas a rehuir el enfrentamiento con la verdad.
¿Qué es lo importante en esta historia?
Lo importante son las imágenes trascendentales, la imagen de la muerta arropada de blanco, con su carita serena detrás del vidrio, una carita en la que aparecen dos dientecillos inocentes, perfectos, dientes buenos. ¿Qué edad tenía?, le pregunto a mi amigo. Roldán responde secamente: ochenta años. Cómo, ochenta, siempre pensé que andaba por los sesenta. No, era diez años mayor que yo, revela, ya liberado del supuesto yugo que le significó guardar las apariencias durante tanto tiempo. Es un dato que jamás dominamos ni yo ni Mauricio ni Arnaldo ni Ernesto. El responso lo confirma; varios oradores hacen ver su edad. En Capitán Pastene el dato era de conocimiento público. Pero eso no es tan importante. Más importante es el confrontamiento de ese cuerpo menudo en proceso de transformación con las palabras del diácono, repetidas con fe por los presentes.
.. Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna...
¿Cómo conciliar la verdad brutal de que este cuerpo frío, inerte, alejado de la vida, algún día, en el fin de los tiempos, se levantará de su tumba como Lázaro y volverá a caminar, volverá a ver los brotes de las plantas en octubre y volverá a ver las teleseries de la tarde, con una taza de café con sopaipillas? Eso es lo importante, el misterio indescifrable.
Lo importante, además, es Roldán, el misterio de Roldán. En una capa más abajo de su sufrimiento, del calvario que vivió los últimos once años, que todos dan por sentado y del que acaba de liberarse (lo que se comenta en susurros), más adentro de su sufrimiento y de su liberación él está preocupado de atender. Roldán se posterga, rehúsa asumir el protagonismo que hoy le corresponde, se yergue a un costado en el momento supremo, el de la ceremonia litúrgica de adiós a su mujer, y luego conduce su automóvil hacia el cementerio en discreta posición secundaria, llevando a vecinos necesitados consigo, personas que no tienen auto y a las que se les hace pesado el camino de casi dos kilómetros al camposanto situado en una de tantas colinas que caracterizan a este pueblo fundado por italianos, como si de Roma se tratara. Eso es lo importante: ser testigo directo de su generosidad para compartir lo que tiene, he estado a punto de decir lo poco que tiene, constatar directamente el grado de entrega a su comunidad, al pueblo que le abrió los brazos, así como el cariño que siente por él este mismo puñado de gente abierta y sencilla.
La segunda noche la paso en su casa. A la hora de dormir reparo en que él ocupa la cama de al lado en el mismo dormitorio. Cubierto hasta la mitad de la cara me desea buenas noches y cierra los ojos, extenuado.
-¿Cómo dormiste?, me preguntra al otro día. -Bien, le contesto, ¿te molesté? -No, te moviste, algo agitado, pero nada serio.
He allí ottro misterio, el mandato propio del cuerpo en el mundo de los sueños. Ya me quisiera un reposo total, pero el cuerpo tiene otros planes.
En el cementerio se plantea el penúltimo misterio. Luego de la larga caminata, que comparto con Fermín, el bueno de Fermín Arévalo, quien me comenta sobre los días que estuvo sufriendo en Santiago en un Puente Alto peligroso y caótico; y disfrurando en un barrio alto hermoso y agradable, tranquilo, llega el momento de la sepultación. No es como en Santiago, donde un manto de terciopelo cubre la vergüenza del ataúd en descenso mientras los deudos comienzan a retirarse simulando pena. Aquí es a la chilena, o a la italiana; el cajón lo bajan entre todos con unas cuerdas improvisadas, y lo sepultan entre todos en una verdadera competencia de músculos y resistencia en el uso de la pala. Stefanini lleva la delantera, con su corpachón y sus robustos brazos. Se va gturnando palada tras palada con Andrés y Miguel, los hijos de Roldán, los vecinos del pueblo y hasta la hermana de la finada, que a sus casi ochenta años se da el lujo de decir echar la tierra a la voz de "herencia campesina". Me animo de repente y recuerdo viejos tiempos. ¡No es un ejercicio fácil! A los dos minutos pido cambio; descanso con el corazón a mil y vuelvo a tomar la pala. Fermín y Walter, su hermano, hacen cálculos. ¿Serán tres metros cúbicos? Yo creo. ¿Y cuánto es eso? Unos dos mil quinientos kilos. ¿Dos toneladas y media? Claro. esa tierra es la que estamos echando. En el fondo, una fiesta, la fiesta de la despedida, sin lágrimas, sin llanto. Una ceremonia natural, de pueblo del sur escondido entre los montes.
(sigue)