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miércoles, febrero 03, 2021

Desde luego, le viene bien a mi temperamento

El auto bajó la curva del camino asfaltado que iba a dar al mar. Eran cerca de las dos de la tarde; había un sol radiante, desacostumbrado para el paisaje austral. Otro vehículo le fijó un límite por delante. Su auto hizo lo propio con el que lo escoltaba. En pocos minutos se había formado una larga fila de coches que esperaban el siguiente transbordador. Desde su lugar en la cadena de vacacionistas se alcanzaban a divisar los pelícanos que permanecían atentos a las novedades que ofrecían los botes de los pescadores. Paseaban por el muelle, sobrevolaban la orilla, nadaban mansos en las aguas aceitosas, con sus ojos de sueño. Costaba diferenciarlos, al igual que a los turistas, similares autos de precios parecidos, el mismo plumaje, similares parkas con los diseños de moda, vestidos sacados a crédito de las mismas tiendas, las mismas patas membranosas, gafas no tan diferentes unas de otras, barrigas calcadas por similares dietas, los mismos decibeles en los gritos de los niños, carcajadas uniformes que revelaban la emoción efímera de felicidad, lo que la gente común entiende por felicidad; el hambre rondando en torno a ellos.
Calculó que en una media hora lograría acceder al transbordador. Inmejorable ocasión para comer unas empanadas fritas con su familia. A los costados de la rampa y unos cincuenta metros hacia arriba del camino se sucedían las fritanguerías. La costumbre se había impuesto, los locales se pegaban unos con otros y cual más cual menos, ni uno solo abandonaba la pretensión de atribuirse el dudoso cetro que lo consagraba rey de las empanadas fritas.
El curioso recuerdo le surgió mientras leía "Herzog", de Bellow. El episodio en que Herzog llegaba a Vineyard Haven lo había conectado con un momento de su vida, acaecido diez a quince años atrás. Él viajaba al sur con su esposa, dos de sus tres hijos y su nieta. A la carretera austral. Las fritanguerías de paredes blancas, rojas y amarillas se le venían a la mente junto a la manida reflexión, al lugar común en que se ha transformado la comida como leit motiv de la existencia humana, del turismo como válvula de escape. Tenía algo de Bellow, había algo de Bellow en él, sin esa inteligencia desenfrenada, sin esa obsesión judía. Su estilo le era familiar, mezcla de crónica, cuento y ensayo. Antes de echarse a la cama, pasadas las doce de la noche, recapituló sobre su extraño día. Una molestia en la espalda -un lumbago doloroso- el paseo con su mujer por la plaza Pedro de Valdivia, la inquietante noticia de que en ese mismo sector, en la misma esquina por la que habían transitado apaciblemente el día antes, un hombre de 51 años había sido asesinado por resistirse a entregar su celular.
Escribir es fisgonear un sueño ajeno.
¿Por qué escribo? -caviló minutos antes de entrar a la región de las fantasías-. Desde luego, porque le viene bien a mi temperamento. No hablo del placer que provoca la palabra que desembarca en la página, sino de los objetivos últimos del proyecto. Desde mi nido de araña, al ocultar mis escritos en el océano de información circulante transmito el mensaje vanidoso que se asocia al de los poetas románticos: alcanza la gloria y conquista el futuro, aunque eso no dependa de tu pobre espíritu. 
¿Qué legado esperaban dejar a la civilización? Ninguno. A ellos los movía solo el anhelo utópico de saber para qué fue que llegaron a poblar un pestañeo de este mundo, conscientes de que no podíamos sacar provecho de sus letras, a menos que sirvieran para conectarnos con nuestro propio misterio.
Ideas así se le iban mezclando con el frescor de la noche y el reposo del alma. El encargado, que se hallaba de pie y vestía un delantal azuloso, ocupó un rincón de la sala gris, examinó los resultados de su examen de depresión y exclamó en voz baja: "Vaya, nivel 5".
¿Tan mal estaba? Él no lo veía de esa manera; ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo podía rondar una depresión. Caminaban por la calle abandonada con el  ministro Insulza, rumbo al edificio. No lograba dar con la entrada. Lo intentó por una puerta lateral; Insulza desapareció de la escena. Una vez adentro descubrió que el paso era custodiado por una joven de uniforme. "Si supiera mi importancia en esta historia me dejaría continuar, como no la conoce deberé entrar por la fuerza".
Adentro lo aguardaban las autoridades; la muchacha insistía en cerrarle el paso. Tomó fuerzas y se largó a correr; las autoridades lo seguían esperando, impacientes. Entonces las palabras se le confundieron con los números y con tardanza descubrió que la solución se hallaba en una nota al pie de página. 

miércoles, enero 27, 2021

El incierto camino que conduce a la moderación

Sin que hayan menguado ni el ansia ni el bendito atributo de generar ficciones, ha crecido con los años un ímpetu de tinte confesional, característico de las memorias, que busca revelar los hilos internos que van moldeando las personalidades por las que atraviesa una vida, algo más cercano al ensayo que al cuento, y reñido de cierta forma con la vanidad latente en el deseo de impresionar. Digo de cierta forma, porque ese pecado se cuela en cualquier proyecto, en cualquier obra humana.
Ya enteré quince años escribiendo bagatelas, cuentos que devinieron en libros, impresiones, sueños, reflexiones de orden político (obligado por las circunstancias. Imposible desligarse de las amargas realidades), poemitas que hacen bien en permanecer muy escondidos. En los inicios se trataba de alimentar las Parábolas del dr. Vicious, texto que inauguró mi prescindible obra. Al poco tiempo las nuevas contribuciones fueron siendo reemplazadas por historias de alcance más ambiguo y el dr. Vicious fue enviado a su casa. Permanecieron de este las acciones grotescas, vulgares, desmedidas, violentas, expresadas desde luego a través de la palabra escrita, porque de eso se trata todo esto. Siguieron brillando la rabia, la ira y la venganza, hermanas trillizas, pero fueron agregándoseles otras emociones, otras formas de examinar la sexualidad y el deseo carnal, otras ambiciones literarias. 
No es el propósito de esta entrega, como se pudiera creer, hablar de la evolución de este blog, sino de la evolución de mi vida. Intento comprender mis estados, saber si van hacia alguna parte, saber si la edad, el deterioro físico, el retiro laboral influyen realmente en la creación artística. ¿Cuánto de mí queda del dr. Vicious? ¿Cuánto de él se me sigue revelando en los sueños? ¿O en mis estados obsesivos, manipuladores, en mis aproximaciones trágicas a la cotidianidad, mis revueltas mentales, mis ansias de poder, mis extraños deseos de pisotear al más débil al hacerle ver mis argumentos "irrebatibles"? El dr. Vicious es una fuente inagotable de contradicciones, muy parecidas a las que yo mismo me echo en cara. Si puedo escribir sobre esto, por ejemplo, es porque lo hago en un momento de serenidad. Al mismo tiempo, porque experimento día a día aquello sobre lo que escribo.
Cuánto influye la salud, la situación económica, el tiempo disponible, las frustraciones, los problemas familiares, la plácida autocomplacencia, en lo que el escritor traduce en texto. Cuánto es solo creación en estado puro, cuánto de lo que se originó en Siddhartha bajo la higuera sagrada fue producto de su sola experiencia interna. Nunca me ha dejado de sorprender un comentario de Nietzsche sobre lo que puede variar el ánimo de una persona según el estado en que se hallan sus intestinos.
Según pasan los años, mi estilo ha ido variando del sarcasmo y la vulgaridad a una forma de contemplación más indulgente hacia los personajes que desfilan en la escena de la comedia humana. Así como me puedo seguir acusando, lo que de hecho materializo entrega por media, siento también que tiendo a perdonarme más ahora que antes. A perdonar mis vulgaridades, mis apetitos carnales, mis egoísmos, envidias y avaricia. Intento transitar el incierto camino que conduce a la moderación. A la vejez. Mas no será mi persona la que dictamine si esa tendencia le hará mejor a las letras que brotan de mis manos; eso quedará para quienes se aproximen a las pruebas del tránsito. Hay artistas cuyos trabajos más notables han sido los tempranos, se da también el caso inverso. Obras más bien juveniles de Schoenberg como sus Gurre Lieder y Verklärte Nacht son fascinantes; Pierrot Lunaire, compuesta un año más tarde, es intragable y desvergonzadamente revolucionaria. Los primeros dibujos de Van Gogh presagian tormentas; Hokusai entra a la gloria pasados los setenta. El asunto estriba en dar con la clave que abra el corazón del creador, sea a través de la vulgaridad, el humor, la serena reflexión o lo que venga. Pero nada que no vaya en ese sentido vale la pena. Ni siquiera las nobles aspiraciones a una moral redentora.

lunes, enero 18, 2021

Debo conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo

Apenas salí de mi casa volví la mirada sin motivo. Ahora estoy sentado en el café; había mesas. Si llego antes no hay, he detectado por la fuerza del hábito que los clientes acuden más temprano y que pasando el mediodía disminuyen las visitas. Eso hablaría de cierto uso consagrado en este barrio. ¿Vienen a darse un break en medio de la rutina del teletrabajo? ¿Se levantan más temprano? ¿Yo me estoy levantando más tarde? (Debo escribir. Debo escribir. La vida se me tiene que ir escribiendo, escribir me salva la vida, me la arregla mejor dicho, no es hora de frases dramáticas, aparatosas, escribir me arregla esa parte de la vida en que la vida navega por el río y llega a la catarata que la arroja al vacío y a una suma de preocupaciones angustiantes).
El lector empedernido me observa al pasar y vuelve a su libro; la mujer solitaria se halla esta vez al fondo, disfrutando su café y su pastel, le sientan bien las canas. Estoy aprendiendo a conocerlos, sus figuras se me van haciendo familiares. El lector empedernido bordea los cuarenta. De complexión gruesa, mirada candorosa y barba cerrada, da la impresión de ser abordable. Lee, toma notas, se le adivina la humedad en la piel mientras toma notas, tal vez esté escribiendo la gran novela chilena, el corpus de la estética en la era de la posverdad, la introducción crítica al psicoanálisis freudiano, me ha tocado ver casos parecidos en otros cafés... y luego conocer los resultados. Esa novela que nunca llega, ese autor que se enreda en sus propias trabas, ese tono huidizo que se fondea en la página entre los espacios de las letras. Tuve hace cincuenta años un compañero aventajado en la escuela de periodismo. Yo era un imberbe de 17 años, él rozaba los 28 y se imponía en los debates universitarios con sesudos argumentos imposibles de ser rebatidos. Con los años llegó a alcanzar cierta figuración en la TV criolla; luego se lo tragó la tierra. Un amigo mío, también ex compañero de curso, mantuvo un ligero contacto con él y me ofreció una señal. El genio se hallaba recluido en la penumbra de su habitación y escribía una suerte de tratado filosófico que ya se encumbraba en los tres tomos; sus ojos brillaban en la oscuridad de la pieza. Abro los míos. 
Me gustaría acercármele, al lector empedernido. Compartamos mesa, hablemos de nuestros sueños, compartamos textos. Yo escribo mis memorias, ¿y tú en qué estás? Con la mujer sería más difícil. ¿Cómo hacer para que la invitación parezca inofensiva? ¿Con qué excusa un sesentón se acerca a la mesa de una mujer madura? ¿Y para plantearle qué? ¿Para contarle su vida? ¿Para oír la suya? ¿Y si eso resulta, a qué conduce? A que al cabo de un mes ambos estén echados en la alfombra de un cuarto de hotel, al cabo de dos meses tracen planes y a los tres meses uno de los dos intente sacarse de encima al otro. También existe lo que se llama La amistad. Qué lindo sería. Gustarse y mantener la compostura, privilegiar el decoro por sobre los apetitos adolescentes, hablar de la vida, la familia, los tiempos que corren, el agobiante calor del verano. Aunque este verano los termómetros no han marcado récords, por suerte, he allí una vertiente de la conversación, quiero decir hablar de algo formal, aburrido. Y eso sí que sé a qué lleva: a la fuga instantánea. Chao, chao. Hablamos, te llamo. En otra mesa brilla con luces propias la figura del artista, un hombre de piel blanquecina. Parece que le hubieran sacado dos litros de sangre. Albos cabellos aceitados, mocasines, blusa de diseño hindú, pantalones blancos, ropa antigua y elegante, collar dorado, una piedra roja en el anillo, reloj macizo. Un ojo a medio abrir; voz cavernosa. Ese veterano no puede ser otra cosa que un gran director de teatro, tal vez un notable ex director de teatro, el globo terráqueo daría muestra de un severo error, de una grieta insalvable, si no lo fuese. 
El vidrio de la puerta del local me devuelve la imagen del tipo gruñón. Lo aborrezco. Se hace atados por todo; discute con su mujer y sus hijos por naderías. Él se dice a sí mismo échalo a la broma, tómatelo con calma, construye armonías, pero los buenos propósitos le llegan hasta la punta de la lengua, la voz se le agudiza, se burlan en sus narices, se sale de sus casillas y vuelve a los senderos espinosos. ¡Cómo quisiera abandonarlo a su suerte! O que Dios le regalase una brizna de tolerancia, de horizonte, miguitas de ternura que no solo le aflorasen después del primer whisky vespertino.
Decía que apenas salí de mi hogar volví la mirada; vi a un muchacho entrando en bicicleta. Le abría mi hija: era uno de sus alumnos de canto. Interminables escalas de una hora. Dulces consejos. Ejercicios de yoga. Experimentos de música electrónica, ejercicios de batería, conciertos virtuales. Pienso tanto en mis hijos. ¿Cómo se las arreglarán cuando no esté? Esas son las cosas que me quitan el sueño. Exceso de paternalismo. No quiero sentarme a tu lado, te has puesto demasiado autoritario, decía mi nieta mientras tomábamos el té. Y yo ausente, comiendo más que compartiendo.
En la esquina me frenó el semáforo. Retrocedí un par de metros para aprovechar la sombra de un ciruelo. Al frente de la calle, un joven ciclista. Ciclistas, ciclistas, cada vez más ciclistas. Aguarda impaciente el cambio de luz. Dan la verde y parte; un automóvil que se saltó el rojo lo pasa rozando, le toca la bocina y desaparece. El joven le hace un gesto, indicándole la luz, pide explicaciones al viento y avanza, más sorprendido que asustado. Te salvaste, le digo al cruzarme con él. A  mitad de cuadra me asalta un pensamiento: dale gracias a la vida a cada minuto, no lo olvides, sé agradecido. Estar vivo es lo mejor, es tan bueno que el menor dolor provoca angustia. Es tan bueno que nadie se quiere morir. Aunque duela, aunque se viva inmerso en la pellejería. Renunciar a la vida es sacarse de encima la luz para entrar en la oscuridad. Dolor insoportable. Recomendaciones que me voy dando yo mismo mientras camino al café y me saturo de problemas. Cada día tiene su afán, ese dicho se lo escuchaba a Aylwin y cuando lo sacaba a colación parecía que el país entraba en sabia calma. Hay tanto apuro por adelantar el tiempo. El futuro debió ser ayer. No solo el futuro, sino el lejano futuro, y no solo el ayer, sino el pasado remoto. Ahora les dio con los últimos treinta años. Metro Goldwin Mayer presenta Regreso al futuro IV, el profesor y su ayudante Marty McFly visitan el mundo y atrasan el calendario.
Un capuccino simple con espuma de leche y un rollo de almendras, por favor. Llega el café, pero no el dulce. Me levanto a recordar el resto del pedido. Ya venía en camino. Impaciencia. O previsión. A eso me refiero, a ese tipo de problemas; ejemplo, la intervención de una figura líder del Frente Amplio en el programa de Matías del Río. Qué me tenía que importar. Asistía como invitada pero retomó su viejo rol de periodista y acosó a preguntas venenosas a su contradictor. ¿No es eso un aprovechamiento descarado, una bajeza? Del Río no se atrevió a pararle el carro; entre colegas no se estila. A ella le corría la rabia por la comisura de los labios. Los abusos. Los súper ricos. La distribución del poder. Los mutilados. ¿Se puede gobernar un país analizando esos temas mientras la emoción aflora en el sudor de la piel? Basta de injusticias. Usted no tiene derecho a ser candidato. Sus actos lo han vetado. Usted es responsable de la violación de los derechos humanos. Unos pocos iluminados dictaminando la suerte de todos. 
Ante la mesa, un árbol de hojas verdoso-rojizas, una enredadera de flores violetas, un zorzal portando un gusanillo que ha destinado a sus crías. La vida de los pájaros. El teatro de la naturaleza. Benicito cumplirá cinco años. Al pagar la cuenta encargo una torta de chocolate para este viernes. Anote por favor: Feliz cumpleaños Benicito. ¿Benesito? No. Benicito, de Benicio; con ce, no se olvide, que la dedicatoria quede bien escrita. ¿Así? Así. A Benicio le gusta el queso, el salame y la leche. La doctora se los prohibió mientras le hacen unos exámenes. ¿Y qué harás cuando te den ganas de comer queso y tomar leche, Benicito? Voy a tener que... resistir, Tatines. A la salida me topo a boca de jarro con mi ex editor. ¡Hola, Pato! ¡Hola! Le doy la mano, me salto las medidas de seguridad. Mira detrás mío. Se nos une un tercer periodista. ¡Mario Cavalla! ¡Hola, Sergio, qué pintita la tuya! Fíjate, Pato, zapatos rojos, bermudas, la dolce vita. Se han concertado para almorzar. ¿Son habitués? Nunca los había visto por acá. Acuérdese que yo trabajo en la Finis Terrae. De veras. Patricio le habla a su amigo: cuando salí del diario don Sergio me dijo: "No se preocupe, don Pato. Usted nunca tendrá problemas de pega, porque es un caballero". ¿Y resultó cierta mi profecía?, le pregunto. Claro. Me alegro. ¿Y cómo anda el trabajo, don Sergio? No, si ya me jubilé. ¿Se jubiló? Claro, el 2 de octubre. Eso era lo que te decía, Pato, no me entendiste recién, la dolce vita, le acota Mario. ¿Y cómo ha sido el proceso? Entonces empiezo a contarlo paso a paso, desde que me llamaron, me ofrecieron una digna salida, lo que ha venido después, y mientras voy hablando me obligo a conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo, es como si estuviera dando examen, acuciado por la ansiedad de explicarme bien, por el apuro de decir todo rápido, como si valiera poco o los demás no tuvieran tiempo para mí como lo tienen para los presbíteros, enseñados para hablar con ese ritmo tan sereno y tan pausado.      

sábado, enero 16, 2021

El monte parió un ratón

La historia es cambiante y se deja llevar por innumerables interpretaciones. Hoy nadie se atrevería a contrarrestar la versión de que para Chile el último paso del cometa Halley por la Tierra, hace 35 años, fue un genial montaje del aparato propagandístico de la dictadura, enhebrado, se dice, por el periodista Manfredo Mallol y el ministro Francisco Javier Cuadra. Ambos eran poderosas y controvertidas figuras oficialistas en ese tiempo, febrero de 1986, meses antes del atentado a Pinochet, magnicidio fallido que de paso arrasó con buena parte del prestigio del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y del Partido Comunista, lo que redundó a la postre en el pacífico triunfo de la Concertación. Digresiones aparte, Mallol y Cuadra ya pasaron de moda y cualquiera los puede vapulear a sus anchas.
Valga esta imprudente reflexión para afirmar que por esos años las visiones eran diferentes. El cometa Halley sí era una noticia y tanto el mundo científico como la gente común le prestaban la máxima atención. No era un invento. Era una realidad. El famoso cometa pasaría por la Tierra y a juzgar por su última venida, constituiría un fenómeno celeste a lo grande. Algo parecido al eclipse que el Norte Chico vivió en julio de 2019.
Mi diario, que en ese tiempo era “El Mercurio”, decidió enviarme al observatorio El Tololo como enviado especial para cubrir su paso. Ignoro si previamente hubo algún telefonazo de La Moneda. Paralelamente, los medios de entonces iban calentando la noticia con notas secundarias. Se recordaba, por ejemplo, que el escritor Samuel Langhorne Clemens, más conocido como Mark Twain, tuvo tan mala suerte que nació días después del paso del cometa en 1835 y murió días antes de su regreso a la Tierra en 1910. “Nací con él y me iré con él”, profetizó en su tiempo. Esa última visita había dejado recuerdos extraordinarios de su cola extendida a lo largo del cielo.
Llegamos al Tololo con el reportero gráfico, cuyo nombre no logro recordar, aunque muy probablemente fuese Juan Enrique Lira, caballero de la fotografía, campeón de tiro Skeet y aspirante al título mundial de Míster Hígado, que disputaba palmo a palmo con Dean Martin, por razones que no vienen al caso.
Una pléyade de reputados astrónomos internacionales ofreció una serie de conferencias en el observatorio, me parece que organizadas por la Universidad de Chile, aunque no estoy seguro. Junto con los reporteros fueron invitados influyentes académicos chilenos del momento, entre los cuales recuerdo a Igor Saavedra, vestido con su inolvidable beatle blanco, a la manera del pianista Vladimir Azhkenazi. Me llamó la atención además la presencia del físico y poeta Nicanor Parra, y lo hice ver a Santiago. El recordado “Paragua” Godoy, mi jefe de crónica, me aconsejó que no lo nombrara en mis despachos porque arrastraba cierta fama “de ser de la oposición”. De modo que me farreé una entrevista que pudo ser histórica: “Parra apunta sus dardos antipoéticos al cometa Halley”, habría dicho el título, es un hecho.
A todo esto el cometa no se manifestaba. Las conferencias se desarrollaban en el día; por la noche todo el mundo en el Tololo miraba al cielo. Y nada. O bien  poco. Cada intervención de algún astrónomo era seguida por una ronda de preguntas. Infaliblemente, Parra se cuadraba con una interrogante que daba vergüenza ajena. Los astrónomos se tomaban el tiempo para contestarle. “Pero por Dios, qué le pasa a este hombre. ¿Es de las chacras o se hace?”, pensaba yo cada vez que lo sentía intervenir. Concluí que se estaba riendo de nosotros.  Preguntaba, por ejemplo, si Bill Halley debía su nombre al cometa, o por qué los cometas son tan chicos y se ven tan grandes, o cuál podría decirse que es el día de cumpleaños de un cometa. Puede que no hayan sido exactamente sus inquietudes, pero andaban muy cerca. Mientras, los enviados especiales nos esmerábamos en hacer “preguntas periodísticas”.
Pensar que todo aquello se lo ha llevado el polvo de las estrellas, como dice José Maza.
Llegó el gran día, el de su mayor acercamiento al Sol, lo que el mundo esperaba, la visión de una larga cola surcando el firmamento. Chile entero mirando al cielo desde cualquier parte, preferentemente sitios alejados de la luz artificial. En el Tololo las exposiciones científicas de esa jornada pasaron casi inadvertidas. Lo que todos esperábamos era que llegara la noche. Y cuando llegó, los organizadores instalaron telescopios manuales en una terraza al aire libre para que pudiésemos gozar del fenómeno, mientras los verdaderos astrónomos se dedicaban a estudiarlo en las salas interiores, donde se hallaban las computadoras. Tipo medianoche fue el momento. Recuerdo a una pila de viejitos gringos saltando de alegría tras retirar sus ojos del telescopio asignado, tanto así que dicha impresión me hizo titular la nota de la siguiente manera “El Tololo: Saltos y abrazos al ver el cometa Halley”, crónica apolillada que aún podría ser objeto de examen en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Mientras se producía esa salida de madre de los viejitos científicos observé a Parra. Miraba el firmamento, callado. Le pregunté algo así como “qué significa esto para usted” y entonces, en un rapto de inspiración y elocuencia, me acribilló con palabras, versos, metáforas, imprecaciones, enhebró un lúcido y apasionado discurso recitado de corrido, el revés de sus payasadas de los días anteriores. En treinta a cuarenta segundos fui testigo de un fantástico poema sobre la miseria del hombre ante la inexorable rotación de los astros, que como descuidado reportero que soy, no grabé. Pero esa noche tomé en serio a Parra. Aunque más tarde volvería a sus raíces.
Al llegar a Santiago mis colegas me felicitaron. “Saltos y abrazos al ver el cometa Halley”, repetían, riendo a carcajadas, mientras el “Paragua” me observaba con el rabillo del ojo. Recién entonces descubrí que mi título había sido tomado como una ironía, como una burla a la cagarruta, al ratón parido por el monte, incluso al montaje que resultó ser el cometa para la visión de la mayoría de los chilenos. Yo les seguía el juego, como dándomelas de inteligente, porque equivalía a seppuku confesar que escribí de buena fe lo que había presenciado. 

 

miércoles, enero 13, 2021

¡Pare, chofer!

Esta mañana me condujo un chofer ahuasado, de hablar campechano, manos gruesas y uñas sucias, camisa sebosa y un aura despreocupada rodeando su personalidad. Hay personas así, a las que la vida parece resbalarles. Yo en el fondo las envidio porque soy de las otras: cada noticia me tiñe el alma de un presentimiento lúgubre.
Veía mi destino a dos semáforos, sentado demasiado encima del chofer en un asiento incómodo y estrecho, para colmo sin salida al pasillo; el chofer dialogaba distraído con el copiloto. La cúpula se acercaba, imponente, era el momento de bajar. Al llegar a la bocacalle las cosas se complicaron. La avenida Bellavista, en reparaciones, ahora corría hacia los dos lados. La calzada era de tierra y el piso quedaba mucho más abajo de la solera, aún no se iniciaban los trabajos de pavimentación. Debí bajarme en ese punto, pero convine en que era imposible. El chofer dobló a la izquierda, pero antes le dio el paso a un microbús que corría en sentido contrario. En la esquina, alejándome ya de mi objetivo, quise descender, pero no usé una voz convincente para pedirle que se detuviera en la Escuela de Derecho; además el chofer conversaba de lo lindo con el copiloto, de forma que la máquina comenzó a atravesar esquinas y poblaciones. Por qué no me habré bajado cuando vi la cúpula, pensé, al tiempo que yo mismo descuartizaba ese argumento: sabido era que el asiento me impedía intentar maniobras vigorosas.
¡Pare!, le grité a viva voz, exasperado.
Eran las nueve de la mañana con ocho minutos. Hora de levantarse.

lunes, enero 11, 2021

Cabeza de sioux

Antes de salir, o de entrar, reparé en el banquillo situado al lado de la puerta. Aguzando la vista se podía apreciar la cabeza de un hombre debajo del asiento.
-Fíjate bien, ¿ves esa cabeza?
Advertí mi error. Antes de traspasar el umbral que nos pondría a salvo brotó ¿o siempre estuvo? otra cabeza al lado de la anterior, más cerca nuestro, una cabeza de indio sioux que dio muestras de vida al mover los ojos de un punto a otro. De la cabeza emergió un brazo que bajó a buscar un arma de fuego o un cuchillo, y no lográbamos avanzar.
-¡Ayyy!, grité, espantado.
Caminando hacia el café pensaba en esa rareza adquirida hace un buen tiempo de pasar en limpio los sueños. Nada se me aclara, nada cambio al escribirlos, nada práctico concluyo, solo he de tomarla por ahora como un ejercicio de estilo. Tal vez con el tiempo alguien sepa leer mejor que yo estas líneas.
Más beneficioso resultaría dar con la solución de un problema obvio que se le ha pasado de largo a la humanidad durante milenios. Y es que sin más ni más se da por sentada la existencia de clases sociales. Clase alta, clase media, clase baja. Señores, siervos, esclavos. Emperador, patricios, el pueblo. Ricos, oficinistas, pobres. Entre las tres divisiones se cuela la grieta de la desigualdad y al final de esa grieta, otra más profunda, la grieta de la injusticia. Al fondo quedaría el reino de don Sata. 
En la India el sistema de castas traba el movimiento social; en EE.UU. el sueño americano lo alienta; en Suecia el estado de bienestar lo adormece. ¿Desaparecen las clases? Persisten. ¿A qué se debe esto? 
Hay personas más afortunadas que otras. La solución es científica: igualarlas en sus capacidades, eliminar sus defectos y conservar sus virtudes. Rendimiento similar ante las vallas de la vida, actitud similar para enfrentar los obstáculos, disposición similar para salir adelante. No más ganadores, no más losers. Un solo ser virtuoso. Así, no importaría gran cosa lo que hubiesen heredado. La educación privada con piscina y cancha de tenis resultaría irrisoria. Se daría fin a la igualdad por decreto, y la bienvenida a la igualdad del ADN, aun con las monstruosas consecuencias que el nuevo trato pudiera implicar.

domingo, enero 03, 2021

Episodios de una noche de verano

Del fondo del dormitorio, camino a la puerta, un hombre obeso sale vociferando. Me obliga a reprenderlo por el elevado tono de su voz. ¡Qué se ha creído!
Cada salida del metro me permite asomarme a un nuevo barrio de París. Ahora es una plaza con una iglesia de un piso y muros verdes. París no es como Nueva York, donde contemplo a la pasada enormes teatros, edificios monumentales, sitios inolvidables que no tendré la oportunidad de visitar. Hacia un lado de la calle, cuadrados gigantescos unidos por arcos de hormigón y acero inoxidable, plagados de ventanas dentro de las cuales jamás se apaga la luz; hacia el otro lado, obras definitivas de una arquitectura clásica inolvidable o de una audacia impensada. Este París algo nublado, pueblerino, no era el que imaginaba. Me han hablado de un teatro que está ofreciendo un buen espectáculo. Es a la derecha de esa esquinucha, se ve allí al costado, anda, visítalo y no te arrepentirás. En efecto, ya en el pasillo de acceso, que es una murallita baja que separa el recinto de una casa habitación con arbustos y plantas, se percibe el ambiente de la vibración humana. Al entrar, la sala está casi llena de gente ansiosa, una sala pequeña, moderna, de butacas blancas, cómodas. Veo dos espacios vacíos en la segunda fila y sorteo a los demás espectadores para ocupar el lugar junto a mi esposa. Cuando estoy sentado descubro que ella eligió otro asiento, más atrás. Vuelvo la vista y no la alcanzo a divisar. Mis ganas de orinar son intensas. Me levanto y voy al baño. Se halla en la subida del pasillo, una puerta de madera café con un signo que identifica a los varones. Le comento al que está a mi lado: el forro del prepucio se me tiñó de rojo, del color de la betarraga, se parece al capullo de una flor, pero la orina me está saliendo cristalina, por fortuna.
Entonces me voy a despedir de mis amigos, una pareja que me ha tratado tan bien. Ella, sobre todo; pero él también. Se me acerca demasiado, imagino el peligro. Me toma de los hombros y me va a empujar al precipicio, que es bastante profundo, como cualquier precipicio al borde de una montaña que se precie de tal. Sin embargo esta vez no tengo miedo. Doy por sentado que mi caída sería mortal, pero también que no sentiría dolor, porque dentro de todo algo me dice que esta que vivo no es la realidad...

sábado, diciembre 26, 2020

Navidad, Navidad...

Eran las diez de la noche y yo me hallaba frente a la radio, subiéndole el volumen para oír mejor la canción de los Huasos Quincheros. Antes de volver al patio, donde participaba de la cena de Navidad, me llegaron las voces alegres de mis seres queridos, mezcladas con el sonido de tenedores y cuchillos sobre platos y fuentes de ensaladas.
Navidad, Navidad, en la nieve y la arena, Navidad, Navidad, en la tierra y el mar...
Mi mujer, mis hijos y mi nieta aborrecen a los Huasos Quincheros por el aura de fachos que los ha recubierto durante décadas. Los Huasos Quincheros son la prueba de que la música está envuelta, o empañada, de sentimientos y hasta de ideología. Es la razón de que llevara varios 24 de diciembre resignado a olvidarme de la radio Conquistador, con sus melodías navideñas de viejo cuño y sus eternos Soliloquios de Belén, de Giovanni Papini, en la voz grabada del recordado Lawrence Young. En consecuencia, lo que hacía era aprovechar ese instante de soledad, alejado momentáneamente de los míos, para disfrutar una pizca del programa. No estaba pasado de copas, había bebido con moderación hasta ese momento. 
Ocurrió entonces algo extraño, o no tan extraño, si considero los efectos que el alcohol suele causar en las personas. Sentí que mi alma guardaba demasiado amor, amor que por una razón desconocida nunca lograba dar con la vía perfecta de escape. Me brotaron lágrimas al percibir el eco de quienes compartían conmigo la cena. Mi esposa, mis tres hijos, mis dos nietos, las parejas de mis hijos, la pareja de mi nieta. Todos alrededor de una mesa bien provista en un año para el olvido. Una suerte, una bendición. En ese momento les perdoné sus imperfecciones y me perdoné las mías. La oscuridad del recibidor, la letra de la canción, la conciencia de poseer un corazón que late al ritmo de la rotación de los planetas y el tiritar de las estrellas me empujaban a sentir amor. Decidí que iba dar un discurso para contarles cuánto los quería y con ese ánimo volví a la escena.
El año anterior mi nieta se había levantado llorando de la misma mesa por una agria discusión conmigo sobre los alcances del violento 18 de octubre. Luego había vuelto y nos habíamos abrazado, pero el episodio nos dejó a todos un gusto amargo Esta vez solo se oiría hablar de amor.
De modo que retorné a mi puesto en la cabecera, me senté, hice sonar mi copa con el tenedor, los demás callaron y comencé a hablar.
Pensaba que se me iba a quebrar la voz, pero sucedió lo contrario. Usé la razón. Las peores cosas que le han ocurrido al mundo se han debido a que alguien quiso usar la razón, animado por un genuino sentimiento de amor. No estoy diciendo que el corazón de Stalin hubiese estado inflamado de amor, pero ¿quién puede saberlo? El mío, al menos hasta ese instante, lo estaba, pero mientras las palabras salían de mi boca noté que ya no lo estaba tanto. Ya no sentía el mismo amor que sentí al verme a mí mismo solo, de pie en la oscuridad, fisgoneando a quienes amaba. Ahora correspondía ser preciso, usar palabras justas para definir a mis acompañantes. ¿Y para qué definirlos? ¿Qué sacaría de eso? Ahora que lo pienso bien, en estos dos días que han seguido, días silenciosos, ausentes, plenos de desacuerdos y malos entendidos, me ha caído la teja. Nada bueno, nada memorable resultó de mi "discurso de definiciones". Para la próxima no improvisaré, sino que leeré uno que guíe, retenga, modere mis pensamientos, un discurso del tenor del protagonista de Los Muertos. Aunque mejor sería no decir nada. Callarme la boca.
El asunto es que partí definiendo a la pareja de mi nieta, a quien me referí como una persona buena, liviana de sangre, eficiente en su profesión. Mi nieta me interrumpió. ¿Por qué dices eso? Estás hablando generalidades, algo que se podría decir de cada uno de los que componemos esta mesa. 
Era cierto. Debí haber parado allí. Pero se me ocurrió rebatirle, y no sin razón. Le dije que hablaba de cosas que yo conocía, porque las profundidades de su persona prácticamente las ignoraba, como correspondía a la relación protocolar que mantenemos. Mi nieta aceptó mi argumento. Proseguí con el segundo invitado. Describía la personalidad de la pareja de mi hija mayor, lo bien que le había hecho a ella su compañía. Justo sonó mi teléfono. Era Merterele.
¡Merterele! Hola. Hola, como están. Aquí, cenando, y ustedes. Cenando también. Para qué me llamas. Me llamaste tú. Sí, pero eso fue hace horas: te estaba devolviendo una llamada perdida. Ah. Felicidades. Felicidades.
No advertí la señal y seguí hablando. Los definí a todos, uno por uno. Luego brindamos, continuó la cena, nos servimos los postres, se abrió un whisky, repartimos los regalos. El toque de queda disolvió el encuentro y luego del lavado de loza, ollas y sartenes el hogar se sumió en un silencio intranquilo, sospechoso.
Los seres humanos somos transmisores de mensajes. Recibimos, procesamos y entregamos. Cuando el mensaje es uno solo y deslumbrante proviene de Dios. Por lo que sé, llega dos o a lo más tres veces en la vida. Si se lo consigue identificar, el dilema estriba en acoger o desechar. Pero existe un problema cotidiano, y es el que arman los pequeños demonios que habitan en el aire. Estos bicharracos se especializan en alojar mensajes torcidos en el alma de los hombres. Los inoculan a medida que van pasando los minutos; a veces tardan días, a veces semanas, años; al cabo esas semillas ensombrecen la mirada. Algunos de ellos fueron los que recibí, y transmití, esa noche.
Desperté a las nueve. Me levanté. Sentía un leve dolor de cabeza y una vaga inquietud, como si los riachuelos de sangre que corren por mi cuerpo se hubiesen salido de su cauce. Buscaba una culpa en el placer de la velada de la víspera y mi mente se plantaba exhausta ante un día vacío. No habiendo mucho más que hacer, me paseaba por aquí y por allá en las habitaciones, salía al patio, trataba de leer debajo del toldo que le da sombra a la pileta; de descifrar la felicidad que se esconde en la vida de los pájaros. La consigna era sortear el día muerto, tratando de soportarlo, no asumiendo su existencia. Partí al café, con el libro bajo el brazo, "Padres e hijos", de Iván Turguéniev.
Quizás él me ayude a descubrir un secreto que me sigue siendo esquivo, a pesar de mis años.

miércoles, diciembre 23, 2020

Conjunción

Caminamos con mi mujer hacia el sector menos iluminado de la calle; desde allí levantamos la vista al cielo para ver la conjunción de Júpiter y Saturno. Los medios electrónicos, tan vagos e inexactos, informaban que algo así no se veía en 800 años, al menos de noche. Acudí a la diosa internet; me confirmó que en los años del Siglo XIII que van del 1200 al 1300 Dante escribía la Divina Comedia y Chrétien de Troyes ya había dado a luz su Perceval. En 1220, el momento de la conjunción, si fuese cierto eso de los 800 años, Gengis Kan arrasó con Samarcanda, mató a sus habitantes, no a todos, incendió y saqueó la ciudad.
Me vinieron espontáeamente a la memoria los incendios y saqueos en la ciudad que habito. ¿Y si Piñera hubiese llamado a plebiscito para modificar la constitución al día siguiente de asumir el mando? ¡Qué de problemas se habría evitado! Pero solo los profetas y los ilumiados son capaces de advertir lo que deparan los días del futuro, y nuestro presidente no entra en esa categoría. 
El señor Mahana me comentaba, días atrás, que la gente estaba mala, que ya no era la de antes, no era la de nuestra generación, que vela por sus hijos y sus nietos. Tendí a concederle la razón; nos hacía sombra una arboleda en la avenida Dublé Almeyda y nos acariciaban rayos de sol que se colaban entre las hojas mientras avanzábamos a tranco lento por la calle. Si le di la razón fue más bien para no entrar en análisis profundos sobre si realmente la gente estaba más mala o era la misma de siempre, con otras máscaras, aunque le manifesté mi pequeña esperanza de que las cosas parecían estar cambiando para mejor. Es la plata, si hay plata todo anda bien; es la plata, me secreteó. Unos pasos más al poniente volvió a acercarse a mi oreja. Deje de alimentar los monos del zoológico y verá cómo al rato se arma la grande, sentenció. La avenida era un mar de autos que calentaban las horas previas a la Navidad. El señor Mahana es vendedor y ha tenido días más gloriosos. No es que le vaya mal, pero ha tenido días más gloriosos, él mismo lo admite.
Cuántas cosas han pasado en estos 800 años que pudieron evitarse. Y cuántas deberíamos celebrar.
Mi mujer y yo seguíamos mirando los dos puntitos en el cielo, tan lejanos. Sentía que Júpiter y Saturno me querían decir algo ahora que aún estaba vivo, pero no sabía qué. Bajaba la vista para descansar el cuello, luego volvía a mirar, como diciéndome aprovecha que esto ya no se vuelve a ver en 800 años. Los puntitos se unían y se separaban, titilaban como estrellas de Neruda, se confundían en el firmamento. Era una visión de lo más aburrida, pero se me antojaba trascendente. Al fin nos tomamos de la mano y emprendimos el regreso al hogar.

viernes, diciembre 18, 2020

miércoles, diciembre 02, 2020

La noche de Tristán e Isolda, un treinta de noviembre

Le indican el símbolo dibujado en la muralla. Mira hacia arriba y descubre que están desnudos. El vano de la puerta se desajusta por efecto del terremoto; la casa se halla a punto de caer, pero luego las paredes retornan a su viejo orden. Tristán la toma de la mano y ambos nadan sobre la arena dorada que rodea la plataforma de madera; entonces le declara: "Ya es mucho lo que  me has amado". Los labios extasiados de Isolda le sonríen y sus ojos lánguidos se pierden en la neblina.
La noche del treinta de noviembre se aparece el comerciante de telas e Isolda descubre el anillo que esconde entre su mercancía. Tristán no pudo esta vez enviarle obsequio alguno y recurrió al ardid maravilloso del lenguaje para hacerse presente; la visionaria no tarda en descifrar su alma y su rostro.
¡Eterna noche a los amantes, eterna noche del amor en la morada de Hades!

martes, noviembre 24, 2020

Esto me recuerda a 1973

Esto me recuerda el año 1973. Una mayoría popular se fue alzando contra Allende y sus planes que llevaban a la dictadura del proletariado. La mayoría se hizo incontenible, las fábricas dejaron de producir, las universidades dejaron de hacer clases, la Alameda se llenó de manifestantes y sobrevino el golpe de estado, con el apoyo de al menos el 60 por ciento de la población (de acuerdo con la votación democrática de marzo, la última de ese aciago periodo de nuestra historia). Quienes vivieron esa época pueden dar fe de esto, al margen de sus posiciones políticas.
Ahora esa mayoría abrumadora se inclina por el cambio del modelo. La fuerza se ha polarizado en ese sentido, los parlamentarios se acomodan para tratar de representar lo que ellos creen que es "el pueblo", ya se exige la salida del Presidente y "la calle", que la compone el 1% de la población, manipulada por cerebros escondidos, se tomará el poder, con la adhesión de los "tontos del batallón", quienes más tarde serán los primeros en llorar sobre la leche derramada, tal como lo hicieron en 1973. Esta vez las Fuerzas Armadas harán vista gorda y nuestro país entrará en una vorágine social de la que le será muy difícil salir.
No quisiera escribir de estas cosas; preferiría mil veces apostar por la belleza de las letras, pero la ansiedad, la conciencia y mi desgraciada intuición, que me hace ver un poco más allá de las cosas, me lo impiden.
 


domingo, noviembre 15, 2020

Tú y ellos

Los miras y te dices: no soy como ellos, no pienso como ellos, no puedo sentir amor por ellos. Y hay resentimiento y enajenación en tu sentir, la impotencia de los derrotados que han intuido el abismo al que se dirigen. 
Así te aislas, te sumerges, hundes tu cabeza de avestruz en el jardín del hogar y en la soledad del mundo abstracto buscas el refugio que tu ciudad no te da.
Teóricamente, el asunto se presenta muy sencillo: vaciar tus pensamientos diurnos de gusanos, pues de los nocturnos se encargan tus sueños. 
Algunas de las estratégicas fantasías que andan por ahí revoloteando son 
Resguardo
Defensa
Escondite
Poesía
Música
Paz
 

lunes, noviembre 02, 2020

Lectura imaginaria

Lees en voz alta para mí, tu entrega es modelo de pasión, un poema incomprensible de Celan; me llega en el dulce acento de tu voz, la profundidad de tu razón y la luz de tu saber. El significado entero del poema eres tú; mi felicidad está en asimilarlo, confundir mi ser con tu espesura, con el amor que desocupa mi alma en la inmensidad de tus ojos y en ese amor distante, el amor que tú me das.
Vuelvo al libro. La brisa africana que ha sobrevolado el jardín se alojó en mi corazón y le dejó un aroma incierto de flores de violeta al tiempo material.


lunes, octubre 19, 2020

La chusma contra Chile

El tema, tal como yo lo entiendo, ha terminado por quedar reducido a esto: la chusma contra Chile. Es un asunto de clases; ese grupo se aloja en lo más bajo en la escala social y su hogar natural parece ser la cárcel. Salvo los iluminados que sueñan con sacar provecho de esa fuerza y guiar sus destinos manejando hilos abstractos, culturales, nadie simpatiza con esa pequeña y oscura masa de vándalos resentidos que aplastan y destruyen en un afán exhibicionista de celebrar sus triunfos. 
La chusma siempre ha existido; antes era muy superior en número, pero le temía al poder. Y al ser temerosa, respetaba.
Puede resultar desafortunada y triste la comparación, pero tal como las cucarachas y las ratas, sus integrantes salen a devorar al amparo de la noche, y en el día se esconden.
Es la minoría más importante para tener en cuenta y nadie se ha hecho cargo de ella.
Sin embargo y tal como acontece con la reacción que generan los fenómenos sociales, al haber perdido el miedo firmaron el acta de su próxima derrota; la luz del día los está haciendo visibles y tarde o temprano volverán al extrañamiento a rumiar su fracaso, más humillados que antes.

domingo, octubre 11, 2020

Nuevos rumbos

Ya es hora de sacarme la carga que pesa sobre mis hombros. El intercambio me contuvo, los hijos marcaron mi quehacer, Occidente me impuso su lenguaje y me sobrecargó de mitos. Ahora camino hacia la cita con el destino más libre que nunca, atado a las debilidades de mi cuerpo.
 

lunes, septiembre 21, 2020

Lilith

Olga tanteó con escaso interés la oferta que la devolvía al carnaval de las falsas promesas y acabó reaccionando con indiferencia. 
-¿Trabajaría para mí?
-No sé.
-¡Anímese, le va a gustar!
Se iba dejando llevar por la viciosa tentación del cambio.
-¿Cuánto paga?
-El mínimo, más casa y comida. No tendrá mucho que hacer, ya verá. Las camas, una trapeadita de vez en cuando, lavar un par de platos. Yo como pocazo, no soy de andar comiendo todo el día. Lo principal es echarle el ojo al taller -dejó pasar un momento y luego subió la voz, enérgico-. ¡Anímese! La espero mañana, esta es mi dirección.
Al despedirse le pellizcó la mejilla; Olga se ruborizó y guardó silencio.
No era una joven, ya frisaba los cuarenta. Entendía que hacia atrás su vida se resumía en una pila de torpes decisiones que la habían llevado a desempeñarse en oficios dudosos. Ahora trabajaba como asesora hogareña, pero ¿qué futuro le cabía esperar? Le gustaban los hombres, como a toda mujer, pero en ella se asomaba algo lúbrico desde su constante irritación. Vivía mirándose al espejo, porque no le desagradaba su cara, aunque si pudiese arreglársela un poco, darle un toque... distinto... ir a la peluquería, teñirse, cambiarse el peinado.
-Me voy, señora, este es mi último día, despídame de don Pedro -le anunció a la dueña de casa, que volvía de la oficina.
Discutieron los detalles y quedó todo acordado. No había mucho más que hacer, Olga hablaba con un convencimiento que aunque incierto, sonaba definitivo. El matrimonio, por su parte, no se perdía una gran colaboradora.
-Venga mañana temprano y mi esposo le dará lo que se le debe.
La noticia sirvió para animar los únicos minutos que cada noche compartía el matrimonio. 
-¿Qué le daría por irse a la Olga?
-El maestro que vino a arreglar la lavadora le ofreció trabajo en su taller. Algo así le entendí.
-¿Y qué va a hacer la pobre en un taller de lavadoras?
-Asunto suyo.
-Tienes razón, pero no olvides colocar un aviso en el supermercado.
-Ya fui, no te preocupes.
Gómez se dejaba estar; lo sentía cada mañana al salir de la ducha. El pantalón se le hacía más angosto, los botones de la camisa amenazaban con dispararse al aire y la papada le relucía tras la afeitada. Desde la cocina vio el auto de su mujer, saliendo del edificio. Estaba atrasado. Apuró el café, se lavó los dientes y miró el reloj. Lo esperaba un montón de asuntos en el decanato, su auténtica vida; se paseaba incómodo por el amplio departamento cuando sonó el timbre.
-¡Olga! La esperaba. Mi señora me contó.
-Sí, don Pedro. Me voy.
El hombre le entregó un sobre.
-Bueno, aquí está lo que se le debe. Cuéntelo.
-No, si le creo... -puso el dinero dentro de una carterita negra y lo miró a los ojos-. Bueno, don Pedro, me voy... que le vaya bien.
Se dieron un abrazo y ella caminó hacia la puerta, pero antes de que la abriera sucedió algo que a cualquier narrador le sería difícil de explicar. Gómez la observó, dudoso. Pareció una interminable observación; sin embargo no duró más que los cuatro pasos que la empleada doméstica dio para llegar a la puerta. La llamó:
-Venga.
-¿Qué quiere, don Pedro? -La mujer interpretó la mirada de su patrón y sonrió, avergonzada.
-Deme otro abracito... no sea mala... va a ser la última vez que nos vamos a ver.
Olga bajó la vista. Gómez avanzó y la tomó de los hombros. Ella sacó una libretita de la cartera y comenzó a hojearla en forma inconsciente; repasando las hojas una y otra vez, hacia adelante, hacia atrás. Gómez no la soltaba. 
-¡Oiga, usted se las trae! 
Se besaron en la boca, tanteándose al inicio, luego con hambre; él la agarró del pelo y ella le lamió la cara y se dejó acariciar las nalgas. Gómez bajó una mano por dentro de la falda y con la respiración entrecortada palpó la mata húmeda de la que brotó un penetrante olor a mujer; ella se le apegó a la barriga y le presionó el miembro con su vientre. Al instante presintió un estertor, semejante al que le iba a venir a ella.
-Don Pedro... pare, don Pedro... 
El día transcurrió con rutinaria placidez en la universidad. Al atardecer, en su oficina, Ángel Correa revisaba documentos cuando el decano abrió la puerta y le habló.
-¿Mucha pega, Ángel?
-Estoy terminando; este alto de papeles queda para mañana. El famoso tema de las licenciaturas, ya sabes.
-¿Aún no se resuelve?
-Los alumnos pidieron otra sala. Voy a tener que hablar con Juanito.
-Mañana lo hablan. ¿Comamos algo? Te invito.
Dejaron sus autos en el estacionamiento que el plantel reservaba para ellos y se instalaron en el restaurante de siempre, cómodo, sencillo y cercano. Bebieron una botella de vino y devoraron sus platos de una manera poco académica, aunque las servilletas se encargaron de cubrirlos de un escándalo. Al momento del bajativo ordenaron dos whiskys. La noche aún era joven y sobraba tiempo para la sobremesa. Antes de iniciar la charla el decano aflojó discretamente la correa de su pantalón.
-¿Y has visto a tu amiguita?
Ángel dudó en responder. De reojo consultó su reloj. Enseguida se animó.
-¿Tienes tiempo, Pedro?
-Pero hombre, claro que sí. Mi mujer sabe que nunca llego antes de las 11.
-La mía igual -dijo Ángel, y levantó los hombros. Recelaba de su superior, pero lo necesitaba. Sabía de sobra que de vez en cuando había que darle en el gusto. Nada mejor para ello, había descubierto, que usar la táctica de la sinceridad. Abriendo su corazón quedaba en una frágil posición ante él, como la de un niño ingenuo ante sus maestros. Ciertas personas se conmueven cuando durante una brusca oleada de confianza algún subordinado les revela sus sentimientos más íntimos; Pedro Gómez era una de esas personas. Él no lo sabía, pero le gustaba ser cazado por las confesiones ajenas. Cuando aquello ocurría era como si a sus fosas nasales le llegara una vaharada de poder.
-La universidad nos consume -se quejó Pedro.
-Más al secretario de estudios que al decano -se atrevió Ángel.
-¡Ja ja ja!, ya llegarás a decano, Ángel Correa... ya llegarás a decano, y verás que no existen los peces de colores.
Brindaron por la noche y por sus vidas. Reconciliado consigo mismo, y creyéndose poseedor de una no confesada superioridad sobre su jefe, aquella de la que disfruta el hombre bien parecido ante el supuesto gordo bonachón, Ángel habló.
-Vi a Lily la semana pasada. 
-Suéltala completa, hombre, soy todo oídos.
Ordenaron otros dos tragos. Hacían sonar el hielo. Bebieron un sorbo.
-Entré al café con dos colegas, nos sentamos a disfrutar el show y ella salió a bailar. Mientras bailaba me fije en Kaira, una negra... ¡con un culo! Nos pusimos a conversar. Cada dos frases me pedía que le regalara unas zapatillas de marca. "Son para trotal, mi amol. Tú dime... ¿cómo conselvo esta figura sin trotal?", me picaneaba. "Te las voy a traer sin falta cuando venga de nuevo", le prometí.
-¿Y Lily, qué hacía?
-Lily me evitó con la mirada, terminó su baile con un rápido desnudo y luego atravesó una cortina y desapareció. Cuando retornó a la oscura salita para alternar con los cinco o seis parroquianos presentes dejé a Kaira a un lado y quise saludarla, pero me volvió a ignorar. La llamé con la voz más suave que pude, para no causar un escándalo, ya que los clientes y las demás chicas se empezaban a dar cuenta de que entre ambos se estaba produciendo una diferencia de opiniones. Yo disponía de la ventaja del poder sobrehumano que se les da a personas como yo en esos antros, pero ella tenía su carácter. Conociéndola como la conocía, me puse a la defensiva.
-¿Qué pasó?
-"¡Mentiroso!", me gritó de pronto, mirándome a los ojos, y me dio la espalda. Casi me arroja un vaso de bebida en la cara. No se atrevió. Le habría costado la salida del local.
-¿Y tú?
-Me largué a reír. Con mis colegas...
-Fuentes y Valladares. Doble contra sencillo.
-¡Cómo manejas el decanato, Pedro! Ni una hoja se mueve sin que lo sepas.
-Es parte de mi trabajo, Ángel Correa... ¡ya llegarás a decano!
Hubo un ligero silencio. Correa continuó su relato.
-Cuando salimos del café traté de explicarles lo inexplicable, me fui enredando en la argumentación y mientras esperaba sus bromas lapidarias noté que tomaban mi derrota con humor y una pizca de conmiseración y complicidad. Se hizo un par de comentarios sin asunto antes de pasar a otras cosas. No he vuelto a entrar a ese lugar.
-¿Eso fue todo?
-Sí.
-¿Cómo una persona como tú se enredó con una chica como esa?
Correa captó el sentido del lugar común, que ahorraba la pregunta directa, brutal.
-¿Quieres saberlo de verdad?
-Dale, hombre, tenemos tiempo.
"A esta hora, por ejemplo, Lily debe de estar bailando. A las doce de la noche hará lo mismo. La primera vez que nos acostamos le pregunté cómo había llegado al café. Por un aviso, me dijo. ¿Y desde cuándo bailas? Hace no tanto. ¿Y qué hacías cuando chica? ¿Me estái entrevistando? No, es que me gustaría conocer tu historia. ¿Y qué tiene mi historia? No sé, pero me gustaría conocerla. ¿Y por qué? No sé, pero es una broma, no te preocupes. Ah, erí un mentiroso.
"Fue la primera vez que me llamó mentiroso, pero el tono y la intención eran otros. Tenía 12 años, recuerdo que me dijo entonces, cuando viajó a probar suerte a Perales, cerca de Cobquecura. Entró a atender una cantina. El dueño tenía 40 años y su mujer, 60. Lily atendía a los borrachos consuetudinarios en el día y en la noche dormía en una piececita que estaba al fondo del patio. Al parecer, su destino es dormir en piececitas. Al momento de acostarse solía encontrar calzones nuevos que le dejaba el dueño, de regalo. Una tarde que la dueña había salido, él le confesó que le estaba gustando y la empezó a perseguir por toda la casa hasta que llegaron a la cocina, donde Lily agarró un cuchillo y lo amenazó con matarlo si la tocaba y santo remedio. Cuando en la cantina los parroquianos se ponían odiosos tomaba una luma y les daba en la cabeza, y así se iba haciendo respetar. Eso le ha servido hasta hoy, porque si algún cliente intenta propasarse ella dice me quito un zapato y le parto el hocico.
"Me contó que su primer contacto sexual ocurrió en Quirihue, durante el primer cumpleaños bailable de su compañero de curso, Andrés. Los chicos tomaron té, bailaron todo el disco 33 un tercio 'Carrera de éxitos número 2' y después no hallaron qué hacer, hasta que a uno se le ocurrió poner el disco por segunda vez. Se sentían mayores. Estaban solos, o sea, sin grandes. ¿Cómo aprovechaban la tarde, entre disco y disco?, le pregunté. Lily leía la revista Suzy y los demás hacían lo propio con Red Ryder, Superman, Hopalong Cassidy, El llanero solitario. Haciendo un paréntesis en la lectura, me dijo que de pronto Andrés partió a la cocina y volvió con unos canapés de paté y ave con mayonesa y una botella de pisco con una Coca Cola familiar, que los invitados combinaron y se bebieron como si estuvieran apurados por ponerse ebrios. No había pasado media hora cuando Lily le dijo a Andrés que con el pisco le había dado sueño. Andrés la subió a su pieza, sacó los regalos de la cama y le dijo que se acostara y se sacara la ropa 'por mientras'. Enseguida bajó al living, declaró que la fiesta se había terminado y los mandó a cambiar a todos. Andrés subió los escalones con nerviosismo, entró a la pieza y vio que Lily le había hecho caso, pues abrió la cama y la vio durmiendo con sostén y calzones. Se quitó la ropa, se metió a la cama con calcetines, la abrazó y como no encontró mayor resistencia se puso a refregar el pene entre los muslos de Lily. No habían pasado dos minutos cuando Lily sintió que se le mojaban las piernas y lo encontró chistoso. A Lily le habían dicho que la primera vez dolía. Como no le dolió estimó que la suya había sido una primera vez a medias.
"Lily se retiró del colegio en octavo básico porque según sus mayores, la materia 'no le entraba' y además necesitaban sus brazos para el tiempo de las cosechas.
"La primera vez de verdad de Lily ocurrió unos tres meses después de la fiesta de cumpleaños. Se ofreció y fue aceptada para servir las mesas en una pensión de Cobquecura durante el verano. A la pensión iban a almorzar todos los días los trabajadores de una empresa forestal y Lily se prendó del capataz, que era un hombre de unos 50 años. Se ruborizaba cada vez que el hombre la saludaba al entrar a la pensión. Le gustaba mirar sus manos, que eran gruesas y callosas, y sus ojos, que le parecían tiernos. Con los trabajadores le mandaba papelitos. Los papelitos decían usted caballero me gusta. El capataz, que en un principio la miraba como la niña de 14 años que era, de pronto sintió que se empezaba a fijar en ella. Lily entonces no tenía el cuerpo que tiene ahora, que es un cuerpo bajo, curvilíneo, exuberante, pero ya se insinuaba que iría en esa dirección. La nariz chata y los labios carnosos le daban un aire distraído y sensual, pese a su corta edad.
"Una tarde el capataz la subió a su camioneta y la invitó a su casa. Lily se asustó un poco pero le aceptó al instante. Dice que el vehículo se alejó de la playa por unos totorales y enfiló por un camino de tierra en dirección a Ninhue. Al cabo de unos 12 kilómetros se apartaron del camino hasta llegar a una casona silenciosa, donde estacionaron. Nadie saldría a abrir porque no había nadie, le adelantó el capataz. Entraron y él le enseñó la casa y sus habitaciones, una por una. Era una casa grande, me dijo Lily. Primero tomaron un vaso grande de Cinzano en el sofá y después él le propuso pasar al dormitorio 'para descansar un poco'. Lily no estaba cansada y se imaginaba lo que podía suceder. Pensó un momento mirando al cielo, como ella hace, y le aceptó su invitación. En el borde de la cama se dejó acariciar y entonces vino la primera vez de verdad. Sobre ese tema es pudorosa y no cuenta mucho, ya que no le gusta abordar esos detalles de su vida. Sólo agrega que por un tiempo se siguieron viendo hasta que el capataz, preso de una sensación de culpa, la dejó 'para no hacerle daño'. Lily no lo vio nunca más, pues antes de que llegara el otoño volvió a Quirihue y luego se vino a probar suerte a Santiago.
"En esos tiempos me contaba que andaba a caballo en pelo y cuando se bajaba sentía que los muslos le ardían. Dominaba bien al animal, no como su hermano que ahora vive en Australia. El hermano corrió un día hasta una acequia y como el caballo no quiso saltar se cayó, no al agua sino al barro de la orilla. La hermana gemela de Lily, que se llama Sacha y es una polvorita, me cuenta, se lo pasó retándolo, pero los demás lo tomaron para la risa.
"El hermano de Australia siempre le escribe y le pide que se vaya con ella, pero Lily dice que no sabe hablar inglés y que allá no sabría qué hacer y que prefiere esta vida. Sobre sus padres habla poco, menos que lo suficiente. Su papá era un francés que se entusiasmó con su mamá y la llevó a varias partes, pero siempre iban los dos solos. Cuando no estaba el francés la mamá andaba en lo suyo, con hombres. Cuando llegaba el francés, como una vez al año, a Lily le regalaba dulces. ¡Dulces! recuerda ahora, ¡dulces! y se ríe, no de resentimiento sino casi de chiste. Por eso cuenta que prefirió dejar la casa para irse a trabajar puertas adentro.
"Hubo una segunda vez y una tercera vez y una cuarta vez. Hay razones fundadas para sospechar incluso que hace un buen tiempo pasó la milésima vez. Pero sobre esto no hay confirmación.
Lily tuvo una pareja y un hijo pero nunca se ha casado, no por falta de pretendientes. Simplemente no ha encontrado al hombre de su vida. Lily cree firmemente que hay un hombre en la vida de cada mujer. Y ese hombre no era el gordito del aserradero, dice.
"El gordito del aserradero era un hombre que se prendó de ella cuando Lily rondaba los 15 años. Lo llamaba Don Gastón y era dueño de un aserradero. La abordó un día en Cobquecura -porque Lily siempre volvía a Cobquecura, le gustaba el viento frío de la playa- y la invitó a comerse unas empanadas fritas. Lily le dijo que sí, porque ella no suele ver mala intención en los hombres. Si le preguntan algo, contesta; si la invitan a comerse unas empanadas fritas, lo piensa un poco y responde. Como a la tercera empanada Don Gastón le confesó usted me gusta mucho y Lily se rió. Esa risa de Lily siempre ha perdido a sus admiradores, porque no entienden de qué risa se trata, si de una risa de estupidez, de burla, de malicia o de ingenuidad. Don Gastón la tomó del brazo y la quiso besar, pero ella le dijo ya, po, no se propase y todo quedó ahí, en las tres empanadas.
"El hombre nunca le ofreció matrimonio porque lo que quería era 'mandárselo a guardar', oyó Lily cuando sus amigos lo envalentonaban, viendo que perdía la batalla. Pero esa actitud grosera de macho herido en su amor propio cambiaba cuando veía a Lily: Don Gastón entonces era tierno y solícito, cariñoso, hasta tímido, me contó. Un día se la encontró en la calle y la invitó a conocer el aserradero. Anduvieron en auto un buen rato, en su Chevrolet 51, hasta que llegaron. Se bajaron y él le dijo este es. Ella lo vio y comentó que era bien grande. El gordito se ruborizó e intentó hacerse el modesto, incluso habló de una sierra gastada, de una hipoteca en el banco. Pero es bien grande, le insistía ella. Él se alegró, la tomó del hombro y la atrajo hacia sí, sin que Lily opusiera resistencia. Fue una tarde romántica, la última tarde que pasaron juntos en la vida.
"Pocos días después ella se vino a probar suerte a Santiago. Ya tenía 16 años. La recibió una hermana, no la polvorita sino otra, Luisa, que ahora está separada y trabaja en "El sanguchón" de Franklin, al lado de una pizzería. Luisa le advirtió que su situación no era de las mejores. Lily le dijo que no se preocupara porque ella había venido a buscar trabajo. Y así lo hizo, buscó trabajo como empleada doméstica hasta que encontró uno puertas adentro. De esa forma, dejó de ser una carga para su hermana y nadie pudo recriminarle en ese hogar que viviera de allegada.
"Cuando le preguntaba en el café qué se siente ser un objeto de deseo se extrañaba, porque decía que esa idea no le cabía en la cabeza. Si le hacía ver que sí lo era soltaba una de sus carcajadas y cruzaba las piernas. Cuando Lily cruza las piernas le reluce un blanco calzón, un colaless provocador, una tirita de encaje. ¿Por qué brilla tanto?, le pregunté una tarde, para darle un toque divertido a la situación. Por la luz, me contestó y mostró la luz negra propia de los topless y los cabarets.
"A veces, cuando se lo pedían con un billete, mostraba lo que había bajo el calzón. Entonces dejaba a la vista un minúsculo matorral podado a medias. La mano del hombre bajaba y acariciaba, autorizada por el billete; ella cerraba los ojos y le besaba el lóbulo de la oreja, y bajaba su mano también.
"En sus tiempos de empleada doméstica en Santiago, entre los 30 y los 40 años, se enteró por boca de una prima de que Don Gastón había muerto. Un día de viento y lluvia en el sur resbaló en el aserradero y cayó sobre una sierra en movimiento. Su muerte fue instantánea, pues cayó de cabeza.
"Fue por esos tiempos cuando conoció a los tres hombres de su vida. El primero fue un joven de buenas intenciones con el cual tuvo a su único hijo, hoy de nueve años. Se vieron en la Plaza de Armas un día domingo; él la invitó a comer un completo en una fuente de soda al paso ubicada en el portal Fernández Concha y después entraron al cine. Adentro de la sala él le tomó la mano y como ella no dijo nada, la besó. Cuando la besó, Lily tampoco dijo nada. Dos semanas más tarde se acostaron y para ella no fue como si estallara una galaxia, pero tampoco fue como para rehusar la propuesta de dejar el empleo e irse a vivir con él. Así, de pronto, Lily se convirtió en señora y dueña de casa. Y un año más tarde, en mamá.
"A esas alturas, tal vez un par de años después, poco quedaba del joven de buenas intenciones. Se había convertido entonces en un hombre de mal vivir al que le gustaba llevar amigos a la casa, y llevarlos con malas intenciones. El hombre dejaba a sus compinches solos con Lily y volvía a la taberna. A Lily eso no le gustaba porque le traía recuerdos de sus tiempos en Perales. Los amigos empezaban a ponerse pesados y con el alcohol a uno o dos o tres les daba por mirarla demasiado y a veces con querer tocarla, sobre todo ahí, donde la minifalda se curvaba demasiado. Cansada de soportar humillaciones gratuitas y aún con el honor intacto en lo que se refiere a sus amigos, un día lo castigó y se fue. Cuando le pregunté cómo lo castigó me dijo 'le corté el pico' pero luego de una risotada se aprovechó del desconcierto y rectificó sus dichos. 'No se lo corté pero me aproveché de que estaba curado y lo tiré por la escalera y me fui', me confesó. Pero la decisión le costó cara. El cuñado abogado se encargó de todo. Ellos eran 'de otro nivel' y Lily salió perdiendo. Ahora no puede ver ni de lejos a su hijo.
"De los otros dos hombres de su vida casi no habla, porque aunque no lo creas, Pedro, a Lily no le gusta hablar de su vida privada. En realidad, me ha costado un mundo sacarle datos. Sé que uno fue un rabino al que conoció en la calle. Él la abordó con sigilo y la invitó a una oficina oscura 'llena de leseras'. Capaz que haya sido una sinagoga, porque me describió un salón con candelabros en la mesa y en la repisa. 'Cuando me tenía en pelotas me lamió el chorito y me bautizó'. ¿Te bautizó?, le pregunté. Sí, me bautizó, me puso el nombre que uso ahora. ¿Cuál? Lily po, tonto. ¿Y qué te decía? ¡Lilith, Lilith!, arrodillado, con la lengua babosa. Yo le decía que no, que me gustaba más Lily y me quedé con Lily. Me dijo que la volvió a invitar tres veces más al salón oscuro y que a ella le gustaba el rabino porque lo encontraba divertido, porque le hacía cosquillas con la barbita y porque adentro estaba fresco, era época de calores. Pero un día entró una señora, los vio en pelotas y pegó un alarido. Salieron arrancando con las luces apagadas, así que la señora no se dio cuenta de que era el rabino, eso me contó".
El mozo apareció con dos nuevos whiskys. Ambos miraron la hora.
-¿Queda tiempo? -preguntó el secretario de estudios.
-Claro que sí. Esta historia resultó ser más de lo que esperaba. Continúa, por favor -dijo el decano.
"Como te iba diciendo, cuesta un mundo sacarle datos. Tuve que echarme la mano al bolsillo varias veces para que las historias fueran saliendo, una por aquí, otra por allá, a goteras, sin sentimiento, como si la que hablara fuese una mujer de hielo. Y en este punto me detengo un poco. Lily no es una mujer de hielo en el sentido que se le da a ese término. No es una mujer sin corazón, no es una mujer cínica, malvada ni calculadora. Más bien es una mujer sin sentimientos románticos, una mujer de pocas palabras o en otras palabras, una mujer de una sola palabra; una mujer honrada, una mujer leal. Una mujer que no tuvo pascuas ni muñecas.
"La administradora del café topless, por ejemplo, la culpó en una ocasión de armar una rebelión entre las niñas del local y ella le dijo que si no la conocía bien, cómo podía pensar eso. 'Conózcame primero y luego opine'. Con el tiempo quedó clara su inocencia y ahora es la mujer de confianza de la administradora. A veces ella la invita los sábados a su casa en Pudahuel y las dos pasan juntas el fin de semana. Ha ido ganando su espacio y su prestigio en el local.
"El café está ubicado en el subterráneo de un pasaje céntrico. Los clientes concurren porque pueden acariciar a las chicas por mil pesos. Mientras las chicas bailan ellos se sientan a tomar café en asientos cuyo respaldo es la pared. De entrada no se ve mucho pero a los pocos segundos las muchachas se hacen visibles, todas vestidas de negro, todas con minifalda, salvo la bailarina de turno, que termina desnuda y toqueteada hasta el cansancio. Hay mujeres muy jóvenes y delgadas, otras más rellenitas pero también jóvenes. Lily las aventaja por lo menos una década en edad.
Lily dice que hoy tiene 38 años, pero nadie le cree, aunque tal vez sea cierto y las bolsas en los ojos se deban a que no tuvo infancia.
"Cuando la conocí, simpatizamos. Un día la invité a salir y Lily me respondió que sí, que por 30 saldría conmigo. Yo le le dije que por 20. Lily lo pensó y dijo que bueno.
"Días más tarde nos juntamos en una esquina céntrica. Mi calidad de académico me hizo avergonzarme de caminar junto a ella porque en cualquier momento surgía algún conocido, de modo que caminamos juntos, pero como si fuésemos unos extraños. Los hombres la miraban con malicia, vulgaridad; las mujeres lo hacían con un ligero o un fuerte desprecio. Vestía un sweater ajustado y un jeans, nada tan llamativo pero por alguna razón, provocador, caliente, sensual. Se le notaba a lo lejos su condición, de ahí que yo estuviera permanentemente mirando para otro lado, sonriéndole a una conciencia escurridiza. Tomamos un taxi que pasó casi frente a La Moneda y desembocamos en un motel de mala muerte, de colcha rosada con hoyos de cigarro. Allí, sin hablar mucho, sin protestas ni quejidos ni grandes abrazos Lily me entregó su cuerpo y yo lo tomé y le dije palabras lindas y por un momento fui feliz, satisfice un viejo antojo, conocí esa felicidad que es tan esquiva, tan escasa, tan miserable, cuando se consigue a ese precio. Nos vestimos, ella estiró la mano, salimos y tomamos caminos separados. Luego nos volvimos a ver dos o tres veces y siempre entre el momento de la felicidad y el de la partida, Lily me daba a conocer fragmentos desconocidos de su vida.
"Me contó que en el local hubo una chica peruana infectada con el VIH. Se lo había contagiado su pareja en Lima y así había viajado a Chile a ejercer el oficio, sin saber de su enfermedad. Cuando supo entró en depresión. Las compañeras empezaron a hacerle el vacío. Cada vez que ella iba al baño dejaban pasar media hora antes de entrar y luego, la que se atrevía, rociaba la taza con cloro y spray desinfectante. La situación se hizo insostenible y la peruana se fue. Un cliente que se atendía con ella continuamente, llevándosela a su departamento de soltero del centro, entró al café una noche con aire de desesperación e hizo la consulta. Las chicas bajaron la vista y no respondieron. El hombre se fue, sollozando, y nunca más se le ha vuelto a ver por allí. Cosas así son las que me cuenta Lily.
"Otra de las chicas padecía una infección grave y no quería ir a controlarse porque decía que ella se sanaba sola. Pero yo tengo los papeles limpios, me aseguró, al notar que me ponía intranquilo. Ese día me dijo que yo le gustaba porque me encontraba divertido. Ese mismo día le pregunté qué era lo que más le gustaba hacer en la cama y Lily se quedó pensando un buen rato y no supo responder, más bien respondió con una frase incorrecta, porque dijo que 'no le gustaba nada en excepción' en vez de decir 'nada en especial'.
"Lily vive en el mismo local donde trabaja. Podría decirse que vive en una ratonera. De la mañana a la noche en una ratonera. Despierta al mediodía, se levanta, se viste y comienza a atender. Le dan las dos de la mañana bailando o manoseando por cinco mil pesos o dejándose manosear no por todos sino solamente por los que ella elige, aclara, hasta que llega la hora de cerrar y la administradora manda a la calle a los sinvergüenzas, a los cafiches, a las almas solitarias, a los ociosos, a los embaucadores, pero entonces Lily debe barrer y pasar el paño por la baldosa y recién entonces puede acostarse a esperar el siguiente día. Detrás de una discreta puerta del café están los camarines y por ese camino, al fondo de un pasillo angosto se halla su residencia, que es, por lo que describe, una colchoneta y un locker metidos como por milagro en un rectángulo imposible. No es mala vida, dice y se extraña de nuevo ante la pregunta. No es mala ni es buena, es la vida no más. Lo único malo, si pudiera cambiarse, es la colchoneta, que en invierno amanece húmeda.
"En la pieza de al lado vivía su gran amiga. La frase que usa para acordarse de ella es: 'Yo tenía una amiga, pero me la mataron'. Fue una noche en la población Juan Antonio Ríos. La muchacha llegó a una fiesta y su rival de amores, que era una chica de la población, la acuchilló y la mató. La mujer se desangró en la calle y 'el funeral fue bien bonito, hubo un lleno completo', recuerda. Eso sucedió hace tres años, o sea, un año después de que Lily se enrolara en esta profesión. Antes, inmediatamente antes, me contó que había trabajado en un taller de reparación de lavadoras, pero el patrón era un sátiro que vivía llevando cabras jóvenes a su casa. 'Las metía a la pieza y me hacía mirar por la ventana para que le viera la tremenda cosa', me dijo. Mientras tanto compraba el diario para fijarse en la sección Ocupaciones ofrecen. Su hermano la seguía llamando a vivir con los canguros pero ¿qué voy a hacer donde viven los canguros si no sé hablar inglés?, me decía. Esa vez le pregunté si su hermano vivía en el zoológico. ¡Ay, qué erí divertido!, me dijo.
"Lily probó suerte en un topless de la Plaza de Armas 'lleno de guatonas'. Iba a visitar a una ex compañera pero el dueño la abrazó y le ofreció trabajo, aunque le hacía muchas preguntas. Eso no le gustó. Le preguntó sin ninguna elegancia si hacía sexo. Eso tampoco le gustó. Le preguntó 'cuánto le pagaban los huevones en el otro local' y ella le contestó que sus dueños no eran huevones. Al final le ofreció trabajo 'y yo le respondí con sus mismas palabras: le dije que no trabajaba para huevones'. El dueño se enojó y la echó y ella se fue".
Pedro Gómez estaba pensativo. Dijo algo por decir:
-¿Qué sacas de todo esto, Ángel?
-Si analizo la vida de Lily desde el punto de vista de los bienes materiales, se parece mucho a la que llevan los santos. Nada tiene y todo lo da. Si los santos fumaran y no les diera por andar toqueteando a cambio de unos pocos pesos hasta podría pasar por una hermanita de la caridad. No reza, es cierto, pero en su mente no hay cálculo ni maldad, lo que de por sí la sube bastantes escalones en la pirámide moral de los seres humanos. Nunca ha hecho el amor con otra mujer, aunque su última patrona se le insinuó un día que estaba haciendo la cama. Me contó que sintió escalofríos cuando la mujer se le acercó por detrás, la abrazó por la cintura y le refregó las tetas en la espalda, pero las cosas no fueron más allá porque Lily le dio un codazo en las costillas. Yo creo que si no fuese una bailarina de café, una maraca... aunque no parece enteramente justo referirse a ella en esos términos. Ya es casi un lugar común suponer que las verdaderas putas se hallan dentro de las mansiones, de las oficinas públicas, entre las mujeres que disponen de cuotas importantes de poder. Porque las que pertenecen al oficio, al menos las que yo conozco, fornican de manera simple y directa, no son amigas de perversiones ni rebuscamientos, gozan con maniobras básicas. Tal vez la conducta masculina induzca a la conducta femenina, tal vez esas putas sean de otra manera con otros hombres. Buena parte de las mujeres decentes sueñan con ser putas en la alcoba y vestirse como putas y decir cochinadas como putas. Pero las putas no hacen nada de eso: las putas ansían en el fondo de sus corazones la vida de hogar. Si le preguntaran a Lily qué es lo que más anhela, diría tal vez que ver ponerse el sol mientras la micro la lleva a su casa, donde la esperan sus hijos y su esposo.
-¿Qué más te dijo de esa patrona que tuvo?
-Nada más. 
-Pero qué le gusta entonces.
-A Lily le gustan los hombres mayores, no los jóvenes, porque los jóvenes no tienen mucho que decir y la impetuosidad, la fogosidad del varón no le interesan tanto como la experiencia, menos aún el tamaño del miembro, porque los más grandes pueden llegar a doler y los chicos, los chicos... cuando la llevé a ese punto me dijo con un atisbo de molestia que los hay de todos portes y que ella no tendría por qué reírse de un pene pequeño. Pero enseguida recordó que uno de sus últimos clientes tenía 'la pirula chica, como de medio jeme', y no sólo eso, era un flojo porque le gustaba quedarse quieto y taparse la cara mientras ella hacía el trabajo. Tengo otro, me dijo, que se va a la primera pasada, a veces ni alcanza a entrar...
De pronto Ángel se echó a reír.
-¿De qué te ríes?
-Me acordé de un día que estábamos en la cama. Ya habíamos terminado; Lily sacó un cigarrillo curvo, trasnochado, lo encendió y me miró desnudo. "Así mismo te quedó la tula", dijo y echó una calada.
-¿Cómo es Lily en la cama? 
-Como todas las mujeres, sospecho. La única rareza suya, lo único que hace con gusto es lamer la cara. De Lily revolcándose en la alcoba no guardo recuerdos y lo que pude experimentar en carne propia puede que no hable bien, no de ella sino que de mí. Siempre me llamó la atención, eso sí, el hecho de que conmigo estirara literalmente la mano al final y no al principio, como hacen todas. Ese gesto tan suyo siempre me inclinó a aventurar que tal vez yo le gustaba de verdad, pero ahora que me ha tratado de mentiroso sin razón alguna, tal vez por no haber vuelto en mucho tiempo o por lo de Kaira... pero eso no es ser mentiroso, a lo más eso sería ser incumplidor, mal educado, desleal, incluso cínico, pero no mentiroso... mentiroso... ¿o acaso se le habrá ocurrido dar crédito a esas palabras bonitas que se dicen cuando la sangre está hirviendo? No recuerdo haber dicho algo tan comprometedor, aunque el asunto no tiene importancia. Mal que mal, por algo dicen que todas son iguales.
-Decías que tuvo tres hombres en su vida. Por lo que me has contado, el tercero seguro que eres tú.
-No. Me dijo que fue un patrón que tuvo en Las Condes, un gordito romántico, usó esas palabras. Nunca lo ha podido olvidar porque dice que la respetó. Cuando renunció al trabajo los dos se despidieron con un beso y no pasó nada más, a pesar de que me aseguró que en ese momento se le habría entregado. En esos tiempos no había conocido al rabino y todavía usaba su verdadero nombre.
-¿Y cuál es su verdadero nombre? 
-Olga.


viernes, agosto 28, 2020

La Constitución, el último MacGuffin de Alfred Hitchcock

Extraigo este párrafo de Wikipedia, tal como podría hacerlo cualquier lector:
"Un Macguffin (también MacGuffin, McGuffin o Maguffin) es un elemento de suspense que hace que los personajes avancen en la trama, pero que no tiene mayor relevancia en la trama en sí. MacGuffin es una expresión acuñada por Alfred Hitchcock que designa una excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de una historia, pero carece de relevancia por sí misma. 
El elemento que distingue al MacGuffin de otros tipos de excusas argumentales es que es intercambiable. Desde el punto de vista de la audiencia, el McGuffin no es lo importante de la historia narrada. 
Hitchcock afirmó en 1939 sobre el MacGuffin: "En historias de rufianes siempre es un collar y en historias de espías siempre son los documentos". Hitchcock explica también esta expresión en el libro-entrevista con François Truffaut "El cine según Hitchcock": "La palabra procede de esta historia: Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro '¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?'. El otro contesta: 'Ah, eso es un McGuffin'. El primero insiste: '¿Qué es un McGuffin?', y su compañero de viaje le responde: 'Un MacGuffin es un aparato para cazar leones en Escocia'. 'Pero si en Escocia no hay leones', le espeta el primer hombre. 'Entonces eso de ahí no es un MacGuffin', le responde el otro".
¿No se parecen toda esta sarta de absurdos e insignificantes argumentos que aun así la gente sigue con hipnótico interés a nuestra anhelada nueva Constitución?

viernes, agosto 21, 2020

21 de agosto, 22 de agosto

Tejado sombrío bajo la lluvia del 21 de agosto que cae sobre la tierra de secano; recuerdos de María Williams, la escuela María Williams de San Vicente de Pucalán. 
Algo inconsciente me ha llevado a ese atardecer de 1971. Hoy es 21 de agosto, víspera del día de la locura del amor, día de las decisiones inconscientes.
¡Cuántos niños abusados vagan por el mundo! Genialidades puras, poesías ambulantes que adornan lejanas islas del Atlántico. 
La belleza, la belleza, la belleza...
¡Cuántos pobres de espíritu y de raza persiguiendo algo que jamás les será concedido! Almas oprimidas por el peso del destino y el peso de las comparaciones. 
Si pudiesen ver sus ojos el daño que se hacen, entonces no habría que temer; y si el corazón juvenil fuese un poco menos desbocado, qué triste que sería el mundo, y si los ricos salieran de la tierra y entraran en el reino de los cielos, cesarían los temblores.  

martes, agosto 18, 2020

Los planes

Como si fuese una malla de pesca salida del pantano, mis sensaciones brotan mezcladas, pero priman los tonos oscuros. El mal genio de costumbre, las aprensiones de siempre, hasta las buenas noticias les auguran tragedias a mi mente. Antes no era así, no recuerdo haberme preocupado tanto por una picazón en la espalda, una puntada, un escozor, qué decir de una repentina expropiación de mis fondos, del malestar de la gente. ¡Pero si hasta las elecciones en los Estados Unidos me están quitando el sueño! 
Tiendo a pensar que la carga aumenta con la compañía y que la soledad aliviana, pero ¡hay tantos corazones solitarios, tantas vidas impotentes que fueron a dar al resumidero! 
Estoy perdiendo horas preciosas, días preciosos. Escribir ya me está sonando falso. ¿Debo velar mi yo real cuando lo reemplazo por mi yo poético? Y si no lo hago, ¿qué mamarracho de poesía estaré escribiendo?
No creo que la solución del problema pase por aspirar el aire fresco del invierno y gozar la vista de los castaños durante mi caminata matutina. El amor tampoco me hará cambiar; el amor es algo de momentos, no se sostiene como sensación eterna, sí como disposición, pero eso equivale a una declaración de principios grabada en un rincón de la agenda, no a la paz del alma. Mejor sería contentarme de ver con buenos ojos todo aquello que me rodea, personas y animales, plantas, incluso las noticias de la televisión. Me haría mucho bien, por último, desprenderme de los planes, porque son los planes los que echan a perder la vida. Lo voy descubriendo un poco tarde, y aun así me aferro a ellos.   


martes, agosto 11, 2020

Correrías en torno a un galpón

Mi prueba se había perdido en la carpeta y a mi amigo el Viejito Olivares ya le habían demostrado sus errores, infantiles, que lo hacían reprobar por esta vez. Otra prueba, muy limpia, marcaba un número siete, un siete con filigranas y raya cruzada. El profesor Gai, gran amigo nuestro, partía a otra sala, insistiendo en que mi prueba se hallaba en la carpeta. Rebuscando entre sus hojas de cartulina la encontré; un siete muy buen puesto a una prueba perfecta.
Mi atractiva colega me esperaba en su auto para llevarme a su casa. ¡Pero qué haces! Manejaba acostada en el asiento, con la cabeza hacia los pedales. Parecía ser que maniobraba el volante con la ayuda de un espejo, porque subía perfectamente las estrechas calles y doblaba bien las curvas en las esquinas.
La carta de presentación de su casa en la playa era una angosta terraza de madera, pero adentro se abría un verdadero galpón. Llegaba el momento de acercarnos, y al darle un largo beso noté algo desencajado en su boca, enfermizo. Además, ambos sabíamos que estaba derrotada; eso me confirmó que yo no lo iba a hacer con placer. Aun así, el encuentro se estaba por producir cuando oímos un movimiento de gente venido de arriba, que aguaba nuestras sucias intenciones. Eran otros colegas, que corrían por andamiajes que daban a la escalera que bajaba hacia los balcones laterales. ¿Cómo explicarles nuestra situación? ¿Por qué nos hallábamos ahí en el centro del depósito, escondidos, dispuestos a acometer la estupidez de un acto sin deseo y sin amor? Optamos por callar, aunque lo planeado se esfumaba entre las correrías en torno al galpón de esa gente que ni siquiera parecía tomarnos en cuenta.
La vida es un acertijo de sentimientos, sentir, sentir. Yo siento algo, pero no lo digo. Y tú, dime qué sientes en verdad respecto a mí. Lo que siento respecto a ti yo lo sé, pero no te lo digo. Así nos llevamos.
Desde la placidez de mi terraza temperada escuché una voz oculta. Fui a mirar; la voz venía de la calle, la tapaba una rama de crategu que me sirve de barrera contra el mundo. El hombre se hallaba apoyado en el pilar y solo le veía su mochila gris, raída. Hablaba arrastrando las palabras, borracho, y eso lo descartaba como sospechoso. "Me robaron todo... me robaron todo", repetía. Recordé a mi padre, tantos años que gastó, sin horizontes, destruyendo una a una sus razones para vivir. Pensé que el hombre hablaba solo, luego descubrí que portaba un celular. "¡Quiéreme!", pedía nítidamente, a sollozos, luego de lanzar un mar de frases ininteligibles.
Algo me ausentó de la pieza. Cuando volví a mirar ya no estaba.

domingo, julio 19, 2020

Sueño dominical con un hombre incluido en una revista

Debía hacer clases y le dejé la guagua a Sergio, pero Sergio se la entregó a otra persona y ahora yo debía recuperar la guagua. Atardecía y todo se tornó confuso: la guagua no estaba donde debía estar, el sujeto se había trasladado a la calle Alameda con San Ignacio, donde nos esperaba con la guagua en brazos. Tenía que ir a buscar la guagua aunque perdería la clase, pero no había alternativa. El problema era que las micros tomaban recorridos caóticos.
Nunca más volví a saber de la guagua y lo culpé a él. Temeroso de un ataque, Sergio se escondió dentro de una revista. Cuando vi un montoncito dentro del papel aplasté la revista en el suelo. De adentro brotó un chillido casi inhumano. Ay. Ay. Qué haces.
Corrí a buscar algodón y alcohol. Al volver a la oficina sobresalía un dedo de las hojas de la revista. ¡Le fracturé un dedo a Sergio!, pensé.
En su despacho el doctor abrió la revista, echó un vistazo y diagnosticó: ¡No tiene nada! ¡Se está haciendo! Abrí la revista y Sergio había desaparecido. Cuando ya todo volvió relativamente a la calma, me confesó que había huido para evitar males mayores.
A través de la pantalla mis cuñados ríen a  carcajadas con el sueño que les ha contado mi esposa.
-¿Qué interpretación le darían? -les pregunto.
-Sergio se quiere ir y la Paty lo quiere retener -dice Isabel. Mi mujer le replica al instante, casi inconscientemente: "Ojalá se fuera".
-La guagua es algo tuyo que pierdes -le dice Carlos a su hermana, que es mi mujer.
-Significa que eres un alaraco -irrumpe Isabel.
-A propósito, ¿se acuerdan cuando hace años les contaba que había comenzado a soñar con guaguas? Por una u otra razón aparecía un bebé en mis sueños. No eran pesadillas, eran sueños tiernos, que en ese momento interpreté como un renacer de la pureza en mi alma -les digo.
-Claro que me acuerdo, lo dijiste hartas veces -dice Carlos.
-Pues bien, al poco tiempo Matías me comunicó que iba a ser padre y meses después nació Benicito. Eso dice mucho acerca de los sueños. No todos tienen una explicación racional. Existirían las premoniciones, aunque también está el factor de la intuición. Lo digo porque yo me considero una persona fundamentalmente intuitiva, más que analítica.
Carlos dispara:
-La teoría cuántica habla de que el tiempo está encerrado en un envase, donde el pasado, el presente y el futuro se mezclan como si nada.
-Entonces una parte de la mente sería capaz de captar eso a través de los sueños.
-Exactamente.
-¿Y qué tienen de almuerzo?
-Prietas con puré de verduras.
-¿Con un vaso de leche, como la otra vez?
-No, ahora nos preparamos y tenemos vino blanco, vino tinto y cerveza -dice Isabel.
-...Y leche -agrega Carlos.
-¿Será verdad que un vaso de leche tibia antes de acostarse hace dormir mejor?
-A mí me resulta -dice Carlos-. Anoche mismo me tomé uno y dormí como un lirón.
-¿Será un efecto psicológico o químico?
-Yo creo que se asocia con la leche materna.
-Entonces es mental- digo.
-Mental -dice Carlos.
-Emocional, dice Patricia y añade: ahora nos vamos a despedir, porque estamos atrasados con el almuerzo.
-Verdad. Hasta el otro domingo.
-Chao.
-Chao.
-Chaooo.

domingo, julio 05, 2020

Zoom

Exceso de imágenes entrecortadas, de diálogos a medias, de silencios, de voces de pianos eléctricos, de cortes abruptos, de papas fritas, piscolas, cervezas, luces violentas, gatos que se cruzan, citas agendadas, pulgares, manos diciendo adiós, poses, palabras vacías, el tiempo, el frío, la lluvia, el almuerzo, el vino, la marca del vino, la cepa del vino, el precio del vino, la salud, la tos, la alergia, el miedo, la actualidad nacional, la serie de Netflix, no esa no, otra, la compra internet del supermercado, la comisaría virtual, los hijos, las hijas, los sobrinos, la última gracia de la nieta, el futuro, la batería al dos por ciento, bye, hasta pronto, cuídense, nos vemos el próximo sábado.

miércoles, junio 24, 2020

El cartonero

Es de madrugada; un sueño obsesivo, de imágenes que se repiten, me hace ir al baño. Mi esposa duerme bajo un techo seguro, en una habitación temperada, con la gata a sus pies. Antes de volver a la cama veo a un cartonero que pasa recogiendo lo que le hemos dejado en la vereda al camión del reciclaje. Él se le anticipa, es esa la misión que se autoimpuso para salir adelante en la vida. El frío hace llorar los vidrios y los parabrisas de los autos estacionados en la calle; el cartonero camina solitario; hasta las ratas han pasado la noche abrigadas en algún rincón de alcantarilla. Observa a la distancia los materiales desechables, descarta con la vista, recoge lo que sirve y lo ordena en su triciclo, tan silencioso y noble como él. Si cerrara los ojos un momento, pienso; si se viera a sí mismo... pero si no fuese él sería otro igual que él. Y aunque fuese el mejor cartonero de Santiago no sería más que un cartonero.
Cuando me jubile, mi cupo será llenado por alguien que no será más que lo que fui. De un presidente de la república se puede decir lo mismo, también de un científico inventor.
La pequeña diferencia es que a nosotros nos place trabajar y la del cartonero fue una decisión. Otra prueba más de lo mal que está engrasada la máquina de la naturaleza.

lunes, junio 15, 2020

Un cuento, de una y media a dos páginas

El hombre de abrigo se hallaba a solo dos cuadras de la avenida Vicuña Mackenna, pero por una razón que no lograba comprender se le hacía imposible acceder a ella. Lo invadía una sensación de desasosiego, casi podía divisar la avenida, o al menos adivinarla, sentir su tráfico desde la calle en que se encontraba. En un momento le pareció que soñaba y que su sueño, que no alcanzaba a ser una pesadilla, era un sueño kafkiano. Le habría sido fácil, conveniente, haberse quedado con esa interpretación; así se habría resuelto el misterio y ahora tendría tiempo para otras cosas. Pero se daba el caso de que no era así. El hombre de abrigo oscuro se hallaba a dos cuadras de Vicuña Mackenna en la vida real y debía enfrentar el problema, debía salir adelante; le hormigueaban las piernas y por ráfagas le daba la impresión de que la vida había sido creada para tenderle trampas de difícil solución, trampas que apenas vencía anunciaban nuevas trampas, como las olas que acaban en la arena.
Enfiló por un pasaje, para acortar camino. El pasaje se le fue haciendo angosto, cada vez más angosto, y terminó en un pasillo de tierra húmeda que lo llevó a la puerta de una humilde casa de población de la que se desprendían olores azumagados y a ropa lavada. El hombre de abrigo se sintió con el derecho de entrar a la casa y de hecho lo hizo: entró. En la casa no había nadie, no había nada que robar y ninguna persona indefensa. Cruzó el living, pasó por el comedor y la cocina, abrió la puerta y volvió a salir a la calle, a otra calle, otro pasaje que lo condujo a una esquina amplia, poblada de gente, a una calle pavimentada que pudo haber sido Vicuña Mackenna, de no mediar que su nombre era otro.
Se acercó a un poblador y le hizo la pregunta de rigor. Este le indicó la dirección correcta con el índice y al hombre de abrigo le pareció que ya era momento de aspirar a la meta. Pero entonces se dio cuenta de que la calle se le volvía a estrechar, volvía a tomar curvas impensadas que lo desviaban de su plan.
Recordó Valparaíso y lo cercano que vio una tarde el restaurante "El gato tuerto". Aquella vez la realidad lo despertó, le enseñó como se le enseña a un niño que llegar a ese local suponía atravesar un cerro tras otro, tomando calles que lo alejaban de su deseo, hasta que se dio por vencido. Así eran sus recuerdos, se le mezclaban con el nuevo pasaje ante sus ojos, flanqueado por altos postes de electricidad de los que colgaban cables de diversos grosores que se obstinaban en oscurecer el cielo; o tal vez ocurriera que realmente se iba haciendo tarde, con los peligros que ello acarreaba para él.
El hombre de abrigo no portaba nada de valor, salvo su eterna billetera, compañía diaria, especie de amuleto de la buena suerte en el que descansaban buena parte de sus plegarias matutinas. No era momento de ostentaciones; eligió engibarse un poco para dar la impresión de un viejo roñoso y así enfiló hacia Vicuña Mackenna. Desde el fondo de la calle vio a un hombre estrafalario; a medida que se le iba acercando pudo observar inquietantes detalles: sus brazos desnudos y bronceados eran deformes, como si la articulación del codo estuviese doblada en el sentido contrario. ¿Eso lo hacía aún más peligroso? No, pero lo hacía más animal. Era cosa de esperar para saberlo, ya que ahora se hallaba a no más de tres metros de su figura encorvada.
Pasaron uno frente al otro, casi rozándose. La bestia ni lo miró, siguió de largo. El hombre de abrigo quedó más solo que nunca frente a otra callejuela poco menos que una callejuela de campo, con un portón que se vio en la obligación de sortear, subiéndose a él y luego bajando con la cabeza hacia el piso, afirmándose de los pies. Eso lo llevó a golpear la madera, despertando a una araña que se alojaba en las rendijas. La araña se le encaramó a la mano. Era una especie muy extraña, más grande que su mano, con el poto de color gris metálico y las patas aceradas, largas y brillantes, como araña artificial, creada por el ingenio humano. El hombre de abrigo la trataba de expulsar con movimientos desesperados, viéndose a sí mismo sacudir la mano en lo más profundo de la noche, como si se tratara del despertar de una pesadilla, pero no era una pesadilla: el hombre de abrigo se hallaba atrapado en su propia realidad.
Bastó la sacudida para que la araña desapareciera e irrumpiera su mujer en el vehículo que lo trasladó en pocos segundos a la ansiada avenida Vicuña Mackenna, lo supo por el cartel de lata que indicaba el nombre de la calle en una pared amarillenta, esas viejas paredes de las calles de su juventud, cuando la vida duraba eternamente y nada cambiaba, las cosas se mantenían en el tiempo y los problemas se podían chutear para más adelante.

viernes, junio 05, 2020

Padre e hijo

El buen padre maleducó a su hijo
Hoy el hijo mal educado
Reeduca bien a su mal padre