Visitas de la última semana a la página

lunes, octubre 27, 2025

Desacuerdos de oficina

En síntesis, el editor del diario provinciano cuestionaba mis iniciativas. Ostentaba su poder delante de los demás reporteros, a lo más habría dos o tres en la oficina; insinuaba en modo potencial que yo tendría la obligación de consultarlo antes de proceder. Es más, no podía andar desparramando mi estilo con viento fresco; aquí las cosas no eran así.
Yo lo escuchaba sin importarme un rábano, sus palabras me entraban por un oído y me salían por el otro. No es que lo menospreciara; sencillamente él no acababa de entender mi posición en el periódico. Yo había llegado voluntariamente a colaborar. Regalaba mi talento a la empresa, que se beneficiaba objetivamente de él; eso sí que el editor lo entendía, de allí que sus críticas fuesen medrosas, hipócritas. De manera que todo continuó tal cual; él había desperdiciado saliva y yo acentuaba mi prestigio; no hubo más drama que eso.
Diferente fue la situación en la vieja casa de mi colega y amigo José Gai. Allí se respiraba generosidad, aunque las cosas no cuadraban. El lavamanos estaba tapado y el orinal goteaba, mojando la baldosa. El otro baño no lucía mejor y la cocina era un desastre de ollas amontonadas en el lavaplatos, aunque todos parecían convivir alegremente en medio del caos.
Gai me preguntó si ya lo había hecho y le contesté que sí. Nos despedimos cariñosamente; al ayudante quise darle un abrazo en el pasillo, pero se mostró reticente; tal vez temía ser apuntado con el dedo, mala cosa para él, considerando su bajo perfil. Las mujeres de la casa no presentaban características que se acoplaran al recuerdo. Al jefe lo seguí a la calle; el caballero vestía un terno gris y atravesaba la plaza rumbo a la escala que daba al edificio público. Era un hombre maduro, amable, reflexivo, pero tampoco estaba para abrazos. Decidí continiuar con mis asuntos, en un estado de ánimo optimista.     

lunes, octubre 20, 2025

Después del concierto

-¿Estás bien?
-¿Por qué lo preguntas?
-Te noto extraño.
-Estoy bien. No sé... a veces...
-Andas mirándote en todas partes. Aprovechas cada espejo, cada escaparate para mirarte. ¿Crees que no me he dado cuenta?
-No es nada. Quiero ver el programa, convídame el programa, por favor.
-Pavana para una infanta difunta. Concierto para violín, de Korngold. La Inconclusa de Schubert.
-Ah... cuánto esperaba este concierto.
-No preguntes por el programa, entonces. Te lo sabes de memoria.
-Son los detalles, amor. Me interesan los detalles.
A la salida, bajo la noche serena, camino a casa, las calles silenciosas, ella lo reconviene.
-Ya estás con ese tic. Te has mirado tres veces, hasta retrocediste para volver a mirarte en la puerta de vidrio de ese edificio.
-No me di cuenta. Tendré la cabeza en otra parte.
-¿Qué estás tratando de comprobar?
-Si te lo digo... ¿me creerás? ¿O pensarás que me estoy volviendo loco?
-Hace años pienso que estás loco. Y no te creas tan listo. Los locos no son más inteligentes que los cuerdos, solo son más locos.
-Tu palabra posee el don misterioso de cerrarme los caminos. Siempre ha sido así.
-No dramatices. Habla, aprovecha el momento, ha sido un hermoso concierto, estamos en confianza. Pero no exageres.
-¿No te sucede, como a mí, que necesitas comprobar una y otra vez que eres tú, que eres tú la que camina con tu cuerpo? Es algo así como... no te burles... lo digo en serio. Verme de frente, de perfil, de espaldas, ver mi cabeza, mi pelo cano y raleado, mi nariz ganchuda, ver las fotos que me toman sin aviso. Verme como siempre me han visto mis hijos, tú, mis amgos, los descomocidos con los que se cruza mi figura... Hace un tiempo, un mes, no sé, dos meses, se me fue volviendo imperioso darle una vuelta de tuerca a mi verdadera identidad. 
-¿Y qué has logrado con eso?
-Cada vez que enfrento esa experiencia me doy cuenta de que el que creía ser yo era otro. Durante años me creí más grande de lo que realmente era. Los espejos me están revelando una realidad escondida, están aplastando mi orgullo. Mi próximo tiempo debería dedicarlo a adaptarme a esta nueva condición.

sábado, octubre 18, 2025

La fábrica

Decido crear de la nada un par de protagonistas de una ficción por escribir. Ella será una lumbrera; él, un operario en una fábrica de ensamblaje. Ambos vivirán en una modesta población. Noto que ya existen antecedentes, si se escarbara en aspectos secundarios de mi vida. 
-Dónde vas.
-Necesito beber.
-No vuelvas muy tarde.
Atraviesa la ciudad, la pequeña ciudad, hasta llegar al bar. El cantinero le pregunta:
-¿Lo de siempre, señorita?
Ella bebe con melancolía, sentada frente a la ventana que da a la calle. La gente pasa y la mira.
En historias como estas no es raro que al bar entre un criminal -conocido o desconocido para la mujer, eso se sabrá más tarde- y se siente en su mesa. El criminal puede ser un pervertido, un terrorista o un asesino en serie.
-Invítame a un trago.
La joven hace un gesto; el cantinero se acerca con una cerveza.
-No, algo más fuerte.
-Tráele lo que pide, Renán.
El mensaje gestual ha sido comprendido.
-¿Vienes conmigo? Quisiera presentarte a mi pareja. Trabaja en la fábrica de ensamblaje.
-Hoy no, podría ser mañana.
-Aquí estaré. 

jueves, octubre 16, 2025

Los chicos de la trastienda

Germán Arellano pasó por siete carreras y no se recibió en ninguna. Luis Alberto Roldán es periodista y profesor de Castellano. Óscar Aedo es “de las dos maneras”. El origen de este giro, de las dos maneras, que se hizo popular en el diario Las Últimas Noticias, está en el pedido angustiado que surgía desde el escritorio de algún reportero, a la hora de cierre, al telefonear a la corrección de pruebas:
-¡Óscar, rápido plis!: ¿lúdico o lúdicro?
-De las dos maneras.
-¿Hendija o rendija?
-De las dos maneras.
-¿Batacazo o batatazo?
-De las dos maneras.
No es que Aedo se las sacara con sus ambiguas respuestas. Lo que pasa es que las mismas palabras se escriben, muchas veces, así: de las dos maneras.
El encabezado de esta crónica, que acaban de leer, fue escrito tal vez hace veinte años, sino más, para una publicación interna de la empresa El Mercurio. En ese tiempo mi estilo era más desenfadado. Es algo que me cuesta evitar. Aquella vez me soplaron la molestia de Aedo por la supuesta doble intención de la frase, su queja entre dientes, pero como no me la explicitó la tomé como un hecho de la causa. Pensaba entonces que el privilegio de una crónica lo tenía el lector y que los personajes de las notas debían someterse a una cuota de sacrificio en pro de la verdad máxima, la que subyace bajo la superficie de las apariencias. Hoy se respiran aires diferentes, no necesariamente más puros. Los guardianes y guardianas de la corrección social andan al acecho de las plumas. Mejor será volver a lo que nos interesa; es más entretenido y menos arriesgado.
Aunque parezca paradójico, los correctores de pruebas –hablo de Aedo, Arellano, Roldán y tantos otros- no son como las palabras. Son de una sola manera: hombres educados, correctos, algo tímidos, diplomáticos. Esa sola manera, para resumir, cabría en una palabra: queribles.
Ellos mismos se denominan “los chicos de la trastienda”. Por alguna razón, que cuesta entender, siempre han trabajado en el fondo, olvidados a medias, en un espacio destinado a última hora para ellos. Se parecen a esas enciclopedias empolvadas que desde su rincón del estante y por su solo desuso parecen gritar a los cuatro vientos nuestra ignorancia.
Nuestros chicos de la trastienda se lo toman con Nescafé -con una gota de malicia en las noches de invierno- y se ríen de su destino.
Los correctores tienen fama de hombres cultos, la verdad sea dicha, no siempre bien ganada. También, de frustrados profesionales caídos al embudo de esa sección desde las más diversas carreras o especialidades. No es raro encontrar correctores abogados, arquitectos, lingüistas, poetas, profesores...
Aedo menciona un hecho ocurrido hace muchos años en El Mercurio. Un joven recomendado había llegado a la gerencia. Venía saliendo de las humanidades. El diálogo fue este:
-Y usted, joven, ¿qué sabe hacer?
-Vengo saliendo del liceo, señor.
-¿Habrá hecho algún curso?
-Hice un curso de árbitro.
-Pero algo sabrá.
-No mucho. Era bueno en historia y castellano.       
-Excelente. A la Corrección de Pruebas.
Cuando durante las noches de turno bajaba a la Corrección de Pruebas para compartir un café con Germán Arellano, él no parecía alegrarse en demasía ante mi presencia, ya que generalmente aprovechaba su hora de colación para ver alguna película por Youtube, pero con los minutos empezaba a entusiasmarse.
-¿Me convida azuquítar, don Germán?
-Sírvase, está en su casa.
-¿Me deja acompañarlo un ratito?
-Cómo no.
Entre otras, contaba entonces la historia de una prestigiosa editorial que refaccionó su edificio y lo inauguró con gran pompa. Al día siguiente todo el mundo se sentó a trabajar, hasta que alguien se dio cuenta de que los correctores seguían de pie.
“El jefe nos llamó para callado, nos pidió disculpas y nos mandó por mientras a la cocina. Allí trabajábamos, con el agravante que de vez en cuando, entre página y página, algún empleado escaso de tiempo nos encargaba revolverle la olla”.
Germán rememoraba otra sala, donde trabajó para la imprenta Horizonte: “Caminábamos hasta el fondo de un pasillo oscuro, levantábamos una especie de puerta en el piso de tabla y bajábamos por una escalera. Cada cierto tiempo subíamos la escala, abríamos la puerta, sacábamos la mano y entregábamos la página corregida al auxiliar”. Parece el colmo, pero no lo es. El colmo era este otro: “Al colega Lucho Varela le tocó trabajar en un diario sureño en el que por el lado de la mesa cruzaba una acequia”.
El corrector de pruebas es como el arquero de fútbol. Está para atajar goles y no todos los días entrega su valla invicta. Si este prólogo versara únicamente sobre los goles no atajados llenaríamos páginas y páginas de chascarros y el conjunto se leería en clave sarcástica, burlesca. En mi defensa afirmaré que mi desenfado esconde una dosis de ternura y cariño. En tal sentido, este es un tributo a los correctores de pruebas. A aquéllos que saben más que nosotros.
Aunque sean excéntricos.
Refería Germán la historia del Loco Zamorano, un corrector de El Mercurio cuya tendencia a la paranoia fue creciendo hasta llegar a límites dramáticos. Vivía pensando que los demás se mofaban de él, lo maldecían o lo perjudicaban, tanto así que a la postre sus temores se transformaron en una profecía autocumplida. “Me contaron que usted anda diciendo que a mí me gustan los hombres”, le espetó un día a Germán, quien lo mandó a la punta del cerro. A cada colega le salía con algo parecido, de lo que se desprende que el panorama en la sección iba adquiriendo ribetes de una tensión insoportable, al menos en la nerviosa cabeza del desatinado corrector de pruebas.
“Una tarde el Loco Zamorano llegó a su turno, respiró hondo, sacó una pistola y la puso sobre el escritorio. ¡Huevéenme ahora!, amenazó. Todos nos quedamos de una pieza y mientras algunos lo trataban de calmar otros fueron a llamar al jefe, quien con toda delicadeza se lo llevó a la oficina. Superada la crisis lo puso de patitas en la calle”.
Un viejo corrector de El Mercurio que encanecía a velocidades alarmantes tuvo la mala ocurrencia de pintarse el pelo con betún de zapatos. Según Germán, “en verano, cuando el calor arreciaba, el betún se licuaba y las gotas negras le resbalaban por el cuello. Quedó bautizado como El comisario Nugget”.
Otro personaje destacable era Carlitos Equis Equis. Su desmedida sed de figuración lo hizo crear en su imaginación todo tipo de historias en los más renombrados escenarios o en compañía de bellas y famosos. Por extrañas casualidades, siempre era protagonista de hechos fantásticos y al mismo tiempo creíbles, de los que en principio todos sus colegas daban fe. Hoy sus historias forman parte de la mitología de los chicos de la trastienda.
Contaba Carlitos que un día se dirigía a Mendoza cuando en la aduana se encontró con Lucho Gatica, quien volvía a Chile de una gira. Según Carlitos, Lucho Gatica lo reconoció de inmediato y le dijo: “Vengo de ver a Aníbal Troilo. Se está muriendo; preguntó por usted”. Carlitos llegó en Mendoza la casa del eximio bandoneonista, conductor de una gran orquesta de tango y compositor argentino y tocó el timbre. Una anciana le susurró que el director no podía recibir a nadie, pues se hallaba en la agonía. Él le dio su nombre. La mujer entró, volvió enseguida y lo hizo pasar. Aníbal Troilo se incorporó a duras penas en su lecho de muerte. Exclamó: “¡Carlitos...!”, y expiró.
En la corrección de pruebas de Las Últimas Noticias se atesoraba una verdadera colección con sus historias. Un día esperaba la micro para ir a la oficina de LUN en Lo Curro cuando pasó un convertible rojo último modelo. La conductora, una rubia de minifalda, se ofreció a llevarlo. Carlitos subió al vehículo y ambos enfilaron a toda velocidad, dejando atrás a cuanto auto se les puso por delante. Él le comentó lo buena conductora que era y la chica agradeció. Un par de piropos después ya eran amigos. A la altura de Pedro de Valdivia puso su mano izquierda entre los muslos de la joven, quien súbitamente estacionó.
-Carlos -le explicó-, nada sacas con eso, porque... soy lesbiana.
Sus colegas le preguntaron qué pasó entonces. Carlitos guardó silencio unos segundos y remató:
-Yo la hice mujer.
En otra oportunidad dijo que se ofreció a ir a dejar en auto a sus padres al pueblo donde vivían. Había llovido mucho. De pronto advirtió con horror que el camino se acababa y que el puente se lo había llevado el riachuelo, convertido a esas alturas en furioso caudal. Ante la emergencia decidió pisar a fondo el acelerador al tiempo que advertía a sus progenitores: “¡Afírmense bien!”. Aseguraba que saltó el río y cayó justo al otro lado del camino.
Acompañaba a su compadre, que era camionero, en uno de sus viajes a Arica, cuando de vuelta a Santiago, a la altura de Chañaral, poco más al norte, divisaron un motorista volcado a la orilla del camino.
-¡Mire, compadre, un accidente! Paremos-. El camión se detuvo y ambos corrieron a socorrer al motociclista, quien yacía herido en la tierra, al lado de una roca y de su averiada moto. Afortunadamente el hombre tenía puesto el casco.
-¿Está bien? -le preguntaron.
-Sí, no fue nada. Choqué contra esta roca y perdí el conocimiento un momento, pero ya estoy bien. ¿Me pueden llevar a Santiago?
-Cómo no.
Subieron la moto al camión. El motorista compartió el asiento delantero con los dos amigos, sin sacarse el casco. En una bencinera se bajaron a comer algo. El motorista se retiró por primera vez el casco y entonces Carlitos y su compadre vieron cómo el cráneo se le abría en dos, dejando al descubierto la masa encefálica. Ambos huyeron, despavoridos. De la completa veracidad de estas historias -más bien de la completa autenticidad de los dichos de Carlitos- dan fe Germán y el profesor Roldán Peña.
Volviendo a los gazapos, Aedo recuerda, risotadas mediante, un editorial de La Nación que la opinión pública aguardaba con ansias. Se titulaba “Nuestra culpa” y daba cuenta de un gravísimo asunto que el país no había sabido enfrentar como un todo. El editorialista culminaba con una frase para el bronce: ¿Quién tiene la culpa? ¿Nadie tiene la culpa? ¡Todos tenemos la culpa! A los correctores se les pasó el error, multiplicado por tres, y la sentencia quedó así: “¿Quién tiene la cupla? ¿Nadie tiene la clupa? ¡Todos tenemos la culapa!”
Todos tuvieron la culpa, incluidos los gazapos, los conejitos del taller.
Doquiera que se hallase, la corrección de pruebas era en sí misma un antro de personajes. Róbinson Equis (de nuevo la equis, qué se le va a hacer) y su esposa salían del brazo a trabajar todas las tardes; él, vestido con un abrigo de cuello de terciopelo; ella, de cartera, taco alto y maquillada. Róbinson la pasaba a dejar a la Plaza de Armas y luego encaminaba sus pasos al diario El Mercurio, en Compañía y Morandé. Era un corrector que desempeñaba su oficio casi en completo silencio. Abandonaba el diario de madrugada, recogía a su mujer en la plaza o la esperaba mientras ella atendía a su último cliente, y ambos volvían al hogar, siempre del brazo.
Recordaba también Germán el caso de don Pepe, otro corrector, y sus poemas. “En los comistrajos de la sección, todos con el plato ante sus ojos, don Pepe se ponía de pie en medio de la cena y comenzaba a recitar una poesía como de mil doscientos versos. Con su voz retumbante declamaba acerca de un río de sangre derramado al océano por los temibles piratas de los mares del sur, y sus colegas comenzaban a impacientarse.
... A la voz de “¡barco viene!”
es de ver cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar
que yo soy el rey del mar...
-Don Pepe...
... En las presas
yo divido lo cogido por igual
sólo quiero por riqueza
la belleza sin rival...
-Ya pos don Pepe...
... Que es mi barco mi tesoro
Sentenciado estoy a muerte...
-Se está enfriando la comida, don Pepe...
-Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena...
-¡Cállate viejo chuchetumadre!
El principal enemigo del corrector es la errata. Una página puede ser leída cien veces; cinco pares de ojos pueden haberle dado el visto bueno y aun así la errata aparecerá en la página una vez publicada, brillando como un diamante. El finado Raúl Salinas, cultor del tango y el bolero, juraba que a principios de 1971 el balance del Banco de Chile fue publicado en El Mercurio con el absurdo título de “Balance del Banco de Leche”. A seis columnas.
Al bucear en la red sobre el tema del gazapo las anécdotas surgen por montones. En su libro Curiosités bibliographiques (pág. 272), Ludovic Lalanne aporta que la primera errata de la historia del libro impreso corresponde al Psalmorum Codex, de 1457, editado por Johann Fust. En el colofón aparece escrito “Spalmorum Codex”.
La primera fe de erratas conocida está contenida en una edición de las Sátiras, de Juvenal, poeta romano que vivió entre los siglos I y II de nuestra era. El libro fue impreso por Gabriel Pierre en Venecia en 1478, con notas de Giorgio Merula. Las erratas detectadas ocupan nada menos que dos páginas. En estas primeras ediciones eran abundantes, como es el caso del dominico Fray García que mandó imprimir, en 1578, una lista con las erratas cometidas en la impresión de Summa Theologica de Santo Tomás. La lista ocupó 111 páginas.
Están además las erratas del autor. En su drama “Julio César”, Acto III, Escena 3, Shakespeare escribe que Bruto pide a Casio que se retire y menciona que el “reloj ha sonado tres veces”. Esta línea, que indica las tres de la mañana, es un elemento anacrónico, ya que los relojes mecánicos con campanas no existían en la Antigua Roma. Los defensores del Bardo de Avon argumentan que probablemente incluyó al reloj para dar a los conspiradores un sentido de urgencia o para añadir humor. 
En “La Debacle”, Émile Zola escribe: “Más lejos había un capitán con el brazo izquierdo arrancado, el costado derecho perforado hasta el muslo, echado sobre el vientre y que se arrastraba sobre los codos”. En estricto rigor debió escribir que se arrastraba sobre el codo que le quedaba.
El crítico literario y académico cubano José Prats Sariol cuenta que el poeta y editor español Manuel Altolaguirre publicó un cuaderno de Emilio Ballagas donde uno de sus versos decía: “Siento un fuego atroz que me devora”. Al imprimirse, el verso quedó así: “Siento un fuego atrás que me devora”. El escándalo en la sociedad habanera de la época obligó al poeta a echar al mar los ejemplares del libro. El poeta Rafael Alberti habría agregado a dicha anécdota que el autor de los versos era homosexual.
Hay más erratas históricas, como esta de Max Aub, en “Crímenes ejemplares”.  Donde dice: “La maté porque era mía” debió decir: “La maté porque no era mía”. Se cuenta que el nombre de la editorial “Fondo de Cultura Económica” fue inscrito así por error. Sus creadores llegaron al registro de patentes con la decisión de bautizar la editorial como “Fondo de Cultura Ecuménica”. Cuando al otro día descubrieron la errata no les quedó otra que mantener la denominación. La novela “Mister Witt en el Cantón”, del español Ramón J. Sender, publicada por Espasa Calpe en 1936, ganó ese año el premio nacional de narrativa. Sin embargo ha pasado a la historia por un gazapo que se desliza entre sus páginas. En vez de decir “God save the Queen” se puede leer “God shave the Queen”. Nunca se aclaró si la reina quería que Dios la afeitara con navaja o con Gillette.
El investigador cubano Jorge Domingo Cuadriello recoge esta anécdota desopilante. “La Gaceta de Cuba publicó en 1964 el cuento ‘A las 3:20 p.m.’, del novel narrador Sergio Chaple. Ocurrió que en el proceso de impresión el nombre del autor desapareció. Al tratar de enmendarse la ausencia, en una sección que tenía el diario El Mundo se precisó que el texto había sido escrito por Sergio Chávez. Leonel López Nussa quiso identificar correctamente el nombre y desde las páginas de la revista Revolución aclaró que el nombre era en realidad Sergio Chaplin. Espantado ante tantos desaciertos, Sergio Chaple pidió entonces que lo dejasen en el anonimato”.
El escritor español Fernando Parra Nogueras recuerda que Neruda se lamentaba de que en su “Crepusculario” apareciera el verso “besos, leche y pan”, cuando él había escrito “besos, lecho y pan”. Sus lamentos crecieron cuando detectó que las traducciones al inglés hablaban de “kisses, milk and bread”.
En “Arroz y tartana” su autor, Blasco Ibáñez, se encontró con que su personaje, doña Manuela, se había levantado “con el coño fruncido”, en vez del ceño fruncido, que habría sido más decente.
Carlos Scavino recoge esta joyita en el diario uruguayo El País. La nota policial debía decir: “Ayer fue extraído del río, por medio de un gancho, el cadáver del joven que días pasados tuvo la desgracia de ahogarse bañándose”. En cambio los duendes del taller la redujeron a: “Ayer fue extraído del río, por medio de un rancho, el cadáver del joven que días pasados tuvo la gracia de ahogarse casándose”. Y esta otra debía decir: “Al ultimátum de Inglaterra ha respondido el emperador de Marruecos con una afirmativa”. Pero salió: “Al último atún de Inglaterra ha respondido el emperador de Marruecos con una afirmativa”.
El periódico El Nacional de México hizo referencia a una actitud sentimental de ciertos franceses, aunque cambió la palabra franceses por galos, que se convirtieron en gatos en su edición internacional. De este modo pudo leerse que “un 45% de los gatos que atentaban contra su vida, lo hacían por celos o decepciones amorosas”.
Aunque parezca ilógico, las erratas a veces favorecen al texto. En un poema, el verso “más adentro de tu frente” se transformó en “mar adentro de tu frente”. Y “de nívea leche y espumosa” la errata lo dejó en “de tibia leche y espumosa”. Lo saca a colación Alfonso Reyes en su artículo “Escritores e impresores”.
Scavino agrega estas felices erratas: Un verso de Alfonso Sastre que dice: “Tú eres la primera que se marcha”, fue sustituido por: “Tú eres la primavera que se marcha”, que daba, de manera más sutil, la idea de abandono. En sus “Versos Humanos”, un homenaje a Alberti, Gerardo Diego escribió: “Noche disuelta en jazmines / iluminada de escamas/ que pulsa en todas las ramas/ música de los confines”. En lugar de ramas debía decir gamas. El poeta aceptó el cambio porque el verso era más simple y efectivo.
Alessio Friederich se desempeñó en varios diarios nacionales como corrector de pruebas. Tiene ciertas dotes de galán, es un caballero a carta cabal y siempre luce una sonrisa a flor de labios. Así al menos lo recuerdo, por lo que cuando me contó la siguiente historia me extrañó su reacción tan airada. Sucedió que una mañana llegó hasta su mesa de trabajo el editor del periódico local, increpándolo por una falla que había dejado pasar en un aviso comercial. Una mueblería ofrecía finísimos livings fabricados con madera de coigüe. El aviso, en cambio, ofrecía muebles de coligüe. “Lo único que puedo hacer es enojarme –le contestó, furioso, a su jefe-. ¡Claro que se me pasó el error!, lo admito, pero revise mi contrato y dígame dónde dice que no me puedo equivocar”.
Contaba Friederich (esto, para graficar sus dotes de galán) que durante un par de años se desempeñó en una zapatería en una ciudad del centro sur del país, donde la costumbre sigue siendo cerrar los locales a la hora de almuerzo. El picarón aprovechaba esa instancia para quedarse dentro de la zapatería con una de las empleadas, donde ambos se daban besitos. Quiso la diosa Fortuna que aquel día le encargaran confeccionar el inventario de la tienda. En eso estaba con dos ayudantes cuando se escuchó que afuera golpeaban con saña la cortina de metal. “¡Abre, tal por cual, qué estái haciendo con mi señora allá adentro! ¡Por fin te pillo, infeliz!”. Era el marido engañado, el famoso cornudo, al que alguien le había soplado los deslices de su mujer. Friederich subió la cortina y lo enfrentó con elegancia. “Qué le pasa, caballero, ¿se ha vuelto loco? Estamos haciendo el inventario, su señora no está aquí, pase a ver. Y si sigue con esto llamo a los Carabineros”.
Mi memoria retiene tres gazapos que un investigador podría hallar en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, si se diera el tiempo suficiente. Uno se refiere al día del Tránsito de la Virgen, que se celebra cada 15 de agosto. El diario de gobierno El Cronista, que reemplazó a La Nación entre 1975 y 1980, ilustró el principal título de portada en esa fecha con la imagen de una paquita dirigiendo el tránsito en una calle de Santiago. Sobre esta errata se podría divagar sobre la ausencia de noticias publicables en dicha época y sobre la mediocridad periodística, que se mantiene a través de los tiempos con una constancia que se la quisieran otras disciplinas.
En tiempos militares las noticias publicables escaseaban, como se ha dicho, de modo que las empresas de relaciones públicas hacían su agosto. Cada día llegaban a los medios decenas de notas intrascendentes, que el editor ordenaba colocar en columnas laterales, ya fuese por falta de noticias o por algún curioso interés personal en verlas publicadas. Recuerdo haber visto con mis propios ojos publicada una de ellas. Se refería a un congreso científico que abordaría novedades en el campo de la electromagnética. Tanto el redactor original de la nota como el periodista que la publicó cometieron un error. El autor original supuso que bastaba con el título “Novedades en el campo de la electromagnética” y puso en el texto que los científicos abordarían durante el congreso el tema referido en el epígrafe. El periodista, condenado ese día a despachar parrafitos insustanciales, tituló, a una columna: “Congreso científico investigará el epígrafe”.
El Mercurio trató infructuosamente de llegar a la raíz y dar con el autor del término Pernochet, que se coló en una noticia publicada en pleno gobierno del Capitán General. Disponía de jefes, editores, correctores y lameculos que nunca faltan, especializados en detectar a cualquiera que osara atornillar al revés, pero no hubo caso. Nunca se conoció al autor de ese rebelde y sarcástico apodo.
Una periodista en práctica que iba muy bien encaminada perdió su puesto de un día para otro. ¿Era para tanto? Su pecado fue confundir los cetáceos con los crustáceos en una nota dedicada a las ballenas. Bajó llorando las escaleras de mármol del diario.
Célebre fue el gazapo oral que se mandó el reportero Yuri Rojo, quien acostumbraba a pedir ayuda a sus colegas mientras despachaba sus notas. El diálogo que recuerdo fue este:
-¿Me dan un sinónimo de Luna Par?
(Extrañeza general).
-Luna Park. Recinto deportivo bonaerense…
-No. Luna Par… Luna Par…
-Estadio techado…
-Gimnasio…
-No…
-Palacio del boxeo…
-No.
-¿Qué andái buscando, Yuri?
-Un sinónimo para Luna Par, casa de putas…
-¡Lupanar, huevón! Burdel, prostíbulo, mancebía. 
El ex diputado y columnista Luciano Vásquez acostumbraba escribir los días lunes para la página de Redacción de Las Últimas Noticias. Aquella mañana, con el diario en sus manos, telefoneó a la corrección de pruebas, manifestó verbalmente su desagrado y el jefe se deshizo en disculpas, aunque ambos sabían que ya no había nada que hacer. Donde debía decir que “la política chilena ha entrado en un laberinto kafkiano” se publicó “la política chilena ha entrado en un laberinto africano”.
Tembló muy fuerte en Talca una noche, se remeció la ciudad. Darían las dos de la mañana; el diario local había cerrado y se hallaba impreso y listo para su distribución. Pero el nochero, que en cuyo interior anidaba un alma periodística, no podía dejar pasar una noticia como esa y resolvió hacer el cambio con sus propias manos. Conociendo el manejo de las rotativas, tituló a seis columnas: “El manso temblor de anoche”, sin texto alguno que respaldara la información. Me temo que este último gazapo forma parte de la mitología urbana. Nunca he podido dar con nadie que ofrezca una sola prueba de que realmente hubo un título de esas características en un diario talquino.
           
Los correctores desprenden un halo melancólico de resignación, como si sus metas hubiesen quedado alejadas de lo que en realidad les deparó el destino. En favor de ellos habría que remitirse a una frase vertida en la novela El Extranjero, de Camus. “No se cambia nunca de vida, en cualquier caso todas valen lo mismo”.
Así como el periodismo se fue transformando con el tiempo en un campo más femenino que masculino, tal vez por la superioridad del sexo opuesto en el arte de la persuasión y por su mejor dominio del lenguaje (hipótesis que habría que probar), el oficio de corrector de pruebas es un reducto masculino. En sus tiempos de oro los despachos de los correctores eran ocupados exclusivamente por hombres; ahora que viven sus últimos estertores la presencia de alguna mujer sigue siendo una notable excepción. De allí que abunden tanto anécdotas como las referidas.
Trato de acordarme de alguna correctora mujer y hallo dos ejemplos: una licenciada en literatura que ejerció corto tiempo en LUN y que no se llevaba bien con nadie, dado su temperamento algo extraño, no sé si tímido o mirador en menos. Germán Arellano aseguraba que una tarde pasó junto a ella, que estaba sentada revisando textos, y la rozó en el hombro con su chaqueta, lo que derivó en una acusación formal de acoso en su contra, que no llegó a ninguna parte, tras una breve investigación.
La otra era mi colega Margarita Espinoza, quien fue una correcta, meticulosa y fiable reportera del mismo diario. Cubría el sector Defensa, que se avenía muy bien con su personalidad. Margarita era de trato difícil, pero detrás de ese velo avinagrado se escondía un gran corazón. Un día, por hacerle una broma pesada, comencé a moverle por detrás la silla con ruedas en la que despachaba su noticia frente al computador. Debí exagerar con el tiempo porque de pronto y sin decir agua va me dio vuelta la cara de un cachuchazo. Toda la crónica se quedó petrificada, ni siquiera dio para unas carcajadas (hablo del primer momento; luego la copucha sería saboreada en el casino y en los pasillos). Avanzada la tarde se me acercó y con toda humildad me ofreció disculpas. La verdad es que no tenía de qué disculparse. Se había salido de sus casillas y me había dado mi merecido.
Los clásicos cortes, ajustes o cambios de línea editorial que sufren los periódicos cada cierto tiempo la sacaron del diario. Así fue como llegó al mes siguiente a la corrección de pruebas de El Mercurio, donde permaneció varios años y ejerció impecablemente sus nuevas funciones.
Cuesta admitirlo, pero la verdad es que los correctores son una especie en extinción, desde el día en que los gerentes de los medios de prensa escritos, al fijar la lupa en sus presupuestos y balances anuales, resolvieron prescindir de ellos, en el entendido que cada reportero debía hacerse cargo de su trabajo y que a fin de cuentas, la lengua es solamente un medio por el cual se grafica la noticia, no tanto más que eso.
Lo que lleva finalmente a volver con la pregunta del millón: ¿Quién tuvo la cupla? ¿Nadie tuvo la cualp? ¡Todos tuvimos la culapa!

jueves, octubre 09, 2025

En torno a Roldán, en Capitán Pastene

Hoy ha muerto la mujer de Roldán. O ayer. 
Se me antoja que esta crónica podría comenzar a la manera de Camus; mi tendencia a copiar de los grandes me induce a seguir su estilo. Será porque en el bus voy releyendo El Extranjero. 
El protagonista de Camus se expresa como si llevara un minucioso diario de vida. Desde el primer momento revela una insensibilidad que lo torna desagradable. No simpatizamos con él, porque nada lo conmueve. La genialidad de Camus, como se da con los maestros, estriba en el manejo del detalle. Parece sumamente fácil, pero no es así. Recuerdo haber pensado, cuando leí por primera vez el libro, hará unos cincuenta años: qué simple escribe. Al revés que el autor de la presente crónica, y estas palabras son la prueba: hasta el momento no he logrado más que presentar la historia de mi viaje al entierro de la esposa de Roldán siguiendo vías engorrosas. 
De modo que he combinado dos muertes. La de la madre de Mersault, en Marengo, Argelia; la de la esposa de Roldán, en Capitán Pastene, región de La Araucanía, Chile. La primera da cuenta de la abulia de Mersault. La segunda, de la conformidad de Roldán. Y yo, ¿qué estoy sintiendo mientras viajo? No es el dolor experimentado ante la muerte de mi propia madre, años atrás, sino un vago sentimiento de pesar frente el deceso de la esposa de mi amigo, unido a esa angustia placentera, flaubertiana, la de la persecución de la palabra adecuada que, créase o no, es algo que se suma a mis preciados intereses. Tal vez estoy siendo un desagradecido; no sé qué haría si Dios en este mismo momento me diera a elegir entre mi mujer, mis hijos y mis nietos (como un conjunto), la literatura, mis amigos, el goce de lo que ofrece la vida. Aunque dicho ejercicio es mentiroso; ya lo hice en los años setenta. Mi mujer (con mis futuros hijos y nietos), el goce de la vida, mis amigos, la literatura. En ese orden.

Esta mañana me despertó el timbre del whatsapp. Pasé buena noche; no tuve que levantarme dos o tres veces para ir al baño, cosa rara a mi edad. Lo de levantarse no pesa, hasta tiene su encanto. La molestia la producen los sueños que avisan; siempre se trata de sueños confusos, inquietantes. 
Miré el celular. Era mi amigo Roldán, a quien apodamos Sargento. Alcancé a leer el encabezado, sin abrir el mensaje. "Queridos amigos..." Pensé lo peor. Determiné seguir durmiendo una hora más. Eran las 7.25 de la mañana.
Entonces se me apareció Gambetti. Caminaba por un galpón desordenado en cuyo fondo brillaban las brasas de una fragua. Brotaban lenguas de fuego y saltaban chispas; se adivinaba movimiento, calor, desorden. Íbamos del brazo. Ya estarás acostumbrado a esto, le comenté. No, me contestó, allá no es así. Lucía alegre y pícaro, aun vistiendo ese abrigo gris que lo empaquetaba, le quitaba elasticidad. Saliendo del galpón nos encontramos con el Caballo Urzúa; los tres habíamos sido grandes amigos, años atrás. Se lo mostré, esa es la palabra, le mostré a Gambetti. Urzúa no lo podía creer; él sabía que Gambetti llevaba muerto más de ocho meses, de modo que quiso comprobar ante quién se hallaba: se le acercó a la cara hasta que casi se tocaron; en ese instante Gambetti se esfumó y Urzúa quedó con la cara contra el vidrio del ascensor. Es correcto lo que está sucediendo, me dije, Urzúa cortó el nudo; no podían encontrarse.
Al abrir el mensaje se confirmaron mis aprensiones. "Queridos amigos y hermanos: lamento comunicar que ayer partió a la casa del Señor mi querida esposa Miriam. Ella soportó una larga enfermedad y ayer descansó junto a mí y nuestro hijo mayor. Que en paz descanse". Remataban tres manos en señal de oración.
Al amigo se le quiere y se le acompaña, especialmente en trances como estos. Mis expectativas para este domingo eran tomarme un expreso con dos alfajores de maicena en la cafetería del hotel Ayacara. El joven barista ya conoce mis gustos; los alfajores se deshacen en la boca. Dos por mil quinientos pesos, un regalo. Por la tarde pensaba ver algunos partidos de fútbol por la TV, dormir una siesta, revisar el prólogo del proyecto de un libro de gazapos, al que el mismo Sargento ha hecho valiosos aportes. En cambio he dado inicio al recorrido de 444 kilómetros de ida y 444 de vuelta. En fin, ya estoy arriba del segundo bus que me acercará a mi destino final, Capitán Pastene. Dentro de todo he tenido suerte: hasta ayer sentía los coletazos de un peso doloroso en el estómago, malestar que llegaba hasta la espalda. Con esos síntomas no habría podido viajar. Ahora voy saliendo de Osorno rumbo a Temuco, con una mochila y El Extranjero en las manos. 
Hace falta un cambio de aire, de repente. Mi natural predisposición a la culpa me sopla que estoy viviendo este momento no como un sacrificio, sino como una grata aventura. Mis amigos del grupo Le Tengo Pieza insisten en hablar de sacrificio y en agradecerme el viaje en su representación. Mauricio, nuestro Comandante Yuyul, está en París, disfrutando de un soñado viaje junto a su mujer; Arnaldo, o Batallón Campesino, tiene sus cosas que hacer en Santiago y a Ernesto, el Viejito Olivares, no se le puede pedir mucho, su estado de salud no es de los mejores, así lo ha confirmado esta mañana al teléfono. De manera que quien habla, conocido en este grupo de cincuenta años de amistad como General Lamordes, representará a Le Tengo Pieza.
Una vez en Temuco un taxi me conduce al terminal rural, donde funciona la única línea que lleva a Capitán Pastene. Son las seis y cuarto, el último bus del día sale a las seis y media, estoy con suerte. La máquina exhibe en su letrero la otra localidad a la que se dirige: Triaguén. Desde París, Mauricio hace ver el gazapo en la foto que les he enviado por whatsapp. "¿Triaguén será lo mismo que Traiguén? Miren el letrero". Arnaldo comenta: "Ese cartel lo hizo el chofer".
Traiguén merece un paréntesis. A toda vista luce ordenada, limpia, bien cuidada, sin grafitis, con casas que da gusto ver por el cuidado, el aprecio que les demuestran sus dueños. Allí debe de haber una buena mano que guía. 
Tres buses, diez horas de viaje, sembrados amarillos que asombran por su esplendor, el fiel Sargento esperándome en el terminal de Capitán Pastene, mientras el cuerpo de su esposa reposa en la capilla de la iglesia de San Felipe Neri, frente a la plaza. Se ha hecho un tiempito para irme a buscar. En los pueblos chicos las cosas son así. Primero la familia, los amigos, los vecinos, después lo que venga. Nos abrazamos, le doy el pésame, en mi nombre y el de mis amigos. Me hace pasar a la capilla fúnebre, amplia y ya semivacía a esa hora, cerca de las diez de la noche. La vida está en la sala anexa, que conecta a una cocina, de donde una mujer aparece con una tetera gigante. En la mesa hay té, café, galletas preparadas por señoras de la comunidad cristiana a la que pertenece Roldán, pan amasado, rodajas de coppa, jamón de esta zona especializada en gastronomía italiana. El ambiente es fraterno y algo festivo, mientras en la sala de al lado se levanta el féretro rodeado de cirios y canastillos de flores. Un hombre de mi edad intenta burlarse de un niño que está a su lado; el niño lo sorprende: "Usted quedó pelado porque no se comió la comida cuando chico". Todos ríen, el niño remata: "No se preocupe, córtese el pelo de atrás y se lo pega arriba". No deja de llamar la atención la viveza del chiquillo; para mal o para bien, hoy los niños no sienten ese temor reverencial hacia los mayores que sentíamos los niños de antes.
Remato la primera noche en una excelente cabaña para mí solo, a la que sin embargo le faltó leña para la chimenea y una toalla de baño. Eso es lo de menos, considerando que lo importante fue haber tomado mis providencias en Temuco. Saco de la mochila la petaca de whisky Ballantines que compré en una botillería cercana al terminal y luego de dos buenos tragos me voy a la cama.    
Pero a propósito de lo importante, ya va siendo hora de hablar de lo realmente importante. Le he ido quitando el bulto con el beneplácito de la conciencia y los resultados están a la vista: una seguidilla de metáforas que hacen el papel de justificativos, excusas melosas destinadas a rehuir el enfrentamiento con la verdad.
¿Qué es lo importante?
Lo importante son las imágenes decisivas, la imagen de la muerta arropada de blanco, con su carita serena detrás del vidrio, una carita en la que aparecen dos dientecillos inocentes, perfectos, dientes buenos. ¿Qué edad tenía?, le pregunto a mi amigo. Roldán responde secamente: ochenta años. Cómo, ochenta, siempre pensé que andaba por los sesenta. No, era diez años mayor que yo, revela, desatado del supuesto peso que le habrá significado guardar las apariencias durante tanto tiempo. Es un dato que jamás dominamos ni yo ni Mauricio ni Arnaldo ni Ernesto. El responso lo confirma; varios oradores hacen ver su edad. En Capitán Pastene se sabía, era algo de conocimiento público. 
Pero eso no es tan importante. Mucho más importante es el confrontamiento de ese cuerpo menudo en proceso de transformación con las palabras del diácono, repetidas con fe por los presentes.
.. Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna...
¿Cómo conciliar la verdad brutal de que este cuerpo frío, inerte, alejado de la vida, algún día, en el fin de los tiempos, se levantará de su tumba como Lázaro y volverá a caminar, volverá a ver los brotes de las plantas en octubre y volverá a ver las teleseries de la tarde, con una taza de café con sopaipillas? Eso es lo importante, el misterio indescifrable.
En nuestras jornadas de camaradería, alguno de los cofrades de Le Tengo Pieza suele reflotar la siguiente anécdota. Por allá por los años setenta se corría la Vuelta a Chile; Roldán viajaba como enviado especial de la agencia Orbe, junto a otros colegas de diversos medios escritos, radiales y televisivos. Durante un descanso de la carrera ciclística, en Concepción, nuestro amigo se escabulló mientras los demás reporteros deportivos salieron a recorrer el centro. De pronto, a la vuelta de una esquina, se toparon a boca de jarro con Roldán, acompañado de una linda rubiecita de ojos verde mar. Con toda inocencia, así salió del paso: "Muchachos, les presento a mi ex polola". Era una verdad del porte de un buque. La relación entre ellos había terminado hacía poco, Miriam vivía en ese tiempo en Concepción y él había aprovechado la ocasión para visitarla. Nadie nunca supo si a ella le agradó esa presentación; el hecho cierto es que retomaron el pololeo, se casaron, tuvieron hijos, nietos, y ahora...    
Entonces lo importante, además, es Roldán, el misterio de Luis Alberto Roldán. En una capa más abajo de su sufrimiento sostenido durante los últimos once años, que todos dan por sentado y del que acaba de liberarse (lo que se comenta en susurros, como si se hablara de un santo), más adentro de su sufrimiento y de su liberación él está preocupado de atender. Roldán se posterga, rehúsa asumir el protagonismo que hoy le corresponde, se yergue a un costado en el momento supremo, el de la ceremonia litúrgica de adiós a su mujer, y luego conduce su automóvil hacia el cementerio en discreta posición secundaria, llevando a vecinos necesitados consigo, personas que no tienen auto y a las que se les hace pesado el camino de casi dos kilómetros al camposanto situado en una de tantas colinas que caracterizan a este pueblo fundado por italianos, como si de Roma se tratase. Eso es lo importante: ser testigo de su generosidad para compartir lo que tiene, he estado a punto de decir lo poco que tiene, constatar directamente el grado de entrega a su comunidad, al pueblo que le abrió los brazos, así como el cariño que siente por él este mismo puñado de gente abierta y sencilla.
La segunda noche la paso en su casa. A la hora de dormir reparo en que Alberto ocupa la cama de al lado en el mismo dormitorio. Cubierto hasta la mitad de la cara me desea buenas noches y cierra los ojos, extenuado. 
¿Cómo dormiste?, me pregunta al otro día. 
Bien, le contesto, ¿te molesté? 
No, te moviste, algo agitado, pero nada serio.
He allí otro misterio, el mandato propio del cuerpo en el mundo de los sueños. Ya me quisiera un reposo total, pero el cuerpo tiene otros planes.
En el cementerio se plantea un penúltimo misterio. Habrán integrado el cortejo fúnebre unas cien personas; el alcalde Richard Leonelli, que asiste como un vecino más de la comuna, se ha fundido en un apretado abrazo con Roldán. De vecino en la fila me ha tocado por casualidad, o no tanto, porque noto que acá las cosas parece que las gobierna el azar pero la verdad es que se disponen de antemano, me ha tocado Fermín, el pícaro de Fermín Arévalo, quien caminando bajo la tarde primaveral bajo las nubes blancas y el intenso celeste del cielo me comenta acerca de los días que estuvo de visita en Santiago, primero en un Puente Alto peligroso y caótico; luego en un barrio hermoso y agradable. ¡Otro Santiago, boniiito! Un día entré al Metro; toda la gente apretujada, no sé cómo lo hacían para escribir con las dos manos en sus teléfonos, yo me tenía que agarrar de las manillas para no caerme y ellos no, menos mal que no me robaron, pero yo creo que habrán estado a punto, señor Mardones.
Tras unas breves y sentidas palabras de Andrés, el hijo mayor de Roldán, llega el momento de la sepultación. No estamos en Santiago, donde un manto de terciopelo esconde el ataúd en descenso mientras los deudos comienzan a retirarse entre llantos o simulando pena. Aquí es a la chilena, o a la italiana; el cajón lo bajan entre todos con unas cuerdas improvisadas hasta las profundidades del foso cavado el día anterior, y lo sepultan entre todos en una lúdica competencia de músculos y resistencia en el uso de la pala. Stefanini lleva la delantera, con su corpachón y sus brazos robustos. Andrés y Miguel, los hijos de Roldán, alternan la herramienta cada cinco minutos; los demás vecinos del pueblo aportan con lo suyo, hay palas de sobra. Hasta se les agrega la hermana de la finada. A sus casi ochenta años echa tierra sin descanso mientras comenta: "¡Herencia campesina!", como para lucirse. Me animo de repente y recuerdo viejos tiempos. ¡No es un ejercicio fácil! A los dos minutos pido cambio; jadeo con el corazón a mil, espero un tiempo y vuelvo a tomar la pala. A la hora del descanso, pues también han hecho fuerza, Fermín y Walter, su hermano menor, se entregan a sencillos cálculos matemáticos, acicateados por mi curiosidad.
¿Andará por los tres metros cúbicos? 
Por ahí, yo creo.
¿Y cuánto es eso? 
Unos dos mil quinientos kilos serán.
¿Dos toneladas y media? 
Claro. Esa tierra es la que estamos echando. 
Con la instalación de la cruz de madera culmina el rito fúnebre, sin lágrimas, sin llanto. Una ceremonia natural, de pueblo sureño disimulado entre los montes. El cementerio va perdiendo la vida que le volvió a dar sentido durante unos minutos, vaya contradicción. 
Walter Arévalo me lleva de vuelta a la casa de Roldán en su camioneta roja. Antes pasa al restaurante de su cuñada Anita Covili a retirar una olla repleta de ñoquis con champiñones; catorce porciones costo cero que ella y su hermana Olaya, la esposa de Walter y administradora del local, han destinado a "don Luis Alberto" para que atienda a su gente después del funeral. Y así ocurre, en efecto. Hijos, nietos, sobrinas y sobrinos, nueras, ahijados, amigos y vecinos, unos locuaces, otros callados, se turnan en la pequeña mesa para darle el bajo a la magnífica pasta. 
Sentado junto con los demás, en un extremo, Juanito Iubini me saluda con una sonrisa inocente y me pregunta de dónde vengo. Se parece a uno de los jugadores de cartas de ese cuadro impresionista, con su pose tranquila, sus manos grandes de trabajador del campo y sus ojos glaucos en los que parecen haber irrumpido cataratas. Si no fuera porque yo mismo lo vi echar paladas pensaría que entró qué rato a los cuarteles de invierno. Se lo comento a Roldán y me agrega: Juanito le hace a todo; puede caminar kilómetros para cortar leña.
Por la tarde Walter nos recibe en su casa. Ha preparado un picoteo de miedo y ha encendido la bosca gigante, que calienta la sala de estar en minutos. Olaya brilla por su ausencia; un par de horas más tarde llega rendida del restaurante al que ha entregado su vida, le quita el sofá a Walter y se dispone a descansar, por fin. Desde su trono conversa, ríe, opina, pregunta. La generosidad de esta familia es impresionante, extemporánea. Se cuenta que no faltan los vecinos, no necesariamente amigos, que por las tardes van entrando a charlar, comer y beber, como uno ha leído que hacen los personajes de las novelas rusas o francesas del Siglo Diecinueve. Lo que pasa es que en Capitán Pastene, como ocurre con los pueblos lluviosos, existe una necesidad extra de reunirse a compartir las penurias y los logros del día en torno al pan, al vino y al fuego.
Antes de irnos, Walter, desde su nuevo asiento, se levanta de pronto, hurguetea en un estante y vuelve, orgulloso a más no poder, con lo que para él constituye un tesoro. Qué me irá a mostrar, pienso, antes de que ofrezca a mi vista y a mi juicio una foto enmarcada. Allí aparece él, en medio de un grupo de amigos. En la foto se puede leer: "Los 30 por el 11".
Al día siguiente, último para mí en esta tierra, Cristian, ahijado de Roldán que guarda gran parecido con Marco Enríquez-Ominami, hasta en la verborrea de que hace gala (la diferencia es que Cristian, contador de profesión, es liviano de sangre y chileno de a pie) me enseña las bondades turísticas del pueblo, que hasta el momento no había podido conocer; sus calles, casas, restaurantes, un pequeño cine antiguo que abre cuando hay más de diez interesados en conocerlo, un museo que muestra el proceso de maduración del jamón serrano. Descubro que aquí los cafés abren recién al mediodía. Lo otro, rayano en lo insólito, es que en nuestra caminata por el centro no hemos visto un alma en las calles, y eso que estamos en día laboral. Ningún empleado de tienda, ningún vecino saliemdo de una oficina, ningún escolar haciendo la cimarra. Solo unos pocos turistas como nosotros, buscando qué hacer. Es un pueblo dormitorio, me aclara Cristian; la gente sale temprano a trabajar a Lumaco, Traiguén, Victoria, y vuelve por la tarde. Y los restaurantes, como te habrás dado cuenta, empiezan a funcionar tipo una de la tarde.
Walter nos espera en su casa, otra vez. Ahora quiere mostrarnos sus tierras, sus caballos. Subimos a la camioneta roja y en un dos por tres nos bajamos a la entrada del pueblo, al lado del estadio y de un circo instalado por unos días. Atravesamos un arroyo caminando sobre un delgado tronco, abrimos un portón de fierro y entramos a su mundo. Walter se sube a un montículo que se estira por unas tres hectáreas hasta el final de unas colinas y nos habla desde arriba: aquí quiero hacer mi nueva casa. De unos treinta metros de frente, mirando a la ciudad. Usted le puede pedir a su hermano arquitecto que me haga un dibujo del frontis y yo me encargo de la parte de adentro. En arquitectura las cosas no son así, Walter, trato de explicarle, pero me insiste. Con el frente me basta, lo de adentro lo veo yo. 
Llegamos al establo, donde nos espera Fermín. Hay tres o cuatro caballos chilenos de rodeo, debidamente inscritos, deben costar un dineral. Este semental tiene más de veinte años y todavía puede cubrir yeguas por unos tres años más, ilustra Walter. El que anda por allá es de carrera, pero falta domarlo; a todos les guardé este pedazo de tierra que ve aquí, para que hagan ejercicio. Estos árboles que estamos viendo los he plantado yo, mire qué belleza de árboles, este es un coigüe, ese un canelo, allá una luma. Tengo raulíes, notros, lengas, tepas, ulmos, arrayanes. ¡Y por este arroyo pasan unos salmones así de grandes, señor Mardones! (dale con tratarme de señor Mardones) agrega Fermín, abriendo los brazos y cerrándolos abruptamente hasta que queda entre ellos una distancia de apenas diez centímetros. Tallero el hombre, y pícaro además, como se ha dicho. Hace recordar al peladito del show de Benny Hill y cuentan que con esa pinta se las arregla para tener buena llegada entre las mujeres del lugar; dicen que le gustan maceteaditas.
De vuelta Walter me enseña la casa donde vivió Darío Cortesi, un cuasi mendigo que al morir se descubrió que había dejado una fortuna. La historia no fue tan así, me asegura, la prensa le puso mucho, ignorando que yo mismo escribí esa crónica para "Las Últimas Noticias", allá por el año noventa y dos.  
Y así llegan a su fin estos tres días en Capitán Pastene, en torno a Roldán y a la pérdida de su amada niña. Andrés, su hijo mayor, me brinda alojamiento en su departamento de Temuco. Durante el viaje desde Pastene en su Mahindra hablamos de lo humano y lo divino. Sus dos hijos, en el asiento de atrás, guardan silencio. Andrés admite con una cuota de orgullo, una vez que los ha ido a dejar con la mamá, que les impone límites, que tiende a ser exigente con ellos y que ese tipo de formación le está dando frutos. Al otro día me lleva al terminal, donde tomo el bus de regreso a Frutillar.                
Para cerrar de una vez por todas esta historia, me cuentan ahora último que la Olayita se resbaló en el baño y se sacó la ñoña. Guardó tres días de cama y hasta le tuvieron que dar unos masajes en la espalda, todo por andar siempre apurada pensando en mil cosas. Lo que demuestra que en Capitán Pastene la vida sigue igual que en todas partes, no para, como canta nuestro querido Julio Iglesias.

miércoles, octubre 08, 2025

Y de nuevo la figura de Gambetti

Y de nuevo la figura de Gambetti. ¿Qué me intenta decir Gambetti? Hace varios sueños que visita mi morada.
Esta vez camina por la gravilla con su copa de helado de chocolate en la mano. Al sentarse en la mesa bajo el toldo la copa se le da vuelta en el asiento, pero alcanza a recogerla antes de que se derrame. Ha sido invitado a una de esas tantas cenas a las que se le invita; yo ando revoloteando por los lados y quiero juntarme con él. Viste una camisa de un celeste opaco y rayas grises; corbata en tonos rojo y azul, como se vestía antes la gente de clase media acomodada; antes de que ese atuendo comenzara a pasar de moda. 
No se da cuenta como le corren dos gotas de helado por la camisa, a la altura de la panza. No me atrevo a alertarlo, sería de mala educación; él lo consideraría una afrenta, no un gesto de buena voluntad.
Entonces me ve.
¡Compartamos un trago! ¡Un Martini Dry! ¡Yo te invito! Espérame un rato.
Me vuelve el alma al cuerpo; se me abre un regio panorama.
El auto nos lleva por calles no muy santas, hay grandes piedras en el camino, que apenas se pueden sortear. Se nos ha unido el Loco Marambio. Considero inoportuno preguntarle qué le ha parecido el libro que le vendí, de mi autoría; me muero de ganas de hacerlo, pero observo que él no hace un solo intento por sacar el tema durante el viaje. Más que seguro que no lo ha leído; el Martini Dry se hace esperar.
Entonces irrumpe Sebastián por la puerta de mi departamento; a torso desnudo, sudoroso. Viene de uno de sus carretes nocturnos y de inmediato entro en un estado de alerta. El hecho de que mi padre se halle en el piso de abajo no me da gran seguridad, aunque su tácita presencia complicaría cualquier arresto de violencia en Sebastián; no le veo esa intención por el momento.
En la oscuidad de mi dormitorio lo siento corretear por los pasillos. Se respira tensión en el ambiente.
No logro recordar qué hace mi padre en esta casa, tampoco si antes me llamó o me dijo algo que no debería olvidar. Son los asuntos claves que se filtran por las grietas de los sueños.    

domingo, septiembre 28, 2025

Viaje a las ruinas de Pompeya

El viaje a las ruinas de Pompeya me devolvió a mi sustancia, y fue un viejo discípulo de mi oficina quien me instó a hacerlo. Él me acompañó, con su buen humor y sus bromas a flor de piel, y se lo agradecí con el pensamiento. Las piedras se levantaban como en los paisajes griegos, rocas sobre tierra ardiente que rellenaban el horizonte e invitaban a tomar fotografías. 
Había un entierro, sin permiso eché unas piedras sobre el ataúd, los nativos hacían lo mismo, una piedra sobre la otra.
De este lugar no debí salir jamás, me dije, esto me motiva, aquí retorno a mi verdadera vocación, la de describir mundos. Estaba excitado, había vuelto a confiar en mis medios.
Las piedras rocosas conformaban una especie de cementerio antiguo, nublado, del que costaba salir.
Pero no era tormentoso, implicaba una suerte de renacimiento. Por ningún lado un asomo de angustia.
Me despedí de abrazo de mi discípulo; los nativos me miraron, algo indiferentes, no parecían muy interesados en mi renacer, mas no eran agresivos, pudiendo serlo, ya que me había instalado en sus dominios sin permiso previo.
Afuera llovía a cántaros, la lluvia de primavera golpeaba el ventanal.

viernes, septiembre 26, 2025

Vidas secretas

¿Cuántos, como ustedes, tendrán vidas secretas y de qué magnitud estamos hablando? ¿De una magnitud suficiente como para que los errores se paguen caros y los países tiemblen?
Las vidas secretas suelen emerger en las historias policiales, una vez que comienzan a ventilarse por cierta prensa ávida de escarbar en la privacidad, cada vez que le es lícito y hasta constructivo hacerlo. Y siempre, sin excepción alguna, resulta haber algo más en el misterioso caso que llevó a sus autores o a sus víctimas a la ruina, a la locura, al descrédito, a la muerte. Solo entonces se descubre lo que antes, quizás, apenas se sospechaba: que la víctima -o el victimario- era un estafador, un loco, un depravado, un asesino.
Hay tres profesiones -porque habría que decirlo ya, la del sacerdote es una vocación, pero también una profesión- especializadas en vidas secretas: detective, psiquiatra, sacerdote. El primero esconde una suerte de perversidad en la delectación escéptica ante las obscenidades del crimen; el psiquiatra aspira a desenredar nudos que ya existían en la prehistoria del hombre; el sacerdote conoce mejor que nadie la mediocridad del alma humana: son tan pocos y tan repetidos los pecados de sus confesores que le cuesta evitar el bostezo en medio del sagrado sacramento (a menos que los grandes pecados, los verdaderos pecados, se nieguen a salir de la boca para traspasar la celosía).
No se necesita tener dos dedos de frente para afirmar que detrás del tema de las vidas secretas subyacen el bien y el mal, el vicio y la virtud. Ustedes lo saben. Aun así las dos columnas que sostienen vuestros hombros se levantan a la misma altura, una irrigando amor, la otra destilando desprecio.
La virtud y el bien se exhiben, no en pocas ocasiones ostentosamente. El mal y el vicio permanecen escondidos tras la puerta que han cerrado para ellos y que abren cada vez que son llamados.
Escribo esto desde una posición fácil, abstracta, no ha llegado la hora de hacerme parte de este asunto.     

jueves, septiembre 25, 2025

Esta vez ha sido un cadáver derramado en la vereda

Esta vez ha sido un cadáver derramado en la vereda. Caminaba por el centro de Rancagua, un centro en ruinas, como el verdadero, que suda negligencia, descuido de la autoridad municipal y del mismo rancagüino, preocupado de quizá qué cosas, menos del embellecimiento de su ciudad histórica. 
Por ese centro caminaba, cerca de las cuatro de la tarde, cuando me advirtieron que evitara la calle que venía, debido a la presencia de un muerto.
Podría haber aceptado el consejo, pero no hice caso, tal vez debido a la natural curiosidad que me hizo periodista. No es que quisiera ver la escena, al contrario, trataría de no verla; pero es que era imposible negarme a ser testigo de un hecho como aquel.
La calle estaba cerrada al público; sospecho que debo de haber mostrado alguna credencial, la cosa es que ya me hallaba caminando hacia el sitio nefasto.
El cadáver, como he dicho, estaba desparramado a la orilla de la vereda opuesta a la mía. Mientras pasaba por el frente vi sus restos informes, cual si fuese un cuerpo pasado por la licuadora, del que solo destacaban dos largos fierros arqueados, que en vida debieron ser sus piernas, semejantes a las piernas de los robots. Ante él hacía guardia un grupo de señoras agrupadas al estilo de un lienzo renacentista, posiblemente vecinas o familiares del occiso; algunas de ellas echaban viento con pañuelos para alejar el olor nauseabundo que desprendía el cadáver, olor que sin embargo no llegaba a mi acera. Las demás completaban la comparsa del último acto de la muerte.
La pared contra la que estaba apoyado el cuerpo era de un color amarillento.    

sábado, septiembre 20, 2025

El alce y el ciclista

Era un espacio dispuesto para unos alces que se paseaban tranquilamente por el patio interior de la casona. Los contemplaba desde el balcón techado del segundo piso, que rodeaba el cuadrilátero del patio de tierra dura. No eran alces como los que estaba acostumbrado a ver; estos carecían de cornamenta y sus hocicos se prolongaban en trompas de mínimo alcance, similares a las de los tapires. No comían, pero había algo en ellos que llamaba la atención; ejercían un movimiento respiratorio que les inflaba y desinflaba el cuerpo. Era bien curiosa la escena, en la que el silencio se iba transformando en un actor de cierta importancia. No había forma de que los alces subieran al balcón del segundo piso, pero aun así uno de ellos se las ingenió para hacerlo. Lo veía recorrer el balcón, avanzando lenta e indefectiblemente hacia su persona, y cada vez que se inflaba copaba el pasillo con su carne enanchada, de manera que ya era una potencial máquina asesina, tranquila y pacífica, pero asesina al fin y al cabo; no cabía hacerle frente, solamente se podía huir de ella, de la máquina de carne, y la única manera era hacerlo rápidamente, antes de que lo aplastara, enfilando por una salida estrecha que daba a un pasillo paralelo donde estaría a salvo, cosa que hizo en segundos. 
Pero no todo estaba escrito; el estrecho pasillo lo llevó a la calle donde ante la puerta de la casa lo esperaba su tía; era cosa de atravesar, saludarla y entrar.
Un ciclista que pasaba por la calle se detuvo, la figura ya estaba con su tía, pero el ciclista no se movía de su bicicleta y los miraba desde la vereda del frente. La figura pensó: estoy ante una situación de peligro, pero no alcanzo a entrar.
Entonces el ciclista atravesó con un hilo que le rajó la garganta a su tía, sin sacarle sangre. La figura quiso enfrentarlo con un palo, pero más le preocupaba la posible herida de su tía; no tenía nada serio, pero la situación era verdaderamente preocupante.  

miércoles, septiembre 10, 2025

Bagatelas

Comenzó a escribir acuciado por el miedo. Le parecía transitar días inseguros, aunque si aplicaba la razón, no más inseguros que antes; incluso menos inseguros. La conclusión no podía ser más simple: cómo pude haber vivido tanto tiempo con mi inseguridad a cuestas; cómo es posible que pueda seguir sorteando la vida con mi inseguridad a cuestas.
Ya que que no había una respuesta a su aprensión, el pensamiento no lo calmaba; alentaba su malestar.
La perfección se le iba internando en la bruma de la mente; estaba escrito que tampoco esta sería una obra maestra, apenas una bagatela. Las jugadas principales ya se habían hecho, el destino del trabajito estaba decidido.
Qué hay en mí, qué hay realmente en mí que sea digno de compartir con mis lectores. Una masa de miedos, de inseguridades que no dan para argumento. La forma ayuda, pero no lo es todo. Se trata de hacerle frente al bloqueo con nimiedades, ejercicios para olvidar un vuelo de avión enfrentando turbulencias.
Los aeropuertos dejaron de ser glamorosos; más interesantes parecerían hoy las historias que ofrecen los terminales de buses y de trenes.
Fui testigo de una persecución a la entrada de la Estación Central; el amenazado corría a esconderse en el andén del Metro; el cuchillero lo perseguía ante la vista horrorizada de los pasajeros que se habían bajado del tren. El andén se hallaba repleto de vendedores ambulantes; cada uno guardaba su metro cuadrado con celo, atesorando las bagatelas que les daban un respiro en la vida; uno de ellos era la víctima; otro, el cuchillero. La tensión disminuía.
No se me dan los cuentos de señoras acaudaladas, tampoco los de niños vulnerables ni jóvenes universitarias ni loros de Flaubert ni sumisiones ni donantes de órganos; tal vez de arqueros que atajan penales.


lunes, septiembre 01, 2025

Dudas existenciales de discreto alcance

¿Cómo puedo comprobar que pasa el tiempo? ¿Mirando el avance del segundero en el reloj? ¿Yendo de un lado a otro? ¿Contemplando el paisaje, el viaje del sol desde que amanece hasta que se pierde tras las montañas (otro día más)? ¿Sintiendo la ráfaga de viento, la caída de la lluvia desde el cielo, el pequeño cansancio, agradable, al caminar? ¿Comprobando científicamente las fases de descomposición de un cadáver, o viéndolo echado en la hierba, a merced de perros, aves e insectos? ¿Combinando imágenes e ideas en la mente para desviarlas a una pantalla de computador? ¿Moviendo la lengua y los labios para hacerle frente a una tensa o placentera conversación? ¿Aceptando la teoría de la relatividad que postula que el espacio y el tiempo son un solo objeto continuo de cuatro dimensiones y que el tiempo transcurre más lento en un espacio con mayor gravedad? ¿O la segunda ley de la termodinámica, que postula la tendencia hacia el desorden a través de la flecha del tiempo?
Quisiera responder que sí, pero nada me asegura, de esos ejemplos, que el tiempo está pasando. Lo que veo que pasa son circunstancias dentro del tiempo.
Lo que imagino es que el tiempo está detenido, que el tiempo no se mueve. Lo que imagino es que nosotros nos movemos en torno a él. Si estuviese solo en el mundo dentro de una cámara completamente oscura a prueba de todo, e inmovilizado, ¿esos pensamientos que circularían dentro de mi cabeza serían el tiempo? ¿La degradación de mi cuerpo sería el tiempo?
El espacio es visible; el tiempo es invisible, como Dios. La definición de Dios podría ser la definición del tiempo. El gigante irreflexivo. 
Hora de nuevas preguntas. ¿Había tiempo antes de la creación del universo o no había nada; es decir, solo había muerte? Entonces pudiese ser que el tiempo haya nacido de la muerte, que Dios haya nacido de la muerte. ¿La muerte en sí misma marca el final del tiempo para lo muerto? ¿Están realmente ligados el tiempo y el espacio? ¿Puede haber espacio sin tiempo, tiempo sin espacio? ¿Comenzó el tiempo con la expansión del espacio?
Lamento entregar cavilaciones como estas, envueltas en una capa de tontería que esconde una supina ignorancia científica y filosófica. Si me atrevo a plasmarlas se debe, aunque no lo crean, a que principiantes como nosotros también les dedicamos de vez en cuando un tiempo a estas cosas.

jueves, agosto 28, 2025

El miedo del lector al disparo de Peter Handke

Hará unos treinta años escribí un cuento que titulé "Malditas palabras". Hace veinte años escribí dos cuentos, titulados "El mundo de Ark ark Nauw, donde no todos los días amanece" y "El palacio azul". En el primer caso se aborda la diferencia abismal e invisible entre el vocablo y la representación mental que los seres humanos hacemos de él; en otras palabras, cómo las voces pueden estar revestidas de profundo significado para un personaje y de insustancial significado para otro, aunque se trate de un simple saludo de "buenos días". Los otros dos cuentos tratan de la visión desestructurada de la realidad que poseen los protagonistas de esos relatos. Pasan de una imagen a otra sin enlace o consecuencia, abordan situaciones incomprensibles con toda naturalidad; o por el contrario, ante sus ojos hechos ordinarios derivan en absurdos.
De seguro esos temas ya fueron tratados mucho antes por diversos creadores, sería cosa de escarbar un poco y hallaría montones de ejemplos. El caso al que me deseo referir recae en Peter Handke, reciente ganador del Nobel, quien en 1970 escribió la novelita "El miedo del portero al tiro penal".
La saqué de la biblioteca y cuando comencé a leerla pensé: estoy ante el típico caso de un autor que escribe mientras va imaginando, método tan convencional y aceptable como aquel en que el escritor "ya tiene armada la novela en la cabeza" o definida mediante un minucioso plan dispuesto en su cuaderno de apuntes. Luego me fui dando cuenta de que a pesar de que Handke fuese improvisando había detrás una esforzada y desesperante planificación. Al final de la lectura quedé en la duda, lo que habla bien del libro. Un libro difícil, denso, angustiante, que deja huella, como me la dejó la lectura de "Las tablas de la ley", de Thomas Mann, en las antípodas en cuanto a estilo, pero cuyo enorme mérito es bajar del pedestal la figura del profeta de Dios, Moisés, traducir el mito, hacer verosímil su historia, terrenales sus decisiones.
Me felicito de haber acertado en la interpretación que le di al libro de Handke, que para mí aborda dos cuestiones fundamentales: la locura, vista por dentro ("El palacio azul"); y el misterio del lenguaje ("Malditas palabras"). Ambas cuestiones se ven reflejadas en el pánico que provoca la trivialidad, el pánico ante la existencia misma y los detalles que van surgiendo del acto de vivir. Mientras leía no pude dejar de preguntarme, con buena intención y nada de intentos evasivos, si no será mejor atontarse con la idea de un whisky al atardecer, una película por la noche, la preparación de una receta casera al mediodía, la lectura de un libro por la mañana...    
Lamentablemente, el escritor austriaco se vio enfrascado en la polémica cuando tomó partido por la posición serbia en la guerra de Bosnia, al punto de negar la masacre de miles de musulmanes en Srebrenica. Llegado el caso, tomar partido es un trago amargo para los artistas; el lugar común dicta que preferirían sobrevivir en la tibieza de sus despachos adornados con libros, una botella, un paquete de cigarrillos y un cenicero a mano, y una buena chimenea. Muchos de ellos hacen carne esa práctica, guardando las proporciones yo también trato de no distraerme con los conflictos sociales y prefiero permanecer en mi cuarto propio, mas la realidad siempre ordena tomar partido, ya sea activa, pasiva o tácitamente. En los meses del estallido social, también llamado octubrismo, tomé partido por el orden y contra el vandalismo que día a día revolvía mi estómago y me obligaba a ir a la cama con tres copas de whisky en el cuerpo. Afortunadamente mi nombre no es más que un chispazo en la internet, de tal modo que nadie me contradijo, nadie me funó. Con Peter Handke sí que lo hicieron, sobre todo tras ganar el Nobel. 
A las personas como yo, algo propensas a la incontinencia de la sensibilidad, temerosas en el fondo del monstruo desconocido que se aloja en el alma, les cuesta leer novelas como estas; temo que demasiados la hayan abandonado a la cuarta página; temo lo peor, que uno solo haya soltado amarras e ideado planes prohibidos, nunca antes pensados, arriesgándolo todo por fidelidad a sí mismo. 

martes, agosto 19, 2025

Domingo en el Metro

Cuesta rememorarlo, hay algo de ejercicio masoquista en ello. El solo recuerdo, la repetición del recuerdo, una y otra vez hasta el cansancio, aflige el espíritu. 
Dos hombres suben al Metro y se apegan demasiado a mi mujer, agarrándose de la barra con los brazos estirados sobre sus hombros. ¿Por qué no elevamos una protesta aunque hubiese sido tenue, tímida? He allí la primera imagen lacerante. Pecado de urbanidad.
A ella no tienen mucho que robarle, a mí, sí. Llevo mi bolso sobre el pecho, en bandolera. Pero estoy más preocupado de ese comportamiento que podría llegar a ser grosero, lascivo, dejando pasar el movimiento rotatorio de los carteristas. Segunda imagen, pecado de ingenuidad.
En un segundo descubro con horror que mi bolso está abierto y me falta la billetera. Se abren las puertas en la estación Baquedano, oigo la voz de los carteristas: ¡allá va el ladrón, bajando la escala! Tercera imagen, pecado de buena fe.
Alcanzo al supuesto ladrón, lo tomo por el cuello y le grito que me devuelva la cartera. El hombre, de mi edad, reacciona nervioso, sorprendido: ¿Es una broma? La gente se da vuelta, un joven me aclara: están en el vagón. Ya no sé quién es quién. Pido disculpas, regreso con mi mujer y mi nieto, tan afectados como yo. Cuarta imagen. Pecado de inculpación sin base sólida.
El alma ha caído en una bruma silenciosa que se extiende sobre el cálido domingo; un silencio confuso me atrapa en la contemplación infructuosa de la nada. Sentados en un banco cercano al parque Bustamente, vuelvo a fijar los ojos en mi nieto. 
¿Estás nervioso?
Benicito reflexiona.
Sí. Es primera vez que me toca ver algo así. Lo había visto en las revistas y en las películas, pero esto es diferente.
Me tomó más de una semana escribir sobre este robo; el tiempo ha logrado suavizar los días recientes así como atenuó en el olvido o el recuerdo los arcaicos,  por muy jubilosos o lúgubres que hayan sido.  

jueves, agosto 14, 2025

De paseo con la Mirita

De las virtudes de la Mirita, tal vez la más destacable fuese esa disposición constante a abrir su despensa, a la generosidad afectuosa y casi ingenua con que atendía al visitante. En eso no hacía más que seguir las enseñanzas de Jesús divulgadas en los evangelios, sin proponérselo, porque el suyo era un corazón sencillo. Admito que su insistencia nos llegaba a molestar a quienes teníamos más confianza con ella; esto es, a los familiares más cercanos, como yo, uno de sus sobrinos directos, al igual que Víctor, mi hermano. En mi caso el rechazo era tibio, debido a mi fama de "niño tranquilo", pero sus hijos no la dejaban pasar y muchos de los retos que se llevaba derivaban de aquella insignificancia.
A mí, lo que más me gustaba de ella era su gusto genuino por la conversación; eso me venía de perillas, porque siempre he preferido oír y observar, de tal forma que la nuestra era una charla en la que yo preguntaba y ella se extendía en respuestas que podían ser precisas o improvisadas, pero raras veces de una o dos palabras. Había eso sí un detalle en su estilo que resultaba verdaderamente de temer. Tenía una capacidad detectivesca innata para ir sonsacando detalles a partir de un dato mínimo surgido por descuido, de tal modo que finalmente uno le terminaba confesando lo que pretendía ocultar, como Raskolnikov ante Petrovich, su investigador. No es que esté hablando de un delito, de un crimen; hablo de una venta fallida larga de explicar, de un viaje en preparación, de un problema en el trabajo, asuntos personales que los corazones retraídos, mezquinos, como el mío, prefieren guardar para sí.
El viernes pasado me levantaron la tapa de su féretro. Había llegado demasiado temprano al segundo día del velatorio, desde Frutillar, y en la sala me acompañaba solo una vieja amiga rancagüina. Miré hacia abajo, a la ventanilla, a regañadientes; su rostro desprendía una luminosidad optimista, casi alegre, el rictus de la muerte no se le manifestaba en ningún surco de la cara.
Mireya Labra Herrera, tía por parte de mi madre. Había cumplido 93 años, hace poco más de un mes. 
Mi ritual de los últimos veinte años -hace veinte años la tía Mirita tenía la edad que casi tengo hoy- consistía en reservarle dos días en el mes. Me bajaba en la estación de ferrocarriles de Rancagua o en el terminal de Tur Bus alrededor de las ocho de la noche, caminaba sus buenas cuadras hasta llegar a la casa número 732 de la calle Ibieta, giraba la llave, entraba por el pasillo embaldosado, abría la puerta que daba a la sala de estar y gritaba soy yo, Mirita, ya llegué. Desde la cocina se oía su voz, atenta. Sentía entonces un placer inmenso al desprenderme de la chaqueta, lavarme las manos y entregarle en sus manos mi contribución para esta visita, adquirida en La Reina Victoria, pleno centro de la ciudad, que no consistía más que en un par de cervezas, algo de jamón y de queso, a veces un litro de helado, tres dulces del día del pago, media docena de hallullas. 
Siéntese, Huguito, está lista la comida...
Ah, qué placer, aquel del vástago que vuelve al hogar para sentir que una casa y una voz y una buena disposición lo alejan de sus problemas, como si fuese otra cabeza la suya y la cabeza que vive en Santiago se quedara en la calle, en las ramas del árbol solitario de la vereda, esperando retomar su lugar al momento del regreso.
En las visitas de invierno esas noches terminaban cerca de la chimenea, a veces junto a su hijo Miguel, ingeniero de Codelco; otras con Luis, su hijo mayor, sentados cada uno en sus respectivos sillones; otras veces los dos solos, mientras Miguel dormía y Luis permanecía en su casa de Malloco. No era raro que en esa instancia le pidiese que me rascara el pelo, porque me sentía en confianza. Ella lo hacía maquinalmente, con cierta rigidez, pero con gusto. Así se nos pasaban los minutos, la Mirita hablándome de las novedades de la ciudad, el deceso de alguien conocido, algún escandalillo que había dado que hablar en el vecindario, los logros escolares de su bisnieto, yo escuchando con un vaso de whisky en la mano, que paladeaba con estudiada economía, pues algo en mí rehuía el fin de la jornada.
Alrededor de las cinco de la madrugada se levantaba a prepararle la lonchera a Miguel, antes de que lo pasaran a buscar para subir a la mina. Avanzada la mañana nuestros pasos se encaminaban al centro; durante el trayecto me iba contando las vicisitudes de cada señora, cada anciano, cada jovencita o jovencito que se nos cruzaban, conocía prácticamente a todo Rancagua y casi todo Rancagua la conocía a ella. Los vecinos la querían a ojos vistas, la querían como solo se quiere en los pueblos chicos, con naturalidad, sin cálculos ni pretensiones.
Lo del día del pago se refiere a una vieja anécdota familiar. Era sagrado que cada fin de mes la abueli entrara a su hogar con una docena de panes de dulce para los niños y un paquetito de caramelos de anís para su propio disfrute, luego de cobrar su pensión de profesora jubilada. Eso era por los años sesenta; la compra la hacía en la Reina Victoria y su casa era la de Ibieta 732. Los niños éramos nosotros, sus nietos; de no ser por ese detalle y por el de que su cuerpo ya enteró más de cincuenta años en el cementerio el tiempo se mantendría congelado.     
Siguiendo con mis visitas, más de una vez la acompañaba a hacer trámites a alguna oficina; allí daba prueba de su astucia y se saltaba los números y las filas para acercarse de inmediato al mesón; entonces me daban ganas de huir, sentía vergüenza ajena, pero nadie del público reclamaba y como se daba siempre el caso de que la persona que la atendía la conocía de muchos años, el trámite derivaba en un encuentro de carácter social que terminaba con saludos a los hijos y a los nietos. Y es que ella siempre fue avispada. No habrá tenido quince años cuando viajó a Santiago a ver a su hermana mayor, mi madre, quien estudiaba para profesora normalista. A esas altura mi madre ya se había impregnado de los aires que regían a la clase media de esos tiempos, en los que el disfraz del recato desempeñaba un papel importante. De allí que en las sobremesas familiares se recordara una y otra vez ese día.   
"Cuando subimos a la góndola, la Mireya ubicó unos asientos vacíos, corrió a ocuparlos y me llamó a grito pelado: ¡garnacha Fani, garnacha!", relataba mi mamá.
Qué raro, la Mirita siempre fue vista como la hermana menor, hermana inferior en la familia; tal vez ella misma se haya sentido así, pero los hechos demostraron, sino lo contrario, algo al menos muy diferente. A partir de sus cuarenta, cincuenta años, la Mirita tuvo una hermosa vida, fue querida y apreciada, viajó por el mundo, se hizo respetar con su modo de ser, vivió finalmente rodeada de comodidades que le proporcionaron sus hijos Miguel y Luis y su modesta pensión; en fin, nada le faltó, ni siquiera tiempo, ese tiempo que fue tan avaro con mi madre.    
La mañana remataba en el café Carola Varas, donde aún se venden los mejores chilenitos del país, la masa fresca y delgada cruje suavemente en los dientes mientras el azúcar flor se pega en los labios y el manjar se derrite en la boca. Carola Varas, la dueña del local, delgada, de lentes, era sumamente cariñosa con mi tía, pero más lo era Teresa, la administradora, quien no bien la conoció se prendó de ella. Así, cada vez que pisábamos el café parecía que la Mirita le alegraba la mañana. Después venía el almuerzo, el tic tac del reloj, la despedida de abrazo y la partida a Santiago, donde retomaba mi rutina. 
Hace un par de años dejamos de ir al café, porque a la Mirita le comenzaron a flaquear las piernas y la sesera, no su carácter ni su sonrisa, solo sus recuerdos, que son menos que el presente, apenas asuntillos del pasado; aunque quiso mi pobre entendimiento que bastara ese desliz para ir distanciando las visitas a Rancagua, ya no era lo de antes, me gusta más ser servido que servir, hay mucho de egoísmo en el amor. 


martes, agosto 05, 2025

El sótano

Escrito y dibujado en 1981



Cuando llegamos a aquella casa campestre Heidi y yo lo esperábamos todo, luego de años de amargura y desdicha. Atrás quedaban mi infancia, su inseguridad, mi mutismo y tantas cosas.
Sin embargo el sueño duró lo que dura un sueño: a veces un segundo, otras, una eternidad; siempre un hecho consumado.
A los pocos días descubrí el sótano, que mi mujer se empeñaba en ocultarme. Habitación maldita, tan oscura como los laberintos de mi mente y al igual que ella, llamando a bocanadas a contemplar su vida propia, no tardó en invitarme para siempre a sus rincones. Primero fue el bar, luego el escritorio, más tarde el dormitorio solitario.
Un día mi cuerpo se resistió a dejar aquella paz de los temblores y la inercia. Desde arriba me llegaba la música de Bach. Tomé entonces mi último periódico. Doblé después sus hojas con cuidado. Apagué la luz y me senté a esperar.

martes, julio 29, 2025

Encuentro con Domingo Vargas

Deambulando por el laberinto del viejo edificio mercurial de Compañía 1214 me topé con dos conocidos; de no haber sido por ellos el edificio sería una mole semejante a un mausoleo. Nada recordaba el ajetreo de los despachos periodísticos en sus tiempos de oro. Las barandas de bronce se abrían a mis pasos con intencionalidad sospechosa, parecían vaticinios de muerte; desembocaban en placitas de interior adornadas con arbustos y pisos de baldosa que llevaban a salones privados de atmósfera eclesiástica. Todas las puertas se hallaban cerradas; al abrirlas, una por una, revelaban mundos deslumbrantemente fríos. Lucían como la última vez que fueron habitados, sin una mota de polvo; esto es, sin una mota de vida, pues aunque no se preste para la metáfora precisa, el polvo y las telarañas son signos de vida. 
A la salida del viejo ascensor, el colega Comte vestía su tradicional terno gris; yo lo apodaba el majadero, el rey de los majaderos y Comte, risueño, tomaba mis palabras como una broma soportable, indigna de ruptura; me consideraba su amigo y el sentimiento era recíproco, pero era tan majadero que yo no podía dejar de hacer el pesado comentario cada vez que iniciábamos un diálogo.
Esta vez callaba, ni siquiera me saludó. Estaba serio. Ya no era el hombre de los ojos azules y el trato cordial, el colega que no tenía suerte en el amor, porque amaba sinceramente y con pureza. Pero de seguro en su fuero interno seguía siendo un hombre bueno y limpio; el caso era que no me lo demostraba. Esperaba en el ascensor, de costado, no es que quisiese entrar. Estaba como de casualidad en ese momento justo.
Entonces se nos cruzó Domingo Vargas con su fila de seguidores, aunque sin hacer acto de presencia, estos últimos. Por la forma en que caminaba, seguro que lo acompañaba una cantidad de incondicionales, de eso no podía caber duda alguna; solo que no estaban allí, ya aparecerían. Vargas caminaba por el pasillo de un segundo piso adornado por arcos de medio punto, el silencio era sepulcral y no me dirigió la palabra. Yo sabía que había muerto hace unos días, pero no me extrañó para nada verlo por aquí. Tenía cosas que hacer, simplemente.
¿Por qué nadie me miraba? ¿O no me querían mirar a propósito? Hasta hoy no me lo explico. El asunto fue que el mismo Vargas desmintió mis aprensiones. Desaparecida la figura del majadero, Domingo Vargas esperaba la llegada del ascensor vestido de ojos tristes, sonrisa bonachona y una chaqueta de gamuza algo pasada de moda. Sabía que el aparato mecánico lo bajaría a los infiernos; por eso estaba nervioso, pero contento, se le notaba en la cara. 
El ascensor no aparecía; se atrasaba su hora. Entonces pronunció, solamente para mis oídos, y me sonaron a la súplica de una esperanza, las únicas palabras que escuché ese atardecer:
-Parece que se cortó la luz.
Se sobaba las manos; me vi obligado a consolarlo:
-No te preocupes, Domingo, fuiste un gran dirigente sindical.
Y con esta frase salida limpiamente de mi boca sentí la mano de mi esposa sobre mi hombro izquierdo, animándome a dejar mi sueño.

sábado, julio 12, 2025

Relaciones y detalles

Los detalles de la trama y las relaciones entre adultos inteligentes, dos ausencias relativas en mis historias. 
Mis personajes son más bien evasivos, desconfiados, diría infantiles, si quisiera profundizar en el análisis.
No me nace la creación de atmósferas en que una pareja de seres maduros, refinados e inteligentes se cuestione el mundo con la brillante normalidad que se esperaría de ambos. A esta supuesta falencia contribuye, además, la escasez de detalles. Las obras que conquistan cierta fama se nutren de detalles.
Lo pensé esta mañana en la biblioteca, donde me llevé la extraña, casi desagradable sorpresa, de constatar que el libro de Paul Auster que comenzaba a leer, Baumgartner, ya lo había leído hacía no más de dos meses. Me está sucediendo con películas que veo y olvido, películas que realmente vi para pasar el tiempo, películas sin importancia; pero no me había pasado con libros. Es más, tenía la certeza de que estaba dándole un tiempo de reposo a ese ejemplar adquirido en una librería de Frutillar para estirar lo más posible el momento de acometer su lectura, como ocurre cuando aplazamos un placer por el gusto de no matar su goce.
A la primera página sufrí el sobresalto: este libro me suena, este libro lo leí, no puede ser tanta la coincidencia. Recorrí las páginas, me fui al final, releí las últimas veinte hasta reincorporarlo a mis recuerdos. Al igual que Sumisión, Antigua Luz, Mi vida como hombre, es una novela de hombres brillantes pero desencantados que se mueven en círculos selectos. 
La relectura me hizo descubrir el porqué de mi olvido. No es que esté perdiendo la memoria en un sentido patológico, mi falencia es la normal para mi edad, al menos eso creo por ahora. El problema es que ese libro, que está lleno de detalles y de giros originales exhibidos dentro de una arquitectura literaria admirable, casi no tiene argumento. O si lo tiene, es el mismo argumento de la vida monótona que pasa delante de todos nosotros, con la única diferencia que se trata de una vida inteligente, con la que no me siento identificado, una vida de la que no soy parte. Por eso se olvida, por eso cuesta retenerlo. Y por eso es improbable que pase a la historia... para otros tantos como yo. 

viernes, julio 11, 2025

Sumisión

"Sumisión" es un libro demasiado francés y su primera parte es demasiado periodística. Cuando leo libros de autores ingleses o italianos o norteamericanos o alemanes, no los leo como libros ingleses, italianos, norteamericanos, alemanes. Los leo como novelas, simplemente. Con este me surgió esa traba. "Pero este entuerto es muy local, es francés de una Francia encerrada en sí misma, una Francia que aún se cree potencia, sin serlo", creo que eso pensé. Habla incluso de uno de los mejores ejércitos del mundo; ignora olímpicamente a la poderosa Britannia. ¿Con qué ropa?
Lo de periodístico es por la construcción que va haciendo de la realidad, una construcción al estilo de los reportajes de actualidad política.
La mejor parte comienza de la segunda mitad hacia adelante.
"Sumisión", en el fondo, trata del cambio de paradigma, de cómo la gente se rige por costumbres que si se van alterando inteligentemente no provocan reacción ni rebeldía. Es un llamado de atención a no comulgar con ruedas de carreta, aunque no quede clara la intención última del autor, a mi modesto parecer. ¿Es una denuncia contra el vencido cristianismo europeo, el vacuo y trasnochado humanismo europeo, o es bueno que surja algo "nuevo" que realmente es más viejo que el hilo negro?
Pero de otro lado, las bases especulativas que explican el proceso de cambio, con todo el peso intelectual de que hacen gala, adolecen de sentido común, son débiles, poco menos que infantiles.
El personaje es culto, cultísimo, descreído; diría que vive una depresión típica de un hombre ilustrado de la vieja Europa, aquel que puede vivirla a sus anchas, pues goza de envidiables bienes materiales: buen sueldo, excelente jubilación, magnífico automóvil, dinero para hospedarse un mes en un hotel de la campiña francesa, para disfrutar de excelentes comidas, vinos y licores; tiempo para hacer lo que quiera. Cosas que no valora en absoluto, que parecen no importarle. ¿Qué le importa a ese hombre hastiado? 
Vacío existencial. 
En un momento hace ver que la mayoría de los mortales no se hacen las preguntas esenciales, aquellas que les podrían dar sentido a sus vidas; solo se limitan a vivir la vida y punto. Y él, ¿hacia dónde pretende ir?
Parte polémica, controvertida, es su visión de las mujeres. ¿Quiso el autor inventar el personaje de un erudito profesor universitario, académico de prestigio que se acuesta con sus alumnas y las reemplaza año a año, al que se le enciende el apetito sexual con una chica de quince años y que se acuerda de su novia porque le movía el culito redondo, que trata a su madre, a la que apenas menciona en un par de líneas, de histérica y maldita puta, que reduce a las demás mujeres a una tarde de sexo que a él no lo hace gozar, a pesar de sus erecciones y su resistencia, y a ellas sí? ¿O hay algo del autor en ese personaje? Lo ignoro, porque si lo supiera, mi comentario sería otro. Ahora solo puedo decir que el personaje está muy bien logrado y que perfectamente podría hacerse odiar por las lectoras de esta novela francesa, que con toda razón se sentirán utilizadas, desvalorizadas.