Pasan los meses, pasan los años y durante media hora, una hora al día se es feliz, no completamente feliz porque siempre habrá un problemilla, aunque sí feliz hasta donde lo permite el valle de lágrimas, pero llega el día fatídico en que aparece un mozo nuevo al que se le pide lo de siempre y él murmura al oído pida la promoción, se llama Dulce desayuno, es lo mismo pero vale menos y el energúmeno que habita en el fondo del alma despierta... reacciona... ¡Cómo, a un cliente no haberle advertido nunca esto!... tantos meses... tantos años pagando más caro... a un cliente como yo... y el café entra más amargo que de costumbre a la garganta, y a la vuelta surge un banquillo cualquiera en el camino, donde la calculadora sacada del bolsillo multiplica cinco cafés a la semana por 52 semanas y después multiplica el número por diez años, lo que da un millón cuarenta, ¡un millón cero cuarenta pesos en billetes contantes y sonantes que no se hubieran esfumado si ese mozo hubiese existido desde siempre!... Entonces se trama la venganza, que consiste en no poner un pie en el café perfecto durante tres meses, para compensar de alguna manera el gasto, pero a los dos días el energúmeno imaginario se ha batido en retirada y el mozo vuelve a sugerir ¿lo de siempre, señor Gálvez? sí, americano tres cuartos y mis dos medialunas, pero naturalmente de acuerdo con la promoción Dulce desayuno, cómo no, señor. Y se vuelve a experimentar esa sensación de haber regresado al otro mundo, un misterioso planeta donde no existen los problemas nacionales ni mundiales ni tampoco los caseros, las cuentas, los compromisos pendientes, los papeleos que nunca faltan para amargar la vida; porque la vida en el fondo no es más que una maraña de problemas, problemas que algunos toman como bendiciones, justificaciones para levantarse todos los días, mientras que otros los traducen en maldiciones... en peleas de culebras dentro de un saco... en la expulsión del paraíso...
Habrá de comprender que su maraña de problemas son contrariedades comunes y corrientes. No desearía gastar ni su dinero ni mi tiempo en un análisis banal, admítamoslo. En lo que sí podríamos internarnos a fondo es en ese misterio que deslizó en la sesión pasada, al que parece no haberle dado la importancia que merece. Nunca me había tocado un paciente que de un día para otro empezara a ver un aura rojiza en los vagones del metro, alrededor de las cárceles, en las calles, en las oficinas bancarias, en cultos religiosos. Le prevengo que esa nube se está apoderando de su mundo y lo está alterando más allá de lo prudente.
Ha dado usted en el clavo. He acudido a varios médicos; el oftalmólogo me tapó de exámenes que me costaron un ojo de la cara y me mandó a un neurólogo; el neurólogo me sometió a un scanner y para no quedar mal conmigo, pues no tuvo nada que decirme, me derivó a un psiquiatra, y así fue como llegué a su consulta. Y ahora que le hablo de mi maraña de problemas y termino confesándole lo del aura rojiza, que me la quería dejar para mí, usted desprende que yo padezco una típica neurastenia pigmentada asociada a una deficiencia de la corteza visual primaria, enfermedad que desde luego es indemostrable, aunque tiene un nombre muy científico, largo y severo; le ruego que no cargue otro problema en mis espaldas.
Echa usted al olvido lo que sigue, Gálvez, ¿recuerda lo que sigue?
Sí.
¿Qué recuerda?
Recuerdo que cuando casi me había acostumbrado a ver el mundo de un color rojizo comencé a oír voces y captar imágenes dentro de esas nubes.
¿Recuerda qué tipo de voces?
Voces internas de la gente que va pasando a mi lado, expresadas en ráfagas de inquietudes que se disuelven en fracciones de segundo. Pertenecen a esas almas, no a la mía; no son voces ni pensamientos inventados.
Continúe.
Al mezclarse con la multitud, las visiones cinéticas crecen; al alejarse, van desapareciendo. Las imágenes van acompañadas de lamentos escépticos, agobiados, retorcidos, angustiados, estoicos, son voces que pueden emparentarse con el sufrimiento y la desesperanza. Se me dibujan perfectas entre el vapor rojizo frases repugnantes.
Qué frases.
Putamadre, mierda, por qué a mí me tenía que tocar, la puta que lo parió, por qué no morí cuando guagua, huevón tenía que ser. En no pocas ocasiones el fenómeno toma la forma de palabras que arman un pensamiento, incluso palabras mal escritas, con faltas de ortografía. Las percibo claramente.
Cuánto lleva usted en eso.
Un mes, más o menos.
Y qué explicación le daría al fenómeno.
Usted debería decírmelo, para eso vine aquí.
No, me interesa su versión de los hechos, si es tan amable.
Bueno, no le niego que algo he pensado, y es que a mi juicio mi patología, si pudiese llamarla así, me hace depositario de la maraña de problemas que aquejan a la gente. Por una razón desconocida, de pronto puedo ver con claridad los problemas de las personas que pasan por mi lado, los enredos que tienen en la cabeza, problemas que ya soy capaz de advertir a medida que se aproximan esas sufrientes humanidades, debido al aura rojiza que irradian, ¿qué le parece?
Más importante es qué le parece a usted, Gálvez.
A mí me parece que se me ha sumado un nuevo problema.
Hagamos un ejercicio. Dígame, por ejemplo, cuál sería mi problema, ya que usted lo puede ver.
Usted tiene la mitad de su mente puesta en mi caso y la otra mitad en la piscina que se está construyendo en la casa; le preocupan los maestros y duda de la calidad de los materiales que escogieron, se le nota arrepentido de no haber contratado a una empresa seria para que le hiciera la piscina.
Es todo verdad, usted lo ha dicho en forma exacta, pero... qué ve en mi problema, ¿ve la piscina, ve a los maestros?
No, veo el problema de su piscina... cómo decirle... yo no soy capaz de leer la mente completa de las personas, solo soy capaz de ver la maraña de problemas que las afligen.
Claro, claro, ¿me podría dar otro ejemplo, Gálvez?
Cuando paso frente a un jardín infantil veo muy poco vaho rojizo sobrevolando el lugar, y esa escasa radiación sale de las parvularias y de sus asistentes, poco y nada de los niños.
Me intriga su caso... ¿le molestaría que saliéramos a la calle para que me cuente lo que va viendo?
Cómo no... ahora mismo diviso una mancha poderosa dentro de esa vivienda; proviene de un hombre sentado en el escusado al que lo atormenta su mala digestión... está pensando que el colon lo llevará al hospital. Veo claramente su pobre digestión; en la casa de al lado veo a una señora atormentada por la gordura que le delata el espejo, se promete que retomará la dieta pero sabe que no lo hará y por eso está tensa; y esa joven que va por ahí, esa de vestido azul, esa joven está recién titulada; eso la inseguriza, entre el aura rojiza que sale de su cuerpo se me aparece impartiendo clases, preparando trabajos interminables que no son tan necesarios. Esa mujer de más allá tiene una hija de ocho años súper alta; le va muy bien como ingeniera, pero le han detectado un cáncer precoz. La rodea un aura rojiza muy tenue, porque le detectaron el cáncer a tiempo y espera los resultados de los exámenes con confianza. El padre aquel que camina con su hijo está preocupado porque imagina a su hijo indeciso; sabe que le gusta el deporte y quiere verlo estudiando pedagogía en educación física, kinesiología o veterinaria. Y a esos jugadores arremolinados en las escaleras del Teletrak no hay más que verlos con sus cuadernos en la mano, mal vestidos, desaseados, silenciosos, con sus miradas sombrías, para desprender que son todos iguales, esclavizados al único vicio que les da esperanzas de una vida mejor. En ellos el aura rojiza que los cubre está casi de más...
Regresemos a la consulta, por favor
Cómo no.
En el camino lo he venido pensado y se me ha ocurrido una solución poco ortodoxa para su problema. Mientras sea víctima de ese curioso fenómeno no le quedan más que dos posibilidades: una es que se lo eche al hombro y continúe con su vida de tormentos, como ha estado ocurriendo; otra es que le saque partido y hasta gane dinero con esto.
No me vaya a mandar a uno de esos concursos de la televisión, que ya lo he pensado, pero no resultaría.
¿Por qué lo dice?
A los telespectadores no se les puede dar garantía de algo que solo veo yo. Y existe la posibilidad de que a los elegidos para hacer la prueba de entre el público no les aflore problema alguno, sumidos como estarían en la excitación del programa. ¡Pasaría más vergüenzas que el tipo que hablaba 27 idiomas!
Concuerdo con usted, Gálvez, pero no es lo que había pensado.
¿Y cuál es su consejo?
Existen muchas personas que cobran dinero por diagnosticar los problemas de sus congéneres, con el propósito de solucionarlos. Ahí ve usted a los oftalmólogos, a los abogados, a las adivinadoras, digo las adivinadoras pues por una razón que no acabo de entender, este oficio lo ejercen de preferencia las mujeres. Se les agregan el viejo sastre remendón, el zapatero, el gásfiter, el arquitecto, el ingeniero, yo mismo y tantos otros que en el fondo dependen del dinero de los demás para vivir. Tenemos entonces a una masa de personas que se ven obligadas a pagar, a veces mucha plata, para ser atendidas. Pero se habrá fijado usted que existe un espécimen que no solo no cobra sino que pagaría por solucionar los problemas de la gente, aunque la solución no le importe demasiado, y nótese que no estoy hablando del sacerdote, que si bien no cobra en apariencia, recuerde usted el diezmo, tampoco paga y lo que hace es acarrear agua para su molino espiritual, ¿sospecha hacia dónde estoy apuntando?
No.
Muy sencillo, Gálvez, ese espécimen es el político. Mi consejo es que se arrime a un político de fuste y le demuestre su talento; no tardará en hacerle firmar un contrato de exclusividad. Usted le revelará los problemas del vulgo, no el lloriqueo manipulador y artificial que nace del aprovechamiento, y a él le será más fácil que a nadie sintonizar con las verdaderas necesidades de la opinión pública, aquellas que permanecen ocultas, que causan dolor y que a veces no dejan dormir. El político llegará al alma del pueblo y gracias a usted su nombre subirá como espuma en las encuestas. Prometerá lo real pero imposible, no lo posible y artificial, y se ganará el cariño de la gente, que dirá: ¡este hombre sí que conoce mis desdichas y comprende mis dolores! Le aseguro, Gálvez, que quien se arrime a esas manchas rojizas tendrá el poder de la nación.
Veré qué hacer... pero le confieso que me voy más aliviado...
Un pacto con el Diablo
Gálvez entró a la consulta del especialista, lo saludó con una mano húmeda que denotó su trastorno de ansiedad y tomó asiento; el médico corrió las cortinas, que dejaron la habitación en penumbras, y dio inicio a la sesión, recordando las últimas palabras del encuentro anterior. Gálvez reaccionó con cierto desgano; no era un tema que le interesara tratar. Siguiendo su consejo, en el intertanto de esas dos semanas había sido recibido por Walter Sátrapa, un diputado de dudosa moral a quien, una vez comprobadas, maravillaron las cualidades de su interlocutor, al punto que de inmediato lo sumó a su grupo de asesores. A partir de ese momento, bruscamente, Walter Sátrapa comenzó a hacer noticia por audaces propuestas que lo estaban encaramando en los sondeos de opinión.
Las felicitaciones del psiquiatra le valieron de poco; Gálvez se hallaba enfrascado en una nueva contrariedad: las exigencias del político le demandaron un esfuerzo mayor, que produjo efectos inesperados. El aura declinaba y él se estaba viendo en una situación embarazosa. Enfrentado a unos cuantos electores citados a la oficina de Sátrapa, no supo salir del paso y equivocó su diagnóstico; aquello levantó vallas en el trato entre ambos; Sátrapa comenzó a sospechar que había contratado a un charlatán.
El psiquiatra le hizo ver que el cauce que había tomado el problema era una buena noticia para él y una mala noticia para Sátrapa, de lo cual se alegró, porque ese político nunca había estado entre sus predilectos. A Gálvez, perder ese don le significaba no solo perder un fajo mensual de billetes sino sacarse el peso de los problemas ajenos. Todo indicaba que pronto desaparecería por completo el aura misteriosa, de modo que cada cual enfrentaría sus propios males y para Gálvez quedarían solamente los suyos. Sátrapa, en tanto, decaería en las encuestas.
Gálvez se manifestó medianamente conforme con el pronóstico médico; así pasó la sesión y así llegó la siguiente, donde el paciente pudo explayarse en torno a la vivencia que captaba su interés desde hace unos días.
Había otra cosa que quería contarle.
Hágalo a sus anchas.
Ayer volví a mi hogar después de compartir un asado con mis amigos. Eran como las seis de la tarde. Por la noche les conté que le había propuesto al Creador Supremo, lo escribí usando esas mismas palabras, les decía que le había propuesto al Creador Supremo que detuviera el tiempo y lo fijara en ese día, entre la una y media y las cinco y media de la tarde, la hora del encuentro, desde luego. Luego les agregué que el Supremo Creador me había mandado a freír monos. Minutos después me llegó un mensaje al celular.
"Hablaste con la persona equivocada".
Era Ernesto, uno de los miembros de nuestra cofradía, hombre que si no fuera tan ingenioso me habría hecho saltar las alarmas, de modo que tomé su respuesta como una broma. Fueron mis demás amigos quienes se posaron en su árbol genealógico y me recordaron la telaraña de brujos y hechiceras que se enredaban en su pasado. Ernesto les respondió por la misma vía que no se pasaran rollos.
A esa hora de la noche, lo importante para mí era que ese asado me había sacado del problema de las goteras que llevan dos días cayendo en el hall, y aun más, del problema mayor: mi imaginación circular que amplifica los peligros, hace ver dramas donde no los hay, repite escenas nunca vistas como si uno fuese un niño ante los afiches del rotativo; mientras continúa el tic tac de las goteras... tac... tic... tac... tac... la puerta cerrada del dormitorio para no escuchar, tic... tac... tac...
Así estaba por quedarme dormido cuando sonó el timbre. Era Ernesto; su silueta lucía borrosa por el contraluz que provocaba la luminaria del poste eléctrico.
Hablaste con la persona equivocada, repitió. Vine a ofrecerte un pacto con el Diablo para detener el tiempo en la hora indicada.
Acepté y se esfumó.
No te vayas, dónde hay que firmar.
Volvieron a tocar el timbre. Un mendigo me pidió limosna; le di mil pesos y desapareció por un camino en bajada. Ernesto regresó, cubierto con un poncho de lana, sumido en un profundo estado de meditación. Me preguntó qué me había dicho el mendigo. Le dije que poco y nada. El Diablo te acaba de conceder tres deseos, es cosa de que los pidas.
Cerré los ojos.
Deseo... deseo detener el tiempo en ese asado... deseo vivir en una eterna sensación de felicidad y de vacío... deseo ser otro al momento de morir, para que mi alma no se la lleve el Diablo.
Desperté en un mundo repleto de cadáveres resucitados, pero no olían mal, aunque el tono de la piel no era el más saludable. Se movían como gusanos, aplastándose unos con otros, pues no había cupo para tanta gente en la tierra. Quiénes son ustedes. Hicimos pacto con el Diablo al igual que tú, ven con nosotros. Adónde. Déjate llevar por los más ingeniosos, síguelos como hacemos nosotros. Vi que se dirigían hacia un montículo ubicado en un punto lejano. Al llegar a una orilla cubierta de lodo, los que me antecedían caían a un hoyo y los que venían detrás mío me empujaban; así caí con los demás y fui a dar al Más Allá. Noté que en el infierno se respetaba un orden y no había caos, estaba todo muy bien organizado, aunque la situación no me acomodaba. Tan rápido que había pasado el tiempo, lo del asado no pensaba ser la eternidad, pasó volando. Un ángel salió en mi defensa y se enfrentó con el Diablo, que seguía exigiendo el cumplimiento del pacto. El ángel le propuso que postergara para más adelante el problema. El Diablo me empujó a las patas de un burro negro que venía retrocediendo; antes de recibir la coz di un salto y desperté con la sensación de ese sueño, mientras el agua seguía cayendo, gota a gota...
¿Y qué lecciones saca de esto, Gálvez?
Ninguna. Los sueños se van olvidando con los minutos.
Está bien, se ha hecho tarde, nos vemos en dos semanas, adiós.
Hasta pronto.
Una maraña de problemas
Cómo está, Gálvez, cómo se ha sentido.
Bastante bien.
Tome asiento. Cuénteme.
De un tiempo a esta parte he reafirmado la idea de que la vida es un problema. Uno tras otro.
Volvemos al principio.
Problemas por aquí, problemas por allá, problemas en la casa, problemas con los hijos, problemas con la esposa, y en medio de los problemas... una o dos burbujas que me alivian, y así voy dando vueltas y vueltas.
Gálvez, esta es nuestra última sesión y tengo que acortarla. Me mandaron llamar de mi casa y debo ir ahora mismo a recibir la piscina; los maestros me están esperando. Espero no causarle una molestia, pero aunque me temo que no lo desearía, debo asegurarle que usted se encuentra bien. Desde luego, la consulta será gratis. Piense que en el fondo le estoy dando dos buenas noticias. Y para despedirnos desearía invitarlo por última vez a recostarse en el diván.
Hágase honor a la piscina nueva.
Así... muy bien... relájese... respire profundo... bote el aire... respire... espire... afloje los músculos... relájese... inspire... exhale... Ahora está usted en una playa... camina hacia las olas... se tiende en la arena... está nublado... el sol no le molesta los ojos... no hace ni frío ni calor... ¿siente el ruido de las olas?... ¿siente las olas?... Bien... Las olas son sus problemas... van y vienen... van... vienen... van... vienen... nunca se acaban... nunca se acaban... pero no alcanzan a llegar a sus pies... no lo ahogan... no lo cubren... van... vienen... nunca se acaban... no hace ni frío ni calor... el sol no le molesta... Bien... Ahora se levanta... retrocede hasta las dunas... retrocede un buen trecho... sortea el vaivén... sube... baja... se vuelve a tender... la arena está tibia... agradable... solamente existe usted... las nubes bajo el sol... la arena tibia... el verdor de las docas... Las olas están, pero se han ido... están, pero no están... solo se las imagina... están por ahí, en alguna parte... pero no están... Así son sus problemas... están... siempre estarán... pero se han ido...
¿Entiende lo que intento demostrarle? Veo en usted a una persona sumida en una maraña de problemas que lo agobian, como si fuese Atlas llevando el mundo en las espaldas. No contento con eso, cree que todos los seres del planeta están hechos de la misma madera. Pero usted hace una errada interpretación del fenómeno. A la mayoría de los hombres les importan un comino las dificultades y cuando arrecian, se saltan sin pudor la moral para escabullirlas. Observe la manada que entra a las micros sin pagar, las mentiras que se echan a sí mismos para salir del paso, la compulsión por pisotearlo todo para sobrevivir, como el pánico ante la estampida. Su nube rojiza no podía ser más que el producto de la mente de un neurótico y las goteras, un problema que se soluciona llamando al gásfiter. Haría bien en tomarse unos tres cafés al día y disfrutar más con sus amigos; es bastante simple. ¿Concuerda con mi conjetura?
Me gustaría decirle que sí, pero no.
¿Cuál es la suya?
Escabúllete, aléjate de ti mismo y entra al fondo de la cuestión. Rechaza lo que fluye, la orden interna, lo fácil, y sumérgete en la inconsciencia. Solo de allí saldrá tu verdad. Mientras, no anheles lo obvio, el razonamiento del fracaso, y entrégate a tus apetitos, por más superficiales que resulten. Tal vez el deseo sea más grande de lo que aparenta, y el egoísmo más aún.