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martes, febrero 27, 2024

Réquiem por Maluco

Llevo varios días pensando en escribir sobre la suerte de Maluco. Me preparaba para comenzar esta tarde, pero por la mañana, en la biblioteca, bajo el poderoso influjo de las "Notas de un ventrílocuo", de Germán Marín, recordé de pronto esa noche que viajaba en una micro destartalada a la que logré subirme en Arica, con el objetivo de volver a Rancagua. Se me imagina que en toda la historia que pasaré a narrar, no sé bien en qué orden, se esconde una oscura asociación, de tal manera que los cabos sueltos deberían unirse al final. Es mi pretensión, pero si no la materializo en estas breves páginas sospecho que algo intangible habré ganado en el intento.
Me había desplazado al norte afectado por un arranque de idealismo; había viajado a vivir la experiencia del trabajo del obrero, para este caso un trabajo consistente en la construcción del alcantarillado en una humilde población de la última ciudad nortina del país. Tenía 17 años; fue una experiencia fascinante. Supe lo que era laborar de sol a sol, con los rayos del desierto hiriendo la espalda, supe lo que era devorar los almuerzos que nos fiaba el posadero del vecindario, y que liquidábamos religiosamente cada vez que recibíamos nuestra modesta paga; supe lo que fue echarse irresponsablemente en la arena un domingo en la playa de La Lisera, lo que me costó una grave insolación y la formación de llagas en los hombros que debí soportar durante esa y las demás semanas, echándome sacos de cemento al hombro. Conocí la generosidad y el cariño que el obrero chileno de esa época les brindaba a estudiantes universitarios como nosotros; grité el gol de Colo Colo en el partido que escuchamos por la radio y que le dio el campeonato en ese mes de enero de 1971. 
Esa vez, y porque era de pocas palabras, me fui ganando fama de inteligente, como si una cosa tuviese que ver con la otra. Un domingo que disfrutábamos de un asado de cabrito en el valle de Lluta, ya pasados de copas, el capataz, que era el padre de uno de mis compañeros, me ofreció la palabra para que opinara sobre el tema del que se hablaba, un asunto muy serio. Un enorme lagarto nos miraba soñoliento desde una piedra cercana, echado al sol. Se hizo un grave silencio; me preparé para dar mi discurso, pero al oír mi voz pronunciando un par de insensateces me di cuenta de que no tenía nada que decir. Nadie pareció percatarse de mi estupidez; la reunión al aire libre prosiguió hasta el atardecer y volvimos al pueblo.
La micro de la que hablo no pertenecía a empresa alguna; dada la escasez de pasajes se ubicó de pronto en un rincón del terminal; el ayudante voceó la capital de Chile como destino y se llenó en minutos. Logré meterme casi a la mala, de modo que me resigné a viajar de pie los dos mil kilómetros que separan Arica de Santiago. Afortunadamente a la altura de Iquique me pude sentar en el pasillo, sobre un cajón de manzanas, y en Antofagasta por fin agarré un asiento. 
Esa noche iríamos en algún kilómetro de ese espacio interminable que media entre Antofagasta y Copiapó cuando la micro se detuvo. Serían las tres de la mañana.
Algo había pasado en el camino. Los pasajeros bajamos, algunos aprovecharon de orinar. Más allá de la berma, a unos cinco metros del asfalto, sobre la costra de tierra infértil, vimos un auto volcado. Fuera del auto había un cuerpo inerte, un cadáver del que emanaba una sangre viscosa que iba enturbiando la tierra. A su lado, su compañero de viaje, su amigo o su hermano, lo lloraba a gritos; el llanto se perdía en el desierto, era la única vibración que le daba sentido a la noche, transformada en una boca de lobo, a falta de luna. El deseo de ser partícipes de la tragedia, el deseo de mirar, de acercarse al muerto, primó en nosotros, los pasajeros. Al darse cuenta de que tenía compañía, el sobreviviente suspendió su clamor, dirigió una mirada furiosa a la masa informe que lo rodeaba y prorrumpió en maldiciones enloquecedoras hacia todos nosotros. A mí se me pusieron los pelos de punta, porque sentí que deseábamos prestar ayuda y como nada podíamos hacer, nuestro papel en esa puesta en escena era el de mirones; eso era lo que nos clavaba a la tierra, no otra cosa. Saciado el malsano apetito subimos a la máquina y la micro prosiguió su viaje. Al volver la vista atrás, el desierto se tragó en segundos la imagen del auto volcado y de los dos hombres, el uno vivo, el otro difunto.
No es que esa experiencia me haya abierto al mundo de la muerte, tan presente hoy en mi edad dorada; pero sí puedo afirmar que aportó su grano de arena, que sumó en la preparación de la mente y del cuerpo a la verdad más inevitable, poderosa e ininteligible de todas. Como era de prever, al llegar a Rancagua a disfrutar de los días de veraneo que me quedaban antes de volver a la universidad, echado al sol sobre la toalla en el césped de la piscina de la Braden, rodeado de chicas en bikini, ya había olvidado la experiencia; a lo más se pudo haber colado en el relato de mis tantas aventuras ariqueñas. Hoy se me presentó bruscamente, leyendo un libro de Germán Marín que desplazó mi intención de escribir sobre la suerte de Maluco, el toro que mantenía corto el pasto del lugar en que vivo.
Marín, quien hace pocos años llegó a ocupar el aposento que el tártaro le tenía reservado, escribió que una madrugada fue testigo de un accidente de un vehículo de Tur Bus que bajaba por Agua Santa, en Viña del Mar. En la calzada había tres cadáveres cubiertos de diarios; esa visión le generó un insomnio que le duró varias semanas. Yo he tenido un insomnio parecido en estos días, pero por otras razones; desde luego, no a causa de la partida de Maluco, ya que ante esa situación vivo una suerte de melancolía filosófica, de exhibicionismo del dolor; no llega a tanto mi sensibilidad poética; ni se le acerca a la de Keats ni menos a la de una joven de la que leí que desfalleció al momento de ingresar a la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia, donde se guarda el corazón de Chopin.
Como decía, Maluco me sacaba de apuros y me cortaba el pasto gratis. Lo acompañaban dos caballos corraleros, buenos para morder el pasto hasta la raíz, para hacer hoyos con las pezuñas y para revolcarse en la tierra que iban formando. La bosta de Maluco era aplanada, la de los caballos, redonda. Las dos sirven de abono, pero la de los caballos es más visible, molesta a la vista. Ninguno de los tres pacen hoy en la parcela; los caballos se fueron al terreno del frente y a Maluco también se lo llevaron. Días atrás dos hombres descendieron de una camioneta cuatro por cuatro y me pidieron permiso para entrar a la parcela a estudiarlo. "Bonito el animal", "debe pesar unos 600 kilos", "se ve mejor de lo que pensaba", se decían el uno al otro, mientras le tomaban fotos. Maluco los observaba con esa mirada inocente y cansina de los bueyes y volvía a fijar la cabeza en el pasto, mientras con la cola espantaba a las moscas. 
Yo ya le había perdido el miedo. Todas las mañanas desprendía el seguro que lo encadenaba al fierro de cincuenta kilos que le fijaba el radio de diez metros que le permitía la cuerda a la que se hallaba atado; luego lo conducía al bebedero, en una esquina de la parcela. Maluco me seguía mansamente, hundía el hocico en el agua y bebía con los labios cerrados, bebía unos diez a quince litros de una vez, entonces se relamía la nariz con la lengua, dos a tres veces, y se quedaba quieto frente al bebedero, señal de retorno. Volvíamos, lo encadenaba al fierro, lo cambiaba de posición y lo dejaba comiendo. Así fue nuestra relación durante un par de meses, hasta la llegada de los visitantes.
-¿Se llevan a Maluco?
-El jueves que viene lo venimos a buscar. Nos gustó.
-¿Cuánto pesa?
-Unos 600 kilos.
-¿Cómo calculan el peso?
-Al ojo. Al carnearlo se corta una paleta y el peso de la paleta se multiplica por cuatro y da el peso exacto. Este andará por los 600 a 650 kilos, mejor de lo que pensábamos. Un animal de 600 kilos da 300 kilos de carne, lo demás se bota.
-¿El cuero lo aprovechan?
-No, se bota. Hay gente que hace alfombras, pero es mucho trabajo.
-Le llegó la hora a Maluco...
-Pero no va a sufrir. Con un balazo en la frente muere al tiro.
Los hombres subieron a la camioneta, negociaron el precio por teléfono y en dos minutos quedó sellada la suerte de Maluco. Esa misma tarde lo cambiaron a una de las parcelas de sus dueños, frente a la mía. Ayer llegué tarde, miré al frente y no estaba. Supongo que en el momento en que pretendía escribir estas líneas sobrevino el trámite.
Extrañamente, en el mes de febrero, clímax de la época de verano, como decir agosto en Europa, con la playa de Frutillar colmada de turistas, me he llenado de pensamientos y sensaciones trágicas. Vino a verme mi hijo y mi nieto y justo se me echó a perder el auto. Quedamos inmovilizados en la cabaña, a tres kilómetros del pueblo, lo que nos obligó a hacer dedo como hábito diario. Hacer dedo depara grandes sorpresas; con mi mujer nos hemos hecho de dos excelentes nuevos amigos que nos rescataron en el camino bajo un caluroso sol impropio de las tierras patagónicas, un matrimonio conformado por un argentino y una rusa, él veinte años menor que nosotros, ella, treinta. Tienen dos niñas preciosas y la familia entera es muy amigable. Pero el auto malo es fuente de tensiones y cálculos económicos que se van disparando a medida que lo ve un mecánico y otro y otro. Es un problema no resuelto; odio los problemas no resueltos, la vida es una suma de problemas no resueltos y a estas alturas me siento vulnerable, poco preparado para enfrentarlos. Cómo he deseado volver a ser hijo este mes de febrero, de esos hijos irresponsables de diez a doce años cuya única misión es sacarse buenas notas, hijos llenos de ilusiones y ganas de disfrutar del verano, cómo he deseado lanzarme a nadar a las aguas del lago y mirar las nubes, flotando de espaldas. Pero así no se me están dando las cartas de la baraja. Surgen problemas de salud, hay un familiar muy cercano que se ha visto en apuros; las noticias no eran halagüeñas, pero hoy van mejorando. Hace tiempo que no le rezaba a Dios y a la Virgen por estas cosas. Dios parece que no escuchara y la Virgen tampoco, no deseo pasar por escéptico ni ateo, pero al repasar los logros divinos tiendo a pensar que no es Dios el autor de los milagros, a pensar que no existen los milagros, pero sí existe un alma resignada al oír su propia voz, al sentir su fragilidad, al entregarse al destino. Vaya uno a saber...
Cuando se llevaron a Maluco tuve un presentimiento: ¡Se sacrificó por mi nieta! y me sentí algo aliviado. Puede ser cierto aquello de que las almas nobles de los animales dejan su lugar en la tierra por la vida de un ser humano muy querido. Si ha ocurrido así, Maluco goza de la luz eterna en el cielo.
Debería darle un poco más de espacio al párrafo sobre la divinidad, me quedó dando vueltas, debería detenerme aunque fuese un par de minutos, por respeto a la idea. No creo en Dios, más bien no sé si creo en Dios, ansío creer; rezo con fe y luego me sumerjo en el mundo en el que vivo. Me doy cuenta de las variantes, de lo que rodea la aureola de mis rezos, y sigo transitando. No logro desprenderme de esa imagen  del Dios que ve, entiende, juzga y ordena desde lo alto, no me cabe en la cabeza la existencia de ese todo anterior a todo y posterior a todo, ese todo nacido en la tiniebla y que volverá a la tiniebla y continuará gobernando cualquier fenómeno que se asemeje a vida, movimiento, espacio.
Es un hecho de la causa que mi ánimo se hunde cada cierto tiempo en la depresión y la angustia. Basta una minima circunstancia para que se desencadene la sensación, y siempre me hago a la idea de esperar días, semanas, para que desaparezca. ¿Es la parte infinitesimal de la creación divina? Allá por los años ochenta viví uno de esos episodios, que duró semanas, tal vez un mes, dos meses. Una tarde me hallaba en la oficina y fui al baño, sumergido en un sentimiento de derrota. En el urinario me sonó un clic mental. ¿No habrá llegado el momento de dejar de autoflagelarme?, creo que pensé. Salí optimista. Había expulsado al fantasma de mi cuerpo.
Cuánto desearía ser Maluco, el toro manso que se alimenta y levanta la vista, come y duerme, camina en círculo sin chistar, absorbe la lluvia y el sol, espanta las moscas o las sufre. Y muere sin advertir el cañón que lo apunta, porque sus ojos no ven bien de frente, están hechos para hacerse a un lado.
Tal vez este desorden narrativo podría resumirse en el sueño que tuve anoche. Subí a un bus lleno (¿la micro de Arica?) desconfiando de los pasajeros. Para pagar el pasaje debí sacar la billetera y se alcanzaron a ver unos billetes grandes, me dio miedo. En otros sueños hay personas que se me acercan y me amenazan como los perros que atacan por detrás, y yo les doy de patadas que me hacen despertar. Aquí no hubo nada de eso; los pasajeros redujeron sus amenazas a gestos ambiguos. Sin embargo, había que cambiarse de sitio, y así fue como me deslicé a un espacio más cómodo, un poco más caro, pero adaptado a mis necesidades. Elegí un sofá con una mesita de arrimo, donde me instalé a mis anchas. Todo en ese nuevo espacio del bus destilaba uso, descuido, decadencia. La comida no era cara; me incliné por el menú de la casa. En una salita reservada, del porte de un baño, mi compañero se ladeó, cambió de ángulo, y le vi la cara (entonces me enteré de que este viaje lo hacía con un compañero, no andaba solo por la vida). Su rostro gastado lucía amargado, ojeroso, amoratado en las mejillas; rostro desilusionado, casi pegado a un cenicero cubierto de colillas de cigarro. Me habló con la mirada, una mirada desoladora. Adiviné que se trataba de mi otro yo, no me gustó nada saberlo y la inquietud me hizo abrir los ojos. Serían las tres de la mañana.

jueves, febrero 01, 2024

Dilema

Profundizar en el detalle o intentar una irreflexiva pincelada general. 
He allí la cuestión que se presenta con la edad.

jueves, enero 25, 2024

Su Majestad Carlos III acude al urólogo

Sabido es que los hombres deben visitar al urólogo cuando se han hecho mayorcitos; esto vale para reyes, bomberos, empresarios, apostadores de casinos, hombres buenos, trabajadores a honorarios, empleados municipales e inquilinos. La mayoría le saca la vuelta a tal responsabilidad; algunos, no pocos, exhiben rasgos de presunta hipocondría visitanto al especialista dos y hasta tres veces en el año. Precisamente por estos días el cable nos trae la noticia de que Su Majestad el Rey Carlos III del Reino Unido ha ido a dar al despacho de su urólogo de cabecera, ignórase si por primera, segunda o cuarta vez. Tampoco se ha dado a la publicidad el nombre y el domicilio profesional del galeno que lo atendió, aunque es de suponer que se trata de un urólogo londinense de fama mundial quien, sometido a una cláusula leonina que lo puso entre la espada y la pared, ha de haber firmado un juramento que le impide revelar cualquier atisbo de relación con su mayestático cliente.
No vamos a caer en la bajeza de recordar el chiste del paciente que sucumbe a cada uno de los requerimientos, mejor dicho extrañas sugerencias de su doctor al momento del examen, paciente al que finalmente se le enciende una débil luz en su mente sugestionada y con todo respeto le solicita humildemente a su médico "si pudiera cerrar la puerta de su despacho doctor para que la gente que pase y mire no vaya a creer que me está culiando". Chistes como esos no contribuyen al bien ganado prestigio de tan loable profesión, de modo que no caeremos en el mal gusto de contarlos.
Puedo dar fe, eso sí, merced al trabajo investigativo de ciertos contactos de los que dispongo, de algunos detalles de la visita que el Rey Carlos III le hizo a su urólogo de fama mundial. 
Una vez descartado el ingreso por la ventana, por razones obvias, Su Majestad hizo ingreso a la oficina del doctor por la puerta, como todo el mundo, aunque con dos importantes salvedades. La primera fue que además del Rey el doctor no recibió a paciente alguno esa tarde, porque la visita fue en la tarde, no en la mañana. La segunda fue que acudió de incógnito, para lo cual sus ayudantes de cámara le acomodaron en su rostro una barba con bigotes, además de unos anteojos de voluminoso marco. Una vez adentro, y con la puerta cerrada, el diálogo habría sido el siguiente.
Buenas tardes Su Majestad, tome asiento.
Gracias doctor.
¿Trajo los exámenes?
Aquí están.
(El médico va leyendo los papeles sobre su escritorio con leves interjecciones como mmm... ah... mm... ¡hummm!... ¡oh!... mmm, hasta que los vuelve a meter al sobre y dictamina).
Colesterol pasadito, glicemia dentro del rango... un poquitito alto el antígeno... tenga la bondad de pasar a la camilla por favor.
(El Rey mira de reojo los dedos del doctor mientras se levanta y se sienta en la camilla. Esa mirada le permite conjeturar a quien habla que se trataría de la primera visita a este médico, aunque también podría deberse a un gesto reflejo).    
Bájese los pantaloncitos y los calzoncillos y ponga las rodillas en el pecho, afirmándose las piernas con las manos.
¿Y la capa y la corona, doctor?
Dejéselas puestas, Su Majestad. No influyen.
¿Duele?
¡Para nada!
¿Y esa cremita doctor?
Tranquilito... tranquilito...
¡Ay!
Ya está. Vístase no más.
¿Me puedo sentar?
¡Claro que sí, Su Majestad, faltaba más, no fue nada del otro mundo!... Otro gallo cantaría si tuviera almorranas, je je... disculpe el alcance... pequeñas licencias de la profesión.
¿Qué hacemos ahora doctor?
¿Hacer respecto a qué, Rey Carlos III?
A lo que viene ahora.
Ah, ¿quiere que le sea franco?
No doctor, quiero que me mienta.
Bien. Entonces le cuento que tiene la próstata de un bebé. 
¡Esa mentira no me gusta, porque me permite extraer conclusiones preocupantes!
Entonces mejor le digo la verdad, Su Majestad Rey Carlos III.
Bueno.
Tiene la próstata de un bebé.
¡Ah, qué alivio, doctor!
La próstata del porte de un bebé de unos cuatro kilos y medio. Disculpe Su Majestad, se lo tenía que decir. Dura lex sed lex.
¡Shit!, por eso me cuesta tanto mear.
Así es Su Majestad. Bien grandecita la tiene.
¿Y qué podemos hacer ante este cuadro? ¿Qué le diré a mi pueblo?
Por de pronto se va a tomar estas pastillitas antes de evaluar una posible intervención quirúrgica. Pero no se preocupe, ahora no es como antes. En media hora estamos listos. Ambulatorio. Hay que tener cuidado eso sí de no pasar a llevar el nervio del pico.
¿El nervio de qué, doctor?
La nervadura que induce la erección del miembro viril. Uso un término vulgar para que no queden dudas, Su Majestad. Disculpe la pregunta, pero, ¿aún mantiene usted relaciones sexuales cuerpo a cuerpo? 
Asiduamente, doctor.
Bueno saberlo. Tendremos sumo cuidado entonces con el nerviecito. Y ahora puede irse tranquilo a casita. Vuelva en quince días y ahí tomamos la crucial determinación.
¿Cuánto le debo doctor?
Cómo se le ocurre que le voy a cobrar a un Rey, Su Majestad. Aunque...
¿Sí? Diga, doctor.
Si pudiera meterme en la lista de los candidatos a caballero de este trimestre...
¡Yo lo nombro caballero mañana mismo, si me salva el nerviecito!

sábado, enero 06, 2024

A merced de los rateros

Mientras me hablaba con esa confianza de las mujeres que apoyan la cabeza en el respaldo del sofá y cruzan un brazo bajo el cuello, yo sentía que se me acercaba demasiado. Éramos buenos amigos, es verdad, y ella se las ingeniaba para embriagar con su pelo corto y ondulado y sus labios gruesos y sus ojos grandes, almendrados, pero la amistad conlleva ciertos límites tácitos. Sin embargo, ella se aprestaba a traspasar el umbral, lo noté en sus ojos que miraban decididos, y en su sonrisa. Y tal como lo preví segundos antes, se me puso frente a frente y me estampó un beso en la boca.  
Su casa era un laberinto de piezas, dispuestas como los vagones de los coches dormitorio. Para transitar de pieza en pieza había que caminar por pasillos laterales. Estos pasillos eran de color crema y no eran angostos, como los de los trenes, pero sí interminables, lo que daba una idea lejana de la gran superficie de la casa. Fue entonces, cuando estábamos por llegar a la habitación principal, la pieza del pecado, por usar la metáfora más acertada, que tomé la decisión.
Ese beso no me llevaba a ninguna parte; ella se había equivocado y yo no sería el manso corderito debilucho que cedería a sus deseos encendiendo los míos. Había pasado mi cuarto de hora.
Serían las dos y media de la mañana cuando abandoné su casa. ¡Diablos!, no me había dado cuenta de que quedaba tan lejos, tan a trasmano. La esquina era una pasta grisácea, se asemejaba a un óleo oscuro y difuso, parecido al de los pintores que ansían lograr la fama con pinceladas bravías. Era mucha la gente que esperaba locomoción, y las micros pasaban llenas bajo la luz mortecina del poste de alumbrado público. Estaba en problemas, ninguna de ellas me servía; opté por tomar cualquiera que al menos me dejara a unos kilómetros de mi casa, pero eso tampoco resultaba fácil. Del atado de billetes que portaba en el bolsillo del pantalón intenté sacar uno para pagar el pasaje, pero en la maniobra el billete se enredó con otros y no hubo forma de esconder el fajo en el bolsillo, para que no se viera. Ahora sí que estaba a merced de los rateros. Debía de haber muchos de ellos confundidos con la multitud. De modo que buscaba en vano la micro que me sirviera mientras oteaba en todas direcciones, tratando de adivinar de dónde vendría el ataque.
El ataque llegó de improviso, de manos de un hombre maduro que abrió la puerta de otra casa, salió a la calle y me agarró por detrás, de la cintura. Traté de agacharme; comparamos fuerzas y hasta donde tengo entendido no pudo salirse con la suya.

lunes, diciembre 11, 2023

Alergia de primavera

Entre muchas cosas ajenas a uno mismo hay algo invisible, aparentemente inocuo, que viaja por el aire para entorpecer el transcurso de ciertos días idílicos. Es el lanzamiento de la semilla, lo que bien indica que todo nacimiento lleva aparejada una cuota de dolor, no tanto para el que nace como para su entorno. Hablo de un nacimiento distinto al del ser humano, que toda madre conoce. Hablo del renacimiento de la planta, del que mucho se ignora; y no me refiero al dolor de sus padres, sino al de quienes sufrimos ese parto de los montes, al de quienes caemos derrotados ante la fiebre del heno. Aunque dolor no es la palabra exacta, yo diría que se le acerca bastante pues, ¿de qué otra manera podría definirse la imposibilidad de respirar por la nariz, el espanto que involucra la fantasía de quedarse sin oxígeno en mitad de la noche, acostado en una cama que entrega completa la visión de un pasto enloquecido y rebosante de energía, solitario?
No habría mucho más que decir, puesto que los síntomas son más o menos los mismos y los remedios que van de boca en boca solo sirven para paliar en parte el agobio de la alergia. 
Quisiera poder dormir como en agosto, septiembre, octubre. Para mí el mes es noviembre, aunque ya pasó y los estragos continúan en mis ojos, nariz y garganta.
Paciencia... siempre puede ser peor. 

martes, noviembre 21, 2023

Tentaciones del oficio

Acabo de terminar de leer "Mi vida como hombre", de Philip Roth, una magnífica novela escrita a los 44 años por un superdotado dirigida a otros superdotados, la que desde luego el autor no podría haber escrito hoy, porque ya está muerto; pero principalmente porque si no lo estuviese, él mismo no se habría permitido tamaña "ofensa" a las mujeres, a sabiendas del daño a su imagen y a su carrera literaria que una publicación así le hubiese generado. 
Al margen de que deja que desear el carácter del protagonista, su exagerado narcisismo, su obsesión en la conquista de jóvenes alumnas a las que desea formar a su modo y a quienes siempre mira por debajo del hombro, aunque califica sus trabajos con un sobresaliente, como siempre (¡oh, hombre superior que les habla a los suecos en sordina!, les recuerda que existe, que está disponible), fue mi espíritu de corrector de pruebas el que de pronto se despertó al correr de las páginas, y no pude dejar de hacerme la pregunta: ¿sus pequeños errores fueron suyos, de sus editores o de sus traductores?
Anoto, de entrada, en el epígrafe de la novela: "Yo podría ser su musa, si él me lo permitiera". La frase se halla casi al final del libro, en la página 383, Editorial Debolsillo, colección Contemporánea, traducción de Lucrecia Moreno de Sáenz y Mercedes Mostaza. Dice así: "Yo podría ser su musa, si él me lo pidiera".
La novela está separada en dos partes. La primera, titulada "Ficciones útiles", consta de dos cuentos cuyo protagonista es un personaje llamado Nathan Zuckerman. En uno de los cuentos describe a su amante como menuda, casi enana. Páginas más adelante dice que su marido era alto, grande, que medía 1 metro 85, quince centímetros más que ella. O sea, ella medía 1 metro 70. No era menuda. ¿Se equivoca Roth o fallan las traductoras al convertir pulgadas y pies en centímetros y metros?
Página 290. Cuenta que otra de sus amantes, Susan, vivía en la calle 89 con Park Avenue. Página 293. Susan vivía en la calle 79 con Park Avenue. Aquí la ligera errata podría achacarse al autor.
Página 297. "Ni siquiera yo, el critpógrafo, era incapaz de descrifrarlas". Debería ser: "Ni siquiera yo, el criptógrafo, era capaz de descifrarlas". ¿Error del autor o mala comprensión de quien escribe este blog?
Así como estas hay varias más, que no anoto, porque podría parecer persecución o envidia.
Son equivocaciones mínimas, enanas. ¿Suyas? ¿Mías? ¿De Moreno y de Mostaza?
Ahora estoy enfrascado en las 469 páginas de "Memorias de una viuda", de Joyce Carol Oates, otra que bien viste y calza, como decía el señor Millas. No es por ironizar, o tal vez sí es por ironizar, pero leyendo sobre su vida el libro debió llamarse "Memorias de una viuda (temporal)" o "Memorias de una viuda alegre" o "Memorias de una viuda negra", si pensamos que viuda duró solamente un año y un mes, para volver a casarse... y quedar viuda nuevamente.
El libro no ha logrado conmoverme, que es lo que se espera del diario de una mujer que tras 48 años de matrimonio pierde a su marido. Ni una sola lágrima, ni el más ligero indicador de aceleración cardiaca de parte mía, del lector. Su dolor es el dolor más grande del mundo, insoportable, tanto que incita al suicidio, aunque solo como posibilidad teórica, y eso que su único mérito ha sido quedar viuda. Habla de un basilisco a la vista que le recuerda constantemente la posibilidad del suicidio. ¿Sabrá que existen viudas que quedan en la calle, no tienen con qué vestirse, quién les dé de comer? Las verdad es que me adelanté, la teja le viene a cer en la página 261 ("¡Piensa en las viudas que se quedan verdaderamente sin casa cuando muere su marido!". Desde luego, ese "piensa" está dirigido a ella misma). Es demasiado yo, todo es yo. Las palabras pánico y aterrada salen hasta en la sopa, todo le da pánico a la chiquilla, aterrada y en pánico por lo menos las habré leído unas 200 veces, y eso que recién voy en la mitad del libro. Estoy siendo sarcástico, pero es que tampoco se podría juzgar muy seriamente a una persona que trata a Platón de "fascista reaccionario", por mucho que dijera que ha sido una alusión simbólica, por mucho que dijera que no se entendió la ironía, que no pretendió jamás ponerse al nivel, o sobre el nivel de Platón, si alguien le cuestionara esa afirmación. Además, se lo pasa cenando con sus amigos después de quedar viuda... pero pesa 46 kilos. O sea, ¿come o no come?Además, todos los amigos y amigas son encantadores, buenas personas, tienen tacto y actúan con diplomacia, son doctores, profesores en universidades de prestigio, regios sueldos, regias casas en las colinas, regios estudios o despachos con vista al bosque para trabajar. Después de todo está hablando de su vida, de su experiencia. Pero para mí, a otro perro con ese hueso... aunque concedo que mi actual casita tiene vista al campo en el sur y tampoco es que lo esté pasando como Poe, Melville o Nicomedes Guzmán.  
Está bien que los escritores hablen de su vida; después de todo, es lo más cercano e íntimo que tienen a la mano. Si no se puede indagar profundamente en eso, entonces en qué. Yo mismo me encuentro terminando un libro sobre mis recuerdos de infancia. Pero algo me huele mal cuando el tema del escritor es la literatura y el paisaje es la academia a la que le prestan sus valiosos servicios, como me ha sucedido con estos dos libros, de Roth y de Oates. Me recuerda a esos cantautores que entonan versos como "hoy tomo mi guitarra..." o algo parecido.
Volviendo con la viuda, al leer sus páginas no pude dejar de recordar unas palabras tan sencillas que me dijo mi madre, meses después de haber perdido a su marido de toda la vida, mi padre (y tras 49 años de matrimonio, casi lo mismo de Oates y Smith). Me dijo: "Cuando murió tu padre sentí deseos de morirme. Ya había terminado la etapa y me dije: '¿Para qué voy a seguir yo si ya Sergio no está? No cabe que uno siga sin el otro'. Pero después reaccioné y me dije: 'Lo más sensato es que yo me disculpe por estos pensamientos y decida seguir mi vida tal como está dispuesta'. No es uno el que decide los años que va a vivir, sino el patrón de más arriba. Unos cuatro o cinco meses después de que lloré todo lo que tenía que haber llorado, rezándole mucho, empecé a ponerme media incrédula. Dije yo al final: ¿Dónde está Sergio? ¿Qué es Sergio en este momento? ¿Es una lucecita? Pero no es luz, porque nunca se ha visto que una persona sea una luz, salvo que uno no lo vea y que esté en otro lado. Así que decía yo, ¿qué es?, ¿dónde está?, ¿qué está haciendo? No tiene ojos, no tiene nariz, los cinco sentidos no los tiene. No me puede estar mirando, salvo que sea una cosa misteriosa que uno no la sabe. Entonces empecé a decir: lo enterramos, ahí están sus restos y lo que queda de él está ahí, salvo las ropas que están colgadas en el closet, lo que no se ha repartido, lo que no se ha dispuesto, lo que todavía está aquí. Zapatillas y cosas personales, pero eso no es Sergio. Son cosas de Sergio. Ahora siento que estoy viviendo con la mitad de mi cuerpo, porque la otra mitad era Sergio, y ya no está".
Ahora que ya he leído el libro entero agregaría que a favor de la viuda Oates está el hecho de su honestidad, dentro de lo que podría ser su narcisismo, aunque admito que si los escritores no fuesen narcisistas no podrían ser escritores. Asumiendo esa verdad, su honestidad dentro de su narcisismo, Oates se confiesa tímida, amante del que fue su marido (a quien no se le puede negar cierta dosis de mediocridad en su propia aspiración de escritor, que ella sublima) con el que parece haber llevado una vida feliz durante los 47 años que duró el matrimonio y, lo que creo más importante, revela su intimidad, su mundo interior, que no se diferencia mucho del mundo interior de una persona común y corriente; esto es, de alguien que no es escritor, que no está en la cima del Olimpo creativo, que no es candidato eterno al Premio Nobel. Y al revelarse así plantea la gran pregunta: ¿No es acaso el escritor dos personas, él mismo y su obra? 
Esta mañana leí un cuento de Borges, "Guayaquil". En sus cinco páginas dijo más que en las 800 de esos dos norteamericanos.
Al menos en algo se parecen los tres, hasta el momento: a ninguno lo premiaron con el Nobel.

martes, noviembre 14, 2023

La prueba de fuego

Por una suerte de ignorancia personal de la condición humana, o un yerro en la comprensión del fenómeno amoroso, nunca me ha dejado de llamar la atención el proceso que se vive entre dos amantes que se conocen, se descubren y se entregan a sus sentimientos más profundos. A pesar de que la advertencia inicial debilita mi posición, la deja expuesta a la crítica y me aconseja no meterme en esas honduras, procederé a especular sobre el asunto, en el entendido de que se trata de un ejercicio lúdico destinado a pasar las horas muertas entre el verdor y la lluvia del sur de Chile.
Creo que la vida de los amantes se separa claramente en seis estados. Al primero lo denominaría captación. Esto realmente es muy sencillo; lo adorné de falsa complejidad para que no parezca tan pedestre.
En el momento de la captación, una persona ve a su sujeto de interés; de alguna forma lo selecciona; tal vez lo había visto muchas veces antes, días, semanas, meses, pero de pronto lo nota, lo capta, lo aparta del resto del mundo. 
Si la atracción es mutua, o alguna de las dos partes consigue que se haga mutua a través de una ingeniosa martingala, los futuros amantes pasan a la segunda parte del proceso, que es la charla. En realidad, la charla es una inevitable serie de largas conversaciones, puede ser a la salida del trabajo, en un café, en el banco de una plaza, en una taberna, en algún rincón semioculto de la oficina. Son momentos llenos de sustancia, en los que ambos se comienzan a conocer, aunque con el debido cuidado de enseñar casualmente las características más destacables y espirituales de sus vidas. Esas conversaciones provocan una profunda felicidad en el alma y a mi juicio constituyen la etapa más cercana al enamoramiento.
Echados los dados, y una vez que se ha producido inevitablemente el primer beso, los amantes miden la cancha, reconsideran sus posiciones y cada uno de ellos toma una determinación. Muchos amoríos han llegado solo hasta este punto, generalmente por razones de sentido común o de carácter moral, o por alguna represión latente de las naturales ansias del ser humano. Pero la mayoría cruza hacia el paso siguiente ante la cantidad de tensión acumulada, que impide dar marcha atrás.
El paso siguiente es el clímax de la relación. El clímax es obviamente el sexo. Da la impresión aquí que todo hubiese sido preparado para esto; que los pasos anteriores no pasaron de ser un largo cable eléctrico que perseguía llevar la luz a la casa. De pronto, el sexo se ha transformado en lo esencial, casi en lo único importante de la relación. A los amantes se les ha abierto un mundo de posibilidades y están ansiosos por explorarlas. El conocimiento anterior solo fue una buena base para que cada uno le entregara al otro lo más sagrado que posee, que es su cuerpo. 
El cuarto paso viene a ser la decadencia. El sexo, incluso el buen sexo, aburre. No hay persona capaz de ensayar más que un número limitado de variantes, que tarde o temprano terminan por abrirle las puertas a la rutina. A falta de nuevas variantes se repiten las conocidas. He allí la prueba de fuego de los amantes y he allí por qué las relaciones de pareja duran tan poco en estos tiempos. El desenlace natural de este cuarto paso sería la separación de los amantes, aunque no pocos optan por el matrimonio, por razones diferentes a las mencionadas. Estas serían la aspiración de una vida en común, construir una familia; y el deseo natural de prolongar la especie, de dejar descendencia. 
Los tiempos han cambiado. Antes, en la época de nuestros padres y abuelos, el matrimonio era de por vida. Ahora que es fácil anular legalmente el vínculo, se ha convertido en poco más que una simple relación de pareja.
Hay un quinto y un sexto paso que no por ser menores dejan de cobrar relevancia. Responden ambos a la posibilidad de sobrevivencia de ese amor. Porque a todo esto había amor, en el fondo este encuentro entre dos amantes se trataba del amor. El quinto paso sería la presencia de los celos, que en su justa medida le darán una nueva intensidad a la relación. El último paso será el regreso sosegado al segundo estado, liberado de esperanzas. 
Las costumbres de hoy en día y la Internet han hecho las cosas más fáciles y más rápidas, pero la esencia del asunto es la misma, salvo en el caso de muchos jóvenes, que al saltarse la charla pagan caras las consecuencias de haberse entregado al llamado de la sensualidad.
Así veo las cosas.

martes, octubre 31, 2023

El día siguiente al de la víspera

El día siguiente al de la víspera entraré al laberinto que conduce al vacío y me entregaré a ti, Padre. Caeré dichoso, aliviado en tus brazos. En el pobre mundo que nos fue dado la vida seguirá; a mí me estará aguardando el paraíso, donde conoceré a mi alma. No más tentaciones, miedos ni placeres; me había dejado engañar, yo no vine a esto. 

sábado, octubre 21, 2023

Llegará el momento


Con el paso de los años suman los considerandos para mi próxima condena, algunos de ellos muy graves, como esos pecados que cometí sin darme cuenta, con toda inocencia, incluso con la sensación de haber estado obrando con la debida rectitud.
Lo hecho, hecho está. No puedo remediar las heridas que dejé, solo me queda el consuelo del leve amor que he provocado en mis corazones más pequeños, corazones que me perdonan y no pueden perdonarme.
En la soledad crece la familia y yace la ambición.
Veo en el restaurante de mi pueblo una mesa ocupada por un grupo de padres con sus hijos. Jóvenes, atléticos, varios rubios, en plena consolidación de sus vidas, las que ya se adivinan yendo por el buen camino. Detrás de esta escena se adivinan también lindas casas, relaciones equilibradas. Son personas alegres que disfrutan el momento. Los padres varones conversan entre ellos con sus bebés en brazos, las niñas mayorcitas juegan en la mesa, las mamás beben jugos, ríen, comparten. Son ese tipo de visiones las que despiertan el rencor de los pobres, especialmente cuando están del otro lado de la ventana.
Las personas satisfechas quieren mejor a sus hijos; a los pobres se los come la angustia, la rabia, el rencor, la desilusión, el fracaso, la frustración, y terminan tratando a sus hijos a patadas. O tal vez han llegado a ser pobres porque sus cabezas no procesan bien las emociones y se entregan a los designios del ambiente y de la química.
Llegará el momento en que ese problema lo haya solucionado la ciencia. Entonces verá la luz la humanidad.

miércoles, octubre 18, 2023

Grandes dudas que no aplican

A menudo me pregunto si detrás de alguna "importante" obra de ficción se encubre el requisito sine qua non de que su autor deba representar a una imprecisa élite, en el sentido de que su obra necesariamente deba ser la consecuencia de la persona que parece ser, una persona deslumbrante en el conjunto de sus conocimientos, vivaz, informada, desde luego inteligente, inteligentísima, superdotada (elegí la voz persona para no entrar en complicaciones con el género de la frontera que alcanzo de divisar a través de la ventana) en suma, alguien del nivel superior en la escala intelectual, doctor o al menos candidato a doctor, becario de algún programa gubernamental o de una universidad del primer mundo, de preferencia progresista, muy de izquierda aunque las ideas que proclame se las haya llevado el viento del siglo pasado, amante de una paz y de una justicia en las que asoma por los pliegues del velo que lo cubre el color del esnobismo e incluso de la inclinación ante viejas emociones juveniles o infantiles. 
Leo sus obras, algunas de una levedad, me atrevo a postular liviandad, asombrosa; otras cubiertas por el barniz de un pesado barroquismo, no todas fascinantes, algunas aun pobres, a mi juicio, no bellas.
Entonces me digo esto puedo escribirlo yo, o esto no puedo escribirlo yo. Mas, cuando oigo o veo sus opiniones en las pantallas o en libros de entrevistas o en las páginas de los suplementos de letras casi siempre me digo esto en ningún caso podría decirlo yo, no sería capaz de decir algo así, de que se me ocurriese algo así, y entonces es cuando me surge la pregunta que me devana los sesos. ¿Es su obra apenas la punta del iceberg del escritor?
Lo que sigue es la sensación de envidia ante el genio, la imposibilidad de acceso al Castillo.
En cuanto a mí, solo me resta declarar:
Mi paso por la vida no ha sido otra cosa que una constante huida del miedo. Busco paisajes idílicos por miedo; bebo gratos martinis vespertinos por miedo; abrazo a mis amigos por miedo; escribo por miedo; me miro al espejo con miedo, pienso que cualquier día me hallaré ante otro ser, sin reparar en que los años ya me han cambiado decenas, cientos de veces de cara. 

martes, octubre 10, 2023

Hablando en sueños

Me desperté en la mitad de la noche ofreciendo a viva voz argumentos muy bien hilvanados a quien quisiera escucharlos, lo que equivalía a nadie, dado que es sabido que los caballos que pastan frente al ventanal del dormitorio tienen buenas orejas para oír, pero mal cerebro para razonar. Como alcancé a detectar que para mi vida real las palabras pronunciadas no tenían ninguna importancia me detuve a pensar en lo claro que estaba modulando en mis sueños, en circunstancias de que cuando antes quería hablar o gritar, de preferencia durante una pesadilla, no me salía la voz. Con ese pensamiento en la mente me volví a quedar dormido.
Cuando volví a despertar, a las ocho y cuarto de la mañana, el sueño ya era una anécdota olvidada. Ahora, al atardecer, describo el episodio.

domingo, octubre 08, 2023

Tres apuntes

La honestidad y el idealismo se asoman cuando la dirección del viento los acompaña y protege sus disfraces

¿Quién no ha matado? ¿Quién no ha pisoteado? ¿Quién no ha humillado? Nómbrenme un solo pueblo que no lo haya hecho

Lo más grande que me ocurrió en la vida estuvo fuera de mí. Y sigo mirando hacia adentro 

miércoles, septiembre 27, 2023

Las hojas y el viento

Una hoja de pobre entendimiento se mecía con la brisa matutina. Por la tarde el viento cambió de dirección y apuntó directo a su hogar, el árbol que las iba formando a ella y sus hermanas.
Las aves, veleidosas, volaron a otras ramas; bajaron al prado a cazar gusanos, anidaron en copas más seguras en la profundidad del bosque.
La hoja y sus hermanas soportaban con angustia las inclemencias de la naturaleza, ignorando si lograrían sortear esa dificultad.
Se hallaban, como se dice, a merced del viento.
Así vivieron tres días y tres noches, privadas del conocimiento.
Y los cielos lloraron
Cuánta alegría se apoza entre las plantas del cementerio

lunes, septiembre 11, 2023

Mis recuerdos del 11 de septiembre de 1973

Mi amigo Jaime Cortés Ramírez era un militante de la juventud socialista que andaba viendo graves crisis políticas y confabulaciones por todas partes. Tenía cierta influencia en la dirigencia estudiantil de la Escuela Normal José Abelardo Núñez y yo creo que debido a una suerte de admiración que le despertaba mi persona, o algo en mi persona, decidió apadrinarme ante sus compañeros, aunque nunca me ofreció firmar los registros del partido, como si estuviese esperando el tiempo de mi madurez para hacerlo.  
Como alumnos de la escuela, que formaba profesores primarios, inventábamos exposiciones de pintura, conciertos, diseños de fotonovelas. A veces nos reuníamos por las noches en la casa de otro normalista al que bautizamos el Mayoneso Chico, por su parecido con el senador Carlos Altamirano. Mientras preparábamos las actividades culturales su mamá aparecía con una fuente de tallarines; el Mayoneso Chico sacaba una botella de whisky escondida en algún mueble y la noche se teñía de irresponsable felicidad. Su casa estaba cerca de la escuela, que al mismo tiempo me acogía en uno de sus pabellones dispuestos para los estudiantes de provincia. Corría el año 1973. Era yo entonces lo que se podría denominar un simpatizante, no hasta el grado de ciega obediencia a las órdenes de partido, pero sí bastante comprometido con la causa de la Unidad Popular del gobierno de Allende. Tenía 20 años cumplidos. 
Como cualquier ser humano de la época, vivía intranquilo ante el ambiente generalizado de odio, el desabastecimiento, los frecuentes paros de todo tipo de empresas y organizaciones, las tomas de fundos e industrias, los continuos desfiles multitudinarios, la ausencia de orden que reinaban en el país. Había que ser ingenuo o fanático para pensar que las cosas marchaban sobre ruedas. En el ambiente se adivinaba el movimiento subterráneo de la nueva placa que intentaba montarse sobre la existente, la que se resistía con fuerza a quedar debajo de la historia. Ese choque de placas anunciaba la proximidad de un cataclismo.
Mi amigo Jaime me regaló en junio de ese año una gira al sur viajando en el coche dormitorio del tren de la Empresa de Ferrocarriles del Estado. Dos pasajes gratuitos a nombre del partido en compartimiento cerrado, un lujo inalcanzable para mis bolsillos de estudiante, boletos que el inspector marcó en su momento con un aire de indiferencia. Acompañaba yo al dirigente Mauricio de la Parra con el fin de promocionar un festival nacional de teatro estudiantil que se realizaría en La Serena durante la segunda semana de septiembre. En ese viaje el que promocionaba era De la Parra. De hecho en años posteriores fundó los Temporales de Teatro de Puerto Montt, hoy convertido en un evento de carácter internacional. Mi papel en la gira se redujo a permanecer en silencio en las testeras, haciéndome el interesante. No saqué nada en provecho, no entablé relación con ningún estudiante; poseía en ese tiempo una desfigurada percepción de mí mismo. Rehuía a la gente, me creía importante, me sentía superior, pero en el fondo esos eran síntomas de soledad, baja autoestima, desorientación, lo puedo admitir ahora, cincuenta años después. El caso era que, parodiando la canción de John Lennon, solo tenía fe en mí mismo y en Patricia, mi polola, la que llegaría ser mi mujer.
De modo que esa gira al sur transcurrió entre salas de clases de colegios abarrotadas de alumnos que ansiaban escucharnos, dormitorios de internados, paseos por playas solitarias de arenas grises, cargadas de oscuros nubarrones,
La noche del 6 de junio comíamos en una taberna de Valdivia, frente a la pantalla del televisor que transmitía la final de la Copa Libertadores. Acabada la cena, un plato de ajiaco para cada uno, humeante, reponedor, sentimos ganas de fumar. Mauricio, que contaría unos diez años más que yo, se caracterizaba por ser una persona ejecutiva y optimista. Su cojera de nacimiento no le restaba fuerza alguna a su carácter simpático y extravertido. Se acercó a tres obreros que consumían en la mesa contigua y les pidió un cigarrillo. Sin negarse, uno de los hombres sacó de mala gana su cajetilla y nos ofreció uno a cada uno. La escasez de cigarrillos hacía que un paquete de Monza valiera su peso en oro, de modo que cuando en pleno alargue del partido que finalmente perdió Colo Colo Mauricio se levantó cojeando para pedir dos puchos más, estos nos fueron convidados poco menos que bajo amenaza de muerte si teníamos el descaro de pedir por tercera vez.
El 9 de septiembre nos juntamos con Jaime y partimos a la estación Mapocho a tomar el tren a La Serena, donde ambos formaríamos parte del jurado del mencionado festival de teatro. En el andén me iba comentando con su acostumbrado tremendismo el discurso pronunciado ese mismo día en el estadio Chile por Carlos Altamirano. "La cosa está seria, compadre", me aseguró al momento de subirnos al tren, pero yo no le hice mucho caso, emocionado como estaba de viajar a La Serena y abandonar Santiago por unos días. Viajamos toda la noche en el convoy de trocha angosta y por la mañana amanecimos en esa ciudad colonial tan ordenada, adornada su avenida de estatuas y donde se respira la brisa marina bajo cielos nublados por la mañana y soleados por la tarde. Una ciudad primaveral, semidesértica, donde se dan muy bien las papayas, donde casi nunca llueve. Allí estábamos, Jaime y yo, rumbo al festival de teatro estudiantil.
Nos alojaron en una escuela técnica, un magnífico e imponente edificio de diseño colonial, como todas las construcciones importantes de la ciudad privilegiada por el presidente González Videla, oriundo de la región. En el lugar nos juntamos con los grupos participantes, venidos de distintos puntos del país. El ambiente de fiesta era contagioso, se notaba que los estudiantes secundarios no hallaban la hora de pisar las tablas. Esa misma noche se abrió el festival; previamente los miembros del jurado nos reunimos para fijar las pautas de evaluación y escuchar las instrucciones que nos daba la actriz Norma Lomboy, quien se notaba que era la única que sabía de teatro. El festival debutó la noche del lunes con una obra vibrante, de la que no recuerdo absolutamente nada. Nos retiramos a la pieza con Jaime hablando cabezas de pescado sobre las actuaciones, el argumento, la escenografía, el sentido y la profundidad de la pieza teatral. Nos llamó la atención la presencia de un joven profesor santiaguino que se integró en ese momento al jurado, de apellido Gianelli, quien había viajado acompañado de su pareja. A diferencia de nosotros, parecían tener una buena situación. De hecho eran los únicos que estaban alojando en un hotel. Al parecer se trataba de un dirigente del magisterio y formaba parte del Partido Comunista. En el breve trato que mantuvimos con él doy fe de que era una persona carismática, propensa al diálogo, de refinados modales, conversación chispeante, una persona más cercana a lo que se entiende por un pequeñoburgués que a un militante comunista de cuota mensual y carnet. Vestía de terno claro y corbata y lucía un bigotillo que le venía muy bien a su barbilla cuadrada y a su apellido italiano.
El martes por la mañana Jaime me despertó con su típica alharaca; según él los tanques estaban frente a La Moneda y Allende había sido derrocado. Las dudas iniciales trocaron en incredulidad. Los primeros reportes de las radios intervenidas por los militares confirmaron los rumores. Media hora más tarde estaba claro que los dados habían sido echados y el destino de Chile comenzaba a teñirse de sangre.
En el patio, los jóvenes jugaban a las naciones o al pillarse; gastaban sus energías ante la mirada despreocupada de sus profesores, ignorantes unos y otros del drama que se tejía fuera de las paredes del colegio. Cuando le contamos la noticia a uno de los maestros se echó a reír. No estaba en sus planes algo así. De nuestros labios había oído un chiste divertido, no una broma macabra.
A las dos de la tarde el establecimiento parecía un cementerio de zombies. Los profesores recogieron a los muchachos en diferentes salas y comenzaron a planificar el regreso a sus ciudades en la medida de lo posible, nunca ese mismo día, ya que se estaba ad portas del comienzo del toque de queda.
Fui testigo entonces de dos hechos diametralmente opuestos, que solo se explican por la locura del momento. El primero ocurrió alrededor de las nueve de la noche. Por alguna razón Gianelli nos acompañaba en ese momento, no así su pareja, seguramente bien protegida en su pieza del hotel. Estábamos reunidos con Jaime y algún otro miembro del jurado en nuestra pieza del tercer piso, que daba a la calle, cuando al mirar por la ventana vimos llegar un camión cargado de soldados al mando de un oficial de alto rango. El coronel o general dio una breve orden y varios uniformados con sus fusiles al hombro coparon los árboles ubicados en la vereda a lo largo de toda la cuadra, camuflados entre las ramas. El grueso del pelotón entró detrás de él al colegio. Venían a saber de qué se trataba esa montonera de cabros afuerinos que ocupaba el liceo. Con toda tranquilidad, Gianelli impartió órdenes precisas. Esconder todo tipo de libros. Rasurarse la barba a la rápida. No perder la calma. Hacernos pasar por profesores. Nadie creería que éramos miembros del jurado de un concurso de teatro. La comitiva recorrió todas las piezas, pero tal vez, cansada de comprobar en cada sala la ingenuidad de los alumnos artistas y de sus cándidos profesores, por una especie de milagro se saltaron nuestra habitación. Al cabo de unos 45 minutos se retiraron, sin llevarse preso a nadie.
Vino entonces el cuchicheo y con él, la catarsis. Los maestros y maestras dejaron durmiendo a sus alumnos y bajaron a la sala de profesores. Alguien sacó unas botellas, otro hizo surgir música bailable de no se sabe dónde y de pronto se armaron las parejas. A media luz, ahuyentando el miedo y la angustia, en el marco del golpe de estado y la muerte de Allende nacían romances de una noche, frases de alegría, tallas, el baile del trencito, promesas de amor. Recuerdo que miraba la absurda escena desde mi rincón. La palabra inconsecuencia me danzaba en el cerebro así como danzaban los cuerpos presentes en la sala; Jaime se daba el lujo de gastar bromas entre los abrazos y los besos. Más que los chistes en los velorios, esto se parecía al ambiente que adornaba los cuentos de Boccaccio. Celebrar el triunfo de eros ante la amenaza de la muerte.
Pasado el momento de jolgorio nos recogimos a nuestras habitaciones. Cautivado por uno de esos datos que se transmiten boca a boca, Jaime sintonizó en la onda corta de su aparato a transistores la radio Moscú. Nuestras mentes afiebradas comenzaron a llenarse de ilusiones con las noticias que anunciaban el desplazamiento a Santiago de grandes regimientos leales a Salvador Allende, desde el norte grande, desde Concepción. Poco tardaríamos en comprender que no había que hacerles mucho caso a los rumores.
Comienza ahora la última parte de mis recuerdos del 11: la de mis estupideces.
La primera fue no haber llamado a la casa de mis padres. La noche del 12 vi que Jaime pudo conseguirse el teléfono del colegio y hablar con su mamá. En esos tiempos, como se sabe, una llamada telefónica de larga distancia era cosa seria. Había que tener plata para hacerla; cada minuto valía una fortuna. Pero Jaime pudo hacerla y con eso tranquilizó a su mamá. A mí no se me pasó por la cabeza que mis padres estuvieran preocupados de mi suerte. Ignoraba que ese mismo día habían viajado a Santiago para saber de mí, con todo el riesgo que implicaba un traslado entre dos ciudades, y con un toque de queda antes de que cayera el sol. Mi mente consideraba, simplemente: estoy bien, no veo el peligro por ninguna parte, la ciudad de La Serena está tranquila, la gente iza la bandera en sus casas, el comercio ha vuelto a poner a la venta mercaderías que hace dos días se hallaban agotadas.
La mayor estupidez la cometí al regreso. Volvimos a Santiago el 13 de septiembre en el mismo tren que nos llevó. Apenas nos bajamos en la estación y pisamos las calles descubrí un ambiente muy diferente al que habíamos dejado. Con Jaime nos despedimos con un abrazo; él partió a su casa y yo a la Escuela Normal. Pensaba retirar algunas de mis pertenencias, luego visitar a Patricia y finalmente viajar a la casa de mis padres, en Rancagua. A bordo de la liebre que me llevaba a la escuela vi a dos hombres boca abajo en una vereda. Dos soldados les pisaban las espaldas y les presionaban el cuello con sus bayonetas. Los transeúntes evadían la escena, pasaban de largo, hacían un rodeo, atravesaban la calle. Llegué a la escuela y la encontré cerrada. Me sucedía siempre, pero en las noches, cuando regresaba de pololear con Patricia en su casa, en el extremo oriente de Santiago. Subía la enorme reja, caminaba unos cincuenta metros por los patios arbolados y entraba al dormitorio, donde mis compañeros dormían o bromeaban con la luz apagada. Entonces hice lo mismo: escalé la reja, entré a la escuela y me dirigí a mi pabellón. Lo que vi fue brutal: todos los lockers abiertos, con las ropas, cuadernos, lápices, libros, bolsones, máquinas de afeitar, banderines, zapatos esparcidos por el suelo. Miles de artículos que no dejaban ver la madera del piso. Sillas rotas, vidrios quebrados. A gatas busqué lo que era mío y algo encontré. Algunos libros y lápices de colores para dibujar. Con eso en mi poder me fui. Escalé la reja y salí a la calle. 
No había caminado cincuenta metros cuando varios compañeros de internado surgieron de una esquina y fueron a recibirme y a recriminar mi temeraria, imprudente y, vuelvo a decirlo, estúpida osadía. Acaban de ser liberados del estadio Chile, donde estaban detenidos desde el miso día 11 junto a otros miles de chilenos, entre ellos Víctor Jara. El Ejército se había tomado la escuela y en ese momento permanecía en el interior una guardia armada de uniformados que la custodiaba. El solo hecho de ingresar equivalía al suicidio. Eso no lo vieron mis ojos. Yo perfectamente pude haber muerto ese día y nadie habría dicho nada. Ni siquiera hubiese sido un mártir.
Cuando llegué a casa de Patricia me informó que mis papás estaban desesperados. Habían llegado a verla para saber noticias mías y ella no tenía qué decirles, de modo que me quedé solo un momento y viajé a mi ciudad.
Al tocar el timbre mi mamá me vio y salió llorando. Me besaba y me abrazaba. Después, algo más tranquila, pero aún llorando, me comentó:
-Con los días empecé a olvidar el sonido de tu voz, empecé a olvidar tu cara. Era lo que más me dolía...      
Vinieron los días posteriores. Mi nombre no apareció entre los aceptados para volver a clases. En otras palabras, estaba en la lista negra. ¿Quién me había delatado y bajo qué cargos? No tenía la menor importancia; no había nada que hacer.
Sepultado para siempre el idealismo de mis pretensiones espirituales comenzó entonces la segunda larga etapa de mi vida.
Años después, recibido ya de periodista y ejerciendo la profesión, me topé a boca de jarro en la calle San Martín con mi ex compañero Gumercindo Soto, uno de los izquierdistas más recalcitrantes y efusivos en las asambleas, a quien apodábamos Barnabás, por el parecido con el personaje de "Sombras tenebrosas", la serie más popular de la época. Vestía uniforme de carabinero. Mi ingenuidad me hizo pensar que, tal como yo, había cambiado de rumbo o de vocación después del 11. Lo saludé; me reconoció de inmediato, ¡qué alegría verte, Mardones!, nos dimos un abrazo y recordamos los viejos tiempos de la escuela normal.
¿Desde cuándo eres carabinero?
"Desde siempre, Mardones. Yo estaba infiltrado, fue la misión que me encomendaron y la cumplí a carta cabal durante toda la carrera. ¿Y qué has sabido de Jaime Cortés, del guatón Nakuzi, de la Marcela Monsalve? Dales saludos de mi parte, si te los encuentras por ahí". 

lunes, agosto 28, 2023

Se está revolviendo el naipe

De pronto me ha dado la impresión que en el mundo se está revolviendo el naipe y que al cabo de un par de años, dos, tres, cinco años, emergerá algo nuevo. 
Contrasta esta sensación con la falta de perspectiva que caracteriza mi modo de ver la vida. Siempre pienso que las cosas son así, han sido así y seguirán así. La realidad me lo desmiente una y otra vez y sigo pensando lo mismo.
Mi actual "descubrimiento" obedece a un raciocinio bastante simple: si mi cuerpo se transforma día a día, lo mismo debe acontecerle al cuerpo de la humanidad, al cuerpo de la Tierra y por qué no, al cuerpo del Universo.
Es un razonamiento infantil, que no da para ponerse ni optimista ni pesimista. 

viernes, agosto 25, 2023

Influencias / Coincidencias

Influencias.
He buscado en Internet y hay mucha información acerca de la influencia que ejerció E.T.A. Hoffmann en la obra de Edgar Allan Poe, pero no hallo nada sobre el hipotético influjo del cuento "El mayorazgo" en "La caída de la Casa Usher". O yo ando en otro mundo o nadie se ha dado cuenta o es un asunto sin importancia académica. Del modo que sea, me bastan cuatro detalles presentes en ambos cuentos para postular lo anterior: el lóbrego paisaje que da la entrada al castillo, el nombre de su dueño, Roderich; la hipersensibilidad de Seraphine, esposa del barón; la sensación de que de un momento a otro se derrumbará el edificio. El cuento de Poe es de 1839. Hoffmann había muerto en 1822. Poe tiene que haber leído "El mayorazgo" y cada uno de estos detalles lo habrá sobrecogido, lo habrá hecho pensar, habrá servido de inspiración para su obra, "La caída de la Casa Usher", aún más romántica, tétrica, que la de Hoffmann. Me lo imagino meditando en su invención, con los ojos mirando hacia un rincón indefinido, embriagado ante las enormes posibilidades que el relato del prusiano le ofrecía a su morboso espíritu poético. Frente a la hoja de papel lo veo luego dibujando filigranas barrocas en torno a la muerte. 
Coincidencias.
Leo dos libros al mismo tiempo, muy diferente el uno del otro. "Nocturnos", de Hoffmann. "La máquina de follar", de Bukowski. Se me entrecruzan en la mente y despiertan mis propios fantasmas. 
Están separados por casi dos siglos, pero en el fondo coinciden en la presencia de un objeto de ribetes malévolos que se mete en la cabeza del protagonista y le cambia la vida. De modo parecido, ambos me alteran el momento.
Cuánto poder tiene el arte, cuán débil es el temple para digerirlo.

miércoles, agosto 23, 2023

Somos tú y yo, pero no vamos juntos

Somos tú y yo, pero no vamos juntos. Yo subo las escalas que acceden al gran parque, sigo a la persona equivocada; tú te quedas. Vuelvo, pero ya no estás.
La metrópoli tiende a rechazarnos con  su indiferencia, no nos llena el gusto, nos es desconocida.
No podemos separarnos, debemos seguir unidos. Solo así no te perderás, y yo te hallaré. 

domingo, agosto 20, 2023

La bella molinera

Un joven de campo, un soñador que se deja llevar por las aguas del arroyo en busca de su amada, la bella molinera. 
Un largo poema, simple y profundo; el joven se enamora; ella, tan rubia y recluida en la comarca, le abre un espacio en sus afectos; luego lo deja por un cazador. La luna observa desde el cielo, el sol ilumina el firmamento. 
Esos poemas ya no se escriben, el progreso del hombre dejó dentro del corazón, atrapados, los sentimientos más ardientes que gobiernan el espíritu. Tal vez dicha creación poética ni siquiera merezca llamarse una obra de arte; de hecho, si sus versos se recuerdan se debe más a la música genial que los contiene.
¿Y qué hago yo ahí en el teatro, a un lado dos hombres que bostezan y al otro un padre con su hijo?
Venid aquí, olas ondulantes; acunad con vuestros cantos al muchacho que duerme...
Pienso en el amor, en esa música y en esa letra que me hace brotar lágrimas, en el color verde, amado y odiado por el triste campesino, en la tumba abierta bajo el agua cristalina del arroyo, en los días que aún me restan en la tierra.

viernes, agosto 11, 2023

La lectura

La lectura es una fuente de inspiración, pero sobre todo un ejercicio de humildad.

domingo, agosto 06, 2023

El secreto de su vida

¿Y cuál es el gran secreto de su vida, el secreto que lo enorgullece, al tiempo que lo lastima hasta el punto de tenerlo confinado en el anonimato?
Es muy sencillo. Los hago míos y ellos no parecen darse cuenta. Hago mías a las personas que amo y admiro; las despierto ante sí mismas.
Creo sospechar lo que quiere decir con eso, pero no estoy tan seguro..
Oh, tal vez algún día sabrán al lado de quién estuvieron. Lamentablemente será tarde para mí.
Si fuera así como dice, no se engañe con lo que para usted es sinónimo de humildad, pues lo que veo en su alma es el aire de la resignación. Le aconsejo no dejarse llevar por el velado resentimiento; tampoco abandonarse tan fácilmente a las sombras. Por lo demás, aquel secreto del cual es portador no se diferencia tanto de lo que siente el grueso de la gente, de aquellos que van a pie por la calle soñando con un futuro mejor. Haría bien en desprenderse al menos de una capa de vanidad; así conocería las perspectivas que le ofrece el cielo. 

lunes, julio 31, 2023

Un paseo bajo el mar

Imagino entrando de noche a un mar sereno y gris, sin oleaje, sumido en una estela transparente, bajo la sombra de un día nublado, un mar de luz en blanco y negro. Imagino que me interno en la profundidad del agua quieta para mirar lo que reposa en la arena. 

Es natural andar bajo el agua sin tener que respirar; se aprovecha el momento para observar mejor las cosas. Imagino la aventura y me invade una sensación de serenidad.

En los bordes bajo el mar se empiezan a ver los primeros perros muertos, entre piedras blanquecinas, recostados, tapados en parte por la arena. Es natural que durante una exploración se suela dar con estos restos. Los perros no hieden, no hay olores en el agua.

Imagino que me acompaña alguien mayor, pero no logro determinar su edad, la forma de su rostro, su género. Estamos juntos en esto. Va detrás de mí, o sobre mí; está conmigo y con los restos de los perros.

Imagino, ya bien adentro del océano sin olas, luminoso como día nublado, sin sombras, a otros perros pagando sus pecados, esperando su hora, animales flacuchentos, desgreñados, cada cuatro o cinco metros en la arena, de pie, firmes como estatuas con las cabezas gachas, murmurando el murmullo de la muerte. Cada uno vive su tragedia en la soledad de lo profundo, apuntados desde arriba por una luminosidad en blanco y negro y la ausencia de bullicio.

Imagino que se acercan dos conejos furiosos del tamaño de los perros, más grandes que los perros y me ladran en dos patas, mostrándome sus enormes dientes de conejo. Ha llegado la hora de oponerles resistencia.   

jueves, julio 20, 2023

Parábola del tuerto y el ciego

En resumidas cuentas, para escribir hay que decir algo. Y para decir algo hay que sentir algo o pensar en algo; a veces basta recordar, los recuerdos sacan del paso cuando el estilo se pone cuesta arriba. Dicen que la creación no solo se nutre de recuerdos, sino que no es otra cosa que recuerdos. 
Un ciego y un tuerto viajaban en bote a su destino; el ciego remaba y el tuerto lo iba guiando con el ojo bueno.
De modo que todos sentimos, todos pensamos y todos recordamos.
Hasta aquí vamos bien le dijo el tuerto al ciego; el ciego siguió remando.
Pero hay cosas de las que ya no se puede hablar. Ya no se puede hablar de Dios, de Jesús ni del incienso en los altares, el daño que hicieron fue tremendo. Qué decir de Su Excelencia. Cristo ochentero, heroicos cardenales, aspiración de trascendencia, proporción helena, transfiguración, elegancia en el vestir, bigote recio, huecos asomándose a la boca de Sábados Gigantes. Todo fue a dar a la bodega hasta el reestreno. 
Los recuerdos dan para lo que sea; nunca aposté mis bolitas de piedra, esto no es una biografía por encargo. 
En cuanto al sentimiento, no es lo mismo decir me duele la espalda, a cualquiera le puede doler la espalda de atrás, menos decir está lloviendo a chuzos, con todo el nervio interno que transmite la lluvia al atardecer. No se ha inventado un termómetro que mida el sentimiento, menos se va a inventar uno que acredite su autenticidad.
Vendría quedando el pensamiento. Pero el pensamiento es un ratón que vive escapándose de la culebra que habita en la cabeza, no tiene tiempo para darse gustos.
Como diez minutos antes de llegar a su destino al ciego se le soltó un remo y le reventó el ojo bueno al tuerto. Hasta aquí no más llegamos dijo el tuerto y el ciego se bajó. 

miércoles, julio 19, 2023

Leves fallas no tan leves

Al momento de aceptar el galardón les comenté: allá en el sur estas noticias llegan como ondas impalpables, como luces de libélulas; allá en el sur el centro es el sur. Luego reparé en que el centro siempre estará donde me halle.
Me quedó dando vueltas la palabra libélula y hube de recurrir el diccionario para confirmar su... pertinencia... eso es, pertinencia.
Son esos los momentos en que me lo juego todo y estas leves fallas, o no tan leves, como confundir libélula con luciérnaga, marcan el nivel de la situación en que me encuentro y el peligro de los agradecimientos.

lunes, julio 17, 2023

Solo ante la acechanza de las máquinas

Todo se resume en que me fui quedando solo, y no es por lloriquear que lo digo. 
Solo ante la acechanza de las máquinas, el ulular del viento, las murmuraciones del aparato digestivo. Esas sensaciones no se las doy a nadie. De la tragedia un buen corazón se compadece; las pequeñas miserias despiertan sonrisas de ironía.
Antes, cuando no era tronco, cuando era una simple rama, la vida se hacía pasable a la sombra de las hojas; mamaba como laucha soñolienta.
Una vez que hube esparcido la semilla asumí la misión caballeresca de velar las armas.
Esto de vivir la soledad pasa de largo el aperitivo de las siete y va a dar a la voz anticipada de un silbido.   

viernes, julio 14, 2023

Dos comegatos caminando bajo la lluvia

Los dos comegatos caminaban por la calle lluviosa. Uno de los dos disimulaba mal la suela rajada de su zapato que le hacía entrar agua a los calcetines. 
Se ha cumplido el vaticinio de los dioses, le decía al otro comegatos, que andaba distraído, pensando en la pasada fiesta de la primavera, cuando no se atrevió a sacar a bailar a la hermana del Hugo Cholito. Con los años que llevaba ahora a cuestas, sin embargo, reparó en que la hermana del Hugo Cholito no tenía demasiados atributos, salvo unas piernas fuertes, engalanadas con medias y portaligas. Más que eso no ofrecía. No era buena para hablar, él tampoco, de modo que el romance no habría prosperado. No tenía por dónde. El comegatos distraído estaba sufriendo un ataque de digresión.
Se ha cumplido el vaticinio de los dioses. 
Y qué me importan tus ideas, parecía responderle con su silencio, su ensimismamiento.
Ahora tendrás que valértelas por ti mismo.
El comegatos de la fiesta de la primavera no comprendía el razonamiento de su compañero de desdichas, aunque ya se le habían metido sus palabras a la cabeza. De qué estará hablando el comegatos, debe ser uno de sus arranques nocturnos, se nota a la legua que le estarían haciendo falta las botas de lluvia. 

martes, julio 11, 2023

Sentado a la entrada del infierno

Allí estaba, sentado a la entrada del infierno. No parecía haber llegado aún el momento, de modo que continué esperando, empapado de ese vago malestar con que la tierra rocía de vez en cuando a sus moradores, más a unos que a otros. 
La entrada al infierno no iba a dar ni a puertas ni a ventanas, no había un abismo insondable bajo mis pies ni sobre mi cabeza flameaban ángeles satíricos. A decir verdad, el infierno duele menos que su antesala. La antesala se hallaba entre la punta de mis zapatillas y la estantería de libros que dominaban mis ojos; también en la discusión con mi hija, que me seguía resonando en la mente y me impedía concentrarme en la lectura. También en el inminente recálculo de mi pensión y en el chiflido del termo, que ya privaba dos días de agua caliente a la cabaña.
Dirán ustedes: eso no es infierno ni antesala ni nada parecido, son simplemente preocupaciones menores, que ya se las quisiera medio mundo. Pero doy fe de que el estado que me embarga se parece a la entrada del infierno, si es que no lo es. Las grandes tragedias remecen, desesperan; la antesala del infierno intranquiliza, advierte con las noticias que nos va dando, pequeñas noticias. Cada noticia es un leño más a la fogata y toma tiempo desprenderse de ellas.  
La antesala del infierno tiene forma semicircular y de sus cuevas emergen y se esconden setecientas trece cabezas azuladas de serpientes. No conviene husmear demasiado, a montones que lo han hecho se los han llevado.

lunes, julio 03, 2023

El hombre, su amante y el mentor

La composición de la primera escena es la siguiente: un hombre entrado en años y una mujer joven, ambos de pie, abrazados; ella lo mira desde su menor altura, con infinito cariño; él corresponde a su mirada y todo pareciera ir de maravillas, hasta que el varón se cuestiona si ese amor acaso no lo devuelve a problemas que, sin resolverse, ya se habían olvidado. El suyo es un caso de amor y de culpa. 
La segunda escena se desarrolla en la calle. La joven pasa frente a él con sus amigas, y no lo ve. El hombre corre a la librería donde hallará la respuesta a su duda abstracta. A esa altura ya está claro que ha sido superado por los conocimientos de su amante.
En la tercera escena el hombre se halla en la casa del mentor de su amante. Sentados en el sofá, el profesor, de una edad con el hombre, musita en sus oídos la trama de una historia que a él le cuesta entender. Le resulta difícil seguir el hilo de la intrincada ocurrencia. Hay un problema evidente de lenguaje y desequilibrio intelectual entre ambos. Intenta responderle y algo le sale, no ha quedado tan mal, ¡Ay, si ella estuviera allí, si lo pudiese sacar del apuro!
En la escena final el profesor se levanta a alimentar la chimenea, una insensatez. Echa al fuego dos, tres maderos que elevan la temperatura de la sala, ya sofocante. Es una chimenea enrejada por brazos de lata, ubicada al centro del estar de una casa antigua, una casa con escasa luz natural. El profesor viste calzoncillos largos de color blanco.

viernes, junio 30, 2023

Imagen de un tubo de aluminio

De un tubo gris de aluminio opaco va saliendo una aureola de humo que se despliega en forma de tirabuzón. Esa imagen tiene que significar forzosamente algo para mí, es mi deber sentirla en lo más profundo; es mi deber desentrañarla.
 

jueves, junio 29, 2023

Idea deschavetada para ir mejorando la cosa

Al próximo Presidente de la República, cuyo domicilio político es probable que se aloje en el extremo opuesto del que dirige hoy el país desde La Moneda, le sugiero que no haga lo que hacen todos los presidentes cuando asumen el cargo. Ya verá que el tiempo le dará la razón y que Chile saldrá ganando.
Los presidentes llegan rodeados, prácticamente estrangulados, por las asociaciones políticas que levantaron su candidatura. Contra lo que puedan pensar algunos ingenuos que aún quedan volando bajo, entre los que me contaba, los adherentes "del partido" no piensan en derrotar la pobreza, luchar contra la desigualdad, erradicar los campamentos, levantar la educación, mejorar la salud pública; en síntesis, no está en sus mentes el progreso del país cuando su líder asume el poder. Piensan solo en ellos mismos, en cobrar los famosos "favores políticos". Meses antes de la elección ya se han repartido los miles de cargos públicos que estarán a disposición de su voraz apetito por el dinero. La gente común y corriente, el vulgo, la mayoría silenciosa piensa que esto debe ser así y lo asume como mal menor. Cuando el nuevo gobierno ya ha entrado en funciones, los menos comprometidos y los simpatizantes de pacotilla que aún no han obtenido granjería alguna continúan deambulando por salas sombrías con olor a encerado, tratando de agarrar los últimos puestitos que van quedando o los que están a punto de crearse. Quienes fracasan en el intento suelen retirarse a sus hogares con un gusto amargo, la cabeza echando humo, vociferando contra los "apitutados de siempre".
A Su Excelencia que habrá de venir: hágame caso y mantenga a esos apitutados de siempre, a esos "cargos de confianza", cuando asuma el poder. Deje seguir trabajando a esos pelafustanes en ministerios, subsecretarías, reparticiones públicas de todo orden, con sus sueldos millonarios. No los reemplace por su propia gente, salvo que sus puestos no se justifiquen o de justificarse, que resulten no ser aptos para el cargo, abusen de las licencias médicas o incurran en actos de sabotaje. Resista la feroz presión de sus propias huestes, peor que la que ejercen las aguas abisales, que aplastará sus hombros. Aunque al principio la opinión pública crea ver gato encerrado, con el tiempo se lo agradecerá, pues comprobará que estos pelafustanes idealistas se habrán transformado en sus más fieles colaboradores. Y si sus propias autoridades le exigen acompañarse de un nutrido grupo de "asesores de confianza" para desempeñar sus altas responsabilidaes, deséchelas por ineptas, porque querrá decir que el trabajo se lo harán otros.
Esta sugerencia no es insólita. El mejor ejemplo de que sí es practicable y da buenos frutos se halla en la empresa privada. Cualquier empresario sabe que la mayoría sus empleados no adhiere a su filosofía política, si es que alguna vez la ha demostrado. Por decirlo de un modo sencillo, un empresario de derecha tiene su industria llena de trabajadores de izquierda (lo contrario es altamente improbable). A la salida del trabajo, en los cafés, en los bares, estos funcionarios se llegan a poner colorados como tomate pelando a sus jefes y patrones. Al otro día son los empleados más diligentes, rinden como escoba nueva; las ideologías quedan para el atardecer. Solo basta que les llegue el cheque a fin de mes.

miércoles, junio 28, 2023

Chejov

Bailabais minutos eternos alrededor del sofá, frente a la lámpara de velador, a una altura o una profundidad ignorada, y no os revelabais; un ansioso sufrimiento apoderábase de mi corazón, bailabais entre sílabas que iban y venían, burlándoos de lo más preciado que poseo. Se os fueron sumando más nombres que por fortuna se iban manifestando a tiempo. Carver. Raymond Carver aparecía diáfano; el escritor de vuestros últimos tres días. Y vos seguíais escondido y al alcance de la mano, bastaba mover un dedo, pero eso era claudicar; vos el que importaba, te afanabais por echarme a perder la noche. Dostoievski, Tolstoi, Pushkin, Eisenin, Nicolás Gogol. ¿Dónde os hallabais vos, autor del Tío Vania, del Jardín de los cerezos? Escondido en una pieza, como el niño de Amor. 
Perrot, Chinot, Peshnot... 
Claudiqué al fin, lo que nunca hago. Me declaré derrotado, duros tiempos parecen venir.
Anton Chejov.

lunes, junio 26, 2023

Turbulencias

Las turbulencias derivan de un fluido en el que la presión y la velocidad fluctúan irregularmente, formando remolinos. 
La vida de quien escribe ha transitado por una nube de turbulencias. Los pasajeros sosegados se remecen en los asientos; un pánico soterrado asoma en sus almas. A los momentos tranquilos del pasajero que escribe los asalta una turbulencia que transforma esa realidad en el destino de las turbulencias, que no es otro que agitar el pensamiento.
Si quien escribe las tomara como lo que son, fenómenos objetivos nacidos de la nada, la vida se haría más llevadera. Pero tomando cuerpo en segundos, las turbulencias se adueñan de una parte de la mente y montan una escenografía de ansiedad; tal vez fueron creadas por los dioses para señalar los días soleados que habrán de venir.
Anoche quien escribe entró en una turbulencia, se le desprendió el cachito de una muela, nada verdaderamente serio, como suele ocurrir con las turbulencias, salvo con aquellas que desembocan en un desastre, de allí la desazón, el miedo anticipado. Por la tarde tuvo otra, la de perder los bienes que posee si los confiara a otras manos. Luego se le asomó la turbulencia del estado del tiempo en Santiago y el posible corte de agua. Viajar del sur lluvioso a una ciudad con sequía y aterrizar en pleno temporal, con corte de agua a la vista. El mundo al revés. Turbulencia.
Ahora mismo el avión que lo lleva a su destino acaba de ser zarandeado por turbulencias. Quien escribe agacha la cabeza, cierra los ojos, piensa en la hija que dejó en la cabaña, su bella, intensa y buena hija; piensa en la mujer que estará a la salida del metro y con la cual espera, quien escribe, caminar bajo un paraguas a su casa, una casa como tantas, sin sentimientos, ausente de turbulencias.
Y si quien escribe ha logrado describir esta experiencia es que esas turbulencias quedaron atrás y el mundo se le abre a otras por padecer.  

miércoles, junio 14, 2023

Luminanda Valenzuela Donoso, de los Donoso de Talca

La abuelita Lumi murió como a los 104 años, eso se decía entre mis primos y era cosa de verla andar por la calle, las pocas veces que salía a tomar el sol. Era como si se le apareciera a la gente un manojito de arrugas del siglo pasado; o sea, del Siglo Diecinueve para los tiempos de esta historia. Pero era una viejita muy bien conservada. A lo más aparentaría unos 99 años. La tratábamos poco, y eso que vivía a no más de seis cuadras de nuestra casa, no sé si en una residencial o sola, pero sí estoy casi seguro que en una casa de fachada continua, de esas del radio céntrico de Rancagua, tal vez en calle Gamero, San Martín, O'Carroll, entre Bueras y San Martín. 
En contadas ocasiones nos visitaba, de seguro en fiestas familiares. Aparecía encorvada, casi en ángulo recto, con su traje de tweed de dos piezas en cuadritos celestes y blancos, y se sentaba a tomar una taza de té. A quienes la escuchaban les repetía, cuando el tema se encaminaba hacia el bosque donde se hallaba el árbol genealógico de su familia, que ella era Valenzuela Donoso, "de los Donoso de Talca". Como su oído iba acorde con su edad, en medio de la conversación mi papá le preguntaba a media voz hasta cuándo iba a seguir gastando oxígeno, insólita broma picaresca para su carácter tan dado a la gravedad y a las explosiones de furia. La abuelita Lumi se acercaba a mi mamá. ¿Qué dice este niño, Fanicita? y mi mamá sorteaba la situación con su acostumbrada diplomacia. Esa broma dio para amenizar innumerables veladas familiares y fue heredada por Maravilla Gamboa, o sea el Jorge, nuestro primo. Está gastando oxígeno, abuelita. ¿Qué dices, Jorgito? Hasta cuándo va a gastar oxígeno, abuelita...
En esos años, principios de los sesenta, ya era viuda de Dionisio Mardones, veterano del 79. Mi papá solía hermanar a la anécdota del oxígeno otra en que el abuelo Dionisio era el protagonista. Él y la abuelita Lumi habían ido a visitarnos a la casa de la población Rubio. En lo mejor del encuentro el abuelo Dionisio se aferró a los barrotes de la ventana del dormitorio y lanzó gritos estremecedores hacia la calle: "¡Me tienen secuestrado! ¡Carabineros, me tienen secuestrado!". En esos años no se hablaba de la demencia senil ni del alzheimer. Los ancianos simplemente estaban cucú y el hecho se tomaba con cariño, sin drama.
Extraño recuerdo aquel de la ventana, porque haciendo memoria, mi casa no tenía barrotes en las ventanas. Pero de que se imaginó encerrado, presumiblemente en un calabozo del enemigo, se lo imaginó y lo gritó, lo denunció a los cuatro vientos.
En estricto rigor, como se comprenderá, la abuelita Lumi, o Luminanda Valenzuela Donoso, de los Donoso de Talca, era mi bisabuela.
Cuando murió la enterraron en Codegua. Miento. Esa fue la tía Juana, viejita solterona que también anduvo rozando los cien años, no sé, a lo mejor murió a los setenta.
Viajamos a su funeral en un Ford Fairlane 500, un auto grandote que manejaba el Rigo. Su papá, el tío Isidoro, lo trabajaba como taxi y el Rigo, que con suerte tendría 16 años, también lo taxeaba con documentos arreglados. En esa época un taxista ganaba tanta o más plata que un carnicero, oficios envidiados por profesores o empleados bancarios que vivían de un sueldito. El Rigo conducía rajado por el camino de ripio hacia el cementerio de Codegua, parece que íbamos atrasados. De copiloto lo acompañaba el tío Hermes, un tío del campo que usaba chupalla y un bigote fino al estilo de Leo Marini y del que se decía que una tarde se volvió loco y se subió a cantar a un árbol, algo parecido al personaje de Amarcord, pero no igual, porque después el tío Hermes se recuperó; atrás viajábamos achoclonados con el Vitorio y algunos más, lo digo porque me cabe la certeza de que el auto iba lleno. 
De pronto el Rigo se pasó un cruce y el tío Hermes le señaló con su cariñoso tono campesino: "por ahí es, Riguito...". El Rigo frenó en seco, el auto se ronceó y hasta ahí no más me acuerdo. No es que haya habido un accidente; es que hasta ahí llegan mis recuerdos. 

lunes, junio 12, 2023

Cinco kilómetros y doscientos metros

El cielo está despejado, hace un frío de los mil demonios y todo invita a quedarse en la cabaña, sentarse en el sofá a disfrutar de una buena película en Netflix, con un café con leche y un pan con queso y mantequilla, un whisky todavía no, es muy temprano para ese vicio sagrado, son las cuatro de la tarde con treinta y siete minutos. 
No sé a quién le pueda interesar lo que estoy contando. Si a algunas personas les llama la atención, sospecho que a la mitad de ellas les entrará un sentimiento de indiferencia, de leve desprecio al leer estas líneas, y las dejarán abandonadas, por egocéntricas. No dejan de tener razón, pero a mi favor debo declarar que yo no escribo para nadie más que para mí mismo. Es el beneficio de trabajar sin recibir ninguna clase de estipendio. Dije trabajar, porque de ser trabajo lo es, y arduo, claro que el mejor trabajo del mundo. Son horas que se pueden subdividir en inspiración (el tema que llegó del cielo o de alguna parte de mi cuerpo, que me impelió a hacer de él un texto, dejando de lado otras decenas de posibilidades o simplemente salvándolo del desecho que se acumula en los pantanos de la memoria), escritura (lo que acometo en este mismo instante ante las teclas del computador, solitario, con las cortinas corridas, la noche que bajó de pronto al campo y la música de mi radio favorita, a mi espalda), revisión (una, dos, diez veces, cambiando tiempos verbales, adjetivos, sinónimos, reiteraciones, gazapos, cacofonías, frases que no cuajan en la dirección del trabajo, anotaciones nocturnas en la libreta sobre el velador, cuando surge de la nada algún término que se había tornado escurridizo), y repaso final (el pase aprobatorio y el ingreso triunfal como nueva entrada del blog y, tal vez en un futuro cercano, porque mucho plazo ya no queda, como nuevo capítulo impreso de mis memorias, las Memorias del dr. Vicius).
En vez de sentarme a ver la película y tomarme el café con leche salgo a dar un paseo (no te quedes echado en el sofá, haz ejercicio, dales trabajo a los músculos, no te rindas tan fácilmente a los placeres, levanta la tranca y enfréntate a lo que no deseas pero que te puede hacer bien). No he pisado el camino, ni siquiera he abierto la puerta de la cabaña y aún no escribo nada de lo que quería decir. He aquí una contradicción, un truco literario. La verdad es que lo que voy a contar tiene que ver con el paseo que ya di, de modo que para relatarlo ha de ser una cosa del pasado, lo que es efectivo. Sin embargo, la forma en que encaré este desafío me indica que debo hacer como si todo lo que narro estuviera pasando en este mismo instante. Aquí y ahora. El presente eterno.
Termina el programa Blue of the night en la radio irlandesa y me paso a la emisora británica Classic Fm; eso implica levantarse, estirar las piernas y dejar el trabajo por un momento. Todavía no salgo al camino, pero ya he vuelto. ¿Es esto la felicidad?
Lo más importante del paseo ocurre en la mitad del trayecto de ida. En la berma, sobre la tierra pedregosa y húmeda, duerme para siempre una pequeña ave de pecho amarillo, presumiblemente un jilguero austral. Me agacho a recogerlo y lo poso en la palma de mi mano derecha. El nacimiento de su piquito está teñido de rojo. Ha muerto recién, aún está tibio. ¿Lo pasó a llevar una camioneta, no alcanzó a despegar del asfalto o se cruzó volando en el camino justo en el instante inadecuado? ¿Lo picoteó otro pájaro? 
No tengo herramientas para improvisar una fosa para él, pero busco una cavidad en el pasto de la orilla y allí lo dejo. Me persigno y sigo mi andar. Pobre dios amarillo, hace un instante volabas entre los álamos como un hilo de agua vertical y ahora no eres, te fuiste con la misma naturalidad con que tus hermanos pájaros enfrentan la muerte, sin aspavientos ni ceremoniales ni discursos. 
Mientras sigo caminando me digo escribiré sobre ti, no te irás en el entero anonimato, al menos unas pobres líneas te recordarán, tu vida no fue en vano. Esto es sensiblería, claro que sí, pero ya me cansé de andar ocultando los sentimientos gruesos e infantiles, "románticos", la compasión que da ver a un animal tirado al costado del camino a merced de los carroñeros, con un hilo de sangre en el piquito, signo de muerte violenta, me estoy cansando de mostrar siempre a los demás ese aire controlado, racional, eso indefinible con que se construye una marca, una forma de prestigio. Aunque tal vez no es esa la imagen que proyecto, tal vez es justo lo contrario, qué diablos. El jilguerito del tamaño de la palma de mi mano fue lo más importante que me pasó en el día y no me avergüenza declararlo.
Camino agitado, no por el pájaro. Serán dos kilómetros y seiscientos metros de ida y lo mismo de vuelta, total cinco kilómetros y doscientos metros, de los cuales un buen trecho se compone de una larga bajada y una larga subida. Esta última es la que agita, hace echar chispas al corazón. Ayuda harto la visión de los campos verdes, los robles raleados por el invierno ad portas, la nieve que cubre al volcán Osorno hasta la ladera, el lago de un azul grisáceo.
Qué raro. Caminar para hacer ejercicio, para no tentarse con la comodidad del café con leche en el sofá. Caminar solitario por los campos del sur de Chile y no asimilar la magnitud de esa belleza sino solamente al momento de hablar de ella. Mientras avanzo voy viendo recuerdos, culpas, estados de ansiedad, recriminaciones, proyectos. Cuánto me ha dado la vida y qué poco le he agradecido.
Paso frente a una de esas viejas casas alemanas de madera enclavadas al pie de una colina. En la propiedad, alejada unos metros de la vida que fluye dentro de las habitaciones, del humo de la chimenea, de los niños que hacen sus tareas, de la madre que los acompaña, destaca un antiguo cementerio patronal de no más de tres o cuatro tumbas, cuyos cercos de madera han autorizado la presencia de unos pocos árboles. Las lápidas mohosas inscriben nombres olvidados y envían su mensaje, que cada caminante traduce según su entendimiento.          

sábado, junio 10, 2023

Solo o acompañado

A estas alturas de la vida ya convendría hacerse la pregunta de si el hombre nació para vivir solo o acompañado. La bibliografía es demoledora a favor de la última de las opciones. El mercado, la industria, la religión, la ciencia contribuyen a la imposición de la familia como núcleo central de la sociedad, y las pruebas les sobran. Tal vez la principal de ellas sea la sensación de nido tibio que experimentan los niños al cobijo de sus padres; eso viene de la naturaleza y está muy bien que así sea. Un niño sin padres es como un barco sin timón en medio de la tormenta, en esto no hay dos opiniones. 
Pero la pregunta sigue siendo lícita en lo que concierne a los demás aspectos de la vida.
Podrían darse también tantas pruebas, tantos testimonios de que la soledad es buena compañía, pero he decidido dejar la pregunta abierta para la reflexión de cada cual. 

lunes, junio 05, 2023

El acercamiento, una sorpresa, la tensa indiferencia

¿Has leído a Erdevig Harveg?, pregunta aludiendo a una famosa escritora desconocida para el vulgo, mientras va acercando sus labios entreabiertos a los míos hasta que se encuentran, casi un beso, es cosa de avanzar un milímetro y ya será un beso; su cuerpo inclinado sobre el mío, yo sentado. La pregunta viene acompañada de un lejano hálito alcohólico, pero eso es lo menos importante. Lo que vale es que se trata de una joven culta de inclinaciones artísticas, una joven maldita, difícil, enrevesada.
Mi colega Llanca me anuncia entonces la noticia del día: corre la voz de que mi obra infantil se está haciendo conocida gracias a la recomendación de un famoso locutor muerto hace unos días. Siento una gran ilusión. Camino por el pasillo de piso encerado de tabla y entro al dormitorio; el locutor reposa en la cama, sonriéndome, mostrando la dentadura. ¡Vaya, pues resulta que no ha muerto!, como decían, ¡resulta que está vivo! Por eso no hay que hacerles mucho caso a las noticias que difunden las redes sociales.
El locutor me entrega el papelillo arrugado del porte de una servilleta que contiene su recomendación, escrita en letra chica.
¿Cuántos seguidores tiene usted?
Tengo trece seguidores.
(Vaya... no es mucho... pero se trata de un locutor famoso... de seguro mi obra se irá haciendo conocida a partir de ahora).
Cocino unos trozos de carne de cerdo sobre una parrilla montada en la vereda de una calle del barrio Estación Central. Debería hallarme en la oficina, pero esta es la excusa que le ofrezco a mi jefa. El día es frío, gris.
Al volver a la sala en que está el equipo me entero de que la joven que estuvo a punto de besarme ha traído a su novio, quizás con qué propósito, darme celos, qué sé yo. Decido ignorarlos y me acuesto a lo largo en el sofá, haciéndome el dormido, con la cara hacia el respaldo. Ella no hace amago de exhibirme su trofeo, aunque está claro que desea hacerlo. Es el juego de la tensa indiferencia.
En cualquier momento abriré los ojos y los veré, la situación se torna insostenible. Y eso hago. Me incorporo y domino la sala con la mirada. Abordo directamente al joven, que resulta ser de lo más simpático. Delgado, puro, ausente de cálculo. Nuestro diálogo podría llegar a ser fluido.  

jueves, junio 01, 2023

Efectos especiales

En ciertas pantallas del mundo comienzan a asumir su retirada los efectos especiales. Tras años de engolosinamiento y explotación de la mente del vulgo hasta la saciedad está sucediendo lo que ocurre con las grandes atracciones: provocan deseos de ir al baño o ganas de dormir. El descanso se torna necesario, la pureza cobra fuerza y llama a un periodo de paz que sirva de siembra para el nuevo orden que habrá de surgir.
Otro fenómeno, tal vez padre del anterior, conduce a la fragmentación. Los referentes se extravían y todo se olvida, casi al instante. Las señales que se cruzan en el espacio virtual generan millones de individualidades, formas propias de sentir la vida, vacías de contenido universal, pero verdaderas en lo esencial. Los artistas palidecen, los profetas decaen, sus mensajes se proyectan en las grandes pantallas y también en las pequeñas y van a dar al limbo. Son mariposas en el prado; nadie sabe dónde volarán al otro día, si es que vuelan. Y no es que ya no sean necesarios; al contrario, perdidos en la inmensidad de la hojarasca son más necesarios que nunca.    

lunes, mayo 29, 2023

Hora de tropiezos

En sus instantes de agobio, que los tenía, como casi todo el mundo, caía vencido ante la certeza del vacío que los demás días lograba ocultar bajo el disfraz de una ingenuidad que se había convertido en su escudo de la buena suerte, carta de presentación, santo protector.
Con el correr de los minutos, la falsa imagen autoedificada desaparecía ante la arremetida de una pequeña molestia anclada en un lugar insignificante de su cuerpo, pero que trasuntaba un peligro que finalmente desembocaba en el horror, el horror al sufrimiento en la antesala de la muerte.
Sabía que eran momentos pasajeros, que podían durar uno, dos, seis días. La felicidad que proporcionan los placeres de la vida volvería a instalarse con sosiego en su habitual sentir. Al menos de eso podía estar seguro, mientras no apareciera una nueva señal.
No por eso la sensación debía desecharse.  

viernes, mayo 26, 2023

Bajezas

Una vocecilla flacuchenta que tienta desde la boca del estómago, que incide a pecar; un ligero escalofrío agridulce cuando al autor le aparece un arma en las manos; una remota sed de revancha ante ligeros ataques empolvados por el tiempo, he allí el semblante de las ligeras bajezas humanas, aquellas que provocan ligeros daños irreparables a quien las ejecuta y a quienes las reciben. 

Los vientos

No solo Vargas Llosa estremece y se estremece con vientos despedidos más allá del charco. Acá también han llegado, no los mismos; atravesaron la conciencia y la vejez vienen del cielo, remecen la cabaña y dificultan el sueño; son fuerzas conmovedoras que entran y se van sin ninguna indiferencia, porque no la sienten; sin ningún pudor, que no lo tienen; solo ese ulular feroz, delirante, enloquecido, ese silbido que les da su esencia al superarlos. 

jueves, mayo 18, 2023

Cadáveres ilustres

Cadáveres exhibicionistas desfilando ante mis ojos, pelotones de carne putrefacta que engrandecen el pasado, minimizan el presente. 
Cuerpos como esos de hombres y mujeres lo obligan a preguntarse a uno cuándo dio el paso en falso, en qué momento uno se fue por la berma del camino, cuántas agallas le faltaron para dar el salto, qué ridículo habría hecho uno supliendo las funciones de sus cadáveres amigos.
Aunque también surge una primera pregunta, una beneficiosa duda, de si todo cadáver fue mejor, acompañada de una segunda duda, la de si los que han caminado por la orilla cuentan con el sano derecho a poseer estilo.
Divagaciones, vaguedades, mentiras verdaderas, lo que importa son los hechos, la historia es lo que importa; el presente solo tiene un valor engañoso en la conciencia profunda.

domingo, mayo 14, 2023

Pasan los canutos

Religiosamente, cada domingo el inconfundible eco de un coro de voces y mandolinas iba creciendo desde la calle a la velocidad del paso del hombre. Se oía cerca de las tres, cuatro de la tarde, momento aquel en que después de almuerzo, si no estábamos gozando la matiné del cine Rex, no había mucho que hacer, como no fuera dormitar junto a la radio o jugar al fútbol chico, a las bolitas, a los naipes. 
Eran los canutos, fila de evangélicos que marchaban por toda la población alabando a Dios.
Se paraban en la esquina de Bueras con Palominos y con el Vitorio y mi mamá corríamos un poco las cortinas y los estudiábamos con un sentimiento cercano al desprecio, aunque eso no era exactamente lo que sentíamos por ellos, porque hablaría mal e injustamente de nosotros. Las palabras que se ajustaban más eran lástima, o burla. 
Los canutos eran personas humildes que sacaban a relucir los domingos sus mejores prendas de vestir; los hombres lucían terno y corbata, las mujeres faldas negras y zapatones de taco bajo; los niños, pantalón corto, camisa blanca y humita; las niñas, vestidos blancos. Tras la procesión volvían a sus apartadas poblaciones en los suburbios de Rancagua. En esto hay que reconocer que se parecían a los primeros cristianos.
Esa lástima que sentíamos nos venía de mi mamá. Mi mamá había desarrollado de temprano un sentimiento de superioridad frente a los canutos; de partida los llamaba canutos en forma incisiva, burlesca, a sabiendas de que se trataba de practicantes de alguna rama de la religión evangélica. Ese trato no frontal sino encubierto no era patrimonio suyo; toda la ciudad hacía igual, algunos más osadamente, rayando en la grosería y el agravio. Desde luego al decir toda la ciudad me refiero a la ciudad católica, esa Rancagua de misa de doce en la Catedral o en la iglesia La Merced o en la iglesia San Francisco, misa a la que se asistía en el fondo para ver y ser visto, misa que daba paso a la retreta de la banda del Regimiento Membrillar, al almuerzo familiar de tres platos, la matiné, el partido del O'Higgins, la once y el atardecer provinciano cargado de melancolía.
Rancagua, como todas las ciudades de provincia, era una esclava babosa de prejuicios que pesaban más que una locomotora, y así fuimos educados.
La actitud burlona de mi madre importaba además una guerra soterrada a la familia de mi padre, a su madre evangélica, a su hermano evangélico, al bajo nivel cultural de mi padre. Mi madre, a quien quise ver como lo más parecido a una santa de carne y hueso, a quien siempre quise impresionar, a quien admiré hasta el día de su muerte y quien me sirvió de ejemplo de vida; mi madre, debo decirlo en calidad de testigo de este juicio inútil, mi madre aplastaba a mi padre con una fuerza invisible e imposible de combatir, con una crueldad inconsciente que venía de antes de su propia alma; tal vez por eso él se fue achicando año a año, sin presentar resistencia, con esa sabiduría secreta que lo caracterizaba, con ese oscuro destino de poeta resignado, hasta hundirse en el vicio del alcohol, del que felizmente se libró los últimos diez años de su vida.
Qué culpa tenían de todo esto los canutos, qué culpa el canto asustadizo de niños expuestos a la infamia y los coros firmes de sus padres, el tañido de las guitarras y las mandolinas y las prédicas afiebradas a esquina vacía, y las vociferaciones de advertencias absolutas que rebotaban en las murallas de ladrillo de las casas de ojos escrutadores antes de que se las llevara el viento.  

miércoles, mayo 10, 2023

Su Majestad Carlos III acude al dentista

(Versión original publicada por "The Sun" bajo la firma de Jeremy Clarkson, autor de una corrosiva columna anterior en contra de la duquesa de Sussex, Meghan Markle. Traducción al español del profesor Bruburundu Gurusmundu). 

Mis fuentes en la realeza británica me han asegurado que días antes de ser coronado, Su Majestad Carlos III debió acudir con cierta urgencia al odontólogo. Debido a que el profesional que lo atiende desde hace 45 años (es decir, cuando el entonces príncipe Carlos tenía 29 años) no se encontraba en Londres, sino en las Maldivas, gozando de unas merecidas vacaciones, el monarca debió acudir a una clínica situada en el área urbana de Chelsea. Aunque la visita fue planificada y posteriormente materializada en la más completa discreción, resultó imposible guardarla en el anonimato, debido a que al momento de descender del Bentley State Limousine, la cola de armiño de su capa de ocho metros se le atascó en la pisadera y para liberarla hubo que solicitar ayuda a un par de vecinas que transitaban por la calle. Fueron estas quienes alertaron de su presencia al vecindario, aunque los hechos no pasaron a mayores gracias a la oportuna intervención de agentes del MI-5. 
La transcripción del caso rotulado por dicho servicio de seguridad como "Pieza 16", por corresponder a la muela ubicada en el maxilar superior, a la derecha, dos antes del fondo, es una contribución ad honorem a la causa patriótica del Reino Unido por parte de uno de los testigos presenciales de la atención, cuyo nombre se omite en aras de su seguridad.
(Suena una campanita al abrirse la puerta de la consulta).
Adelante Su Majestad.
(Entra el rey Carlos III con su agregado).
Buenos días señorita.
Buenos días Su Majestad qué se le ofrece.
Venimos por lo de la muela.
El dentista está atendiendo a una señora y se desocupa al tiro. Tome asiento mientras tanto. Por ahí están las revistas. Usted señor también puede tomar asiento.
(El agregado).
Paradito no más.
¿Hay alguien antes que nosotros?
El caballero de corbata verde, pero dice que le cede su hora, dice que él puede esperar.
Gracias caballero.
Faltaba más Su Majestad. Aprovecho de felicitarlo humildemente por su inminente ascenso a tan supremo destino.
Gracias caballero. Usted de qué equipo es.
Yo soy del Chelsea.
Nosotros somos del Burnley.
Felicitaciones Su Majestad. Acaban de ascender.
Así es. 
Su Majestad...
Díganos, señorita.
¿Paga con Isapre o Fonasa?
Particular.
¿Tarjeta o efectivo? 
Tarjeta.
Si gusta se acerca.
Cómo no. Chester... 
Son 245 libras. Pago por adelantado. Supiera la de clientes que han hecho perro muerto. Nuevas normas, comprenderá. La inflación. El Brexit. Acerque la tarjeta, póngala en esa esquinita... Digite la clave... ¡Aprobado! ¿Le imprimo el recibo?
(Una paciente de edad sale de la consulta. El dentista la lleva del brazo y le habla).
Recuerde no morder por este ladito por unas dos horas.
¿Puedo tomar café con leche doctor?
Claro que sí. Y no se olvide de pedir hora con la secretaria para la próxima semana.
Doctor, doctor...
(Se le acerca y le habla al oído).
Ese se parece tanto al rey. Es igualito...
Bien, señora, pida horita para la próxima semana.
(El dentista vuelve a la consulta. Aparece una joven de uniforme celeste).
¿Don Carlos III?
Nosotros somos.
Adelante.
(El rey Carlos III entra a la consulta con su agregado).
Buenos días Su Majestad Carlos III, monarca perfecto, Dios hecho hombre. Permítame besarle los cordones de los zapatos pero primero permítame abrocharle el zapato izquierdo.... Ya veo que es un Crockett & Jones modelo Oxford, dicen que es el único zapato del mundo a prueba de juanetes. 
No nos tiremos al suelo doctor. Con que nos hinquemos basta. Cordón con dos rosas s'il vous plait.
(Se hinca el dentista. Le abrocha los cordones del zapato izquierdo).
Y qué se trae entre dientes Su Majestad.
Esta muela de arriba doctor, esta de acá.
Póngase cómodo Su Majestad, sáquese la capa y déjela en la silla si gusta.
Gracias doctor. ¿La corona también?
Sería ideal. Puede dejarla sobre la capa.
Qué linda la corona.
Muy linda señorita. Muy... histórica.
¿Cuántos diamantes tiene?
Vayamos a saber. Dicen que como dos mil ochocientos.
¿Me la puedo probar?
Cómo se le ocurre Priscilla, deje al rey tranquilo.
Pero si el rey me da permiso... es para sacarme una selfie.
No problem. Nosotros la dejaríamos pero nuestro agregado es un celoso guardián del protocolo y nos ha advertido que no cedamos por ningún motivo a los caprichos del pueblo porque o sino el pueblo se nos va a subir hasta más arriba del paracaídas.
A mí cuando estaba en la escuela de asistencia dental de Peckham me sacaron reina y me pusieron una corona, pero eran puros vidrios, pero era bien bonita, pero no era tan bonita como la suya. Por eso...
Priscilla, no moleste a Su Majestad con sus historias. No le haga caso Su Majestad.
Al pueblo se le debe escuchar doctor... lo dejaremos en las manos de Chester.
(El agregado dice no con el dedo índice).
Pase al sillón Su Majestad.
Encantado.
Tiene nervios de acero estoy viendo.
Hemos vivido preparándonos para esto.
Ábrame la boquita... así... un poco más... vaya vaya... esto es serio... ciérreme la boquita.
Qué le pasa a nuestra muela doctor.
Está malita Su Majestad.
Y qué podemos hacer.
Un poquito de anestesia, luego una pasadita de máquina, otra pasadita de máquina, otra pasadita de máquina, hago el tratamiento de conducto, sacamos el nerviecito y estamos LizTaylor. Una horita, hora tres cuartos a lo más. Haga cuenta que estará viendo un partido. ¿De qué equipo dijo que era?
Del Burnley doctor.
Ah, pero si acaba de ascender.
Así es. Estamos tan contentos. No sabemos qué es mejor, si el ascenso a la Premier League o la coronación.
El ascenso Su Majestad el ascenso no tenga duda alguna.
¿Nos va a doler doctor?
Nooo... no tanto. Cómo se le ocurre Su Majestad.
¿La cara se hincha?
Un poquito.
¿Pero alcanzaremos a deshincharnos para la coronación?
Siempre que no se zampe un lebrillo de porotos ese dia... ¡Juajuajuajuajuá! Perdón Su Majestad. Me tome una pequeña licencia. Me acordé de un episodio de Benny Hill. No debí... Lo siento tanto...
(Habla el agregado).
¿Se toma preso al odontólogo Su Majestad?
No lo pongamos nervioso Chester... A nuestra madre no le gustaba Benny Hill. Le gustaba más Mr. Bean. A Benny Hill lo encontraba pervertido. Decía que le gustaba más el viejito pelado. Pero el que más le gustaba era Norman Wisdom. 
¿Y usted con quién se queda Su Majestad?
Lamentablemente carecemos de sentido del humor. Preferimos la música de Sir Edward Elgar, especialmente el concierto para violoncello. Pero notamos que nos está haciendo demasiadas preguntas. Vamos a lo que vinimos de una vez.
Bajo el sillón Su Majestad... un poco más... un poco más... bajando... anestesia, Priscilla.
Puta la media jeringa.
Tranquilo Su Majestad... va a doler su poquito... así... otra más en la encía... así... una más en el paladar...
(El rey Carlos III levanta un brazo.)
¿Dolió?
(El rey Carlos III levanta el pulgar.)
Ya pashó. Ahora esperaremos que se duerma la zona. Descanse please.
Se nos está enchuecando la boca doctor, nos está cogggtando modulaggg.
Es normal rey Carlos III Su Majestad Perfecta Dios hecho hombre. Ahora vamos a empezar. Quédeseme tranquilito por el bien del reino. Priscilla...
¿Alicate doctor?
Alicate.
¿Sierra?
No todavía. Cuchillo número cinco.
Cuchillo número cinco doctor.
Fresa de turbina.
Fresa de turbina doctor.
No, otra más grande.
¿Esta fresa doctor?
No, la más grandecita... todo bien Su Majestad... 
(Suena la fresa).
¡Chrirrrriiiiiirrrrrriiiiiiiiiikkkiiiiiiiiiiiiiikkkkkkiiiii!
¿Y el Burnley se la podrá en la Premier League cree usted Su Majestad?
Nosógggo ggguémo ggguenó... peggggo epegggganza nugggca ggggue piegggue...
Chutearon unos goles muy bonitos... ese negro grandote... un negrazo... algodones Priscilla.
Algodones doctor.
Métale la cánula de succión mire que me está chorreando de baba... 
(El rey Carlos III levanta un brazo).
No tan adentro la cánula Priscilla que a Su Majestad le está dando arcada.
Aggggggg.
La tengo afuerita doctor.
No tan adentro Priscilla... debajo de la lengua, pero no tan adentro... ¡Ahí sí que sí! ¡Ecolicuá! Ya nos falta poco Su Majestad... queda lo menos.
Ojaggggá... Ggggacia.
¿Duele?
Uggg poggggguito...
Ya va pashar. Más anestesia Priscilla.
Nooo dogggggtó taggguién agggguí. Gggggoy vagggguiente...  
Bueno ya está pashando Su Majestad ya estamos cashi cashi... la caries era más grande que una aceituna... ¡Una caries real Juajuajuajuajuá..! pero ya se fue, se fue como el pañuelo que se lo llevó el río... ahora el nerviecito va saliendo... ya se va desenrollando el nerviecito... el conducto está quedando limpiecito... Ese negro es muy bueno para la pelota, ¿vio el gol de chilena que se mandó en la última fecha? Un monumento de negro... Tiene buena tragadera Su Majestad... ¡bocaza impecable! Una pura cariecita... eso era todo... Ya estamos terminando... Tapando conducto... Tapando conducto... Retire los algodones con sangre Priscilla, que llegan a estilar de mojados que están.
Retirando algodones doctor.
¡Cuidado con el armiño!
La embarré doctor lo siento voy a buscar un trapito.
Chester, ¿tendrán en la alacena del reino un limpiador de armiño de excelencia?
Hay de todo doctor.
Dejémoslo manchadito entonces, allá lo limpian al estilo del Palacio de Buckingham como se dice.
(El rey Carlos III abandona la consulta).
Encantado de haberlo atendido Su Majestad. Recuerde que tiene horita en quince días más, no se le vaya a olvidar. Ahí le pondremos la corona, ¡esa sí que será una linda corona, blanca como el armiño!... ¡Más blanca que el armiño!... ¡El único rey con dos coronas...! 
¿Haggggta qué hoggggga vamogggg a teggggguer la bogggga chueggggga dogggggtó? 
Media horita a lo más. Ni se va a dar cuenta cuando estará hablando de nuevo como rey Su Majestad.
Ggggggacia dogggggtó... Haggggta pgggggonto Piwwiwwa.
Adiós Su Majestad ¡y gracias por tan maravillosa aventura!